IV
AMÍLCAR Y ANÍBAL
SITUACIÓN DE CARTAGO Y ROMA
DESPUÉS DE LA PRIMERA GUERRA
El tratado del año 513 (241 a.C.) había vendido cara la paz a Cartago. No era suficiente que los tributos de casi toda Sicilia dejaran de pasar a las cajas cartaginesas, y en adelante fuesen a llenar las arcas del Tesoro de su rival. Aún había sido más doloroso tener que abandonar su esperanza y sus proyectos de monopolizar el comercio de los mares del este y del oeste, en el momento mismo en que había estado casi tocando su objeto. Además, había caído por tierra todo el sistema de su política comercial. La región sudoeste del Mediterráneo, que hacía mucho tiempo tenía como confiscada, se había convertido en un mar abierto a todas las naciones después de haber perdido la Sicilia; y el comercio de la Italia, emancipado del cartaginés, iba a comenzar a florecer. A pesar de todo, estos tranquilos y pacientes sidonios hubieran quizá sabido resignarse. ¡Lo habían hecho ya tantas veces! Se habían visto obligados a dividir con los masaliotas, los etruscos y los griegos de Sicilia lo que constituía desde tiempo atrás su dominio exclusivo. ¿No era bastante rico para asegurarles el poder y los goces de la vida el imperio que aún les quedaba en África, España y los puertos del Atlántico? Pero ¿quién les garantizaba, sin embargo, sus ya mermadas posesiones? Era forzosamente necesario haber perdido por completo la memoria para no acordarse de la empresa de Régulo. ¡Cuán poco faltó para que su éxito fuese completo! Si los romanos ahora intentasen, partiendo de Lilibea, lo que tan felizmente habían antes ensayado partiendo de Italia, Cartago sucumbiría indudablemente, a no ser que el enemigo volviese a cometer sus antiguas faltas, o hubiera un cambio imprevisto de fortuna. Es verdad que hoy estaban en paz; pero había faltado poco para que Roma se negase a ratificar el tratado al que la opinión pública se había mostrado decididamente contraria. Podía suceder que la República no pensase aún en la conquista de África, y que le bastase la Italia. Pero ¿qué peligros no corrían, si la salvación de Cartago dependía de semejante condición? ¿Quién podía asegurar que, aun sin dejar de ser italiana, la política de los romanos no exigiría el día menos pensado no solo la sumisión, sino también la destrucción de Cartago? En suma: la paz del año 513 no era para Cartago más que una tregua. Mientras esta paz dure necesita prepararse para el inevitable rompimiento de las hostilidades. No se trata ya de vengar las recientes derrotas ni de conquistar el territorio perdido; se trata de conquistar el derecho de vivir sin que este se deba a la generosidad del enemigo nacional.
EL PARTIDO DE LA GUERRA Y EL DE LA PAZ
En todo estado más débil que está ante una guerra de evidente aniquilamiento, pero cuya hora indecisa aún no ha sonado, es un deber de los hombres prudentes, firmes y desinteresados estar dispuestos para la lucha inevitable, emprenderla en el momento más favorable, y fortificar los cálculos de una política de defensa con una ofensiva estratégica. Sin embargo, los cohíbe por todas partes la perezosa y cobarde multitud de los que adoran el becerro de oro, de los ancianos, los debilitados por la edad y los hombres ligeros que, al querer vivir y morir en paz, se esfuerzan por retardar la batalla decisiva a cualquier precio. También en Cartago existían dos partidos, el de la paz y el de la guerra, afiliados ambos, como sucede siempre, a dos doctrinas hostiles: la conservadora y la reformista. El partido conservador se apoyaba en el poder ejecutivo, en el Consejo de los Ancianos y en el de los Ciento, y tenía a su cabeza a Hannon, llamado el Grande. El reformista estaba representado por los agitadores populares, particularmente por Asdrúbal y los oficiales del antiguo ejército de Sicilia. Este ejército había sido muchas veces victorioso bajo las órdenes de Amílcar, y sus triunfos, aun cuando habían sido estériles, no por eso dejaban de enseñar a los patriotas cuál era el camino que debía seguirse para vencer los inmensos peligros que en la actualidad amenazaban la patria. Ya hacía mucho tiempo que ambas facciones luchaban cuando estalló la guerra libia. El partido de los magistrados había provocado la insurrección tomando todas las absurdas medidas que aniquilaban las precauciones adoptadas por los oficiales de Sicilia; después, la inhumanidad del sistema administrativo cambió la sublevación en revolución. Por último, la incapacidad militar de este partido, sobre todo la de Hannon, su jefe, y el azote del ejército, había conducido al Estado al borde del abismo. Solo entonces, y bajo la presión de las más terribles circunstancias, se apeló a Amílcar Barca, al héroe de Eirctes, y se le encargó que salvase a los gobernantes de lo efectos de sus faltas y sus crímenes. Tomó las riendas del poder y, en su magnanimidad patriótica, no dimitió ni aun cuando le dieron a Hannon por colega. Las tropas indignadas lo rechazaron, pero Amílcar accedió a las súplicas de los magistrados y le cedió la mitad del mando. Con todo, a pesar de los enemigos de Cartago y de su colega, y gracias a su autoridad sobre los soldados sublevados, a sus hábiles negociaciones con los jeques númidas y a su incomparable genio de organizador y de general, apaciguó momentáneamente la más formidable de las sublevaciones y redujo el África a la obediencia a fines del año 517. Pero, si el patriota estuvo callado durante la guerra, cuando esta terminó levantó su voz. Estas grandes experiencias habían hecho patentes los incorregibles vicios y la corrupción de la oligarquía gobernante, su incapacidad, su espíritu intrigante y su cobarde condescendencia con Roma. Por otra parte, el haberse apoderado de Cerdeña y la actitud amenazadora de la República eran indicios muy claros como para dudar de sus intenciones. Roma tenía suspendida sobre la cabeza de Cartago la declaración de guerra, como la espada de Damocles; y en la situación presente, en cuanto se viniese a las manos, la lucha solo podía terminar con la completa destrucción del Imperio fenicio en la Libia. Desesperando por la salvación de la patria, algunos cartagineses aconsejaron emigrar a las islas del Atlántico. Pero los nobles corazones no quieren la salvación solo para ellos después de la ruina del país; sin embargo, es un privilegio de las almas generosas que en ellas produzca nuevo ardor lo que agobia y anonada el valor de los hombres vulgares. Esperando, se sufrían las condiciones que Roma había dictado. En esta situación lo único que podía hacerse era salir lo menos mal posible, ir uniendo los agravios recientes con los pasados y acumular el odio, ese tesoro supremo de las naciones víctimas del más fuerte. Al mismo tiempo surgieron reformas políticas importantes.[1] Era imposible traer al buen camino la facción del gobierno que, durante la última guerra, no había olvidado sus enemistades ni aprendido a ser prudente, hasta el punto de intentar que se procesase a Amílcar, a quien acusaron de haber suscitado la guerra de los mercenarios cuando prometió la paga a sus soldados sin estar autorizado por la República. Si los oficiales y los agitadores populares hubiesen querido destruir los podridos pilotes de aquel desdichado gobierno, no habría sido ciertamente en Cartago donde hubiese encontrado grandes obstáculos. Los verdaderos peligros habrían procedido de Roma, con quien la facción gobernante mantenía relaciones quizá no ajenas a la traición. Por lo tanto, en medio de todas las dificultades de la situación, era absolutamente necesario crearse medios y abrirse un camino de salvación sin despertar las sospechas de Roma ni las de sus partidarios de Cartago.
