VII
EL OCCIDENTE DESDE LA PAZ CON ANÍBAL
HASTA EL FIN DEL TERCER PERIODO
SUMISIÓN DE LA REGIÓN DEL PO
GUERRAS CON LOS GALOS
Las guerras de Aníbal habían interrumpido la extensión de las fronteras romanas hasta los Alpes, o como se decía ya, hasta la frontera de Italia, así como también la obra de organización y colonización de la Galia cisalpina. No hay ni que decir que ahora la República volvía a tomar las cosas en el punto en el que se había visto obligada a dejarlas. Los galos eran los primeros que lo sabían. Desde que se hizo la paz con Cartago (año 553) había reanudado la lucha en el territorio más inmediato, en el de los boios. Estos consiguieron una primera victoria sobre las milicias romanas formadas recientemente y con gran rapidez. Obedeciendo los consejos de Amílcar, oficial cartaginés del ejército de Magón que había permanecido en la Italia del Norte aun después de la partida de su jefe, los galos se levantaron en masa en el año 554 (200 a.C.). Los romanos tuvieron que luchar no solo contra los boios y los insubrios, inmediatamente expuestos a sus armas, sino también contra los ligurios, sobreexcitados por la aproximación del peligro común. Por último, la juventud cenomana se sublevó contra el acuerdo de sus jefes más prudentes y respondió al grito de los pueblos germanos. De las dos barreras que cerraban el paso a las invasiones de los galos, Plasencia y Cremona, la primera sucumbió y, a excepción de unos dos mil hombres, todos sus habitantes perecieron, mientras que la segunda fue cercada. Las legiones acudieron allí donde aún podía salvarse algo. Se dio una gran batalla al pie de los muros de Cremona, en la que la destreza militar del general cartaginés no pudo suplir la inferioridad de sus soldados. Los galos no pudieron resistir el choque de las legiones, y Amílcar quedó entre los muertos que cubrían el campo de batalla. Sin embargo, la guerra se prolongó, y el ejército victorioso en Cremona sufrió al año siguiente una sangrienta derrota a manos de los insubrios, debida principalmente al descuido de su jefe. Por otra parte, la colonia de Plasencia no pudo ser restablecida hasta el año 556, y esto con gran trabajo. Pero para esta lucha desesperada era necesario estar unidos; y la desunión debilitó la liga de los galos. Boios e insubrios se querellaron, y, no contentos con retirarse de la alianza nacional, los cenomanos compraron un vergonzoso perdón vendiendo a sus hermanos. En una batalla que los insubrios enfrentaron en las orillas del Mincio, los cenomanos les cometieron traición, los atacaron por la espalda y ayudaron a exterminarlos. Humillados y solos frente al enemigo, que ya se había apoderado de Como, los insubrios hicieron la paz en el año 558 (196 a.C.). Los cenomanos e insubrios sufrieron condiciones más duras que las impuestas ordinariamente a los aliados italianos. Roma no olvidó fijar y reforzar la separación legal entre galos e italianos. Se estipuló que ninguno de esos dos pueblos celtas podría adquirir el derecho de ciudad. A los transpadanos se les dejaron su existencia y sus instituciones nacionales; continuaron viviendo organizados no en ciudades, sino en tribus esparcidas, y parece que no se les exigió ningún impuesto periódico. Tuvieron la misión de servir como arrabales a los establecimientos de los romanos en la ribera cispadana, y de rechazar en la frontera itálica las hordas procedentes del norte, o las cuadrillas de ladrones acantonados en los Alpes, que se arrojaban a cada instante sobre estas fértiles regiones. Su latinización fue muy rápida, pues no estaba en la índole de la raza gala resistir largo tiempo, tal como habían hecho los sabelios y los etruscos. El famoso poeta cómico Statius Cecilius, muerto en el año 586 (158 a.C.), era un insubrio emancipado; y Polibio, que visitó la Galia cisalpina a fines del siglo VI, afirma, aunque con exageración quizá, que no quedaban más que un corto número de aldeas celtas ocultas al pie de los estribos de los Alpes. Los vénetos, por su parte, parece que defendieron por más tiempo su nacionalidad.
MEDIDAS TOMADAS CONTRA LAS INCURSIONES
DE LOS TRANSALPINOS
Pero, como puede comprenderse, la atención de los romanos se dirigió principalmente hacia los medios de impedir las incursiones de los galos transalpinos; Roma quería hacer una barrera política de esa barrera natural que separa la península del resto del continente. Entre los cantones vecinos de este lado de los Alpes ya se había abierto paso el miedo al nombre romano. ¿Cómo explicar, si no, la paralización de estos galos que veían impasibles cómo destruían o esclavizaban a sus hermanos cisalpinos? Incluso hubo más: los pueblos establecidos al norte de la cordillera, desde los helvecios (entre el lago Leman y el Mein), hasta los carnios o tauriscos (Carintia y Estiria), desaprobaron oficialmente en sus respuestas a los enviados de Roma que les presentaban las quejas de la República, la tentativa de algunas tribus celtas que se habían atrevido a pasar la montaña para establecerse pacíficamente en la Italia del Norte. Por su parte, estos mismos emigrantes, después de haber pedido humildemente al Senado que les asignase tierras, obedecieron dóciles la orden dura que los obligaba a cruzar nuevamente los montes (de 568 a 575), y dejaron arrasar la ciudad que ya habían fundado en las inmediaciones de Aquilea. Como se ve, el Senado no hace excepción en su regla de prudencia. En adelante, las puertas de los Alpes permanecieron cerradas a los celtas, y se castigó con terribles penas a todo aquel súbdito cisalpino de Roma que intentase atraer a Italia bandas emigrantes. Una tentativa de este género ocurrida en el extremo superior del mar Adriático, en una región hasta entonces desconocida, y quizá también el designio de Filipo de Macedonia de penetrar en Italia por la ruta del noreste, así como Aníbal lo había hecho poco antes por la del noroeste, fue la causa de que se fundara en estos parajes la colonia italiana más septentrional (de 571 a 573). Aquilea no solo servirá para cerrar el paso al enemigo, sino que también garantizará la navegación en este golfo y ayudará a impedir las incursiones de los piratas, que aún aparecían algunas veces en él. La colonización de Aquilea hizo que estallara la guerra con la Istria (de 576 a 577), guerra que terminó pronto con la toma de algunos castillos del rey Aépulo, y que no ofrece ningún incidente notable, a no ser el terror pánico que se apoderó de la escuadra ante la sorpresiva noticia de que el campamento romano había sido tomado por un puñado de bárbaros. Una especie de escalofrío hizo que se estremeciese toda la península.
