III
ITALIA SE EXTIENDE
HASTA SUS FRONTERAS NATURALES
FRONTERAS NATURALES DE ITALIA
La confederación italiana que resultó de la crisis del siglo V, o, mejor dicho, el Estado itálico, había reunido bajo la hegemonía de Roma todos los pueblos y ciudades desde el Apenino hasta el mar Jónico. Además, y antes del fin del mencionado siglo, esas dos fronteras se habían extendido, y existían ciudades italianas pertenecientes a la confederación más allá del Apenino y del mar Jónico. Al norte, la República había tomado venganza de crímenes antiguos y nuevos, y había arruinado a los senones en el año 471; al sur, y durante la larga guerra del 490 al 513 (264 a 241 a.C.), había arrojado a los fenicios de la Sicilia. Allí, más lejos que la colonia ciudadana de Sena estaba la ciudad latina de Armiun (Rémini); aquí, la ciudad de los mamertinos (Messina) tenía su lugar en la alianza romana. Como ambas formaban parte de la nacionalidad de los itálicos, participaban también de los derechos y de los deberes comunes a toda la confederación. Esta extensión hacia el interior se había verificado sin duda bajo la presión de los acontecimientos antes que por las miras de una gran política. Se concibe además que al día siguiente de la guerra con Cartago, al verse los romanos con tan ricos despojos, entrasen también en un nuevo y más vasto camino. Las condiciones naturales de la península debieron bastar para inspirarles aquella idea.
El Apenino con sus cumbres poco elevadas, y por consiguiente fáciles de atravesar, constituía una frontera política y militarmente imperfecta. Convenía llevarla hasta los Alpes, barrera poderosa y natural entre la Europa del sur y la del norte. Sin embargo, no bastaba con dominar en Italia; era necesario reunir a este Imperio la soberanía marítima y la posesión de las islas, tanto al oeste como al este de la península. Arrojados los fenicios de Sicilia, se había conseguido lo principal, y ahora las circunstancias concurrían más favorables para facilitar la terminación de su tarea.
SICILIA BAJO LA DEPENDENCIA DE ITALIA
Según el tratado de paz estipulado con Cartago, en los mares occidentales, cuya importancia era entonces muy diferente de la del Adriático, los romanos estaban en posesión de la mayor parte de la isla de Sicilia, que era la estación más importante de todas aquellas regiones, la isla más grande, fértil y accesible por sus numerosos puertos. El rey Hieron de Siracusa, que durante los veintidós últimos años de la guerra se había mostrado constantemente fiel a la alianza de Roma, finalmente había podido pedir con justicia el aumento de su territorio. Pero, si al comenzar la guerra los romanos ya habían tomado el partido de no permitir en la isla nada más que Estados secundarios, en la paz se proponían decididamente su conquista completa. Por tanto, Hieron debía considerarse dichoso por haber podido conservar intacto su pequeño reino, es decir, Siracusa con sus arrabales y los territorios de Elora, Neeton, Acre, Leontini, Megara y Tauromenium,[1] y por haber conservado su independencia. Esto había sido posible gracias a que había secundado los proyectos de Roma, y de hecho era también una suerte que la guerra no hubiese concluido con la completa ruina de una de las dos potencias rivales, pues de este modo quedaba lugar en Sicilia para un reino intermedio. Por lo demás, los romanos ocuparon como dueños la mayor parte de la isla: Panormo, Lilibea, Agrigento, Messina y otras ciudades. Pero sintieron mucho que incluso con la posesión de este magnífico país aún no pudieran convertir el mar occidental en un lago romano. Para esto necesitaban que los cartagineses evacuasen la Cerdeña. Pero, apenas firmada la paz de la víspera, se abrió para ellos una perspectiva inesperada que va a permitirles despojar a Cartago de este rica colonia.
INSURRECCIÓN EN LIBIA
Acababa de estallar en África una terrible insurrección: mercenarios y súbditos se habían sublevado contra Cartago por las faltas cometidas por esta y su gobierno. Durante los últimos años de la guerra, Amílcar no había podido, como antes, pagar a sus soldados con sus propios recursos. En vano había solicitado que le enviasen dinero, pues se le contestó con la orden de que volviese a enviar sus tropas al África, donde serían licenciadas. Amílcar obedeció. Pero, sabiendo la clase de hombres con quienes trataba, tuvo cuidado de mandarlos por destacamentos, a fin de que el pago y el licenciamiento se verificase por fracciones, o que por lo menos fuesen disolviéndose sucesivamente las bandas de veteranos y dimitiera después el mando. Pero fueron inútiles su prudencia y su previsión. Las cajas estaban exhaustas, y no había contado con los vicios de una administración colectiva y la impericia de la burocracia cartaginesa. Se esperó a que se reuniese todo el ejército en Libia para escatimarles el sueldo prometido. Naturalmente estalló una sublevación; y las vacilaciones y la cobardía de las autoridades mostraron a los soldados que podían intentarlo todo. La mayor parte de ellos eran indígenas sometidos a la dominación de Cartago. Sabían de los resentimientos que había producido la matanza oficial de quienes se habían aliado con Régulo (pág. 50), y el tributo abrumador que había arruinado después su patria. Sabían también que trataban con un gobierno traidor a su palabra y que no perdonaba jamás; sabían, en fin, la suerte que les esperaba si volvían a sus moradas después de haber conseguido por medio de un alboroto que se les pagase. Hacía mucho tiempo que Cartago estaba abriendo la mina; y ella misma colocó allí a personas que se vieron obligadas con su proceder a prender fuego la mecha. La sublevación se propagó como un relámpago de guarnición en guarnición, y de aldea en aldea; las mujeres libias daban sus alhajas para pagar los sueldos de los insurrectos. Una multitud de ciudadanos de Cartago, y entre ellos algunos oficiales de los más valientes del ejército de Sicilia, fueron las primeras víctimas del furor de las masas. La misma Cartago se vio sitiada por dos partes a la vez, y el ejército que salió de sus muros fue completamente derrotado a causa de la impericia del general que lo mandaba.