AMÍLCAR GENERAL EN JEFE
No se tocó, pues, la constitución. Los jefes del gobierno continuaron en pleno goce de sus privilegios, dueños como antes de los bienes comunales, y se limitaron a proponer y votar una moción que afectaba a los dos generales en jefe del ejército, en la época en que había terminado la guerra libia. Uno de ellos, Hannon, fue destituido, y el otro, Amílcar, fue nombrado para el mando supremo en toda el África y por un tiempo indeterminado, con lo que se proclamó además su independencia del poder ejecutivo. Según sus enemigos, esto era conferirle el poder monárquico, de un modo contrario a la constitución; según Catón, ejercía una verdadera dictadura. Solo el pueblo podía llamarlo y obligarlo a dar cuenta de su conducta.[2] Los magistrados metropolitanos tampoco tenían nada que ver en el nombramiento de su sucesor. Este pertenecía al ejército, o mejor dicho, a los cartagineses afiliados al ejército en calidad de oficiales o de gerusiastas, y cuyos nombres figuraban también en los tratados al lado del de su general. La confirmación de su elección, naturalmente, estaba reservada al pueblo. Fuese o no una usurpación, semejante reforma muestra bien a las claras que el partido de la guerra había hecho del ejército una cosa suya. En la forma, la misión confiada a Amílcar era modesta. En la frontera no cesaban las escaramuzas con las tribus númidas y Cartago acababa de ocupar en el interior la «ciudad de las cien puertas», Tebeste (Tebessa). El nuevo general en jefe de África tenía que proveer a esta guerra que parecía demasiado insignificante, para que los gobernantes, que conservaban sus atribuciones ordinarias en el interior, elevasen su voz contra las decisiones del pueblo. En cuanto a los romanos, indudablemente no comprendieron la trascendencia de la empresa.
PLAN DE GUERRA DE AMÍLCAR
EL EJÉRCITO. LOS CIUDADANOS EN CARTAGO
El ejército tenía por fin a su cabeza al hombre que había mostrado en las guerras de Sicilia y de Libia que era el único a quien el destino llamaba para salvar su patria. Jamás tan gran héroe había librado un combate tan grande contra la fortuna. El ejército era el instrumento de salvación; pero ¿dónde hallar este ejército? En las manos de Amílcar. Las milicias cartaginesas no se habían portado mal durante la guerra líbica; pero sabía muy bien que una cosa es guiar una vez al combate a mercaderes o industriales amenazados por un peligro supremo, y otra distinta, hacer de ellos buenos soldados. La facción patriota le suministraba excelentes oficiales; pero estos eran el único contingente que podía darle la clase alta, con lo cual carecía de milicia ciudadana, si se exceptúan algunos escuadrones de caballería. En consecuencia, le resultaba necesario crearse un ejército con los reclutamientos forzosos de las ciudades libias y con los mercenarios. La empresa era difícil, y solo podía realizarla a condición de pagar puntualmente un sueldo abundante a sus tropas. Ya había experimentado en Sicilia que las rentas del Estado se dedicaban en Cartago a cubrir otros gastos considerados más urgentes que los de pagar a las tropas que estaban combatiendo contra el enemigo. Sabía también que la guerra debía suministrar los gastos de la guerra, y que convenía hacer en grande la experiencia hecha antes en pequeña escala en el monte de Eircte (monte Pelegrino). Aún había más: Amílcar era jefe de partido a la vez que gran capitán. Teniendo que hacer frente a adversarios irreconciliables y tenaces, que siempre estaban al acecho de una ocasión para destruirlo, comprendió que debía crearse un punto de apoyo entre los simples ciudadanos. Pero, por puros y nobles que fuesen los jefes, la masa del pueblo estaba gangrenada y vivía en una corrupción completa y sistemática, sin querer comprometer nada por nadie. El aguijón de la necesidad y las excitaciones del momento habían podido moverla algunas veces, como sucede hasta en las sociedades más venales. Pero, para la ejecución de un plan que necesitaba por lo menos muchos años de grandes preparativos, quería asegurarse la benevolencia constante de los ciudadanos de Cartago. Para eso necesitaba enviarles grandes remesas de dinero, con lo cual daría a sus amigos el medio para que le conservaran el favor del pueblo. Mendigar o comprar a la indiferente y codiciosa multitud el permiso de salvarla; arrancar a fuerza de humildad y de fingida modestia a esos orgullosos, aborrecidos del pueblo, a los hombres constantemente vencidos por él, la tregua que le era absolutamente necesaria, y, por último, ocultar a la vez sus planes y su desprecio a aquellos traidores que se llamaban señores de la ciudad: en suma, tales eran las necesidades que debía satisfacer aquel gran hombre. Rodeado de algunos amigos que eran confidentes de su pensamiento, estaba allí entre los enemigos interiores y exteriores aprovechándose de la indecisión de unos y otros, engañándolos, y en realidad haciendo frente a todos. Reunía municiones, dinero y soldados para empeñar en la lucha y conseguir un objeto difícil de alcanzar, por no decir imposible, aun suponiendo que ya hubiera formado su ejército y estuviera dispuesto a combatir. Amílcar era joven, apenas si contaba treinta años. Sin embargo, muchas veces le parecía presentir que, al cabo de tantos esfuerzos, no le sería posible alcanzar el fin, que solo vería de lejos la tierra prometida de sus sueños. Se refiere que al salir de Cartago condujo a su hijo Aníbal, de nueve años, ante el altar del más grande de los dioses de la ciudad, y allí le hizo jurar odio eterno al nombre romano. Después lo llevó consigo al ejército, así como a sus dos hijos menores, Asdrúbal y Magón, sus leoncillos, como él los llamaba. Ellos debían un día heredar sus designios, su genio y su odio.
LLEGADA DE AMÍLCAR A ESPAÑA
El nuevo general de Libia partió de Cartago en cuanto terminó la guerra de los mercenarios (en la primavera del año 518). Se creía que iba a una expedición contra los libios occidentales. Su ejército, muy fuerte por el gran número de sus elefantes, caminaba a lo largo de la costa, a la vista de la cual navegaba también la escuadra, conducida por Asdrúbal, uno de sus más fieles partidarios. De repente llegó la noticia de que había atravesado el mar por el estrecho de Hércules y arribado a España, y de que ya estaba en lucha con los indígenas, con gente que no le había hecho ningún mal, y sin que esto fuera una misión especial del poder ejecutivo, como decían en son de queja los magistrados de Cartago. En todo caso, no podían acusarlo de haber desatendido los asuntos de África. Un día que los númidas se sublevaron de nuevo, su segundo, Asdrúbal, los trajo a razón tan rudamente que dejaron la frontera en paz por mucho tiempo, y muchas tribus hasta entonces independientes se sometieron a pagar tributo.
IMPERIO DE LOS BARCA EN ESPAÑA
No podemos decir en detalle las empresas realizadas en España por Amílcar. Pero Catón el Mayor, que treinta años después de la muerte de este general vio todavía vestigios recientes sobre el terreno, no pudo menos que exclamar, a pesar de su odio al nombre cartaginés, que ningún rey merecía ser puesto en la historia al lado de Amílcar Barca. Por lo demás, solo conocemos en general los sucesos de los últimos nueve años de su vida (518-526) hasta el día en que, a la manera de Scharnhorst,[3] lo sorprendió la muerte en el campo de batalla y en el vigor de su edad, justo en el momento en que sus planes ya estaban maduros e iban a dar sus frutos. Sin embargo, sabemos los resultados obtenidos después por su yerno Asdrúbal, el heredero de sus designios y de su cargo, y que continuó sus vastos trabajos durante ocho años consecutivos (del 527 al 534). En lugar de un punto de escala comercial con derecho de protectorado sobre Gades, única posesión que antes de ellos tenía Cartago en las costas de España, y que había administrado como una dependencia de sus establecimientos, Amílcar se propuso fundar por medio de la conquista un vasto imperio que, como hemos dicho, Asdrúbal consolidó con la habilidad de un consumado hombre de Estado. Así, fueron convertidas en provincias cartaginesas las regiones más fértiles y bellas de este gran país, las costas del sur y del este; y se edificaron muchas ciudades, entre otras Cartago de España (Cartagena), con su puerto, el único bueno de la costa del sur, y el espléndido Castillo Real de Asdrúbal, su fundador. La agricultura era floreciente, y las riquísimas minas de plata, descubiertas y explotadas en las inmediaciones de la nueva Cartago, un siglo después producían todavía más de treinta y seis millones de taleros. En suma, tales eran los rasgos principales del cuadro. Casi todas las ciudades hasta el Ebro reconocían la supremacía de Cartago y le pagaban tributo. Asdrúbal tuvo suficiente habilidad para atraer a sus intereses a los jefes de las diversas tribus, ya fuera por medio de matrimonios, o de otro modo. Así, pues, Cartago había conquistado un mercado nuevo e inmenso para el comercio, y sus fábricas y las rentas de las provincias españolas, después de pagados los gastos del ejército, suministraban a la metrópoli un excedente considerable y proveían a las necesidades del porvenir. Al mismo tiempo, España ayudaba a formar un ejército, cuya escuela era esta misma nación, y hacían reclutamientos regulares en los países sometidos. Los prisioneros de guerra eran incorporados a los cuadros cartagineses, y los pueblos dependientes suministraban contingentes o mercenarios, cualquiera fuese el número que se les exigiese. A consecuencia de sus largas campañas, el soldado consideraba el campamento como una segunda patria; y, si no sentía la inspiración del verdadero patriotismo, podía sustituirlo con el amor a su bandera y con el entusiasmo por su ilustre general. Por último, los continuos y encarnizados combates con los valientes iberos y celtas, al lado de la excelente caballería númida, habían dado a la infantería una solidez notable.
