VI
GUERRAS DE ANÍBAL DESDE CANAS HASTA ZAMA
LA SITUACIÓN
Al venir a Italia, Aníbal traía la intención de deshacer el haz de la confederación romana. Al finalizar su tercera campaña, había obtenido todos los resultados a los que era posible llegar en este camino. Era evidente que las ciudades griegas y latinas, o latinizadas, que se habían mantenido fieles a Roma al día siguiente de la batalla de Canas y no habían cedido al temor, solo cederían a la fuerza. La desesperada defensa de algunas pequeñas ciudades situadas en el fondo de la Italia meridional que no tenían medios de resistencia, por ejemplo la de Petilia en el Brutium, había demostrado claramente a Aníbal lo que podía esperarse de los marsos y latinos. Si en algún momento había esperado mejores resultados, como por ejemplo la defección de los latinos, sus esperanzas habían salido fallidas. La coalición de los italianos del sur estaba muy lejos de traerle las ventajas que de ella se había esperado. Capua había estipulado desde un principio que los cartagineses no podrían obligar a los campanios a alistarse ni a tomar las armas; y, en cuanto a los ciudadanos, no olvidaban cómo se había portado Pirro en Tarento. Tenían la loca pretensión de sustraerse a la dominación romana y a la cartaginesa. El Samnium y la Lucania no eran ya lo que en tiempo de Pirro, cuando este había creído poder entrar en Roma a la cabeza de la juventud sabelia. Las fortalezas romanas cubrían todo el país, ahogando toda energía y toda fuerza. Durante la dominación de la República, los habitantes habían olvidado el ejercicio de las armas, y solo enviaban, como sabemos, contingentes insignificantes. No había ya rencores en parte alguna, sino, al contrario, numerosos personajes interesados en el buen éxito de la metrópoli. Arruinada la causa de Roma, se consintió en abrazar la del vencedor, pero sin perder de vista que no traía consigo la libertad y que no se hacía más que cambiar de señor. De aquí el poco entusiasmo de los sabelios que se pasaban a Aníbal, que se limitaban simplemente a no oponerle resistencia.
En tales circunstancias, la guerra sufrió una interrupción. Dueño Aníbal de todo el sur de la península hasta el Vulturno y el monte Gargano, no podía dejar el país abandonado a sí mismo, como había hecho con la región cisalpina. Era necesario defender su frontera, bajo la pena de perderla si la desguarnecía. Para retener el país conquistado contra las fortalezas que por todas partes desafiaban sus armas y contra los ejércitos que iban a bajar del norte, y para tomar la ofensiva contra la Italia central, cosa de por sí sola difícil, su ejército estaba muy lejos de bastarle. Apenas contaba con cuarenta mil hombres, si de él se deducen los contingentes italianos. Pero ante todo iba a habérselas con otra clase de enemigos. La experiencia había enseñado a los romanos un mejor sistema de guerra. A la cabeza de sus ejércitos no ponían más que generales experimentados, a quienes prorrogaban el mando si era necesario. Estos nuevos generales no permanecían en las alturas presenciando inactivos los movimientos del enemigo, pero tampoco se apresuraban a atacarlo donde quiera que lo encontraban. Guardando un justo medio entre la inacción y la precipitación, esperaban el momento propicio detrás de sus campamentos y de las murallas de sus fortalezas. No empeñaban combates sino cuando la victoria podía ser eficaz, y la derrota no podía convertirse en desastre. Marco Claudio Marcelo fue el alma de esta nueva guerra. Al día siguiente del desastre de Canas, las miradas de todos se habían fijado, por un instinto justo y previsor, en este capitán experimentado, y se le había confiado de hecho el mando supremo. Formado en buena escuela, en las difíciles guerras contra Amílcar en Sicilia, había dado además en las últimas campañas contra los galos una brillante prueba de su talento militar y de su bravura personal. Aunque frisaba ya los cincuenta años, tenía todo el fuego de un soldado joven. Algunos años antes (pág. 89), siendo también general, se lo había visto atacar personalmente al general enemigo, y arrojarlo muerto de su caballo. Fue el primero y único entre los cónsules de Roma que vistió los despojos ópimos.[1] Había ofrecido su vida y su persona a las dos divinidades del honor y del valor, cuyo soberbio y doble templo, construido por él mismo, se levantaba cerca de la puerta Capena.[2] Si bien es verdad que en la hora del peligro no ha sido un solo hombre el que ha salvado Roma, sino más bien el pueblo, y ante todo el Senado, es justo decir, sin embargo, que en la común gloria ninguno tuvo tanta parte como Marco Marcelo.
ANÍBAL EN CAMPANIA
COMIENZA LA GUERRA EN ESTE PAÍS Y EN APULIA
Desde el campo de batalla de Canas, Aníbal se había vuelto hacia Campania. Conocía Roma mucho mejor que todos los necios de los tiempos antiguos y modernos, que han creído que les hubiera bastado una marcha sobre la metrópoli para acabar de un solo golpe la lucha. Es verdad que hoy se decide la guerra en una gran batalla; pero en otros tiempos el ataque de las plazas fuertes no estaba, ni con mucho, a la altura de la defensa. Muchas veces se estrellaba al pie de sus muros un general completamente victorioso la víspera en campo raso. El Senado y el pueblo de Cartago no podían compararse con el Senado y el pueblo romano. La expedición de Régulo había hecho correr a Cartago mayores riesgos que a su rival la gran derrota de Canas; y, sin embargo, Cartago se había mantenido y vencido. ¿Cómo podía esperarse que Roma abriese sus puertas a Aníbal o que ajustase una paz, aunque fuese muy honrosa? Luego Aníbal, en vez de perder el tiempo en vanas demostraciones o comprometer los resultados eventuales que tenía en su mano sitiando, por ejemplo, a los soldados refugiados en Canusium, había hecho lo correcto al marchar sobre Capua antes de que los romanos tuviesen tiempo de poner en ella guarnición. Así había obligado a una sumisión definitiva a la segunda metrópoli italiana, largo tiempo deseada. Desde aquí podía esperar apoderarse de uno de los puertos campanios, y hacer llegar hasta él los refuerzos que no podían dejar de suministrarle ni siquiera sus mayores enemigos políticos de Cartago, una vez conocidas sus brillantes victorias. Al saber de la marcha que iban a seguir sus operaciones, también los romanos abandonaron la Campania. No dejaron en ella más que algunos destacamentos, y reunieron todas las fuerzas que les quedaban en la orilla derecha del Vulturno. Marco Marcelo marchó con las dos legiones de Canas sobre Teanum, e hizo que le mandasen allí todas las tropas disponibles que hubiese en Roma y Ostia. Por su parte, el dictador Marco Junio lo seguía con el ejército principal, reunido precipitadamente, y subía aquel río arriba hasta Casilinum para salvar Capua si aún era tiempo. Pero cuando llegó ya la había ocupado el enemigo. Por otro lado, todos los esfuerzos de Aníbal para apoderarse también de Nápoles se habían estrellado contra la enérgica resistencia de sus habitantes, y los romanos pudieron guarnecer esta importantísima plaza marítima. Les permanecieron fieles también otras dos grandes ciudades de la costa, Cumas y Nuceria (Nocera). En Nola disputaron el pueblo y el Senado, el primero quería entregarse a Cartago y el segundo, mantenerse fiel a Roma. Advertido del triunfo inminente del partido democrático, Marcelo pasó el río en Cayatia (hoy Caiazo), y, como el ejército cartaginés volvía por las alturas de Suésula (hoy Sessola o Maddaloni), llegó a tiempo de defenderla de los enemigos interiores y exteriores. Aníbal fue rechazado con algunas pérdidas en una salida que hizo la plaza. Esta era la primera vez que no había triunfado; y este descalabro, por insignificante que fuese, produjo un gran efecto moral. Se apoderó, sin embargo, de Nuceria y Acerra, y, después de un sitio tenaz que se prolongó hasta el año siguiente (539), tomó por asalto Casilinum, que era la llave del Vulturno. Los Senados de todas estas ciudades expiaron con su sangre su fidelidad a la causa de Roma; pero el terror no hace prosélitos. Los romanos pudieron atravesar sin pérdidas sensibles los primeros y más peligrosos momentos de crisis. La guerra se interrumpió por algún tiempo; llegó el invierno, y Aníbal estableció sus cuarteles en Capua, cuyas delicias no podían dejar de ser perjudiciales a tropas que hacía tres años que no dormían bajo el techo de una casa.
Al año siguiente, la lucha tomó otro aspecto. El procónsul Marco Marcelo, excelente capitán, y los cónsules Tiberio Sempronio Graco, que se había distinguido en la campaña anterior como jefe de caballería a las órdenes del dictador, y el viejo Quinto Fabio Máximo se pusieron a la cabeza de tres ejércitos cuya misión era envolver a Capua y a Aníbal. Marcelo se apoyaba en Nola y en Suesula; Fabio Máximo, en Cales (Calvi), en la ribera derecha del Vulturno, y Graco, en Liternum,[3] en la costa, desde donde cubre Nápoles y Cumas. Los campanios que se habían adelantado hasta Hame para sorprender a esta última ciudad fueron completamente batidos por Graco. Luego llegó Aníbal y quiso reparar el mal, pero fue rechazado, y, después de ofrecer en vano la batalla, volvió a entrar en Capua. Por entonces, mientras los romanos defienden con éxito su terreno en Campania, recobran Compulteria (hoy San Ferrante) y otras pequeñas ciudades que habían perdido, Aníbal es el blanco de las quejas y murmuraciones de sus aliados del este. Por lo demás, fijó su residencia en Luceria un ejército romano a las órdenes del pretor Marco Valerio. Este ejército se unió por un lado con la escuadra para observar la costa del Adriático y los movimientos de Macedonia, y por otro, se dio la mano con el cuerpo de ejército de Nola, con el que fue talando el país de los samnitas, los lucanios y los hirpinos sublevados. Para librarlos, Aníbal atacó a Marcelo, pero este alcanzó una victoria importante bajo los muros de Nola. Entonces los cartagineses, sin haber podido restablecer la situación en Campania, marcharon sobre Arpi a fin de detener los progresos del ejército de Apulia. Graco los siguió con el suyo, y los otros dos ejércitos se concentraron y prepararon para atacar Capua en la próxima primavera.
ANÍBAL OBLIGADO A TOMAR LA DEFENSIVA
SUS PLANES: PIDE REFUERZOS
A Aníbal las victorias no lo habían deslumbrado. Ahora, más que nunca, veía claramente que no lo conducían al fin. En adelante le sería imposible emprender aquellas marchas rápidas, aquellos movimientos de avance y retirada que se parecían a una guerra de aventuras, y a los que él había debido principalmente sus triunfos. El enemigo no caía ya en sus redes; y, por otra parte, la necesidad de defender las conquistas hechas hacía casi imposible toda tentativa de conquistas ulteriores. No podía emprender la ofensiva; pero la defensiva, además, presentaba cada año que pasaba crecientes dificultades. Al llegar a la segunda mitad de su empresa, al ataque del Lacio y al sitio de Roma, el gran capitán veía claramente que excedía la medida de sus fuerzas si su patria lo abandonaba a sí mismo y a sus aliados de Italia. Al Senado de Cartago, al ejército y a los depósitos de Cartagena, a las cortes de Pella y de Siracusa era a quienes correspondía acabar su obra. Si África, España, Sicilia y Macedonia lanzaban contra el enemigo común sus fuerzas combinadas; si la baja Italia podía convertirse en el centro de reunión de los ejércitos y de las flotas del oeste, del sur y del este; entonces, pero solo entonces, podía esperar un feliz resultado a la empresa tan brillantemente comenzada por su expedición de vanguardia. ¿Qué cosa más natural y más fácil que enviarle inmediatamente refuerzos de Cartago? Esta no había aún tomado propiamente parte en la segunda guerra púnica. Había bastado un puñado de atrevidos patriotas y el genio de un general, que no contaban más que con ellos mismos y que desafiaban el peligro, para sacarla de su humillación y conducirla a dos pasos del triunfo definitivo. Nada, absolutamente nada, se oponía a que hiciese el esfuerzo que de ella se esperaba. Una escuadra fenicia, por poco numerosa que fuese, podía arribar a Locres o a Crotona, y esto, además, en un momento en que Siracusa le abría su puerto y Macedonia tenía en jaque la escuadra romana de Brundisium. ¿No habían desembarcado sin el menor obstáculo en Locres cuatro mil africanos mandados poco tiempo atrás bajo las órdenes de Bomílcar? Y más tarde, cuando Aníbal lo había perdido todo en Italia, ¿no pasó el mar también sin obstáculo? Por desgracia, la animación que se apoderó de los cartagineses después de la batalla de Canas no duró mucho. La facción de la paz, que todo lo sacrificaba a su odio contra sus enemigos políticos, incluso la patria, consiguió que se rechazasen las exigencias del héroe, pues halló un fácil aliado en el pueblo de Cartago, indiferente y corto de vista. Se le respondió (respuesta tan estúpida como irónica) que, ya que había vencido, no tenía necesidad de auxilios. En realidad, la inercia de los cartagineses contribuyó a salvar la República tanto como la energía del Senado de Roma. Educado en los campamentos y extraño a las intrigas de los partidos en la metrópoli, Aníbal no tenía a sus órdenes a un agitador popular que lo ayudase, así como Asdrúbal había ayudado a su padre. El héroe necesitó buscar en el exterior los medios de salvar su país, cuando Cartago los tenía en su mano. En el exterior su esperanza parecía más fundada. El ejército de España, con sus jefes patriotas, la alianza con Siracusa y la intervención de Filipo de Macedonia le traerían una utilísima cooperación. Pero pedía a España, a Siracusa y a Macedonia nuevos combatientes para los campos de batalla de Italia cuando la guerra había invadido sucesivamente la España, la Sicilia y la Grecia, ya fuera que se tratase de abrir o de cerrar el paso a los refuerzos. La guerra en los tres países era un medio útil para el gran fin; es un error haberla considerado como una falta. Para los romanos constituía un sistema definitivo. Aquí, cerraba los pasos del Pirineo; allá, entretenía a los macedonios en su país y en Grecia, y, más allá, protegía a Messina y cortaba a Sicilia sus comunicaciones con Italia. De más está decir que esta defensiva se convertiría en ataque en cuanto fuera posible. Auxiliados por la fortuna, los ejércitos romanos arrojaron a los fenicios fuera de España y de Sicilia, y destruyeron las alianzas entre Aníbal y Siracusa, y entre Aníbal y Filipo. Durante este período, la guerra en la península itálica ocupa un segundo término. En apariencia se limita a sitios o a algaradas sin importancia; y, sin embargo, mientras los fenicios son los agresores, Italia continúa siendo el punto objetivo de las operaciones militares. Todos los esfuerzos y todo el interés se concentraban alrededor de Aníbal. Tenerlo aislado o hacer que salga de su aislamiento en las regiones del sur, he aquí el nudo del drama.
SE
CIERRA EN UN PRINCIPIO EL CAMINO
A LOS EJÉRCITOS AUXILIARES
De haber sido posible para Aníbal concentrar inmediatamente después de la batalla de Canas todos los auxilios con que debía contar, probablemente el éxito definitivo habría coronado sus planes. Pero, precisamente en este mismo tiempo, la batalla del Ebro (pág. 141) había tenido para Asdrúbal consecuencias tan desastrosas que Cartago tuvo que enviar a aquella la mayor parte de los refuerzos que había reunido al saber de la victoria del ejército de Italia, a pesar de lo cual no había mejorado la situación de España. Al año siguiente (539), los Escipiones transportaron el teatro de la guerra desde el Ebro hasta el Betis (Guadalquivir), y consiguieron dos brillantes victorias en el centro del país cartaginés, en Illiturgi e Intíbili.[4] Ciertas inteligencias con los sardos habían hecho creer a Cartago que podría recobrar la posesión de su isla, posición de las más ventajosas para las comunicaciones entre España e Italia. Pero Tito Manlio Torcuato, mandado desde Roma con un ejército, derrotó un cuerpo cartaginés de desembarco, y de esta forma los romanos quedaron nuevamente en posesión de esta isla. En el norte y el este de Sicilia se defendieron valerosa y afortunadamente de los cartagineses y de Jerónimo las legiones de Canas que habían sido destinadas a este punto. Al finalizar el año 539 (215 a.C.), Jerónimo murió a manos de un asesino. Por último, la alianza con Macedonia no se ratificó todo lo pronto que hubiera debido, porque a su vuelta los buques romanos apresaron aquel en el que iban los enviados de Filipo a Aníbal. Por consiguiente, como no se había verificado la invasión de los macedonios en la costa oriental, los romanos tuvieron tiempo de cubrir con su escuadra la plaza de Brundisium, defendida por tierra por las milicias provinciales, hasta la llegada a Italia del ejército de Graco. Roma hasta había hecho preparativos para un desembarco en Macedonia, en caso de una declaración de guerra. Así pues, mientras que los grandes combates estaban en suspenso en la península, Cartago no había hecho nada fuera de Italia para que llegaran a este país con la mayor rapidez posible los ejércitos y las escuadras que tanto necesitaba Aníbal. Entre los romanos, por el contrario, una incomparable energía presidía todas las medidas defensivas, y, en su resistencia a todo trance, combatían casi siempre con buen éxito allí donde faltaba el genio de Aníbal. Ya se había desvanecido en Cartago el momentáneo patriotismo que había resucitado la victoria de Canas. Las considerables fuerzas levantadas en un principio, y que habían estado disponibles, se habían disipado por la influencia de una oposición facciosa, o por efecto de miserables transacciones entre las opiniones que dividían profundamente el Senado. En ninguna parte pudieron hacer serios servicios, y no se enviaron más que muy pocas fuerzas cuando era conveniente y necesario emplearlas todas. En suma, al fin del año 539 (215 a.C.), todo el que tuviera dotes de hombre de Estado podía comprender que ya había pasado el peligro para Roma, y que en adelante bastaría la perseverancia en los esfuerzos sobre todos los puntos a la vez, para alcanzar el éxito completo de la defensa de la patria, tan heroicamente iniciada.