Cuando llegó a Roma la nueva de que el enemigo, siempre tan aborrecido y temido, se hallaba más cercano a su completa ruina de lo que nunca había estado durante la guerra con la República, comenzaron a arrepentirse del tratado de paz del año 513 (241 a.C.), y a suponer que se había hecho con demasiada precipitación. Ese era el parecer del pueblo. Ninguno recordaba el agotamiento de recursos de Roma, y el poder pujante de Cartago cuando se entablaron las negociaciones. Por pudor, y solo por pudor, no se atrevieron a ponerse en comunicación directa con los rebeldes. Excepcionalmente, los cartagineses fueron autorizados para reclutar en Italia mercenarios que los defendiesen, y se prohibió todo comercio entre los marinos italianos y los de Libia. ¿Pero quién puede suponer que en el fondo Roma quisiese cumplir con sus compromisos de una alianza amistosa? Sus naves continuaron comerciando con los insurrectos. De hecho, cuando Amílcar, llamado a ponerse a la cabeza de las tropas de Cartago por el peligro que corrían, hizo encerrar en una prisión a algunos capitanes de buques cogidos en flagrante delito, el Senado se interpuso inmediatamente e hizo que se los pusiese en libertad. Por su parte, los rebeldes miraban a los romanos como sus aliados naturales. Un día las guarniciones de Cerdeña, que como el resto del ejército se habían pasado a los insurrectos, se vieron impotentes para resistir los ataques de las tribus indomables del interior, y enviaron una embajada a los romanos ofreciéndoles la isla (hacia el año 515 de Roma). Por otro lado recibieron casi las mismas proposiciones de parte de Utica, que se había pasado al partido de los insurrectos y se veía ahora muy estrechada por Amílcar. Las ofertas de Utica fueron rechazadas, porque hubiera sido llevar demasiado lejos las fronteras de Italia y las miras de la política romana; pero la demanda de los sublevados de Cerdeña, por el contrario, fue acogida con placer, y la República tomó posesión del territorio que pertenecía desde tiempo atrás a los africanos (año 516). En el asunto de los mamertinos Roma había observado una conducta desleal; la que ahora sigue con los sublevados de Cerdeña merece aún más severas censuras por parte de la historia. La grande y victoriosa República no desdeñaba hacer causa común con la soldadesca venal y compartir con ella el fruto del crimen, anteponiendo la utilidad al derecho y al honor. En cuanto a los cartagineses, demasiado ocupados con sus desastres propios en África, en el momento en que los romanos se apoderaban de Cerdeña sufrieron en silencio esta incalificable manera de proceder. Pero eso fue solo en un principio. Cuando el peligro fue instantáneamente vencido, para sorpresa de todos y contra lo que esperaban los romanos, y pudieron volver a tener la plena soberanía del continente africano (año 517), gracias al genio de Amílcar, enviaron embajadores a Roma para reclamar la restitución de la colonia fenicia. En lo que menos pensaban los romanos era en soltar su presa, y respondieron con recriminaciones sin valor que no tenían nada que ver con la cuestión que se debatía. En efecto, echaron en cara a los cartagineses el haber maltratado a los comerciantes italianos, y, por último, les declararon la guerra.[2] En este momento comenzaron a desenmascarar los infames proyectos de una política cuya regla sería en adelante que todo aquello que puede hacerse está permitido. Si Cartago hubiese cedido a su justa cólera, habría recogido el guante que se le había arrojado. Si Catulo hubiese pedido cinco años antes la evacuación de Cerdeña, la lucha habría continuado seguramente. Pero en la actualidad estaban perdidas las dos islas. La Libia aún no estaba completamente tranquila, y la República fenicia, casi aniquilada por veinticuatro años de lucha contra Roma, y después por esa espantosa guerra civil con los mercenarios que había durado casi cinco años, hubo de resignarse. Tuvo además que humillarse y suplicar, y se comprometió a pagar mil doscientos talentos como indemnización por los preparativos de guerra que Roma había hecho, solo porque se le había antojado hacerlos. Únicamente con este precio la República depuso las armas, y esto con cierto disgusto. De este modo fue conquistada la Cerdeña sin disparar una flecha; y a esta se le unió la conquista de Córcega, antigua colonia etrusca, donde los romanos habían dejado algunos destacamentos después de la última guerra (pág. 72). En ambas islas, y sobre todo en esa ruda tierra de Córcega, los romanos imitaron a los fenicios y se contentaron con ocupar las costas. Con los indígenas del interior se sostenían diarios combates, o, mejor dicho, eran objeto de verdaderas cacerías humanas. Se los perseguía con perros, y una vez cogidos eran conducidos inmediatamente al mercado de esclavos. No se trataba de reducirlos a una sumisión formal. Si la República se establecía en estas islas, no es porque quisiese poseerlas, sino porque las necesitaba para la seguridad de Italia. Desde el momento en que se hizo señora de las tres principales, la confederación itálica podía considerarse dueña del mar Tirreno.
ADMINISTRACIÓN DE LAS POSESIONES ULTRAMARINAS
La conquista de las islas del oeste introdujo en la economía del gobierno de Roma un dualismo político que, por más que parecía impuesto por las conveniencias locales y nuevas, o creado por las circunstancias, no por esto dejó de producir grandes consecuencias en la serie de los tiempos. En adelante se presentan dos sistemas de administración bastante diferentes: uno rige el antiguo territorio, y el otro, las posesiones marítimas o insulares. El primero permanece reservado a Italia; el otro, por el contrario, domina en las provincias. Hasta ahora los cónsules no habían tenido circunscripción legalmente definida, y su competencia se extendía hasta donde alcanzaba Roma. Era natural que en el orden material se hiciese una división de atribuciones entre los dos magistrados supremos, y que en todos los asuntos correspondientes al departamento que se les había asignado obedeciesen a ciertas reglas de administración fijadas de antemano. En este sentido, el pretor administraba justicia a los ciudadanos romanos en cualquier parte, y en todas las ciudades latinas o autónomas se observaban fielmente los tratados existentes. La creación de los cuatro cuestores itálicos, instituidos en el año 487 (267 a.C.), no había disminuido expresamente el poder consular, pues en Italia, lo mismo que en Roma, eran considerados como simples auxiliares subordinados a los cónsules (volumen I, libro segundo, págs. 440 y 449). Parece que en un principio los cuestores también tuvieron funciones administrativas bajo la vigilancia de los cónsules, en los países conquistados a los cartagineses en Sicilia y en Cerdeña. Pero este régimen duró pocos años, y la experiencia demostró muy pronto la necesidad de una administración independiente en los establecimientos más allá de los mares.
