XII
ECONOMÍA RURAL Y FINANCIERA

SISTEMA ECONÓMICO DE LOS ROMANOS

Así como desde el siglo VI se hace posible la historia de la gran ciudad, y trae consigo el enlace y encadenamiento de los diversos hechos,[1] así también aparece en adelante con un aspecto más exacto y preciso el sistema económico de los romanos, y se presta mejor a nuestro examen. También en este momento histórico se constituyó la gran propiedad en la agricultura y en la renta bajo la forma y en los extensos límites de su desarrollo posterior. Sin embargo, no nos es dado fijar la división entre los elementos que tienen su raíz en las antiguas costumbres, los cuales serían imitación de la agricultura y economía financiera de las más antiguas naciones civilizadas, como la de los fenicios, y aquellos que son realmente el producto de la acumulación del capital y de la inteligencia entre los romanos. Pero, para el que quiera penetrar en el corazón de la historia, conviene abrazar con una sola ojeada el conjunto de su sistema económico.

La agricultura comprendía: 1.° los grandes dominios; 2.° los pastos para los ganados, y 3.° la pequeña propiedad. En su tratado especial Catón nos describe los primeros con una exactitud completa.[2]

EL DOMINIO RURAL. SU EXTENSIÓN

El conjunto de los bienes rurales, o la unidad normal de la propiedad territorial, en general era entre los romanos de una extensión limitada; el que describe Catón era un área de doscientas cuarenta yugadas (60,457 ha). Era una medida muy común la de la centuria, de doscientas yugadas (50,377 ha). Sin embargo, en los viñedos, donde el cultivo exige mayor trabajo, la unidad rural era mucho menor. Catón la fija en una superficie de cien yugadas (25,188 ha). El propietario más rico en capitales no podía por esto aumentar su dominio, pero podía comprar muchos en forma separada. Las quinientas yugadas (125,190 ha), cifra máxima de las tierras dadas en ocupación (volumen I, libro segundo, pág. 313), se dividían generalmente en dos o tres dominios.

SISTEMA ECONÓMICO

El arrendamiento hereditario, o enfiteusis, no era jurídicamente posible; solo para los terrenos comunales se suplía por arrendamientos que duraban toda una generación. Se concedían también a plazo más breve, ya en dinero, ya en especie, o a medias, por regla general,[3] y el arrendatario estaba obligado a hacer a sus expensas los gastos de cultivo. Pero estas locaciones eran una excepción y de peores resultados. Puede sostenerse que no hubo en la Italia agrícola una verdadera y numerosa clase de arrendatarios propiamente dichos.[4] Por regla general, el mismo propietario cultivaba la tierra aunque no con sus manos. De tiempo en tiempo visitaba sus fincas, arreglaba y organizaba el cultivo, vigilaba los trabajos, tomaba las cuentas a sus criados, y de este modo podía muy bien gobernar a la vez muchos dominios, y a veces también consagrarse a los negocios públicos, según las circunstancias.

NATURALEZA DEL CULTIVO

Los productos ordinarios en cereales consistían en trigo, cebada y maíz; después venían el nabo, el rábano, los ajos y la adormidera; por último y principalmente para el alimento del ganado, el altramuz, el haba, el guisante, la arveja y algunas otras plantas para forraje. La sementera se verificaba en otoño y, por excepción, en la primavera. Los riegos y el saneamiento de los terrenos se llevaba a cabo con el mayor cuidado, y se practicaba desde muy antiguo el sistema de cañerías. No faltaban tampoco prados naturales; en tiempos de Catón se los mejoraba ya con el riego artificial. También ocupaba muchos brazos un cultivo de una importancia igual a la producción de cereales y de plantas leguminosas, aunque no superior, el cultivo del olivo y de la vid. El primero se plantaba y cultivaba en medio de otras sementeras, y la vid cubría los ribazos.[5] No faltaban tampoco árboles frutales, higueras, perales, manzanos, etcétera. Asimismo se utilizaban para madera de construcción, o para cama de ganado o forraje, los olmos, álamos y otros árboles y arbustos de mucha hojarasca. Como el vegetal era el principal alimento, y los italianos no ponían en la mesa carne sino rara vez, y esto de puerco o de cordero, la cría de ganados no jugaba más que un papel subordinado en su economía rural, no porque desconociesen por completo las utilísimas relaciones entre la producción vegetal y animal, pues seguramente no ignoraban las ventajas de un buen estercolado. Con todo, ni ellos, ni la antigüedad en general supieron realizar, como los modernos, la asociación fecunda del cultivo de la tierra y de la cría de ganados. En cuanto a los animales grandes, solo tenían los estrictamente necesarios para la labor. No los mandaban a pacer en sus prados; los tenían en el establo durante todo el estío y casi todo el invierno. Después de la recolección enviaban a los campos su ganado lanar, a razón de cien cabezas por cada doscientas cuarenta yugadas, según afirma Catón. Durante la estación de invierno a veces las daba un propietario a algún gran poseedor de ganados; las entregaban a un colono o aparcero que les daba una parte de las crías, y una determinada cantidad de leche y queso. También había puercos en el dominio (Catón cuenta diez zahúrdas por cada gran dominio), gallinas y palomas que buscaban por sí mismas el alimento, aunque a veces también se las cebaba. Además tenían pequeños matorrales donde se criaban conejos y liebres, y depósitos de peces, primeros ensayos de las pesquerías y viveros que adquirirán después proporciones inauditas.

MEDIOS DE CULTIVO. GANADOS

El trabajo de los campos se hacía con bueyes uncidos al arado y con asnos, que se empleaban principalmente en el transporte de estiércoles y en las tahonas. En el dominio había además un caballo para el uso del dueño. No todos estos animales nacían y se criaban en el lugar, sino que procedían de compras. Los caballos estaban por regla general castrados, lo mismo que los bueyes. Catón cuenta un par de estos últimos por cada dominio de cien yugadas (25,188 ha), y dos pares por cada dominio de doscientas cuarenta yugadas. Un agrónomo posterior, Saserna, cuenta por el contrario dos pares de bueyes por cada cien yugadas. Según Catón, se necesitaban tres asnos para servir este último dominio; según el otro autor, eran necesarios cuatro.

ESCLAVOS RURALES

En cuanto al trabajo, estaba a cargo de esclavos. A la cabeza de la familia de los esclavos rurales (familia rústica) había un capataz (vilicus, de villa), que cobraba y pagaba, compraba y vendía; y que, como era el depositario de las instrucciones del señor, tenía la alta inspección y ejercía en su ausencia el derecho de castigo. A sus órdenes estaba la directora (villica), encargada de la casa, de vigilar la cocina y la despensa, y que cuidaba además del gallinero y del palomar. Después venían los boyeros (bubulci) o labradores, los simples criados, el burrero, el porquero y el pastor, si había ganado. Además, el número del personal variaba según la clase de cultivo. En una posesión de doscientas yugadas sin plantación de árboles bastaban dos gañanes y seis criados; mientras que en un dominio de doscientas cuarenta yugadas, sembrado de olivos y con ganado se necesitaban tres de los primeros, cinco criados y tres pastores. La vid exigía naturalmente más personal: cien yugadas de vid necesitan un gañán, once criados y dos pastores. El capataz era, evidentemente, más libre que los demás servidores. Magón aconsejaba en su libro que fuese casado, criase a sus hijos y poseyese un peculio propio. Catón dice que debe estar casado con la directora. Es el único entre todos los esclavos que, si conduce bien las operaciones y prospera el cultivo, puede esperar la emancipación. Por lo demás, no forman todos más que una sola familia. Con los criados sucede lo mismo que con las bestias mayores, no nacen ni mueren en el dominio: se los compra en el mercado ya adultos; y, cuando la edad o alguna enfermedad los inutiliza para el trabajo, se los envía de nuevo al mercado para venderlos otra vez con los demás objetos de desecho.[6] Las alquerías (villa rústica) comprendían los establos, los graneros, los almacenes para conservar los frutos, y los alojamientos del capataz y de los esclavos; además, el dueño tenía una habitación separada (villa urbana). Los esclavos, incluso el jefe de ellos, recibían los objetos necesarios a expensas del propietario en épocas y en cantidades determinadas, mientras que en lo demás se gobernaban por sí mismos. Sus vestidos y calzado, por ejemplo, comprados de antemano en el mercado, les eran entregados por orden de su señor. A ellos correspondía conservarlos en buen estado. Recibían también todos los meses el trigo que debían moler, la sal y algunos otros alimentos, olivas o pescado salado, vino o aceite. La cantidad era proporcionada al trabajo de cada cual (demensum); de esta forma el capataz, que tenía menos trabajo que los demás esclavos, obtenía también menor cantidad de alimento. La encargada de la casa era la que dirigía las cuestiones de cocina; la mesa y los alimentos eran los mismos para todos. Por lo general, los esclavos no llevaban cadena; pero si uno de ellos incurría en un castigo, o si había sospechas de que quería fugarse, se lo sujetaba inmediatamente con hierro (compedes, collare, manicæ) y pasaba la noche en el calabozo.[7]