LA GUERRA EN SICILIA. SITIO DE SIRACUSA
La primera guerra que terminó fue la de Sicilia. De hecho, no entraba en los proyectos de Aníbal encender allí la lucha. Pero, parte por efecto del azar, y parte por la presuntuosa e infantil locura de Jerónimo, estalló una lucha local, a la que, sin duda por este mismo carácter, el Senado de Cartago prestó toda su atención. Asesinado Jerónimo, parecía más que verosímil que los siracusanos se detuviesen en el camino que habían emprendido. Si alguna vez una ciudad había tenido justo motivo para aliarse con Roma, esa era Siracusa en su estado actual. Parecía evidente que, si los cartagineses eran vencedores de Roma, volverían a apoderarse de Sicilia; y en cuanto a esperar que cumplieran las promesas hechas a Jerónimo, sería representar el papel de inocentes. A estas razones, graves por sí mismas, se unían las del temor. Los siracusanos estaban viendo que los romanos hacían grandes preparativos para apoderarse por completo de la isla que les serviría de puente entre Italia y África, y asistían al desembarco de Marcelo, el mejor general de Roma, encargado de la dirección de las operaciones durante la campaña del año 540. Por consiguiente, se mostraron dispuestos a entrar en la alianza de la República y a pedir que se olvidase todo lo pasado. Pero al poco tiempo, en el estado de trastorno en que se hallaba la ciudad desde la muerte de Jerónimo, en el que algunos intentaban restablecer las libertades populares y otros aspiraban y luchaban violentamente alrededor del trono vacante, quedaron como verdaderos dueños de la ciudad los jefes de la soldadesca extranjera. Los confidentes de Aníbal, Hipócrates y Epícides, aprovecharon la ocasión para impedir que se hiciese la paz sublevando a las masas en nombre de la libertad. Les pintaron con una exageración concertada de antemano los terribles castigos sufridos por los leontinos, a quienes Roma había vuelto a someter a sus leyes, e hicieron creer a la mayor parte de los ciudadanos que era ya demasiado tarde para volver a reanudar sus relaciones con ella. Por último, entre los soldados, entre quienes se hallaban los tránsfugas del ejército y los remeros de la escuadra romana, corrió la voz de que la celebración de la paz sería su sentencia de muerte. En consecuencia, se amotinan, asesinan a los jefes de la ciudad, quebrantan la tregua, y ponen a Hipócrates y a Epícides al frente del gobierno. Al cónsul no le quedó más remedio que sitiarlos; pero la ciudad se defendió vigorosamente con la ayuda de su famoso matemático e ingeniero, el siracusano Arquímedes. Al cabo de ocho meses de un sitio regular, los romanos se veían reducidos a bloquear Siracusa por mar y por tierra.
EXPEDICIÓN CARTAGINESA A SICILIA.
DERROTA DEL EJÉRCITO CARTAGINÉS. TOMA DE SIRACUSA
En este momento Cartago, que hasta entonces no había dado a los siracusanos más que el apoyo de sus escuadras, al saber que se habían levantado decididamente por segunda vez contra Roma envió a Sicilia un poderoso ejército bajo el mando de Himilcón. Desembarcó sin obstáculos en Heráclea Minoa, y ocupó inmediatamente Agrigento. Como capitán hábil y atrevido, Hipócrates quiso ponerse en comunicación con él. Sale inmediatamente de Siracusa con otro cuerpo de ejército, y Marcelo se encuentra cogido entre la ciudad sitiada y los dos generales enemigos; pero como le llegaron refuerzos de Italia se sostuvo valerosamente en sus posiciones y continuó el bloqueo. La mayor parte de las pequeñas ciudades del país se echaron en brazos de los cartagineses, no tanto por temor a los ejércitos de Cartago y Siracusa, como por los crueles rigores ejercidos por los romanos, que tan justamente les echan en cara. Entre otros castigos, habían pasado a cuchillo a los habitantes de Enna por la sola sospecha de infidelidad. Por último, en el 542 (212 a.C.), mientras los ciudadanos se entregaban a una fiesta, los sitiadores escalaron el muro exterior de Siracusa por uno de los puntos más lejanos del centro de la plaza, que en ese momento los centinelas habían abandonado. Penetraron en el arrabal que se extendía hacia el oeste y conducía a la isla y a la Acradina, o a la ciudad propiamente dicha, situada a orillas del mar. La ciudadela de Eurialos, en la parte occidental del arrabal, era una posición importante que cubría el camino que conducía al interior de Siracusa, y, aunque en ese momento se hallaba cortada, sucumbió poco después. Cabe señalar que, justo cuando el sitio tomaba un buen aspecto para los romanos, los ejércitos de Hipócrates y de Himilcón acudieron en socorro de la plaza. Combinaron su ataque con un desembarco intentado por la armada africana y una salida de los sitiados. Los romanos defendieron valerosamente sus posiciones y rechazaron en todas partes al enemigo. Los dos ejércitos auxiliares se contentaron con fijar su campamento no lejos de la plaza, en medio de las marismas del valle del Anapus, pestilente y mortífero para el que permaneciera en él durante el estío y el otoño. La ciudad había encontrado muchas veces su salvación en esta particularidad, más que en la bravura de sus defensores. En tiempo del primer Dionisio habían perecido dos ejércitos fenicios qne intentaron atacar Siracusa. Por la inconstancia de la fortuna, ahora iba a resultarle perjudicial lo que antes había sido para ella un poderoso auxiliar. Mientras que Marcelo, acantonado en el arrabal, tenía un puesto sano y seguro, las fiebres devoraban los ejércitos cartagineses y siracusanos. Allí murieron Hipócrates e Himilcón, y casi todos los africanos; los restos de los dos ejércitos, indígenas en su mayor parte, se dispersaron por las ciudades vecinas. Los cartagineses hicieron todavía una tentativa para levantar el bloqueo marítimo de la plaza, pero Bomílcar, su almirante, retrocedió ante la batalla que le ofreció la escuadra romana. Entonces Epícides, que dirigía la defensa, dio por perdida la ciudad y huyó a Agrigento. Los siracusanos querían capitular y comenzaron las negociaciones. Por segunda vez estas fracasaron a consecuencia de los tránsfugas. Se sublevaron de nuevo los soldados, degollaron a los magistrados y a los ciudadanos más notables, y entregaron todos los poderes y la dirección de la defensa a los generales de las milicias extranjeras. Marcelo se entendió rápidamente con uno de ellos, quien le entregó la isla, una de las dos partes de la ciudad que les quedaban. Entonces el pueblo se decidió a abrir las puertas de la Acradina (en otoño del año 542). En realidad, Siracusa debería haber hallado gracia entre los vencedores. A pesar de las severas tradiciones de su derecho público, y de las penas con que castigaban a las ciudades culpables de haber violado su alianza, los romanos debieron haber considerado que no había sido dueña de sus destinos, y que se había esforzado muchas veces por sustraerse a la tiranía de la soldadesca extranjera. Sin embargo, Marcelo manchó su gloria y su honor militar entregando al saqueo y al pillaje una plaza tan rica y comercial. Allí pereció el ilustre Arquímedes con una multitud de sus conciudadanos. En cuanto al Senado romano, cómplice del crimen de su ejército, no quiso dar oído a las tardías súplicas de sus desgraciados habitantes, ni hacer que se les restituyesen sus bienes, ni devolver la libertad a su ciudad. Siracusa y las ciudades que le habían pertenecido fueron colocadas en el número de las poblaciones tributarias. Solo Tauromenium y Neeton obtuvieron el derecho de Messina. El territorio de Leontium fue declarado dominio público de Roma, y sus propietarios quedaron reducidos al estado de simples colonos. Se prohibió a todo siracusano habitar la isla, que era el punto que dominaba el puerto.[5]
PEQUEÑA GUERRA DE SICILIA
OCUPACIÓN DE AGRIGENTO POR LOS ROMANOS
PACIFICACIÓN DE LA ISLA
La Sicilia parecía otra vez perdida para los cartagineses; pero no se contaba con el genio de Aníbal, cuyas miradas, por lejos que estuviese, se dirigían hacia ese lado. Decidió enviar al ejército cartaginés, reunido bajo el mando de Hannon y Epícides en Agrigento, inactivo y sin plan, a uno de sus oficiales de caballería libia, Mutines. Este oficial recorrió la isla con sus veloces escuadrones, y, enconando en todas partes los ánimos ya prevenidos contra la dureza de los romanos, comenzó un sistema de guerrillas en gran escala y con un éxito notable. Aún más, cuando se encontraron los dos ejércitos en las orillas del Himera, Mutines libró algunos combates muy ventajosos contra el ejército romano, mandado por Marcelo en persona. Pero muy pronto las malas inteligencias entre Aníbal y el Senado de Cartago produjeron también aquí sus efectos. El general enviado de África persiguió con su odio y su envidia al general enviado por Aníbal, y, al querer pelear contra el cónsul sin Mutines y sus númidas, fue completamente derrotado. A pesar de esto, Mutines continuó su sistema. Se mantuvo en el interior de la isla, ocupó algunas pequeñas ciudades, y, como finalmente Cartago había mandado algunos refuerzos, extendió poco a poco sus operaciones. Pero como Hannon no pudo impedir que el jefe de la caballería ligera lo oscureciese con sus hazañas cada vez más ilustres, le quitó bruscamente el mando y lo dio a su mismo hijo. La medida había llegado a su colmo. Viendo Mutines que le pagaban de este modo el haber sabido conservar la Sicilia para Cartago durante dos años, él y sus caballeros, que se negaban a seguir al hijo de Hannon, entraron en negociaciones con Marco Valerio, y entregó Agrigento. Hannon huyó inmediatamente, y fue a denunciar ante los adversarios de Aníbal en Cartago la infame traición que había cometido uno de sus oficiales. Durante este tiempo, la guarnición de la plaza fue pasada a cuchillo, y los ciudadanos fueron vendidos como esclavos (año 544). Para impedir en adelante desembarcos imprevistos como el verificado en el año 540, se mandó a la ciudad una colonia. Desde esta fecha, la soberbia Akragas, convertida en fortaleza romana, recibió el nombre latino de Agrigentum. Toda la Sicilia estaba ya sometida, y Roma quiso que reinasen la paz y la tranquilidad en esta isla tan trastornada. Toda la población del interior fue trasladada en masa a Italia, y arrojada desde Rhegium sobre los países aliados de Aníbal para que los talasen. Los administradores romanos se ocuparon sin descanso en la tarea de restaurar la agricultura en la isla, que había quedado completamente arruinada. Cartago, por su parte, todavía pensó en enviar allí sus escuadras y renovar la guerra. ¡Vanos proyectos que se quedaron en tales!
FILIPO DE MACEDONIA. SUS VACILACIONES ROMA A LA
CABEZA
DE LA COALICIÓN GRIEGA CONTRA MACEDONIA.
LA GUERRA CONTINÚA INDECISA
Más que Siracusa, Macedonia hubiera debido sentir estos acontecimientos. Los Estados de Oriente no eran un obstáculo ni un apoyo. Antíoco el Grande, el aliado natural de Filipo, después de la victoria decisiva en Raphia[6] (en el año 537), se creyó feliz con obtener la paz con el lema del statu quo ante bellum, del débil e indolente Tolomeo Filopator. Las rivalidades que dividían a los lágidas, la incesante amenaza de una nueva explosión de la guerra, las sublevaciones de los pretendientes en el interior, y, por último, las empresas de todo género en el exterior, en Asia Menor, Bactriana y las satrapías orientales, no le permitían entrar en la gran coalición contra Roma, como Aníbal hubiera deseado. La corte de Egipto se puso decididamente de parte de la República y renovó con ella sus tratados en el año 544. Sin embargo, en cuanto a recursos, Roma no debía esperar nada de Egipto, a no ser algunos buques cargados de granos. Solo la Macedonia y la Grecia estaban en situación de echar un peso decisivo en la balanza de las guerras itálicas, a lo que no se oponían más que sus diarias rivalidades. Incluso habrían salvado el nombre y la nacionalidad de los helenos, si hubieran dado tregua por algunos años a sus mezquinas querellas y se hubieran dirigido unidas contra el común enemigo. Más de una voz se había levantado en Grecia para predicar esta inteligencia. Agelaus de Naupacto (Lepanto) había profetizado el porvenir exclamando que temía «ver en un corto plazo concluidos todos aquellos juegos militares de los griegos», y aconsejándoles «que volviesen sus miradas hacia el oeste, y no permitiesen que uno más fuerte hiciese pasar un día bajo el mismo yugo a todos los que entonces contendían entre sí». Estas graves palabras habían contribuido bastante a la paz del año 537 entre Filipo y los etolios; y la prueba de ello es la elección posterior de Agelaus como estratega de la liga etolia. En Grecia, lo mismo que en Cartago, por un momento se despertó el patriotismo en los espíritus, y pareció posible arrastrar a todo el pueblo heleno a una guerra nacional contra Roma. Pero la dirección de una guerra de ese tipo correspondía por derecho a Filipo; y Filipo no sentía entusiasmo, y en su nación no había la fe necesaria para llevarla a feliz término. No comprendió su difícil misión: de opresor de la Grecia, hubiera podido convertirse en su campeón. Ya su lentitud para ratificar el tratado de alianza con Aníbal había dejado que se extinguiese el primer arranque de entusiasmo de los patriotas; y cuando finalmente entró en la lucha, como era un mediano capitán, no pudo inspirar a los helenos ni confianza ni simpatía.