EL GOBIERNO DE LOS CARTAGINESES Y LOS BARCA CARTAGO DEJA OBRAR A LOS BARCA
Como no pedían a la ciudad prestaciones ni sacrificios de ningún género, sino que, por el contrario, le enviaban constantemente el remanente de las rentas que producían sus conquistas, y como por ellos el comercio cartaginés había vuelto a hallar en España todo lo que había perdido antes en Sicilia y en Cerdeña, la guerra y el ejército españoles, notables por sus brillantes victorias e importantes resultados, obtuvieron muy pronto una gran popularidad. Hasta tal punto que, en los momentos críticos, sobre todo cuando aconteció la muerte de Amílcar, se decidió mandar numerosos refuerzos de africanos al ejército de España. El partido de la paz tuvo que callarse, o contentarse con echar la culpa de lo que ocurría a los oficiales y a la multitud, en sus conciliábulos y en sus comunicaciones con sus amigos de Roma.
EL GOBIERNO DE ROMA Y LOS BARCA
Roma no hizo ningún esfuerzo formal para detener la marcha de los asuntos de España. Su inacción se debía a muchas causas. La primera y principal era seguramente su ignorancia de los hechos. La gran península estaba muy lejos de Italia. Amílcar lo había calculado perfectamente al elegirla para teatro de sus empresas, en vez de África, como parecía natural. No se puede decir que la República diese crédito a las explicaciones dadas a sus comisionados enviados a España, que aseguraban que lo que allí se hacía se dirigía únicamente a procurar a Cartago los medios necesarios para pagar la contribución de guerra que sobre ella pesaba; era necesario estar ciego para no ver. Pero de los planes de Amílcar no se entreveían más que los resultados más próximos: las compensaciones a la pérdida de los tributos y del comercio de las islas del Mediterráneo. En cuanto a prever un nuevo ataque por parte de los cartagineses, y creer en la amenaza de una invasión en Italia, con España por punto de partida, ninguno pensaba siquiera en la posibilidad de semejante tentativa. No hay necesidad de decir que en Cartago muchos hombres de la facción de la paz veían esto claramente; pero, cualquiera fuese su pensamiento, no podían ir a revelar a Roma su secreto con el fin de evitar la tempestad que los jefes del gobierno no habían tenido fuerza para conjurar. Esto hubiera sido precipitar la catástrofe en vez de prevenirla, o quizá los romanos hubiesen acogido con desconfianza las denuncias del partido. Se aproximaba, sin embargo, el día en que los rápidos progresos y la extensión de las conquistas cartaginesas iban a despertar su atención y su inquietud. De hecho, en los últimos años que precedieron a la explosión de la guerra, procuraron poner barreras al progreso de sus rivales. Vemos que en el 528 (226 a.C.), con el pretexto de su reciente helenismo, contraen alianza con las dos ciudades griegas o semigriegas de la costa del este, con Zacinto o Saguntum (Sagunto) y con Emporión (Ampurias). Notifican sus tratados a Asdrúbal y lo intiman a que sus conquistas no pasen más allá del Ebro, cosa que él prometió. Esto no quiere decir que ya pensasen en impedir el ataque de Italia por la parte de tierra; el capitán que tal empresa intente se cuidará poco de semejante promesa. Pero, por una parte, quieren detener el poderoso vuelo de Cartago en España (cuyo poder se hacía peligroso si aumentaba); y por otra, tomando bajo su protección los pueblos libres inmediatos a los Pirineos hasta el Ebro, se aseguran un sólido punto de apoyo para el caso en que les sea necesario pelear en España. Jamás pasó por las mentes del Senado la necesidad de una segunda y próxima guerra con Cartago. En cuanto a la península, todo lo que podía suceder era verse obligados a enviar algunas legiones, mientras que los enemigos sacan de ella tesoros y soldados que en ninguna otra parte podrían hallar. Pero, dada esta situación, Roma tiene el firme designio desde un principio (como lo prueba el plan de campaña del año 536), y no podía suceder tampoco de otro modo, de llevar sus armas al África, concluir con Cartago, y así decidir al mismo tiempo la suerte de España. Agréguense a esto los beneficios de las contribuciones de guerra que percibían en los primeros años, contribuciones que una ruptura habría hecho que cesasen inmediatamente, y la muerte de Amílcar, cuyos proyectos, según pensaban amigos y adversarios, habían expirado con él. En los últimos tiempos, en fin, cuando se vio con demasiada claridad que sería una imprevisión aplazar la guerra, lo primero y más importante era desembarazarse de los galos del valle del Po. De lo contrario, estos pueblos, amenazados como estaban de una próxima destrucción, al ver a la República comprometida en otros combates más serios, no dejarían de llamar a Italia a las hordas transalpinas, y de desencadenar sobre ella los tumultos (tumultus) galos, más peligrosos que nunca en semejante ocasión. En realidad, ni la consideración al partido de la paz en Cartago, ni los tratados existentes habían inspirado a Roma todos los miramientos que había guardado hasta entonces; por lo demás, los asuntos de España le ofrecían a cada instante el pretexto de una ruptura, si quería inmediatamente la guerra. No se diga, pues, que la República observaba una conducta incomprensible. Pero aun teniendo en cuenta las circunstancias, puede censurarse con razón la política floja y la estrechez de miras del Senado. Los hombres de Estado romanos han brillado siempre por la tenacidad, la consecuencia y la sutileza de sus designios, más que por su elevación de miras y la prontitud en organizar su ejecución. Desde esta perspectiva, todos los grandes enemigos de Roma, desde Pirro hasta Mitrídates, se han mostrado muy superiores a aquellos.