TRABAJADORES EXTRANJEROS

En tiempos ordinarios bastaba la familia rural para desempeñar su tarea. Por lo demás, cuando era necesario los propietarios vecinos se ayudaban mutuamente y se prestaban sus esclavos, mediante un salario convenido. No se echaba mano de trabajadores extranjeros sino para los terrenos insalubres, en los que era ventajoso disminuir el número de servidores y alquilar jornaleros, o en tiempo de la siega, cuando el personal de la alquería no era suficiente para recoger todas las cosechas. Para segar el trigo y el heno se metían segadores, a los que se les daba como salario una gavilla por cada seis, siete, ocho o nueve, o la quinta parte del grano cuando aquellos se encargaban también de trillarlo (pág. 547, nota 18). Por ejemplo, los umbríos bajaban todos los años al valle de Reate (Rieti) a segar. Las recolecciones de la uva y de la aceituna se daban a destajo. El destajista llegaba con su cuadrilla de trabajadores libres a sueldo, o de esclavos que le pertenecían; hacía la recolección y la exprimía o molía bajo la vigilancia de los encargados de los propietarios a quienes entregaba los productos.[8] Otras veces el propietario vendía los frutos antes de recogerlos, y la recolección corría por cuenta del comprador.

ESPÍRITU DE SISTEMA

Como se ve, la economía agrícola se movía en Italia en medio de la más completa ignorancia del poder y de la utilidad de los capitales. Para ella todo era lo mismo, esclavos o ganado. «Un buen perro de cadena —decía un agrónomo romano— no debe ser dulce con sus compañeros de esclavitud.» Por tanto, mientras servían para el trabajo, iban alimentando lo mismo al buey que al criado; sería un mal negocio dejarlos morir de hambre. Pero cuando no sirven ya para el trabajo se los vende con todos los trastos viejos, porque sería también un mal negocio conservarlos siendo inútiles. Por lo demás, aún en los tiempos antiguos la religión templaba la suerte de los desgraciados; el criado, lo mismo que el buey de labor, descansaban en los días de fiesta o de descanso prescritos por la ley.[9] Y a propósito vamos a juzgar el espíritu y las tendencias de los señores, lo mismo de Catón que de los demás. Interpretando a la letra las festividades del calendario piadoso, sabían en el fondo trastornarlo y eludirlo: mandaban dejar el arado, puesto que la ley lo disponía, pero aplicaban al mismo tiempo al esclavo a otros trabajos que no estaban expresamente prohibidos

No podían admitir que este desgraciado pudiese moverse libremente ni un solo minuto: «El esclavo —dice un aforismo catoniano— debe dedicar al trabajo el tiempo que no esté durmiendo». Nunca se abría paso la compasión; jamás se les daba un tratamiento humano que los hiciese cobrar cierto afecto al dominio o al propietario. El derecho del propietario pesa abierta y odiosamente sobre el esclavo sin pensar nunca en las consecuencias. «Tantos esclavos, tantos enemigos», dice el proverbio romano, y, como principio de buena administración doméstica, lejos de apaciguar los odios entre la familia procura suscitarlos. Por esta razón, el mismo Platón, Aristóteles y el cartaginés Magón, ese oráculo de la agricultura antigua, aconsejan no reunir esclavos pertenecientes a la misma nación, porque se unirán y conspirarán juntos. Ya hemos dicho anteriormente (volumen I, libro segundo, pág. 445) que el señor gobernaba sus esclavos como la República sus súbditos en las provincias, que eran una especie de «dominios del pueblo romano». De esta forma llegó un día en que el mundo sintió que el Imperio Romano no era más que una vasta institución de esclavitud. Si nos elevamos mentalmente hasta esas alturas poco envidiables de un sistema económico donde solo se cuenta como valor el capital empleado, se reconoce inmediatamente que no ha faltado al sistema de los romanos ni consecuencia en las concepciones, ni actividad puntual, ni sólida frugalidad. Su campesino, robusto y práctico, se refleja por completo en este cuadro del cultivador modelo que nos ha dejado Catón: «Levántase el primero y acuéstase el último; es tan severo para sí mismo como para su gente; sabe ante todo hacerse respetar por la mujer encargada del arreglo de la casa; vigila constantemente a los trabajadores, el ganado, y sobre todo los bueyes de labor; pone mano muchas veces a los trabajos de los campos, pero sin llegar nunca hasta el punto de fatigarse como el simple esclavo; está siempre sobre su hacienda; no pide prestado ni presta a otro; no da banquetes ni cuida de otros dioses que de los domésticos o campestres. Por último, deja al cuidado de su señor todo lo referente al comercio con los dioses o con los hombres; guarda ante todo una actitud modesta delante de su dueño, y, como esclavo fiel, arregla sencillamente su vida a las instrucciones recibidas».

«Es mal cultivador —dice en otro lugar— aquel que compra lo que puede producir; mal jefe de familia, aquel que hace de día lo que podía hacer de noche a la luz de su lámpara, a no ser que esté lloviendo o se haya desencadenado alguna tormenta. Peor aún aquel que hace en los días de trabajo lo que hubiera podido dejar para un día festivo, y el más malo de todos es el que en el buen tiempo tiene su gente en casa en vez de mandarla a los campos».

No se ocultó a los agrónomos romanos la conveniencia de abonar y cultivar la tierra, pues profesaban esta excelente máxima: «La tierra no está a nuestros pies para recoger el trigo con solo removerla y cribarla, sino sembrándola primero y recogiendo después la cosecha». «Plantad primero vuestras viñas y vuestros olivares; después, cuando no seáis ya tan joven, edificad la casa.» En el fondo de su ciencia hay algo de la de los rudos campesinos; en vez del estudio racional de las causas y de los efectos, prefiere y sigue la antigua rutina. Sin embargo, no deja de acoger las experiencias y los adelantos del extranjero; y el mismo Catón, en la nomenclatura de los árboles frutales, menciona los procedentes de Grecia, África y España.

PEQUEÑOS AGRICULTORES

El pequeño cultivo solo se diferenciaba del grande en las proporciones en que se realizaba. En él, el propietario trabajaba solo con sus hijos o en común con sus esclavos.

LOS PASTOS

Cuando el ganado disminuía y el dominio era poco extenso para cubrir los gastos del arado y de la yunta, suplía a estos el azadón. Todavía eran escasas las viñas y los olivares. En las inmediaciones de Roma el campesino cultivaba su huerto de flores o de legumbres cuidadosamente regado, casi como se hace en la actualidad en las inmediaciones de Nápoles, cuyos productos recompensaban con generosidad su trabajo. El sistema agronómico de los pastos había alcanzado muchas más vastas proporciones que el cultivo de los campos. Los prados (saltus) eran siempre más extensos que las tierras de cultivo.