PRETORES PROVINCIALES
Así como el aumento del territorio romano había provocado la concentración de los poderes judiciales en la persona del pretor, y el envío de jueces especiales a los distritos más apartados (volumen I, libro segundo, pág. 456); así también hubo que poner mano sobre los poderes militares y administrativos, hasta entonces reunidos en la persona de los cónsules. De esta forma, para cada nuevo país marítimo o insular, para la Sicilia y para la Cerdeña reunida con la Córcega, se instituyó un funcionario especial, un procónsul, que venía después del cónsul por su título y su rango, pero que era igual al pretor. Como el cónsul de los antiguos tiempos, antes del establecimiento de la pretura, fue a la vez general, administrador y juez soberano en todo el país que comprendía su gobierno. Pero no se les dieron atribuciones financieras, por la misma razón por la cual se las habían quitado en un principio a los cónsules (volumen I, libro segundo, pág. 269). Se les dieron como adjuntos uno o muchos cuestores, subordinados a ellos en todos los aspectos y considerados oficialmente como verdaderos hijos de familia bajo la potestad de sus pretores, pero que en realidad administraban por sí mismos los fondos públicos, y solo tenían que dar cuentas al Senado al terminar su cargo.
ORGANIZACIÓN DE LAS PROVINCIAS. EL COMERCIO
LA PROPIEDAD. AUTONOMÍA DE LAS CIUDADES
Esta es la única diferencia que notamos en el gobierno de las posesiones del continente itálico y en el de las marítimas. Las demás reglas que presidían la organización de los países sometidos a los italianos se aplicaban a las nuevas conquistas. De esta forma, todas las ciudades sin excepción habían perdido la independencia de sus relaciones con el extranjero. En el dominio de las relaciones interiores, ningún provinciano tenía en su provincia el derecho de adquirir la propiedad legítima fuera de los límites de la ciudad; y quizás hasta se les prohibió contraer matrimonio en el exterior. Por el contrario, Roma toleró, al menos en Sicilia, una especie de inteligencia federativa entre las ciudades. En esto no había ningún peligro, y los siciliotas conservaron su dieta general, con el derecho de petición y de representación.[3] Por consiguiente, no fue posible dar curso forzoso a la moneda romana en las islas; pero parece que luego tuvo curso legal. En cuanto a acuñar piezas de metal doble, los romanos no quisieron tolerarlo en las ciudades sujetas de la isla;[4] sin embargo, no se tocó la propiedad.
Aún no se había inventado esa máxima de los siglos posteriores, según la cual toda tierra no itálica conquistada por las armas se convertía en propiedad privada del pueblo romano. Por lo demás, tanto en Sicilia como en Cerdeña, las ciudades continuaron administrándose por sí mismas con arreglo a las leyes de su antigua autonomía; pero al mismo tiempo se suprimieron en todas partes las democracias, y cada ciudad puso el poder en manos de un consejo exclusivamente aristocrático. Poco después, en Sicilia por lo menos, se hizo un censo quinquenal, equivalente al de Roma. Pero todas estas fueron otras tantas modificaciones absolutamente exigidas por la nueva condición de las ciudades provinciales. Sometidas en adelante al gobierno senatorial de Roma, no había lugar para que funcionasen las iglesias o asambleas populares a la manera griega (ecclesae). Era necesario que la metrópoli pudiese conocer los recursos militares y financieros de cada una, lo cual ya se había puesto en práctica en los países conquistados en Italia.
DIEZMOS Y ADUANAS. CIUDADES EXENTAS
Sin embargo, si a primera vista parecía haber igualdad de derechos entre Italia y las provincias, la realidad venía muy pronto a dar un formal mentís a las apariencias. Las provincias no tenían que suministrar contingente regular al ejército ni a la armada romana.[5] Se les quitó el derecho de llevar las armas, salvo en caso de que el pretor local llamase a las poblaciones a la defensa de su patria. Por su parte, Roma se reservó el derecho de enviar tropas italianas a las islas, siempre, y en el número que estimase conveniente. Con este mismo fin cobró el diezmo de los frutos de la tierra en Sicilia, al mismo tiempo que el peaje de un vigésimo ad valorem sobre todas las mercancías que entraban o salían de los puertos. Semejantes tasas no eran una novedad; Cartago y el gran rey de los persas habían reclamado tributos análogos al diezmo mucho tiempo atrás. En la propia Grecia, los impuestos a la moda del Oriente habían caminado con frecuencia a la par de la tiranía en las ciudades, o con la heguemonia en las ligas. Los sicilianos especialmente habían pagado durante mucho tiempo el diezmo a Siracusa o a Cartago, y cobrado derechos de aduana por cuenta del extranjero: «Cuando hemos tomado las ciudades sicilianas en nuestra clientela y bajo nuestra protección —dirá Cicerón algún día—, les hemos dejado todos los derechos de los que habían gozado hasta entonces, y han obedecido en adelante a la República del mismo modo que antes obedecían a los otros señores». El hecho es cierto, pero, al continuar la injusticia, se comete otra injusticia. Si sus súbditos no hubiesen hecho otra cosa más que cambiar de señores, y no hubieran sufrido más, para los nuevos dominadores de Sicilia habría sido una innovación grave y peligrosa el abandonar las máximas prudentes y magnánimas de la política romana por esas indemnizaciones en metálico, cobradas por primera vez, en vez de las contingentes de guerra. Por suave que fuesen el impuesto y el modo de percibirlo, por más que haya habido numerosas inmunidades concedidas excepcionalmente, los beneficios parciales eran ineficaces ante los vicios del sistema. Sin embargo, las inmunidades fueron muy numerosas. Messina, por ejemplo, fue admitida entre los togati (volumen I, libro segundo, pág. 442), y con este concepto envió su contingente a la armada como las ciudades griegas de Italia. Gran número de ciudades fueron también favorecidas con otras ventajas. Por ejemplo: Egesta o Segesta (al norte del monte Eryx) y Halicia,[6] las primeras ciudades que se pasaron a los romanos y que habían pertenecido antes a la Sicilia cartaginesa; Centoripa, en la parte interior, al este, que tenía por misión vigilar la vecina frontera siracusana;[7] Alesa, en la costa septentrional, que fue la primera de las ciudades griegas libres que se había entregado a Roma, y, entre muchas otras, Panormo, desde tiempo atrás capital de la Sicilia fenicia, y destinada también a serlo bajo el gobierno de la República. Todas estas ciudades, aunque no fueron admitidas en la sinmaquia itálica, se vieron libres de diezmo y de los impuestos de tal suerte que, en lo tocante a los tributos, obtuvieron una condición aún mejor que las ciudades del continente. En esto, pues, los romanos siguieron siendo fieles a las antiguas tradiciones de su política. Por decirlo así, crearon para las ciudades conquistadas situaciones cuidadosamente determinadas y las escalonaron en clases graduadas de un modo diverso en lo que respecta a los derechos. Solo que, como he dicho, en lugar de convertirlas en miembros de la gran confederación italiana, redujeron a todas las ciudades de Sicilia y de Cerdeña a la condición de tributarias.