COLONIZACIÓN DE LA GALIA CISALPINA
Los romanos en la Galia cispadana procedieron de modo diferente. El Senado había tomado la firme resolución de incorporar el país a la Italia romana. Los boios, al ser atacados en su propia existencia, se defendieron con la tenacidad de la desesperación. Pasaron el río e intentaron sublevar a los insubrios, bloquearon al cónsul en su campamento, y faltó poco para que lo destruyeran. Plasencia se defendió con gran trabajo de sus furiosos ataques. Finalmente se dio el último combate cerca de Mutina, combate largo y sangriento, pero en el que triunfaron los romanos (561). En adelante la lucha ya no es una guerra, sino una verdadera cacería de esclavos, y no hubo en el territorio boio lugar más seguro para el hombre libre que el campamento de los legionarios, donde se refugiaron las personas notables que habían sobrevivido. El vencedor pudo decir, sin envanecerse mucho, que de la nación de los boios no quedaban más que unos cuantos niños y ancianos. Este pueblo se resignó a su suerte. Los romanos le exigieron la mitad de su territorio, y ellos accedieron, ya que no era posible negarse. Aún hay más, los boios desaparecieron hasta de los estrechos límites que les fueron asignados, pues se fueron confundiendo con el pueblo vencedor.[1]
Una vez arrasada la Galia cisalpina, los romanos reinstalaron las fortalezas de Plasencia y de Cremona, cuyos habitantes habían sido destruidos o dispersados en los últimos años de guerra. Se enviaron nuevos colonos al antiguo territorio de los senones y a las regiones inmediatas. Roma fundó además Potentia (cerca de Recanati, no lejos de Ancona), Pisaurum (Pesaro), y más lejos, en el país boio recientemente adquirido, las plazas fuertes de Bononia (en 565), Mutina (en 571) y Parma (571). Ya antes de las guerras de Aníbal se había comenzado la colonización de Mutina, pero su organización definitiva fue impedida por la guerra. Como de costumbre, se construyeron grandes vías militares para enlazar todas las ciudadelas unas con otras. Se continuó la vía Flaminia desde Ariminum, que era su límite septentrional, hasta Plasencia, y esa prolongación tomó el nombre de vía Emiliana (567). La calzada Casiana, que iba de Roma a Arretium, y que desde hacía tiempo llevaba el nombre de vía Municipal de Comunicación, fue continuada y reconstruida por la metrópoli (probablemente en el año 583). Cabe aclarar que ya desde el año 567 se había cruzado el Apenino desde Arretium hasta Bononia; allí se enlazaba con la vía Emiliana, que recorría directamente la distancia entre Roma y las ciudades de la región del Po. El efecto de todos estos trabajos fue la supresión del Apenino como frontera entre el territorio de la confederación italiana y el de los galos; de ahora en más, el Po fue la frontera verdadera. Del lado de acá domina el sistema de los municipios itálicos; del lado de allá comienzan los cantones célticos. El nombre de territorio galo (Ager Gallicus), que conservó la región entre los Apeninos y el Po, no tuvo en adelante ninguna significación política.
LOS LIGURIOS
El mismo comportamiento observó Roma respecto del escabroso país del noroeste, cuyos valles y montañas estaban habitados por los esparcidos y aislados pueblos ligurios. Todo lo que tocaba la orilla norte del Arno fue aniquilado. Una suerte muy triste tocó a los apuanos en particular. Sitiados en el Apenino entre el Arno y el Magra, talaban y saqueaban constantemente el territorio de Pisa, el de Mutina o el de Bononia. Aquellos a quienes el acero perdonó la vida fueron trasladados a la baja Italia, a las inmediaciones de Benevento (año 574). Mediante estas enérgicas medidas, toda la población de los ligurios fue exterminada o encerrada en los montes entre el Arno y el Po. Sin embargo, Roma tuvo que luchar con esta población todavía en el 578 (176 a.C.) para reconquistar la colonia de Mutina, de la que se habían apoderado. La fortaleza de Luna, construida sobre el antiguo territorio de los apuanos (cerca de Spezzia), defendió por este lado la frontera, como en otra parte la defendía Aquilea de los transalpinos. Roma tuvo en ella un magnífico puerto, que fue el punto de escala ordinario para los buques que iban a Masalia o a España. También debe referirse a estos tiempos la construcción de la vía Aureliana, que iba de Roma a Luna a lo largo de la costa, y de la vía Transversal, que ponía en comunicación las vías Aureliana y Casiana y conducía de Luca a Arretium, por Florencia. Por otra parte, los combates continuaron sin tregua con las tribus más occidentales establecidas en el Apenino genovés y en los Alpes marítimos. Los habitantes de esta región eran vecinos incómodos dedicados por mar a la piratería, y por tierra al saqueo y al pillaje. Los pisanos y masaliotas sufrían diariamente incursiones de estas hordas o ataques de sus piratas. Aunque perseguidos sin descanso, no se dieron nunca por vencidos; y quizá Roma tuviese interés en exterminarlos. Aparte de la vía por mar, sin duda le interesaba tener abierta una comunicación terrestre con la Galia transalpina y con España, así que se esforzó en tener expedita, al menos hasta los Alpes, la gran vía que iba desde Luna hasta Ampurias pasando por Marsella. Pero sus esfuerzos se limitaron a esto. Del otro lado de los Alpes, los masaliotas se encargaban de vigilar la costa para seguridad de los viajeros por tierra, y el golfo para la de los buques romanos. El macizo del interior, con sus habitantes pobres, hábiles y astutos, y sus rocas y valles infranqueables que eran verdaderos nidos de ladrones, fue una escuela en la que se endurecían y formaban los soldados y oficiales del ejército de la República.
