VIII
ESTADOS ORIENTALES
SEGUNDA GUERRA CON MACEDONIA

ORIENTE Y GRECIA
LAS GRANDES POTENCIAS. MACEDONIA

La gigantesca empresa comenzada por Alejandro el Grande un siglo antes que los romanos pusiesen el pie en su reino se había transformado y extendido con el transcurso de los años. Sus sucesores habían continuado la realización de su gran pensamiento, esto es, la conversión del Oriente al helenismo; y de aquel colosal Imperio había salido un vasto sistema de Estados greco-asiáticos. El invencible genio de los griegos, y ese amor por los viajes y la emigración que desde tiempo atrás había conducido a sus traficantes hasta Masalia y Cirene, hasta el Nilo y el mar Negro, había sabido guardar las conquistas de su héroe. La civilización helénica se había asentado pacíficamente en todas partes del antiguo reino de los Aqueménidas, bajo la protección de las sarisas macedonias. Los generales que heredaron el Imperio de Alejandro se arreglaron mutuamente y equilibraron sus fuerzas; y aunque el equilibrio faltó muchas veces, esa misma regularidad se manifestó en sus vicisitudes. Se formaron tres potencias de primer orden: Macedonia, Asia y Egipto. Con Filipo V, que subió al trono en el año 534 (220 a.C.), Macedonia no se diferenció de lo que había sido con Filipo II, padre de Alejandro. Constituía un Estado militar compacto con ingresos suficientes y regulares. Su frontera del norte se había rehecho después de pasadas la tempestad y la inundación de los galos; y, en tiempos normales, bastaban algunas avanzadas para contener por este lado a los bárbaros de Iliria. Al sur, no solo toda la Grecia estaba bajo su protección, sino que una gran parte se hallaba completamente bajo su dependencia; incluso había recibido guarnición macedonia. Esto sucedía con toda la Tesalia, la Olimpia hasta el Esperquio y la península de Magnesia, y también con la grande e importante isla de Eubea, la Lócrida, la Dórida y la Fócida. Por último, en el Ática y en el Peloponeso, cubría un gran número de ciudades: Samnium y su promontorio, Corinto, Orchomene, Heráclea[1] y Trifilia. Las plazas fuertes de Demetriades en Magnesia, de Calcis en Eubea, y sobre todo de Corinto eran denominadas «¡las tres cadenas de la Grecia!». Pero la fuerza de Macedonia residía en su mismo país, en el pueblo macedonio. Si la población era muy poco densa considerando la superficie que ocupaba; si apenas podían sacarse de ella un número de soldados igual al contingente normal de dos legiones consulares; si es verdad que el país no había llenado por completo el vacío que le causaran las expediciones de Alejandro y la invasión de los galos, estas desventajas hallaban en otra parte amplia compensación. En la propia Grecia, las nacionalidades habían perdido su fuerza moral y política. No había en ella pueblo propiamente dicho, ni vida que mereciese la pena de vivir. Entre los mejores, unos se entregaban a la embriaguez, otros se dedicaban a los juegos de esgrima, y algunos, en fin, consumían las horas y el aceite de sus lámparas en frívolos estudios. Durante este tiempo, en Oriente y en Alejandría, algunos griegos perdidos entre las masas de los indígenas diseminaban a su alrededor y con mejores elementos su idioma, su facundia y su falsa ciencia, al mismo tiempo que su ciencia verdadera. Pero apenas podían suministrar el suficiente número de oficiales de ejército, de hombres políticos y de profesores que se les pedían. Eran muy poco numerosos como para constituir en estos nuevos países una clase media de pura sangre helénica. En la Grecia septentrional, por el contrario, Macedonia ofrecía un sólido núcleo nacional, procedente de la raza que había en otro tiempo peleado en Maratón. Así pues, es de notar la altiva confianza con que los etolios, los acarnanios y los macedonios van por todas partes en los países de Oriente. Se dan tono de gentes de un origen más elevado y pasan por tales. ¡Desempeñan el principal papel en las cortes de Antioquía y de Alejandría! ¿Habrá necesidad de citar a aquel habitante de Alejandría que volvió a su ciudad natal después de una larga permanencia en Macedonia, donde había tomado las costumbres y hábitos locales, y se creía ya otro hombre, y no veía en los alejandrinos más que esclavos? El vigor, la destreza y el sentido nacional siempre vivos habían hecho del reino macedonio el más poderoso y mejor ordenado de todos los Estados de la Grecia septentrional. Es verdad que se había establecido el absolutismo sobre las ruinas de las antiguas instituciones de representación aristocrática. Sin embargo, ni el jefe ni los súbditos se vieron nunca en la condición respectiva que les estaba asignada en Asia y en Egipto. Comparándose con aquellos, los macedonios se sentían independientes y libres. Bravo y ardiente contra cualquier enemigo nacional; inquebrantable en su fidelidad a la patria y a la raza de sus reyes, y capaz de luchar hasta el último extremo contra las calamidades públicas, este pueblo es, de todos los del mundo antiguo, el que más se aproxima a los romanos. Al día siguiente de la invasión de los galos se regeneró de un modo tan prodigioso, que honra a gobernantes y gobernados.

ASIA

La segunda de las grandes potencias, el reino de Asia, no era más que la Persia antigua, transformada y helenizada en su superficie. El nuevo «rey de los reyes» (tomaba este pomposo título a pesar de estar tan mal justificado por su debilidad), pretendía ser el soberano de los países que van desde el Helesponto hasta el Punjab. Como en tiempos del antiguo monarca de Persia, sus Estados no tenían una organización sólida ni ofrecían a la vista sino un conjunto de provincias más o menos dependientes, de satrapías indómitas y ciudades griegas semilibres, pero sin lazo que las ligase entre sí. El Asia Menor, por ejemplo, pertenecía de nombre al reino de los Seléucidas; y, sin embargo, toda la costa del norte y la mayor parte del interior estaban ocupadas por dinastas locales o por bandas de celtas invasores. Al oeste, otra región pertenecía a los reyes de Pérgamo; mientras que las islas y las plazas marítimas o eran libres o pertenecían a Egipto. En realidad no le quedaba aquí al gran rey de Asia nada más que la Cilicia interior, la Frigia y la Lidia con el título de un derecho nominal e ineficaz sobre las demás ciudades y príncipes. Desde todo punto de vista, su supremacía se parecía mucho a la que el antiguo emperador de Alemania se atribuía sobre todos los Estados que no pertenecían a los dominios de su casa. El reino de Asia gastaba sus fuerzas en vanas tentativas para arrojar a los egipcios de sus posiciones en la costa, y en sus cuestiones sobre fronteras con los pueblos orientales, los partos y bactrianos. También llevaba adelante continuas luchas contra los galos establecidos en el Asia Menor con gran perjuicio para el país; contra las satrapías del este y los griegos del Asia Menor, siempre en estado de insurrección. Por último, se debatía en querellas de familia y en guerras continuas contra los aspirantes al trono. Ninguno de los reinos fundados por los diadocos estaba libre de este último azote, ni de los restantes males que entraña la monarquía absoluta degenerada. Pero en ninguna parte estos males eran tan funestos como en Asia; allí, tarde o temprano, las provincias estaban amenazadas de una separación inevitable al no tener lazos que las uniesen entre sí.

EGIPTO

Una cosa muy diferente era Egipto en su poderosa unidad. La política inteligente de los primeros Lágidas había sabido aprovecharse de las antiguas tradiciones nacionales y religiosas para establecer un gobierno absoluto y concentrado. Aquí no hubieran podido nacer las ideas de emancipación o de separación, aun ante los más escandalosos abusos administrativos. Muy extraña a ese realismo nacional, fundamento y expresión política del sentimiento popular en Macedonia, la nación egipcia permanecía puramente pasiva. La capital lo era todo, y dependía de la corte y del rey. De aquí el hecho de que, si la irresolución y cobardía del príncipe hacían en ella más daño que en Macedonia y aun que en Asia, la máquina del Estado realizaba en cambio prodigios bajo la activa e inteligente mano de un Tolomeo I, o de un Tolomeo Evergetes. Egipto tenía además otra ventaja sobre los otros dos grandes reinos rivales, a saber: en lugar de correr tras de una sombra, la política de sus reyes se había propuesto un fin claro y próximo. Macedonia, patria del Gran Alejandro, y Asia, continente sobre el que había sentado su trono, no dejaban de creerse herederas inmediatas de la monarquía alejandrina. Más o menos a las claras pretendían reconstituirla, o por lo menos representarla. Los Lágidas, por el contrario, no aspiraban en manera alguna a la monarquía universal. Jamás habían soñado con la conquista de la India, pero no por esto dejaban de atraer de los puertos de Fenicia al de Alejandría todo el comercio entre la India y el Mediterráneo. Así, haciendo de Egipto la primera potencia comercial y marítima de aquellos tiempos, dominaban todo el Mediterráneo oriental, tanto en las costas como en las islas. Un día, Tolomeo III Evergetes cedió espontáneamente a Seleuco Calinico todas las conquistas realizadas hasta el puerto de Antioquía. Gracias a esta habilidad práctica y a las ventajas de su situación natural, Egipto se hizo temible a los otros dos Estados continentales, tanto en el ataque como en la defensa. Su adversario, aun siendo victorioso, no podía amenazar seriamente su existencia, pues era inaccesible a los ejércitos enemigos. Se había apoderado del mar y establecido en Cirene, en Chipre, en las Cíclades, en las costas sirio-fenicias, en toda la costa meridional y occidental del Asia Menor, y en Europa hasta el Quersoneso de Tracia. El gabinete de Alejandría tenía además sobre sus adversarios la superioridad de sus grandes recursos financieros. Explotaba el valle del Nilo con un éxito extraordinario, y las cajas públicas estaban repletas. La ciencia de los economistas, que no miran más que su fin y marchan sin apartarse nunca de él, había dado un gran impulso a los intereses materiales. Por último, los Lágidas entraban espontáneamente en las tendencias del siglo con su generosidad sabiamente calculada, y hacían marchar su reino por todos los caminos que pueden engrandecer el poder y el saber del hombre. Por lo demás, encerraban todos los estudios en los límites de su absolutismo monárquico, y mezclaban hábilmente los intereses de la ciencia con los del Imperio. El Estado fue el primero que ganó en esto. Las construcciones navales y mecánicas se aprovecharon en alto grado de los descubrimientos de los matemáticos de Alejandría. El poder intelectual de las letras y de las ciencias, la única y más fuerte palanca que aún quedaba en manos de la Grecia, después de la desmembración de su imperio político se inclinaba dócilmente ante el soberano de Alejandría. Si el Imperio del gran conquistador lo hubiera sobrevivido, el arte y la ciencia de los griegos habrían hallado en Egipto un campo inmenso y digno de ellos. Desgraciadamente aquella gran nación no era más que una inmensa mole de ruinas. Prosperaba sin embargo en ella una especie de cosmopolitismo erudito, y no tardó en encontrar su polo magnético en Alejandría. Allí había a su disposición grandes recursos, colecciones inagotables; los reyes escribían tragedias que comentaban sus ministros, y florecían las academias, con grandes pensiones para los académicos.

De todo lo precedente puede deducirse la situación respectiva de los tres grandes Estados orientales. La potencia marítima dueña de las costas del Mediterráneo, después de haber obtenido el primer gran resultado, a saber, la separación política del continente europeo y del asiático, debía continuar su tarea de debilitar las obras de las dos potencias rivales, y dispensar su interesada protección a todos los pequeños Estados. En este intervalo Macedonia y Asia, sin dejar de celarse mutuamente, veían en el reino egipcio un adversario común contra el que se aliaban, o, por lo menos, contra quien se mantenían constantemente unidas.