ITALIA Y LAS PROVINCIAS
En lo sucesivo hubo una separación marcada y profunda entre los pueblos sometidos que debían contribuir con un contingente militar, y los que pagaban un impuesto o simplemente no estaban obligados a suministrar dicho contingente. Pero esta separación no concordaba necesaria y jurídicamente con la división establecida entre Italia y las provincias, pues se encontraban también al otro lado de los mares ciudades que gozaban del derecho itálico. Acabamos de ver que los mamertinos estaban colocados en la clase de los sabelios de Italia, y que podían fundarse colonias de derecho latino en Sicilia y en Cerdeña, de la misma forma que se había hecho del otro lado del Apenino. Por otra parte, ciertas ciudades del continente se veían privadas del derecho al uso de las armas, y continuaban siendo simplemente tributarias. Muchas se encontraban en la región céltica, en toda la ribera del Po, y después, incluso, su número aumentó considerablemente. Pero esto no será nunca más que una excepción: en realidad, las ciudades que pagaban contingente pertenecían al continente, y las tributarias, a las islas. Cabe señalar que si bien los romanos no pensaron nunca en colonizar con arreglo al derecho itálico ni Cerdeña ni Sicilia, con su civilización puramente helénica, obraron de modo muy diferente con los países bárbaros situados entre el Apenino y los Alpes. Aquí, a medida que se extiende la conquista y los pueblos van sometiéndose, fundan metódicamente ciudades itálicas, tanto por su origen como por sus instituciones. Las posesiones insulares no solo eran pueblos sujetos, sino que debían continuar siempre siéndolo. Pero el nuevo país legalmente asignado a los cónsules en tierra firme, o lo que es lo mismo, el nuevo territorio romano, constituía en realidad otra Italia, una Italia más extensa que abrazaba desde los Alpes hasta el mar Jónico. Poco importa que en un principio no corresponda exactamente esta idea de la Italia geográfica con los límites reales de la confederación italiana, ni el que unas veces los pase y otras no llegue a ellos. El hecho es que en la época que vamos historiando todo el país hasta los Alpes constituye la Italia en el pensamiento de los romanos. En el presente y en el porvenir es la tierra de los hombres que visten la toga (volumen I, libro segundo, pág. 450), y sus fronteras geográficas se colocaron en el límite natural, como han hecho y hacen en la actualidad los americanos del norte. A la vez, se reservaron para después llevar más lejos su engrandecimiento político y alcanzar, por último, el fin por medio de colonizaciones sucesivas.[8]
LAS
COSTAS DEL ADRIÁTICO. LOS PIRATAS ILIRIOS
EXPEDICIÓN CONTRA ESCODRA. CONQUISTAS EN ILIRIA
Hacía ya algún tiempo que Roma había extendido su dominación hasta las costas del Adriático; la colonia de Brundusium, que venía fundándose desde muy antiguo a la entrada del golfo, quedó definitivamente instalada durante la guerra con Cartago. En los mares del oeste la República tuvo que deshacerse de sus rivales por la fuerza. En el este, las disensiones de Grecia trabajaban en favor de Roma, pues todos los Estados de la península helénica se iban debilitando o eran impotentes. El más importante entre ellos, el reino de Macedonia, con el auxilio de la influencia rival de Egipto, fue rechazado de las costas del Adriático superior por los etolios, y de la región del Peloponeso por los aqueos; en realidad, apenas si puede defender de los ataques de los bárbaros su propia frontera del norte. Los romanos daban ya una gran importancia al aniquilamiento de Macedonia y de su aliado natural, el rey de Siria. Con este fin hacían causa común con la política egipcia. Además, después de hecha la paz con Cartago, se los ve ofrecer inmediatamente al rey Tolomeo III Ebergetes el auxilio de sus armas contra Seleuco II, rey de Siria, que reinó del 507 al 529 (247 a 225 a.C.), y con el que estaba en guerra a causa del asesinato de Berenico. Probablemente la Macedonia apoyaba al sirio. Pero cada vez se estrechaban más las relaciones entre la República y los Estados griegos. El Senado entró también en conferencias con la Siria, y hasta intervino con Seleuco a favor de los aliados de sangre del pueblo romano, esto es, de los habitantes de Illion. Pero aquí se detienen los progresos de la República, pues todavía no necesita mezclarse directamente en los asuntos de Oriente para la realización de sus proyectos. La liga aquea, detenida en su marcha floreciente por la política estrecha de Arato y de los intrigantes que lo rodeaban; la República de los etolios, esos lansquenetes de la Grecia, y el Imperio macedonio en plena decadencia, se debilitan unos a otros sin que Roma tenga necesidad de mezclarse en sus querellas para impelirlos hacia la ruina. En esta época incluso evita las conquistas más allá de los mares; no las busca. Cuando los acarnanios llegaron un día a pedir a los hijos de Eneas que los ayuden contra los etolios, con el pretexto de que ellos son los únicos entre los griegos que no habían tomado parte en la destrucción de Illion, el Senado se contentó con intervenir diplomáticamente. Los etolios respondieron a los embajadores de Roma a su modo, es decir, con palabras insolentes; pero el favor anticuario de Roma no llega a castigarlos con la guerra, porque esto sería librar a Macedonia de su enemigo mortal. Hasta toleran por más tiempo del conveniente el azote de la piratería, la única profesión que en tal estado de cosas puede ejercerse con éxito en las costas del Adriático. De hecho la toleran, a pesar de todo el mal que causa al comercio italiano, con una paciencia que solo se explica por su poco