CÓRCEGA Y CERDEÑA
Guerras muy semejantes a las citadas ensangrentaron el suelo de Córcega y más aún el de Cerdeña, donde los insulares se arrojaban con frecuencia sobre los establecimientos de la costa y tomaban venganza de las algaradas que los romanos efectuaban en el interior.
La historia ha conservado el recuerdo de la expedición de Tiberio Graco contra los sardos (en 577), no tanto por haberlos «pacificado», como porque se vanagloriaba de haber matado a ochenta mil hombres y de haber enviado a Roma un número tan grande de esclavos que se hizo una frase proverbial la de «¡a vil precio como un sardo!».
CARTAGO
En África la política romana se mostró estrecha en sus miras y falta de generosidad. Como no la guiaba otro pensamiento que el de impedir la resurrección de Cartago, tiene a la desgraciada ciudad en una presión perpetua y constantemente suspendida sobre su cabeza la declaración de guerra, cual espada de Damocles. Véase en primer lugar el tratado de paz del año 531 (201 a.C.). Si bien deja a los cartagineses su antiguo territorio, garantiza también a Masinisa, su temible vecino, todas las posesiones que le pertenecían a él o a sus antepasados, aun dentro de los límites del territorio cartaginés. ¿Acaso semejante cláusula no parece escrita con el fin de crear obstáculos y dificultades más que con el de allanarlos? Lo mismo puede decirse de la otra condición impuesta a los fenicios, la de no hacer jamás la guerra a los aliados de Roma, de tal suerte que, según la letra del tratado, no tenían derecho a rechazar al númida cuando invadiese su territorio. Enredados en estas pérfidas cláusulas, con sus fronteras siempre inciertas y siempre en cuestión, y colocados entre un vecino poderoso, a quien nada detenía, y un vencedor que era juez y parte en el litigio, la situación de los cartagineses fue mala desde un principio, pero en la práctica resultó ser mucho peor de lo que se había creído. En el año 561, Masinisa los atacó fundándose en pretextos frívolos. La región más rica de su Imperio, el país de los mercados en la pequeña Sirtes (Bizancena), fue en parte saqueado y en parte ocupado por los númidas. Después continuaron diariamente las usurpaciones y se apoderaron de toda la campiña, de tal forma que los cartagineses se mantuvieron a duras penas en sus poblaciones más importantes. «¡Solo en estos dos últimos años, decían a los romanos en el 582, se nos han arrebatado setenta pueblos!» Envían a Italia embajada tras embajada. Conjuran al Senado para que les permita defenderse con las armas, o les envíe un plenipotenciario que señale fronteras y así se enteran de una vez y para siempre lo que les cuesta la paz. Por último, piden que se los declare súbditos de Roma antes que entregarlos de este modo a los libios. Pero el gobierno romano, que desde el año 554 (200 a.C.) había dejado vislumbrar a su cliente númida la perspectiva de un aumento de territorio a expensas naturalmente de Cartago, no veía mal que este fuese apoderándose de la presa prometida. Sin embargo, tuvo que refrenar una o dos veces la avidez excesiva de los libios, encarnizados ahora en tomar plena venganza de sus sufrimientos pasados. En realidad, esta había sido la única mira que Roma había considerado al colocar a Masinisa como vecino de Cartago. Ninguna eficacia produjeron las quejas ni las súplicas. Unas veces, los comisionados que Roma había mandado a África se volvían sin pronunciar sentencia después de largas averiguaciones sobre los hechos; otras, cuando el proceso se seguía en Roma, los enviados de Masinisa protestaban falta de instrucciones y se aplazaba la cuestión. Los cartagineses necesitaban una paciencia verdaderamente fenicia para poder resignarse a una situación insufrible, y para mostrarse además dispuestos a prestar todo género de servicios, obedientes hasta la exageración, y siempre dóciles hacia aquellos señores tan duros, cuyos desdeñosos favores solicitaban mediante grandes remesas de trigo.
ANÍBAL. REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN DE CARTAGO.