El mínimo del prado o del saltus era de ochocientas yugadas (201,508 ha), pero podía extenderse indefinidamente según las necesidades. Las condiciones climatológicas de Italia exigían además el desplazamiento de los ganados, yendo a las montañas durante el estío y bajando a la llanura en el invierno. En aquellos tiempos, lo mismo que en la actualidad, y siguiendo casi los mismos senderos, los rebaños subían en la primavera de la Apulia al Samnium, y descendían de nuevo a la primera en el otoño. Hemos dicho anteriormente que en invierno los ganados no pastaban en las praderas, sino en las tierras eriales o donde se había cogido ya la cosecha. Se criaban caballos, bueyes, asnos y mulos, destinados principalmente a los propietarios de los dominios rurales, a los conductores de transportes, a los soldados y a los demás que de ellos necesitaban. También había manadas de puercos y rebaños de cabras. En cuanto al ganado lanar, se criaba en mayor escala y gozaba de cierta libertad en tanto el vestido usual era de lana. Estaba puesto en manos de esclavos y se regía de la misma manera que el cultivo de las tierras, pero en este hacía las veces de capataz el dueño del rebaño (magister pecoris). Durante el estío, los pastores no dormían bajo techado; acantonados a veces a muchas millas de toda habitación, se alojaban en medio del cercado, en alguna choza o cabaña hecha con ramas de árboles. Su oficio exigía que fuesen hombres escogidos y robustos; se les daban caballos y armas, y gozaban de una libertad de movimiento que no disfrutaban los esclavos dedicados al cultivo de la tierra.

RESULTADOS. CONCURRENCIA DE LOS GRANOS
PROCEDENTES DEL EXTRANJERO
PRECIO DE LOS TRIGOS ITALIANOS

No nos sería fácil apreciar en su justo valor los resultados de la agronomía romana si omitiésemos el estudio comparativo de los precios, principalmente de los cereales. Por lo común eran tan bajos, que asombran. Sin duda la falta era del gobierno, que en una cuestión de tan capital importancia se había dejado arrastrar a las más detestables medidas, no tanto por ignorancia, sino por la necesidad imperdonable de favorecer a los proletarios de Roma con detrimento de las poblaciones rurales de Italia. El trigo enviado por las provincias al Estado, ya gratuitamente, ya mediante una módica compensación, se aplicaba unas veces a la manutención de los funcionarios y del ejército de Roma, y otras era almacenado por los arrendatarios de los diezmos, quienes pagaban al Tesoro en dinero, o mandaban como empresarios los granos a Roma o al lugar que se les designaba. Después de la segunda guerra de Macedonia, los ejércitos se mantuvieron siempre con el trigo procedente de fuera de Italia. Si esto era ventajoso para las arcas del Estado, resultaba también que se cerraba una salida de importancia para los productos de Italia, lo cual no era el mayor mal. El gobierno romano se había fijado tiempo atrás en los precios corrientes del mercado; y en los momentos de carestía y de escasez había acudido al peligro con oportunas importaciones de granos. Pero en la actualidad, cuando las contribuciones anuales de los súbditos le suministraban cereales en cantidades enormes que superaban con mucho las necesidades ordinarias en tiempo de paz; en la actualidad, cuando le era sumamente fácil procurarse a buena cuenta trigos del extranjero en cantidades casi ilimitadas, el Estado se vio impelido muy pronto a lanzar al mercado de Roma estos aprovisionamientos. Así, la acumulación obligó a una gran baja, y los precios llegaron a una tasa irrisoria, ya fuera que se los considerara en sí mismos, o comparados con los del mercado italiano. Del año 551 al 554, parece que a propuesta de Escipión el Estado entregó el trigo de España y de África a razón de doce a veinticuatro ases por cada seis modios romanos (cincuenta y dos litros y medio). Algunos años después (en 558) se trajo y se vendió en el mercado de la capital la enorme cantidad de nueve millones seiscientos mil modios de trigo de Sicilia (76 millones de litros) a este mismo precio. En vano se levantó Catón contra la imprevisión de estas medidas. La demagogia ya adulta lo tuvo a raya, y las distribuciones de la anona llamadas extraordinarias, pero que probablemente eran frecuentes, hechas por el Estado o por diversos magistrados a precios inferiores al corriente, han sido la verdadera fuente de las leyes posteriores sobre cereales. Además, el trigo extranjero no necesitaba llegar al consumidor por estos medios excepcionales para influir de un modo perjudicial en la agricultura italiana. Las masas de trigo que el Estado abandonaba a los arrendatarios de los diezmos eran adquiridas a tan bajo precio, que podían revenderlo con ganancia a un precio inferior al de aquel que se producía en el país. Por otra parte, en Sicilia y probablemente en las demás provincias, gracias a las ventajas del suelo y al sistema del cultivo en grande por medio de esclavos que los cartagineses tenían establecido en ella, la producción costaba mucho menos que en Italia. Por último, el flete del trigo de Sicilia y de Cerdeña era menor que el transporte de los cereales de Etruria, Campania o la Italia del Norte al Lacio. Por la marcha misma de las cosas estos trigos afluían a la península y forzaban la baja del precio. Para evitar estas funestas ventajas del cultivo en grande por medio de esclavos, hubiera sido quizá prudente gravar con un derecho las procedencias extranjeras. Sucedió precisamente lo contrario: se organizó un sistema de prohibiciones a favor de las provincias y se impusieron nuevas trabas al productor italiano. Sin embargo, vemos que por una vez y por una especie de favor se dio permiso a los rodios para sacar trigo de Sicilia. Por lo común la exportación de granos solo se hacía para Italia, y de este modo la capital se reservaba el monopolio exclusivo de la producción de las provincias. ¿Hay necesidad de insistir sobre los efectos de semejante sistema? Dejemos aparte los años de extraordinaria abundancia, como el año 504, en el que seis modios de espelta costaban en Roma 3,5 de denario, y por este mismo precio podían comprarse ciento ochenta libras romanas de higos secos (cincuenta y nueva kilos), sesenta libras de aceite (diecinueve kilos y medio), setenta y dos libras de carne (veinticuatro kilos), y seis congios de vino (cerca de veinte litros). Otros muchos hechos hablan también elocuentemente. En tiempo de Catón se denominaba a Sicilia el granero de Roma. Según el testimonio de Polibio, en los países italianos en que florecía la agricultura, en la actual Lombardía, por ejemplo, en las posadas costaban medio as la comida y el alojamiento por la noche; en tanto los seis modios de trigo valían medio dinero. Este precio corriente, que apenas llegaba a la doceava parte del precio normal,[10] atestigua de la manera más cierta la completa clausura de los mercados a la producción italiana: el trigo y la tierra habían caído en el grado más bajo de la escala de los valores.

REVOLUCIÓN EN LA AGRONOMÍA ROMANA

En un gran pueblo industrial, donde no bastaran los productos de su agricultura para alimentarlo, parecería quizá ventajoso este resultado, o por lo menos no aparecería como una cosa enteramente funesta. Pero en Italia, país de escasa industria y en el que la tierra jugaba un papel importante, semejante sistema conducía a una ruina cierta. Roma sacrificaba la prosperidad a los intereses esencialmente improductivos del pueblo de la capital, para quien el pan no estaba nunca suficientemente barato. ¡Qué rayo de luz proyectado sobre los vicios de la constitución y sobre la impotencia del gobierno, en la llamada edad de oro de la República! Si esta hubiese tenido los más simples rudimentos de un verdadero sistema representativo, se habrían abierto con las quejas los ojos de todos y se habrían dirigido hacia el origen del mal. Pero no era esto la asamblea primitiva del pueblo romano. Allí podía decirse y oírse todo; todo, menos las proféticas advertencias de un patriota más ilustrado que los demás. Un gobierno verdaderamente digno de este nombre hubiera puesto por sí mismo manos a la obra; pero, en su ciega confianza, todo el Senado creía asegurar la felicidad del pueblo rebajando el precio de los cereales. Sin embargo, según los Escipiones y los Flaminios se necesitaba hacer otra cosa muy diferente. ¿No era lo primero emancipar a los griegos, y extender sobre la cabeza de todos los reyes la enseña de la República? La nave entró precipitadamente y sin piloto en medio de los escollos y de los arrecifes.