apego a la guerra naval y por la condición deplorable de su sistema militar marítimo. Sin embargo, llegó un día en que se colmó la medida. Protegidos por Macedonia, que frente a sus enemigos ya no tiene interés en favorecer, como en otro tiempo, el comercio helénico contra las depredaciones de los corsarios, los dueños de Escodra (hoy Scutari) habían reunido a los pueblos Ilirios (dálmatas, montenegrinos y albanos del norte) y organizado la piratería en gran escala. Las numerosas escuadras de sus ligeros birremes, las famosas naves liburnias, surcaban los mares llevando a todas partes la guerra y el pillaje. Los establecimientos griegos fundados en estos lugares, como por ejemplo las ciudades insulares de Issa (Lissa) y de Pharos (Lesina), los importantes puertos de la costa, Epidamno (Durazzo) y Apolonia (al norte de Aulona, sobre el Aous), habían sufrido mucho y se habían visto sitiados en muchas ocasiones. Después, los corsarios fueron a establecerse al sur, a Fenice, la ciudad más floreciente del Epiro. En parte por la fuerza y en parte de buen grado, los acarnanios y los epirotas se reunieron con los bandidos extranjeros, y fundaron con ellos una confederación armada. Así, las costas de la Grecia estaban infestadas hasta Elis y Mesenia. En vano los etolios y los aqueos reúnen todas las naves que poseen y se esfuerzan por contener el mal, pues fueron vencidos en una formal batalla por la escuadra de los bárbaros, reforzada por sus aliados griegos. En consecuencia, los corsarios no tardaron en apoderarse de la poderosa y rica isla de Corcira. Las quejas de los mercaderes italianos, las demandas de auxilio de los habitantes de Apolonia, que eran antiguos amigos de Roma, y las súplicas de los iseos, sitiados en su isla, decidieron por fin al Senado a enviar a Escodra una embajada. Los hermanos Cayo y Lucio Coruncanio fueron a pedir al rey Agron que hiciese cesar las depredaciones. Este les respondió que la piratería era un oficio permitido según la ley iliria, y que su gobierno no tenía derecho a prohibir el corso. Lucio Coruncanio contestó a esto que Roma se tomaría el trabajo de enseñar a los ilirios una ley mejor. La réplica no tuvo nada de parlamentaria; según los romanos, los dos enviados fueron asesinados por orden del rey al retirarse, y Agron se negó a entregar a los asesinos. El Senado no podía ya vacilar. En la primavera del año 525 (229 a.C.) apareció en las aguas de Apolonia una armada de doscientos buques de línea, llevando a bordo un ejército de desembarco. Esta escuadra destruye o dispersa las embarcaciones de los corsarios, al mismo tiempo que derriba sus castillos. La reina Teuta, viuda de Agron, que gobernaba durante la minoría de edad de su hijo Pinnos, fue sitiada en su última fortaleza, y se vio obligada a suscribir las condiciones que le dictó Roma. Los señores de Escodra, tanto del norte como del sur, se vieron reducidos a los estrechos límites de su antiguo territorio. Devolvieron la libertad a todas las ciudades griegas, y también a las ciudades de los ardeos en la Dalmacia, de los partinios no lejos de Epidamnar, y de los atintanos en el Epiro septentrional. Por lo demás, se les prohibió a los ilirios aparecer en adelante con un buque de guerra, o más de dos de comercio, al sur de Lisos (Alesio, entre Scutari y Durazzo). La enérgica y rápida supresión de la piratería en el Adriático había dado a Roma la supremacía más indisputable, honrosa y duradera en ese mar. Pero sus miras iban ya muy lejos, pues pretendía establecerse en la costa este. Hizo entonces tributarios a los ilirios de Escodra; y Demetrio de Paros, que había dejado de servir a la reina Teuta para ponerse a las órdenes de Roma, fue instalado en las islas y costas de la Dalmacia, a título de dinasta independiente y aliado. Las ciudades griegas de Corcira, Apolonia y Epidamno, y las de los atintanos y de los partinios, fueron recibidas en la sinmaquia romana. Sin embargo, estas adquisiciones no tienen la importancia suficiente como para necesitar un procónsul, y, según parece, Roma envió solo agentes de un rango inferior a Corcira y a algunas otras ciudades, mientras que dejó la suprema vigilancia a los magistrados que administraban la Italia.[9]
IMPRESIÓN QUE ROMA PRODUJO
EN GRECIA Y MACEDONIA
Así, después de la conquista de Sicilia y Cerdeña, también fueron incluidas en los dominios de Roma las plazas más importantes del Adriático. Pero ¿qué había de suceder sino esto? La República necesitaba en el Adriático superior una buena estación marítima, de la que carecía en la costa itálica. Sus nuevos aliados, y particularmente los puertos griegos comerciales, vieron en ella a un salvador, y hacían cuantos esfuerzos podían para obtener su protección definitiva. En cuanto a la Grecia propiamente dicha, no solo no hubo nadie que levantase su voz en contra de la República, sino que todos elogiaban en coro al pueblo libertador. Podría preguntarse si en realidad los griegos no debieron sentir más vergüenza que alegría cuando, en vez de las diez pobres galeras de la liga aquea que por entonces constituían toda la marina helénica, vieron entrar en sus puertos las doscientas naves de los bárbaros de Italia, cumpliendo de una vez la misión que debía haber realizado la Grecia y en la que había sucumbido miserablemente. Como quiera que fuese, y por avergonzados que estuvieran ante los extranjeros a quienes sus compatriotas de la costa debían su salvación, se acomodaron perfectamente a la conveniencia. Recibieron con marcado entusiasmo a los romanos en la confederación nacional de la Hélade, y los admitieron solemnemente en los juegos ístmicos y en los misterios de Eleusis.