En el mismo año de la batalla de Canas (538) hizo una primera tentativa sobre Apolonia; fracasó ridículamente y se batió en retirada al primer rumor, por cierto infundado, de que una armada romana había aparecido en el Adriático. Su ruptura con Roma aún no era oficial. Cuando por último fue declarada, todos, amigos y enemigos, esperaban un desembarco de los macedonios en la baja Italia. En el año 539 (215 a.C.) los romanos pusieron en Brundisium un ejército y una escuadra para recibirlos. Filipo no tenía naves de guerra, e hizo construir una flotilla de barcos ilirios para el transporte de sus tropas. Pero, en el momento decisivo, tuvo miedo y no se atrevió a exponerse a ser alcanzado por los quinquerremes en alta mar. Como de esta forma faltaba a sus compromisos con Aníbal de llevar sus ejércitos a la península itálica, decidió, por hacer algo, ir a atacar las posesiones de la República en Epiro. Esta era la parte que se le había prometido en el botín. ¿Qué podía resultar de aquí? Nada, en la hipótesis más favorable. Pero Roma sabía ya que la mejor defensiva es casi siempre la que ataca, y no quiso asistir pasivamente a las agresiones del otro lado del golfo, como había creído Filipo. La flota de Brundisium trasladó a Epiro un cuerpo de ejército. Oricuum (Orico) fue recobrado, se puso guarnición en Apolonia, y se apoderaron del campamento macedonio. Filipo pasó de una actividad mediana a la inacción completa, y no se movió en muchos años. En vano Aníbal lo insta con sus querellas, en vano le echa en cara su pereza y estrechez de miras. El ardor y la clara previsión del cartaginés fueron completamente impotentes. Cuando después vuelvan a comenzar las hostilidades, no será Filipo quien las rompa. Ante el hecho de que la toma de Tarento había proporcionado a Aníbal un puerto excelente para que desembarcara un ejército macedonio, los romanos comprendieron que necesitaban parar el golpe, y ocupar en su país al macedonio de modo que ni siquiera pudiera pensar en venir a Italia. El entusiasmo nacional, sobreexcitado un momento entre los griegos, hacía ya mucho tiempo que se había convertido en humo. Recurriendo a la antigua oposición, siempre viva, contra Macedonia; y sacando hábilmente partido de las imprudencias y recientes injusticias de Filipo, al almirante romano no le costó gran trabajo reconstituir contra él, y bajo la protección de la República, la coalición de los Estados medianos y pequeños. A su cabeza marchaban los etolios, a quienes Loevinus había visitado en su asamblea, y había atraído hacía sí mediante la promesa de cederles parte del territorio acarnanio, objeto de su codicia. Aceptaron de Roma la honrosa misión de saquear los demás países de la Grecia, a medias con la República: la tierra sería para ellos; los prisioneros y el botín, para los romanos. En la propia Grecia se les unieron los Estados hostiles a Macedonia, o mejor dicho a la liga aquea. Entre estos adherentes se encontraba Atenas en el Ática, Elis y Mesene en el Peloponeso, y Esparta. En esta ciudad, un soldado atrevido, Machanidas, acababa de echar abajo una constitución decrépita para reinar despóticamente bajo el nombre de Pelops; y como aventurero que era apoyaba su tiranía en la espada de sus mercenarios. Por último, los romanos tuvieron por aliados a los jefes de las tribus semisalvajes de Tracia y de Iliria, irreconciliables enemigos de los macedonios, y a Atalo, rey de Pérgamo. Este rey, hábil, enérgico y deseoso de sacar partido de la ruina de los dos grandes Estados griegos que lo rodeaban, había sabido colocarse bajo la clientela de Roma en el momento en que su cooperación tenía un valor inestimable. No vamos a referir aquí las diversas vicisitudes de la guerra. En realidad, aunque Filipo fuese más fuerte que cada uno de sus adversarios aisladamente, y rechazase en todas partes sus ataques con vigor y con bravura, no por esto se consumía menos en una fatigosa defensiva. Tiene que ir contra los etolios que, en concierto con la escuadra romana, exterminan a los infelices acarnanios y amenazan la Lócrida y la Tesalia; luego corre hacia el norte, adonde lo llama una incursión de los bárbaros. En otra ocasión los aqueos le piden auxilio contra las bandas de los etolios y espartanos que talan el país; y por último, el rey de Pérgamo y el almirante romano Publio Sulpicio, reunidos, amenazan atacar la costa oriental, o desembarcar tropas en la isla de Eubea. Como Filipo carecía de escuadra, se vio paralizado en sus movimientos; en su apuro pidió buques a Prusias, rey de Bitinia, y al mismo Aníbal. Finalmente ordenó construir cien galeras, que es precisamente por donde debió comenzar, pero no llegó a hacer uso de ellas, suponiendo siempre que se ejecutase la orden. En suma, aquel que comprendía la situación de la Grecia y que la amaba no podía menos que deplorar esta malhadada guerra; en ella se agotaban sus últimos recursos y tendría por fin la ruina de todos.
PAZ ENTRE FILIPO Y LOS GRIEGOS. PAZ CON ROMA
Ya habían intentado mediar en la contienda las ciudades comerciales de Rodas, Quios, Mitilene, Bizancio, Atenas, y hasta el mismo Egipto. Ambas partes se mostraban dispuestas a la paz. Si los macedonios habían sufrido mucho con la guerra, esta no había sido menos onerosa para los etolios, que de todos los aliados de Roma eran los más interesados en la lucha. Sobre todo después de que Filipo se había ganado al pequeño rey de los atamanios, y toda la Etolia había quedado en descubierto. Gran número de etolios veían claramente el papel funesto y vergonzoso al que los condenaba su alianza con Roma. Además, todos los griegos habían lanzado un grito de horror cuando ellos, en concierto con Roma, vendieron como esclavos y en masa las poblaciones helénicas de Anticira, Oreos, Dimea y Egina.[7] Desgraciadamente no eran libres en sus actos, y habrían desempeñado un gran papel si hubiesen hecho por separado la paz con Filipo. Pero los romanos no se inclinaban a esto. Una vez que las cosas en España e Italia habían tomado un buen aspecto, ¿qué interés tenía Roma en que terminase esa guerra en la que, a excepción de algunos buques que había enviado, pesaban sobre los etolios todos los disgustos y las cargas? Sin embargo, se entendieron finalmente con los griegos, que se interpusieron como mediadores; y, a pesar de los esfuerzos contrarios de los romanos, firmaron la paz durante el invierno del 548 al 549. De esta forma, la Etolia se transformaba de poderoso aliado en un peligroso enemigo. Pero el Senado romano empleaba entonces todos los recursos de la República, extenuada por tantas luchas, en la decisiva y gran expedición al África. Por consiguiente, no era el momento oportuno para vengarse de la ruptura de la alianza. Pareció más conveniente firmar también la paz, puesto que la guerra contra Filipo, ahora que se habían retirado los etolios, exigía que se distrajesen algunas fuerzas. En virtud del arreglo estipulado, las cosas quedaron en el mismo lugar y estado que tenían antes de la guerra. Roma conservó todas sus posesiones de la costa de Epiro, a excepción del insignificante territorio de los atintanos. Filipo tuvo a dicha obtener tan favorables condiciones. No por esto resultaban menos evidentes todas las indecibles fatigas y miserias de una guerra odiosa, fratricida e inhumana que habían pesado inútilmente sobre la Grecia por espacio de diez años. Exactamente lo mismo había sucedido con los grandes designios y las maravillosas combinaciones de Aníbal; después de haber dividido un momento la Grecia, abortaban para siempre.
LA GUERRA DE ESPAÑA
En España, donde se dejaba aún sentir el genio de Amílcar y de su hijo, la lucha fue más seria. Tuvo muchas y admirables vicisitudes que se explican, por otra parte, por la naturaleza del país y las costumbres de las naciones locales. Los campesinos y pastores que habitaban el valle del Ebro o la fértil Andalucía, y los pobladores acantonados en las altas mesetas de la parte central cortadas por bosques y montañas, todos se levantaban como enjambres armados al primer llamamiento. Sin embargo, no se dejaban conducir fácilmente contra el enemigo, ni permanecían mucho tiempo unidos. En cuanto a los habitantes de las ciudades, por mucho que fuese su valor para defenderse desde las murallas contra los ataques del enemigo, no se prestaban tampoco a una acción común y enérgica en el exterior. Cartagineses o romanos, les importaban exactamente lo mismo. Para nada se cuidaban de que estos huéspedes incómodos ocupasen una parte más o menos grande de la península: los unos, al lado del Ebro; los otros, al lado del Guadalquivir. Así que durante toda la guerra, excepto Sagunto, que se había declarado por los romanos, y Astapa (Estepa), unida a la causa de los cartagineses, fue muy raro que la tenacidad y el valor indomable de los españoles se pusiesen al servicio de uno de los beligerantes. Pero como ni los romanos ni los cartagineses habían llevado al país grandes ejércitos, la lucha degeneró forzosamente en una guerra de propaganda. A falta de afecto y de sólidas alianzas, en esta guerra entraban con frecuencia a hacer sus veces el temor, el dinero y la fortuna. Cuando la lucha parece inmediata a terminar, se prolonga de repente y se transforma en una guerra interminable de emboscadas y sorpresas. Después renace de sus cenizas y se extiende en un momento por todas partes. Los ejércitos ruedan y se trasladan como las dunas en las arenosas playas del mar. Lo que era ayer llanura, es hoy una montaña. Generalmente llevan ventaja los romanos. Al comienzo, entraron en el país como enemigos de los fenicios y como libertadores; después enviaron buenos generales y un sólido núcleo para un ejército. Las mayoría de las veces los relatos de los historiadores son incompletos; el tiempo y las fechas están muy embrollados, y sería cosa imposible formar un cuadro completo de este gran episodio de las guerras españolas.
ÉXITO DE LOS ESCIPIONES
GUERRA DE SIFAX CONTRA CARTAGO
Los dos procónsules romanos de la península, Gneo y Publio Escipión, pero sobre todo el primero, eran hábiles capitanes y excelentes administradores. Y, en efecto, cumplieron su misión con un éxito brillante. En primer lugar, no solo tuvieron constantemente cerrada la barrera de los Pirineos, sino que rechazaron todas las tentativas que hizo el enemigo para restablecer las comunicaciones por tierra entre el ejército invasor, a las órdenes del general en jefe, y sus depósitos en España. Luego, rodearon a Tarragona de una extensa línea de fortificación y dotaron a esta Roma española de un puerto al estilo del de Cartagena. Y, por último, hicieron aún más: desde el año 539 fueron a buscar a los cartagineses, y sostuvieron contra ellos combates ventajosos en el centro mismo de Andalucía. La campaña del año 540 (214 a.C.) fue aún más fecunda en buenos resultados. Los Escipiones llevaron sus armas hasta las columnas de Hércules, y su clientela progresó en todas partes. También recobraron y restauraron Sagunto, y así conquistaron un punto importante en el camino del Ebro a Cartagena, al mismo tiempo que pagaban al fin la deuda del pueblo romano. Pero no contentos con haber quitado a los cartagineses casi toda la península, les suscitaron además en el año 541 un peligroso enemigo en el África occidental. Se pusieron en inteligencia con Sifax, el más poderoso de todos los jefes del país (provincias de Orán y de Argel). Si hubieran podido mandarle el refuerzo de un ejército de legionarios, quizá las cosas habrían ido aún más lejos. Pero en este momento los romanos no podían distraer ni un solo hombre de sus ejércitos de Italia, ni el cuerpo de ejército de España era bastante fuerte como para dividirse sin correr peligro. Solo algunos oficiales romanos fueron a formar y dirigir las tropas del jefe africano; y muy pronto este introdujo entre los súbditos libios de Cartago tal desorden y espíritu de insurrección, que el lugarteniente de Aníbal en España, Asdrúbal Barca, tuvo que pasar el mar con lo mejor de sus tropas. Poco se sabe de esta guerra, si se exceptúa la terrible venganza que Cartago tomó con los insurgentes, según su costumbre, después de que el viejo rival de Sifax, el rey Gala (en la provincia de Constantina), se declaró a su favor; y después de que el valiente Masinisa, hijo de Gala, derrotó a Sifax y lo obligó a pedir la paz. Este cambio de fortuna se extendió también a España. Asdrúbal pudo volver a la península con su ejército en el año 243, con nuevos refuerzos y con el mismo Masinisa.
DERROTA Y MUERTE DE LOS ESCIPIONES
LA ESPAÑA ULTERIOR PERDIDA POR LOS ROMANOS
Durante los dos años de ausencia, los Escipiones habían hecho botín y propaganda en los países sometidos a Cartago, sin que se les opusiese ningún obstáculo. Pero al ser acometidos de repente por fuerzas superiores necesitaban volver a la línea del Ebro, o llamar a los españoles a las armas. Adoptaron este último partido, y tomaron a sueldo veinte mil celtíberos. Después, para tener a raya a los tres ejércitos enemigos que mandaban Asdrúbal Barca, Asdrúbal, hijo de Giscón, y Magón, dividieron también el suyo en tres cuerpos, en los que repartieron por partes iguales los soldados romanos de los que disponían, y así prepararon su ruina. Mientras que Gneo acampaba frente a Asdrúbal Barca, con su núcleo de romanos y todos los españoles, Asdrúbal se ganó a estos últimos a fuerza de dinero. En sus ideas de mercenarios no creían violar la fe prometida, ya que se contentaban con abandonar el ejército romano, y no se pasaban al enemigo ni volvían sus armas contra él. En tal situación, no quedó al general romano más remedio que batirse a toda prisa en retirada. Los cartagineses lo siguieron muy de cerca; y, entre tanto, el segundo cuerpo de ejército romano, a las órdenes de Publio Escipión, fue atacado con decisión por las otras dos divisiones africanas, mandadas por Asdrúbal, hijo de Giscón, y por Magón. Los escuadrones ligeros de Masinisa, tan numerosos como arrojados, dieron a los cartagineses una notable ventaja. El campo de los legionarios fue rodeado; ¡qué iba a ser de ellos, si los auxiliares españoles ya en marcha y esperados no llegaban oportunamente! El procónsul intentó una salida audaz; quiso salir a encontrarlos con sus mejores soldados. Los romanos iban victoriosos en un principio; pero inmediatamente los cartagineses se lanzan sobre ellos, los envuelven y les cortan la retirada. Llega entonces la infantería. Publio Escipión es derrotado y muerto; y la batalla perdida se convirtió en un completo desastre. Poco después, Gneo, que en su lenta y difícil retirada apenas podía defenderse del primer ejército cartaginés, fue atacado de improviso por las tres divisiones reunidas y por los númidas que le cortaron la retirada. Rechazado a una pelada colina donde no tenía espacio para acampar, su ejército fue acuchillado o hecho prisionero, y él mismo desapareció en el combate. Un pequeño destacamento, conducido por un excelente oficial de la escuela de Gneo llamado Cayo Marcio, pudo escapar y llegó a pasar el Ebro. Unido al lugarteniente Tito Fonteyo, que a su vez había podido conducir a lugar seguro a los soldados que Publio había dejado en su campo, al poco tiempo vio volver a la mayor parte de las guarniciones romanas esparcidas en las ciudades del interior, que habían conseguido salvarse. Los fenicios recobran la España hasta el Ebro, y están a punto de pasar el río y restablecer por los pasos de los Pirineos, libres al fin, sus comunicaciones con Italia. Fue entonces cuando la necesidad puso al frente de los restos del ejército romano al hombre de la situación. Dejando a un lado a los oficiales más antiguos e incapaces, los soldados eligieron por jefe a Cayo Marcio, que tomó a su cargo la dirección de las operaciones, y en su accionar se sirvió a las mil maravillas de las disensiones y mutuas rivalidades de los tres jefes cartagineses. Estos no tardaron en ser rechazados a la orilla derecha del río por dondequiera que lo cruzaran; en efecto, toda la línea fue valerosa e íntegramente defendida hasta el momento en que llegó de Italia un nuevo ejército con otro general. Por fortuna la guerra de Italia había entrado en un mejor periodo. Se había recobrado Capua, y Roma había podido mandarles un cuerpo de doce mil hombres bajo las órdenes del propretor Claudio Nerón, con lo que se restableció el equilibrio de las fuerzas. Al año siguiente (544), la expedición dirigida contra Andalucía tuvo buen éxito. Asdrúbal Barca fue cercado y hecho prisionero, y solo escapó a la capitulación de un modo deshonroso y faltando a su palabra. Sin embargo, no era Nerón el hombre que se necesitaba en España. Oficial bravo pero duro, violento, impopular, poco hábil para reanudar antiguas relaciones o para contratar otras nuevas, no supo aprovecharse de los odios suscitados en toda la España por la insolencia y las iniquidades de los cartagineses, que después de la muerte de los Escipiones habían tratado mal a amigos y a adversarios. El Senado, buen juez de la importancia y de las exigencias especiales de la guerra de España, sabía además de los planes de Cartago. Por los cautivos de Utica que la escuadra había llevado a Roma se había enterado de que Cartago hacía inmensos preparativos, y quería mandar a Asdrúbal Barca y a Masinisa con un numeroso ejército al otro lado de los Pirineos. Ante esto, el Senado decidió también mandar nuevos refuerzos al Ebro, con un general en jefe investido de poderes excepcionales y elegido por el pueblo.