HUIDA DE ANÍBAL. CONTINÚA EN ROMA LA IRRITACIÓN CONTRA
CARTAGO
Sin embargo, no todo era paciencia y resignación en esta actitud de los vencidos. Aún no había muerto el partido de los patriotas. Aún tenía a su cabeza al héroe que era temible para los romanos en cualquier parte que estuviese. Este partido no había renunciado a aprovecharse de las complicaciones próximas y fáciles de prever entre Roma y los imperios del Oriente. Tal vez entonces sería posible volver a comenzar la lucha. Los altos designios de Amílcar y de sus hijos habían fracasado principalmente por las faltas cometidas por la oligarquía cartaginesa. En consecuencia era necesario, ante la eventualidad de futuros combates, reformar sus instituciones. La reforma política y financiera de Cartago se verificó con la presión de la necesidad, que indicaba cuál era el mejor camino, y con las ideas sabias y grandes de Aníbal, y de su maravilloso imperio sobre los hombres. Los oligarcas habían colmado la medida de sus criminales locuras cuando comenzaron una instrucción en forma contra el gran capitán, «por no haber querido tomar Roma por asalto, y por haberse apoderado fraudulentamente del botín reunido en Italia». Aquella facción corrompida fue abatida y dispersada por una moción que presentó el mismo Aníbal. En su lugar estableció un régimen democrático, más apropiado a las necesidades del pueblo (antes del año 559). Hizo que en las arcas del Tesoro se ingresasen los atrasos y las sumas extraídas, y se organizó una comprobación ordenada. Una vez regularizadas, las rentas no tardaron en permitir que se pagase la contribución de guerra debida a Roma sin recargos ni impuestos adicionales. Roma, que estaba a punto de emprender la lucha con el gran rey, veía con inquietud estos progresos. Por lo demás, no era un puro efecto del miedo la previsión de un desembarco de un ejército en Italia, y la posibilidad de que se encendiese de nuevo la guerra dirigida por Aníbal, justo mientras las legiones estaban ocupadas en Asia Menor. Sería injusto considerar como un gran crimen el hecho de que los romanos mandasen embajadores a Cartago con el encargo de pedir que Aníbal fuese entregado a Roma (año 559). Es verdad que se experimenta un profundo desprecio hacia aquellos miserables y rencorosos oligarcas que escribían a los enemigos de su patria denunciándoles todas las inteligencias secretas del gran hombre con las potencias hostiles a Roma. Pero todo induce a creer que la acusación era fundada. La misión de los enviados romanos llevaba consigo la confesión vergonzosa de los terrores de la poderosa República. ¡Temblaba materialmente ante un simple sufete de Cartago! Consecuente consigo mismo, y generoso hasta el fin, el altivo vencedor de Zama combatió esta medida en pleno Senado; pero semejante confesión en boca de los romanos era después de todo la verdad desnuda. Roma no podía tolerar que el Barca con su genio extraordinario estuviera a la cabeza del gobierno de Cartago. No estaba allí en boga la política del sentimiento. En cuanto a Aníbal, no le extrañó la resolución de Roma ni el peso que esta echaba sobre su nombre. Como él era quien había hecho la guerra a los romanos, solo él, y no Cartago, debía sufrir la suerte del vencido. Los cartagineses se humillaron, y dieron gracias al cielo cuando el héroe, siempre prudente y rápido en sus decisiones, huyó a refugiarse en Oriente. Con esta actitud evitó que cometiesen una iniquidad, y que recayese sobre ellos una gran ignominia, por más que hicieron cuanto estuvo a su alcance para cometerla. Desterraron para siempre al más grande de sus conciudadanos, confiscaron sus bienes y arrasaron su casa. Así vino a cumplirse en la persona de Aníbal esta profunda máxima: «Cuéntanse entre los favoritos de los dioses aquellos a quienes estos colman la medida de las alegrías y de los pesares».
Su partida, y esta fue la nueva injusticia de Roma, no alteró en lo más mínimo la conducta de esta hacia Cartago. Se mostró más dura, suspicaz y vejatoria que nunca con la ciudad infortunada. En esta se agitaban constantemente las facciones; pero una vez alejado el hombre eminente que había estado a punto de cambiar la marcha del mundo político, la facción de los patriotas no tenía en Cartago más importancia que la de los patriotas en Etolia o en la Acaya. Entre los agitadores había algunos que, con gran prudencia y acierto en sus cálculos, hubieran querido reconciliarse con Masinisa, y hacer de su opresor del momento el salvador de los fenicios. Pero ni el partido nacional, ni el partido libio de la facción patriota pudieron apoderarse del gobierno, que continuó en manos de los oligarcas filorromanos. Estos, sin renunciar en absoluto al porvenir, se empeñaban en no buscar la salvación y la libertad interior de Cartago en el presente más que en el protectorado de la República. Por lo que parece, esto debió haber sido bastante como para tranquilizar a Roma. Sin embargo, ni las masas, ni los gobernantes, por lo menos aquellos que tenían sentimientos más mezquinos, podían dominar sus temores. Por otra parte, los mercaderes romanos envidiaban siempre aquella ciudad, pues no perdía su vasta clientela comercial a pesar de su decadencia política y continuaba siendo poderosa por sus riquezas y sus inagotables recursos. En el año 567 el gobierno cartaginés ofreció el pago íntegro y anticipado de las anualidades de la tasa de guerra estipulada por el tratado del año 553. Pero Roma, cuyo objeto era tener a Cartago como tributaria más que capitalizar su crédito, se negó. De esta forma confirmó una vez más que, a pesar de todos sus esfuerzos y los medios empleados, Cartago no estaba arruinada en manera alguna, y, lo que es más, era imposible arruinarla. Estos rumores fueron tomando cuerpo, pues se propalaba que los pérfidos fenicios se entregaban a manejos secretos. Por ejemplo, se decía que habían visto en Cartago a un emisario de Aníbal, Ariston de Tiro, que había venido expresamente a anunciar al pueblo la próxima llegada de una escuadra asiática (561); o que el Senado, reunido en el templo del Esculapio cartaginés, había recibido en audiencia secreta a los embajadores de Perseo (581). En otra ocasión no se hablaba en Roma más que de una gran escuadra armada en Cartago por orden del rey de Macedonia (583). En realidad no había nada de cierto en estos rumores, a no ser los fantasmas forjados en la imaginación de muchos visionarios, pero ¿qué importa si eran la señal de nuevas exigencias de la diplomacia romana y de nuevas incursiones por parte de Masinisa? Cuanto menos admisible era, más se arraigaba en los espíritus la convicción de que era absolutamente necesaria una tercera guerra púnica para desembarazar a Roma de su rival.