La Macedonia se calló. Como no había podido protestar constitucionalmente con las armas en la mano, no quiso hacerlo con palabras vanas. Nadie resistía a Roma; sin embargo, como al tomar la llave de la casa del vecino se convertía en su enemigo, cuando llegue el día en que tome fuerzas y tenga una ocasión favorable, se apresurará a romper este silencio. Si Antígono Doson, ese rey prudente y a la vez vigoroso, hubiese vivido más tiempo, seguramente habría tardado poco en recoger el guante. Cuando algunos años después el dinasta Demetrio de Paros quiso sustraerse a la supremacía romana, volvió a comenzar la piratería de inteligencia con los istrios, y subyugó a los atintanos, a quienes Roma había declarado libres. Antígono hizo alianza con él, y las tropas de Demetrio fueron a combatir al lado de las suyas en los campos de Selasia (año 532 de Roma). Pero Antígono murió al año siguiente, y su sucesor Filipo, joven aún, dejó al cónsul Lucio Emilio Paulo marchar sin obstáculo contra el aliado de Macedonia. A raíz de esto, la capital de Demetrio fue tomada y destruida, y él anduvo errante y fugitivo fuera de su reino.
LA
ITALIA DEL NORTE
GUERRA CON LOS GALOS. BATALLA DE TELAMON
Después de la rendición de Tarento, Italia había quedado en paz al sur del Apenino, excepto por una guerra de ocho días con los faliscos, que no merece la pena citar. Pero al norte, entre las regiones de la confederación romanoitálica y la cadena de los Alpes, frontera natural de la península, se extendía una vasta región donde era casi desconocida la dominación romana. Al otro lado del Apenino la República no poseía más que la estrecha zona que va desde el Esis (Esino, más arriba de Ancona y hasta el Rubicón, más abajo de Cesena),[10] o lo que en la actualidad componen los distritos de Forli y de Urbino. En la ribera meridional del Po (desde Parma hasta Bolonia) se conservaba aún la poderosa nación céltica de los boios; al este, los ligonos, y al oeste (en el ducado de Parma) los anaros. De esta forma ocupaban la llanura dos pequeños pueblos clientes de los boios. En donde aquella cesaba, comenzaba el país de los ligurios, que estaban acantonados en el Apenino junto con algunas razas célticas, desde Arezo y Pisa hasta las fuentes del Po. La llanura del norte, desde Verona hasta la costa, pertenecía a los vénetos, pueblo extraño a la raza céltica y de origen ilirio. Entre ellos y las montañas del occidente, alrededor de Brescia y Cremona, estaban los cenomanos. Ellos solo rara vez hacían causa común con los galos; antes bien, preferían unirse con los vénetos. Después venían los insubrios (en las inmediaciones de Milán), la nación más poderosa de los celtas de Italia, que mantenía diarias relaciones con las pequeñas hordas galas y con otros pueblos esparcidos en los valles de los Alpes, y hasta con los cantones de los galos transalpinos. Así pues, los puertos de los Alpes, el caudaloso río navegable en la mayor parte de su curso (por espacio de cincuenta millas alemanas), y la mayor y más fértil llanura de la Europa civilizada, estaban en poder del enemigo hereditario del nombre italiano. Por humillados y debilitados que estuviesen los galos, no sufrían la supremacía romana más que de nombre. Eran siempre vecinos incómodos, obstinados en su barbarie, que recorrían esparcidos las vastas llanuras circumpadanas al frente de sus rebaños, y robaban donde quiera que podían. Era necesario, pues, esperar que los romanos se apoderaran inmediatamente de estas campiñas. Los galos también habían olvidado poco a poco sus derrotas del 471 y el 472 (volumen I, libro segundo, pág. 413), y se mostraban ya más osados. Además, cosa más grave, sus compatriotas transalpinos comenzaban a renovar sus incursiones. En el año 516 (238 a.C.), los boios habían vuelto a tomar las armas y sus jefes, Asís y Galatas, llamaron en su ayuda a los transalpinos sin haber sido para ello autorizados por la nación. Llegaron en tropel del otro lado de los montes; y en el año 518 un ejército galo, como no se había visto otro desde hacía mucho tiempo en Italia, había llegado a acampar delante de Ariminun. Demasiado débiles entonces como para intentar una batalla, los romanos estipularon una tregua y, para ganar tiempo, dejaron que los emisarios galos llegaran hasta Roma y pidieran al Senado que abandonase la ciudad sitiada. Se creyó haber vuelto otra vez al siglo de Brenno. Sin embargo, ocurrió un incidente que terminó la guerra antes de comenzada. Los boios estaban descontentos de estos aliados, a quienes ellos no habían llamado, y a la vez temían por su propio territorio. Entonces se quejaron de los transalpinos, después les dieron una batalla y llevaron al suplicio a sus propios jefes; en consecuencia, los transalpinos volvieron a su país. Esto equivalía a que los boios se entregaran a los romanos, y que de ellos dependiera expulsarlos, tal como habían hecho con los senones, y llegar por lo menos hasta las orillas del Po. Sin embargo, prefirieron dejarlos en paz mediante la cesión de una parte de su territorio (año 518). Pudo suceder que Roma, creyéndose en vísperas de una segunda guerra con Cartago, quisiese obrar prudentemente. Como quiera que fuese, una vez arreglado el asunto de Cerdeña, se imponía a la República la buena política de conquistar inmediata y completamente el territorio italiano hasta los Alpes, pues la perpetua amenaza de las invasiones célticas justificaban suficientemente esta empresa. A pesar de esto, los romanos no se apresuraron. Los galos fueron los primeros en tomar las armas, quizá porque concebían temores a raíz de las asignaciones de terreno hechas en la costa oriental en el año 522, aunque no los perjudicaban directamente; o porque estaban convencidos de la necesidad de una guerra en la que se disputase la Lombardía; o quizás, en fin, y es probablemente lo más verosímil, porque este pueblo impaciente y voluble se había cansado del reposo y quería volver a ponerse en campaña. A excepción de los cenomanos que, unidos a los vénetos, se mantuvieron por los romanos, todos los galos de Italia se coaligaron. Reforzaron sus fuerzas con los galos de las orillas del Ródano, o mejor dicho, con mercenarios procedentes del otro lado de los Alpes,[11] y se adelantaron, conducidos por sus jefes Concolitano y Aneroeste. Muy pronto se los vio al pie del Apenino en número de cincuenta mil infantes y veinte mil hombres a caballo o en carro (año 529). Los romanos no estaban preparados para un ataque por este lado, pues no podían suponer que los galos marchasen directamente sobre la metrópoli despreciando las fortalezas de la costa occidental y sin cuidarse de proteger a sus compatriotas de aquellas regiones. Pocos años antes, una horda parecida había asolado toda la Grecia. El peligro era grande; pero pareció mayor de lo que era en realidad. Según la opinión común, Roma se hallaba cercana a una ruina inevitable.