PUBLIO ESCIPIÓN
Se refiere que durante mucho tiempo ningún candidato quiso ocupar este puesto difícil y peligroso. Por último se presentó Publio Escipión. Era un oficial de veintisiete años apenas, hijo del general del mismo nombre, muerto poco antes en España. Ya había sido tribuno militar y edil. No puedo creer que, tras haber convocado los comicios para una elección de tal importancia, el Senado se entregase en ella al azar; tampoco creo que en Roma estuviese tan extinguido el amor a la gloria, y aun a la patria, que no se encontrase ni un solo capitán experimentado que solicitase el mando. Lo más probable es que las miradas del Senado se hubiesen fijado con anterioridad en este joven oficial acostumbrado a la guerra, que tenía un talento experimentado y se había portado brillantemente en las sangrientas derrotas del Tesino y de Canas. Como no había recorrido todos los grados de la jerarquía, y no podía legalmente suceder a pretorianos y consulares, se recurrió al pueblo. Se lo colocó así en la necesidad de conferir el grado a este candidato único, a pesar de su falta de aptitud legal. Por otra parte, este era un excelente medio para conciliarle los favores de la muchedumbre a él y a la expedición a España, hasta entonces muy impopular. Si ese fue el cálculo de su improvisada candidatura, salió a medida de sus deseos. A la vista de este hijo que quería ir más allá de los mares a vengar la muerte de su padre, a quien nueve años antes había salvado la vida sobre el Tesino, todos los ciudadanos reunidos en los comicios, de la campiña y de la ciudad, experimentaron una admiración profunda, inextinguible. Ante ellos estaba este joven bello y varonil, que venía con las mejillas encendidas por la modestia a ofrecerse al peligro, a falta de otro más digno; un simple tribuno militar, a quien el voto de las centurias elevaría de un salto al mando superior. ¡Verdaderamente la naturaleza de Escipión era entusiasta y simpática! No puede contarse entre aquellos hombres raros, de voluntad de hierro, cuyo brazo poderoso colocó el mundo por espacio de muchos siglos en un nuevo molde. Tampoco fue de aquellos que se ponen delante del carro de la fortuna para detenerlo por algunos años, hasta que llega un día en que las ruedas pasan sobre su cuerpo. Él ganó batallas y conquistó países obedeciendo al Senado. Y, si bien sus laureles militares también le valieron en Roma una situación política eminente, quedó muy atrás de César o de Alejandro. Como general, no hizo por su país más que Marco Marcelo. Como hombre de Estado, sin darse quizá cuenta exacta de su política antipatriótica y completamente personal, hizo tanto mal a su patria como servicios le había prestado en el campo de batalla. Y, sin embargo, todos se prendan de los encantos de esta amable y heroica figura: mitad convicción y mitad destreza, sereno siempre y seguro de sí mismo en el ardor que lo anima, marcha rodeado de una especie de aureola brillante. Era lo bastante inspirado como para inflamar los corazones; pero lo bastante frío y reflexivo como para no adoptar más que el consejo de la razón, y contar siempre con la ley común de las cosas de este mundo. Está muy lejos de creer sencillamente, como la muchedumbre, en la revelación divina de sus propias concepciones, pero es demasiado diestro como para procurar desengañarla. Además tenía la convicción profunda de que era un gran hombre por la gracia de los dioses, en lo que se mostraba con un verdadero carácter de profeta. En suma, se mantuvo sobre el pueblo y fuera de él. Su palabra era segura y sólida como la roca; piensa como rey, pero creería rebajarse revistiendo este título vulgar. Al lado de esto, no comprende que la constitución lo alcanza ni más ni menos que a cualquier otro ciudadano. Está tan convencido de su grandeza, que no conoce el odio ni la envidia; reconoce cortésmente todos los méritos, y perdona y compadece todas las faltas. Fue un perfecto oficial y un astuto diplomático, sin esa especie de sello profesional exagerado del uno y del otro. Logró unir la cultura griega con el sentimiento omnipotente de la nacionalidad romana, y así, atento y amable, se ganaba todos los corazones de los soldados y de las mujeres, de los romanos y de los españoles, de sus enemigos en el Senado y hasta del héroe cartaginés, más grande que él, con quien tendría un día que luchar. Apenas fue elegido, su nombre corrió de boca en boca, y será la estrella que conduzca a los romanos a la victoria y a la paz.
ESCIPIÓN EN ESPAÑA. TOMA DE CARTAGENA ESCIPIÓN EN
ANDALUCÍA.
ASDRÚBAL PASA LOS PIRINEOS. ESPAÑA CONQUISTADA. MAGÓN EN
ITALIA.
GADES CON LOS ROMANOS
Publio Escipión llegó a España acompañado por el pretor Marco Silano, que debía reemplazar a Nerón, y asistir al joven capitán con su brazo y su consejo. Trajo también consigo a Cayo Lelio, su jefe de la escuadra y confidente, y desembarcó con una legión de una fuerza excepcional y su caja bien repleta. El comienzo de su campaña fue señalado con uno de los más felices y atrevidos golpes de mano, cuya memoria ha perpetuado la historia. Los tres ejércitos cartagineses estaban colocados cada uno lejos de los otros. Asdrúbal Barca guardaba las alturas donde nace el Tajo; Asdrúbal, hijo de Giscón, estaba en su desembocadura, y Magón acampaba en las columnas de Hércules. El más próximo a Cartagena estaba a diez días de marcha. De repente, en los primeros días de la primavera del año 545, antes de que se moviese ninguno de los cuerpos enemigos, Escipión dirigió una expedición contra la capital fenicia, a la que le era fácil llegar en pocos días si marchaba por la costa desde la desembocadura del Ebro. Llevó consigo todo su ejército, compuesto por unos treinta mil hombres, y toda su escuadra. De esta manera, sorprende y ataca a la vez por mar y por tierra a la insignificante guarnición que los cartagineses habían dejado en la ciudad. Colocada en una estrecha legua de tierra que se internaba en la rada, fue atacada por tres partes a la vez: por los buques y por las legiones en tierra. Todo socorro estaba lejos. El comandante, llamado también Magón, comenzó a defenderse con bravura, y armó a los ciudadanos porque no tenía bastantes soldados para guarnecer las murallas. Intentó una salida que los romanos rechazaron sin trabajo. Después, sin tiempo para poner un sitio en regla, dieron el asalto por la parte de tierra lanzándose sobre el estrecho paso que une la ciudad al continente. Allí reemplazan con tropas de refresco las columnas que se fatigan, mientras que la guarnición va agotando sus fuerzas; sin embargo, los romanos aún no han conseguido nada. En realidad, no era por este punto por donde Escipión buscaba el éxito; con el asalto solo había querido alejar la guarnición de las murallas que miran al mar. Sabía que en la hora de reflujo quedaba seca una parte de la playa, y había dispuesto dar por este lado el ataque decisivo. Entonces, durante el tumulto de la lucha, un destacamento provisto de escalas salta a la playa por el otro extremo de la ciudad, con la suerte de encontrar las murallas desguarnecidas. Cartagena fue tomada en un solo día. Magón, que se había refugiado en la ciudadela, tuvo que capitular. Con la capital fenicia, los romanos se apoderaron de dieciocho galeras desaparejadas, setenta y tres buques de transporte, todo el material de guerra, inmensas provisiones en granos, la caja militar que contenía seiscientos talentos, los rehenes de todos los españoles aliados de Cartago, e hicieron diez mil prisioneros, entre los que había dieciocho gerusiastas o jueces. Escipión prometió a los rehenes que volverían a sus casas en el momento en que sus respectivas ciudades hiciesen alianza con Roma. Empleó el material almacenado en Cartagena para reforzar y mejorar su ejército. Por cuenta de Roma hizo trabajar a dos mil obreros que encontró en la ciudad, a quienes les prometió la libertad al fin de la guerra; y del resto de la población eligió para sus naves hombres prácticos en el servicio de remeros. En cuanto a los ciudadanos, los perdonó y les dejó su libertad y sus ventajas actuales, pues conocía bien a los fenicios y sabía que eran dóciles para obedecer. Además le importaba asegurar de otro modo, más que con una guarnición romana, la posesión de este puerto excelente y único sobre la costa oriental, y de las ricas minas de plata de las inmediaciones. Su temeraria empresa había tenido buen éxito. En primer lugar, había sido temeraria porque Escipión sabía que Asdrúbal Barca había recibido de Cartago la orden de pasar a las Galias y que trabajaba para ejecutar esta operación. Temeraria, además, porque a los cartagineses les hubiera sido fácil arrollar el pequeño e impotente destacamento que había quedado en el Ebro, por poco tiempo que los vencedores de Cartagena hubiesen tardado en volver a sus líneas. Pero ya había vuelto Escipión a Tarragona, y aún no había aparecido Asdrúbal en el río. Un éxito fabuloso, debido a la vez a Neptuno y al joven general, había coronado su atrevida tentativa. ¡Dejando allí su apuesta, había pasado a otro lado a jugar y a ganar una brillante partida! El milagro de la toma de Cartagena justificaba la admiración de las masas hacia este joven, y los jueces más severos tuvieron que callarse. Se le prorrogó el mando indefinidamente y se decidió que no permaneciera solamente guardando los pasos de los Pirineos. Una vez tomada Cartagena, todos los españoles del otro lado del Ebro se sometieron; y los príncipes más poderosos de la España ulterior cambiaron la clientela de Cartago por la romana. Durante el invierno, Escipión disolvió la escuadra y unió a su ejército todos los hombres que sacó de ella. Como era lo bastante fuerte para ocupar a la vez las regiones pirenaicas y realizar en el sur una vigorosa ofensiva, se dirigió a Andalucía. Encontró aquí a Asdrúbal Barca, que marchaba hacia el norte en auxilio de su hermano, y comenzaba al fin la ejecución de su plan largamente concertado. Se verificó un encuentro en Baecula.[8] Los romanos se atribuyeron la victoria, diciendo que habían hecho diez mil prisioneros. Pero Asdrúbal, a costa de algún sacrificio, consiguió su objeto principal. Se abrió camino hacia las costas del norte de España con su caja, sus elefantes y el grueso de sus tropas, y costeando el océano Atlántico llegó a los pasos de los Pirineos occidentales, que no estaban custodiados. Después entró en las Galias antes de la mala estación, y estableció allí sus cuarteles de invierno. Los sucesos se encargaron de probar que Escipión había cometido una grave imprudencia al querer sostener simultáneamente el ataque y la defensa. Mientras que su tío y su padre, e incluso los mismos Marcio y Nerón, a la cabeza de fuerzas muy inferiores habían cumplido la misión importante confiada al ejército de España, he aquí que un general victorioso y con un poderoso ejército a sus órdenes se había mostrado insuficiente por su demasiada presunción. Solo por su falta Roma iba a correr los más grandes peligros durante el estío del año 547 (207 a.C.), y vería al fin realizarse el ataque doble, preparado y esperado por Aníbal desde hacía mucho tiempo. Pero, una vez más, los dioses iban a cubrir con laureles las faltas de su favorito. La tormenta que amenazaba Italia se disipó milagrosamente: la noticia de la dudosa batalla de Baecula fue recibida como si se tratase de una batalla ganada. Todos los días llegaban nuevos mensajeros de victoria; se olvidó que Escipión había dejado pasar al hábil general y al ejército fenicioespañol que invadió entonces la Italia, y que puso a Roma por algún tiempo en peligro. Una vez que Asdrúbal Barca se marchó, los dos jefes cartagineses que habían quedado en la península resolvieron batirse en retirada. Asdrúbal, hijo de Giscón, volvió a Lusitania, y Magón marchó a las Baleares. Ambos esperan refuerzos de África, y dan rienda suelta solamente a la caballería de Masinisa, que recorre y tala toda España como antes lo había hecho con fortuna Mutines en Sicilia. Toda la costa oriental estaba en poder de los romanos. Cuando al año siguiente (547) apareció Hannon con un tercer ejército, Magón y Asdrúbal volvieron a Andalucía; pero Marco Silano batió a Magón y a Hannon reunidos, e hizo prisionero a este último. Asdrúbal no esperó ya en campo raso, y distribuyó sus soldados en las plazas de Andalucía. Escipión no pudo tomar de estas más que a Oringis (después Gienna, hoy Jaén). Al parecer, los cartagineses tenían extenuadas sus fuerzas; pero en el 548 (206 a.C.) reaparecieron con nuevos bríos, treinta y dos elefantes, cuatro mil caballos y siete mil soldados de infantería, compuestos en su mayoría por milicias españolas reunidas con toda precipitación. El encuentro tuvo lugar por segunda vez en Baecula. El ejército romano era muy inferior en número, y contaba también con muchos españoles. Escipión hizo entonces lo que más tarde ha vuelto a hacer Wellington: colocó a sus españoles de modo que no tomasen parte directa en el combate, único medio de impedir su deserción, y lanzó a todos sus romanos contra los españoles del ejército enemigo. Sea como fuese, la victoria fue muy disputada. Al fin la obtuvieron los romanos, y naturalmente el ejército cartaginés se dispersó. Magón y Asdrúbal huyendo prácticamente solos a refugiarse en Gades. Roma no tuvo ya rival en la península. Si alguna ciudad no se entregaba buenamente, era obligada por la fuerza y castigada con crueldad. Escipión pudo devolverle la visita a Sifax al otro lado del estrecho sin obstáculo, y allí trató con él, y aun con Masinisa, la posibilidad de una expedición directa al África. Era esta una empresa loca y temeraria que no tenía razón de ser ni objeto serio, por agradable que fuese la nueva para los curiosos del Forum. Mientras tanto, ¡solo Gades, donde mandaba Magón, pertenecía todavía a los cartagineses! Los romanos los habían sustituido en todas partes. Pero en muchas localidades los españoles, no contentos con verse desembarazados de los primeros, alimentaban también la esperanza de arrojar a los segundos y reconquistar su antigua independencia. Roma creyó haber hecho lo necesario contra semejantes aspiraciones. Pero he aquí que amenaza de repente una insurrección general; y los que primero se sublevan son precisamente los antiguos aliados de la República. Escipión había caído enfermo, y una de las divisiones de su ejército se amotinó por un atraso de sueldo de muchos años. Afortunadamente sanó pronto, contra lo que era de esperar; apaciguó hábilmente la sublevación de sus soldados, y las ciudades que habían dado la señal del alzamiento nacional fueron arrasadas antes de que el incendio se propagase. Al haber perdido la partida en España, y ante el hecho de que Gades no podía sostenerse por mucho tiempo, el gobierno cartaginés ordenó a Magón que reuniese naves, dinero y soldados, y fuese a llevar a Aníbal un apoyo decisivo. A Escipión le fue imposible impedir esta partida; ahora pagaba cara la disolución de su escuadra. Por segunda vez faltaba a su misión y dejaba solo a los dioses de su patria el cuidado de defenderla contra la invasión del enemigo. Por consiguiente, el hijo menor de Amílcar pudo salir de la península sin obstáculo de ningún género. Pero, apenas partió, Gades, la mejor y más antigua colonia de los fenicios, abrió sus puertas a sus nuevos señores bajo favorables condiciones.
Después de una guerra de trece años, España dejaba de pertenecer a los cartagineses para convertirse en provincia romana. ¡Aún luchará durante algunos siglos, casi siempre vencida, pero jamás humillada ni completamente sometida! En los tiempos que historiamos, los romanos ya no tenían enemigos en armas; y Escipión, aprovechando los primeros instantes de esta paz aparente, resignó el mando a fines del año 548, y fue en persona a dar cuenta a Roma de sus victorias y de sus conquistas.
LA
GUERRA EN ITALIA
SITUACIÓN DE LOS EJÉRCITOS
Mientras que Marcelo había dado fin a la guerra en Sicilia, Publio Sulpicio, en Grecia, y Escipión, en España, la lucha gigantesca continuaba sin interrupción en la península italiana. Pasadas ya las consecuencias de la batalla de Canas, veamos cuál era, a principios del año 540 y quinto de la guerra, la situación respectiva de los romanos y de los cartagineses. Aníbal había partido hacia el sur, y los romanos habían recobrado la Italia del Norte. La ocupaban tres legiones: dos acampaban en el país de los galos y la tercera estaba de reserva en el Picenum. A excepción de las fortalezas y de algunas plazas marítimas, toda la baja Italia hasta el Garganus y el Vulturno pertenecía a Aníbal. Este estaba en Arpi con su principal cuerpo de ejército, y, frente a él, Tiberio Graco, a la cabeza de cuatro legiones que se apoyaban en las fortalezas de Luceria y Benevento. En el Brutium, cuyos habitantes se habían echado todos en brazos de los cartagineses, los puertos que protegían los romanos desde Messina habían caído en poder del enemigo, a excepción de Rhegium. Hannon ocupaba el país con un segundo cuerpo de ejército sin tener en frente ni una sola de las águilas romanas. El ejército principal de Roma, compuesto de cuatro legiones a las órdenes de Quinto Fabio y de Marco Marcelo, se preparaba a atacar y recobrar Capua. Agréguese a esto que los romanos tenían de reserva en la metrópoli otras dos legiones; y que las guarniciones de las ciudades marítimas estaban reforzadas con otra legión, sobre todo Tarento y Brindisi, ante el temor de que los macedonios pudiesen verificar un desembarco. Por último, contaban con la escuadra numerosa y dueña de los mares. Entraban después los ejércitos de Sicilia, Cerdeña y España. El número total de soldados de la República, sin contar las guarniciones de las plazas de la baja Italia, no bajaba de doscientos mil hombres, de los cuales una tercera parte procedía del reclutamiento de aquel año, y la mitad estaba formada por ciudadanos romanos. Creo que se estaría en lo cierto calculando que toda la población útil desde los diecisiete hasta los cuarenta y seis años estaba sobre las armas. En cuanto al cultivo de los campos, había sido dejado a los esclavos, ancianos, niños y mujeres. No hay que decir que con esto las rentas padecían mucho. El impuesto territorial, esta fuente principal de las rentas, no se percibía ya sino muy irregularmente. Y sin embargo, a pesar de la falta de hombres y dinero, después de heroicos esfuerzos los romanos habían reconquistado palmo a palmo el terreno perdido en las nefastas jornadas del primer período de la guerra. Mientras que el ejército cartaginés iba reduciéndose más cada día, el suyo se aumentaba todos los años. Así iban recobrando parte del territorio de los aliados de Aníbal, campanios, apulios, samnitas y brucios, que no se hallaban en estado de bastarse a sí mismos, y también las fortalezas de la baja Italia, que Aníbal no podía cubrir ni defender con sus escasas fuerzas. Por último, Marcelo, al hacer la guerra de un modo diferente al de sus predecesores, había sabido desarrollar los talentos militares de su oficialidad y restablecer la incontestable superioridad de su infantería. Aníbal podía esperar aún algunas victorias; pero había pasado ya el tiempo de las batallas de Trasimeno y de Canas, el tiempo de los generales del pueblo. Solo le quedaba la esperanza del desembarco de Filipo, durante tanto tiempo prometido, o de sus hermanos, que debían darle la mano desde España y proveer a la salud y a la moral de su ejército y de su clientela italiana. En adelante apenas se podrá reconocer en la prudente tenacidad de sus operaciones defensivas al impetuoso agresor, al audaz capitán de los años precedentes. Por un milagroso fenómeno psicológico y militar, el héroe se transforma por completo una vez que ha cambiado su papel; pero en el camino enteramente opuesto que va a seguir, se muestra tan grande como en el pasado.