REINOS DEL ASIA MENOR

También algunos Estados de segundo orden tuvieron una influencia inmediata en los sucesos producidos por el contacto del Oriente con el Occidente. Esto sucedió con los pequeños reinos situados entre las playas meridionales del mar Caspio y el Helesponto, que avanzaban hacia el interior y ocupaban toda la parte septentrional del Asia Menor: la Atropatena (hoy Azerbaidján al sudoeste del Caspio), Armenia, Capadocia (en el interior), Ponto en la costa sudeste del mar Negro, y Bitinia en la del sudoeste. Todos estos Estados se habían desgajado del gran Imperio de Darío, y todos eran gobernados por dinastas orientales, la mayor parte de origen persa. Esto sucedía en la Atropatena, por ejemplo, ese asilo de la antigua nacionalidad persa por donde había pasado sin dejar huella la tempestuosa expedición de Alejandro. Todos sufrían, aunque solo superficial y momentáneamente, la supremacía de la dinastía griega que se había apoderado o creía ocupar en Asia el lugar del gran rey.

LOS GALOS DEL ASIA MENOR

Más pesaba en los destinos comunes de Oriente la Galacia, situada en el centro del Asia Menor, entre Bitinia, Paflagonia, Capadocia y Frigia. Sus fundadores habían sido tres pueblos celtas: los tolistoboios, los tectosagos y los trocmos,[2] quienes se establecieron en el país y le dieron su lengua y sus costumbres, a la vez que continuaron en él su vida de aventureros y ladrones. Sus doce tetrarcas, colocados a la cabeza de cada uno de los cuatro cantones de las tres tribus y asistidos por el Consejo de los Trescientos, constituían el poder supremo y tenían sus asambleas en el «lugar sagrado» (Drunemetum). Allí administraban justicia y pronunciaban las sentencias capitales. La institución cantonal de los galos era cosa nunca vista por los asiáticos; pero admiraban aún más el arrojo temerario de estos intrusos procedentes del norte, sus hábitos de soldados aventureros. Eso que los hacía poner su espada al servicio de sus vecinos menos belicosos, cualquiera que fuese la guerra emprendida, o precipitarse sobre los países inmediatos para talarlos o saquearlos. Estos irresistibles bárbaros eran el terror de los degenerados pueblos del Asia; y hasta el mismo gran rey, después de que sus ejércitos fueran unas veces vencidos, y después de que Antíoco I Soter perdiera la vida en una batalla contra ellos (261 a.C.), concluyó por comprometerse a pagarles tributo.

PÉRGAMO

Solo Atalo, rico ciudadano de Pérgamo, los había tenido a raya y rechazado. Su patria, reconocida, le dio el título de rey para él y sus sucesores. La nueva corte de Pérgamo era, aunque en pequeño, la imagen de la corte de Alejandría. Se dispensaban los mismos cuidados a los intereses materiales, a las artes y a la literatura; había el mismo gobierno sagaz y previsor, y las mismas tendencias a debilitar las otras dos potencias continentales. Los Atálidas intentaron fundar una Grecia independiente en el Asia Menor occidental. Poseedores de un tesoro siempre repleto, se sirvieron de él con gran ventaja al prestar a los reyes sirios gruesas sumas, cuyo reembolso figurará después en las estipulaciones del tratado de paz con Roma, o al comprar grandes porciones de territorio. Un ejemplo de esta actitud es la compra de Egina. Los romanos y los etolios habían quitado Egina a los aqueos en tiempos de la alianza contra Filipo y sus aliados; pero luego los etolios (a quienes pertenecía como parte estipulada del botín común) la vendieron a Atalo en treinta talentos. Como quiera que fuese, y a pesar del lujo de la corte y del título dado a su jefe, el reino de Pérgamo no dejó de ser una especie de República, que se regía interior y exteriormente como ciudades libres. Atalo, el Lorenzo de Médicis de la antigüedad, no fue nunca más que un ciudadano opulento que hacía vida familiar, tanto él como los suyos. En la casa real reinaron hasta el fin la paz y la concordia; contraste laudable al lado de las prostituciones y de las manchas de las dinastías más nobles sentadas en los tronos de las naciones vecinas.

GRECIA. EPIROTAS, ACARNANIOS Y BEOCIOS

Si se exceptúan las posesiones romanas de la costa occidental que tenían sus gobernadores especiales, no se hallan pueblos que tengan su existencia propia y su política en las localidades más importantes de la Grecia europea, tal como ocurre en Corcira y las provincias que estaban bajo la autoridad inmediata de Macedonia. Sin embargo, son excepción a esto los epirotas, los acarnanios y los etolios al norte; los beocios y los atenienses en el centro; los aqueos, los lacedemonios, los mesenios y los eletas en el Peloponeso. Las Repúblicas de los epirotas, los acarnanios y los beocios estaban unidas a Macedonia por toda clase de lazos, sobre todo los acarnanios, a quienes solo la protección de aquella podía poner a cubierto de la amenaza y las armas de los etolios, sus opresores. Ninguno de estos tres pueblos tenía gran importancia en los asuntos interiores, y las condiciones variaban. Entre los beocios, por ejemplo, era un uso constante que a falta de herederos en línea directa se legase la fortuna a asociaciones de taberna. Después de algunas decenas de años, los candidatos a los cargos públicos obtenían los votos solo a condición sine qua non de comprometerse a negar al acreedor, sobre todo al acreedor extranjero, la acción en justicia contra el deudor.

LOS ATENIENSES

Los atenienses tenían ordinariamente el apoyo del gabinete de Alejandría contra Macedonia, y estaban en íntima alianza con los etolios. Pero al mismo tiempo había desaparecido su poder; y, de no haber sido el centro de las artes y de la poesía de los antiguos tiempos, su ciudad, triste heredera de un ilustre pasado, habría bajado al rango de las más insignificantes.

LOS ETOLIOS

Más viriles eran las fuerzas de la liga etolia. Aún subsistía allí intacto el antiguo vigor de la Grecia; pero la indisciplina salvaje y lo impracticable de un gobierno regular daban muestras de la degeneración. Era una máxima de derecho público que el etolio podía vender sus servicios contra cualquier otra nación, aunque fuese aliada de la suya. Cuando un día se les pidió con insistencia que se pusiese un término al abuso, la dieta respondió que sería más fácil arrancar a la Etolia de su lugar, que suprimir esta ley. Este pueblo habría podido ser muy útil al resto de la Grecia, si no le hubiera hecho más daño con su robo organizado, sus hostilidades irreconciliables contra la confederación aquea, y su desgraciada oposición al gran Estado macedonio.

LOS AQUEOS. ESPARTA, ELIS Y MESENIA

Reuniendo los mejores elementos de la propia Grecia, la Acaya había fundado en el Peloponeso una confederación imponente por la honradez, el sentido nacional y las instituciones de una paz armada para la guerra. Desgraciadamente, a pesar del vuelo que había tomado en el exterior, se marchitaba en el momento más floreciente, pues los recursos defensivos habían desaparecido. Conducida mal por el egoísmo y la triste diplomacia de Arato, había entrado en luchas funestas con los espartanos. ¡Falta mayor aún! Arato había apelado a la intervención de Macedonia en el Peloponeso, y así su patria había quedado completamente rebajada ante la supremacía extranjera. Las principales plazas del país habían recibido guarnición macedonia, y todos los años se prestaba juramento de fidelidad a Filipo. En cuanto a los pequeños Estados del Peloponeso, Elis, Mesenia y Esparta, tenían toda su política constituida en torno a su antiguo odio contra la Acaya, aumentado de día en día por las cuestiones de fronteras. Estaban unidos con los etolios; y como los aqueos lo estaban con Filipo, tomaban el partido contrario a Macedonia. Solo el reino militar de los espartanos había conservado algún prestigio. Muerto Machanidas,[3] lo había sustituido un tal Nabis. Este, apoyando su usurpación en los mercenarios aventureros, les dio los campos, las casas y hasta las mujeres y los hijos de los ciudadanos. Por lo demás, mantuvo estrechas relaciones con la isla de Creta, que era entonces el foco de los corsarios y de la soldadesca. Poseía allí algunas ciudades y organizó en ellas una asociación para que ejerciesen a medias el oficio de la piratería. Sus ladrones y sus piratas habían extendido el terror por todas partes, y era tan odiado como temido por vil y cruel. Sin embargo, supo extender su territorio, y en el año de la batalla de Zama se había apoderado ya de Mesenia.

LIGA DE LAS CIUDADES GRIEGAS. RODAS

Entre todos los estados intermediarios, la situación más independiente era la de las ciudades comerciales escalonadas en los pueblos de la Prepóntide, a lo largo de las costas del Asia Menor, o esparcidas en las islas del mar Egeo. Estas ciudades libres eran el punto luminoso en las confusas tinieblas del sistema helénico de estos tiempos. Había tres, sobre todo, que desde la muerte de Alejandro habían conquistado las más completas franquicias, y a las que su actividad comercial hacía política y territorialmente considerables. Estas eran: Bizancio, la reina del Bósforo, rica y poderosa por los productos del pasaje del estrecho y su comercio de cereales en el mar Negro; Ziciquia, en la Prepóntide asiática, hija y heredera de Mileto, que vivía en estrechas relaciones con la corte de Pérgamo, y, por último, pero antes que ellas, Rodas. Muerto Alejandro, los rodios habían arrojado inmediatamente la guarnición macedonia. Por otra parte, se habían convertido en los intermediarios de todo el movimiento del Mediterráneo oriental aprovechándose de las ventajas marítimas y comerciales de su posición geográfica. Su excelente marina y su valor tan gloriosamente probado en el famoso sitio del año 450,[4] en este siglo de luchas continuas y universales, les suministraba medios para una política de neutralidad comercial, previsora y enérgica, que no obstante aseguraban con las armas cuando era necesario. Testigo de ello es la guerra con los bizantinos, a quienes obligaron a dejar abierto el Bósforo a sus buques. Tampoco habían permitido a los dinastas de Pérgamo que les cerrasen el mar Negro. Por lo demás, aunque enemigos de toda expedición en el continente, habían adquirido importantes posesiones en la costa de Caria frente a su isla; y en caso de necesidad tomaban tropas a sueldo para sostener sus guerras. Habían trabado relaciones amistosas con Siracusa, Macedonia, Siria, y sobre todo con Egipto. Eran muy considerados en todas las grandes cortes, hasta el punto de que muchas veces fueron los árbitros de sus cuestiones. No apartaban la vista de las ciudades griegas marítimas, tan numerosas en las playas de los reinos de Ponto, Bitinia y Pérgamo, ni de las costas e islas arrebatadas por Egipto a los Seléucidas, como Sinope, Heráclea, Pontica, Cices,[5] Lampsaca, Abidos, Mitelene, Chios (hoy Scio), Esmirna, Samos, Halicarnaso y otras muchas. Todas estas ciudades eran libres en realidad; nada tenían que ver con sus soberanos más que para que estos les confirmasen sus privilegios o para pagarles algunas veces un módico tributo. Por otra parte, contra las tentativas de los dinastas vecinos sabían resistir o luchar a viva fuerza. Además podían siempre contar con la ayuda de Rodas, que defendió enérgicamente Sinope contra la agresión de un Mitrídates del Ponto. En medio de los odios y de las guerras de los reyes habían asentado tan sólidamente sus libertades locales, que, cuando más tarde los romanos y Antíoco se enfrentaron, no se pusieron en juego sus franquicias sino solo la cuestión de saber si dependían o no de la munificencia del rey. En suma, la liga de las ciudades griegas, tanto en lo que respecta a sus condiciones generales como a las relaciones especiales con los soberanos del país, constituía una verdadera hansa, y Rodas estaba a su cabeza. Esta ciudad trataba y estipulaba por sí misma y por sus asociadas. Dentro de sus muros la libertad republicana tenía un asilo y hacía frente al interés monárquico. Mientras que en sus inmediaciones ardía la guerra y solo reposaban en una calma relativa, sus ciudadanos de Rodas saboreaban el bienestar de la vida de las ciudades dueñas de sus destinos. Finalmente, las artes y la ciencia florecían sin temor a las empresas del régimen militar ni a la corrupción de las cortes.

