II
GUERRA DE SICILIA ENTRE ROMA Y CARTAGO

ASUNTOS DE SICILIA. LOS MERCENARIOS
CAMPANIOS. LOS MAMERTINOS

Hacía más de un siglo que la rivalidad entre los cartagineses y los siracusanos atraía sobre la bella tierra de Sicilia el azote de la guerra. Los beligerantes se combatían unas veces con las armas y otras con la propaganda política. Cartago tramaba intrigas con la oposición aristocrática y republicana de Siracusa, y los dinastas siracusanos se entendían con el partido nacional en las ciudades griegas tributarias de Cartago. Cada uno de los adversarios tenía su ejército de mercenarios; Agatocles y Timoleon reclutaban sus soldados para mantener sus guerras, y otro tanto hacían los generales fenicios. Y, como por ambas partes se empleaban los mismos medios para la lucha, también fue por ambas partes una serie de perfidias sin ejemplo hasta entonces en la historia del Occidente. En la paz del año 440 (314 a.C.) Cartago se había contentado con la tercera parte de la isla al oeste de Himera y de Heráclea Minoa, y había reconocido formalmente la hegemonía de Siracusa sobre todas las ciudades del este. Luego de que Pirro fuera arrojado de Sicilia y de Italia (año 479), la mayor parte de la isla y la importante plaza de Agrigento habían quedado en poder de los cartagineses. Los siracusanos no poseían más que Tauromenium (Taormina) y el extremo sudeste. Una banda de mercenarios extranjeros se había apoderado de Messina, la segunda ciudad de la costa oriental, que se conservaba a la vez independiente de Siracusa y de Cartago. Estos aventureros dueños de Messina eran originarios de la Campania. La Campania, que había caído en la disolución por el violento establecimiento de los sabelios en Capua, se había convertido en los siglos IV y V (volumen I, libro segundo, pág. 374) en la tierra predilecta de reclutamiento de mercenarios, que se ofrecían a los príncipes y a las ciudades, así como ocurrió posteriormente en la Etolia, Creta y Laconia. La semicivilización que los griegos habían creado, el lujo bárbaro de Capua y de las demás ciudades, y, por otra parte, la impotencia política a la que las había condenado la supremacía de Roma, aunque no les hubiera impuesto un régimen severo que les quitase su libertad interior, eran las causas que habían impelido a la juventud del país a presentarse a los reclutadores que acudían allí de todas partes. La juventud se vendía sin preocuparse para nada de su honor ni de su conciencia; y, como sucede siempre en semejantes casos, iba perdiendo el recuerdo de la patria en tanto se acostumbraba a la violencia, a la vida desordenada del soldado aventurero, y a no guardar miramiento a la fe jurada, que violaba a cada paso. ¿Cómo habían de creerse culpables los campanios que se apoderaron de Messina? ¿No era provechoso hacerse dueños de la ciudad confiada a su custodia, cuando eran bastante poderosos como para conservarla? Es hasta donde ellos podían alcanzar. ¿No habían hecho los samnitas exactamente lo mismo con Capua? ¿O acaso los lucanios habían usado mejores medios para apoderarse de una infinidad de ciudades griegas? Ningún país era tan propicio como la Sicilia para semejantes empresas; ya durante la guerra del Peloponeso los generales campanios se habían apoderado de Entella y de Etna. Sucedió, pues, que hacia el año 470 (284 a.C.) una tropa campania que había estado al servicio de Agatocles, y que después de su muerte, ocurrida en el 465, buscaba aventuras por su propia cuenta, se había apoderado, como ya hemos dicho, de Messina. Esta era la segunda ciudad de la Sicilia griega, y el núcleo principal de la facción antisiracusana en la parte del país que había permanecido en poder de los griegos. En esa ocasión todos los ciudadanos habían sido degollados o expulsados; y las mujeres, los niños y las casas habían sido divididas entre los invasores. Dueños de la ciudad, los mamertinos, o hijos de Marte (como ellos se denominaban), no tardaron en fundar un tercer Estado, y, aprovechándose de los trastornos que siguieron a la muerte de Agatocles, sometieron toda la parte noroeste de la isla. Su triunfo no fue mal visto por los cartagineses al considerar que los siracusanos, en vez de tener a su lado una ciudad emparentada por la raza, aliada o súbdita, iban a tener que habérselas con un vecino temible. Así es que, con la ayuda de los fenicios, los mamertinos pudieron resistir a Pirro; y después de que el rey se marchó lograron reconquistar inmediatamente todo su poder, que por un momento había quedado mermado. Sentaría mal a un historiador el atenuar el odioso atentado con que los mamertinos habían comenzado su establecimiento en Messina; pero no se eche tampoco en olvido que el dios de la historia no es el dios que «venga en los hijos, hasta la cuarta generación, el crimen de los padres». ¡Nada más justo que condenar a estos hombres, en el caso de que se nos llamase para juzgar las faltas del prójimo! En cuanto a mí, no puedo dejar de reconocer que quizá de este modo hubiera podido salvarse la Sicilia. ¿No podría este poder joven y vigoroso, que se fundaba en sus propias fuerzas y que ponía en campaña ocho mil soldados, renovar un día el combate y hacer frente a todos los extranjeros, máxime cuando a pesar de las continuas guerras los greco-silicianos iban olvidando el oficio de las armas?

HIERON DE SIRACUSA
GUERRA ENTRE SIRACUSANOS Y MAMERTINOS

Pero estaba dispuesto de otro modo. Un joven capitán siracusano, Hieron, hijo de Hierocles, descendiente de Gelon por su origen y de Pirro por sus enlaces matrimoniales, y que pertenecía por sus brillantes hechos de armas a la escuela de este último, atraía entonces las miradas de sus conciudadanos y las de los soldados. Aclamado por estos, que estaban en lucha ahora con la ciudad, se puso a la cabeza del ejército en el año 479 (275 a.C.). Con sus acertadas medidas y con la nobleza y moderación de su actitud, se captó muy pronto el afecto de los siracusanos, acostumbrados al despotismo innoble de los tiranos y de los demás greco-siciliotas. Se desembarazó de las bandas indisciplinadas de sus mercenarios, si bien por medio de una perfidia, y restableció las milicias ciudadanas. Siendo en un principio un simple general, luego rey, y puesto a la cabeza de un ejército nuevo de tropas nacionales y de soldados recientemente enganchados que se dejaban manejar más fácilmente, se propuso levantar de sus ruinas el Imperio griego. Por un lado, estaba en paz con Cartago, que había ayudado a arrojar a Pirro. Por otro, los enemigos más próximos de Siracusa eran los mamertinos, los compatriotas de aquellos mercenarios a quienes habían destruido la víspera, es decir, los asesinos de sus huéspedes griegos, los invasores del territorio de Siracusa, los opresores o incendiarios de una multitud de pequeñas ciudades helénicas. En consecuencia Hieron hizo alianza con los romanos, que por este mismo tiempo mandaban sus legiones contra los campanios de Rhegium, aliados, compatriotas y cómplices de los mamertinos (volumen I, libro segundo, pág. 435), y después marchó contra Messina. Consiguió una gran victoria: fue proclamado rey por los siciliotas, y obligó a los mamertinos a encerrarse en su ciudad, donde los tuvo rigurosamente sitiados por espacio de algunos años. Así, reducidos al último extremo, se veían en la imposibilidad de sostenerse por más tiempo. No podían pensar en rendirse estableciendo alguna condición. El hacha del verdugo había hecho ya rodar en Roma las cabezas de los campanios de Rhegium; y el mismo suplicio les esperaba a ellos seguramente en Siracusa. No les quedaba más que un recurso, el de entregarse a los romanos o a los cartagineses, que se darían por muy satisfechos al adquirir una posición de tal importancia, a cambio de algunos escrúpulos que pronto olvidarían. Pero ¿a quién convendría más entregarse: a los fenicios o a los dueños de Italia? La cuestión merecía un detenido examen y una atenta consideración. Después de haber vacilado largo tiempo, la mayoría de los campanios mamertinos se decidió a favor de Roma, y le mandó inmediatamente la llave de los mares de Sicilia.