DESAPARICIÓN DE LAS CLASES RURALES

Una vez que el pequeño cultivo no podía remunerar el trabajo, el labrador estaba perdido y sin recursos. Al mismo tiempo, y esto contribuyó mucho a ello, entre los campesinos iban perdiéndose irremisiblemente la sobriedad de las costumbres y los hábitos de economía, lo mismo que se habían perdido antes entre las demás clases. Aun cuando pertenecían a los campesinos italianos, los pequeños capitales en tierras estaban destinados a refundirse por compra o abandono en los grandes dominios. Esto era solo cuestión de tiempo. En cuanto al gran propietario, pudo defenderse mucho mejor. En primer lugar, producía más que el campesino desde el momento en que al cambiar de método no había dividido su tierra entre muchos pequeños arrendatarios, sino que la daba para que la cultivasen a una banda de esclavos siguiendo la moda nueva. Quiéralo o no, incluso allí donde la revolución no se había aún verificado (volumen I, libro segundo, pág. 465), la concurrencia de los cereales de Sicilia obtenida por el trabajo esclavo obligaba al propietario a entrar en este mismo camino y a sustituir a las familias de trabajadores libres por un rebaño de esclavos, sin mujeres y sin hijos. Pero mientras que el campesino no tenía capital ni inteligencia, y reunía con gran trabajo lo estrictamente necesario, el gran propietario podía luchar más fácilmente aumentando cierta clase de cultivo, o modificándolo. Por otra parte, se contentaba con más facilidad que el campesino con una insignificante renta de la tierra. Como quiera que fuese, los cereales fueron disminuyendo por todas partes en la producción romana; incluso se llegó hasta no sembrar más que la cantidad imprescindible para mantener el personal instalado en el dominio, y se desarrollaron en mayor escala el cultivo del olivo, la vid y la cría del ganado.[11]

EL OLIVO, LA VID Y LOS ANIMALES

Con el feliz clima de Italia, estos cultivos especiales no podían temer la concurrencia extranjera. Los vinos, los aceites y las lanas de Italia predominaban en el mercado interior, y muy pronto llegaron a formar parte del comercio de exportación. El valle del Po, que no sabía qué hacer de sus trigos, abastecía la mitad de la península de puercos y jamones. Todas estas conclusiones se hallan confirmadas por lo que sabemos de los resultados económicos de la agricultura romana. Generalmente se admite que el interés normal del capital territorial ascendía al 6%, cuyo cálculo está en perfecta consonancia con la renta doble ordinaria del capital mueble. Por su parte, la cría del ganado producía más que cualquier clase de cultivo. El más productivo de estos era el de la vid; lo seguía el de las hortalizas y, después el del olivo; luego el de los prados, y, por último, el de cereales.[12] Como cada explotación se verificaba en buenas y naturales condiciones de terreno y demás, bastaron estos resultados para suprimir el cultivo y reemplazarlo casi en todas partes por los grandes dominios. La ley misma no podía hacer nada en contra, y una falsa medida vino a aumentar el mal. Poco antes del año 536 (218 a.C.), al haber prohibido la Ley Claudia de Senatoribus, de la que hablaremos después, las especulaciones mercantiles a los miembros de familias senatoriales, se emplearon inmediatamente enormes capitales en tierras y se realizó la sustitución completa de quintas y grandes prados a las pequeñas labores. Además, la cría del ganado, mucho más ventajosa para el Estado que el mismo cultivo en grande, iba aumentando por efecto de las incitaciones económicas que llevaba consigo. Como de hecho exigía la explotación en gran escala, pero a la vez podía retribuirla, solo esta parecía la forma más propia a la masa de los capitales y a las ideas del tiempo acerca de cómo emplearlos. Si bien la labor no necesitaba de la continua presencia del dueño, convenía que este frecuentase bastante los lugares, pues se prestaba menos a la extensión ilimitada de los dominios y a la multiplicidad de posesiones. Los pastos, por el contrario, podían extenderse indefinidamente: ausente o presente, el propietario no desempeñaba en ellos ningún papel. Nuevas y no menos sólidas razones condujeron a convertir en praderas tierras excelentes para trigo, con gran perjuicio para la agricultura. El legislador quiso oponerse a ello, pero ¿en qué época? Supongo que en aquella que vamos historiando. Sus esfuerzos no dieron ningún resultado. Las ocupaciones finalmente ejercieron una perniciosa influencia en la situación económica. Como estas no se practicaban sino mediante grandes lotes, conducían también y exclusivamente al régimen de los latifundia. Como los ocupantes estaban sometidos a la condición de una revocación arbitraria, e inciertos legalmente acerca de la duración de su posesión, no podían hacer grandes gastos preparatorios para el cultivo. No plantaban vides ni olivares, y, por consiguiente, utilizaban con preferencia las tierras para la cría de ganado.

ECONOMÍA FINANCIERA

No es tampoco fácil tarea querer exponer el sistema de la economía financiera de los romanos. La antigüedad no nos ha legado ningún libro sobre un asunto múltiple por su naturaleza, y mucho más complicado que lo que nunca fue el régimen agrícola. A creer lo poco que de aquel sabemos, pertenece a los romanos aún menos que este en sus elementos esenciales. Roma había bebido en la fuente común de la civilización antigua, en la que el edificio de la alta economía reproducía el mismo tipo en todos los países. En materias financieras, encontramos especialmente las instituciones comerciales establecidas en un principio a la manera de las griegas, que Roma recibió completamente formadas. Pero, por sus aplicaciones, siempre rigurosas, y por la grandeza de sus proporciones, se convirtieron en romanas por completo, hasta el punto de que en ninguna otra cosa tanto como en esto veremos manifestarse el espíritu de las ideas económicas corrientes en Roma, y la grandeza de las creaciones que de él proceden, tanto en el buen como en el mal sentido.

LOS PRÉSTAMOS

Los prestamistas, he aquí el punto de partida del sistema financiero. Ningún ramo de la industria comercial ha excitado tanto cuidado por parte del Estado como el de prestamistas de profesión (fenerator), o del traficante en dinero (argentarius). Desde el siglo de Catón, cosa que atestigua un movimiento financiero sabio y regular, el simple capitalista fue completamente sustituido en la dirección de los grandes negocios en metálico por el banquero intermediario, que con sus prácticas, mediante las cuales cobra y paga, arregla las cuentas de ingresos y gastos y se entromete en el interés interior y exterior. No es solo el cajero de los ricos en Roma, sino que en todas partes interviene en las transacciones parciales. Constantemente se lo ve haciendo operaciones hasta en las provincias y en los Estados de la clientela romana. En toda la extensión de los dominios de la República, el romano ya tiene, por decirlo así, el monopolio de los préstamos en numerario para todo aquel que lo solicita.

LAS EMPRESAS

A este movimiento de fondos se enlaza íntimamente el inmenso dominio de las empresas. Todos los asuntos se tratan en Roma por intermediarios. El Estado da el ejemplo dejando mediante un contrato a los capitalistas o las asociaciones de capitalistas el pagar o cobrar, todo el sistema tan complicado de sus ingresos, todos los suministros, todos los pagos y todas las contribuciones. Los particulares, por su parte, dan a los empresarios todo lo que puede hacerse de este modo: sus construcciones, la recolección de cosechas, la liquidación de sucesiones y de quiebras. El empresario, banquero por regla general, recoge todo el activo y se compromete a pagar todo el pasivo, según los casos, o solo un tanto por ciento; hasta llega a pagar también un excedente si pierde en su empresa.

EL COMERCIO

Desde los antiguos tiempos el comercio había jugado un papel importante en la economía política de los romanos, como hemos visto anteriormente (volumen I); pero durante el período actual tomó un vuelo más rápido, atestiguado por el constante aumento de los productos de aduanas en los pueblos de Italia. Las aduanas fueron en adelante uno de los capítulos más importantes del presupuesto de la República. ¿Tenemos necesidad de señalar las causas de este gran progreso de las relaciones comerciales? Son patentes. Agreguemos solamente los privilegios de toda clase concedidos a los nacionales italianos en las provincias ultramarinas, y, sobre todo, las inmunidades aduaneras que ya disfrutan romanos e italianos en los numerosos países de la clientela de la República.