EL REY FILIPO DE MACEDONIA

Tal era el cuadro que ofrecía el Oriente cuando la barrera que los separaba del Occidente fue destruida; cuando las potencias orientales, con Filipo de Macedonia al frente, se vieron envueltas en las vicisitudes y trastornos de la otra parte del mundo antiguo. Ya hemos referido o indicado anteriormente (caps. III, V y VI) los primeros incidentes de este periodo nuevo. Hemos dicho cómo había comenzado y concluido la primera guerra de Macedonia (540 a 549), y cómo Filipo, que hubiera podido influir en el éxito de la guerra de Aníbal, no había hecho nada o casi nada para responder a la esperanza y a las combinaciones del gran cartaginés. Una vez más se había probado que, de todos los juegos de azar, el más funesto es el del absolutismo hereditario. Filipo no era el hombre que necesitaba Macedonia, por más que no careciese de valor. Era rey, en el mejor y en el peor sentido de la palabra. Su rasgo característico era el sentimiento profundo de su autoridad real; quiso reinar solo y por sí mismo. Estaba orgulloso con su púrpura, pero no solo con ella. Y, en verdad, hacía esto con cierto derecho. Uniendo la bravura del soldado al golpe de vista del capitán, tenía también elevadas miras sobre la marcha que deben seguir los negocios públicos. Inteligente y espiritual en extremo, ganaba a todos aquellos a quienes se proponía ganar, incluso a los más instruidos y capaces, como Flaminio y Escipión. Además era buen tercio en la mesa y seducía a las mujeres, más por sus prendas personales que por el prestigio de su rango. Sin embargo, era también uno de los hombres más orgullosos y criminales de aquel corrompido siglo. Decía, y era una de sus expresiones favoritas, que no temía a nadie más que a los dioses; pero sus divinidades eran las mismas a quienes su almirante Dicearco ofrecía sacrificios todos los días, la impiedad (ἀσέβεια) y la iniquidad (παρανομία). No había nada sagrado para él, ni siquiera la vida de aquellos que lo habían aconsejado o ayudado en la ejecución de sus designios. En su cólera contra los atenienses y contra Atalo saciaba su furor hasta en los monumentos consagrados a recuerdos respetables, o sobre las más ilustres obras de arte. Se guiaba por esta máxima de Estado: «El que manda matar al padre, debe también mandar matar al hijo». Es posible que no hallase placer al ejercer la crueldad, pero cuando menos le eran absolutamente indiferentes la vida y el sufrimiento de los demás. En su dura y rígida naturaleza no penetraba la inconsciencia en los movimientos de las pasiones, único defecto que hace soportable al malvado. Profesaba además la máxima de que «el rey absoluto no está obligado a cumplir su palabra ni la ley moral»; e hizo tan impudente y tan descarada ostentación de sus corruptoras opiniones, que llegó un día en que se volvieron contra él y fueron un obstáculo para sus planes. No se le puede negar previsión ni decisión, pero iban siempre unidas a vacilaciones, descuidos y contradicciones, explicables, por cierto, cuando se piensa que apenas tenía dieciocho años cuando subió al trono como rey absoluto. Se encolerizaba contra cualquiera que osaba contradecirlo o ponerle un obstáculo en su camino con un consejo. Y, de hecho, con sus violencias había alejado de su lado a todos los consejeros útiles e independientes. ¿Cómo había podido mostrarse tan débil y tan cobarde en su primera guerra contra Roma? No tenemos datos para resolver esta cuestión. ¡Quizá no tendría entonces más que esa descuidada soberbia que solo aparece y produce actividad y energía al aproximarse el peligro; quizá no tomase interés en un plan que él no había concebido, o tuviese envidia y celos de la grandeza de Aníbal, que lo arrojaba en la sombra! Lo que sí es seguro es que al verlo obrar, de aquí en más, parecerá que no es el mismo hombre cuya negligencia había hecho fracasar las vastas combinaciones del general de Cartago.

MACEDONIA Y ASIA COALIGADAS CONTRA EGIPTO
LA HANSA RODIA Y PÉRGAMO CONTRA FILIPO

Al concluir el tratado del año 548-549 con los etolios y los romanos, Filipo tenía la firme convicción de que la paz no sería duradera. Quería consagrarse libre y completamente a los negocios de Oriente. Por tanto, no hay duda de que no le había pesado la rápida caída de Cartago. Admito que Aníbal tenía serios motivos para creer en la próxima explosión de una segunda guerra con Macedonia; y admito que Filipo había enviado ocultamente aquellos refuerzos que vinieron a unirse a última hora al ejército cartaginés. Pero, una vez lanzado en las inmensas complicaciones de Oriente, el secreto de ese apoyo dado a los enemigos de Roma, y sobre todo el silencio de esta ante semejante infracción de la paz, cuando la República busca siempre una ocasión para declarar la guerra, demuestra que ya entonces (551) Filipo no pensaba en los proyectos que hubiera debido poner en ejecución diez años antes. Efectivamente había vuelto la vista hacia otro lado. Ya había muerto Tolomeo Filopator, rey de Egipto. Los reyes de Macedonia y de Asia, Filipo y Antíoco, se habían unido contra su sucesor Tolomeo Epífanes, un niño de cinco años, pues querían aprovechar la ocasión de saciar el odio antiguo de las dos monarquías continentales contra la potencia marítima rival. Querían abatir y disolver el reino de Alejandría: Antíoco debía apoderarse de Egipto y de Chipre; Cirene, la Jonia y las Cíclades eran el lote de Filipo. Este último fue quien comenzó la guerra; se burló de los procedimientos del derecho de gentes sin causa aparente, sin motivo dado, «como hacen los peces grandes cuando devoran a los pequeños». Los dos aliados habían calculado perfectamente, sobre todo Filipo. Egipto estaba amenazado por su inmediato vecino, Siria, y dejó forzosamente indefensas sus posesiones de Asia Menor y las Cíclades. Filipo se arrojó sobre ellas. Esta era su parte en el botín. En el mismo año en que Roma hacía la paz con Cartago, el macedonio embarcó sus tropas en una escuadra que le habían proporcionado las ciudades marítimas sujetas a su dominio, y puso rumbo hacia la costa de Tracia. Se apoderó de Lisimaquia, a pesar de su guarnición etolia, y ocupó Perinto, ciudad cliente de Bizancio. Del primer golpe Filipo había violado la paz con esta última; y en cuanto a los etolios, signatarios también de una paz muy reciente, rompió con ellos la buena inteligencia. Aliándose con Prusias, rey de Bitinia, no le fue difícil pasar al Asia; para recompensarlo, lo ayudó a apoderarse de las ciudades griegas comerciales inmediatas a sus Estados. Calcedonia quedó sometida. Cius se resistió, pero fue tomada por asalto y arrasada; sus habitantes fueron vendidos como esclavos. Esta barbarie inútil contrarió a Prusias, que deseaba poseerla intacta, e irritó profundamente al mundo griego. Pero los que más se indispusieron fueron los etolios, cuyo estratega había mandado la plaza, y los rodios, cuyas tentativas de conciliación habían sido insolente y pérfidamente rechazadas. Incluso sin el crimen de Cius, estaba en juego el interés de todas las ciudades comerciales. No se podía dejar a la Macedonia conquistadora abolir el cómodo y nominal dominio de Egipto. Las Repúblicas griegas y el libre comercio de Oriente eran incompatibles con la dominación macedonia; y la suerte sufrida por los desgraciados habitantes de Cius mostraba muy a las claras a todas las ciudades que esta vez no se trataba de una cuestión de libertades locales que debía confirmar un soberano, sino de una cuestión de vida o muerte. Ya había sucumbido Lampsaca, y Tasos había sido tratada como Cius. No había tiempo que perder. El valiente Teofilisco, estratega de Rodas, exhortó a sus conciudadanos a una resistencia común, puesto que también lo era el peligro. No debían dejar que el enemigo se apoderase una por una de todas las ciudades. Rodas tomó su partido y declaró la guerra a Filipo; Bizancio se le unió, y otro tanto hizo Atalo, rey de Pérgamo, enemigo político y personal del macedonio. Mientras los aliados reunían su escuadra en la costa de Etolia, Filipo se apoderó con una parte de la suya de las islas de Samos y Quios. Con la otra división apareció en persona delante de Pérgamo, a la que atacó sin poder tomarla ni hacer más que recorrer la campiña, y dejar en los devastados templos las huellas del valor macedonio. De repente, cambió la marcha y se reembarcó para ir a unirse a la otra escuadra que estaba todavía delante de Samos. En este momento lo alcanzaron las escuadras aliadas de Rodas y Pérgamo, que lo obligaron a aceptar la batalla en el estrecho de Quios. Sus buques de puentes eran inferiores en número; sin embargo, esto se compensaba con la multitud de sus embarcaciones descubiertas. Sus soldados se portaron como bravos, pero fueron derrotados. Veinticuatro galeras, cerca de la mitad de sus grandes buques, fueron sumergidas o capturadas; seis mil marineros y tres mil soldados quedaron muertos, incluso Democrato, su almirante; y dejó dos mil prisioneros en poder de los griegos. Los aliados perdieron solo ochocientos hombres y seis buques; pero los dos jefes que los mandaban tuvieron serios problemas. Atalo había quedado separado de su escuadra, y se vio obligado a encallar su galera almirante en la playa de Eritrea; y el otro, el rodio Teofilisco, cuyo valor cívico había provocado la declaración de guerra y cuya bravura había decidido la batalla, murió al día siguiente a consecuencia de sus heridas. Así, pues, mientras que Atalo iba a rehacer su escuadra a Pérgamo y los rodios permanecían delante de Quios, Filipo se atribuyó falsamente la victoria y puso rumbo hacia Samos para arrojarse desde allí sobre las ciudades de Caria. En esta misma costa, los rodios, solos y sin auxilio de Atalo, presentaron una segunda batalla a su escuadra, mandada por Heráclides. La batalla tuvo lugar en las inmediaciones de la isla de Ladea, frente al puerto de Mileto, y ambas partes dijeron haber triunfado. Sin embargo, parece que los macedonios debieron llevar la mejor parte, porque mientras los rodios se retiraron a Mindos y de aquí a Cos, ellos se apoderaron de Mileto. Su otra escuadra, bajo las órdenes del etolio Dicearco, tomó posesión de las Cíclades; entre tanto Filipo proseguía en la tierra firme de Caria la conquista de los establecimientos rodios y de las ciudades griegas. Si hubiera entrado en sus planes luchar contra Tolomeo, en lugar de solamente apoderarse de su parte del botín, habría pensado entonces (la ocasión era oportuna) en mandar directamente una expedición a Egipto. En Caria los macedonios no tenían ejército que se les opusiese, y Filipo pudo recorrer todo el país desde Magnesia hasta Milasa. Pero cada ciudad era allí una fortaleza; los sitios eran muy largos, sin dar ni prometer grandes resultados. Zeusis, sátrapa de Lidia, no prestaba al aliado del rey de Siria, su señor, un concurso activo, así como tampoco Filipo se cuidaba mucho de los intereses de este último. Las Repúblicas griegas, por su parte, solo le suministraban algunos recursos obligadas por la fuerza o por el miedo. Cada día se hacían más difíciles los aprovisionamientos. Filipo se veía obligado a saquear mañana a los que hoy le habían suministrado víveres voluntariamente; y otras veces, por más que sufriese su amor propio, tenía que rebajarse a pedirlos. Así pasó la buena estación. En este tiempo los rodios habían reforzado su escuadra y la habían reunido con las galeras de Atalo; sin duda, eran los más fuertes por mar. Ante esto Filipo podía temer que le tuviesen cortada la retirada, y verse obligado a pasar el invierno en Caria, cuando los acontecimientos en Macedonia y la intervención próxima de los etolios y de los romanos exigieron su inmediato regreso. Comprendió el peligro, y dejó en Mirina una guarnición de tres mil hombres para tener en jaque a Pérgamo y a las pequeñas ciudades de Milasa, Yasos, Bargilia, Euromos y Pedasa. De este modo se aseguró un puerto excelente y un punto de desembarco en Caria, y luego, aprovechándose de la negligencia de los confederados para guardar los pasos, consiguió ganar la costa de Tracia con su escuadra. Volvió a entrar en su nación antes del invierno del año 553 (201 a.C.).