ENTRAN LOS MAMERTINOS
EN LA CONFEDERACIÓN ROMANO-ITÁLICA

La hora en que los diputados mamertinos fueron recibidos en el Senado romano fue una hora solemne y decisiva en la historia. Nadie había podido prever los gigantescos acontecimientos que iban a tener lugar al día siguiente de pasar ese estrecho brazo de mar que separa a Italia de Sicilia. Sin embargo, no se escapaba a la sagacidad de los padres del Senado que, cualquiera fuese la resolución que se tomase, jamás habían discutido otra igual ni de tanta gravedad. Para los espíritus severos y honrados podía parecer extraño que se vacilase un solo instante. ¿Cómo romper con Hieron por semejante motivo? Durante la víspera se había aplicado el castigo más ejemplar y despiadado a los campanios de Rhegium; ¿cómo hablar siquiera de formar alianza con los bandidos de Sicilia, tan criminales como aquellos? Por razón de Estado se les iba a hacer gracia de un suplicio merecido; pero hacerse sus amigos… ¡qué cosa podía prestarse más a la declamación que semejante escándalo! Iba a sublevarse la conciencia de todos, tanto de amigos como de enemigos. No obstante, a todo esto había una cosa que contestar, incluso ante aquellos para quienes la moral es en la política práctica algo más que una palabra vana. Roma no estaba obligada a considerar a unos extranjeros, que eran culpables solo hacia otros extranjeros, en la misma línea que a los ciudadanos romanos que en efecto fueran culpables de infidelidad a su juramento y a sus banderas, y estuvieran manchados con la sangre traidoramente vertida de otros aliados de Roma. Esta no debía juzgar a los mamertinos, ni vengar a los sicilianos de Messina. Si no se hubiese tratado más que de la posesión de esta plaza entre los mamertinos y los siracusanos, Roma hubiera podido dejar correr los acontecimientos. Pero aspiraba el dominio de Italia, así como Cartago la posesión de Sicilia, ni más ni menos; y hasta puede dudarse de que una u otra pensasen por entonces traspasar sus propias fronteras. A ambas les había parecido útil que se formase un Estado intermedio que las separase. Los cartagineses hubieran querido que estuviese en Tarento; los romanos, en Siracusa y en Messina. Pero como esto era imposible, ambas querían también absorber todo el territorio neutral, fortificándose cada cual a expensas de su rival. Cartago había intentado apoderarse en Italia de Rhegium y de Tarento en el momento en que Roma se hacía dueña de ellas, y solo por casualidad había fracasado su tentativa. Roma encontraba, a su vez, una ocasión propicia para unir Messina a la sinmaquia latina. No decidirse prontamente era condenar a la ciudad siciliana, que no podía ya defender su independencia y era además hostil a Siracusa, a que se echara en brazos de los africanos. Por lo tanto, ¿debía dejarse escapar la ocasión, que no volvería a presentarse jamás, de apoderarse de la cabeza del puente entre Italia y Sicilia, y asegurar para siempre su posesión poniendo en ella una fuerte guarnición? ¿Era prudente renunciar a Messina, al dominio del último paso que quedaba libre entre el este y el oeste, y sacrificar de este modo las franquicias comerciales de Italia? Por otra parte, aun prescindiendo de los sentimientos morales y de la justicia política, la ocupación de Messina se prestaba a serias objeciones. ¡Vendría inmediatamente la guerra con Cartago, no había que dudarlo! Si no se retrocedía ante tal perspectiva, y Roma después de todo no tenía por qué temerla, debía reconocerse, sin embargo, que al atravesar el mar se lanzaba a una empresa inmensa. En efecto, se pasaban los límites propios de Italia y los de la política continental de Roma; se abandonaba el sistema que había fundado su grandeza; y se lanzaba por un camino nuevo a un porvenir desconocido. Había llegado para los hombres de Estado de la República la hora de dejar a un lado los cálculos excesivamente prudentes. Solo podía guiarlos la fe en su propia estrella, la fe en los destinos de la patria. ¿Debían coger aquella mano que se les tendía a través de las nubes del porvenir? ¿Debían seguirla acaso ciegamente? Largas y dudosas fueron las deliberaciones del Senado sobre la moción presentada por los cónsules para que fuesen las legiones en auxilio de los mamertinos. No pudo llegarse a un acuerdo, pero el pueblo, al que se había sometido este grave asunto, tenía un sentimiento más vivo de la grandeza romana, edificada con sus esfuerzos. La conquista de Italia abrió a Roma, como a los macedonios la de Grecia o a los prusianos la de Silesia en el siglo XVIII, una carrera nueva y enteramente distinta. Un voto de la asamblea favorable a los mamertinos los colocó en la clientela de la República. Fueron recibidos en la confederación itálica a título de «italianos transmarinos», pero con los mismos derechos que los del continente.[1] De esta forma, renovando los cónsules su moción en los comicios, el pueblo dispuso que se fuese en auxilio de los mamertinos (265 a.C.).

ENFRIAMIENTO DE LAS RELACIONES ENTRE CARTAGO Y ROMA
LOS CARTAGINESES EN MESSINA. MESSINA ES OCUPADA
GUERRA ENTRE ROMA POR UN LADO, Y CARTAGO Y SIRACUSA POR OTRO.
SE CELEBRA LA PAZ CON HIERON

Faltaba saber cómo acogerían la intervención de los romanos las dos potencias sicilianas interesadas en este negocio, y que habían sido sus aliados hasta entonces, al menos nominalmente. Cuando Roma les indicó que debían abstenerse de toda hostilidad contra sus nuevos confederados, con justo motivo Hieron hubiera podido responder con una declaración de guerra (lo mismo que los samnitas habían hecho en otro tiempo, después de que Capua y Thurium fueran ocupadas de manera análoga). Pero hacer por sí solo una declaración de guerra a los romanos hubiera sido una locura. El rey era un político demasiado sabio y moderado como para oponerse a un mal inevitable si Cartago persistía en su neutralidad, cuestión que no parecía imposible a primera vista. En este momento (265 a.C.), seis años después de haber abortado la tentativa de la armada cartaginesa contra Tarento (volumen I, libro segundo, pág. 434), partió una embajada de Roma pidiendo explicaciones sobre este asunto. El Senado juzgó conveniente resucitar un agravio, verdadero en el fondo, pero olvidado hacía mucho tiempo. En medio de los preparativos de la lucha, no era superfluo tener preparado en el arsenal diplomático de Roma un motivo o casus belli; de este modo se preparaba el papel de parte ofendida para el caso en que, según la costumbre de Roma, tuviera que hacer la declaración de guerra. Todo juicio imparcial colocará en el mismo caso las empresas contra Tarento y contra Messina; las miras y el punto de derecho eran exactamente iguales, pero el resultado fue diferente. Cartago no quería una ruptura completa. Los enviados de Roma refirieron el desacato del almirante cartaginés, culpable de haber intentado un ataque contra Tarento, a pesar de lo que este había asegurado bajo toda clase de juramentos falsos, que por lo demás eran muy comunes en casos semejantes. La misma Cartago se abstuvo de todas las recriminaciones que hubiera podido utilizar; no denunció como caso de guerra la invasión que amenazaba a Sicilia. En realidad ya sabía a qué atenerse sobre este negocio, pues los de Sicilia eran para ella cosa de interés nacional donde ningún extranjero tenía derecho a mezclarse. De hecho había tomado bien sus recaudos, pero no estaba en las tradiciones de su política el proceder bruscamente con la amenaza de sus armas. Durante este tiempo se habían activado mucho los preparativos de la expedición romana. La escuadra formada con los contingentes de Nápoles, Tarento, Velia y Locres, y la vanguardia del cuerpo de ejército de tierra, conducido por el tribuno militar Cayo Claudio, ya se habían reunido en Rhegium en la primavera del año 490 (264 a.C.). Pero de improviso se les envió un mensaje de Messina. Los cartagineses habían tramado allí una intriga con la facción antirromana y negociado la paz entre Hieron y los mamertinos. Se había levantado el sitio; el puerto estaba lleno de naves cartaginesas, conducidas por su almirante Hannon, y la ciudad había recibido guarnición africana. Influido por los recién llegados, el pueblo mamertino dirigió un mensaje agradeciendo mucho el auxilio del general romano, y haciéndole saber que afortunadamente ya no era necesario. Pero el romano, hombre hábil y atrevido, persistió en hacerse a la vela; la armada cartaginesa rechazó las naves de la República y capturó muchas de ellas. Hannon, obrando según las instrucciones recibidas, y para no dar motivo a un rompimiento de hostilidades, devolvió esta presa a sus «buenos amigos» del otro lado del estrecho. ¿Iba a representarse de nuevo la comedia de Tarento, con los romanos desempeñando ahora el peor papel? Claudio no se desanima e intenta un segundo desembarco; esta vez consigue su objeto. Inmediatamente convoca a los ciudadanos y, por su indicación, se presenta el almirante cartaginés en medio de la asamblea, esperando siempre evitar la ruptura. Los romanos se apoderan de su persona, y una nueva cobardía los ayuda a consumar su obra. Hannon da a sus soldados la orden de abandonar la ciudad. Se vio entonces a la pequeña guarnición cartaginesa, que aún podía sostenerse en la ciudadela, apresurarse a obedecer la orden del cautivo, y partir con él. Finalmente los romanos han fijado ya su planta en la isla. En Cartago, los jefes de Estado se indignaron ante tanta estupidez o debilidad, y, luego de que condenaron a Hannon a muerte, declararon inmediatamente la guerra a Roma. Ante todo importaba volver a apoderarse de Messina. Se envió una poderosa armada al mando de otro Hannon, hijo de Aníbal, que apareció de inmediato en las aguas del estrecho. Mientras lo tenían rigurosamente bloqueado, desembarcó un ejército y sitió la ciudad por la parte del norte. Hieron, por su lado, que no había esperado para atacar Roma más que la declaración de guerra de Cartago, condujo nuevamente a su ejército a los campamentos abandonados la víspera, y se encargó del asalto por la parte del sur. Pero ya el cónsul Apio Claudio Caudez había llegado a Rhegium con el grueso del ejército, y, burlando la vigilancia de la armada cartaginesa, pasó el estrecho durante una noche oscura. Los romanos eran audaces y afortunados. Los aliados, que no esperaban el ataque de todo el ejército romano, estaban divididos. Las legiones salieron de la plaza y así los batieron, unos en pos de otros, y los obligaron a levantar el sitio. Durante el estío los romanos permanecieron dueños del país, y hasta intentaron apoderarse de parte de Siracusa; pero no lo consiguieron, y tuvieron además que retirarse después de haber sufrido grandes pérdidas delante de Echetla,[2] que habían sitiado en la frontera de las posesiones siracusanas y cartaginesas. En consecuencia volvieron a tomar el camino de Messina, donde dejaron una fuerte guarnición, y se retiraron después a Italia. La primera campaña de los romanos fuera de la península no había correspondido a las esperanzas del público, y el cónsul no obtuvo los honores del triunfo; pero la entrada de las legiones en Sicilia había impresionado profundamente a los griegos de la isla. Al año siguiente, los dos cónsules desembarcaron sin obstáculo a la cabeza de un ejército que era el doble del anterior. Uno de ellos, Marco Valerio Máximo, apellidado después el Messiniano (Mesala), consiguió una brillante victoria sobre los siracusanos y los cartagineses reunidos. Y, como después de la batalla el ejército fenicio no se atrevió a hacer frente a los romanos, cayeron en su poder Alesa, Centoripa[3] y todas las pequeñas ciudades griegas. El mismo Hieron, desertando de sus aliados de la víspera, hizo la paz con los romanos y entró con ellos en relaciones amistosas en el año 491 (563 a.C.), con lo que se mostró como un hábil político. Ya que Roma fijaba seriamente su planta en Sicilia, era preferible pasarse a su partido cuando todavía era tiempo, sin tener que pagar la paz a costa de grandes sacrificios o de una parte de su territorio. Las ciudades intermediarias, como Siracusa y Messina, no eran bastante fuertes como para seguir una conducta independiente y necesitaban, por tanto, elegir entre la supremacía de Roma o la de Cartago, aunque en realidad no podían dejar de colocarse al lado de la primera. La República no parecía pensar aún en la conquista de toda la isla: todo lo que quería era impedir que los cartagineses la conquistasen. Los siracusanos temían más que nada el régimen tiránico y el monopolio de Cartago, y esperaban de su rival una protección menos pesada y la libertad del comercio. Así pues, desde esta fecha, Hieron se mostró como el más poderoso, constante y estimado de los aliados de Roma en la isla.