LOS NÚMIDAS. MASINISA
PROGRESO DE LA CIVILIZACIÓN DE LOS NÚMIDAS
Pero mientras que el poder de los fenicios disminuye en su patria electiva de la misma forma que en su patria originaria, a su lado crecía un nuevo Estado. Desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, la costa septentrional de África ha sido habitada por un pueblo que en su lengua se denomina schilah o tamazigt, y que los griegos y los romanos han designado con el nombre de nómadas o númidas, «pueblo pastor». Los árabes lo designan con el nombre de bereberes, que también quiere decir schavi (pastores), y que nosotros denominamos kabilas. A juzgar por su idioma, este pueblo no se enlaza con ninguna otra raza conocida. En la época de las prosperidades de Cartago, los númidas habían sabido mantenerse independientes, aunque hay que exceptuar a aquellos que vivían en los alrededores de la ciudad o que estaban establecidos a lo largo de la costa. Pero aun obstinándose en su vida pastoral, como hacen los actuales habitantes del Atlas, habían recibido el alfabeto y los rudimentos de la civilización fenicia (pág. 19). Sus jeques mandaban frecuentemente a sus hijos para que se educasen en Cartago, y se emparentaban con los cartagineses mediante matrimonios. Como no entraba en los cálculos de la política romana poseer dominios ni fundar establecimientos en el África, prefirió favorecer allí el desarrollo de una nación poco considerable para necesitar protección, pero bastante fuerte para oprimir a Cartago, reducida como estaba a su territorio africano. Los príncipes indígenas suministraban el medio apetecido. En tiempos de la guerra de Aníbal, los pueblos del norte de África obedecían a tres grandes jefes o reyes, que arrastraban en pos de sí una multitud de príncipes feudatarios, según la costumbre del país. El primero era el rey moro Bocchar. Sus Estados se extendían desde el océano Atlántico hasta el río Molochat (hoy Oued Miluia, en la frontera marroquí de la Argelia). Después de él venía Sifax, rey de los masaesilios, señor del país situado entre el Molochat y el cabo Perse (Tritum Promontorium, hoy cabo Bujarum), que, como vemos, se extendía sobre las actuales provincias de Orán y Argel. El tercero era Masinisa, rey de los masiles, cuyo territorio se extendía desde el cabo antes citado hasta la frontera de Cartago (provincia de Constantina). El más poderoso, Sifax, rey de Siga (cerca de la desembocadura del Tafna), había sido vencido durante la última guerra púnica. Conducido a Italia como cautivo, murió en la prisión, y la mayor parte de sus extensos dominios pasaron al poder de Masinisa. En vano Vermina, su hijo, que a fuerza de humildes súplicas había obtenido de los romanos la restitución de una parte de los Estados de su padre (554), intentó quitar al aliado más antiguo y preferido de la República el título lucrativo de ejecutor de los altos hechos contra Cartago. No había podido adelantar nada. Masinisa, pues, fue el verdadero fundador del reino de los númidas. Fuese elección o casualidad, nunca se había encontrado un hombre más a propósito que él para lo que necesitaba esta situación. Sano y de cuerpo robusto hasta en la vejez, sobrio y tranquilo como un árabe, soportaba sin trabajo las más duras fatigas: expiaba inmóvil en el mismo lugar desde la mañana hasta la noche, o cabalgaba veinticuatro horas seguidas. Por otra parte, se había experimentado como soldado y como general en las vicisitudes y aventuras de su juventud, y en los campos de batalla de España. También es cierto que dominaba el arte más difícil de imponer la ley en su numerosa familia, y de conservar el orden en sus Estados; y que estaba igualmente dispuesto para arrojarse sin reparo alguno a los pies de un protector más poderoso, o para hollar sin piedad el cuerpo de un enemigo débil. Conocía además perfectamente la situación de Cartago, pues allí se había educado y había frecuentado las casas más notables; y estaba animado, en fin, por un odio completamente africano contra sus antiguos opresores. Este hombre notable fue el alma del movimiento de su pueblo en su camino de transformación; era una verdadera encarnación de los vicios y virtudes de su raza. La fortuna lo secundó en todo, y le dejó tiempo para realizar su obra. Murió a los noventa años (del 516 al 605) y a los sesenta de su reinado, conservando hasta el fin sus fuerzas físicas e intelectuales. Dejó un hijo de un año y la fama del hombre más vigoroso, y del rey mejor y más feliz de su siglo. Ya hemos hecho notar la parcialidad calculada de la política de los romanos en África, y de qué modo Masinisa ponía decididamente su buena voluntad al servicio de sus propios intereses, y extendía sin cesar su reino a expensas de Cartago. Toda la región del interior hasta los límites del desierto se sometió espontáneamente a su cetro. También se le entregó el valle superior del Bagradas con la ciudad de Vaga; extendió sus conquistas hasta la costa del este de Cartago, y se apoderó de la Gran Leptis, antigua colonia de Sidon (Lebedah), y de los países circunvecinos. Su reino se extendía desde la frontera mauritana a la de la Cirenaica, y rodeaba por todas partes el reducido territorio de Cartago. Los fenicios estaban como ahogados por él. No hay duda de que aspiraba a que Cartago fuese su futura capital; buena prueba de ello es el partido libio que hemos visto que se había formado en la ciudad fenicia. Pero no era solo por la pérdida de su territorio por lo que Cartago había sufrido. A instigación de Masinisa, los pastores de la Libia se habían transformado por completo. Imitando el ejemplo de su príncipe, que extendió por todas partes la agricultura y dejó inmensos dominios a sus hijos, los númidas se fijaron en el suelo y emprendieron el cultivo de los campos. Al mismo tiempo que hacía de sus nómadas ciudadanos, convertía a sus hordas de bandoleros en batallones de soldados dignos de combatir, de ahora en adelante, al lado de las legiones romanas. De esta manera, a su muerte legó a su sucesor un tesoro repleto, un ejército disciplinado y hasta una escuadra. Cirta (Constantina), su residencia real, se había convertido en la capital floreciente de un Estado poderoso y en uno de los grandes centros de la civilización fenicia. El rey se dedicaba a propagarla con la intención de fundar el imperio numido-cartaginés que soñaba su ambición. Los libios, que antes de él habían vivido oprimidos, se elevaban a sus propios ojos. La lengua y las costumbres nacionales reconquistaron su terreno en las antiguas ciudades fenicias, y hasta en la Gran Leptis. El simple bereber se sintió en un principio igual al fenicio, y luego su superior, bajo la égida de la República. Los enviados de Cartago oyeron decir un día en Roma que ellos eran los extranjeros, porque el país pertenecía a los libios. Por último, la civilización libio-fenicia se hallaba viva y poderosa en el norte de África, aun en tiempo de los emperadores romanos; pero esto seguramente se debía menos a Cartago que a los esfuerzos de Masinisa.