INTERVENCIÓN DIPLOMÁTICA DE ROMA

Durante este tiempo se había formado una tempestad en el Occidente. El rey de Macedonia la había atraído sobre su cabeza, y ya no le era permitido continuar su obra contra Egipto, todavía indefenso. En el mismo año en que daban tan feliz término a la guerra contra Cartago, los romanos volvieron su vista al Oriente, donde habían surgido estas graves complicaciones. ¿Cuántas veces se ha dicho y repetido que después de la conquista del oeste habían premeditado y emprendido inmediatamente la del Oriente? Opinión injusta, y cuya falsedad será demostrada por un examen algo atento. De no cerrar los ojos ante la evidencia, se reconocerá que, en la época que nos ocupa, Roma no aspiraba a la supremacía universal sobre todos los Estados mediterráneos. Todo lo que quería se reducía a no tener ni en África ni en Grecia vecinos temibles. Pero Macedonia no era por sí misma un peligro para Italia. Es verdad que su poder era considerable, y que solo forzado por las circunstancias el Senado había estipulado con ella una paz que la dejaba intacta; pero de esto a albergar serios temores, había una gran distancia. Durante la primera guerra con Macedonia, la República solo había enviado un corto número de soldados, y estos no habían tenido nunca enfrente un enemigo muy desigual en fuerzas. La humillación de Macedonia hubiera sido cosa agradable para el Senado; pero le habría costado muy cara si hubiese tenido que comprarla a precio de una guerra continental, poniendo en armas los ejércitos romanos. Así, pues, desde el momento en que los etolios se habían retirado, Roma estipuló la paz sobre la base del statu quo ante bellum. Sostener que en el momento mismo del tratado los romanos tenían ya la firme intención de volver a tomar las armas en la primera ocasión favorable sería emitir una opinión sin fundamento. ¿No es cierto, por el contrario, que dado el agotamiento de recursos y de fuerzas en Italia al terminar la segunda guerra púnica, y siendo el pueblo hostil a toda nueva expedición del otro lado del mar, hubiera sido cosa enojosa y sumamente incómoda volver a comenzar la guerra contra Filipo? Y, sin embargo, no pudo evitarse la lucha. Roma aceptaba con gusto, y a título de vecina, la Macedonia tal cual estaba en el año 549. Pero no podía permitir que Filipo se anexase la mejor parte del Asia Menor y el importante Estado de Cirene; que oprimiese las ciudades neutrales dedicadas al comercio, y duplicase así sus fuerzas. Además, la caída de Egipto, la humillación y quizá, muy pronto, la conquista de Rodas, inferían una profunda herida al comercio de Italia y de Sicilia. ¿Podía Roma tolerar que el comercio de Italia cayese en la dependencia de las dos grandes potencias orientales? ¿No la obligaba el honor a defender a Atalo, su fiel aliado durante la primera guerra macedonia? ¿No debía impedir que Filipo, que había ya sitiado su capital, lo arrojase de su reino y le quitase sus súbditos? En consecuencia, no era por vana y ambiciosa jactancia que se decía que «el brazo protector de Roma se extendía sobre todos los helenos». Los habitantes de Nápoles, Rhegium, Masalia y Ampuria lo hubieran atestiguado: su protección era seria. ¿Qué otra nación estaba entonces más próxima a la Grecia que ella misma? Una vez helenizada la Macedonia, ¿no sería Roma la más cercana a ella? Sería extraño que se negase a los romanos el derecho de irritarse ante la noticia de los crímenes de Cius y de Tasos, dada la compasión y las simpatías que sentían hacia la Grecia. Todo se reunía, los intereses de su política y de su comercio, y la ley moral, para inducirlos a una nueva guerra, quizá la más justa que hayan sostenido jamás. Añadiremos además, en honor del Senado, que tomó inmediatamente su partido. Comenzó a hacer los preparativos necesarios, sin pensar en el agotamiento de las fuerzas de la República ni en la impopularidad de una declaración de guerra. En el año 553 (201 a.C.) apareció el pretor Marco Valerio en el mar de Oriente con treinta y ocho buques de la escuadra de Sicilia. Esto no quiere decir que el Senado no se hallase embarazado para hallar un casus belli. Lo necesitaba para el pueblo, a pesar de que en su política profunda y hacia Filipo daba poca importancia a la exposición regular de los motivos de la guerra. El apoyo que el rey de Macedonia había prestado a los cartagineses constituía una violación de los tratados, pero no se tenía una prueba de ello. Por otra parte, los súbditos de Roma en Iliria se quejaban desde tiempo atrás de abusos cometidos por los macedonios. En el año 551, el enviado de Roma se había puesto a la cabeza de las milicias locales, y había arrojado las bandas de Filipo. Al año siguiente el Senado expidió una embajada con el encargo de decir al rey que «si buscaba la guerra, la tendría quizá más pronto de lo que quisiese». Pero todo esto no eran más que infracciones que Filipo acostumbraba a cometer todos los días con sus vecinos; proceder contra ellas hubiera producido su inmediato reconocimiento y la reparación de la culpa, pero no la guerra. La República estaba en buena armonía con los demás beligerantes de Oriente, y con este título hubiera podido prestarles apoyo. Pero si Rodas y Pérgamo imploraron inmediatamente su auxilio, es necesario convenir en que, al menos formalmente, la primera agresión había partido de ellos mismos. En cuanto a Egipto, si bien sus enviados vinieron a pedir al Senado que aceptase la tutela de su rey niño, no se mostraron dispuestos a solicitar que Roma mandase allí soldados. Para conjurar los peligros del momento, abrió también los mares del este a la potencia más grande del Occidente. Por lo demás, era a Siria adonde debía conducir inmediatamente un ejército auxiliar. A la vez, Roma debía hacer la guerra en Asia y en Macedonia. Para la República era importante no meterse en tales laberintos, en tanto estaba muy decidida a no mezclarse en los asuntos de Asia. El Senado se contentó, pues, con enviar embajadores a Oriente. Por una parte, estos debían, y en este punto su misión era fácil, obtener el consentimiento de Egipto para la intervención de Roma en los asuntos de Grecia, y por otra, pedir a Antíoco una satisfacción por el abandono de toda la Siria. Por último, debían precipitar la ruptura con Filipo lo más posible, y formar al mismo tiempo contra él una coalición de todos los pequeños Estados grecoasiáticos. En Alejandría, la embajada terminó pronto su cometido. La corte de Egipto no podía dejar de acoger con reconocimiento a Marco Emilio Lépido como tutor del joven monarca, ya que había sido enviado para defender sus intereses sin intervención directa de la República, en cuanto esto fuese posible. Por su parte, Antíoco no rompió su alianza con Filipo, ni dio las explicaciones pedidas por los romanos. Pero fuese por cansancio o debilidad, o que le bastase la promesa de no intervención que Roma le hacía, el hecho es que se limitó a la ejecución de sus designios sobre la Siria, y no tomó parte alguna en los acontecimientos del Asia Menor y de Grecia.

CONTINÚAN LAS HOSTILIDADES EN ORIENTE
ROMA DECLARA LA GUERRA

A todo esto había llegado ya la primavera (año 554) y volvió a comenzar la guerra. En un principio Filipo se arrojó sobre la Tracia y se apoderó de todas las ciudades marítimas, Maronea, Enos, Elæos, Sestos y otras muchas, con el objetivo de garantizar sus posesiones de Europa ante una tentativa de desembarco por parte de los romanos. Después atacó Abidos en la costa de Asia. Esta posición era para él de gran importancia. Por Sestos y Abidos aseguraba sus comunicaciones con Antíoco; ahora ya no temía que las escuadras aliadas le cerrasen el paso a la ida ni a la vuelta del Asia Menor. Desde la retirada de la escuadra del rey, aquellas continuaban siendo dueñas del mar Egeo. Se había contentado con mantener fuertes guarniciones en tres de las Cíclades, en Andros, Citnos y en Paros, y no envió al mar más que corsarios. Los rodios fueron a Equios y de aquí a Tenedos, donde se les unió Atalo, que había pasado el invierno delante de Egina entreteniéndose y oyendo las declamaciones de los atenienses. En este momento hubieran podido socorrer y librar a Abidos, que se defendía heroicamente; pero no se movieron, y la plaza se rindió. Casi todos los hombres útiles habían muerto en las murallas; y la mayor parte de los demás habitantes se suicidaron después de la capitulación. Como se habían entregado a discreción, el vencedor les dio tres días para darse por sí mismos la muerte. En su campamento, bajo los muros de Abidos, Filipo recibió a la embajada romana. Esta había terminado su misión en Egipto y en Siria, y, luego de haber visitado y trabajado las ciudades griegas, venía a notificar al rey de las exigencias del Senado. Debía decirle que se abstuviese de toda agresión contra los Estados helénicos, que restituyese a Tolomeo las posesiones que le había arrancado por la fuerza, y sometiese a un arbitraje la cuestión de las indemnizaciones debidas a los rodios y a Pérgamo. Los romanos creían que usando este lenguaje le iban a arrancar inmediatamente una declaración de guerra. Pero no hizo nada, y el enviado de Roma, Marco Emilio, no recibió más que una fina y maliciosa respuesta: «En un embajador tan bien dotado, bello, joven y romano, no podía agradar al rey un lenguaje tan audaz». Como quiera que fuese, al fin se presentó el tan deseado casus belli. En su loca y cruel vanidad, los atenienses mandaron al suplicio a dos desgraciados acarnanios que, por casualidad, habían penetrado en sus misterios. Sus compatriotas enfurecidos, como puede suponerse, exigieron a Filipo que hiciera que se les diese una satisfacción. Este, que no podía negar su justa demanda a unos aliados tan fieles, les permitió que reclutasen hombres en Macedonia y se arrojasen con ellos y con sus propias milicias sobre el Ática, sin otra forma de proceso. En realidad, esto no era todavía la guerra. A las primeras observaciones o amenazas de los enviados de Roma, que por entonces se hallaban en Atenas, el jefe de los macedonios auxiliares, Nicanor, se retiró con su gente. Pero era demasiado tarde. Los atenienses habían enviado ya a Roma una embajada, quejándose del atentado de Filipo contra un antiguo aliado de la República. El Senado la recibió de manera que hizo comprender al rey que no había lugar a réplicas. En la primavera del año 554 (200 a.C.), Filocles, general de las tropas reales en Grecia, recibió la orden de talar el Ática y sitiar de cerca Atenas. El Senado tenía por fin la ocasión oficial que deseaba. En el estío se presentó ante la asamblea popular la moción de la declaración de guerra, fundada en el ataque injusto de Filipo contra una ciudad aliada de Roma. Algunos tribunos, insensatos o traidores, se quejaban de los senadores que no dejaban a los ciudadanos un momento de reposo. Pero como la guerra era necesaria y, por decirlo así, ya había comenzado, el Senado no quiso ceder ni debía hacerlo. A fuerza de representaciones y concesiones, arrancó al pueblo su consentimiento; el efecto de esas concesiones, por otra parte, recayó sobre los aliados itálicos. Contra todas las reglas antiguamente practicadas, se sacaron de sus contingentes unos veinte mil hombres en servicio activo, que estaban distribuidos por entonces en las guarniciones de la Galia cisalpina, la baja Italia, Sicilia y Cerdeña. Al mismo tiempo licenciaron a todos los ciudadanos que estaban aún en las filas y que habían peleado contra Aníbal. Para la guerra con Macedonia llamó solo a los hombres de buena voluntad; sin embargo, luego se supo que eran voluntarios forzosos, y que en la última estación del año 555 se amotinaron en el campamento, junto a Apolinia. Se formaron seis legiones con nuevos reclutamientos: dos quedaron en Roma, dos en Etruria y otras dos se embarcaron en Brindisi para Macedonia. Las mandaba el cónsul Publio Sulpicio Galba. También ahora los acontecimientos mostraban que, en medio de las inmensas y difíciles complicaciones de las relaciones políticas surgidas a raíz de las victorias de Roma, el pueblo soberano no estaba en condiciones de bastarse a sí mismo para realizar su misión; reunido en sus asambleas, sus decisiones eran de corto alcance o tomadas al azar. No ponía mano en la máquina gubernamental sino para cambiar de una manera peligrosa la marcha de las operaciones militares más necesarias, o para inferir graves injusticias a los demás miembros de la confederación latina.