TOMA DE AGRIGENTO

El objeto inmediato de la empresa contra Messina se había conseguido. Garantizados por su doble alianza con esta y con Siracusa, y sólidamente establecida su dominación sobre toda la costa oriental, los romanos podían ya descender libremente a Sicilia, pues encontraban allí medios de mantener las legiones, cosa antes tan difícil. Además la guerra, que había parecido temeraria en un principio, no ofrecía ya por resultado aquellos peligros incalculables. No necesitaba mayores esfuerzos que la lucha con el Samnium y la Etruria. Al unirse con los griegos de Sicilia, las dos legiones enviadas al año siguiente fueron suficientes para encerrar a los cartagineses en sus plazas fuertes. Su general, Aníbal, hijo de Giscon, se encerró en Agrigento con el núcleo del ejército, y se propuso defender hasta el último extremo esta plaza, la más importante de las posesiones de Cartago en el interior. Como no pudieron tomarla por asalto, los romanos la rodearon y bloquearon rigurosamente. Los bloqueados, en número de cincuenta mil, se vieron pronto reducidos a la más completa escasez. Entonces el almirante cartaginés Hannon acudió, y desembarcando en Heráclea cortó a su vez los víveres a los sitiadores. Por ambas partes se experimentaban grandes sufrimientos, y se decidió dar la batalla para librarse de los males de la situación. En ella, la caballería númida mostró su superioridad sobre la caballería romana, pero en la infantería sucedió lo contrario y fue la que decidió la batalla, aunque con pérdidas enormes por parte de los romanos. Aprovechándose del cansancio de los vencedores, el ejército sitiado huyó y se refugió en la armada. Sin embargo, no por esto los resultados de la victoria dejaron de ser importantes. Agrigento se rindió y toda la isla cayó en poder de los romanos, a excepción de las plazas marítimas. Allí Amílcar, el sucesor de Hannon, se fortificó y luchó de un modo invencible contra el hambre y los asaltos del enemigo. La guerra terminó por sí misma; pero las frecuentes salidas de los cartagineses y sus desembarcos en las costas sicilianas eran muy perjudiciales para los romanos, y los tenían muy fatigados.

COMIENZA LA GUERRA MARÍTIMA
LOS ROMANOS CONSTRUYEN UNA ARMADA

Ahora es cuando la República va a experimentar las dificultades de la guerra en la que se ha empeñado. Se cuenta que los enviados de Cartago, antes de las primeras hostilidades, habían aconsejado a los romanos que evitasen una ruptura y también habían añadido que, si Cartago quería, ninguno de ellos podría ni siquiera «ir a lavarse las manos a la orilla del mar». ¿Es verdad esto? No es fácil averiguarlo, pero de cualquier modo la amenaza habría sido seria. Las escuadras cartaginesas eran dueñas de los mares. Sin embargo, no contentas con mantener en la obediencia a las ciudades de la costa siciliana y abastecerlas de todo lo necesario, amenazaban con verificar un desembarco en Italia, donde ya en el 492 (262 a.C.) un ejército consular había tenido que permanecer arma al brazo. Sin intentar una invasión formal, algunas pequeñas bandas cartaginesas habían recorrido las costas y desembarcado en algunos puntos; habían talado las posesiones de los aliados de la República y, lo que era aún peor, impedían las relaciones comerciales entre estos y la metrópoli. Si estos ataques se prolongaban, muy pronto se verían completamente arruinadas Cerea, Ostia, Nápoles, Tarento y Siracusa. Durante este tiempo, las contribuciones de guerra y las ricas presas compensaban a Cartago con exceso de la pérdida de los tributos que anteriormente sacaba de Sicilia. En consecuencia, los romanos hacían a sus expensas la misma experiencia que habían hecho antes Dionisio, Agatocles y Pirro; es que era tan fácil batir Cartago como difícil llegar hasta ella. Convencidos de la necesidad de tener una escuadra, decidieron la construcción de veinte trirremes y de cien quinquerremes. ¡No obstante, cuántas dificultades para poner el proyecto en ejecución! En sus pueriles declamaciones, los retóricos han dicho posteriormente que era la primera vez que los romanos empuñaban un remo. Este es un error crasísimo, pues la marina mercante italiana era bastante considerable y no carecía de naves de guerra. Es cierto que no eran más que barcos armados, trirremes construidos según el modelo antiguo, y que nunca habían visto un buque de cinco puentes. Esos eran los que Cartago había adoptado recientemente, y en su sistema naval constituían casi exclusivamente su marina de guerra. Los romanos transformaron la suya como haría hoy una potencia marítima que no tuviera más que bricks y fragatas, y quisiera poseer grandes navíos. Y así como en nuestros días tomaría por modelo un buque del enemigo, así también los romanos ordenaron a sus constructores que se guiaran por una pentera[4] cartaginesa que había naufragado en la costa. Ciertamente, si ellos así hubiesen querido, podrían haberse preparado mucho antes con la ayuda de Marsella y de Siracusa. Pero los hombres de Estado de Roma eran demasiado prudentes como para confiar la defensa de Italia a una escuadra no italiana. Por el contrario, fue a sus aliados itálicos a quien Roma pidió oficiales de marina, tomados en su mayor parte de los buques mercantes, y marineros, cuyo nombre (socii navales) dice suficientemente su procedencia, exclusiva por algún tiempo. Después fueron conducidos a bordo los esclavos suministrados por el Estado y por las familias ricas, y ciudadanos tomados entre los más pobres. Si se tiene en cuenta el atraso relativo de la ciencia de las construcciones navales, por un lado, y la energía de los romanos, por otro, se comprenderá cómo pudieron en un solo año realizar una empresa en la que se han estrellado en nuestros días todos los esfuerzos de un Napoleón. En efecto, la República llegó a hacerse potencia marítima, de continental que era, y a echar a la mar una armada de guerra de ciento veinte buques al abrirse la campaña del año 494 (260 a.C.). Las naves romanas no igualaban la armada cartaginesa ni en número, ni en cualidades náuticas, lo cual era una grave inferioridad, porque por entonces las maniobras constituían la base principal de la táctica marítima. Desde lo alto del puente combatían soldados de armas pesadas y arqueros; y no faltaban tampoco máquinas para arrojar ciertos proyectiles. Sin embargo, el principal cuidado en todo combate marítimo consistía ordinariamente en perseguir o en esperar al enemigo. La lucha se decidía precipitándose sobre él, con la proa armada con un gran espolón de hierro; los buques viraban sobre sí mismos, hasta que uno de ellos, caminando con más velocidad que el otro, lo pasaba por ojo. Por esto, de los doscientos hombres que constituían ordinariamente la tripulación de un trirreme griego, se contaban por lo menos ciento setenta remeros para diez soldados, o sea, cincuenta o sesenta remeros por cada puente. El quinquerreme llevaba trescientos remeros y un número proporcionado de combatientes. Como los romanos querían compensar las faltas de sus buques, peor provistos de oficiales y remeros, tuvieron la feliz ocurrencia de dar a sus soldados de marina un papel mucho más importante en el momento de la lucha. En la proa de sus naves colocaron un puente colgante que se bajaba en todos los sentidos, a derecha e izquierda, o de frente, guarecido por un parapeto en cada uno de sus extremos, y que podía dar paso a dos hombres a la par. Cuando el buque enemigo se arrojaba sobre la galera romana, esta evitaba el choque, pero en el momento de pasar a su lado le arrojaba el puente y lo sujetaba con un gran garfio de hierro. Así pues, detenido en su marcha, e invadido por una nube de soldados, el buque era tomado por asalto de la misma forma que en un combate por tierra. Con este nuevo sistema era inútil establecer una milicia marítima, pues las tropas ordinarias se adaptaban perfectamente al servicio de la armada. Sabemos también de alguna gran batalla naval en la que los romanos llegaron a contar con ciento veinte legionarios por buque, si bien es verdad que llevaban tropas de desembarco. De este modo lograron crear una marina capaz de hacer frente a los cartagineses. Se comete un error cuando se convierte en una especie de cuento de hadas la creación de la armada de la República, y carece de objeto el hablar de ella como de un milagro. Para admirar es necesario antes comprender. Los romanos no hicieron más que una obra grande y nacional. Comprendieron perfectamente lo que necesitaban y podían, y ayudándose del genio que inventa, y de la energía que decide y ejecuta, sacaron a su patria de una situación difícil, más difícil de lo que ellos mismos habían creído.