ANÍBAL
El éxito más brillante había coronado los proyectos concebidos por el genio de Amílcar; había preparado el camino y los medios para la guerra: un ejército numeroso, avezado a las fatigas y acostumbrado a vencer, y una caja bien repleta. Pero de repente, cuando llegó el momento de elegir la hora del combate y el camino que debía seguirse, faltó el jefe a la empresa. El hombre que había sabido abrir el camino de la salvación de su pueblo, por la que todos sin excepción habían desesperado, desapareció apenas comenzada su carrera. ¿Por qué motivo su sucesor Asdrúbal renunció a atacar a Roma? ¿No creyó quizá que los tiempos eran propicios? ¿O es que al ser más político que general no se creyó al nivel de tal empresa? No podemos decidirlo. Como quiera que fuese, al principio del año 534 (220 a.C.) sucumbió bajo el puñal de un asesino, y los oficiales del ejército de España eligieron como sucesor a Aníbal, el hijo mayor de Amílcar. El nuevo general era aún muy joven; había nacido en el año 505 (249 a.C.) y tenía por entonces 29 años. Pero había vivido demasiado: sus recuerdos de la infancia le mostraban a su padre combatiendo en país extranjero, y victorioso sobre el monte de Eircte. Había asistido a la paz hecha con Catulo, y participado, con el invencible Amílcar, de las mortificaciones de la vuelta al África, de las angustias y peligros de la guerra libia. Aún siendo niño, había seguido a su padre en los campos de batalla, y de jovencillo ya se había distinguido en los combates. Diestro y robusto, no se le igualaba ninguno en la carrera ni en el manejo de las armas; y su arrojo rayaba casi en lo temerario. El sueño no era para él una necesidad y, como verdadero soldado, saboreaba con placer una buena comida y sufría el hambre sin pena. Aunque había vivido en medio de los campamentos, había recibido la cultura habitual de los fenicios de las altas clases. Gracias a las lecciones de su fiel Sosilon de Esparta, sabía bastante bien el griego (lengua que estaba muy generalizada) como para poder escribir en esta lengua sus despachos. Como he dicho, siendo aún adolescente había hecho sus primeros ejercicios en la carrera de las armas bajo las órdenes y a la vista de su padre, a quien vio caer a su lado durante la batalla. Después, durante el generalato de su cuñado Asdrúbal, fue jefe de la caballería. En este puesto se había distinguido entre todos por su bravura sin igual y sus talentos militares. Y he aquí que hoy la voz de sus compañeros e iguales llaman al joven y hábil general a ponerse a la cabeza del ejército. A él era a quien correspondía ejecutar los vastos designios por los que habían vivido y muerto su padre y su cuñado. Llamado a sucederlos, supo ser su digno heredero. Los contemporáneos han intentado imputar toda clase de faltas a este gran carácter: los romanos lo llaman cruel; los cartagineses, codicioso. En realidad, odiaba como saben odiar los espíritus orientales. En tanto general, necesitaba a cada momento dinero y municiones, y ya que su patria no se los suministraba, le fue necesario procurárselos como mejor pudo. En vano la cólera, la envidia y todos los sentimientos vulgares han querido manchar su historia. Su imagen se levantará siempre pura y grande ante las miradas de todas las generaciones. Si descartamos las miserables invenciones, que llevan en sí mismas su más explícita condenación, y las faltas que se le atribuyen, que es necesario referirlas a sus verdaderos autores, a sus generales Aníbal Monomaco y a Magón el Samnita, no se halla nada en los relatos de su vida que no quede perfectamente justificado por la condición y modo de ser de la sociedad en aquel tiempo, o por el derecho de gentes de su siglo. Todos los cronistas están de acuerdo en que reunía como nadie la sangre fría y el ardor, la previsión y la acción. Poseyó también en el más alto grado el espíritu de invención y de astucia, que es uno de los caracteres distintivos del genio fenicio. Le gustaba ir por caminos imprevistos y propios solo para él; y, fecundo en recursos disimulados y estratagemas, estudiaba con inaudito cuidado las costumbres del enemigo que tenía que combatir. Su ejército de espías (los tenía hasta en la misma Roma) lo ponía al corriente de los proyectos del enemigo. Muchas veces se lo vio completamente disfrazado, explorándolo todo. Su genio estratégico se halla escrito en todas las páginas de la historia de este siglo. Además fue un hombre de Estado de primer orden. Después de la paz con Roma, lo veremos reformar la constitución de Cartago y, proscrito y errante por el extranjero, ejercer una poderosísima influencia en la política de todos los Estados orientales. Por último, se muestra el ascendiente que tenía sobre los hombres por la increíble y constante sumisión de aquel ejército compuesto por hombres de razas tan diversas y lenguas tan distintas, que no se sublevó contra él ni una sola vez, ni siquiera en los tiempos más desastrosos. Fue, en suma, un gran hombre en el verdadero sentido de la palabra, y atrajo hacia sí, de un modo irresistible, todas las miradas.
RUPTURA ENTRE ROMA Y CARTAGO
Apenas fue elegido para el mando en jefe, quiso romper de nuevo las hostilidades (en la primavera del año 534). Lo movían a ello serios motivos. Los galos estaban aún en fermentación, y la Macedonia parecía dispuesta a atacar a Roma. Si él salía inmediatamente a campaña, podía elegir su terreno antes de que los romanos tuviesen tiempo de comenzar la guerra con un desembarco en África, empresa fácil y cómoda a sus ojos. Su ejército estaba completo y sus cajas llenas. Sin embargo, Cartago no estaba dispuesta, ni mucho menos, a hacer una declaración de guerra, y era más difícil dar un sucesor político a Asdrúbal, jefe del pueblo, dentro de sus muros, que reemplazarlo como general en España. La facción de la paz se había apoderado del mando, y procesaba entonces a todos los hombres del partido contrario. Esta facción, que había mutilado y hecho infecundas las empresas de Amílcar, ¿iba a ser más favorable a un joven desconocido, que mandaba desde la víspera al otro lado del estrecho, y cuyo temerario patriotismo iba a desencadenarse a expensas del Estado? Aníbal tuvo que desistir; tampoco quiso declarar la guerra por su cuenta, y ponerse en abierta rebelión contra las legítimas autoridades de la República africana. Se resolvió entonces excitar a los saguntinos para que cometieran actos de hostilidad; pero aquellos se contentaron con quejarse a Roma, que despachó embajadores para que fuesen sobre el terreno. A fuerza de desdenes Aníbal quiso obligar a estos embajadores a declarar la ruptura. Pero los comisionados veían perfectamente la situación; se callaron en España, reservaron sus recriminaciones para la misma Cartago, y dijeron en Roma que Aníbal estaba armado y dispuesto, y que se aproximaba la lucha. El tiempo pasaba entretanto. Pronto corrió la nueva de la muerte de Antígono Doson, ocurrida de repente y casi a la misma hora que la de Asdrúbal. En la región cisalpina los romanos redoblaban su actividad en la edificación de fortalezas, y desde los primeros días de la primavera la República se propuso concluir de una vez con las sublevaciones de los ilirios. Cada día que pasaba era una pérdida irreparable. Aníbal tomó su partido. Hizo saber a Cartago que como los saguntinos estaban acosando de cerca a los turboletas, súbditos cartagineses, iba a sitiar Sagunto; y sin esperar respuesta atacó la ciudad aliada de los romanos en la primavera del año 535. Esto equivalía a comenzar la guerra contra la República. La nueva llegó a Cartago como un rayo. Sobre la impresión que produjo y las deliberaciones que siguieron, podemos formarnos una idea recordando el efecto producido en Alemania entre cierta gente por la capitulación del general York en 1813.[4] Todos los «hombres de importancia», dicen los historiadores, desaprobaron este acto no autorizado por el gobierno. Era necesario destituir a aquellos temerarios oficiales del ejército y entregarlos a los romanos. Pero ya fuese que en el Senado de Cartago se temiese al ejército y a las masas más que a Roma, o que comprendiesen la imposibilidad de volverse atrás, o, en fin, que la inercia de los espíritus pudiese más que la necesidad de una decisión, se tomó el partido de no tomar ninguno, y sin mezclarse en los asuntos de la guerra se dejó obrar a Aníbal. Sagunto se defendió de la manera en que solo saben hacerlo las ciudades españolas. Si los romanos hubiesen mostrado una centésima parte de la energía de sus clientes, si durante los ocho meses del sitio no hubiesen perdido el tiempo en insignificantes combates con los piratas ilirios, dueños como eran del mar y de los puntos de desembarco, se habrían evitado la vergüenza de esa protección tan decantada y prometida como irrisoria. Aun más, quizás habrían encauzado los sucesos militares por un camino diferente. Pero tardaron, y Sagunto fue tomada por asalto. A la vista de los inmensos tesoros enviados por Aníbal a Cartago, se despertaron el patriotismo y el entusiasmo bélico aun entre los más refractarios. Una vez distribuido el botín, no era posible la reconciliación con Roma. Con todo, Roma envió embajadores a África, aun después de la destrucción de Sagunto, exigiendo la entrega del general cartaginés y de los gerusiastas que lo acompañaban. Se intentó dar excusas, pero el orador romano concretó la cuestión. Mostró los pliegues de su toga, dijo a los cartagineses que allí llevaba la paz y la guerra, y que era necesario que eligiesen. Arrastrados por un movimiento de energía, respondieron los ancianos al orgulloso romano que eligiese él mismo. El embajador optó por la guerra, y se aceptó el reto sin vacilar en la primavera del año 536 (218 a.C.).