LA LIGA ROMANA EN GRECIA

La situación de Filipo era cada vez más crítica. Los Estados de Oriente que debieron haberse unido a él en contra de Roma, y que en otras circunstancias no hubieran dejado de hacerlo, estaban luchando unos contra otros, principalmente por sus propios errores. De esta forma no solo no podían impedir una invasión romana, sino que iban a provocarla. Filipo había despreciado al rey de Asia, su aliado natural y más poderoso. De cualquier manera, este rey estaba impedido por su cuestión con Egipto y por la guerra que ardía en Siria, y, por lo tanto, no le prestaría un activo concurso. Por su parte, Egipto tenía gran interés en no ver las escuadras de Roma en los mares del Oriente, y en una embajada enviada a Roma mostró sin rodeos que el gabinete de Alejandría querría ahorrar a los romanos la molestia de intervenir en Ática. Pero, por otra parte, el tratado de división de Egipto que habían estipulado los reyes de Asia y Macedonia lo obligaba, mal de su grado, a echarse en brazos de la República y declarar que al mezclarse en los asuntos de Grecia obraban con el consentimiento formal de los egipcios. Lo mismo sucedía con las ciudades comerciales a cuya cabeza estaban Rodas, Pérgamo y Bizancio; aquí el peligro era aún más apremiante. En otros tiempos hubieran hecho los mayores esfuerzos y sacrificios para cerrar a los romanos el Mediterráneo oriental; pero con su política devastadora de engrandecimiento, Filipo los había obligado a entrar en una lucha desigual. Ahora las necesidades de su salvación exigían que en esta contienda llamasen en su auxilio al grande y poderoso Estado italiano. Por su parte, los enviados de Roma que trabajaban en la formación de una segunda liga contra Filipo en la misma Grecia hallaron preparados todos los materiales por las faltas que el enemigo había cometido. En el partido antimacedonio de espartanos, atenienses, eleos y etolios, quizás el rey hubiera podido ganarse a estos últimos. La paz que habían hecho en el año 548 había abierto entre ellos y Roma un profundo foso que aún no se había rellenado; sin embargo, había que considerar las antiguas diferencias con Filipo y los rencores suscitados por haberles quitado sus ciudades tesalianas, Echinus, Larisa, Cremasta y Tebas de Fócida. Por último, los nuevos atentados, como la expulsión de sus guarniciones de Lisimaquia y de Cius, los habían exasperado. Si no hubiera sido por su desacuerdo con Roma, no habrían vacilado un instante en unirse a la liga. Otra cosa grave para Filipo: de todos los pueblos griegos fieles hasta entonces al interés macedonio, epirotas, aqueos, acarnanios y beocios, solo estos dos últimos se colocaron decididamente a su lado. Los diputados de Roma se entendieron con los epirotas; y el rey de los atamanios, Aminandro, hizo causa común con la República. Entre los aqueos, Filipo se había creado muchos enemigos a raíz del asesinato de Arato; es más, lo odioso de este crimen había hecho que la liga se extendiese sin oposición. Bajo el mando de Filopemen (de 502 a 571, estratega por primera vez en el 546) había regenerado su Estado militar, y había adquirido confianza en sí misma después de algunos afortunados combates contra Esparta. Sin embargo, no marchaba ciegamente como en tiempos de Arato por el surco trazado por la política macedonia.

En Grecia, la confederación aquea era la única que no podía temer ni esperar nada de la ambición conquistadora del rey. Solo ella, viendo imparcialmente y con las luces del sentido nacional la tormenta que amenazaba, comprendió (lo cual no era difícil) que la lucha de los griegos entre sí iba a entregarlos a Roma atados de pies y manos. Por esto había querido mediar entre Filipo y los rodios; desgraciadamente ya no era tiempo. El patriotismo nacional había dado fin a la última guerra social y contribuido principalmente a la primera guerra entre Roma y Macedonia; pero este patriotismo se había extinguido, y por eso todas las tentativas de los aqueos fracasaron. En vano Filipo recorrió las ciudades y las islas intentando levantar la Grecia; lo seguía la Némesis pronunciando en voz alta los nombres de Cius y de Abidos. Viendo los aqueos que no podían cambiar en nada la situación ni ser útiles, permanecieron neutrales.

LOS ROMANOS DESEMBARCAN CERCA DE MACEDONIA
INTENTAN PENETRAR EN ESTE REINO

En el otoño del año 554 (200 a.C.) desembarcó cerca de Apolonia el cónsul Publio Sulpicio Galba con sus dos legiones, mil caballos númidas y muchos elefantes que habían obtenido en su última guerra con los cartagineses. Ante esta nueva, el rey marchó inmediatamente desde el Helesponto hacia Tesalia; pero lo avanzado de la estación y la enfermedad del general romano impidieron que se verificaran por tierra operaciones de importancia. Las tropas de la República se limitaron a hacer un reconocimiento en el país vecino y ocuparon la colonia macedonia de Antipatria; allí se preparó un ataque combinado contra Macedonia para el año siguiente. Los bárbaros del norte, Pleuratos, señor de Escodra, y Bato, príncipe de los dardanios, aprovecharon gustosos la ocasión y prometieron tomar parte en la lucha. La escuadra romana, que contaba con cien buques grandes y ochenta ligeros, emprendió operaciones en gran escala. Mientras que el grueso de las fuerzas navales pasaba el invierno en Corcira, una escuadra conducida por Cayo Claudio Centon fue al Pireo para libertar a los atenienses. Después de haber puesto el país al abrigo de las incursiones de los corsarios macedonios y de la guarnición de Corinto, volvió a hacerse a la mar, y apareció de repente delante de Calcis de Eubea, que era la principal plaza de armas que tenía Filipo en la Grecia. Allí estaban sus almacenes, un arsenal y sus cautivos. Sopater, que gobernaba la plaza, no esperaba de ninguna manera un ataque de los romanos. Las murallas fueron escaladas sin resistencia y la guarnición fue pasada a cuchillo; se liberaron los cautivos y se prendió fuego los aprovisionamientos. Desgraciadamente los romanos no tenían tropas que guarneciesen y conservasen esta posición importante. Furioso Filipo por este descalabro, partió de Demetriades (en Tesalia) y corrió a Calcis. Pero, al no hallar más que las huellas de incendio que había dejado el enemigo, marchó sobre Atenas, a la que amenazó con terribles represalias. Allí se estrelló contra sus muros. Su asalto fue vigorosamente rechazado y tuvo que batirse en retirada ante Claudio y Atalo, que se dirigían contra él desde el Pireo, uno, y desde Egina, el otro. Todavía permaneció algún tiempo en Grecia, pero sin ninguna ventaja política ni militar. En vano intenta excitar a los aqueos a que tomen las armas; en vano procura sorprender a Eleusis y hasta al Pireo mismo. En todas partes fue rechazado. En su irritación, fácil de concebir, tala inicuamente el país que recorre, y antes de volver a tomar el camino del norte destruye los árboles de los jardines de Academo. Pasa el invierno, y en la primavera siguiente (555), Galba, que por entonces era el procónsul, abandona sus cuarteles muy decidido a ir directamente con sus legiones desde Apolonia hasta el corazón de Macedonia. Mientras que él atacaba por el oeste, otros ejércitos se preparaban para secundarlo por los otros tres lados. Los dardanios y los ilirios se arrojaron sobre la frontera del norte; por el este, las escuadras combinadas de los romanos y los griegos se reunieron delante de Egina. Por el sur avanzaban los atamanios esperando que se les uniesen los etolios, decididos al fin a tomar parte en la lucha. Después de haber franqueado las montañas por entre las cuales el Apsos (hoy Beratino) ha abierto su curso, y atravesado las llanuras fértiles de los dasaretas, Galba llegó al pie de la cordillera que separa la Iliria de la Macedonia. La cruzó también y de esta forma entró en la Macedonia propiamente dicha. Filipo corrió a su encuentro, pero perdieron el tiempo buscándose; ambos adversarios se extraviaron en ese país vasto y despoblado. Finalmente se encontraron en la Lincéstida, país fértil pero pantanoso, no lejos de la frontera del noroeste; allí establecieron sus campamentos a mil pasos uno de otro. Filipo había reunido todos los destacamentos que en un principio había mandado a cubrir los pasos del norte; así, tenía a sus órdenes veinte mil infantes y dos mil caballos. El ejército romano era casi igual en número; pero al estar en su país los macedonios tenían la ventaja de conocer los caminos y veredas, y podían aprovisionarse más fácilmente. Como estaban colocados frente a los romanos, no se atrevían a ir muy lejos a forrajear. Muchas veces Galba presentó la batalla; el rey se obstinó en no aceptarla. En vano el procónsul triunfó en muchas escaramuzas entre las tropas ligeras; las cosas continuaron como estaban. Por último, Galba se vio obligado a levantar su campamento y fue a establecerlo de nuevo en Octólofos, a unas tres leguas de aquel punto, esperando hallar más facilidades para aprovisionarse. Pero también allí eran perseguidos sus forrajeadores por las tropas ligeras y la caballería de Filipo.

Sin embargo, un día en que las legiones iban en auxilio de los destacamentos romanos, se encontraron con la vanguardia macedonia, que había avanzado imprudentemente. La rechazaron con grandes pérdidas y hasta perdió su caballo el rey; incluso él logró escapar gracias al heroico sacrificio de uno de sus caballeros. No era menos crítica la situación de las legiones. Pese a todo, los romanos supieron salir con honor gracias a los ataques de los aliados por otros puntos, y sobre todo gracias a la debilidad de los ejércitos macedonios. Aunque Filipo había levantado en su reino a todos los hombres capaces de empuñar las armas, tomado a sueldo a los tránsfugas del campo romano, y reclutado a muchos mercenarios, no había podido poner en pie de guerra un ejército mayor que el acampado en este momento frente a las legiones, pues había tenido que dejar guarniciones en las plazas del Asia Menor y de Tracia. Incluso para formarlo había sido necesario desguarnecer los desfiladeros del norte en la Pelagonia. Para cubrirse al este había ordenado el saqueo de las islas Esciatos (Skiato) y Peparetos (Chilindromi), lugares donde el enemigo hubiera podido hallar un estacionamiento fácil. Tasos estaba ocupada, así como la costa adyacente; y Eraclides, con la escuadra, estaba cerca de Demetriades. Para la defensa del sur necesitaba contar con la dudosa neutralidad de los etolios. Pero he aquí que de repente se unieron con los atamanios, y se arrojaron sobre la Tesalia. Al mismo tiempo los dardanios y los Ilirios invadieron las provincias del norte; y la escuadra romana, bajo las órdenes de Lucio Apustio, salió de las inmediaciones de Corcira y apareció en las aguas de oriente, donde se le unieron las naves de Atalo, de los rodios y de los istrios.