VICTORIA NAVAL DE MILA

Los comienzos no fueron felices. Su almirante, el cónsul de Gneo, Cornelio Escipión, se hizo a la mar con los diecisiete primeros buques concluidos y dirigió su rumbo hacia Messina, y tuvo la veleidad de apoderarse de Lípara con un golpe de mano. Pero de repente vino una división de la armada cartaginesa estacionada en Palermo, la encerró en el puerto donde había anclado, y la hizo prisionera sin necesidad de disparar una flecha. Este contratiempo no impidió que el núcleo del ejército se embarcase en las otras naves cuando estuvieron dispuestas, y que dirigiesen también su rumbo hacia Messina. Navegando por la costa de Italia, encontró a su vez una escuadra cartaginesa mucho más débil que la primera, que había sido enviada para hacer un reconocimiento. Después de haberle causado pérdidas que compensaron el primer fracaso sufrido por los romanos, entró victoriosa en Messina. Allí tomó el mando de la escuadra el segundo cónsul, Cayo Duilio, en lugar de su colega cautivo. La armada cartaginesa salió de Palermo conducida por su almirante Aníbal, y vino a encontrarse con los romanos al norte de la ciudad, cerca del promontorio de Mila (Milazzo). Ese fue el día en que realmente la marina romana hizo sus primeros y más serios ensayos. Al ver aquellos buques tan pesados, el enemigo creyó tener ante sí a una presa fácil, y se precipitó sin orden sobre los romanos. Pero estos bajaron sus puentes colgantes, y su efecto fue decisivo. Las galeras cartaginesas quedaron sujetas y fueron tomadas al abordaje, conforme iban llegando separadas las unas de las otras. Ya fuera que se presentasen por delante o por los flancos, caían sobre ellas los terribles puentes. Al terminar el combate los cartagineses habían perdido unas cincuenta naves, la mitad de la armada, y entre estas la galera almirante. Grande fue el resultado de esta victoria, pero fue aún más grande el efecto que produjo: Roma se convirtió de repente en una potencia marítima. De ahora en más iba a traer a este nuevo campo todos sus recursos, toda su energía, y dar inmediatamente fin a esta guerra que amenazaba con no terminar jamás, o con arruinar por completo el comercio de Italia.

GUERRA EN LAS COSTAS DE SICILIA Y DE CERDEÑA

Dos caminos conducían al fin. Podía atacarse Cartago en las islas italianas, o tomar por asalto cada uno de sus establecimientos de las costas de Sicilia y de Cerdeña, uno tras otro. Semejante empresa era practicable mediante operaciones bien combinadas por mar y tierra. Si se alcanzaba este primer resultado, se concluiría en la paz, y los cartagineses abandonarían dichas islas. Si las negociaciones diplomáticas fracasaban, o si no era bastante imponerles este sacrificio, podía llevarse entonces la guerra al África. También se podía despreciar las islas y arrojarse inmediatamente sobre el África con todo el ejército, no temerariamente y a manera de aventureros, como Agatocles, que quemó sus naves y lo comprometió todo en una batalla contra gentes desesperadas, sino, por el contrario, cuidando de asegurar y cubrir las comunicaciones del ejército invasor con Italia. En semejante caso, el enemigo aterrado aceptaría gustoso una paz razonable, o si les parecía mejor conducirlo hasta el último extremo, se lo condenaría a una completa servidumbre. En un principio la República se limitó al primer sistema. En el año siguiente a la batalla naval de Mila (259 a.C.) el cónsul Lucio Escipión se apoderó del puerto de Aleria. Todavía poseemos la lápida que refiere esta gran hazaña del general romano.[5] Con esto la Córcega se convirtió en una estación marítima que amenazaba Cerdeña. Escipión incluso intentó un ataque por la costa norte de esta isla; pero su empresa fracasó delante de Olbia (hoy Terra Nuova) por falta de tropas de desembarco. En el año 496 (358 a.C.), las armas romanas fueron más felices: se apoderaron y saquearon las aldeas y ciudades abiertas que había en la costa, pero no consiguieron asentar allí todavía su planta. Tampoco en Sicilia pudieron hacer nuevos progresos. Amílcar los tuvo a raya con suma habilidad y energía, luchando por mar y tierra, tanto con las armas como con la propaganda política. De las muchas ciudades pequeñas del interior, todos los años un gran número de ellas se pasaban al bando de los africanos, y era necesario hacer grandes esfuerzos para arrancarlas nuevamente de sus manos. En las plazas marítimas los cartagineses son inatacables, sobre todo en Panormo, su principal fortaleza, y en Drépano (Trepani), adonde Almílcar acababa de trasladar a toda la población de Eryx detrás de las más sólidas murallas. Se libra una segunda y gran batalla cerca de Tindaris (al oeste de Mila), en la que ambas escuadras se atribuyen respectivamente la victoria, sin que la situación varíe en lo más mínimo. ¿Se debía quizá la falta de resultados, después de tantos esfuerzos, a la división del mando, a las variaciones rápidas en el personal de los generales romanos, que impedía imprimir una dirección constante y la concentración de operaciones parciales en una misma mano? ¿O era, en cambio, a raíz de una causa más general del mismo sistema militar, considerando que por entonces en el estado de la ciencia estratégica los asaltos eran sumamente difíciles, sobre todo para los romanos (volumen I, libro segundo, pág. 434), poco versados todavía en los secretos de tan sublime arte?