COMBATES EN LA BAJA ITALIA. ARPI RECOBRADA
En Campania es donde ahora continúa la guerra; Aníbal llegó a tiempo para proteger la capital o impedir que fuese atacada. Sin embargo, no pudo apoderarse de ninguna de las ciudades de Campania pertenecientes a los romanos, y custodiadas por fuertes guarniciones, ni evitar la toma de Casilinum, de la que se apoderaron los dos ejércitos consulares después de haber hecho una heroica defensa. También fueron reconquistadas otras muchas ciudades de menor importancia. Intentó sorprender a Tarento pues sería un gran punto de desembarco para los macedonios, pero la tentativa fracasó. Durante este tiempo, el ejército cartaginés del Brutium, al mando de Hannon, medía sus armas en Lucania con el ejército romano de Apulia. Tiberio Graco, que lo conducía, luchó con buen éxito. Después de un combate feliz junto a Benevento, en el que se distinguieron las legiones reforzadas por los esclavos armados a toda prisa, dio a estos soldados improvisados la libertad y el título de ciudadanos en nombre del pueblo. Al año siguiente (541), los romanos recobraron la importante y rica ciudad de Arpi cuando sus habitantes, unidos a algunos soldados romanos que habían penetrado en ella, se volvieron contra la guarnición cartaginesa. De esta forma, por todas partes va rompiéndose la línea militar establecida por Aníbal a costa de tantos esfuerzos. Gran número de capuanos, de los más notables, y muchas ciudades del Brutium se pasaron de nuevo a los romanos. Incluso una división española del ejército fenicio, enterada por emisarios mandados al efecto de la marcha de los acontecimientos de su país, se pasó del campo de Aníbal al de sus enemigos.
TOMA DE TARENTO POR ANÍBAL. ANÍBAL MARCHA SOBRE ROMA
En el año 542 (212 a.C.) cambió de nuevo la fortuna. Se cometieron faltas políticas y militares que Aníbal aprovechó al momento. La inteligencia en que se había puesto con las ciudades de la Gran Grecia no le había sido de utilidad alguna; pero sus confidentes en Roma sobornaron a los rehenes de Tarento y de Thurium, y estos intentaron locamente emprender la fuga, siendo cogidos al momento por las avanzadas romanas. La inoportuna y cruel venganza que Roma tomó en ellos sirvió más a Aníbal que sus intrigas. Los romanos se privaron de una prenda preciosa al conducirlos a todos al suplicio; y, desde este momento, los irritados griegos solo pensaron en abrir sus puertas a los cartagineses. La connivencia de los ciudadanos de Tarento y la negligencia del comandante de la plaza la entregaron a los fenicios; la guarnición apenas tuvo tiempo de refugiarse en la ciudadela. Heráclea, Thurium y Metaponte, cuyas guarniciones fueron en auxilio de la acrópolis tarentina, siguieron su ejemplo. En este momento era inminente un desembarco de los macedonios. A raíz de esto fue necesario que Roma volviese su atención hacia la Grecia y la guerra que allí se hacía, de la que hasta entonces no se había preocupado en lo más mínimo la metrópoli italiana. Afortunadamente, nada contrariaba sus esfuerzos: ni Sicilia, donde Siracusa acababa de caer en su poder; ni España, donde todo marchaba a medida de su deseo. En el principal teatro de la guerra, o sea en Campania, alternaban los reveses con las victorias. Las legiones situadas en las inmediaciones de Capua no habían podido aún bloquearla; pero impedían el cultivo de los campos y la recolección de las cosechas, y la populosa ciudad se veía reducida a traer de muy lejos sus aprovisionamientos y sus víveres. Aníbal, organizando por sí mismo un gran convoy, había dado cita a los campanios para que fueran a recibirlo en Benevento; pero tardaron, y los cónsules Quinto Flacco y Apio Claudio batieron a Hannon, que era el que lo protegía, tomaron su campamento y se apoderaron de los víveres. Finalmente los dos cónsules pudieron sitiar Capua, en tanto Tiberio Graco se colocó en la vía Apia y cerró el paso a Aníbal, que iba a auxiliar a los campanios. Pero en este momento el valiente Graco murió por la traición de un lucanio, y su muerte equivalió a una gran derrota. Su ejército, compuesto de esclavos emancipados, se desbandó en cuanto no tuvo a su cabeza al capitán que amaba. Al tener Aníbal el camino de Capua libre, apareció de repente delante de los cónsules, y los obligó a abandonar sus obras de sitio apenas comenzadas. Ya antes de su llegada la caballería romana había sido completamente derrotada por la del cartaginés, que guardaba Capua a las órdenes de Hannon y de Bostar, y estaba allí reunida con la caballería de los campanios, por cierto no menos valiente. La larga serie de desastres de ese año terminó con la completa destrucción de un ejército de tropas regulares y voluntarios, que Marco Centenio había conducido a Lucania. De oficial subalterno que era, había sido promovido imprudentemente al generalato. Al mismo tiempo, el pretor Gneo Fulvio Flacco, tan presuntuoso como negligente, fue exterminado en la Apulia.
Pero el valor perseverante de Roma supo reducir todas estas rápidas victorias de Aníbal a la nada, en la hora decisiva. Apenas volvió la espalda a Capua y tomó el camino de Apulia, sus ejércitos volvieron a cercar la plaza. Uno, mandado por Apio Claudio, se colocó en Puteoli y en Vulturnum; otro, bajo las órdenes de Quinto Fulvio, ocupó Casilinum; un tercero, conducido por el pretor Claudio Nerón, custodiaba el camino de Nola. Atrincherados en sus campamentos y dándose la mano por líneas de fortificación, cerraban completamente el paso. De esta forma, la gran ciudad que rodeaban, mal provista de víveres y por el solo efecto del bloqueo, veía llegar la hora próxima de una capitulación inevitable, a no ser que los cartagineses lo hiciesen levantar a toda costa. A fines del invierno ya tenían agotados sus recursos, y sus emisarios, deslizándose con trabajo por entre las avanzadas de los romanos, corrieron hacia Aníbal a pedirle socorro para la plaza. El cartaginés, que estaba ocupado en el sitio de la ciudadela de Tarento, parte a toda prisa para Campania con treinta y tres elefantes y sus mejores soldados; se apodera al paso de una división romana destacada en Calacia, y acampa sobre el monte Tifata, cerca de Capua. Contaba con que los generales romanos levantarían el sitio a la vista de su ejército, como había sucedido el año anterior. Pero estos habían tenido tiempo de completar sus líneas y sus atrincheramientos. Esta vez no se movieron, y asistieron tranquilos desde lo alto de sus trincheras a los impotentes ataques de la caballería campania por un lado, y a las incursiones igualmente impotentes de los númidas, por otro. Era imposible para Aníbal intentar un asalto en regla. Sabía que su movimiento sobre Capua iba a atraer inmediatamente sobre la Campania a todos los demás ejércitos de Roma, y que por otra parte no le era posible mantenerse mucho tiempo en aquel país, devastado de intento y de antemano. El mal no tenía remedio. En su deseo de salvar Capua, recurrió a un expediente atrevido, el último que se le ocurrió a su genio inventivo. Después de dar parte de su proyecto a los campanios para que no desmayasen en su tenaz defensa, abandonó de repente el país de Capua y marchó sobre Roma. Recuperó la audacia y la destreza de sus primeras campañas, se lanzó con su pequeño ejército entre los cuerpos enemigos y las fortalezas romanas. Así atraviesa el Samnium, sigue la vía Valeria, llega por Tibur al puente del Anio, lo pasa y establece su campamento a una milla de la capital. Mucho tiempo después, se aterrorizaba a los niños romanos diciendo: «¡Aníbal a las puertas de Roma!». Pero esta no corría en realidad ningún peligro. El enemigo saqueó las villas y taló los campos inmediatos a la ciudad; pero en ella había dos legiones que le hicieron frente, y no le permitieron atacar las murallas. El cartaginés nunca había pensado en apoderarse de Roma por sorpresa, como hará Escipión un poco más tarde con Cartago; mucho menos podía pensar en ponerle sitio. No quería más que aterrar a los romanos, hacer que lo siguiese el grueso del ejército que sitiaba Capua, y de esta forma conseguir levantar el bloqueo. Así es que no hizo más que presentarse en el Lacio. Los romanos vieron en su brusca partida un milagro del favor divino: signos y visiones espantosas habían obligado a su terrible enemigo a emprender la retirada, lo cual es seguro que no hubieran podido hacer nunca las dos legiones. En el lugar por donde Aníbal se había acercado a los muros, en la segunda piedra miliaria de la vía Apia, saliendo por la puerta Capena, Roma, piadosamente reconocida, elevó un altar al dios protector que aleja al enemigo (¡Tutanus Rediculus!). Aníbal volvió a Campania únicamente porque entraba en sus planes volver sobre Capua; pero los generales romanos no cometieron la falta con que él había contado. Las legiones habían permanecido inmóviles en sus líneas. Solamente destacaron una división ante la noticia del movimiento de Aníbal, que lo siguió. Cuando el cartaginés lo advirtió, se volvió de repente contra el cónsul Publio Galva, que había salido de Roma sin precaución. Hasta entonces lo había dejado marchar sobre sus huellas; hoy, lo ataca, lo destruye y se apodera de su campamento. ¡Victoria insignificante si se la compara con la pérdida de Capua!
CAPITULACIÓN DE CAPUA
Hacía mucho tiempo que los ciudadanos de la capital campania, sobre todo los de las altas clases, tenían el presentimiento de un triste e inevitable porvenir. Los agitadores del partido popular, hostil a Roma, dominaban completamente en el Senado y administraban la ciudad como dueños absolutos. Pero la desesperación se apoderó de toda la población, pequeños y grandes, campanios y fenicios. Veintiocho senadores se dieron la muerte, y los otros entregaron la ciudad a merced de un enemigo irritado e implacable. Se puso a funcionar inmediatamente un tribunal de sangre; solo se discute sobre si la condena ha de dictarse con o sin proceso. ¿Convendría buscar y perseguir hasta fuera de Capua las más lejanas ramificaciones de la alta traición cometida? ¿O no sería prudente? ¿No era mejor que una pronta justicia diese fin a las represalias? Apio Claudio y el Senado romano eran del primer parecer. Pero prevaleció la última opinión, que después de todo era la menos inhumana. Cincuenta y tres oficiales o magistrados capuanos, arrastrados a las plazas públicas de Cales y de Teanum, fueron apaleados y decapitados por orden y en presencia del cónsul Quinto Flacco. Los demás senadores fueron encerrados en una prisión, una gran parte del pueblo fue reducido a la esclavitud, y los bienes de los ricos fueron confiscados. Sentencias análogas fueron ejecutadas en Atella y Colacia. Sin duda eran castigos crueles, pero que se comprenden cuando se tiene en cuenta la gravedad de la defección de Capua y los rigores que por esa época eran autorizados, aunque no justificados, por el derecho de la guerra. ¿No se había condenado a sí misma de antemano cuando, al sublevarse, habían perecido a manos de los asesinos todos los romanos que se hallaban en sus muros? Pero Roma, en su inexorable venganza, aprovechó la ocasión para acabar con la rivalidad sorda que dividía a las dos ciudades más grandes de Italia. Suprimió la constitución de las ciudades campanias, y con ese mismo golpe derribó a una rival política por mucho tiempo envidiada y aborrecida.
DECIDIDA SUPERIORIDAD DE LOS ROMANOS
CAPITULACIÓN DE TARENTO
La caída de Capua produjo una impresión profunda. Se decía que allí no había habido un simple golpe de mano, sino más bien un verdadero sitio sostenido durante dos años y terminado felizmente, a pesar de todos los esfuerzos de Aníbal. Seis años antes la defección de la ciudad había sido el signo visible del triunfo de los cartagineses; ahora, su capitulación revela la superioridad reconquistada por la República. Para contrabalancear en el ánimo de los aliados el efecto de semejante desastre, Aníbal había intentado apoderarse de Rhegium o de la ciudadela de Tarento. Pero había sido en vano. Una expedición dirigida contra la primera ciudad no produjo ningún resultado. En Tarento los romanos carecían de víveres, pues la escuadra de los tarentinos y de los cartagineses había cerrado el puerto; pero la escuadra romana, que a su vez estaba en alta mar, cortaba las comunicaciones con el puerto y sitiaba por hambre al enemigo. Aníbal apenas hallaba con qué alimentar a los suyos en el territorio que dominaba. Los sitiadores sufrían en mar tanto como los sitiados en tierra, y, por consiguiente, se vieron obligados a abandonar el puerto. Nada les daba buenos resultados; la fortuna había salido del campo de los cartagineses. ¡Tales fueron las consecuencias de la rendición de Capua! La consideración y la confianza que Aníbal había inspirado en un principio a sus aliados estaban profundamente quebrantadas. De hecho, las ciudades que no se habían comprometido del todo buscaban el medio de volver a entrar en las mejores condiciones posibles en la confederación romana. Todo esto constituía una pérdida aún más sensible que la de la misma metrópoli de la baja Italia. Si se decidía a poner guarniciones en las ciudades de las que desconfiaba, debilitaba su ejército, que ya estaba muy mermado, y exponía a sus soldados a ser asesinados en estos pequeños destacamentos (ya en el año 544 la sublevación de Salapia[9] le había costado quinientos caballos númidas escogidos). Por el contrario, si prefería arrasar las fortalezas poco seguras o quemarlas para que el enemigo no se hiciese fuerte en ellas, esa extrema medida equivalía a relajar la moral de sus huestes. Al apoderarse de Capua, los romanos habían reconquistado la seguridad de un feliz éxito en la guerra. Aprovecharon esta ocasión para enviar refuerzos a España, donde la muerte de los Escipiones había puesto en peligro su dominación, y, por primera vez desde que se habían roto las hostilidades, disminuyeron el número total de soldados. En los años precedentes había hecho numerosos llamamientos a pesar de las crecientes dificultades en las levas, y había reunido veintitrés legiones. En el año 544 (210 a.C.) la guerra fue menos viva en Italia, a pesar de que Marco Marcelo había venido a ponerse al frente del ejército principal luego de haber pacificado Sicilia. Recorrió el interior del país, atacó las ciudades y sostuvo contra los cartagineses algunos combates sin resultado decisivo. Luchan constantemente alrededor de la acrópolis de Tarento, sin que cambie la situación. En la Apulia, Aníbal derrota completamente al procónsul Gneo Fulvio Centumalo en la batalla de Herdonea. Pero al año siguiente (545), los romanos intentaron apoderarse de Tarento, la segunda gran ciudad de los italo-griegos que se había entregado a los cartagineses. Por un lado, Marco Marcelo hace frente a Aníbal con su energía y su constancia ordinarias (vencido primeramente en una gran batalla que duró cuarenta y ocho horas, le hizo sufrir después un sangriento descalabro). Por otro, el cónsul Quinto Fulvio vuelve obedientes a los hirpinos y a los lucanios, desde tiempo atrás vacilantes, y hace que le entreguen las guarniciones fenicias de sus ciudades. Las salidas bien organizadas de los soldados de Rhegium obligaban a Aníbal a ir en auxilio de los brucios, acosados muy de cerca, y mientras tanto, el viejo Quinto Fabio, cónsul por quinta vez y encargado de recobrar Tarento, tomó fuertes posiciones en el territorio de los mesapianos. La traición de un cuerpo de brucios que formaban parte de la guarnición entregó la ciudad; y allí el vencedor, irritado, se mostró terrible y cruel como siempre. Todo cuanto caía en su poder, soldados o ciudadanos, fue pasado a cuchillo, y se saquearon las casas. Treinta mil tarentinos fueron vendidos como esclavos y tres mil talentos, producto del saqueo, fueron a enriquecer el Tesoro de la República. La toma de Tarento fue el último hecho de armas del octogenario general. Cuando Aníbal llegó en socorro de la plaza, era tarde. No le quedó otro recurso que retirarse a Metaponte.