SALEN LOS ROMANOS DE MACEDONIA

Filipo dejó inmediatamente sus posiciones y se retiró hacia el este. ¿Intentaba acaso rechazar la invasión de los etolios, o quería atraer el ejército romano al interior del país, a fin de destruirlo? ¿Se proponía quizás ambos objetos a la vez? No es posible averiguarlo; como quiera que fuese, verificó su retirada con tanta destreza que Galba, que temerariamente se había lanzado en su persecución, perdió su huella. Entre tanto, el rey volvió por el camino más corto y ocupó los desfiladeros de la cordillera que separan la Lincéstida de la Eordea (desfiladeros de Kara Kaia). Allí esperó a los romanos y les preparó un vigoroso recibimiento. La batalla se empeñó en el lugar que él mismo había elegido; pero, en este terreno desigual y cubierto de un espeso bosque, los macedonios no podían hacer uso fácil de sus largas lanzas. El ejército de Filipo, rotas sus filas, arrollado y envuelto, perdió mucha gente. Después de esta derrota no le quedaron al rey fuerzas para oponerse a los progresos del ejército romano. Pero este no quiso exponerse a peligros desconocidos penetrando en un país enemigo y sin caminos. Después de haber talado los fértiles campos de la alta Macedonia, la Eordea, Elimea y la Orestida, volvió a Apolonia. Solo la plaza de Orestis Keletron (hoy Castoria, en la península formada en el lago de este nombre) les abrió sus puertas. Tomaron por asalto Pelion, la ciudad de los dasaretas ubicada sobre los afluentes del alto Apsos, y dejaron en ella una fuerte guarnición, que les aseguraba el camino para el porvenir. Filipo, por su parte, no había atacado a los romanos en su contramarcha. En cuanto partieron se dirigió a marchas forzadas contra los etolios y los atamanios, que arrasaban sin temor y de un modo salvaje el fértil valle del Peneo creyéndolo ocupado con el ejército romano. Derrotados y acuchillados, los pocos que pudieron escapar de la batalla lo hicieron por los senderos bien conocidos de las montañas. Esta derrota y los numerosos reclutamientos hechos en Etolia por cuenta de Egipto disminuyeron notablemente las fuerzas de los aliados. Los dardanios también fueron rechazados fácilmente por las tropas ligeras de Atenágoras, uno de los generales del rey, y cruzaron precipitadamente sus montañas. En cuanto a la escuadra de los romanos, no había sido más afortunada. Después de haber arrojado de Andros a los macedonios y visitado Eubea y Esciatos, amagó un ataque contra la península calcidica; pero la guarnición macedónica de Mendea la rechazó valerosamente. El resto del verano se ocupó en tomar Oreos, en Eubea, que también se defendió con valor, y cuyo sitio fue muy largo. La escuadra de Filipo era demasiado débil, y permaneció inactiva en el puerto de Heráclea. Su almirante, Heraclides, no se atrevió a disputar el mar al enemigo, que marchó en seguida a sus cuarteles de invierno: los romanos al Pireo y a Corcira, mientras que los rodios y los de Pérgamo a sus aguas respectivas.

En resumen, Filipo no podía quejarse de los resultados de la campaña. Después de rudas y fatigosas marchas, los romanos se hallaban en su punto de partida. Sin la invasión oportuna de los etolios y el afortunado combate del paso a la Eordea, no hubiera vuelto quizá ni un solo romano al territorio de la República. En todas partes había fracasado el cuádruple ataque de los aliados; y a fines de otoño no había enemigos en Macedonia. En tal situación Filipo se sintió bastante fuerte para intentar arrebatarles a los etolios la plaza de Taumaca, que estaba colocada entre su país y la Tesalia, y era la llave de todo el valle del Peneo. No tuvo éxito en su empresa, pero el porvenir le prometía grandes resultados si Antíoco, cuyo auxilio imploraba en nombre de los dioses, se ponía al fin en camino y venía a unírsele. Hubo un momento en que pareció estar dispuesto a partir. Su ejército se había presentado en Asia Menor y se había apoderado de algunas ciudades de Atalo, que a su vez llamaba en su ayuda a los romanos. Pero estos no se daban ninguna prisa, y, guardándose mucho de exponerse a una ruptura con el gran rey, se contentaron con mandarle embajadores. Después de todo su intervención bastó, y evacuó el territorio de Atalo. Desde este momento Filipo ya no podía esperar nada por esta parte.

FILIPO ACAMPA SOBRE EL AOUS. FLAMINIO. FILIPO RECHAZADO HASTA TEMPE.
GRECIA EN PODER DE LOS ROMANOS. ENTRAN LOS AQUEOS EN LA ALIANZA DE ROMA

El feliz éxito de la última campaña había aumentado el valor de Filipo, o mejor dicho, su presunción. Creyó haber asegurado de nuevo la neutralidad de los aqueos y la fidelidad de sus pueblos de Macedonia. Había sacrificado algunas plazas fuertes a los primeros, y a su almirante Heraclides al odio de los segundos. Apenas comenzó la primavera del año 556 tomó la ofensiva, penetró en el territorio de los atintanos, y estableció un campo atrincherado en el estrecho desfiladero por donde corre el Aous (el Vyossa), entre los montes Eropos y Asmaos. Acampó frente a él el ejército romano a las órdenes de Publio Vilio, cónsul en el año precedente; pero, a partir del verano, las tropas serían conducidas por el actual cónsul Tito Quincio Flaminio. El cónsul apenas contaba treinta años y pertenecía a esa generación joven que, desechando las antiguas tradiciones de sus antepasados, comenzaba también a desprenderse de aquel antiguo patriotismo romano. Si bien es cierto que no pensaba en renegar de Roma, no se preocupaba más que de sí mismo y de la civilización helénica. Por lo demás, era un hábil general y un diplomático aun más hábil en muchos aspectos, y su elección era en extremo oportuna para arreglar los asuntos de Grecia. Sin embargo, debo confesar que más le hubiera valido a Roma, y también a los griegos, que la elección hubiese recaído en un hombre menos simpático al helenismo. Un general a quien no hubieran podido corromper las delicadas lisonjas, ni cegar las reminiscencias artísticas y literarias, puesto, como estaba, ante las miserias políticas de Grecia. Tratando a Grecia según se merecía, hubiera quizás evitado a Roma las tendencias a un ideal que no era propio de su genio.

El nuevo general celebró una entrevista con el rey cuando los dos ejércitos permanecían aún inmóviles uno delante de otro. Filipo hizo proposiciones de paz: ofreció devolver todas sus recientes conquistas, y reparar mediante una indemnización equitativa los perjuicios sufridos por las ciudades griegas. Pero las negociaciones se rompieron cuando se le exigió que abandonase además las antiguas conquistas macedonias, especialmente en la Tesalia. Los ejércitos permanecieron todavía por espacio de cuarenta días en los desfiladeros del Aous sin que Filipo retrocediese, y sin que Flaminio se decidiera a atacar o a verificar un movimiento que dejara al rey en su campamento y llevase a los romanos al interior del país, tal como había ocurrido el año precedente. Pero un día salieron de esta situación por la traición de algunos notables epirotas, que en su mayor parte favorecían a Filipo. Uno de ellos, Charops, en unión con otros, condujo a las alturas y por senderos extraviados y desconocidos a un cuerpo de ejército romano de cuatro mil infantes y trescientos caballos. Se encontraban encima del campamento macedonio, y, mientras el cónsul atacaba al rey de frente, cayeron de repente sobre él desde lo alto de su emboscada. Filipo tuvo que huir después de haber perdido más de dos mil hombres, y fue a situarse en los desfiladeros de Tempe, punto de comunicación con la propia Macedonia. Abandonó todas sus conquistas, a excepción de las plazas fuertes; y destruyó las ciudades tesalianas donde no podía dejar guarnición. Solo la ciudad de Feres le cerró sus puertas, con lo cual se libró de la destrucción. Este brillante éxito y la hábil dulzura de Flaminio apartaron inmediatamente a los epirotas de la alianza macedonia. A la primera nueva de la victoria de los romanos se arrojaron sobre la Tesalia los atamanios y los etolios. Los romanos los siguieron y se apoderaron de todo el país llano; pero las plazas adictas a Macedonia y reforzadas con nuevas tropas solo se rindieron después de una heroica resistencia y ante un enemigo muy superior. En Atrax, en la orilla izquierda del Peneo, la falange se colocó en la brecha como un nuevo muro, y rechazó valerosamente el asalto. A excepción de algunas plazas tesalianas y del territorio de los fieles acarnanios, toda la Grecia septentrional había caído en poder de la coalición. En el sur, por el contrario, gracias a las fortalezas de Corinto y de Calcis, que se comunicaban entre sí por la Beocia y cuyos habitantes se mantenían fieles a Filipo, y gracias también a la neutralidad de la liga aquea, casi todo el país pertenecía al macedonio. Como el año estaba ya muy avanzado y no permitía penetrar en el interior de Macedonia, el cónsul Flaminio se decidió a sitiar por mar y por tierra Corinto. La escuadra, reforzada de nuevo con las de Rodas y Pérgamo, se había entretenido hasta entonces en el ataque de dos pequeñas ciudades de Eubea, Eretria y Caristos. Después de haber hecho en ellas botín las había abandonado, lo mismo que a Orcos; y Filocles, el comandante macedonio de Calcis, había entrado en ellas después de la partida de los aliados. Estos pusieron rumbo hacia Cencrea, el puerto oriental de Corinto. Por su parte, Flaminio marchaba a su vez a Fócida, y ocupó todo el país; solo Elatea hizo resistencia. Eligió esta región, y sobre todo a Anticira en el golfo de Corinto, para instalar allí sus cuarteles de invierno. Al ver próximas las legiones y la escuadra romana maniobrando en sus aguas, los aqueos salieron por fin de su neutralidad, honrosa si se quiere, pero políticamente insostenible. Como los diputados de las ciudades más estrechamente ligadas con Macedonia, Dimea, Megalópolis y Argos, habían abandonado la dieta, se votó sin dificultad la entrada en la coalición. Ciclíades y los demás jefes de la facción macedonia se retiraron. Las tropas de la confederación se unieron inmediatamente a la escuadra romana y sitiaron por tierra Corinto, la ciudadela de Filipo, contra la Acaya. Los romanos se la habían prometido a los aqueos en premio de su adhesión. Pero la ciudad era casi inexpugnable. Tenía una guarnición de mil trescientos hombres, casi todos tránsfugas italianos, que se defendieron con un valor indomable. Cuando Filocles llegó con otro destacamento de mil quinientos hombres, pudo liberar la plaza, penetró luego en la Acaya y, auxiliado por el pueblo de Argos, quitó esta última plaza a la confederación. Filipo no supo recompensar a los fieles argivos, más que entregándolos al gobierno terrorista de Nabis de Esparta. Como este tirano solo había entrado en la coalición y hecho alianza con los romanos por odio a la confederación aquea, con la que estaba en guerra desde el año 550, Filipo concibió la esperanza de que, al ver que dicha confederación entraba también en la coalición, se pasaría a su partido. Pero Filipo se engañaba. Su causa era demasiado mala para que nadie pensase en abrazarla. Nabis recibió a Argos, ya que se la estaban regalando; pero haciendo a su vez traición al traidor, persistió en su alianza con Flaminio. Este, a su vez, en un principio se encontró muy embarazado por la entrada en la coalición de dos pueblos que estaban en guerra, pero luego medió en la contienda e hizo que concluyese en una tregua de cuatro meses.