ATAQUE DIRIGIDO CONTRA ÁFRICA
VICTORIA NAVAL DE ECNOMO

Como quiera que fuese, y por más que se hubiese puesto un límite al saqueo y al incendio de las ciudades marítimas italianas, su comercio no estaba por eso menos arruinado, antes o después de la construcción de la flota. Fatigado de estas tentativas sin resultados, y que eran insuficientes para acabar la guerra, el Senado cambió al fin el plan de campaña, y resolvió atacar directamente el África. En la primavera del año 498 (256 a.C.) partió para las costas libias una armada de trescientos treinta buques, después de haber tomado tropas de desembarco en la desembocadura del Himera (Fiume Salso), en la costa sur de Sicilia. En ella iban cuatro legiones al mando de los dos cónsules, capitanes experimentados ambos, Marco Atilio Régulo y Lucio Manlio Volso. El almirante cartaginés dejó que los romanos subiesen a bordo; pero una vez en el mar se precipitaron sobre la escuadra enemiga, que los esperaba colocada en línea de batalla cerca de Ecnomo (Monte Serrato) y que les cerró el paso. Jamás lucharon dos armadas tan considerables. La escuadra romana llevaba a bordo de sus trescientos treinta buques cerca de cien mil hombres de tripulación, sin contar los cuarenta mil soldados de desembarco. Los cartagineses tenían trescientas cincuenta naves armadas no menos poderosamente; de tal suerte que una masa de 300 000 hombres iban a chocar entre sí y a decidir la guerra entre las dos grandes ciudades rivales. Los cartagineses formaban una extensa línea única, apoyando su izquierda en la costa siciliana. Los romanos se colocaron a la derecha, en triángulo, poniendo en el vértice la galera almirante de los dos cónsules. Luego a la izquierda, la primera y segunda escuadra en orden oblicuo; y la tercera, formando también triángulo, iba detrás, conduciendo a remolque los buques de transporte en que iba la caballería. Apiñados así, unos con otros, se arrojaron sobre el enemigo. Los seguía a marcha más lenta una cuarta división, que era la de reserva. Ante la cuña que penetraba en medio de sus buques, la línea cartaginesa cedió inmediatamente; el centro retrocedió para evitar el choque y, después de su movimiento, el combate comenzó por tres puntos separados. Mientras los almirantes romanos perseguían el centro con sus dos divisiones en ala, y se empeñaba la pelea, la izquierda de los africanos se arrojó sobre la tercera escuadra, embarazada por los remolques y que había quedado rezagada. La oprimió y la arrojó irresistiblemente a la costa; y, por otro lado, la escuadra de reserva se vio envuelta en alta mar y atacada también a retaguardia por el ala derecha cartaginesa. La primera de las tres batallas quedó prontamente terminada: el centro cartaginés emprendió la fuga al ser demasiado débil contra las dos divisiones que lo atacaban. Pero las otras dos escuadras romanas tenían que habérselas con un enemigo mucho más fuerte. A pesar de esto, se sostuvieron en el combate cuerpo a cuerpo gracias a sus terribles puentes, y pronto vieron llegar en su auxilio los buques victoriosos de los dos cónsules. La reserva romana pudo entonces desarrollarse, y el ala derecha enemiga, cediendo al número, tuvo que emprender la huida. Terminado así este segundo combate a favor de los romanos, se reunieron todos los buques que habían quedado útiles y se precipitaron sobre el ala izquierda cartaginesa, que se obstinaba en perseguir la retaguardia y los remolques. Cogidos por la espalda y completamente envueltos, fueron capturados todos los buques cartagineses que la componían. Las pérdidas habían sido casi iguales pues habían ido a fondo veinticuatro galeras romanas y treinta cartaginesas; pero los romanos les habían cogido sesenta y cuatro buques. Aunque habían quedado muy debilitados los cartagineses no dejaron de intentar cubrir la costa africana, y luego de rehacerse en el golfo de Cartago se dispusieron para una segunda batalla.

RÉGULO DESEMBARCA EN ÁFRICA

En vez de arribar a la costa occidental de la península colocada delante de la rada, los romanos fueron a desembarcar por el este, en la bahía de Clipea (hoy Aklib). Allí había una excelente fortaleza marítima al abrigo de todos los vientos, apoyada en una colina que se elevaba sobre la llanura. Desembarcaron sin ningún obstáculo, se situaron en la altura, organizaron su campamento naval con sus trincheras (castra navalia), y comenzaron las operaciones por tierra. Sus soldados recorrieron y talaron el país reuniendo veinte mil esclavos, que fueron enviados a Roma. Esta empresa atrevida fue coronada con un éxito completo e inaudito, pues de un solo golpe y sin grandes sacrificios se llegaba casi al fin. Tal era la confianza de los romanos, que el Senado creyó poder hacer que volviese a Italia la mayor parte de la armada y la mitad del ejército. Marco Régulo quedó solo en África con cuarenta naves, quince mil hombres de infantería y quinientos caballos. Esta temeridad pareció en un principio justificada. Los cartagineses, desalentados, no se atrevieron a mantenerse en la llanura, y se dejaron vencer en un primer encuentro en un desfiladero, donde no podían maniobrar sus elefantes ni su caballería. Se entregaban en masa las ciudades, y los númidas sublevados inundaban los campos. Régulo, que esperaba poder sitiar Cartago en la próxima primavera, fue a establecer sus cuarteles de invierno en Túnez (Tunis), casi bajo los muros de Cartago.

LOS CARTAGINESES PIDEN LA PAZ EN VANO
PREPARATIVOS DE RESISTENCIA. DERROTA DE RÉGULO

Los cartagineses habían perdido por completo su valor, y pidieron la paz. Pero el cónsul les impuso durísimas condiciones, a saber: que abandonasen la Sicilia y la Cerdeña, que se aliasen con Roma en pie de una igualdad desastrosa, y que entregaran toda su marina de guerra a sus rivales ¡Esto equivalía a poner a Cartago al nivel de Nápoles y de Tarento! ¿Cómo someterse a tales exigencias mientras hubiese un ejército en campaña, una escuadra en el mar, y sus murallas estuviesen en pie? Es propio de los orientales, aun de aquellos que han caído en la mayor degradación, adquirir con la desesperación una poderosa energía al aproximarse el peligro. Esto fue lo que sucedió en Cartago. Adquirieron nueva energía en su extrema decadencia y sus esfuerzos superaron todo cuanto hubiera podido esperarse de un pueblo de comerciantes y de horteras. Amílcar, el general tan afortunado en la pequeña guerra por él dirigida en Sicilia contra los romanos, condujo a la Libia lo más escogido de las tropas de la isla, núcleo excelente para el nuevo ejército que trataba de crearse. Su oro y sus relaciones suministraron a Cartago numerosos escuadrones de excelente caballería númida, a la vez que los mercenarios griegos acudían en tropel a ponerse al mando de un famoso capitán, el espartano Xantipo, cuyo talento organizador y genio militar fue un poderoso auxiliar para aquellos a cuya causa servía.[6] Todo el invierno se consagró a estos preparativos. Durante este tiempo, el romano permaneció inactivo en Túnez. Ignoraba quizá la tempestad que se formaba sobre su cabeza. ¿Le impedía el honor militar tomar las medidas que reclamaba su situación? ¡Más le hubiera valido renunciar a la idea de un sitio que ni siquiera podía intentar, encerrarse inmediatamente en su reducto de Clipea, y esperar! En vez de esto permanece con un puñado de soldados ante los muros de la capital enemiga; y no se cuida de asegurarse la retirada al campamento atrincherado. Pero sobre todo desprecia entablar negociaciones con aquellas tribus númidas que se habían sublevado contra Cartago, y comprarles el fácil y precioso auxilio de una caballería ligera de la que carecía por completo. Esto era colocarse, él y su ejército, en la situación en que se había estrellado el aventurero Agatocles. Al comenzar la primavera del año 499 (255 a.C.), las cosas habían cambiado por completo. Los cartagineses fueron los primeros en salir a campaña y ofrecer la batalla a los romanos. Les interesaba acabar con Régulo antes de que le llegasen refuerzos de Italia. Por esta misma razón, los romanos debieron haber rehusado el combate. Pero en su presuntuosa confianza se creyeron invencibles en campo raso, y salieron al encuentro del enemigo a pesar de su inferioridad (si bien la infantería era igual por ambas partes, los cartagineses eran superiores por sus cuatro mil caballos y sus cien elefantes). Por último, las legiones tenían la desventaja del terreno, pues los cartagineses se desplegaban fácilmente en la llanura inmediata. Aquel día los mandaba Xantipo. Lanzó primero su caballería contra el enemigo, que, según costumbre, estaba colocada en alas; y en un abrir y cerrar de ojos, se vio desaparecer los insignificantes escuadrones legionarios bajo las grandes masas de la caballería ligera de los númidas; luego también la infantería latina fue envuelta y puesta en desorden. Pero los romanos, inquebrantables ante el enemigo, marchaban derechos contra la infantería cartaginesa. Y aunque estaban comprimidos en la derecha y en el centro por los elefantes que iban colocados en línea de batalla cubriendo a los cartagineses, su ala izquierda logró romper la línea de estos animales, se precipitó sobre el ala derecha de los cartagineses, y la puso en desordenada fuga. Sin embargo, por afortunado que fuese este movimiento, había separado en dos partes al ejército romano. El cuerpo principal, detenido de frente por los elefantes, y atacado por los flancos y la retaguardia por la caballería, se formó en cuadro y se defendió con una constancia heroica, pero al fin sucumbió y se rompió al violento empuje de las masas enemigas. El ala izquierda, victoriosa en un principio, se encontró de repente frente a los batallones libios de la infantería cartaginesa, que no habían aún combatido, y que la acosaron y agobiaron sin trabajo. Como el terreno se prestaba para que se desplegase la caballería númida, superior en número, los romanos fueron acuchillados o hechos prisioneros. Solo dos mil hombres de tropa ligera de infantería y caballería, que se dispersaron al primer encuentro, cobraron delantera, mientras que los legionarios sucumbían en sus puestos y se refugiaron a duras penas en Clipea. Entre los pocos prisioneros estaba el cónsul, que murió después en Cartago. Suponiendo su familia que el enemigo le había hecho sufrir un tratamiento horrible, que violaba los usos de la guerra, se vengó ferozmente y de un modo inicuo en dos nobles cartagineses cautivos. Hacia ellos sintieron compasión hasta los mismos esclavos, que denunciaron tan infame suplicio, y los tribunos intervinieron en este asunto.[7]