ESPAÑA. SU CIVILIZACIÓN
En España las ciudades griegas y fenicias de la costa, como por ejemplo Ampurias, Sagunto, Cartagena, Málaga y Gades, se sometieron voluntariamente a la dominación romana puesto que, abandonadas a sí mismas, no podían defenderse de los indígenas. Por la misma razón se unió Masalia, por más que fuese más grande y fuerte, y se unió sin vacilar y estrechamente a la República. Servía constantemente de punto de escala entre Italia y España, y tenía en Roma una poderosa protectora. Pero los indígenas de España dieron que hacer a los romanos de una manera increíble. No hay duda de que en el interior del país había algunos elementos de civilización propia, cuyo cuadro no sería fácil trazar por completo. Entre los iberos hallamos una escritura nacional muy extendida dividida en dos ramas principales: una entre el Ebro y los Pirineos, y la otra en Andalucía. A su vez, ambas se subdividían en una porción de ramales, y se remontaban hasta tiempos muy antiguos, aproximándose más al antiguo alfabeto griego que al de los fenicios.
Se cuenta que los turdetanos (Sevilla) poseían cantos antiguos, un código de leyes versificadas que contenía seis mil versos, y hasta sus anales históricos. Este pueblo era uno de los más adelantados y de los menos belicosos, pues no hacía la guerra más que con soldados mercenarios. A la misma región son aplicables los relatos de Polibio. Al hablar del estado floreciente de la agricultura y de la cría de ganado entre los españoles, refiere que el trigo y la carne se vendían a un precio ínfimo por falta de salida, y enumera también las magnificencias de los palacios de los reyes, con sus vasos de oro y de plata, llenos de «vino de cebada». Una parte de España, por lo menos, asimiló rápidamente los usos y la civilización romana, y hasta se latinizó antes que las demás provincias transmarinas. Los baños calientes, por ejemplo, estaban ya en uso entre los indígenas tanto como entre los italianos. Esto sucedía también con la moneda romana; en ninguna parte, fuera de Italia, entró tan rápidamente en la circulación usual. Además, la moneda acuñada en España la imitó y tomó por tipo, lo cual se explica fácilmente conociendo las riquísimas minas de la península. La plata de Osca (Huesca), o el dinero español con su inscripción en lengua ibera, es mencionada ya en el año 559. Y en efecto su acuñación no pudo haber comenzado más tarde, puesto que es una copia exacta del antiguo dinero romano. Pero si bien es verdad que los indígenas habían abierto en cierto modo un camino a la civilización y a la dominación romana en el sur y en el este, y que aquí se implantaron sin obstáculos, no sucede lo mismo, ni con mucho, en el oeste, norte e interior del país. Las rudas y numerosas poblaciones se mostraban aquí absolutamente refractarias a todo progreso. En Intercacia (no lejos de Palencia), en el territorio de los vaceos y en la Tarraconense, por ejemplo, se ignoraba todavía en el año 600 el uso del oro. No se entendían entre sí, ni con los romanos. El rasgo característico de estos españoles libres era el espíritu caballeresco, tanto en los hombres como en las mujeres. Al mandar a sus hijos al combate, la madre procuraba despertar en ellos el entusiasmo con el relato de las hazañas de sus antepasados, y las jóvenes iban espontáneamente a ofrecer su mano al más valiente. Entre ellos se practicaba el duelo, tanto para disputar el premio del valor guerrero como para ventilar sus cuestiones. Los asuntos de herencia entre los príncipes, parientes del jefe difunto, se resolvían también en esta forma.
Con frecuencia un guerrero ilustre solía salir de las filas e ir ante el enemigo a provocar a un adversario determinado, llamándolo por su nombre; el vencido dejaba al vencedor su espada y su capa, y a veces estipulaba con él el pacto de hospitalidad. Veinte años después de las guerras de Aníbal, la pequeña ciudad celtíbera de Complega (hacia las fuentes del Tajo) hizo saber al general de los romanos que reclamaba por cada hombre muerto en la batalla un caballo y una capa, y añadió que, si se negaba, le costaría muy caro. Exagerados en su orgullo y en su honor militar, muchos no querían sobrevivir a la vergüenza de verse desarmados. Siempre estaban dispuestos a seguir al primer reclutador que llegaba, e ir a jugarse la vida en las cuestiones entre los extranjeros. Prueba de esto es el mensaje que un romano que los conocía muy bien envió un día a una banda de celtíberos que servían a sueldo con los turdetanos: «¡O volved a vuestras casas, o pasad al servicio de Roma con doble paga, o fijad el lugar y día para la batalla!». Si nadie venía a solicitarlos, se reunían en bandas e iban a pelear por su cuenta: talaban los países donde reinaba la paz más completa y ocupaban las ciudades, exactamente igual que los bandoleros de Campania. Tal era la inseguridad y el salvajismo de las regiones del interior que entre los romanos se consideraba como una pena rigurosa el ser internado hacia el oeste de Cartagena. Y aún más, ante el menor trastorno en cualquier punto del país, los jefes romanos no se podían mover en la España ulterior sin una escolta segura, que algunas veces constaba hasta de seis mil hombres. ¿Se quiere una prueba de ello? Ampurias, en el extremo oriental de los Pirineos, formaba una doble ciudad grecoespañola, en la que los colonos griegos vivían, por decirlo así, pared por medio con las naturales. Instalados todos en una península separada de la ciudad española por una fuerte muralla, todas las noches colocaban una tercera parte de sus milicias cívicas para guardarla, y en su única puerta había constantemente uno de sus primeros magistrados. Ningún español tenía entrada allí, y los griegos no iban a vender sus mercancías a los indígenas sino con una buena escolta.