TENTATIVAS DE PAZ FRUSTRADAS. FILIPO EN TESALIA

Llegó el invierno y Filipo quiso aprovecharlo para negociar la paz en buenas condiciones. Se celebró una conferencia en Nicea, sobre el golfo Maliaco. El rey en persona se esforzó en llegar a una inteligencia con Flaminio. Si se mostraba soberbio y desdeñoso con las pequeñas potencias; con los romanos, en cambio, se mostró deferente, aun cuando eran sus únicos y verdaderos adversarios. Es indudable que, dada la cultura y delicadeza de espíritu de Flaminio, se debió sentir halagado con aquella urbanidad del vencido, tan orgulloso incluso con aquellos griegos débiles que Roma había aprendido a despreciar tanto como el mismo Filipo. Pero sus poderes no iban tan lejos como los deseos del macedonio, y no le concedió más que una tregua de dos meses a cambio de la evacuación de la Lócrida y de la Facidó. Para lo demás lo remitió al Senado. Allí, desde hacía mucho tiempo, todos estaban unánimes en que Filipo debería renunciar a todas sus conquistas y a todas sus posesiones exteriores. Así, pues, cuando sus enviados llegaron a Roma, no se hizo más que preguntarles si traían poderes para prometer abandonar la Grecia, principalmente Corinto, Calcis y Demetriades. Ante la respuesta negativa se rompieron inmediatamente las negociaciones, y se resolvió dar un vigoroso impulso a las operaciones de la guerra. Auxiliado ahora por los tribunos del pueblo, el Senado había tomado sus medidas para impedir los cambios de general, siempre tan perjudiciales. Se prorrogó indefinidamente el mando a Flaminio, se le enviaron refuerzos y además fueron destinados a sus órdenes los dos generales que le habían precedido, Publio Galba y Publio Vilio. Por su parte, Filipo intentó apelar de nuevo a las armas. Para continuar dueño de la Grecia, donde a excepción de los acarnanios y de los beocios todos estaban contra él, elevó a seis mil hombres la guarnición de Corinto. Reunió hasta los últimos recursos de la debilitada Macedonia, hizo entrar en la falange a los jovencillos y a los ancianos, y se puso en marcha con un ejército de 26000 hombres, de los que 16000 eran falangistas macedonios. Comenzó entonces la campaña del año 557. Flaminio mandó una parte de la escuadra contra los acarnanios, que fueron sitiados en Leucata; y en la propia Grecia, mediante un ardid de guerra se hizo dueño de Tebas. Así que, como ya había caído su capital, los beocios entraron por la fuerza, y de nombre al menos, en la liga contra Macedonia. Sin duda era un acontecimiento muy favorable el haber cortado de este modo las comunicaciones entre Calcis y Corinto. Flaminio podía ya marchar hacia el norte y dar allí un golpe decisivo. En la expedición anterior el ejército romano se había visto obligado a mantenerse en un país enemigo y desierto, y había encontrado obstáculos insuperables. En la actualidad, marchaba apoyado por la escuadra que iba a la vista de la costa, y le llevaba víveres enviados de África, Sicilia y Cerdeña. La hora del combate sonó antes de lo que creía el general romano. Siempre impaciente y confiado en sí mismo, Filipo no quiso esperar que su adversario llegase a la frontera; reunió todo su ejército en Dium, se dirigió a Tesalia por los desfiladeros de Tempo, y encontró a Flaminio que había ya llegado a la región de Escotusa.

BATALLA DE CINOCÉFALAS

El ejército romano había sido reforzado con los contingentes de los apolonios, los atamanios, los cretenses, de Nabis, y sobre todo con un fuerte destacamento de etolios; y así venía a ser igual en número al ejército de Filipo. Pero la caballería de Flaminio era superior a la del rey. El tiempo estaba lluvioso. De repente, y sin haberlo siquiera previsto, la vanguardia romana chocó con la de los macedonios, delante de Escotusa (en la llanura de Karadagh). Los macedonios ocupaban una altura escarpada que se elevaba entre los dos campamentos, conocida con el nombre de Cinocéfalas (cabezas de perro). Rechazados a la llanura, los romanos volvieron a la carga con tropas ligeras y los excelentes escuadrones de la caballería etolia. Arrollan a su vez la vanguardia de Filipo, y la persiguen hasta la altura. Pero como le había llegado de refuerzo toda la caballería macedonia y una parte de la infantería ligera, los romanos, que habían avanzado imprudentemente, perdieron mucha gente y comenzaron a retroceder en desorden hacia su campamento. Pero la caballería etolia sostuvo valerosamente el combate en la llanura, y dio a Flaminio tiempo para acudir con sus legiones, que fueron colocadas precipitadamente en orden de batalla. El rey, por su parte, cediendo a los gritos y al ardor de sus tropas victoriosas, dispuso la continuación del combate. Con gran prisa ordenó sus tropas y marchó a este improvisado campo de batalla, en el que una hora antes no pensaban ni los generales ni los soldados. Se trataba de volver a ocupar la altura de Cinocéfalas, desguarnecida en este momento. El ala derecha de la falange, que mandaba el rey en persona, llegó primera y colocó sus líneas en buen orden; aún venía muy lejos el ala izquierda, cuando ya las tropas ligeras, rechazadas por los romanos, subían precipitadamente la colina. Filipo entonces las reúne inmediatamente, las ordena, y las hace marchar adelante al lado de la falange. Por otra parte, sin esperar la otra mitad que conducía más lentamente Nicanor por la izquierda, les dio orden de precipitarse lanza en ristre sobre las legiones, mientras que la infantería ligera, puesta ya en orden y desplegándose, debía ir a envolver a los romanos y atacarlos por el flanco. El choque de la falange que bajaba de la colina fue irresistible, e hizo retroceder la infantería romana, cuya ala derecha se declaró en derrota. En vista del movimiento del rey, Nicanor aceleró el suyo; pero con la rapidez de la marcha estaban mal formadas las filas. La retaguardia no había aún acabado de subir cuando las primeras que llegaron ya habían abandonado la colina para unirse a la derecha victoriosa, y corrían tumultuosamente sobre un terreno cuya desigualdad aumentaba el desorden de los batallones de Filipo. Sacando inmediatamente partido de la falta del enemigo, el ala derecha de los romanos atacó y deshizo sin trabajo las tropas que tenía ante sí. Solo los elefantes que iban en primera línea hubieran bastado para rechazar a los macedonios de Nicanor. A esto siguió una terrible matanza; durante este tiempo, un oficial romano reunió veinte manípulos y se arrojó a su vez sobre la derecha de Filipo, que se había alejado demasiado en persecución del ala izquierda de Flaminio, y había dejado a su espalda toda la derecha del ejército romano. Cogidos por retaguardia, los falangistas no podían defenderse, y este movimiento de los romanos puso inmediatamente fin al combate. Rotas así las falanges, fueron completamente destruidas; y, en consecuencia, trece mil macedonios quedaron en el campo o en poder del vencedor. Sin embargo hubo más muertos que prisioneros, pues los romanos no sabían que cuando los macedonios levantaban sus sasiras significaba que se entregaban. Por parte de los romanos las pérdidas no fueron grandes. Filipo huyó a Larisa, donde quemó todos sus archivos, para no comprometer a nadie; después, evacuó la Tesalia y volvió a entrar en Macedonia. Al mismo tiempo, como si no fuese bastante aquel desastre, los macedonios llevaban la peor parte en todos los países por ellos ocupados. En Caria, los rodios batieron las tropas del enemigo, y las obligaron a encerrarse en Extratonicea; en Corinto la guarnición fue rechazada por Nicostrato y sus aqueos con grandes pérdidas, y en Acarnania fue tomada por asalto Leucata, después de una heroica resistencia. Filipo había sido en todas partes completamente vencido. Sus últimos aliados, los acarnanios, se unieron a la liga al recibir la noticia de la desgraciada batalla de Cinocéfalas.

PRELIMINARES DE PAZ

Los romanos podían dictar condiciones para la paz, pero no abusaron de su fuerza. Podían aniquilar el antiguo reino de Alejandro, y así se lo pedían los etolios en sus conferencias. Pero, al hacer esto, ¿no destruirían la muralla que protegía la civilización griega de los tracios y los galos? Ya durante la guerra que acababa de terminar, los tracios habían devastado y arrasado la floreciente Lisimaquia, en el Quersoneso de Tracia; esta era una severa advertencia. Flaminio, cuyas miradas penetraban hasta el fondo de las tristes discordias de los Estados griegos, no podía consentir que los romanos se convirtiesen en los ejecutores de los rencores etolios. Al mismo tiempo que sus simpatías helenistas lo conducían hacia el inteligente y, algunas veces, caballeresco rey de Macedonia, se sentía herido en su orgullo de romano con la fanfarronería de aquellos etolios que se proclamaban los «vencedores de Cinocéfalas». Les respondía que los romanos no acostumbraban aniquilar al enemigo vencido; pero que después de todo los dejaban obrar por su cuenta y acabar con Macedonia de ese modo, si se encontraban con fuerzas para ello. Por otra parte, Flaminio guardó muchos miramientos para con el rey. Como había dicho que estaba dispuesto a suscribir las condiciones que antes había rechazado, le concedió una tregua mediante el pago de una suma determinada, y la entrega de rehenes, entre otros, su hijo Demetrio. Esta tregua no pudo venir más a punto, y Filipo la aprovechó para arrojar del reino a los dardanios.

PAZ CON MACEDONIA. LA GRECIA LIBRE

La conclusión definitiva de la paz y el arreglo de los asuntos de Grecia fueron confiados por el Senado a diez comisarios, de los que Flaminio era el alma y la cabeza. Filipo obtuvo condiciones análogas a las que se habían impuesto a Cartago. Perdió todas sus posesiones del exterior en Asia Menor, en Tracia, en Grecia y en las islas del mar Egeo. Conservó toda la Macedonia, excepto algunos cantones sin importancia y la región de Oréstides, declarada independiente; esta cesión fue para él la más dolorosa. Pero ¿acaso podían los romanos, conociendo su carácter ardiente e irascible, restituirlo con el poder absoluto cuando eran súbditos que desde un principio habían hecho defección? La Macedonia se comprometía además a no contraer una alianza exterior sin conocimiento de Roma, ni a poner guarnición más allá de la frontera. Tampoco haría la guerra contra ningún otro Estado civilizado, y particularmente contra un aliado de la República, ni pondría más de cinco mil hombres sobre las armas. Por último no tendría elefantes ni más de cinco buques de guerra; los demás serían entregados a los romanos: así lo exigían las cláusulas del tratado. Filipo entró en la sinmaquia romana, obligado como estaba a enviar su contingente a la primera exigencia. En efecto, al poco tiempo se vio a los soldados de Macedonia combatir al lado de las legiones. Pagó además a la República una contribución de mil talentos. La Macedonia quedó así humillada y reducida a la impotencia política, sin fuerzas más que las necesarias para servir de barrera contra los bárbaros. Con todo, faltaba arreglar las posesiones abandonadas por Filipo. En este mismo tiempo, los romanos aprendían a costa suya en las guerras de España que no hay nada tan inseguro como el provecho de las conquistas transmarinas. No habían hecho la guerra a Filipo para conquistar otro nuevo territorio. No se reservaron parte en el botín, impusieron la moderación a sus aliados, y se resolvieron a proclamar la independencia de todos los pueblos griegos sobre los que Filipo había reinado. Flaminio recibió la misión de mandar que se leyese el decreto de libertad ante los helenos reunidos con ocasión de los juegos ístmicos (año 558). Los hombres serios debieron preguntarse si la libertad es un bien que se da; si la libertad significa alguna cosa sin la unidad nacional. No importa: la alegría fue grande y sincera, como lo era también la intención con que se había dictado el senadoconsulto.[6]

ESCODRA. ENGRANDECIMIENTO DE LA LIGA
AQUEA. LOS ETOLIOS

Hubo, sin embargo, una excepción a estas medidas generales. Las regiones ilirias, al este de Epidamno, fueron abandonadas a Pleuratos, dinasta de Escodra. Su reino, humillado un siglo antes por estos mismos romanos que perseguían en él a los piratas del Adriático (pág. 80), se había convertido en uno de los más considerables entre los pequeños Estados de este país. En la Tesalia occidental se dejaron algunas pequeñas localidades a Aminandro. Por otro lado, en reparación de sus muchos infortunios y en recompensa de sus corteses misivas y sus innumerables acciones de gracias, Atenas recibió las islas de Paros, Esciros e Imbros. No hay que decir que los rodios recobraron sus posesiones de Caria, y que Egina quedó para los de Pérgamo. Los demás aliados no obtuvieron más recompensa que el aumento indirecto que resultó de la agregación a sus diversas confederaciones de algunas ciudades, declaradas libres. Los aqueos fueron los que mejor salieron, por más que habían sido los últimos en tomar las armas contra Filipo. Merecían este honor porque, entre todos los griegos, eran los que constituían el Estado mejor ordenado y más digno de estimación. Su liga se engrandeció con todas las posesiones que Filipo tenía en el Peloponeso y en el istmo, sobre todo con la anexión de Corinto. En cuanto a los etolios, se les guardaron pocas consideraciones y se les concedió permiso para anexionar a su sinmaquia las ciudades de la Fócida y de la Lócrida. Ellos exigían además la Acarnania y la Tesalia; pero sus esfuerzos fracasaron ante una rotunda negativa o una dilación indefinida. Las ciudades tesalianas se dividieron en cuatro pequeñas federaciones independientes. La liga de las ciudades rodias se aprovechó de la emancipación de Tasos, de Lemnos y de las ciudades de Tracia o del Asia Menor.