PREPARATIVOS PARA LA INVASIÓN EN ITALIA
La tenaz resistencia de Sagunto costó a Aníbal todo un año. Terminada la campaña, volvió a Cartagena y estableció en ella, según costumbre, sus cuarteles de invierno (del 535 al 536), para preparar a la vez su próxima expedición y la defensa de España y de África. Como su padre y su cuñado, tenía el mando de ambos países, y por consiguiente tenía el deber de proteger la metrópoli. Todas sus fuerzas se componían de unos ciento veinte mil hombres de infantería, dieciséis mil caballos, cincuenta y ocho elefantes, treinta y dos galeras armadas y dieciocho no armadas, sin contar los elefantes y los buques que habían quedado en Cartago. Excepto algunos ligurios que iban en las tropas ligeras, no tenía mercenarios en su ejército. También había en él algunos escuadrones fenicios, pero el núcleo principal lo componían exclusivamente los contingentes de los súbditos libios y españoles. Para asegurarse su fidelidad Aníbal les había dado una gran prueba de confianza, les concedió licencia durante todo el invierno. En su patriotismo de elevadas miras, muy diferente de la estrechez de las de sus conciudadanos, había prometido a los libios, bajo juramento, concederles el derecho de ciudad en Cartago si entraban un día en África vencedores de Roma. No empleó todas sus tropas en la expedición a Italia. Mandó veinte mil hombres a África, de los que destinó un corto número para que fuesen a defender Cartago y su territorio propiamente dicho, mientras que la mayor parte de la división quedó acantonada en el extremo occidental del continente. Dejó en España doce mil infantes, dos mil quinientos caballos y casi la mitad de los elefantes, en tanto la escuadra quedó estacionada en la costa, cuyo mando supremo dio a su hermano más joven, Asdrúbal. Si solo envió pequeños refuerzos a la región fenicia propiamente dicha, es porque Cartago podía proveer a todo en caso de necesidad. En España, donde se hacían sin trabajo nuevos reclutamientos, aseguraba suficientemente sus espaldas y no dejaba más que un fuerte núcleo de infantería, con buena caballería y elefantes, que era lo que constituía la fuerza del ejército cartaginés. Al mismo tiempo tomó eficacísimas medidas para tener siempre fáciles comunicaciones entre España y África; como hemos dicho, dejaba la escuadra en la costa y un cuerpo de ejército numeroso en el África occidental. Para estar aún más seguro de la fidelidad de sus soldados había encerrado en la fuerte plaza de Sagunto a los rehenes de las ciudades españolas, y llevado a sus tropas a países muy lejanos de aquel en el que habían sido reclutadas. Así había procurado tener a sus inmediatas órdenes las milicias del África oriental; y había enviado las españolas al África occidental, y a Cartago a los africanos del oeste. Como se ve, había provisto a todo en lo que respecta a la defensa.
Las disposiciones dadas para tomar la ofensiva no eran menos grandiosas. Cartago debía mandar veinte galeras y mil soldados con la misión de desembarcar en la costa occidental de Italia y hacer en ella correrías. Una segunda escuadra de veinticinco buques debía amagar un ataque sobre Lilibea, y procurar recuperar esta ciudad. Pero estos no eran más que detalles modestos y accesorios de la empresa. Aníbal creyó, por consiguiente, poder encargar a Cartago su ejecución. En cuanto a él, había decidido partir para Italia con el gran ejército, poniendo en obras el plan que su padre, sin duda, había concebido con anterioridad. Así como Cartago no podía ser directamente atacada sino en Libia, así tampoco podía serlo Roma sino yendo a Italia. Roma intentaba evidentemente pasar a África, y Cartago no podía ya limitarse, como otras veces, a operaciones secundarias como la guerra de Sicilia o la defensiva en su propio territorio. Las derrotas tenían las mismas desastrosas consecuencias, pero la victoria no daba los mismos resultados. Pero ¿cómo y por dónde atacar Italia? Había caminos o rutas, tanto por mar como por tierra, que conducían a ella; pero si la empresa no había de ser una especie de aventura desesperada, si Aníbal soñaba con una expedición seria, que tuviese a la vez un fin vasto y estratégico, necesitaba una base de operaciones más próxima que lo que estaban España o África. Al ser Roma la señora de los mares, ni una escuadra, ni una fortaleza marítima eran buen punto de apoyo. Tampoco podía contar con las regiones ocupadas por la confederación italiana. En otro tiempo, a pesar de las poderosas simpatías que despertaba el nombre griego, había permanecido cerrada delante de Pirro. En consecuencia, no se podía esperar que se disolviese ante la aparición de un general cartaginés. ¿Cuánto podían tardar en destruir un ejército invasor que penetrase en la red de fortalezas romanas y en la fuerte barrera de los aliados? Los ligurios y los galos eran los únicos que ofrecían a Aníbal las ventajas que los polacos a Napoleón en sus campañas contra los rusos, por otra parte, análogas en muchos aspectos con la expedición cartaginesa. Estos pueblos conservaban frescas las heridas de la guerra en la que habían perdido su independencia. Y así, extraños a los itálicos y con su vida amenazada, y viendo que los romanos levantaban entre ellos los primeros recintos de fortificaciones y abrían aquellas grandes vías que los envolvían por todas partes, ¿no iban a considerar como salvador al ejército cartaginés, en el que combatían en masa los celtas de España? ¿No podrían ser para Aníbal un sólido punto de apoyo? ¿No le suministrarían hombres y provisiones? Ya se había puesto formalmente de acuerdo con los boios y los insubrios, quienes le habían prometido guías para su ejército, una buena acogida para sus hermanos de raza, y víveres mientras atravesaba su país. Además, debían sublevarse inmediatamente después que los cartagineses pusiesen sus pies en el suelo de Italia. Por otra parte, los sucesos que tenían lugar en el este no eran menos propicios para la invasión. Macedonia, que acababa de consolidar su dominio sobre el Peloponeso con la victoria de Selasia, estaba enemistada con Roma. Por lo demás, Demetrio de Paros, que había hecho traición a la República, se había pasado al partido de Macedonia, ya que al ser arrojado de sus Estados se había refugiado en la corte del rey de aquella nación, que negó su extradición. ¿En qué otra parte más que en las llanuras del Po podía intentarse la reunión contra el enemigo común, de los ejércitos procedentes de las orillas del Betis y de Estrimón (Kara-sou o Strouman)? Así, pues, las circunstancias designaban a la Italia del Norte como el verdadero punto de ataque. Ya en el 524 (230 a.C.), los romanos se habían encontrado en Liguria con un destacamento de soldados cartagineses; hecho que había provocado una gran admiración de su parte, a la vez que da prueba de los serios proyectos de Amílcar. Lo que no se explica tan fácilmente es por qué siguió Aníbal su ruta por tierra y no por mar. Ni la supremacía naval de los romanos, ni la alianza de estos con Marsella podían impedirle el desembarco en la costa de Génova; esto se comprende con facilidad, y los sucesos que siguieron lo dieron a entender mejor. Pero Aníbal tenía que elegir entre dos escollos, y sin duda prefirió no exponerse a los peligros de una travesía o a las vicisitudes de una guerra naval, que deja siempre menos parte a la prudencia humana. Juzgó más conveniente ir al encuentro de los boios y de los insubrios, cuyo concurso es indudable que se le había prometido formalmente. Además, en caso de desembarcar en Génova, tenía también que atravesar la montaña, y no le era dado saber que el paso de los Alpes era infinitamente más difícil que el del Apenino. Por último, la ruta que siguió fue la de las antiguas emigraciones célticas; pueblos más numerosos que su ejército habían penetrado en Italia por los Alpes. El aliado y salvador de los galos itálicos no creyó empresa temeraria seguir las huellas de estos pueblos.
PARTIDA DE ANÍBAL
A principios de la primavera, Aníbal reunió en Cartagena todas las tropas que componían el gran ejército: noventa mil hombres de infantería y doce mil caballos; las dos terceras partes eran africanos y la otra, españoles. Llevó consigo además treinta elefantes, más para imponer a los galos que como fuerza eficaz de combate. Su infantería no tenía nada de común con la de Xantipo, que se escondía detrás de la línea de estos grandes animales. No se le ocultaba que esta era un arma de dos filos, que podía llevar el desorden y ocasionar la derrota tanto a las filas del enemigo como a las propias. De esta forma, no hacía uso de los elefantes sino con mucha circunspección y en corto número. Tal era el ejército con que salió de Cartagena y marchó hacia el Ebro en la primavera del año 536 (218 a.C.). Para dar confianza incluso al simple soldado, dejaba traslucir suficientemente las medidas tomadas de antemano, y sobre todo las relaciones entabladas con los celtas y los medios de que disponía para el buen éxito de su expedición. El soldado, cuyo instinto militar se había desarrollado en el servicio de las armas, presentía por todas partes la exactitud de miras, y la mano segura y fuerte de su general. De esta forma lo seguía con una fe ciega por caminos para él desconocidos. Después, cuando con su palabra poderosa les mostraba la patria humillada, las insolentes exigencias de Roma, la inminente esclavitud de aquella Cartago que les era tan querida y la vergonzosa extradición de su general y de sus oficiales, impuesta como condición para la paz, los arrastraba consigo, ardiendo en deseos de pelear y arrebatados por el entusiasmo.