[2]
GUERRAS ENTRE LOS ROMANOS Y LOS ESPAÑOLES
Era una tarea muy ruda la que se habían impuesto los romanos al querer dominar y civilizar aquellos pueblos turbulentos, amantes de los combates fogosos a la manera del Cid, y arrebatados como Don Quijote. Militarmente hablando, la empresa no ofrecía grandes dificultades. Es verdad que los españoles habían mostrado desde las murallas de sus ciudades, o en las filas del ejército de Aníbal, que no eran enemigos despreciables. Muchas veces hicieron huir o destruyeron las legiones cuando se lanzaban sobre ellas con bravura sin igual en columnas cerradas, armados de espada corta de dos filos, arma que los romanos les copiaron más tarde. Si hubieran podido someterse a la disciplina y hubiesen tenido alguna cohesión política, habrían sido bastante fuertes para rechazar victoriosamente al invasor extranjero. Pero su bravura era la del guerrillero, no la del soldado propiamente dicho, y carecían por completo de sentido político. Jamás hubo entre ellos guerra ni paz, tal como César les echará en cara tiempo después. En paz jamás estuvieron tranquilos; en guerra se condujeron siempre mal. Los generales de Roma dispersaban fácilmente las bandas de insurrectos que podían alcanzar; pero el hombre de Estado no sabía a qué recursos había de apelar para poder apaciguar sus constantes sublevaciones e irlos civilizando. Todos los medios empleados no eran más que paliativos, porque, en la época de la que nos ocupamos, aún no se había comenzado a emplear fuera de Italia el único remedio eficaz, es decir, la colonización latina en gran escala.
El país adquirido por Roma en el transcurso de sus guerras con Aníbal se dividía naturalmente en dos vastas regiones: el antiguo dominio de Cartago, compuesto de lo que es en la actualidad Andalucía, Granada, Murcia y Valencia; y la región del Ebro, o las actuales Cataluña y Aragón. Estas dos regiones formaron más tarde los respectivos núcleos de las dos provincias: ulterior y citerior. En cuanto al interior del país (lo que hoy ocupan ambas Castillas), los romanos le daban el nombre de Celtiberia, y quisieron también conquistarlo palmo a palmo. Se contentaron con tener a raya a los habitantes del oeste, entre otros a los lusitanos (Portugal y Extremadura), y rechazarlos cuando invadiesen la España romana. Por último quedaban los pueblos de la costa septentrional, los gallegos, los astures y los cántabros (Galicia, Asturias y Vizcaya), a los que Roma dejó completamente a un lado.
EJÉRCITO PERMANENTE DE OCUPACIÓN. MARCO CATÓN
Para mantenerse y fortificarse en las recientes conquistas se necesitaba un ejército permanente de ocupación, pues el gobernador de la España citerior debía tener a raya a los celtíberos, entre otros, y el de la España ulterior tenía que rechazar todos los años los ataques de los lusitanos. Por esto fue necesario tener constantemente en pie de guerra cuatro gruesas legiones (unos cuarenta mil hombres), sin contar las milicias del país sometido que se les unían y reforzaban, sacadas por los romanos mediante las levas. Esta era una medida nueva y grave desde una doble perspectiva. Al emprender por primera vez en gran escala y de manera permanente la ocupación de un país muy poblado, era necesario para proveer a ello prolongar el tiempo de servicio de los legionarios. Enviar tropas a España en las condiciones ordinarias y no conservar a los hombres en los cuadros más que un año, como regularmente se hacía salvo en las guerras difíciles y en las expediciones importantes, hubiera sido ir en contra de las necesidades reales de la situación, hubiera sido dejar sin defensa ante las continuas insurrecciones a los funcionarios que se enviaban a gobiernos de regiones lejanas. Retirar las legiones era cosa imposible; licenciarlas por masas era en extremo peligroso. Los romanos comenzaron a sentir y comprender que la dominación de un pueblo sobre otro no cuesta caro solamente al subyugado, sino también al que subyuga. Se murmuraba muy alto en el Forum contra los odiosos rigores del reclutamiento para España. Cuando los jefes se negaron, y con razón, al licenciamiento de sus legiones después de expirado el plazo, hubo conatos de insurrección, y los soldados amenazaron con abandonar el ejército a pesar de todas las prohibiciones.