LOS ROMANOS EVACUAN EL ÁFRICA

Muy pronto llegó a Roma la terrible nueva, e inmediatamente se voló al socorro de la escasa guarnición de Clipea. Se hizo a la mar una escuadra de trescientas cincuenta naves que consiguió una brillante victoria cerca del cabo Hermeo,[8] y que costó más de ciento catorce buques a los cartagineses. Además llegó a la ciudad a tiempo para salvar los desgraciados restos del ejército de Régulo. Si la hubiesen enviado antes de la batalla, habría podido convertir la derrota en triunfo, y poner fin de una vez a las guerras entre Roma y Cartago. Pero los romanos se habían desvanecido; después de un combate favorable bajo los muros de Clipea, embarcaron todas sus tropas y se volvieron a Italia. Abandonaron así con gran ligereza una plaza importante, fácil de defender, y que les abría las puertas del África, y con esa actitud cometieron la falta aún más grave de abandonar a sus indefensos aliados del continente y dejarlos a merced de la venganza de los cartagineses. La ocasión era para estos excelente, y se apresuraron a aprovecharla a fin de llenar su exhausto tesoro: hicieron expiar duramente a sus súbditos las consecuencias de la infidelidad cometida, y les impusieron una contribución de guerra de mil talentos de plata y de veinte mil bueyes. Los jeques de todas las tribus que se habían pasado a los romanos fueron crucificados. Se dice que perecieron hasta tres mil. ¡Este castigo cruel y odioso tendrá mucho que ver en la explosión de la gran insurrección que tendrá al África como teatro algunos años después! Por otra parte, como si la fortuna ahora hubiese querido mostrarse constantemente hostil a los romanos, después de haberlos favorecido por completo, su escuadra perdió a la vuelta las tres cuartas partes de sus buques y de su gente a consecuencia de una terrible tempestad, y apenas entraron en el puerto unas ochenta naves (en julio del año 499). Los capitanes habían pronosticado el peligro, pero los almirantes, improvisados la víspera de la expedición, habían dado igualmente la orden de partir.

VUELVE A COMENZAR LA GUERRA EN SICILIA
SUSPENSIÓN DE LA GUERRA POR MAR. VICTORIA DE LOS ROMANOS
BAJO LOS MUROS DE PANORMO. SITIO DE LILIBEA. DERROTA NAVAL DE LOS ROMANOS EN DRÉPANO

Estos prodigiosos resultados permitieron a los cartagineses volver a tomar inmediatamente la ofensiva en Sicilia. Asdrúbal, hijo de Hannon, marchó a Lilibea con un poderoso ejército, que con el número inusitado de elefantes que llevaba (140) parecía suficiente como para sostener la guerra contra los romanos. Las últimas batallas habían mostrado que con la ayuda de estos animales y una buena caballería era fácil suplir la debilidad de su infantería. Los romanos, por su parte, volvieron a emprender de nuevo sus operaciones en la isla. La destrucción del ejército de África y la evacuación voluntaria de Clipea nos dan a conocer que en el Senado predominaban los que no aprobaban una expedición a la Libia e insistían, por el contrario, en terminar la conquista de Sicilia. De cualquier modo, se necesitaba una escuadra: la que había vencido en Mila, en Ecnomo y en el cabo de Hermeo no existía ya. Se puso otra en astilleros. Doscientos veinte cascos de buques fueron comenzados y construidos a la vez. Esta era una empresa inaudita hasta entonces, pero al cabo de tres meses (cosa apenas creíble) estaban los buques terminados y dispuestos a hacerse a la mar. En la primavera del año 500 (254 a.C.) apareció en la costa norte de Sicilia la escuadra romana, con un número de trescientas naves, casi todas nuevas. Un ataque favorable por mar valió a los romanos la ciudad de Panormo, que era la plaza principal de los cartagineses. Pero se apoderaron también de otras ciudades más pequeñas: Solus, Cephaladion y Tyndaris (Cefalu y Santa María en Tindaro, no lejos de Milazzo); y en toda la costa setentrional no les quedó a los cartagineses más que la ciudad de Terma. Desde esta fecha, Panormo quedó en poder de los romanos, y fue una de sus estaciones más importantes. En el interior, por otro lado, la guerra va prolongándose indefinidamente, pues los dos ejércitos se hallaban uno frente a otro delante de Lilibea, sin que los generales de la República se atreviesen a intentar una batalla decisiva, pues no sabían cómo meter mano a los elefantes. Al año siguiente, en vez de acrecentar las ventajas obtenidas en las costas de la isla, los cónsules se dirigieron al África; no querían intentar un desembarco, sino solo saquear las ciudades marítimas. Su expedición no halló obstáculos en un principio. Sin embargo, no tardaron en encontrarse en medio de los escollos de la Pequeña Sirtes, que eran desconocidos para sus pilotos y de los que salieron con mil trabajos; y después los cogió una tempestad entre Sicilia e Italia que les costó ciento cincuenta naves. También esta vez, cuando los pilotos pedían con insistencia que se les permitiese ir costeando, los cónsules les habían ordenado al salir de Palermo que pusiesen la proa hacia Ostia por alta mar. Los senadores perdieron el valor, y se decidió reducir la marina de guerra a setenta buques, con lo cual la guerra naval se limitó en adelante a la defensa de las costas y a los transportes. Por fortuna, la guerra de Sicilia tomó en este tiempo mejor aspecto. En el año 502 (252 a.C.), los romanos se apoderaron de Terma, la única plaza fuerte que se había resistido hasta entonces en la costa del norte, y de la importante isla de Lipara (Lipari). Por último, el cónsul Cayo Cecilio Metelo consiguió delante de Palermo una brillante victoria sobre el ejército y los elefantes del enemigo (verano del año 503). Avanzando imprudentemente, las enormes bestias fueron asaltadas de repente por la infantería ligera de los romanos, oculta en los fosos de la plaza. Algunos animales se precipitaron allí y otros se volvieron contra los cartagineses, que se dirigieron apresuradamente y en gran confusión hacia la playa, esforzándose por reembarcarse. Al haber perdido ciento veinte elefantes, los cartagineses se quedaron sin el elemento que constituía la fuerza principal de su ejército. No les quedaba más recurso que encerrarse de nuevo en sus plazas fuertes. Al poco tiempo sucumbió Eryx (año 505), y por entonces solo les quedaban Lilibea y Drépano. Por segunda vez Cartago solicitó la paz; pero después de la victoria de Metelo y de haberse debilitado la rival de Roma, volvió a preponderar en el Senado la influencia del partido de la guerra. Se desecharon las proposiciones de paz y se decidió que se sitiaran las dos ciudades mencionadas. Además, para que el sitio fuese más vigoroso se hizo a la vela una escuadra de doscientas naves. El sitio de Lilibea fue el primero que el ejército romano, por decirlo así, emprendió en gran escala de una manera regular, y fue también uno de los más tenaces que menciona la historia. Cuando la escuadra romana llegó a establecerse en el puerto, la ciudad se halló bloqueada también por el lado del mar. Pero los sitiadores no podían cerrarlo por completo. No obstante los cadáveres arrojados al fondo del foso y las empalizadas aglomeradas, y a pesar incluso de la más exquisita vigilancia, los ligeros barcos del enemigo, que conocían mejor los pasos y los escollos, establecieron comunicaciones regulares entre la ciudad sitiada y la armada cartaginesa, anclada en el puerto de Drépano. Poco después, ciento cincuenta buques fenicios forzaron el paso, desembarcaron víveres y diez mil hombres de refuerzo, y pudieron volverse sin ser atacados. Por tierra el ejército sitiador no llevaba mejor las cosas. El ataque comenzó en toda regla, se establecieron las máquinas, y al poco tiempo cayeron seis torres de la muralla de la plaza; la brecha ya parecía practicable, pero no se había contado con la habilidad de Himilcón, defensor de la ciudad. Detrás de la brecha, de repente se vio levantada una segunda muralla que aquel acababa de construir. Los romanos trataron entonces de ponerse en inteligencia con la guarnición, pero se frustró también su designio. Por último, después de una salida desgraciada, los cartagineses aprovecharon una noche tempestuosa y prendieron fuego a todas las máquinas de sitio. Los romanos renunciaron entonces a todos sus preparativos de asalto, y redujeron el sitio a un bloqueo por mar y tierra. Expediente modesto, que transportaba el éxito a un lejano porvenir, pues no se hallaban en estado de impedir que se aproximasen los buques africanos. Durante este tiempo, el ejército sitiador por tierra tenía que luchar contra dificultades no menos serias. La caballería ligera del enemigo, numerosa y audaz, le arrebataba con mucha frecuencia sus convoyes, y, por otra parte, las enfermedades inherentes al suelo insalubre de los alrededores diezmaban sus filas. Pero tal era la importancia de la plaza, que hubiera valido más esperar con calma la hora tan deseada de su infalible caída, aun a costa de los mayores trabajos. Pero el nuevo cónsul Publio Claudio creyó que debía hacer algo más que bloquear Lilibea, y cambió otra vez el plan de las operaciones. Con la numerosa escuadra reforzada con tropas de refresco, pensó que podía sorprender a los cartagineses parapetados en el puerto de Drépano. Parte a media noche con todas las naves de bloqueo, llevando a bordo un gran número de voluntarios sacados de las legiones, y al salir el sol se presenta en buen orden delante del enemigo, apoyando su derecha en la costa, y su izquierda extendida por alta mar. En Drépano mandaba el almirante fenicio Atarbas, quien no perdió la serenidad aun cuando no esperaba semejante ataque. Lejos de dejarse encerrar, en el momento en que los romanos llegaban a la costa, y entraban en el puerto abierto en forma de ángulo hacia el sur, salió por el otro lado que aún estaba libre, y colocó inmediatamente sus naves en orden de batalla. Esta rápida maniobra obligó al almirante romano a retirar los buques que ya habían entrado en el puerto y a prepararse para el combate. Pero en su movimiento de retirada perdió la elección de posición. Atacado inmediatamente por el enemigo, a quien había querido sorprender, tenía su línea rebasada en parte por cinco naves de Atarbas. Le había faltado tiempo para desarrollarse por completo al salir del puerto, y además estaba tan próximo a la costa, que sus transportes no pudieron retirarse ni ir a colocarse detrás de la escuadra para socorrerla. La batalla, pues, estaba perdida antes de comenzar, y la escuadra romana, desordenada y estrechamente cercada, debía caer casi por completo en poder de los africanos. El cónsul lo evitó en parte al huir inmediatamente, pero igualmente perdió noventa y tres naves, o sea, las tres cuartas partes de la escuadra de bloqueo, y con ellas la flor de las legiones. Tal fue la primera y única gran victoria naval que los cartagineses tuvieron sobre los romanos.