GUERRA CONTRA NABIS

La organización interior de la Grecia se complicaba con las dificultades inherentes a cada pueblo, y con las que surgían de Estado a Estado. El asunto que más urgía arreglar era la cuestión entre los aqueos y los espartanos. La guerra ardía allí desde el año 550 (204 a.C.), y fue necesario que Roma interviniese. Flaminio intentó en vano convencer a Nabis de que hiciera algunas concesiones, como por ejemplo restituir a los aqueos la ciudad federal de Argos, que Filipo les había entregado. El jefe de bandoleros se resistió a todas las instancias. Contaba con la cólera mal disimulada de los etolios contra Roma, o con una irrupción de los ejércitos de Antíoco en Europa. En suma, se negó rotundamente. Fue necesario que Flaminio declarase la guerra a aquel príncipe testarudo en una gran asamblea de todos los griegos convocados en Corinto, y que entrase en el Peloponeso apoyado por su escuadra y a la cabeza de los romanos y de los aliados. Con ellos iban unidos el contingente enviado por Filipo y una división de emigrados laconios bajo el mando de Agesípolis, rey legítimo de Esparta (año 559).

Se pusieron en campaña cincuenta mil hombres, a fin de exterminarlo en el primer encuentro. Despreciando las plazas menos importantes, Flaminio fue directamente a atacar la capital, pero sin el éxito decisivo e inmediato que buscaba. Nabis tenía también un ejército considerable (quince mil hombres, de los que por lo menos cinco mil eran mercenarios). Había inaugurado el régimen del terror, y mandaba al suplicio a todos los oficiales o habitantes sospechosos. Obligado a ceder ante la escuadra y el ejército romanos, aceptó las condiciones que le ofrecía Flaminio, por lo demás favorables. Pero el pueblo, o mejor dicho, los bandidos llamados por él a Esparta, no quisieron la paz. Temían, y no sin razón, que después de la victoria de los romanos todos serían condenados a muerte. Engañados por las mentiras del tratado de paz, y por el falso rumor de la llegada de los etolios y de los asiáticos, apelaron a las armas; la batalla se empeñó bajo los mismos muros de Esparta. El asalto se dio inmediatamente, y los romanos se apoderaron de la plaza. Pero de repente se declaró un violento incendio en todas las calles y los obligó a retroceder… Por último, cesó toda resistencia.

MEDIDAS TOMADAS EN ESPARTA

A Esparta se le dejó su independencia, y no se la obligó a recibir a los emigrados ni a entrar en la liga aquea. Se respetó la constitución monárquica del Estado, y hasta el mismo Nabis continuó en el poder. Sin embargo fue necesario que abandonara todas sus posesiones del exterior: Argos, Mesene, las ciudades cretenses y toda la costa. También debió comprometerse a no contraer alianzas fuera de Grecia, a no declarar la guerra, a no tener escuadra, a restituir todas sus presas, y, por último, a dar rehenes a los romanos y pagarles un tributo. A los emigrados se les dió las ciudades de la costa de Laconia, y tomando el nombre de «laconios libres», por oposición a los espartanos regidos monárquicamente, entraron en la confederación aquea. Sus bienes no les fueron devueltos, pero se les asignaron tierras como indemnización. Se estipuló además que sus mujeres e hijos, detenidos hasta entonces en Esparta, quedaran libres para ir a unirse con ellos. En todos estos arreglos los aqueos ganaban Argos y a los laconios libres. Sin embargo, creyeron que esto no era bastante; hubieran querido además la expulsión del odioso y temible Nabis, la reintegración pura y simple de los emigrados, y la incorporación de todo el Peloponeso a la liga. Pero todo hombre imparcial reconocerá que en medio de tantas dificultades, y en medio de este conflicto de pretensiones exageradas e injustas, Flaminio obró con la justicia y moderación que las circunstancias permitían. Existiendo un odio antiguo y profundo entre los espartanos y los aqueos, obligar a Esparta a entrar en la confederación equivalía a entregarla a sus enemigos. La equidad y la prudencia se oponían a ello. Por otra parte, la vuelta de los emigrados y la restauración de un régimen abolido hacía veinte años hubiera sido reemplazar un terror por otro. El término medio adoptado por Flaminio, por lo mismo que no satisfacía a ninguna de las partes, era también el mejor. Por último, se cumplía lo más esencial: se ponía fin al bandolerismo por tierra y por mar de los espartanos. Si el gobierno actual no obraba bien, solo perjudicaba a los suyos. Y además, ¿no era posible que Flaminio, que conocía perfectamente a Nabis y sabía mejor que nadie cuán deseable era su destrucción, se hubiese abstenido de llevarla a cabo por estar obligado a terminar a la mayor brevedad los asuntos de Grecia, temiendo comprometer la gloria y la influencia de su éxito con posibles complicaciones de una nueva revolución? ¿No estaba en el interés de Roma mantener en el Estado espartano, un considerable contrapeso a la preponderancia de la Acaya en el Peloponeso? En realidad, la primera de estas consideraciones no era más que un detalle accesorio; y, por lo que hace a Roma, supongo que no llegaría a temer a los aqueos.

ORGANIZACIÓN DEFINITIVA DE LA GRECIA

Exteriormente al menos, la paz se había restablecido entre los pequeños Estados griegos; pero el arbitraje de Roma se extendió hasta los asuntos interiores de las ciudades. Aun después de la expulsión de Filipo, los beocios continuaron haciendo demostraciones de sus sentimientos macedonios. Por exigencia suya Flaminio había autorizado a los compatriotas que antes habían estado al servicio del rey a que volviesen a entrar en su patria. Pero inmediatamente estos eligieron para presidente de su confederación a Braquilas, el más decidido de los partidarios de la Macedonia. Así, indispusieron de muchos modos al general romano que, desde luego, se mostró excesivamente prudente. Los beocios de la facción romana, aterrados de la suerte que les esperaría después de la partida de Flaminio, tramaron una conspiración para asesinar a Braquilas. Flaminio, a quien creyeron que ante todo debían consultar, no les respondió ni que sí ni que no. Braquilas fue asesinado. Pero el pueblo, no contento con perseguir a los asesinos, acechó a los soldados romanos que vagaban por la campiña, y asesinó a más de quinientos. Ante esto, era necesario obrar: Flaminio los condenó a pagar un talento por cada víctima. Pero como la orden no fue ejecutada, reunió precipitadamente sus tropas y sitió Coronea (558). Los beocios volvieron a suplicar, y como los aqueos y los atenienses intercedieron por ellos, el romano los perdonó mediante una multa moderada. El partido macedonio continuó sin embargo al frente del gobierno de este pequeño país, y los romanos, con la magnanimidad de los fuertes, los dejaron impunemente agitarse en su oposición pueril. La misma moderación y dulzura observó Flaminio en el arreglo de los asuntos interiores en el resto de la Grecia. Se contentó con que, en las ciudades que él había proclamado libres, obtuviesen el poder los notables y los ricos pertenecientes a la facción antimacedónica. Por otra parte, logró interesar a las comunidades en el éxito de la preponderancia romana, regalando al dominio público de cada ciudad todo lo que la guerra había dado a Roma. Por último, en la primavera del año 560 (194 a.C.) había ya acabado su tarea. Entonces reunió por última vez en Corinto a los diputados de todas las ciudades griegas. Los exhortó a usar moderada y sabiamente de la libertad que se les había dado, y reclamó, como única recompensa de los beneficios de Roma, la entrega en el término de treinta días de los cautivos italianos vendidos en Grecia durante las guerras con Aníbal. Luego evacuó las últimas plazas que aún tenían guarnición romana: Demetriades, Calcis y otras de menos importancia que dependían de esta, y por último la Acrocorinto. Así, dio con los hechos un solemne mentís a los etolios, que aseguraban que los romanos habían sustituido a Filipo como carceleros de la Grecia. Finalmente se reembarcó con todas las tropas italianas y con los cautivos devueltos, y entró de nuevo en su patria.

RESULTADO

Fuera de una mala fe culpable, o de un ridículo sentimentalismo, es necesario reconocer que cuando los romanos proclamaron la libertad de los griegos lo hacían con sinceridad. Si de su plan grandioso no ha salido más que un mezquino edificio, la falta no fue suya, sino de la irremediable disolución moral y política de la nación helénica. Verdaderamente era una cosa grande este llamamiento a la libertad por boca de una nación poderosa. El brazo de Roma hacía sentir su benéfica influencia sobre esta tierra, en la que buscaba su patria primitiva y el santuario de su más alto ideal. Era cosa grande haber librado a todas las ciudades griegas del yugo del extranjero, y haberles devuelto la independencia absoluta de su gobierno nacional. Debemos compadecer a los que no han visto en esto más que un estrecho cálculo de la política. Sí, los cálculos de la política hacían posible para Roma la emancipación de la Grecia. Pero, para ir de lo posible a la realidad, se necesitó de los romanos, y ante todo de Flaminio, el impulso irresistible de una ardiente simpatía hacia el mundo helénico. Se echa en cara a todos, y a Flaminio en primer lugar, no haber tenido en cuenta en esta circunstancia las justas inquietudes del Senado, y haberse dejado fascinar por el brillo mágico del nombre de Grecia. No consideraron su decadencia social y política; y quizás hicieron mal al dar de repente rienda suelta a aquellas repúblicas incapaces de conciliar y dominar los elementos antipáticos que en su seno se agitaban, incapaces de mantener la tranquilidad y la paz. En tal estado de cosas, la necesidad exigía en realidad que en buena hora se pusiese fin a esa libertad miserable y degradante, y que se impusiera sin tardanza la dominación de la República, fatalmente implantada por el curso de los acontecimientos en el suelo de la Grecia. Con todos los miramientos de una humanidad afectada, la política sentimental hacía más daño a los helenos que la peor de las ocupaciones territoriales. Véase el ejemplo de Beocia. Aquí Roma debió haber provocado, o al menos tolerado, el asesinato; ¿y por qué? Porque estaba decidido que las legiones se reembarcasen y no era posible impedir a la facción romana que se defendiese con las armas usadas en el país.

Roma no tardó en pagar muy caro las medidas a medias de su política. Sin el error de la emancipación generosa de la Grecia, no habría tenido sobre sí la amenaza de la guerra con Antíoco a partir del día siguiente. Tampoco esta habría sido peligrosa, si no hubieran cometido la falta militar de retirar las guarniciones romanas de todas las principales fortalezas que dominaban en este punto la frontera de Europa. Desarregladas aspiraciones hacia la libertad, o generosidad mal entendida; ¡poco importa! ¡En pos de toda falta la historia nos muestra a la infalible Némesis!