LA INDUSTRIA

La industria, por el contrario, se quedó muy atrasada. Esto no quiere decir que en Roma se pudiese pasar sin oficios, ni que falten, hasta cierto punto, señales de su concentración en la ciudad. Catón aconseja a los labradores de Campania que vengan a Roma a comprar vestidos y calzado para sus esclavos, así como arados, vasos y cerraduras. Siendo la lana un vestido usual, no puede negarse sin faltar a la verdad la existencia en Roma de una fabricación extensa y lucrativa.[13] Sin embargo, no deben buscarse en Italia las huellas de una organización industrial análoga a las de Egipto y Siria. Nada parecido a esto se había establecido en la península; y los capitales italianos iban a sostener la industria extranjera. Sabemos que en Italia se cultivaba el lino y que se preparaba la púrpura; pero este último trabajo pertenece a la griega Tarento. Por lo demás, en todas partes la fabricación indígena cede el puesto a los linos importados de Egipto y a la púrpura procedente de Tiro o de Mileto. Los capitalistas romanos comenzaron, como contraparte, a comprar posesiones en el exterior, que dedicaban al cultivo de los cereales y la cría de animales en gran escala. De esta época datan en Sicilia los primeros progresos de estas especulaciones, que adquirieron después tanta importancia. Las prohibiciones impuestas a la libertad de los siciliotas (pág. 77), si no tenían por objeto este resultado, contribuyeron al menos poderosamente a poner en manos del especulador, que vivía en Roma en una inmunidad completa, el verdadero monopolio de la propiedad territorial.

OFICIOS SERVILES

En todas las profesiones los oficios manuales eran ejercidos por hombres de condición servil. Los prestamistas y banqueros tenían en los puntos más apartados hasta donde se extendían sus negocios establecimientos y sucursales dirigidos por sus esclavos y sus emancipados. Colocados en todas las oficinas de recaudación, percibían las tasas de las aduanas arrendadas a las compañías por el Estado. El empresario de construcciones compraba esclavos arquitectos, y el de espectáculos y de combates de gladiadores, que trabajaban por cuenta del que daba la función, compraba u organizaba su compañía de esclavos artistas dramáticos o su banda de combatientes. El mercader tenía a su vez en sus naves esclavos y emancipados, a los que confiaba la conducción de sus mercancías y destinaba además a toda clase de operaciones. Por último, no necesitamos recordar que también eran esclavos los que trabajaban exclusivamente en las minas y en las fábricas.

Nada más triste que su condición. Peor tratados ordinariamente que entre los griegos, sin embargo, había diferencias entre ellos: los que se dedicaban a oficios tenían por regla general menos motivo de queja que los que se empleaban en la agricultura. Solían tener familia y un mobiliario independiente de hecho; les era posible además ganar su libertad, un peculio. Pero al mismo tiempo fueron el semillero de esos aventureros de origen servil, que, recompensados por sus virtudes y muchas veces también por sus infames vicios, llegaron a formar en las filas de los ciudadanos de Roma, y consiguieron muchas veces una gran fortuna. Hombres funestos para la República, y tan ruinosos como la misma institución de la esclavitud desde el punto de vista moral, político y económico.

EXTENSIÓN DEL COMERCIO. SISTEMA MONETARIO

El comercio de los romanos marchaba completamente a la par con los progresos de su poder, y se hizo grandioso como este. Para formarse una idea de su verdadera actividad en el exterior, basta hojear las obras literarias de aquel tiempo, el teatro cómico sobre todo. Allí se veía al mercader fenicio conversando en su lengua y mezclando en el diálogo palabras griegas y semigriegas. Pero en la moneda y en los asuntos que con ella se rozaban es donde mejor se confirma la extensión y la intensidad del movimiento comercial. El dinero romano, o pieza de plata de diez ases (volumen I, libro segundo, pág. 473), sigue paso a paso a las legiones romanas.

Después de la conquista, las fábricas de moneda que había en Sicilia fueron completamente cerradas. La acuñación cesó en el año 542, tanto en Siracusa como en el resto de la isla, o fue reducida a la simple emisión de barras. Lo mismo aquí que en Cerdeña, el dinerillo de los romanos tuvo en adelante curso legal y probablemente exclusivo, o por lo menos circuló a la par de la antigua pieza local de plata. Anteriormente hemos dicho (pág. 78) que penetró también muy pronto en España, donde se explotaban las ricas minas de plata y donde no tuvo que sustituir ninguna moneda indígena. Así pues, en las ciudades españolas se pusieron desde muy antiguo monedas de plata bajo el pie monetario de Roma (pág. 220). Por otra parte, como Cartago emitía poca o ninguna moneda, hay que tener por cierto que en toda la región mediterránea del oeste no había ninguna fábrica importante fuera de las fábricas romanas, a no ser en Marsella y quizás entre los griegos ilirios de Apolonia y de Dirachium. Pero aun estos, cuando los romanos comenzaron a establecerse en la región del Po, usaron también la moneda romana (año 525). Si el derecho de acuñar se conservó en todas estas ciudades, los masaliotas, en cambio, se vieron obligados a arreglar su dracma al peso de la moneda de 3/4 de dinero; y por su parte el gobierno se puso a acuñar la misma moneda para la Italia del Norte, donde se le dio el nombre de victoriatus.[14] Y no fue solo entre los masaliotas, los italianos del norte y los ilirios donde se puso en práctica el nuevo sistema acomodado al sistema romano, en adelante las monedas greco-romanas tuvieron también curso en el norte, en el país de los bárbaros. Las de Masalia circulaban en toda la región del Ródano; las de Iliria, hasta en la región de la actual Transilvania. En Oriente, como no se había aún establecido la dominación romana inmediata, la moneda romana no tuvo curso exclusivo. Las transacciones mercantiles se arreglan en oro, metal intermediario natural de todo comercio internacional y trasmarino. En cuanto a los romanos, fieles a sus hábitos conservadores salvo en el momento del desastre financiero causado por la guerra con Aníbal (pág. 187), persistieron en no acuñar moneda de oro; se limitaron a la moneda de plata, y, como en los antiguos tiempos, a la de cobre, metal nacional de Italia. Pero ya las exigencias del comercio eran tales que obligaban a emplear el oro, no acuñado, sino ajustado a peso. En los ahorros del Tesoro, en el año 597 había apenas una sexta parte en plata en bruto o en lingotes, y cinco sextas partes en barras de oro.[15] En la misma proporción se hallarían indudablemente ambos metales preciosos en las cajas de los principales capitalistas romanos. Es evidente que desde este momento el oro ocupó el primer lugar en los grandes negocios; de donde se puede concluir que en el comercio general predominaban las operaciones realizadas con el extranjero, y sobre todo con los orientales, que después de Filipo y Alejandro el Grande habían adoptado el oro como metal circulante.[16]

RIQUEZA DE LOS ROMANOS

Roma era el centro donde, tarde o temprano, venían a concentrarse todas las ventajas obtenidas en el inmenso movimiento de los negocios emprendidos por sus capitalistas, porque, por más que muchos se estableciesen en el exterior, rara vez abandonaban la gran ciudad sin intención de volver a ella. Volvían un día con sus ganancias y colocaban sus capitales en Italia, o bien los hacían circular por el exterior con ayuda de sus relaciones adquiridas y continuaban desde la misma Roma sus antiguos negocios. La supremacía de la riqueza romana sobre el mundo civilizado era tan incuestionable como su dominación militar y política. En este aspecto, la situación de la República frente a los otros países era análoga a la ocupada en nuestros días por Inglaterra respecto del continente. «Para un romano no hay nadie rico», decía cierto día un griego hablando del segundo Escipión el Africano. ¿Qué era, pues, en aquella época en Roma poseer una gran fortuna? Lucio Paulo poseía setenta talentos, y pasaba por un senador medianamente acomodado. Mientras que el griego más opulento del siglo no poseía más de trescientos talentos, se creía que el primer Escipión no había hecho más que arreglar medianamente las cosas dotando a cada una de sus hijas en cincuenta talentos, teniendo en cuenta su posición social. De estos hechos, evidentemente, es fácil sacar la conclusión.