Sin embargo, esto tuvo grandes e inmediatos resultados. Lilibea cesó de ser bloqueada por mar, pues, si bien los restos de la escuadra fueron a ocupar allí su puesto, les fue imposible en adelante cerrar la entrada del puerto. Por lo demás, la escuadra cartaginesa los hubiera destruido si no hubieran tenido el apoyo del ejército de tierra. Así, pues, la loca y culpable imprudencia de un oficial inexperto había perdido en un momento todas las ventajas adquiridas a costa de tantos esfuerzos, después de un sitio tan largo y sangriento.

DESTRUCCIÓN DE SU ARMADA DE TRANSPORTE

Los romanos poseían todavía algunas naves; pero, desgraciadamente, lo que había perdonado el desastre ocasionado por la temeridad de uno de los cónsules, acabó de perderlo la ineptitud del otro. El segundo cónsul, Lucio Junio, tenía la misión de embarcar en Siracusa víveres y municiones destinados al ejército de sitio, y recorrer las costas del sur. Los transportes debían ir acompañados por la segunda escuadra, que contaba con ciento veinte buques de guerra; pero en lugar de tener reunidas todas sus naves, cometió la torpeza de mandar los primeros transportes adelante sin protección de ningún género, mientras que él salió un poco después con los demás. Cartalo, segundo almirante de los cartagineses, mandaba por entonces cien buques escogidos que bloqueaban a los romanos en el puerto de Lilibea. Al enterarse de lo que sucede se dirige rumbo al sur inmediatamente, y se coloca entre las dos divisiones de la escuadra de Lucio Junio, que fueron obligadas a refugiarse en las radas de Gela y Camarina. El enemigo corre a atacarlas en aquellas playas hospitalarias; pero es valerosamente rechazado gracias a las máquinas de guerra establecidas hacía ya algún tiempo en todos los puertos de las costas. No obstante, ya no se podía pensar en reunirse y continuar su camino, y Cartalo pudo dejar a los elementos de la naturaleza el cuidado de acabar su obra. A la primera marejada ambas escuadras fueron completamente destruidas, mientras que los cartagineses, maniobrando en alta mar, escaparon sin trabajo ni peligro al furor de la tempestad. Sin embargo, los romanos habían podido salvar gran parte de la tripulación y de los cargamentos.

PERPLEJIDAD DE LOS ROMANOS

El Senado no sabía qué hacer. La guerra ardía hacía ya dieciséis años, y parecía que se estaba más lejos de terminarla que el primer día en que se rompieron las hostilidades. Se habían perdido cuatro grandes escuadras, tres de las cuales llevaban a bordo un ejército romano cada una. En Libia había perecido un cuarto ejército formado íntegramente por tropas escogidas; y todo esto sin contar los innumerables sacrificios que habían costado los pequeños combates navales, las batallas dadas en Sicilia, el ataque o la defensa de plazas y posiciones, y, por último, las enfermedades. Se habían sacrificado innumerables vidas, tantas que las listas cívicas habían disminuido del año 502 al 507 (252 a 247 a.C.) en cuarenta mil ciudadanos, o sea, una sexta parte. Por otra parte, no se incluían aquí las enormes pérdidas de los aliados, sobre quienes recaía todo el peso de la guerra marítima, y que contribuían para la continental por lo menos tanto como los mismos romanos. Era imposible formarse una idea de los gastos en dinero; eran incalculables, ya fuera que se tratase directamente de cubrir las bajas de la escuadra y del material, o se tuviesen en cuenta los perjuicios sufridos por el comercio. Y lo peor era que se habían agotado todos los medios sin poder terminar la guerra. Se había verificado un desembarco en África con un ejército valeroso y animado por sus primeras victorias, y la empresa había fracasado. En Sicilia se había intentado el ataque sucesivo de las ciudades, y las plazas de poca importancia habían sido tomadas. Pero las fuertes ciudadelas de Lilibea y Drépano habían rechazado todos los ataques. ¿Qué hacer en adelante? Se apoderó de ellos la desanimación. Los padres conscriptos desesperaban de la guerra y dejaron marchar las cosas por sí mismas, no porque no supiesen perfectamente que una guerra indefinida era cien veces más desastrosa para la Italia que nuevos y grandes sacrificios, y que esta debía dar su último hombre y su último denario para terminarla. ¡No se atrevían a fiarse del pueblo ni de la fortuna, y agregar otros nuevos sacrificios a tantos ya inútiles! Se decidió disolver la armada y no hacer en adelante más que la guerra de corsarios; dar los buques del Estado a los capitanes que quisieran equiparlos por su cuenta e ir en corso. En cuanto a las operaciones por tierra, solo continuaron en el nombre pues no podía hacerse otra cosa; pero se conservaron las plazas conquistadas y se dispuso defenderlas en caso de ataque. Por modesto que fuese este plan, necesitaba un ejército numeroso y grandes gastos a falta de la escuadra. Había llegado para Cartago el ahora o nunca, la oportunidad de humillar a su poderosa rival. También en la ciudad fenicia se dejaban sentir el cansancio y la escasez, ¿quién lo duda? Sin embargo, dada la marcha de los acontecimientos, no se habían agotado sus recursos. Nada impedía que se tomase vigorosamente la ofensiva; después de todo, la guerra no costaba más que dinero. Pero los que gobernaban la colonia fenicia no tenían energía ni genio guerrero, y caían en la inacción y en la debilidad cuando no eran estimulados por el aguijón de una segura ganancia o de una extrema necesidad. Demasiado felices con no tener sobre sí la amenaza de la escuadra romana, dejaron también que se disolviese la suya. En realidad hicieron lo mismo que los romanos, y de una y otra parte comenzó una guerra de escaramuzas en la isla y en sus alrededores.