En lo tocante a las operaciones de guerra, puede decirse que no tenían más que una importancia secundaria. Volvieron a comenzar después de la partida de Escipión (pág. 157), y duraron todo el tiempo que siguió la guerra contra Aníbal. Cuando se estipuló la paz con Cartago, se tranquilizó también la península; pero no tardaron en surgir nuevos trastornos. En el año 557 (197 a.C.), se levantó en ambas provincias una insurrección general: el gobernador de la España citerior se vio muy apurado, y el de la ulterior fue completamente derrotado y muerto. Hubo que comenzar todo de nuevo. Un hábil pretor, Quinto Minucio, pudo hacer frente al primer peligro; pero el Senado juzgó prudente enviar a un cónsul y mandó a Marco Catón (año 559). A su llegada a Ampurias encontró toda la provincia citerior levantada en armas; no le quedaban más que uno o dos castillos en el interior y la plaza en la que desembarcaba. El ejército consular presentó la batalla a los insurgentes, y, después de una lucha sangrienta cuerpo a cuerpo, se decidió la victoria para los romanos, gracias a su táctica y a las reservas que atacaron en el momento decisivo. Toda la España citerior fue sometida, pero esta sumisión no fue más que aparente, porque al primer rumor de que el cónsul había partido para Italia volvió a comenzar la insurrección. Pero la noticia era falsa, y Marco Catón exterminó a los sublevados, vendió en masa a los cautivos como esclavos y ordenó el desarme de todos los españoles de la provincia. Mandó destruir en un mismo día las murallas de todas las ciudades indígenas desde los Pirineos hasta el Guadalquivir. Aun cuando ignoraron la universalidad de esta medida, pues no tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo, casi todas las ciudades obedecieron; y si algunas se resistieron, cuando los romanos se presentaron no osaron afrontar los males de un asalto. Estos medios enérgicos produjeron un efecto durable. Sin embargo, no hubo año en que no fuera necesario reducir a la obediencia algún valle, o destruir alguna fortaleza construida sobre cualquier roca, incluso en la provincia que se decía pacificada. Las continuas incursiones de los lusitanos en la España ulterior dieron también qué hacer a los romanos, que fueron muchas veces derrotados en encarnizados combates. En el año 563, por ejemplo, el ejército tuvo que abandonar su campamento después de haber experimentado sensibles pérdidas, y volver a toda prisa a un país amigo. Después de ser derrotados en dos batallas, la primera dada por el cónsul Lucio Emilio Paulo en el año 563, y la otra, aún más notable porque se destacó la bravura del pretor Cayo Calpurnio, dada en el año 569 del otro lado del Tajo, los lusitanos tuvieron que permanecer tranquilos por algún tiempo.
TIBERIO GRACO
La dominación de los romanos sobre los celtíberos en la España citerior, nominal hasta entonces, se afirmó por los esfuerzos de Quinto Fabio Flacco, que los derrotó por completo en el año 573, y sometió los cantones inmediatos. Para esto también fueron fundamentales los esfuerzos de Tiberio Graco, su sucesor (del 575 al 576). Este sometió trescientas ciudades y aldeas; pero, aprovechándose más de su dulzura y de su habilidad que de la fuerza, fundó definitivamente y de una manera durable la dominación de Roma entre los naturales. Fue el primero que supo atraer a los notables del país y hacerlos entrar en las filas de las legiones. Creó entre ellos una clientela y asignó tierras a las bandas errantes, o las reunió en ciudades (testigo de esto es la ciudad española de Graccuris, antes Illurcis,[3] a la que dio su nombre romano). ¡Era el mejor remedio para concluir con aquella especie de piratería continental! Por último, arregló mediante justos y sabios tratados las relaciones entre varios pueblos y los romanos, con lo cual contuvo desde su mismo origen las futuras insurrecciones. Su memoria fue venerada, y, a pesar de los movimientos frecuentes y parciales, hubo en la península española una tranquilidad relativa.
ADMINISTRACIÓN DE ESPAÑA
Aunque muy parecida a la de Sicilia y Cerdeña, la administración de las dos provincias españolas no fue exactamente igual a la de aquellas islas. En ambos países se confió el poder supremo a dos procónsules, nombrados por primera vez en el año 557. En este mismo año se deslindaron las fronteras, y se completó la organización administrativa de las dos provincias de España. La Ley Bebia decidió sabiamente que los pretores destinados a la península en adelante debían ser nombrados por dos años; pero, desgraciadamente, el aumento extraordinario de los aspirantes a los altos empleos y la rivalidad del Senado contra los altos funcionarios impidieron su aplicación regular. La bienalidad de los pretores continuó siendo una excepción aun en estas provincias lejanas y difíciles de conocer por parte del administrador. Cada doce meses el pretor se veía desposeído, como efecto de una mutación intempestiva. Todas las ciudades sometidas eran tributarias, pero, en vez de los diezmos y peajes exigidos a los sicilianos y a los sardos, impusieron a los pueblos y ciudades españolas cuotas fijas en plata o en productos naturales. En esto los romanos imitaban lo que los cartagineses habían hecho antes que ellos; pero, a instancia de los interesados, en el año 583 (171 a.C.) el Senado prohibió que se recaudasen en adelante por medio de requisiciones militares. Podían admitirse en pago cereales, pero los pretores no podían exigir más que la vigésima parte de la cosecha. Además, el mismo senadoconsulto prohibía a la autoridad suprema local fijar por sí sola el valor en tasa. En cambio, y por una medida diferente de las tomadas en otras partes, como por ejemplo en la tranquila Sicilia, los españoles tuvieron que suministrar soldados para el ejército, y sus contingentes fueron fijados cuidadosamente en los tratados. Algunas ciudades tuvieron también derecho de acuñar moneda, mientras que en Sicilia Roma se lo había reservado a título de regalía. Aquí necesitaba el concurso de sus súbditos para no darles instituciones provinciales muy suaves, y hasta para arreglar su administración. Entre las más favorecidas se encontraban, en primer lugar, las ciudades marítimas de origen griego, fenicio o romano, como Gades, Tarragona, etc., que eran como las columnas que sostenían su Imperio. Roma las admitió en su alianza de un modo enteramente particular. En suma, financiera y militarmente hablando, España costaba a la República más de lo que le producía. Bien pudiéramos preguntarnos por qué no se había desembarazado de su onerosa conquista, considerando que las posesiones transmarinas no estaban enteramente de acuerdo con las miras de su actual política exterior. Sin duda habrá tomado en consideración los crecientes intereses del comercio, la riqueza de España en minerales de hierro, y sus minas de plata aún más ricas y célebres desde hacía mucho tiempo hasta en Oriente.[4] Se apoderó de ellas como había hecho antes Cartago, y el mismo Marco Catón había organizado su explotación (año 559). Pero la razón determinante de su ocupación directa es en mi sentir la siguiente: en España no tenía una potencia intermediaria como la República masaliota en las Galias, o como el reino númida en Libia. Abandonar la península a sí misma hubiera sido ofrecerla de nuevo a la ambición de otra familia de Barcas, o de aventureros que acudirían inmediatamente a fundar aquí un imperio.