ESPÍRITU MERCANTIL

Después de esto, no tiene nada de extraño que se apoderase de la nación el espíritu mercantil, o mejor dicho, que las prácticas financieras en gran escala invadiesen prontamente todas las formas de la vida y todas las situaciones. Obedeciendo a una fuerza irresistible, la agricultura y aun el gobierno mismo no tardarán en reducirse a grandes empresas financieras. Ganar y aumentar su fortuna, he aquí el capítulo más importante de la moral pública y privada. «El haber de una viuda puede aminorarse —dice Catón en el Catecismo práctico dedicado a su hijo— pero el hombre debe aumentar siempre el suyo, y es más digno de renombre e inspirado por los dioses aquel cuyo libro de cuentas atestigua después de su muerte que ha ganado más que lo que heredó.» Así, pues, tratándose de un cambio de prestaciones, se respetaba por sí mismo el pacto concluido sin ninguna formalidad. La costumbre y la jurisprudencia abren la acción, en caso de engaño, a la parte lesionada,[17] pero la simple promesa de donación es nula en la teoría del derecho lo mismo que en la práctica. «En Roma —dice Polibio— nadie da a otro, si no está obligado a ello: nadie paga un óbolo antes del término fijado, aun cuando sea entre parientes.» Se vio entrar al legislador en el camino de una moral mercantil que consideraba un disipador a todo aquel que daba gratuitamente. Las donaciones, los legados y las cauciones fueron restringidas mediante una ley votada por el pueblo, y las herencias, por lo menos, pagaron un pesado tributo cuando no recaían en el sucesor más próximo. Al lado de estas medidas, y en perfecta concordancia con ellas, todos los actos de la vida de Roma revistieron una puntualidad mercantil y una probidad cuyas miras eran el respeto de sí mismo y de todos. Todo hombre ordenado está moralmente obligado a llevar con exactitud el registro de sus ingresos y de sus gastos; en toda casa bien montada hay una habitación para los negocios y una oficina (tablinum).[18] Todos se cuidan de no morir intestados; y Catón contaba entre las tres cosas que le remordían la conciencia «el haber estado un día, en cierta ocasión, sin tener arreglado mi testamento.» En los asuntos judiciales, los registros domésticos eran una prueba legal, casi lo mismo que los libros del comercio según nuestras leyes modernas. La palabra del hombre honrado era un testimonio contra sí y a su favor. Entre las gentes de buena reputación era muy común el juramento litisdecisorio. Exigido por una y prestado por otra de las partes, decidía jurídicamente el proceso. Según una regla tradicional (more majorum traditum), si faltaba la prueba, los jurados fallaban en favor del hombre de reconocida honradez y en contra del que tenía una vida relajada. Si por ambas partes era igual la reputación, buena o mala, votaban siempre a falta de pruebas a favor del defensor.[19]

Había mucho de convencional en esta respetabilidad que tenía su exacta expresión en la máxima, constantemente exagerada, de que «el hombre honrado no se hace pagar sus servicios». De esta forma nadie era remunerado: ni los funcionarios, oficiales, jueces o tutores, ni los hombres notables encargados de una misión pública, cualquiera que fuese, los cuales se reembolsaban a lo sumo sus gastos, ni los que de amigo a amigo se hacían un servicio recíproco. Solo a título gratuito era como se aceptaba el depósito de un amigo (depositum), como se le entregaba una cosa no susceptible de arrendamiento (préstamo de uso, commodatum) para usar de ella, o como se manejaban sus negocios o sus intereses (procuratio). Hubiera sido mal visto reclamar una indemnización cualquiera: aun cuando esta hubiese sido prometida, no habría sido admitida la acción. El hombre se había convertido en todo y por todo en un completo negociante. Así es que en vez del duelo, y aun del duelo político, los romanos de entonces tenían el arreglo en dinero y el proceso con depósito. En el procedimiento de la época a la que nos referimos, las cuestiones de honor se arreglaban por un pari entre el autor del perjuicio y la parte lesionada; uno sostenía la verdad y el otro la falsedad de la imputación. En cuanto a los hechos con demanda de pago de la suma estipulada, los jueces conocían en todas las formas de derecho. Ofensor u ofendido, se era libre de aceptar o no el desafío en materia de reto, tal y como en nuestros días; pero muchas veces, lo mismo que sucede hoy, no era el hombre honrado libre de rehusarlo.

LAS ASOCIACIONES

El mercantilismo había adquirido de este modo una influencia predominante en las costumbres romanas, y habría sido difícil que un hombre extraño a los negocios fuera capaz de medir su poder. Entre otros resultados importantes se siguió un desarrollo poco común del espíritu de asociación, que en Roma encontraba ya su alimento en las prácticas seguidas por el gobierno. Hemos mostrado en otro lugar que este acostumbraba entregar a los empresarios la gestión de los negocios financieros; pero la importancia de los intereses abandonados de este modo, y las seguridades que el Estado podía legítimamente exigir conducían naturalmente a que los arriendos y los suministros fuesen tomados por sociedades y no por capitalistas aislados. Todo el gran comercio se organizaba en forma de empresas. Como rasgo característico del sistema perfecto de las asociaciones, hallamos también en Roma la huella de una inteligencia entre las compañías en concurrencia para el establecimiento común de los precios, con lo cual se fundaba el monopolio.[20] En los asuntos de ultramar y en todos los sujetos a grandes riesgos, se vio a las sociedades ir tan lejos, que de hecho suplían por sí mismas la falta de contratos de seguros que la antigüedad no conoció. Nada más común que el préstamo marítimo y el préstamo a gran riesgo, como diríamos hoy, por el que las pérdidas y las ganancias de la especulación ultramarina se dividían proporcionalmente entre los propietarios del buque y del cargamento, y todos aquellos que habían prestado sus capitales para el armamento.

Además era un principio entre los hombres de negocios interesarse a la vez en muchas especulaciones, tomando solo pequeña participación en cada una; no les gustaba obrar completamente solos. Catón les aconseja no emplear nunca todo su capital en el armamento de un solo buque: «Vale más unirse a otros cuarenta y nueve especuladores para armar en común cincuenta buques, no teniendo de este modo más que una quincuagésima parte de riesgo». Cuán múltiples y complicadas operaciones engendraba tal sistema. Pero el negociante romano sabía suplirlas a fuerza de orden, trabajo y exactitud, con ayuda de su banda de esclavos y de emancipados, medio de acción mucho más poderoso que nuestras modernas factorías; y esto no juzgando las cosas más que desde el punto de vista del puro capitalista. De esta forma se vio a las asociaciones comerciales extender su red hasta la casa de todos los romanos notables. Polibio atestigua esto cuando dice que no había en Roma un solo hombre rico, que ya públicamente, ya en secreto, no estuviese interesado en las sociedades arrendatarias de los servicios del Estado; y con más razón debió colocar siempre la mayor parte de sus capitales en las compañías mercantiles. A esta causa también hay que atribuir la duración de las fortunas romanas, duración aún más admirable que su enormidad. Asimismo, cuando asistimos al juego regular de los estrechos pero sólidos principios que rigen entre ellos la administración completamente mercantil de las fortunas privadas, nos damos fácil cuenta del fenómeno que ya hemos mencionado; hablo de la esterilidad de las grandes familias romanas, intactas y homogéneas, por decirlo así, durante el transcurso de los siglos.

LA ARISTOCRACIA DEL DINERO

Al levantarse sin oposición los capitales sobre los demás elementos, nacieron y se extendieron muy pronto los vicios que son inseparables de aquellos en toda sociedad en que dominan. La igualdad civil herida ya de muerte por el advenimiento de una clase noble y dueña del poder recibió un nuevo ataque por la profunda división, cada día más marcada, entre los ricos y los pobres.

Hemos dicho anteriormente que la regla del buen tono exigía que los servicios fuesen gratuitos, y que era vergonzoso hacérselos pagar. Esta práctica, indiferente al parecer, sumergía a los capitalistas en un abismo de vicios y de orgullo. Y de hecho fue tal vez la causa que más contribuyó al cisma. No era solo el jornalero o artesano el que se hallaba rechazado por el propietario o el fabricante, afectando su desdeñosa respetabilidad. La misma distancia mediaba entre el soldado y el tribuno militar, y entre el escribiente o el lictor, y el magistrado. Se levantó también una barrera infranqueable formada por la Ley Claudia y por la moción de Flaminio (hacia el año 536). Esta ley prohíbe a los senadores o a sus hijos poseer buques, a no ser para el transporte de los productos de sus fincas; se les prohíbe también, según yo entiendo, el interesarse en las subastas públicas. En una palabra, no pueden hacer acto alguno que se relacione con lo que los romanos llamaban especulación (quœstus).[21] Semejantes prohibiciones no procedían en realidad de los mismos senadores. En ellas debe verse un acto de la oposición democrática, que quería en un principio poner término a las malas prácticas y al escándalo de los contratos administrativos verificados por los hombres del poder con el poder mismo. Quizá, como se ha visto muchas veces después, los capitalistas ya habían hecho causa común con los demócratas para desembarazarse por este medio de sus temibles rivales. Si tal fue su intención, no se realizó sino muy imperfectamente; las asociaciones abrían de par en par la puerta a capitalistas ocultos. Por otra parte y en cuanto a la ley, no hizo más que establecer una separación jurídica entre los notables que especulaban a las claras y los que lo hacían ocultamente. Al lado de la aristocracia política fundó la aristocracia de la riqueza en la clase a la que se daba particularmente el nombre de caballeros, y cuyas rivalidades con el orden noble llenan la historia de los siglos que siguieron.