ANÍBAL RECHAZADO AL FONDO DE ITALIA
MUERTE DE MARCELO
Aníbal ha perdido ya sus más importantes conquistas. Obligado poco a poco a retirarse al extremo meridional de la penínusla, estaba en un grave apuro. Entonces Marco Marcelo, cónsul elegido para el año siguiente, concibió la esperanza de acabar de un solo golpe con la guerra, concertando un ataque decisivo con su colega, el hábil y bravo Tito Quincio Crispino. Nada detiene al viejo soldado: ni sus sesenta años, ni el nombre de Aníbal. Día y noche, despierto o soñando, no tiene más que un pensamiento: derrotar al cartaginés y librar definitivamente Italia. Pero la fortuna destinaba a otro hombre más joven semejantes laureles. Yendo en un reconocimiento a través del país de Venosa, los dos cónsules fueron atacados de repente por una parte de los africanos. No obstante ser una lucha desigual, Marcelo peleó como lo había hecho contra Amílcar cuarenta años antes, y en Clastidium hacía catorce años. Pero fue arrojado de su caballo y muerto. Crispino pudo huir pero murió al poco tiempo, de resultas de sus heridas.
MISERIA PRODUCIDA POR LA GUERRA
Hacía once años que duraba la guerra en Italia. Parecía que ya había pasado el peligro que en los años precedentes había amenazado hasta la existencia de la República; pero no por esto se sentían menos pesadamente los inmensos sacrificios de una guerra interminable, que incluso que aumentaban cada día. La hacienda estaba en un estado indescriptible. Después de la batalla de Canas se había instituido una especie de comisión para que administrase el Tesoro (tresviri mensarii, triumbiros banqueros),[10] compuesta por hombres notables, con extensas atribuciones en materia de impuestos y de administración de las rentas públicas. Hicieron cuanto pudieron; pero las circunstancias eran tales, que hacían fracasar todos los esfuerzos de la ciencia financiera. Desde el principio de la guerra había sido necesario achicar la moneda de plata y de bronce, elevar en una tercera parte el curso legal de la de plata, y dar a la de oro un valor efectivo superior al valor metálico. Pero, como estos tristes expedientes no fueron suficientes, se tomaron a crédito los aprovisionamientos; hubo que pasárselo todo a los proveedores, simplemente porque se los necesitaba. Las cosas fueron tan lejos que se hizo necesario un ejemplo, para que los fraudes más escandalosos fueran denunciados y remitidos por los ediles a la justicia del pueblo. Se hizo un llamamiento al patriotismo de los ricos, que en muchos aspectos eran los que más sufrían. Por un movimiento espontáneo, o arrastrados por el espíritu de corporación, los soldados de las clases acomodadas, los caballeros y los oficiales renunciaron al sueldo. Los propietarios de los esclavos armados por la República, y emancipados después de la batalla de Benevento (pág. 177), respondieron a los tesoreros públicos que les ofrecían su pago, que esperarían hasta el fin de la guerra. Como no había fondos en caja para atender las festividades y la conservación de los edificios públicos, las asociaciones, que hasta entonces se habían encargado de aquellas a destajo ofrecieron ocuparse gratuitamente hasta nueva orden (año 540). Además, y como se había hecho en la primera guerra púnica, se construyó una escuadra que fue equipada con la ayuda de un empréstito voluntario entre los ricos (544). Se echó mano de los últimos recursos, y en el mismo año de la toma de Tarento se gastaron las últimas reservas del Tesoro, desde tiempo atrás economizadas. A pesar de tantos esfuerzos, el Estado no podía aún proveer a todas las necesidades. Se suspendió el pago del sueldo de los soldados, de modo que comenzaron a inquietarse, principalmente en los países más lejanos. Pero, por grandes que fuesen los obstáculos financieros, no eran el mal más grave de la situación. Por todas partes los campos estaban yermos: allí donde la guerra no impedía su cultivo, faltaban los brazos. El precio del medimo (unos cincuenta y dos litros y medio) había subido a quince dineros, esto es por lo menos el triple del precio que solía tener en Roma. En realidad, muchos habrían muerto de hambre si no hubiera venido trigo de Egipto, y si la agricultura renaciente en Sicilia no hubiera suministrado con qué atender las más perentorias necesidades. Los relatos que han llegado hasta nosotros y la experiencia de lo que son semejantes guerras nos muestran suficientemente cuánta es la miseria que en tales casos experimenta el pobre labrador, con cuánta rapidez desaparecen todos sus ahorros tan penosamente reunidos, y cómo los lugares se convierten en refugio de mendigos o de ladrones.
LOS ALIADOS
A estos sufrimientos materiales de los romanos se agregaba un peligro mucho más grande: el disgusto que la guerra producía entre los aliados de Roma, y que iba cada día en aumento. La guerra les costaba su sangre y sus bienes. Poco importaban las disposiciones de los no latinos. Toda esta lucha atestiguaba su impotencia; mientras los latinos permanecieran fieles a la República, no había nada que temer de su descontento, cualquiera que fuese. Pero he aquí que el Lacio vacila a su vez. La mayor parte de las ciudades latinas de la Etruria, del Lacio, del país de los marsos y de la Campania septentrional, y aun de las regiones itálicas adonde la guerra no había llevado directamente su asolamiento, manifestaron al Senado romano (año 545) que no querían mandar en adelante contingentes ni contribuciones, y que dejarían a Roma sostener por sí sola aquellas largas luchas, en las que solo ella estaba interesada. El estupor que produjo en la capital semejante noticia fue grande; pero ¿qué medio había de obligar a los que protestaban? Afortunadamente no obraron de la misma manera todas las ciudades latinas. Las colonias de la Galia, del Picentino y de la baja Italia, y a su cabeza la poderosa y patriótica Fregela, proclamaron su fidelidad, ahora más estrecha e inquebrantable que nunca. Tenían clara conciencia de su situación. Veían su existencia aún más en peligro que la de la misma metrópoli. El objeto de la guerra no era solo Roma, sino más bien la hegemonía latina en Italia, y aun más todavía, la independencia nacional de los italianos. La semidefección de los demás no era traición, sino cansancio y estrechez de miras. Las ciudades refractarias habrían rechazado con horror toda alianza con los fenicios. Pero entre los latinos y los romanos estaba produciéndose un cisma cuyas consecuencias se hicieron sentir inmediatamente en la población de los países colonizados. Arretium se hallaba en un estado de fermentación peligroso. Se descubrió allí una conspiración que se propagaba entre los etruscos, en interés de Aníbal. El mal era de tal naturaleza, que tuvieron que marchar soldados romanos sobre la ciudad. El movimiento fue reprimido sin trabajo, con solo algunas medidas militares y de policía; pero no por esto dejaba de ser la señal de un grave peligro. Si las poblaciones no se mantenían en la obediencia por medio de las fortalezas latinas, había que temerlo todo de ellas.
LLEGADA DE ASDRÚBAL
Tal era la situación cuando de repente, y para colmo de dificultades, se supo que Asdrúbal había pasado los Pirineos (546). Así, pues, en la campaña siguiente sería necesario vérselas con los dos hijos de Amílcar simultáneamente. No en vano Aníbal había esperado defendiéndose tenazmente en sus posiciones durante tan largas y rudas campañas; ese ejército, que hasta entonces le habían negado la rivalidad de la oposición en Cartago y la imprevisión política de Filipo, le llegaba por fin con su hermano, en quien revivía el genio de Amílcar. Ya había ocho mil ligures ganados por el oro cartaginés, que estaban prontos a reunirse con Asdrúbal. Si triunfa en el primer combate, tiene la esperanza de arrastrar contra Roma a los galos y a los etruscos. Italia no es ahora lo que era hacía once años: Estados y particulares, todos estaban cansados; la liga latina, medio disuelta; el mejor general de los romanos había muerto en el campo de batalla, y Aníbal estaba siempre dispuesto. Escipión podría con justicia llamarse el favorito de los dioses, si un día le era dado apartar de la cabeza de sus compatriotas y de la suya propia la tormenta acumulada por su imperdonable falta.
NUEVOS ARMAMENTOS. MARCHAS DE ASDRÚBAL Y DE ANÍBAL
BATALLA DE SENA O DE METAURO. ANÍBAL EN EL BRUTIUM
Roma pone en pie de guerra veintitrés legiones, igual que en los tiempos de mayor peligro. Llama a los voluntarios, y hace entrar en los cuadros incluso a los soldados legalmente exentos del servicio. No por esto dejó de cogerla de improviso. Asdrúbal pasó los Alpes mucho antes de lo que esperaban amigos y enemigos (año 547). Los galos, que ya estaban acostumbrados al paso de estos ejércitos, mediante una cantidad convenida habían dejado libres los desfiladeros de las montañas, y suministrado víveres. ¿Habría pensado Roma en ocupar los puertos de Italia? De ser así, también en esta ocasión hubiera llegado tarde. Ya corría la noticia de que Asdrúbal estaba en las llanuras del Po y que había sublevado a los galos. Plasencia fue cercada.
El cónsul Marco Livio marchó precipitadamente a ponerse al frente del ejército del norte; ya era tiempo. La Etruria y la Umbría se agitaban sordamente y daban soldados al ejército de Asdrúbal. El otro cónsul, Cayo Nerón, se retiró de Venosa y llamó al pretor Cayo Hostilio Tubulo; después marchó aceleradamente con cuarenta mil hombres, a fin de cerrar a Aníbal el paso hacia el norte. En efecto, este había reunido en el Brutium todas sus fuerzas, y marchó hacia la gran vía que va de Rhegium a Apulia. Finalmente encontró a Nerón en Grumentum.[11] Se empeñó un combate sangriento en el que Nerón se atribuyó la victoria; pero que no pudo impedir que Aníbal entrase en la Apulia, aunque con sensibles pérdidas, mediante una de esas hábiles marchas de flanco que le eran propias. Allí se detuvo, acampó a la vista de Venosa, y después cerca de Canusium. Nerón lo seguía paso a paso y en todas partes acampaba frente a él. Por otra parte, es evidente que, al permanecer en Apulia, Aníbal obraba obedeciendo un plan determinado, pues, si hubiese querido, habría podido continuar avanzando hacia el norte a pesar de la vecindad de Nerón. En cuanto a los motivos que lo impulsaban a no ir más lejos y a permanecer apostado en el Aufido, para juzgarlos sería necesario saber qué comunicaciones habían mediado entre él y su hermano, y lo que conjeturaba sobre el camino que este debía seguir; aspectos de lo cuales no tenemos noticia alguna. Entre tanto los dos ejércitos se espían mutuamente sin moverse, fue interceptado por las avanzadas romanas un despacho de Asdrúbal, impacientemente esperado en el campo cartaginés. En él decía que quería seguir la vía Flaminia y que, por consiguiente, marcharía por la costa hasta Fanum, para torcer enseguida a la derecha y bajar por el Apenino sobre Narnia (Narni). Allí esperaba encontrarse con Aníbal. Nerón mandó inmediatamente al sitio donde debían reunirse los dos ejércitos fenicios todas las reservas de la capital, a las que debía reemplazar una división que residía en Capua, luego de que en esta ciudad se formara otra reserva. Convencido de que Aníbal ignora el plan de su hermano y va a permanecer en Apulia para esperarlo, concibió audazmente la idea de escoger entre los soldados de su ejército siete mil de los más bravos y partir con ellos hacia el norte a marchas forzadas; quería reunirse con su colega y obligar a Asdrúbal a aceptar la batalla, él solo contra los dos. Ningún riesgo corría en dejar su mermado ejército frente a Aníbal, pues contaba con bastantes soldados para luchar en caso de ataque, o para seguir al cartaginés hasta el lugar de la cita, si es que él se ponía también en marcha. Nerón encontró a su colega en Sena Galica, esperando al enemigo; ambos marcharon inmediatamente contra Asdrúbal, ocupado en este momento en el paso del Metauro. El hermano de Aníbal quiso evitar el combate e intentó desfilar por el flanco de los romanos, pero sus guías lo abandonaron y se extravió en un país que no conocía. Lo alcanzó la caballería romana, lo obligó a hacer frente y a detenerse; cuando llegó la infantería ya no pudo rehusar la batalla. Asdrúbal colocó a sus españoles en el ala derecha, con los elefantes por delante, y a los galos a su izquierda. El combate estuvo por mucho tiempo indeciso entre los españoles y los romanos. Ya el cónsul Livio se veía duramente rechazado, cuando Nerón decidió renovar en el campo de batalla su gran movimiento estratégico: dejó inmóvil en el sitio al enemigo con quien luchaba, pasó con él a la derecha romana por detrás de todo el ejército, y vino a caer por el flanco sobre los españoles. Esta nueva audacia le valió el triunfo. La victoria, tan duramente disputada y sangrienta, fue completa. El ejército cartaginés no encontró ninguna salida y fue destruido; su campamento también fue tomado por asalto. Cuando vio la batalla perdida a pesar de toda su habilidad y de su valentía, Asdrúbal buscó y halló la muerte del soldado siguiendo el ejemplo de su padre. Como general y como hombre se había mostrado digno hermano de Aníbal. Al día siguiente volvió a partir Nerón, y, después de unos catorce días de ausencia, entró de nuevo en su campamento de Apulia frente a Aníbal, que al no haber recibido ningún mensaje, no se había movido. El cónsul le llevó la nueva del desastre, e hizo que arrojasen en las avanzadas de su ejército la cabeza de su hermano. De esta manera brutal respondía a la magnanimidad de un adversario que dejaba en paz a los muertos, y que había tributado las honras fúnebres a Lucio Paulo, a Graco y a Marcelo. Aníbal supo que se habían desvanecido sus esperanzas y el fruto de sus victorias. Abandonó la Apulia, la Lucania y aun Metaponte, y se refugió en el fondo del Brutium, donde los puertos de la costa le ofrecían un último asilo. La energía de los generales romanos y los sucesos inauditos de la fortuna habían conjurado un peligro tan grande como el de Canas, que era lo único que podía justificar la tenaz permanencia del héroe cartaginés en Italia. En Roma, la alegría fue inmensa. Los negocios volvieron a seguir su curso natural, como en tiempos de paz. Todos conocían que ya había pasado la crisis.
TREGUA DE LAS HOSTILIDADES. MAGÓN EN ITALIA
Sin embargo, no se apresuraron a terminar la guerra. El Senado y los ciudadanos se sentían fatigados por tantos esfuerzos y gastos, y se entregaron al reposo y a la tranquilidad. En principio, el ejército y la armada fueron disminuidos; los campesinos romanos y latinos volvieron a sus desiertas alquerías; y el Tesoro fue llenando sus cajas mediante la venta de una parte de los dominios públicos de Campania. También se reformó la administración pública y los inveterados desórdenes fueron suprimidos; así se empezaron a pagar regularmente los empréstitos voluntarios de la guerra. Por último, las ciudades latinas retrasadas fueron llamadas al cumplimiento de sus deberes y obligadas a pagar grandes intereses. En síntesis, tal es el cuadro que nos ofrece la metrópoli. Durante este tiempo parece que ha terminado la guerra en Italia. Todavía se lo ve a Aníbal mantener su campo en el Brutium durante cuatro años. Y, si bien esta es una nueva y admirable prueba de su genio militar, es una prueba mucho más palpable de la incapacidad de los generales romanos enviados contra él. A pesar de la gran superioridad numérica, no pueden obligar a Aníbal a encerrarse en las plazas ni a embarcarse para su patria. Es verdad que se ve obligado a batirse constantemente en retirada, no tanto por los combates indecisos que se dan todos los días, sino por las defecciones de sus aliados, en tanto no puede contar más que con las ciudades de las que son dueños sus soldados. Así es como abandona Thurium, y un destacamento mandado desde Rhegium por orden de Publio Escipión vuelve a apoderarse de Locres en el año 549 (205 a.C.). Entonces, y como para dar a los planes del héroe una brillante justificación, las mismas personas que lo habían combatido y estorbado durante tantos años, o sea, los magistrados supremos de Cartago, vuelven en sí y le suministran subsidios y refuerzos ante la amenaza del desembarco de los romanos en África. Envían a Magón a España, y mandan avivar la guerra en Italia. Aun a costa de nuevos combates, necesitan procurar alguna tranquilidad a los azorados poseedores de los pueblos de la Libia y a los tenderos de la metrópoli africana. Partió inmediatamente una embajada para Macedonia, que le solicitó a Filipo la renovación de la alianza y un desembarco de tropas en las costas de Italia. ¡Vanos y tardíos esfuerzos! Ya hacía algunos meses que Filipo había firmado la paz. El aniquilamiento político de Cartago, que él ya había previsto, le es sin duda muy perjudicial, pero no se atreve a intentar nada contra Roma. Los romanos lo acusan de que había desembarcado en África un cuerpo de soldados macedonios pagados por él. La acusación era verosímil, pero a juzgar por los sucesos ulteriores la República no tuvo suficientes pruebas. En cuanto a un desembarco de Filipo en Italia, Roma ni siquiera se preocupó por ello. Entre tanto, Magón, el más joven de los hijos de Amílcar, puso formalmente manos a la obra. Reuniendo los restos del ejército de España, los trasladó a Mallorca, y en el año 549 desembarcó en las inmediaciones de Génova, ciudad que destruyó, y llamó a las armas a los ligurios y a los galos, que acudían en tropel atraídos, como siempre, por su oro y por la novedad de la empresa. Se pone en inteligencia hasta con la Etruria, donde aún no habían cesado las ejecuciones políticas. Pero tiene muy pocos soldados para emprender algo serio en contra de Italia propiamente dicha; y Aníbal, debilitado y casi sin influencia en la baja Italia, no podía intentar reunirse con él con alguna esperanza de éxito. Los jefes de Cartago no habían querido salvarlo cuando podían: hoy que quieren, ya no pueden.