¡Los oráculos habían decidido que el territorio romano se convertiría en suelo galo! Torciendo los groseros y supersticiosos terrores de la muchedumbre con un acto de superstición aún más grosera, el Senado quiso cumplir el vaticinio y mandó enterrar vivos en el Forum a un hombre y una mujer de aquella nación, mientras al mismo tiempo hacía grandes preparativos. De los dos ejércitos consulares (cada uno de los cuales contaba con veinticinco mil infantes y mil cien caballos), uno hacía la guerra en Cerdeña, mandado por Cayo Atilio Régulo, y el otro, bajo Lucio Emilio, estaba acampado delante de Ariminun. Ambos recibieron orden de dirigirse con la mayor rapidez posible a la Etruria, que ya estaba amenazada. Para hacer frente a los cenomamos y a los celtas amigos de Roma, los galos debieron dejar un cuerpo de ejército del otro lado del Apenino. Los umbríos recibieron a su vez la misión de arrojarse desde lo alto de sus montañas sobre las llanuras del país de los boios, y causar al enemigo, hasta en sus mismos hogares, todo el mal que pudiesen. Los sabinos y los etruscos debían ocupar y cerrar con sus milicias los pasos del Apenino hasta la llegada de las tropas regulares. En Roma quedó una reserva de cincuenta mil hombres, y por toda la Italia, que ahora cifraba en la República su defensa y su salvación, se alistaron todos los hombres válidos, y todos los brazos se ocuparon en los aprovisionamientos y en el material de guerra. Se habían dejado sorprender, y ahora era demasiado tarde para salvar la Etruria. Los galos hallaron el Apenino casi sin defensa, y comenzaron a saquear las fértiles campiñas de la Toscana, donde hacía tanto tiempo que no había aparecido el enemigo. Ya habían llegado a Clusium, que distaba solo tres jornadas de Roma, cuando el ejército de Ariminun conducido por el cónsul Lucio Emilio llegó y los cogió por el flanco, mientras que las milicias etruscas, reunidas en la retaguardia después del paso del Apenino, marcharon en pos de los galos y los alcanzaron. Una tarde, después de que los ejércitos ya se habían atrincherado y los fuegos del vivaque estaban encendidos, la infantería de los galos se levantó de repente y contramarchó en dirección de Fésula (Fiesola); la caballería, por su parte, permaneció toda la noche en los puestos avanzados, y tomó muy de mañana el mismo camino. Las milicias etruscas, acampadas muy cerca de ellos, observaron el movimiento y se lanzaron en su persecución creyendo que las hordas de los bárbaros comenzaban a dispersarse. Los galos habían hecho bien sus cálculos: de repente apareció su infantería completamente descansada y en buen orden sobre el terreno que había elegido, y recibió rudamente a los soldados de Roma, que corrían en tumulto y fatigados por una marcha forzada. Murieron seis mil hombres en el combate y el resto de las milicias se refugió sobre una colina, donde estaban a punto de perecer cuando llegó el ejército consular y consiguió librarlas. Los galos decidieron entonces volver a su país. Solo habían logrado a medias su hábil plan de impedir la unión de los dos ejércitos de Roma y destruir primero al más débil, y, por consiguiente, juzgaron prudente por el momento ir a poner su botín en lugar seguro. Eligieron el camino más fácil y abandonaron la región de Clusium, que ocupaban; habían descendido ya a la llanura e iban caminando a lo largo de la costa, cuando de repente hallaron un obstáculo. Las legiones de Cerdeña habían desembarcado en Pisa y, como era demasiado tarde para ir a cerrar los pasos del Apenino, se habían puesto inmediatamente en marcha por la costa, pero en dirección opuesta a la que llevaban los galos. El choque tuvo lugar en Telamon (en la desembocadura del Ombroni). Mientras la infantería romana avanzaba en filas cerradas por la gran vía, la caballería, a las órdenes del cónsul Cayo Atilio Régulo en persona, se arrojó por la izquierda sobre el flanco del enemigo con el objeto de dar inmediatamente al otro cónsul y a su ejército aviso de su llegada y de su ataque.
Se trabó un sangriento combate de caballería en el que murieron Régulo y un gran número de sus valientes caballeros; pero, sacrificando su vida, consiguió su fin. Lucio Emilio reconoce a los combatientes y presiente las ventajas de una acción combinada. Coloca inmediatamente sus tropas en orden de batalla, y entonces las legiones romanas oprimen a los galos por vanguardia y retaguardia. Estos se portan valerosamente en este doble combate. Los transalpinos y los insubrios hacen frente a Lucio Emilio; los tauriscos de los Alpes y los boios, a las legiones de Cerdeña. Durante todo este tiempo el combate de la caballería había continuado en las alas. Las fuerzas de los galos y de los romanos eran casi iguales, y la situación desesperada de los primeros los inspiraba a hacer tenaces esfuerzos. Pero los transalpinos, acostumbrados solo a combatir de cerca, retroceden ante los venablos de los romanos, y hay que decir que también dio ventaja a los legionarios el mejor temple de sus armas. Por último, un ataque de flanco de su caballería victoriosa decidió la batalla. La caballería de los enemigos pudo escapar; pero la infantería, encerrada entre el mar y tres ejércitos, no podía huir. Se hicieron diez mil prisioneros galos, incluyendo a su rey Concolitano, y cuarenta mil quedaron tendidos en el campo de batalla. Aneroeste y sus compañeros se dieron la muerte, según las costumbres célticas.