ESTERILIDAD DEL SISTEMA CAPITALISTA

Aún no hemos terminado. El poder exclusivamente dado a los capitales tuvo como consecuencia el desarrollo desproporcionado del ramo del comercio en general más estéril, y en todo caso el menos productivo en la economía política. La industria, que debió ocupar siempre el primer rango, había caído en el último. El comercio florecía, pero era un comercio puramente pasivo. En la frontera norte Roma no pudo pagar ni una sola vez en mercancías por los esclavos sacados de los países célticos y aun de la misma Germania, e importados en grandes masas por Ariminum y otros mercados de la Italia septentrional. Desde el año 523 (231 a.C.) y por no remontarnos más, el gobierno creyó que debía prohibir la salida de numerario destinado a la Galia. En las transacciones con Grecia, Siria, Egipto, Cirene y Cartago, el balance comercial daba un resultado necesariamente perjudicial a los italianos. Roma se convirtió en la metrópoli de los Estados mediterráneos, e Italia en el suburbio o arrabal de Roma. Parece que no se aspiraba a nada más; con la incuria de la opulencia se acomodaban a ese comercio pasivo, cosa anexa a toda capital que no tiene más vida que la que le da su cualidad de capital. ¿Para qué producir? ¿No se poseía suficiente oro para comprar lo necesario y aun lo que no se necesitaba? El comercio de numerario y la percepción de tasas organizada mercantilmente, he aquí el verdadero dominio y la fortaleza de la economía romana. Así, pues, suponiendo que aún quedasen en Roma algunos elementos de vida para una clase media que llegaba a un regular bienestar, para un tercer estado insignificante que tenía suficientes recursos para vivir, se extinguieron muy pronto estos elementos, ahogados por los funestos progresos de los oficios serviles. En los casos más favorables, se aumentó únicamente la clase de los emancipados.

LOS CAPITALISTAS Y LA OPINIÓN. LA AGRICULTURA
SUFRE LOS EFECTOS DEL SISTEMA CAPITALISTA

Como en el fondo del sistema puramente capitalista no hay más que inmoralidad creciente, la sociedad y la comunidad romana se iban corrompiendo hasta la médula. El egoísmo más desenfrenado ocupó en ellas el lugar de la humanidad y del amor a la patria. La parte más sana de la nación sentía sin duda el mal; los odios instintivos de la multitud, lo mismo que la prudencia y los disgustos del hombre de Estado, se levantaban contra los prestamistas de profesión, contra esa industria perseguida por la ley durante tanto tiempo, y que en la actualidad estaba castigada incluso por su letra muerta. Leemos en una comedia de aquel tiempo:

En realidad yo os metería a todos en el mismo saco, a vosotros y a ellos (prostituidores y banqueros). Aquellos tienen por lo menos su mercancía en lugar oculto, pero vosotros os instaláis en medio del Forum. Aquellos desuellan en sus guaridas la gente que seducen, vosotros la desolláis en vuestro mostrador a fuerza de usura. Ha votado el pueblo muchas leyes contra vosotros, pero tan pronto como han sido votadas han sido violadas. Vosotros halláis siempre alguna hendidura por donde escapar. No son para vosotros nada más que agua hirviendo, que se enfría inmediatamente.[22]

Catón el reformador levantó la voz más que el poeta cómico. Léase el comienzo de su libro sobre la agricultura:

A veces es ventajoso comerciar, pero se arriesga en ello mucho; también lo es prestar con usura, pero es cosa poco honrosa. Nuestros padres quisieron, y lo consignaron en leyes, que el ladrón devolviese el doble de lo robado, y el usurero el cuádruple; de donde se deduce que, a sus ojos, es peor el usurero que el ladrón.[23]

En otra parte dice «que entre el usurero y el asesino» no hay gran diferencia. Agréguese a esto que sus actos no desmentían sus palabras. Siendo procónsul en Cerdeña trató tan mal como juez a los usureros romanos, que no quedó ninguno en el país. La mayoría de la clase gobernante veía mal los préstamos usurarios. No contentos con portarse en las provincias con probidad y honradez, sus representantes se esforzaban muchas veces en prevenir el mal y luchaban con todas sus fuerzas contra los usureros; pero ¿qué podían hacer los altos funcionarios que iban a las provincias como de paso, y cambiaban a cada momento? La ley no se aplicaba nunca de un modo constante e igual. Todos comprendían, y era fácil de comprender, que importaba menos poner la especulación bajo la vigilancia de la policía, que cambiar el sistema económico desde su cimiento. En este sentido es como hombres tales como Catón predicaban a favor de la agricultura con la palabra y el ejemplo. «Cuando nuestros antepasados —continúa Catón en su preámbulo— tenían que elogiar a un hombre de bien, lo ensalzaban como buen agricultor y labrador. Semejante elogio era el más grande que podía hacerse. Comprendo que el mercader es activo y anhela la ganancia, pero está expuesto a graves riesgos y a los golpes del infortunio. Y, además, ¿no es la agricultura la que suministra hombres más fuertes y soldados más vigorosos? ¿Qué ganancia más honrada y segura y menos expuesta a la envidia que la del labrador? Los que se consagran a las tareas del campo no piensan nunca mal.»[24]

Por último, hablando de sí mismo, el sabio anciano decía que su fortuna procedía de dos fuentes, la agricultura y la economía. Concedo que esta aserción no fuese muy lógica ni esté absolutamente conforme con la verdad;[25] sin embargo, para sus contemporáneos y la posteridad ha sido con razón el modelo del romano propietario y agrónomo. Desgraciadamente era muy cierto ya que por una consecuencia a la vez notable y funesta del estado económico, la agricultura, remedio tanto y tan cándidamente ensalzado, desfallecía también y caía envenenada por las prácticas de los capitalistas. El mal es evidente en la agricultura pastoril; por las razones expuestas disfrutaba del favor general, aunque el partido de la reforma de las costumbres no la viera del mismo modo. Pero ¿qué pasaba en el dominio de la agricultura propiamente dicha? La guerra hecha por el capital al trabajo desde el siglo III hasta el V de la fundación de la ciudad, guerra que arrancaba al libre campesino la renta de toda su finca por el interés de una pequeña deuda y que la hacía pasar a manos de un usurero enteramente ocioso, esta guerra había cesado principalmente por los progresos del sistema económico, es decir, por la extensión del capital latino impulsado por el camino de la especulación hasta las playas del Mediterráneo. Pero en la época que vamos historiando, mientras el ancho campo de las transacciones comerciales no era suficiente para las masas de capitales acumulados en Roma, la ley, en sus ilusiones, tendía por medios completamente artificiales a encerrar y concentrar las fortunas de los senadores en la propiedad del pueblo itálico. Después envilecía sistemáticamente el valor de la propiedad territorial en Italia, bajando hasta lo máximo el precio de los cereales. Inmediatamente se empeñó una nueva lucha entre el capital y el trabajo libre, o lo que era lo mismo en la antigüedad, entre el capital y las clases rurales. La primera guerra había sido muy funesta, y sin embargo, parecerá dulce y humanitaria después de presenciada la segunda. Los capitalistas no prestaron ya a los campesinos; pero, además, ¿cómo hacerlo cuando el pequeño poseedor no sacaba de su tierra ningún producto líquido? Práctica muy sencilla y muy radical. Al capitalista le resultaba más ventajoso comprar el campo mismo y convertirlo por lo menos en alquería cultivada por esclavos. Esto se llamaba también agricultura; y, después de todo, no niego que el capital fuese aplicado a la producción de frutos de la tierra. Catón es exacto en el bosquejo que nos ha legado de la agricultura de su tiempo; pero cuán opuesto es este cuadro a la agricultura tal como él la pinta y aconseja. En aquella época había un senador romano que poseía cuatro dominios iguales al dominio modelo de Catón. Sin embargo, ¿qué población podría haber en aquellas tierras, que en la época de la pequeña propiedad debieron nutrir a ciento cincuenta familias de campesinos? Apenas una familia libre, y cuando más cincuenta esclavos solteros. He aquí el tan decantado remedio que debía restaurar la prosperidad económica de Roma. A la antigua enfermedad había sustituido otra que era aún peor.