ESTADO DE COSAS EN ROMA
INDECISIÓN EN LOS PLANES. ANÍBAL PASA EL EBRO
En Roma la situación era lo que suele ser frecuentemente el seno de las aristocracias más sólidamente establecidas y más previsoras. El gobierno sabía lo que quería, y obraba en su consecuencia; pero desgraciadamente no obraba bien ni a tiempo. Hacía mucho que debía haber cerrado las puertas de los Alpes y acabado con los cisalpinos; y, sin embargo, los Alpes continuaban abiertos y los cisalpinos eran aún temibles. Se hubiera podido vivir en paz con Cartago, y en una paz durable, a condición de observar fielmente el tratado del año 513; y, si es que se quería la ruina de esta ciudad, las legiones habrían podido y debido destruirla tiempo atrás. De hecho se habían violado los tratados con la confiscación de Cerdeña, y en los veinte años de plazo que le habían dado, Cartago había podido regenerarse. Por otra parte, nada más fácil que vivir en paz y en buenas relaciones con Macedonia; pero se sacrificó su amistad por una miserable conquista. En realidad, no se había hallado en Roma a uno de esos grandes hombres de Estado que abrazan con sus miradas las situaciones y dirigen los acontecimientos. En todo se había hecho o mucho o muy poco, y sin embargo tenían ya encima la guerra. El enemigo había podido elegir libremente el tiempo y el lugar para la lucha, y los romanos, aun teniendo completa y exacta conciencia de su superioridad militar, al principiar la campaña no tenían plan, objeto ni marcha determinada. Tenían sí quinientos mil soldados. Solo su caballería no era tan buena como la del enemigo, y relativamente era menos numerosa que la de aquel. Entre ellos apenas ascendía a la décima parte del total efectivo, mientras que entre los cartagineses ascendía a la octava parte. Pero la escuadra romana contaba con doscientas veinte galeras recién llegadas del Adriático; ¿qué pueblo comprometido en una próxima guerra habrá podido contar con tales recursos, y a cuál le habrá sido tan fácil sacar un gran partido? Hacía muchos años que se había convenido que al primer acto de hostilidad las legiones desembarcarían en África. Ahora bien, en vista de los acontecimientos, hubiera debido pensarse en un desembarco en España que, combinado con el anterior, pudiese detener allí al ejército de ocupación; pues sin esta medida le era fácil trasladarse inmediatamente a los muros de Cartago. Obrar de manera acorde con este plan de campaña habría sido mandar un ejército romano a la península, ante la noticia del rompimiento de las hostilidades por parte de Aníbal y del ataque contra Sagunto en el año 535. Pero debió haberse hecho antes de la toma de la ciudad. En Roma, en cambio, permanecieron sordos tanto a los consejos de una mejor estrategia, como a las prescripciones del honor. Ocho meses se sostuvo Sagunto, pero de nada sirvió su heroísmo. Sucumbió como si Roma no tuviese dispuesto un ejército de desembarco. Sin embargo, quedaba el país ubicado entre el Ebro y los Pirineos; aún eran libres los pueblos que lo habitaban. Siendo aliados naturales de Roma, se les había prometido un auxilio inmediato lo mismo que a los saguntinos. De Italia a Cataluña los buques no tardaban más tiempo que las tropas yendo por tierra desde Cartagena. Si, después de declarada formalmente la guerra, los romanos se hubiesen puesto en camino al mismo tiempo que los cartagineses, es decir, en el mes de abril, Aníbal habría podido encontrar las legiones ya atrincheradas en la línea del Ebro. Como quiera que fuese, el grueso del ejército romano quedó reservado para la expedición al África, y el segundo cónsul, Publio Cornelio Escipión, recibió orden de ir a defender el río que servía de frontera en España. Pero lo tomó con toda calma y tranquilidad, y, ante la insurrección que ocurrió en la llanura del Po, marchó a sofocarla con sus tropas dispuestas ya a embarcarse. Finalmente, la expedición a España se verificará con otras legiones que comenzaron a formarse. Para entonces Aníbal ya había llegado al Ebro, sitio donde encontró una tenaz resistencia; pero, en las circunstancias presentes, el tiempo le era más precioso que la sangre de sus soldados. En pocos meses destruyó las fuerzas que le opusieron los indígenas, y, con su ejército mermado ya en una cuarta parte, llegó a los Pirineos. La inercia culpable de los romanos fue por segunda vez la causa de la pérdida de su aliados españoles. El desastre era tan fácil de prever como de evitar la lentitud de los romanos. Además, si se hubiera efectuado a tiempo el desembarco de las legiones, probablemente se habría impedido la invasión en Italia, que parece no haber sido prevista hasta la primavera del año 536. En cuanto a Aníbal, aun cuando iba a arrojarse sobre el territorio del enemigo, no por esto obraba en manera alguna a la desesperada, ni abandonaba «su reino español». El tiempo empleado en el sitio de Sagunto y en la sumisión de Cataluña, el considerable ejército que dejó en el país conquistado al norte del Ebro, y todas las demás precauciones tomadas demuestran que, si las legiones hubieran venido a disputarle la posesión de España, no se habría contentado con sustraerse a sus ataques. De cualquier forma, aunque los romanos no hubiesen hecho más que retardar su partida de España por algunas semanas, habrían adquirido una gran ventaja. El invierno hubiera cerrado el paso de los Alpes antes de la llegada de los cartagineses, y el cuerpo expedicionario destinado a África habría verificado su desembarco sin romper una lanza.
ANÍBAL EN LAS GALIAS
ESCIPIÓN EN MARSELLA. PASO DEL RÓDANO
Una vez llegado a los Pirineos, Aníbal envió a sus casas una parte de sus soldados. Esta había sido una medida premeditada desde el principio, que atestiguaba a los ojos del ejército la gran confianza del general en el éxito de su empresa, al mismo tiempo que era un mentís solemne a los que creían que aquella era una de esas expediciones de las que no vuelve ninguno. Solo con cincuenta mil infantes y nueve mil caballos pasó la cordillera sin encontrar dificultad alguna. Después, caminando a lo largo de la costa por la región de Narbona y de Nimes, se abrió paso inmediatamente entre las poblaciones indígenas, que ya estaban dispuestas favorablemente por negociaciones anteriores, o que eran compradas en el acto por el oro cartaginés o dominadas por las armas. A fines de julio llegó al Ródano por el frente de Avenio (Avignon). Parece que allí lo esperaba una resistencia más seria. El cónsul Escipión había desembarcado en Marsella a fines de junio, pues mientras dirigía su rumbo a España supo que era demasiado tarde, y que Aníbal no solo había pasado el Ebro sino también los Pirineos. Esta noticia dio finalmente a conocer la dirección y el objeto de la expedición cartaginesa. El cónsul abandonó entonces sus proyectos sobre España, y tomó el partido de unirse con los pueblos célticos de aquella región, que obedecían la influencia de los masaliotas, y, por su intermedio, la de los romanos. Así pues, debía esperar a Aníbal en el Ródano, y cerrarle el paso del río y la entrada en Italia. Afortunadamente para los cartagineses, en el lugar por donde proyectaban el paso no había más que algunas milicias de galos. El cónsul con su ejército (veintidós mil infantes y dos mil caballos) estaba aún en Marsella, a cuatro jornadas de distancia río abajo. Los enviados de los galos corrieron a darle aviso de la llegada del enemigo. El cónsul se veía obligado a pasar precipitadamente la rápida corriente con su numerosa caballería y sus elefantes, a la vista de los galos, y antes de que llegasen los romanos. No poseía ni siquiera una mala barquilla; pero por su orden se compraron inmediatamente y a cualquier precio todos los barcos del país destinados a la navegación del Ródano, y se construyeron otros nuevos cortando los árboles de los alrededores en poco tiempo. De esta forma se hicieron todos los preparativos necesarios para que el ejército pudiese pasar el río en un solo día. En este intervalo se destacó una fuerte columna de tropas al mando de Hannon, hijo de Bomílcar, que marchó algunas jornadas río arriba hasta que halló un punto fácil y no defendido. Por allí pasaron a la otra orilla con balsas o almadías reunidas inmediatamente, bajaron en seguida hacia el sur y se colocaron a la espalda de los galos que detenían el grueso del ejército. En la mañana del quinto día después de su llegada, y tres después de la partida de Hannon, Aníbal vio levantarse frente a su campamento una columna de humo, señal convenida que le anunciaba la presencia de Hannon en aquel punto. Inmediatamente dio la orden de ataque, que había sido esperada con impaciencia. Al primer movimiento de la flotilla enemiga los galos corrieron a la orilla; pero de repente ven que está ardiendo su campamento y se detienen sorprendidos. Mas como estaban siendo atacados con decisión, y no pueden resistir divididos ni a los que los acometen por detrás ni a los que pasan el río, huyen y desaparecen.