EXPEDICIÓN DE ESCIPIÓN AL ÁFRICA
Nadie dudaba en Italia de que la guerra de Cartago contra Roma había terminado, y de que había llegado el tiempo de comenzar la de Roma contra Cartago. Pero aun cuando todos pensaban esto, no se habían apresurado a organizar la expedición a África. Lo primero que se necesitaba era un jefe capaz y apreciado por todos, de lo cual carecían. Los mejores capitanes habían perecido en el campo de batalla, y los que no, como Quinto Fabio y Quinto Fulvio, eran demasiado viejos para esta guerra tan nueva, que probablemente se prolongaría. Cayo Nerón y Marco Livio, vencedores del Metauro, se hubieran mostrado a la altura de tal misión; pero como ambos pertenecían la aristocracia no disfrutaban del favor del pueblo. ¿Conseguirían alguna vez ser elegidos? Las cosas habían llegado ya a un punto en el que el valor y la aptitud influían muy poco en la elección, a no ser que fuera una necesidad extrema. Y, en caso de que se verificase su elección, ¿podrían arrastrar a aquel pueblo tan fatigado a que hiciese nuevos esfuerzos? Nada tan dudoso. En este momento volvió de España Publio Escipión, el favorito de las masas, ilustre por el completo éxito, aparente al menos, de sus campañas en la península. Inmediatamente fue elegido cónsul para el año siguiente. Entró en el cargo (en el 549) con la intención premeditada de conducir un ejército al África, ejecutando de este modo un proyecto formado durante su permanencia en España. Pero en el Senado los partidarios de la guerra metódica ni siquiera querían oír hablar de una expedición al otro lado del mar mientras Aníbal estuviese en Italia, y el joven general no disponía, ni con mucho, de la mayoría. Los rudos y austeros padres conscriptos veían con disgusto aquellos hábitos de elegancia completamente griega, y aquella cultura y modo de pensar enteramente modernos. Escipión daba pie para más de un ataque serio, tanto por sus faltas estratégicas durante su mando en España, como por la floja disciplina de su ejército. ¿No sería fundada la acusación que se le hacía de haber actuado con culpable indulgencia hacia sus generales de división? Al poco tiempo, cuando Cayo Flaminio cometía en Locres horribles atrocidades, ¿no se lo vio hacer la vista gorda y asumir de este modo la responsabilidad de la odiosa conducta de su lugarteniente?[12] En las deliberaciones del Senado respecto de la organización de la escuadra, del ejército y del nombramiento de un general, el nuevo cónsul pasaba sin intimidarse por encima de todos los obstáculos siempre que su interés privado estaba en oposición con los usos y con la ley. Mostraba claramente que, en caso de resistencia extrema, apelaría al pueblo, a su gloria y a su crédito con las masas, para enfrentar el poder gobernante. De aquí las heridas dolorosas, y el temor de que semejante jefe de ejército no se creyese nunca obligado por sus instrucciones, ni en lo tocante a la marcha de las operaciones militares más decisivas, ni en las negociaciones eventuales de paz. Ya se sabía que en la guerra de España no había atendido más que a sus propias inspiraciones. Estos cargos eran graves. Sin embargo, hubo la suficiente prudencia para no extremar las cuestiones. El Senado no podía negar que la expedición de África era necesaria. Hubiera sido imprudente dilatarla, e injusto desconocer los grandes talentos de Escipión, su aptitud singular para la guerra próxima. Solo él podría quizás obtener del pueblo tanto la prorrogación de su mando por todo el tiempo necesario, como los sacrificios en hombres y dinero. Por lo tanto, la mayoría consintió en dejarlo libre para obrar según sus designios, después de que, al menos formalmente, hubiese acreditado su completa deferencia hacia los representantes del poder supremo, y se hubiera sometido de antemano a la decisión del Senado. De esta forma recibió el encargo de marchar ese mismo año a Sicilia, y activar allí los trabajos de construcción de la flota, la organización de un material de sitio y la formación de un ejército expedicionario para desembarcar en África en la primavera siguiente. La República puso a su disposición el ejército de Sicilia, y las dos legiones formadas con los restos de los soldados de Canas. Para la protección de la isla bastaba una pequeña guarnición y la escuadra. Se le permitió además reclutar voluntarios en Italia. Claro está que el Senado toleraba la expedición, pero no la ordenaba. Escipión no tenía a su disposición ni la mitad de las fuerzas que Régulo había conducido anteriormente, y los soldados que le daban, acantonados por castigo en Sicilia hacía muchos años, se hallaban en un estado próximo a la indisciplina. Para la mayoría de los senadores, el ejército expedicionario era enviado como una especie de avanzada que se daba por perdida, y que serviría como centro de disciplina; poco importaba que no volviese.
Otro que no hubiera sido Escipión habría protestado, sin duda, y declarado que era necesario renunciar a la empresa o reunir de antemano otros medios para su ejecución. Pero Escipión tenía confianza en sí mismo, y sufría cualquier condición con tal de obtener el mando tan deseado. Para no perjudicar la popularidad de la empresa, evitó con cuidado que las cargas de la expedición recayesen directamente sobre los ciudadanos. Los gastos principales, y sobre todo los de la escuadra, se pagaron en parte con ayuda de una llamada contribución voluntaria de las ciudades etruscas, o, para decirlo de una vez, con una contribución de guerra impuesta a los arretinos y a las demás ciudades culpables de defección, y en parte también con las contribuciones de Sicilia. En cuarenta días las naves estuvieron dispuestas a hacerse al mar. El cuerpo de ejército fue reforzado con siete mil voluntarios que acudieron de todos los puntos de Italia a la voz del general querido por los soldados. Por último, en la primavera del año 550 (204 a.C.), Escipión partió con dos legiones reforzadas (unos treinta mil hombres), cuarenta buques de guerra y cuatrocientos transportes. Sin encontrar la más leve resistencia fue a desembarcar cerca del Bello Promontorio (inmediato al Cabo Bon), próximo a Utica.
ARMAMENTOS DE CARTAGO
ESCIPIÓN RECHAZADO HACIA LA COSTA
SORPRESA DEL CAMPAMENTO CARTAGINÉS
Hacía mucho tiempo que los cartagineses esperaban una tentativa más seria que las incursiones que venían verificando las escuadras romanas en la costa de África en los últimos años. Para defenderse, habían intentado encender la guerra italomacedónica; pero además estaban preparados para recibir a los romanos. Habían sacado provecho de la situación de los dos reyes bereberes rivales, sus vecinos: Masinisa de Cirta (Constantina), jefe de los masiles, y Sifax de Siga (en la desembocadura del Tafna, al oeste de Orán), jefe de los masesilios. A Sifax, que era el más poderoso, lo habían separado de su antigua alianza con Roma y habían hecho tratados con él; aún más, lo habían casado con una mujer de Cartago. En cuanto a Masinisa, antiguo enemigo de Sifax y aliado de los cartagineses, lo vendieron. Después de haberse defendido a la desesperada contra las fuerzas reunidas de Sifax y de los fenicios, obligado a abandonar sus Estados que cayeron en poder de Sifax, marchó con una pequeña escolta de caballeros a andar errante y fugitivo en el desierto. Sin contar los refuerzos prometidos por su nuevo aliado, los cartagineses poseían un ejército de veinte mil infantes, seis mil caballos y ciento cuarenta elefantes, que Hannon había cazado y traído personalmente de una expedición. Estas fuerzas, dispuestas inmediatamente para el combate, guarnecían la ciudad. Las mandaba un general experimentado del ejército de España, Asdrúbal, hijo de Giscón, y había en el puerto una poderosa escuadra. Se esperaba además un cuerpo de macedonios, mandados por Sopater, y una división de mercenarios celtíberos. Ante la noticia del desembarco de Escipión, Masinisa acudió al campo de aquel que pocos años antes había combatido en España por cuenta de los cartagineses. Pero este príncipe «sin Estados» no traía consigo más que sus talentos personales. Aunque los libios estaban cansados de pagar contribuciones y suministrar contingentes, habían pagado muy caras sus insurrecciones como para atreverse a declararse por los romanos tan rápidamente. Escipión se puso en marcha. Mientras no tuvo delante de sí más que al ejército cartaginés, inferior al suyo, conservó la superioridad; y después de algunas escaramuzas de la caballería llegó a Utica y le puso sitio. Pero no tardó en aparecer Sifax al frente de cincuenta mil hombres de infantería y de diez mil caballos. Entonces fue necesario levantar el sitio y atrincherarse para el invierno en un campamento naval construido en un promontorio fácil de defender, entre Utica y Cartago. Los romanos pasaron allí la mala estación. Pero al llegar la primavera no había mejorado la situación; Escipión salió de ella por un afortunado golpe de mano. Fingió entablar negociaciones de paz, y por este medio, no muy honroso por cierto, consiguió adormecer la vigilancia de los africanos. Después, aprovechando una hermosa noche, se arrojó sobre los dos campamentos. Las chozas de cañas de los númidas fueron entregadas a las llamas, y, cuando los cartagineses volaron en su auxilio, el incendio devoró también sus tiendas. Huyendo desordenadamente y sin armas, los acuchillaron los destacamentos colocados al efecto en puntos determinados. Esta sorpresa nocturna hizo más daño que una serie de derrotas. Sin embargo, los cartagineses no se abatieron. Los más tímidos o los más inteligentes querían que se llamase a Magón y a Aníbal; pero semejante proposición fue rechazada. Acababan de llegar los auxilios de Macedonia y de Celtiberia; se quiso dar una formal batalla en los Campos Grandes, a cinco jornadas de Utica. Escipión aceptó el reto con gran contento. Sus veteranos y sus voluntarios dispersaron fácilmente las hordas de los númidas y de los cartagineses, reunidas precipitadamente. Los celtíberos, que no podían esperar perdón, se dejaron hacer pedazos después de una obstinada defensa.
Derrotados dos veces, los africanos ya no podían esperar en campo raso. Su escuadra atacó el campamento naval sin sufrir una derrota, pero sin conseguir un triunfo decisivo. Para los romanos, este revés fue compensado con la prisión de Sifax, que la afortunada estrella de Escipión hizo que cayese en sus manos. Desde esta fecha, Masinisa vino a ser para los romanos lo que el rey cautivo había sido para los cartagineses.
PRELIMINARES DE LA PAZ.
INTRIGAS DE LOS PATRIOTAS. VUELTA DE ANÍBAL A ÁFRICA
RENOVACIÓN DE LAS HOSTILIDADES
Fue entonces cuando la facción de la paz, que hacía dieciséis años que callaba, levantó la cabeza en Cartago y entró en lucha abierta con el gobierno de los hijos de Barca y el partido patriota. Asdrúbal, hijo de Giscón, fue condenado a muerte durante su ausencia; también le propusieron a Escipión un armisticio, y después la paz. Este exigió que abandonasen sus posesiones españolas y las islas del Mediterráneo, y que entregasen el rey Sifax a Masinisa. También deberían entregar los buques de guerra, en adelante no quedarían más que veinte para Cartago, y una contribución de cuatro mil talentos. Estas condiciones eran tan favorables que puede preguntarse en interés de quién las había dictado Escipión, si en el de Roma o en el suyo propio. Los plenipotenciarios de Cartago las aceptaron a reserva de que las ratificase su gobierno, y partió para Roma una embajada cartaginesa. Pero los patriotas no quisieron acceder a ellas. La fe en la causa que defendían, la confianza en su gran capitán y el ejemplo mismo que Roma les había dado los animaban a la resistencia. Por otra parte, ¿no iba la paz a poner a sus adversarios al frente del gobierno y a condenarlos a ellos a una perdición cierta? Estaban seguros de tener mayoría en el pueblo. Convinieron en dejar que la oposición negociase la paz, mientras que durante este tiempo preparaban el último y decisivo esfuerzo. Ordenaron a Magón y a Aníbal regresar sin tardanza. Magón, que hacía tres años que luchaba en el norte de Italia y había logrado resucitar aquí la coalición contra Roma, acababa de dar una batalla en el país de los insubrios a dos ejércitos romanos, muy superiores al suyo. Y a pesar de esto, había dispersado la caballería enemiga y acosado muy de cerca la infantería. El hábil general ya contaba con la victoria cuando una división romana se lanzó con gran arrojo sobre los elefantes, precisamente en el momento en que él caía gravemente herido, y cambió la fortuna de la guerra. El ejército fenicio retrocedió hacia la costa, y al recibir orden de volver a África, se embarcó inmediatamente. Magón murió durante la travesía. En cuanto a Aníbal, se hubiera adelantado al llamamiento si las negociaciones pendientes con Filipo no le hubiesen hecho creer que podía aún servir mejor a su patria en los campos de Italia que en África. El mensajero lo encontró en Crotona, donde se hallaba desde hacía algún tiempo, y lo obedeció inmediatamente. Hizo matar a todos sus caballos y a todos los soldados italianos que se negaron a seguirlo, y se embarcó en los transportes que tenía dispuestos en el puerto. El pueblo romano respiró al fin. Volvía la espalda a la tierra de Italia ese poderoso «león de Libia» que nadie había podido hacer huir. En esta ocasión, el Senado y los ciudadanos acordaron poner una corona de yerba (corona graminea) al general más viejo de los romanos que habían sostenido honrosamente el peso de esta terrible guerra, a Quinto Fabio, que contaba ya cerca de noventa años. Recibir de todo un pueblo la recompensa que el ejército concedía ordinariamente al capitán que lo había salvado era allí el mayor de los honores a los que un ciudadano romano podía aspirar. Esta fue también la última distinción ofrecida al viejo general, que murió ese mismo año (551). Aníbal desembarcó en Leptis sin obstáculo, no por la tregua, sino gracias a la rapidez de su marcha y a su astucia. El último superviviente de los leoncillos de Amílcar, después de treinta y seis años de ausencia, volvía a pisar el suelo de su patria. La había abandonado casi niño, al comenzar su heroica carrera y sus aventuras, que en definitiva habían sido inútiles. Había partido hacia el Occidente y vuelto por Oriente describiendo el gran círculo de sus victorias alrededor del mar cartaginés. Veía verificarse el acontecimiento que tanto había luchado por prevenir, y que habría impedido si se le hubieran dado medios. En la actualidad se necesitaba de su ayuda para salvar Cartago, y puso mano a la obra sin quejarse ni acusar a nadie. Su llegada levantó el partido de los patriotas, y se calló la vergonzosa sentencia pronunciada contra Asdrúbal. Hábil como siempre, Aníbal renovó sus alianzas con los jeques númidas; la paz, ya de hecho concluida, fue rechazada por una asamblea del pueblo. En señal de ruptura, las poblaciones del litoral se apoderaron de una armada de transportes que había encallado en la costa, en tanto una galera que conducía a los enviados de Roma fue atacada y capturada. Escipión, justamente irritado, levantó inmediatamente su campamento y recorrió el rico valle del Bagradas; no daba cuartel a las ciudades ni a las aldeas, cogiendo en masa y vendiendo como esclavos a todos los habitantes. Ya había penetrado en el interior y tomado posiciones cerca de Naraggara (al oeste de Sicca, hoy El Kaf, cerca de Ras o Djaber), donde lo alcanzó Aníbal, que venía de Hadrumete. Ambos generales celebraron una entrevista en la que el cartaginés procuró obtener del romano condiciones de paz más favorables. Pero este había llegado ya al último extremo de las concesiones. Después de la violenta ruptura de la tregua, le estaba prohibida toda condescendencia.