DESARROLLO ECONÓMICO DE ITALIA

Los resultados generales del sistema se manifestaron primeramente en el cambio de relaciones y de cifras de población. La condición de los diversos países de Italia variaba mucho: en algunos, es necesario confesarlo, había mejorado. Los numerosos colonos establecidos entre el Apenino y el Po se habían conservado, y solo desaparecieron muy lentamente. Polibio, que viajaba por el país al fin del período del que nos ocupamos, ensalza el número, la robustez y la fuerza física de los habitantes. Agrega que con una legislación mejor concebida hubiera sido posible hacer no de la Sicilia, sino de esta región del Po, el granero de Roma. Asimismo, en el Picenum y en la campiña de los galos (ager gallicus), donde las tierras pertenecientes a los dominios comunales habían sido distribuidas en lotes en virtud de la Ley Flaminia, había una población muy densa por más que la guerra contra Aníbal la hubiese diezmado. En Etruria y en Umbría, la organización interior de las ciudades sujetas ponía un obstáculo al progreso de las clases rurales libres; pero en el Lacio la situación era mejor. No se le podía arrebatar completamente la ventaja de su vecindad al territorio inmediato a la capital; además, no había sufrido el azote de la guerra púnica, como tampoco los valles escondidos en la montaña del país marso y sabélico. Por el contrario, aquella guerra había llevado su devastación por toda la Italia del Sur, y arruinado por completo, además de una multitud de pequeñas ciudades, los dos grandes centros de Tarento y de Capua, cada uno de los cuales había logrado poner en campaña un ejército de treinta mil hombres en otro tiempo. En un principio el Samnium pudo escapar a los desastrosos efectos de las guerras del siglo V. Según el censo del año 529 contaba con la mitad de hombres válidos de todas las ciudades latinas reunidas; y muy probablemente, fuera de la región inmediata a Roma poblada de ciudadanos, era el país más floreciente de Italia. Pero luego los ejércitos de Aníbal lo convirtieron en un desierto; a pesar de las numerosas asignaciones hechas a los veteranos de Escipión, hubo necesidad de que reparasen sus pérdidas. En cuanto a la Campania y a la Apulia, tan pobladas anteriormente, salieron de la guerra en peor situación aún, al haber sido maltratadas a la vez por amigos y enemigos. En esta última provincia Roma también distribuyó asignaciones que no prosperaron. Las fértiles llanuras de Campania se habían conservado más pobladas; pero los territorios de Capua y de las demás ciudades que hicieron defección durante la lucha con los cartagineses habían caído bajo el dominio de la República, y, en vez de tenerlos en propiedad, los ocupantes no los poseían más que a título de arrendatarios por tiempo ilimitado. Por último quedaban aún los grandes países del Brutium y Lucania; poco poblados de suyo antes de la guerra, habían sufrido después todo su peso. Una vez terminada, las terribles ejecuciones consumaron su ruina, y Roma no hizo serios esfuerzos para restablecer allí en buen pie la agricultura. Exceptuando Valentia (Vibo, hoy Monteleone) no se vio progresar ninguna colonia.

Más allá de todas las diferencias en la condición política y económica de las diversas regiones de Italia, y el estado relativamente próspero de algunas, no puede menos que reconocerse que en conjunto ha habido un movimiento de retroceso. Lo declaran testigos irrecusables; y Catón y Polibio, sin haberse puesto previamente de acuerdo, hacen notar que, a fines del siglo VI, Italia estaba mucho menos poblada que a fines del V. Según ellos tampoco podía suministrar los grandes ejércitos que había provisto en la primera guerra púnica. Dificultad creciente del reclutamiento y organización de los ejércitos, supresión forzosa de condiciones exigidas para entrar en la legión, quejas de los aliados contra la enormidad de los contingentes: todo viene a confirmar el dicho de aquellos autores. En lo que respecta al pueblo romano, hablan muy claramente las cifras. En el año 502, poco antes de la expedición de Régulo a África, Roma contaba con doscientos noventa y ocho mil ciudadanos en estado de tomar las armas. Treinta años después, poco antes de comenzar la guerra contra Aníbal (año 534), no había más que doscientos setenta mil, o sea una décima parte menos. Veinte años después, hacia el fin de la guerra, se había reducido la cifra a doscientos catorce mil; por consiguiente, había disminuido una cuarta parte. Avancemos un siglo más. No ha sobrevenido ninguna gran catástrofe. El establecimiento de las grandes colonias de la Italia del Norte ha dado al movimiento de población un impulso sensible y excepcional. Y, sin embargo, vemos que apenas alcanza a la cifra de los primeros tiempos de este período. Si consideramos el estado de la población itálica no ciudadana, hallaremos también un déficit proporcionalmente más considerable. No encontramos la prueba de una disminución colateral de fuerzas físicas; pero, por los escritos de los agrónomos, ¿no sabemos acaso que habían cesado poco a poco la leche y la carne de ser el principal alimento del común del pueblo? La población servil crece a medida que decrece la población libre. Durante el siglo de Catón, la cría de animales ya supera al cultivo de los campos en Apulia, en Lucania y en el Brutium, y los esclavos semisalvajes viven como señores en los dominios que se les han dejado. La Apulia no estaba segura en lo más mínimo, y por eso fue necesario destinar a esta región una fuerte guarnición. En el año 569 se descubrió en este país una conspiración de esclavos organizada en gran escala y que extendía sus ramificaciones en las cofradías de los Bacanales; allí cerca de siete mil hombres fueron condenados a muerte. En el año 558, los soldados romanos tuvieron que marchar a Etruria contra una banda de esclavos insurrectos; y en el mismo Lacio faltó poco para que otra banda de esclavos fugitivos sorprendiese y se apoderase de las ciudades de Setia y Preneste en el año 556. La nación va en visible decadencia; esta antigua sociedad de ciudadanos libres se descompone en señores y en esclavos. Es verdad que las dos guerras con Cartago habían diezmado y arruinado a los ciudadanos y a los aliados; pero no hay duda tampoco de que los grandes capitalistas contribuyeron a la degeneración física de los habitantes y a la despoblación de Italia, tanto por lo menos como Amílcar y Aníbal. ¿Hubiera podido hacer algo en esto el gobierno? No es fácil contestar esta pregunta. Es cosa horrible y vergonzosa a la vez, que en medio de estos círculos de la aristocracia romana, en su mayor parte bien intencionados y enérgicos, no haya habido una sola persona que viese claramente la situación, y la inminencia y la grandeza del peligro. Sabida es la historia durante la primera lucha con Cartago de aquella dama romana de alta alcurnia, la hermana de uno de los muchos almirantes que la víspera eran simples ciudadanos y cuya impericia causaba ordinariamente la pérdida de las escuadras: hallándose un día en el Forum en medio de las masas, se la oyó gritar que ya era tiempo de que se reemplazase a su hermano del mando de la escuadra, y que era necesario para mejorar la situación purgar la patria de malos ciudadanos. No era más que un pequeño número el que se atrevía a sentir y a hablar de este modo; pero no por esto dejaban de ser la expresión viva de la culpable indiferencia y del desdén de las clases altas hacia el ciudadano pobre y hacia el campesino. Aun sin querer su perdición, la dejaban consumarse; y la devastación, que marchaba a pasos de gigante, se extendió sobre aquella tierra de Italia poco tiempo atrás tan floreciente, y que proporcionaba antes un suficiente y modesto bienestar a las numerosas tribus de sus alegres y libres habitantes.