Durante este tiempo, Escipión está muy tranquilo en Marsella pensando qué puntos convendría ocupar en el Ródano. Aunque los galos le enviaron mensajes apremiantes, él no juzgó oportuno marchar contra el enemigo. No quiere creer las nuevas que le llevan y se contenta con enviar por la orilla derecha un pequeño destacamento de caballería, con el objeto de que hiciese algunas exploraciones. Este cuerpo se encontró con que todo el ejército cartaginés ya había pasado el río, y se ocupaba ahora en el transporte de los elefantes que habían quedado en la orilla derecha. Su reconocimiento terminó con un sangriento combate (el primero de esta guerra) que sostuvo con algunos escuadrones cartagineses que recorrían también la llanura inmediata a Aviñón. Al concluir, volvió enseguida al cuartel general para dar cuenta de la situación. Escipión partió entonces a marchas forzadas; pero cuando llegó hacía ya tres días que la caballería cartaginesa, después de haber protegido el paso de los elefantes, había seguido al grueso del ejército. Al cónsul no le quedó más remedio que volver a Marsella sin gloria y con sus tropas fatigadas, afectando un insensato desprecio hacia aquellos cartagineses que habían huido cobardemente. Esta era la tercera vez que, por pura negligencia, los romanos abandonaban a sus aliados y perdían una importante línea de defensa. Después de cometido el error, habían pasado en seguida de una inacción inexplicable a una precipitación aún más irracional. Acababan de hacer, sin plan y sin resultado, lo que algunos días antes hubieran podido y debido ejecutar seguramente con gran utilidad, y de este modo se imposibilitaban para reparar sus faltas. Una vez al otro lado del Ródano, no había que pensar en impedir que Aníbal llegase al pie de los Alpes. Escipión, sin embargo, hubiera podido volverse con todo su ejército a la primera nueva que tuvo de que los cartagineses habían pasado el río, y, pasando por Génova, llegar en siete días al Po. Allí habría podido unirse con los destacamentos que había en el país, esperar al enemigo, y recibirlo vigorosamente. Pero no, después de haber perdido el tiempo y fatigado sus tropas en la precipitada marcha a Aviñón, parece que Escipión, aunque era un hombre hábil, no tenía valor político ni tacto militar. En efecto, no se atreve a sacar partido de las circunstancias, ni a modificar el destino de su cuerpo de ejército; embarca para España la mayor parte al mando de su hermano Gneo, y él se vuelve a Pisa con el resto.
PASO DE LOS ALPES
Una vez al otro lado del Ródano, Aníbal convocó y pasó una gran revista a sus tropas para participarles sus proyectos. Por medio de un intérprete las puso en comunicación con el jefe galo Magilo, procedente de la región del Po; y después de esto se puso en marcha hacia los Alpes. Al elegir allí su ruta no tuvo en cuenta ni la menor o mayor extensión de los valles, ni las disposiciones más o menos favorables de los habitantes; cualquiera fuese el interés que tuviese en no perder un minuto en combates parciales o en pasar la cordillera, ante todo debía preferir el camino más fácil y más practicable para sus bagajes, su numerosa caballería y sus elefantes, o aquel en el que pudiera hallar suficientes medios de subsistencia. Por más que llevase en bestias de carga gran cantidad de provisiones, estas solo podían alimentar por algunos días su ejército, que, no obstante sus bajas, ascendía aún a cincuenta mil hombres útiles. Dejando aparte el camino de la costa, que Aníbal no quiso seguir, no porque se lo impidiesen los romanos sino porque lo alejaba de su fin, solo había en aquel tiempo dos pasos (que mereciesen este nombre) que conducían a la Galia cisalpina por la cordillera de los Alpes. Uno atravesaba los Alpes Cottios e iba a parar al territorio de los taurinos (a Turín por Susa o Fenestrela); el otro cruzaba por los Alpes Grecos (Pequeño San Bernardo), conducía al territorio de los salasas (país de Aosta y de Ibrea).[5] El primero es el más corto, pero, después de dejar el Ródano, conduce a los estériles y casi impracticables valles del Drac, del Romancha y del alto Druencia a través de ásperas montañas. En este camino se emplean de siete a ocho días de marcha. Pompeyo fue el primero que trazó allí una vía militar a fin de establecer la comunicación más directa posible entre la Galia cisalpina y la transalpina. Por el Pequeño San Bernardo el camino es algo más largo, pero cuando pasa el primer estribo de los Alpes, al este del Ródano, remonta el alto Iser. Este corre cerca de Chambery y llega desde Grenoble hasta el pie del collado, o si se quiere, hasta el pie de la Gran Cadena, y es el valle alpino más ancho, fértil y poblado de esta región. Además, es el punto menos elevado de todos los pasos naturales de esta zona de los Alpes (2192 metros), y es también el más cómodo. Aunque no se ha construido nunca allí camino alguno, hemos visto que en 1815 lo atravesó un cuerpo de ejército austriaco con su artillería correspondiente. Como no lo cortaban más que dos cadenas, el paso del Pequeño San Bernardo era el más frecuentado en los primeros tiempos, y era por donde las bandas de los galos verificaban sus incursiones en Italia. En realidad, el ejército de Aníbal no podía elegir. Por un concurso feliz de circunstancias, los pueblos cisalpinos, con quienes había hecho alianza, dominaban hasta el pie de la montaña. Aunque quizás esto no era para él un motivo determinante, de haber hecho lo contrario y seguido por el monte de Ginebra, habría ido a caer al territorio de los taurinos, siempre en guerra con los insubrios. Creo, pues, que el gran ejército cartaginés marchó directamente hacia el valle del alto Iser, no por el camino más corto, como podía suponerse, o sea, subiendo por la orilla izquierda del Iser inferior (de Valence a Grenoble), sino atravesando «la isla de los alobroges». Esta ya era una tierra rica y poblada, que limitan el Ródano por el norte y el oeste, el Iser por el sur y los Alpes por el este. Aníbal también dejó aquí la línea recta, pues lo obligaba a atravesar un país montañoso, estéril y pobre. La isla, en cambio, era menos serrana, más fértil, y al seguir esta dirección no tenía que pasar más que una cumbre para desembocar en seguida en el alto valle del Iser. La travesía de la isla, subiendo primeramente por la orilla del Ródano y torciendo después a la derecha, le costó dieciséis jornadas. No encontró en ella serias dificultades; por el contrario, supo aprovecharse de la guerra que acababa de estallar entre dos jefes alobroges. De esta forma, el más poderoso de ellos se declaró en su favor, sirvió él mismo de guía al ejército en todo el país bajo, proveyó al aprovisionamiento, y hasta suministró a los soldados armas, vestidos y calzado. Pero, cuando llegaron a la primera cadena que se levanta como una muralla cortada a pico y solo es accesible por un punto (cuesta del Monte del Gato, por la aldea de Chebalu), los detuvo de repente un incidente sensible. Los alobroges ocupaban en gran número el collado. Prevenido a tiempo, Aníbal evitó que pudiesen sorprenderlo. Acampó al pie del monte, y durante la noche, mientras los galos se habían retirado a sus moradas en una especie de ranchería vecina, se apoderó del paso. Con esto las alturas ya estaban conquistadas, pero, a la bajada de la pendiente que conduce al lago de Burget, los mulos y los caballos resbalaban y caían rodando. En este momento lo acometieron los galos, cuyo ataque era menos peligroso que molesto por el desorden que introducía en la marcha del ejército. Pero el general se lanzó inmediatamente sobre ellos a la cabeza de sus tropas ligeras, los rechazó sin trabajo y los arrojó de la montaña después de haberles causado muchas bajas. El tumulto del combate había aumentado los peligros y dificultades de la bajada, sobre todo para el convoy y los equipajes. Una vez que hubo pasado, aunque no sin grandes pérdidas, Aníbal tomó por asalto la ciudad más inmediata para castigar y aterrar a los bárbaros, y reponer las pérdidas de mulos y caballos. Descansó un día en el hermoso valle de Chambery, y después remontó el Iser sin hallar obstáculos por falta