LOS GALOS ATACADOS EN SU MISMO TERRITORIO
La victoria fue completa; los romanos se mostraron decididos a impedir que se reprodujesen invasiones semejantes, y para ello conquistaron toda la Galia cisalpina. En el año siguiente (530 de Roma), los boios y los ligones se sometieron sin resistencia. Otro tanto hicieron los anaros en la campaña del año 531; y en adelante toda la llanura cispadana perteneció a los romanos. En este mismo año, Cayo Flaminio pasó el río por un lugar no lejos de Plasencia, en el país últimamente conquistado, pero el paso y la ocupación de una posición fuerte en la orilla izquierda le costaron pérdidas enormes. Se vio peligrosamente rodeado y acosado, y con el río a la espalda; entonces propuso a los insubrios una capitulación que neciamente le concedieron. Sin embargo, solo se retiró para volver por el país de los cenomanos, reforzado por sus bandas. Los insubrios comprendieron entonces el peligro, pero era demasiado tarde. Corrieron al templo de su dios a tomar las insignias de oro, llamadas las inmóviles, y luego de reunir todas sus fuerzas en número de cincuenta mil hombres, marcharon contra los romanos. Estos se veían en peligro, pues se habían apoyado por segunda vez en un río (el Oglio probablemente), y estaban separados de su patria por todo el territorio enemigo. Esta situación los obligaba a contar en el combate y en caso de retirada con la cooperación de los cenomanos, cuya amistad era poco segura. Equivalía, sin duda, a tener cortada la retirada: para entrar en territorio romano era necesario pasar sobre el enemigo. Pero la excelencia de las armas y la superioridad de la disciplina de las legiones dieron también ahora la victoria a los romanos, que consiguieron abrirse paso. Su táctica de combate remedió las faltas estratégicas de su general. Habían vencido los soldados, no los oficiales, y solo ellos consiguieron los honores del triunfo por el favor del pueblo, a pesar de la justa negativa del Senado. Los insubrios pidieron la paz y Roma les impuso como condición la sumisión absoluta. Pero las cosas no habían llegado aún hasta ese extremo, y probaron fortuna de nuevo. Llamaron en su auxilio a las hordas del norte emparentadas con ellos, y reunieron treinta mil hombres entre mercenarios e indígenas. Al año siguiente (532) vinieron al encuentro de los dos ejércitos consulares, que habían entrado en su territorio por el de los cenomanos. Se libraron muchos y sangrientos combates, y en un ataque intentado por los insubrios en la orilla derecha del Po contra la fortaleza romana de Clastidium (Casteggio, más arriba de Pavía), el rey celta Virdumar fue muerto por el cónsul Marco Marcelo en persona. Finalmente, después de una última batalla que tenían ya casi ganada los galos, pero en la que vencieron los romanos, el cónsul Gneo Escipión tomó por asalto la capital enemiga Mediolanum (Milán); su caída, seguida de la de Comum (Como), puso fin a la resistencia de los insubrios.
LA CISALPINA POR LOS ROMANOS
Los galos de Italia estaban abatidos. Así como los romanos habían hecho ver en la guerra de los corsarios cuánta diferencia había entre su poder marítimo y el de los griegos, ahora también mostraron que sabían defender las puertas de Italia de las invasiones de los piratas de tierra, de un modo muy diferente del que la Macedonia había usado para proteger las puertas de la Hélade. Mientras que Grecia había continuado dividida, se había visto además a toda la Italia unida y compacta en presencia del enemigo nacional, a pesar de los odios y rivalidades interiores.
Roma tocaba ya la barrera de los Alpes. Toda la llanura del Po estaba sometida, o por lo menos poseída por aliados medio súbditos, como los cenomanos y los vénetos. Lo demás era cuestión de tiempo. Las consecuencias iban a producirse naturalmente, y la región cisalpina estaba en camino de romanizarse. La República obró de modo diverso según los lugares. En las montañas del nordeste y en los distritos más lejanos, conforme se va del Po a los Alpes, toleró a los antiguos habitantes. En cuanto a las numerosas guerras que se suceden en Liguria (la primera data del año 516), es necesario considerarlas más bien como verdaderas cacerías de esclavos; y, por más que las sumisiones de ciudades o de comarcas fuesen frecuentes, no por eso la supremacía de Roma dejó de ser allí puramente nominal. Una expedición hecha a Istria en el año 533 (221 a.C.) parece no haber tenido por objeto más que la destrucción de los últimos asilos de los piratas del Adriático, y el establecimiento de una segura comunicación por tierra entre las conquistas italianas y las realizadas del otro lado de dicho mar. En lo tocante a los galos cispadanos, fueron casi completamente anonadados. Sin lazo y sin coexión entre sí, se vieron abandonados por sus hermanos del norte en el momento en que cesaron de pagarles, y los romanos trataron a este pueblo como enemigo nacional y como usurpador de su natural herencia. Las grandes asignaciones de terreno habían hecho que los territorios del Picenum y de Ariminum se poblasen con colonos romanos ya en el 522; lo mismo se hizo en la región cispadana. Aquí no fue difícil rechazar o destruir una población semibárbara, poco aficionada a la agricultura, y no aglomerada en ciudades de fuertes murallas. La gran vía del norte, construida, según parece, hasta Narnia (Narni) por Ocriculum (Otricolí) ochenta años antes, había sido prolongada recientemente (en el 514) hasta la nueva fortaleza de Espoletium (Espoleto). En la época a la que nos referimos tomó el nombre de vía Flaminia, e iba a tocar el mar pasando por la aldea nueva llamada Forum Flaminii (no lejos de Foligno) y por el collado de Furlo. Siguiendo después la costa, conduce de Fanum a Ariminum. Era la primera gran calzada regular que atravesaba el Apenino y unía los dos mares. La República se apresuró a cubrir de ciudades romanas el territorio fértil del que acababa de apoderarse. Sobre el Po se fundó la fuerte ciudad de Plasentia (Plasencia), que cubría y aseguraba el paso de este río, y se levantaron las murallas de Mutina (Módena), situada a poca distancia, en la orilla derecha, en medio del territorio conquistado a los boios. Se prepararon nuevas y grandes asignaciones de terrenos, y se construyeron vías romanas hasta en el corazón de las regiones conquistadas… Pero un acontecimiento repentino interrumpe todos sus grandes trabajos y el curso de tantas victorias.