BATALLA DE ZAMA
Al dar este paso, Aníbal se proponía mostrar a su pueblo que el partido patriota no era absolutamente hostil a la paz. La conferencia no tuvo ningún resultado, y se dio la batalla en Zama (en las inmediaciones de Sicca, según se cree).[13] Aníbal había colocado su infantería en tres filas: en la primera estaban los mercenarios cartagineses; en la segunda, las milicias africanas y fenicias; en la tercera combatían los veteranos del ejército de Italia. Había colocado en la vanguardia ochenta elefantes, y la caballería ocupaba las alas. Escipión dividió también su ejército en tres divisiones, según la costumbre romana, y combinó sus líneas de modo que los elefantes pudiesen pasar por el medio sin romperlas. Un éxito completo coronó sus previsiones: al marchar de lado, los elefantes introdujeron el desorden en la caballería cartaginesa. Cuando la de los romanos, muy superior en número merced a los escuadrones de Masinisa, llegó a atacar las alas, prácticamente no halló resistencia, y se lanzó en persecución de la cartaginesa. En el centro la acción fue más empeñada, y permaneció por mucho tiempo indecisa entre las dos primeras líneas de la infantería de los dos ejércitos enemigos. Después de una sangrienta lucha, ambas se retiraron a buscar un apoyo en las segundas filas. Los romanos lo hallaron fácilmente. Pero las milicias de Cartago se mostraron poco seguras y tímidas; y los mercenarios, creyéndose vendidos, vinieron a las manos con los mismos cartagineses. Aníbal se apresuró a mandar sobre las alas lo que le quedaba de las dos divisiones, y desplegó frente al enemigo sus reservas del ejército de Italia. Escipión lanzó el resto de su primera línea de combate sobre el centro del enemigo, y mandó las otras dos divisiones a derecha e izquierda. La batalla se empeñó de nuevo en toda la línea, y por ambas partes se hizo una horrible carnicería. A pesar de la superioridad numérica de los romanos, los veteranos de Aníbal no cedían un palmo de terreno. Pero de repente se vieron envueltos por la caballería de Escipión y de Masinisa, que volvían de perseguir a la caballería cartaginesa. La lucha terminó con el completo aniquilamiento del ejército fenicio. Vencedores en Zama, los vencidos vengaban la antigua afrenta de Canas. Aníbal había podido refugiarse en Adrumeta con algunas de sus tropas.
LA PAZ
Después de tal desastre hubiera sido una locura de parte de los cartagineses intentar de nuevo los azares de la guerra. Nada impedía al general romano comenzar inmediatamente el sitio de Cartago. Los caminos que conducían a ella se hallaban abiertos, y no se la había aprovisionado. De no ocurrir sucesos imprevistos, estaba en la mano de Escipión hacerla sufrir la suerte que Aníbal había premeditado contra Roma. Pero Escipión se detuvo, y accedió a la paz (año 553), aunque en más duras condiciones. Además de las renuncias exigidas en los anteriores preliminares en favor de Roma y de Masinisa, Cartago se sometió a una contribución de guerra anual de doscientos talentos, por espacio de medio siglo. Se comprometió además a no entrar nunca en lucha contra Roma ni sus aliados; a no llevar sus armas fuera de África, y, aun aquí, a no hacer jamás la guerra sin el permiso de la República. De hecho, descendía al rango de tributaria y perdía su importancia política. Añadiremos, por último, que en ciertos casos determinados estaba obligada a enviar a la escuadra romana un contingente de buques.
Se ha censurado mucho a Escipión. Se dice que por finalizar él solo la guerra más grande que Roma había sostenido, y por no transmitir la gloria de su terminación a su sucesor en el mando supremo, hizo al enemigo favorables concesiones. Si el móvil atribuido fuese cierto, la acusación sería fundada; pero en cuanto a las condiciones de la paz, no justifican dicha acusación. En primer lugar, el estado de cosas en Roma no era tal que, al día siguiente de la batalla de Zama, el favorito del pueblo hubiese de temer seriamente que le retirasen sus poderes. Aun antes de la victoria, una moción presentada con este objeto por el Senado ante la asamblea del pueblo fue rechazada casi unánimemente. Además, ¿no era el tratado todo lo que podía ser? A contar desde el día en que tuvo las manos ligadas, y a su lado un poderoso vecino, Cartago no intentó ni una sola vez aparecer nuevamente como la rival de Roma, o sustraerse al menos a la supremacía de su rival de otros tiempos. Todo el que tenía ojos para ver comprendía que esta segunda guerra la había emprendido Aníbal por su cuenta, más que la República fenicia. Pero para aquellos italianos arrastrados por un sentimiento de venganza no era bastante haber entregado a las llamas quinientas galeras; querían también que la ciudad tan aborrecida fuese reducida a cenizas. El encono y la cólera del pueblo no habían quedado aún satisfechos. Roma no se consideraba completamente victoriosa hasta que no hubiese aniquilado a su adversario, y no se le perdonó al general que dejara con vida a un enemigo culpable de haber hecho temblar a los romanos. Escipión, sin embargo, juzgaba de otro modo; y nosotros no hallamos derecho ni motivo para sospechar de su determinación. No obedecía al impulso de pasiones mezquinas y comunes; siguió simplemente los nobles y generosos impulsos de su carácter. No, no temió ni su relevo, ni las mudanzas de la fortuna, ni la explosión de una guerra próxima con el rey de Macedonia. Seguro de su posición y de su destino, hasta entonces afortunado en todas sus empresas, tuvo sus razones legítimas al no ejecutar la sentencia capital, cuyo instrumento será cincuenta años después su nieto adoptivo, y que quizás hubiera podido él consumar entonces. En mi sentir, lo probable es que los dos grandes capitanes que estaban al frente de los destinos de sus respectivos pueblos, ofreciendo y aceptando la paz, hayan querido contener en sus justos y prudentes límites el furor vengativo de los vencedores, uno, y la tenacidad torpe y perniciosa de los vencidos, el otro. La magnanimidad de sentimientos y la elevación del pensamiento político rayaban a igual altura en Aníbal y en Escipión. El primero, resignándose estoicamente a la inevitable necesidad; y el segundo, no queriendo el abuso inútil ni el odioso exceso de la victoria. ¿No se preguntaría quizás este libre y generoso pensador en qué podía ser útil a Roma destruir también esta antigua capital del comercio y de la agricultura, una vez que ya había derrumbado su poder político? ¿No era atentar contra la civilización destruir brutalmente una de sus columnas? Aún no habían llegado los tiempos en que los hombres de Estado de Roma se convertirán en verdugos de las naciones vecinas, y creerán lavar la ignominia romana derramando en sus horas de ocio una lágrima sobre sus víctimas.
RESULTADOS DE LA GUERRA
Tal fue el fin de la segunda guerra púnica, o de la guerra de Aníbal, como la llamaron los romanos. Durante diecisiete años sembró el espanto en el continente y en las islas, desde las columnas de Hércules hasta el Helesponto. Antes de esto, Roma no había pensado más que en la conquista y en la dominación de la tierra firme de Italia dentro de sus fronteras naturales, incluso las islas y los mares inmediatos. Las condiciones de la paz impuestas al África hacen ver claramente que, al terminar la guerra, todavía no albergaba el pensamiento de extender su dominación a todos los Estados mediterráneos, o de fundar en provecho suyo la monarquía universal. Solo aspiraba a poner a su peligrosa rival en un estado tal que no la pudiese perjudicar nuevamente, y en dar a Italia vecinos más pacíficos. Pero los resultados fueron mucho más allá: la conquista de España particularmente estaba poco de acuerdo con dichas miras. Los efectos excedían con mucho las primeras previsiones, y puede decirse que Roma conquistó la península pirenaica solo por la fortuna de los combates. Roma se apoderó de Italia con un designio premeditado, pero se le vinieron a las manos el cetro del Mediterráneo y el dominio de los países circundantes sin haber quizá pensado en ello.
RESULTADOS FUERA DE ITALIA
RESULTADOS EN ITALIA
Las consecuencias inmediatas de la guerra púnica fuera de Italia fueron: la transformación de España en una doble provincia romana, aunque en perpetuo estado de insurrección; la reunión del reino siliciano de Siracusa con el resto de la isla, que ya pertenecía a la República; la sustitución del patronato de Cartago sobre los jefes númidas más importantes por parte de Roma, y la caída de Cartago del rango de metrópoli comercial al de una simple ciudad de comercio. En una palabra, la incontestable supremacía de Roma en todos los países del Mediterráneo occidental. A los sistemas de Estados de Oriente y de Occidente, que durante la primera guerra no habían hecho más que aproximarse, los vemos ahora atacarse decididamente. Y, en efecto, Roma no tardará en mezclarse en los conflictos de las monarquías de los sucesores de Alejandro. En Italia, para los galos de la región cisalpina el fin de la guerra púnica era una amenaza de seguro aniquilamiento, suponiendo que no se hubiese ya fijado anteriormente su suerte. La consumación de su ruina en adelante no es más que cuestión de tiempo. En el interior de la confederación itálica, la victoria de Cartago acabó de poner a la nación latina en el primer rango. A pesar de algunas vacilaciones locales, se mantuvo fiel y compacta ante el peligro común. Al mismo tiempo se aumentó la sujeción de los itálicos no latinos o solamente latinizados, sobre todo la de los etruscos y sabelios de la baja Italia. Pero el castigo más pesado, o mejor dicho, la más despiadada venganza de Roma recayó principalmente sobre los aliados más poderosos de Aníbal, el pueblo de Capua y el de los brucios. La constitución de Capua fue destruida, y de esta forma la segunda ciudad de Italia se vio reducida a ser solo la más grande de las aldeas. Hasta se trató de derribar y arrasar sus murallas. A excepción de algunos campos pertenecientes a extranjeros o a campanios amigos de Roma, el Senado decretó que todos sus terrenos fuesen declarados de dominio público, y en adelante se los dividió en parcelas pertenecientes a pequeños propietarios. Del mismo modo fueron tratados los picentinos, sobre el Silaro. Su principal ciudad fue destruida, y sus habitantes fueron distribuidos en las aldeas inmediatas.
Más rigurosa aún fue la suerte de los brucios. Roma los redujo a una especie de esclavitud y les prohibió el derecho de llevar las armas. Los demás aliados de Aníbal expiaron también su defección. Esto sucedió con las ciudades griegas, a excepción de las pocas que se habían mantenido fieles a los romanos, como las de Campania y Rhegium. Por último, los habitantes de Arpi y de otro gran número de ciudades lucanias, apulias y samnitas perdieron gran parte de su territorio, y nuevas colonias fueron a establecerse en el terreno confiscado. En el año 560 (194 a.C.), particularmente, una multitud de ciudadanos fue a colonizar las costas de la baja Italia: Pontum (cerca de Manfredonia), Crotona, Salerno, erigida al sur del país de los picentinos con la misión de contenerlos, y sobre todo Puteoli (Puzzoli), que no tardó en convertirse en sitio de recreo para las clases altas, y en centro del comercio de lujo con Asia y Egipto. En este mismo año (560), Thurium se convirtió en fortaleza latina y tomó el nombre de Copia; así también la rica ciudad brucia de Vivo se denominó en adelante Valentia. Los veteranos del ejército victorioso de África fueron diseminados en diversos dominios del Samnium y de la Apulia. El resto se transformó en dominio público. Las magníficas huertas y jardines de los antiguos habitantes de estas campiñas se convirtieron en prados comunales de los ricos ciudadanos de la metrópoli romana. Por lo demás, en todos los demás puntos y ciudades de la península se persiguió de muerte a todos los que se habían destacado por sus tendencias antirromanas. Estuvieron a la orden del día los procesos políticos y las confiscaciones. En todas partes pudieron reconocer los confederados no latinos lo vano de su título de aliados: no fueron ni más ni menos que súbditos de Roma. Una vez vencido Aníbal, esta subyugó por segunda vez todo el país, y los pueblos simplemente itálicos tuvieron que sufrir las consecuencias de la cólera y de la arrogancia del vencedor. Los acontecimientos del día dejaron su sello hasta en el teatro cómico contemporáneo, por más que fuese incoloro y hubiese una censura rigurosa. Las humilladas ciudades de Capua y Atella fueron oficialmente entregadas a la desenfrenada burla de los poetas bufones de Roma. Atella hasta dio su nombre a este género, y veremos que los otros cómicos refieren, en son de chanzoneta, que en la morada pestilente donde perecen los más robustos esclavos, aun los procedentes de Siria, los afeminados campanios han aprendido al fin a vencer el clima. Tristes burlas de un bárbaro vencedor, y que hacen llegar hasta nosotros los gritos de desesperación de todo un pueblo escarnecido y pisoteado.[14] Así pues, cuando estalló la guerra de Macedonia, el Senado vigiló a Italia con gran cuidado, y envió refuerzos a las principales colonias, a Venosa, a Narnia, a Cosa y a Cales.
La guerra y el hambre habían diezmado la población de Italia. En la misma Roma disminuyó en una cuarta parte el número de ciudadanos; y, si se agrega la cifra de los italianos muertos por los soldados de Aníbal, no se exagerará elevándola a trescientos mil hombres. Estas sangrientas pérdidas recaían sobre el cuerpo de los ciudadanos llamados a formar el núcleo principal y más sólido de los ejércitos. Las filas del Senado se habían clareado de una manera increíble: después de la batalla de Canas fue necesario completarlo, pues solo había ocupados ciento veintitrés asientos. Costó gran trabajo elevarlo a su número normal, aun apelando a una promoción extraordinaria de ciento setenta y siete senadores. La guerra había estado devastando alternativamente todos los puntos de Italia a lo largo de dieciséis años, y en el exterior también se la había estado sosteniendo en todas direcciones. ¿Pueden ponerse en duda los sufrimientos que experimentaron, dado el estado económico de los pueblos? La tradición atestigua el hecho general sin precisar los detalles. Es verdad que se enriquecieron las cajas del Tesoro gracias a las confiscaciones, y que el territorio campanio se convirtió en una fuente inagotable de riqueza pública. Pero ¿qué importan los acrecentamientos del dominio común cuando son la ruina de las poblaciones, y traen consigo tanta miseria como bien habían hecho las distribuciones de los terrenos públicos en otro tiempo? Una infinidad de ciudades florecientes (por lo menos cuatrocientos) quedaron destruidas y desiertas. Los capitales reunidos a costa de tantas fatigas habían sido disipados, y los hombres andaban desmoralizados en los campamentos. En una palabra, todas las sanas tradiciones de las costumbres se habían perdido, tanto en las ciudades como en las campiñas.
He aquí el cuadro que se presenta ante nuestros ojos, desde Roma hasta la aldea más insignificante. Los esclavos y la gente arruinada se reunían en cuadrillas para el robo y el pillaje. ¿Se quiere una prueba de estos peligrosos excesos? Solo en el año 569 (185 a.C.), y nada más que en la Apulia, cayeron en poder de la justicia siete mil ladrones. Los inmensos baldíos abandonados a pastores esclavos semisalvajes favorecían en gran manera estas irremediables devastaciones. Pero además, el porvenir de la agricultura italiana se vio amenazado por un ejemplo funesto, que se produjo por primera vez en Italia durante esta guerra: el pueblo romano supo que, en lugar de sembrar y coger con sus manos sus propios cereales, en adelante podía ir a sacarlos de los graneros de Sicilia y de Egipto.
Como quiera que fuese, todo soldado romano a quien los dioses le habían concedido sobrevivir a estas guerras podía mostrarse orgulloso del pasado, y mirar con confianza el porvenir. Si se habían cometido faltas, también se habían soportado con valor los males; y ya que la juventud en masa había tenido empuñadas las armas por espacio de diez años, el pueblo romano tenía derecho a que se le perdonasen muchas cosas. La antigüedad no conoció jamás la práctica de esas relaciones pacíficas y amistosas de nación a nación, que median hasta en las quejas recíprocas, y que parecen ser en nuestros días el fin principal del progreso civilizador. En ese tiempo, nada de términos medios: era necesario ser el martillo o el yunque. En la lucha entre los pueblos vencedores, los romanos consiguieron la victoria. ¿Sabrán sacar partido de ella? Unir más fuertemente a los latinos a la República; latinizar poco a poco toda la Italia; gobernar sobre los pueblos conquistados utilizándolos como súbditos, y no esclavizándolos ni agobiándolos; reformar sus instituciones; fortificar y aumentar las clases medias debilitadas… Tales eran las temibles cuestiones que Roma podía y debía enfrentar. ¿Sabrá resolverlas? De ser así, puede contar con una era de prosperidad. Si la ayudan las más felices circunstancias se fundará el bienestar de todos en el esfuerzo de cada uno; la supremacía de la República se extenderá sin oposición sobre todo el universo civilizado, y todos los ciudadanos tendrán la noble conciencia del vasto sistema político del que serán partes integrantes. Verán delante de sí un fin digno ofrecido a todos los hombres firmes y una larga carrera abierta a todos los talentos. Pero ¡cuán diferente será el porvenir si Roma no responde a lo que está llamada! No importa. En este momento la voz de la tristeza y de los cuidados permanecía en silencio. De todas partes volvían a sus casas los soldados victoriosos: las festividades en acción de gracias, los juegos públicos, o las generosidades hacia el ejército y el pueblo era lo que estaba entonces a la orden del día. Los cautivos liberados volvían de la Galia, del África y de la Grecia, y el joven general, llevando la pompa de su triunfo por las calles ricamente adornadas de Roma, fue al Capitolio a depositar las palmas de la victoria en el templo del dios, «su íntimo confidente y su auxiliar poderoso en el consejo y en los hechos» decían por lo bajo los más crédulos.