de víveres ni por ataques del enemigo. Pero en el cuarto día, al entrar en el territorio de los ceutrones, el valle se iba cerrando poco a poco a su paso, y allí fue necesario tomar de nuevo precauciones. La gente del país lo esperaba en la frontera (en las inmediaciones de Conflans) con ramos y coronas, y daban al ejército carnes, guías y rehenes; parecía, pues, que habían entrado en país amigo. Sin embargo, todo cambió cuando los cartagineses llegaron al pie de la montaña, en el punto en que el camino se separa del Iser, y subiendo por un escarpado y estrecho desfiladero, por el arroyo de Reclusa, se eleva poco a poco hacia el collado del Pequeño San Bernardo. Allí los ceutrones se arrojan de repente sobre su retaguardia, los atacan al mismo tiempo por los flancos desde lo alto de las rocas, y les cierran el paso a derecha e izquierda; esperaban separar al ejército de sus convoyes y bagajes. Pero Aníbal les había adivinado sus intenciones con su penetración habitual. Comprendió que solo lo habían acogido bien a fin de que no talase su país, al mismo tiempo que preparaban su traición, y contaban con un rico y seguro botín. En la previsión de un ataque, había mandado adelante su caballería, material de guerra, etcétera. Toda la infantería iba detrás protegiendo la marcha. Los proyectos hostiles de los ceutrones quedaron, por tanto, defraudados. Sin embargo, hostilizaron a la infantería en toda su marcha y, arrojando o haciendo rodar sobre ella enormes peñascos desde las alturas inmediatas, le hicieron experimentar grandes pérdidas. Finalmente se llegó a la Roca Blanca (todavía lleva este nombre), que es una enorme masa calcárea que se levanta a la entrada del desfiladero. Aníbal se detuvo y acampó allí, protegiendo durante la noche la subida de sus caballos y mulos. Al día siguiente volvió a comenzar el combate y continuó sangriento hasta llegar a la cumbre, donde las tropas finalmente pudieron descansar. Se detuvieron en una alta meseta fácil de defender (el circo de Aníbal), que se extiende por espacio de dos millas y media alemanas (unas cuatro leguas); allí nace el Duria en un pequeño lago (lago Verney o de las aguas rojas), y desciende hacia la Italia. Ya era tiempo, pues los soldados comenzaban a perder el valor. El camino, que iba poniéndose cada vez más intransitable; las provisiones, que se iban agotando; los desfiladeros peligrosos, desde donde un enemigo inatacable los hostilizaba constantemente y embarazaba su marcha; las filas que iban mermándose de día en día; el recuerdo de sus camaradas despeñados en los precipicios, y los heridos abandonados sin esperanza eran los males que habían relajado la moral de los veteranos africanos y españoles. Ninguno, a excepción del jefe y de sus allegados, veía ya en la empresa más que una quimera; pero jamás llegó a flaquear la confianza de Aníbal. Además encontraron numerosos soldados que habían rodado por las laderas; los galos aliados se hallaban muy próximos, y estaban en el punto de partida de las aguas. Tenían ante sí la bajada, cuya vista alegra siempre al que viaja por las montañas. Después de haber descansado un poco, el ejército recobró su valor y comenzó la última y más difícil operación, que debía conducirlo a la llanura. El enemigo no lo incomodaba ya mucho, pero el mal tiempo había llegado, era ya comienzos de septiembre, y reemplazó en la bajada las molestias que los bárbaros les habían hecho sufrir en la subida. Por las pendientes resbaladizas y heladas de las orillas del Duria, donde la nieve había borrado toda huella y todo camino, se extraviaban hombres y animales, perdían la tierra y caían en los abismos. Al anochecer del primer día llegaron a un sitio de unos doscientos pasos de extensión, por donde se precipitaban a cada momento enormes avalanchas que se desprendían de los escarpados picos del Cramont, cubiertos casi perpetuamente por las nieves. La infantería pudo pasar, aunque con dificultad; pero no sucedió lo mismo con los elefantes y los caballos, que se resbalaban en las masas de hielo ocultas bajo una nueva y tenue capa de nieve. Aníbal acampó más arriba con los elefantes y la caballería. A la mañana siguiente rompieron la capa de hielo a fuerza de trabajo, e hicieron practicable el camino para los mulos y los caballos. Sin embargo, se necesitaron tres días de grandes esfuerzos, en los que los soldados se iban relevando sin cesar, para que pudiesen pasar los elefantes. Al cuarto día se había ya reunido por fin todo el ejército; el valle se iba ensanchando y era más fértil cada vez. Por último, después de otros tres días de marcha, llegaron al territorio de los salasas, ribereños del Duria y clientes de los insubrios, que recibieron a los cartagineses como amigos y salvadores. A mediados de septiembre llegó el ejército a la llanura de Ibrea (Eporedia). Los soldados fatigados se hospedaron en las aldeas, y tras veinticuatro días de reposo y de cuidados se recuperaron de sus pasadas fatigas. Si los romanos hubieran tenido en el territorio de los turinenses un cuerpo de ejército de treinta mil hombres descansados y dispuestos para el combate (cosa que les hubiera sido muy fácil), si hubiesen atacado en semejante ocasión, habrían frustrado y desbaratado por completo la gigantesca empresa de Aníbal. Pero, afortunadamente para él, sus adversarios hacían lo de siempre, no estar donde debían, y sus tropas pudieron entregarse tranquilamente al descanso que tanto necesitaban.[6]
Se estaba llegando al fin, pero a costa de grandes sacrificios. De los cincuenta mil infantes y nueve mil caballos, todos veteranos, que componían su ejército al pie de los Pirineos, la mitad había perecido en el campo de batalla, por las fatigas de la marcha, o en el paso de los ríos. El mismo Aníbal confesaba que no podía poner en campaña más de veinte mil infantes, cuyas tres quintas partes eran libios y los restantes españoles. Le quedaban además cerca de seis mil caballos. El hecho de que las pérdidas de la caballería fueran mucho menores prueba la excelencia de los númidas, y el especial cuidado y las muchas consideraciones con que había mirado el general en jefe a estas tropas escogidas. La marcha de 526 millas, o de treinta y tres jornadas por término medio, comenzada y ejecutada sin accidentes graves o imprevistos, marcha que quizás hubiera sido imposible de no haberse dado los más felices acontecimientos, o las enormes faltas por parte del enemigo, había costado muy cara. Diezmó y desmoralizó el ejército hasta el punto de que fue necesario otro período para que pudiese tomar nuevo aliento o reparar sus perdidas fuerzas. Digámoslo sin rebozo: estratégicamente hablando, esta operación militar puede quizá ser atacada, y hay razón para preguntarse si el mismo Aníbal ha podido realmente enorgullecerse de ella como de un acontecimiento próspero. Sin embargo, no nos apresuremos a censurar a este gran capitán. Son muy visibles las lagunas del plan que él ejecutó, pero no podremos decir si había podido preverlas. Es verdad que había emprendido su ruta por un país bárbaro y desconocido; pero ¿quién se atreverá a sostener que hubiera debido irse por la costa o embarcarse en Cartago o en Cartagena? ¿Hubiera acaso corrido menores riesgos por este lado? Dígase lo que se quiera del camino elegido, la ejecución en los detalles revela la prudencia consumada de un maestro, que nos admira en todos sus momentos. Por lo demás, ya fuera por el favor de la fortuna o por la habilidad del general, el objeto final de la empresa y el gran pensamiento de Amílcar, es decir, el hecho de llevar a Italia la guerra contra Roma se había convertido en una realidad. El genio del padre había concebido el proyecto, y así como la misión de Stein y Scharnhorst ha sido quizá más difícil y grande que todas las hazañas de York y Blücher, así también la historia, con el tacto seguro y el recuerdo de los grandes hechos, ha puesto en primera línea, entre los más dignos de admiración, el paso de los Alpes, ese episodio final del gran drama heroico de los preparativos de Amílcar. Incluso ensalza y glorifica este alto hecho, más aún que las famosas victorias de Trasimeno y de Canas.