PEQUEÑA GUERRA DE SICILIA. AMÍLCAR BARCA

De este modo pasaron seis años de una lucha sin grandes acontecimientos y sin gloria (del 506 al 511), y que fueron los más oscuros del siglo, tanto para los romanos como para los cartagineses. Pero finalmente se levantó un hombre que pensaba y quería obrar de modo diferente a sus conciudadanos de África. Un general joven y de talento, Amílcar, llamado Barak o Barca (es decir, el relámpago), vino a encargarse del mando de Sicilia en el año 407. Los cartagineses carecían como siempre de una infantería fuerte y aguerrida. Su gobierno, por más que la hubiese podido reunir o se hubiese siquiera esforzado para hacerlo, presenciaba impasible los repetidos desastres o mandaba de tanto en tanto a sus generales al patíbulo. Amílcar solo contó con su propia ayuda, y conocía a fondo a sus soldados. Para estos era lo mismo Cartago que Roma. Pedir a los magistrados de su República refuerzos fenicios o libios era tiempo perdido. Pero con las tropas que le quedaban no le estaba prohibido salvar su patria, con tal de que a esta no le costase nada. Se conocía a sí mismo y a los demás hombres. Que sus mercenarios pensasen o no en Cartago era cosa que lo tenía sin cuidado; pero un verdadero general hace las veces de patria para sus soldados, y el joven capitán era digno de atraerse a los suyos. En las diarias escaramuzas bajo los muros de Lilibea y de Drépano los acostumbró desde un principio a mirar frente a frente a los legionarios; después se atrincheró en el monte Eirto (monte Peregrino, cerca de Palermo), que domina el país como una ciudadela natural. Entonces hace que se establezcan al lado de los soldados sus mujeres e hijos, y desde allí arrasa la campiña por todos los lados, y sus corsarios talan las costas italianas hasta Cumas. En su campo reina la abundancia sin que la metrópoli tenga que mantener el ejército. Además se comunicaba diariamente con Drépano por mar, y muy pronto amenazó con dar un golpe sobre Palermo, que estaba a corta distancia. En vano los romanos ensayaron arrojarlo de su posición; después de largos combates no pudieron siquiera impedirle que fuera a establecerse a la cima del monte Eryx. En medio de la ladera de la montaña estaba situada la ciudad de este nombre, y en la cima había un templo dedicado a Venus Afrodita. Amílcar se apoderó de la ciudad y sitió el templo, mientras los romanos se mantenían en la llanura y lo bloqueaban a su vez. Para que defendiese al templo habían colocado allí un destacamento de galos, tránsfugas del ejército cartaginés y horda de bandidos, si los hubo, que saquearon el lugar confiado a su custodia, cometieron toda clase de excesos y se defendieron con el valor de la desesperación. Pero Amílcar se obstinó y mantuvo su posición de Eryx. Durante este tiempo se aprovisionaba diariamente con ayuda de la armada y de la guarnición de Drépano. Para los romanos la guerra tomaba un aspecto cada vez peor. La República agotaba sus recursos metálicos, y sus soldados y sus generales perdían en ella su reputación. Era evidente que ningún capitán de Roma podía luchar ya contra Amílcar, cuyos soldados medían sus armas sin temor con los de las legiones romanas. A lo largo de todo este período, por otra parte, los corsarios redoblaban su audacia recorriendo las costas de Italia; y hasta había sido necesario enviar a un pretor para que luchara contra una banda enemiga que había hecho un desembarco. Si hubieran dejado que las cosas continuaran su marcha así, al cabo de pocos años, Amílcar, al frente de su escuadra, habría sido un hombre capaz de acometer la famosa empresa que su hijo ejecutará un día por tierra.

RECONSTRUCCIÓN DE UNA ESCUADRA
POR PARTE DE LOS ROMANOS. VICTORIA DE CATULO
CERCA DE LA ISLA DE EGUSA

El Senado, sin embargo, continuaba en la inacción; el partido de las gentes meticulosas predominaba en él constantemente. Pero, por último, se encontraron allí hombres previsores y magnánimos que se resolvieron a salvar el Estado aun sin su concurso, y a dar fin a aquella guerra ruinosa. Algunas excursiones marítimas afortunadas habían restablecido la moral del pueblo, y despertado nuevamente la energía y la esperanza. Una escuadra formada con gran precipitación había quemado Hipona, en la costa de África, y conseguido una victoria delante de Panormo. Entonces se recogieron suscripciones voluntarias, como se había hecho otras veces en Atenas, aunque en menores proporciones, y se fletó una escuadra de guerra a expensas de los patriotas ricos de Roma, que tenía por núcleo los antiguos buques corsarios y sus tripulaciones. Los cuidados más minuciosos presidieron su construcción: nunca se había hecho otro tanto para la marina del Estado. ¡Los anales de la historia no ofrecen ejemplo de un entusiasmo semejante! Se vio a algunos ciudadanos coaligados dotar a su patria, agobiada por veintitrés años de ruda guerra, de una escuadra magnífica de doscientos buques con sesenta mil tripulantes. La honra de conducirla a Sicilia estaba reservada al cónsul Cayo Lutacio Catulo, que no encontró allí adversarios. Los dos o tres buques cartagineses que Amílcar tenía a su disposición desaparecieron. Los romanos ocuparon casi sin resistencia los puertos de Lilibea y Drépano, cuyos sitios volvieron a emprender vigorosamente por mar y por tierra. Cartago se veía amenazada y sorprendida: sus dos fortalezas, mal aprovisionadas, corrían gran peligro. Se armó también con gran precipitación; pero por más que se apresurase, el año terminó sin que hubiera podido enviar sus naves a las aguas sicilianas. Cuando finalmente las naves se presentaron delante de Drépano en la primavera del año 513 (241 a.C.), los romanos se hallaron enfrente de una escuadra de buques de transportes, más que de buques de guerra. Los cartagineses habían creído que podrían desembarcar sin obstáculos, descargar todas sus municiones y tomar a bordo las tropas necesarias para la lucha. Pero su enemigo les cerró el paso; y, como ellos querían tomar Drépano, se vieron obligados a aceptar la batalla cerca de la pequeña isla de Egusa (Fabignana). Era el 10 de marzo del año 513 (241 a.C.). El resultado no estuvo indeciso ni un solo instante. La escuadra romana, bien construida y armada, obedecía a un almirante hábil, al pretor Publio Valerio (pues Catulo estaba curándose una herida que había recibido delante de Drépano). Al primer choque echó a pique muchos buques cartagineses, que iban muy cargados y mal armados. Cincuenta fueron a fondo, y setenta fueron capturados y conducidos por el vencedor al puerto de Lilibea. El gran y generoso esfuerzo de los patriotas de Roma había producido sus frutos, pues dio a la República la victoria y la paz.

CONCLUSIÓN DE LA GUERRA

Después de haber crucificado a su infortunado almirante, hecho que nada remediaba, los cartagineses enviaron plenos poderes al comandante del ejército para que ajustase la paz. Amílcar había presenciado el naufragio de sus heroicos trabajos de siete años. Magnánimo hasta el fin, no abandonó el honor de sus soldados, la causa de su país ni sus propios designios. Dueños ya los romanos del mar, no era posible conservar Sicilia, más aún cuando no podía esperar nada de Cartago, que tenía exhausto su Tesoro, y luego de haber intentado inútilmente contratar un empréstito en Egipto. ¿Cómo había de esperarse que pensara aún en atacar y destruir las fuerzas navales de Roma? Amílcar consintió pues en abandonar la isla, obteniendo a cambio el reconocimiento expreso, y en los términos ordinarios, de la independencia e integridad del Estado y del territorio cartaginés. Roma se comprometió con Cartago, y esta con Roma, a no hacer alianza particular con los miembros de sus respectivas sinmaquias, es decir, con las ciudades sujetas o dependientes de una u otra de las partes contratantes. No les haría la guerra, no aspiraría al derecho de soberanía sobre su territorio y, por último, no reclutaría soldados en él.[9] Como condiciones accesorias, debían ser devueltos sin rescate todos los cautivos romanos, y se impuso a los vencidos una contribución de guerra. Pero cuando Catulo exigió que los soldados de Amílcar depusiesen sus armas, y que se le entregasen los desertores italianos, el cartaginés se negó a ello absolutamente e insistió en su negativa. Catulo tuvo que desistir de esta última reclamación, y permitió a los fenicios salir de la isla mediante un pequeño rescate de dieciocho dineros por cabeza.

Como los cartagineses deseaban en extremo la terminación de la guerra, quedaron muy satisfechos, según yo entiendo, al obtener la paz con estas condiciones. Y, por su parte, el general romano atribuyó naturalmente un gran mérito al hecho de volver a su patria con una paz victoriosa. Sin embargo, ya fuera que se acordase de Régulo y que temiese cambios repentinos en la suerte de las armas, o que el entusiasmo patriótico al que debía su victoria no se renovase con la misma energía, ya fuera, en fin, que cediese al ascendiente personal de Amílcar, el hecho es que Catulo no se mostró muy riguroso. En Roma el pueblo acogió mal la paz proyectada, y excitado en el Forum por los patriotas, sin duda por aquellos que habían suministrado una escuadra al Estado, se negó en un principio a ratificar la paz. ¿De dónde procedía esta repugnancia? No podremos decirlo. Asimismo ignoramos si los que se oponían querían solo arrancar nuevas concesiones al enemigo, o si los movía el pensamiento de que en otro tiempo Régulo se hubiese atrevido a exigir a Cartago que renunciase a su independencia. Quizás en este caso sostendrían que era necesario proseguir la guerra hasta conseguir por completo su fin, y que se trataba menos de estipular una paz honrosa que de imponer al enemigo una sumisión completa. Si la negativa a la ratificación no era más que un cálculo con objeto de obtener mayores ventajas, este cálculo era probablemente erróneo. Ante la evacuación de la Sicilia, ¿qué interés había en conseguir alguna otra concesión accesoria? Era peligroso mostrarse demasiado exigente con un hombre tan emprendedor y de tantos recursos como Amílcar. ¿No se corría el riesgo de dejar ir la presa por perseguir su sombra? ¿O por el contrario los que rechazaban la paz se oponían porque a sus ojos no había más que un solo medio eficaz de terminar la lucha, y que era necesario ante todo, para dar una satisfacción a Roma, el aniquilamiento político de su rival? En este caso, su opinión mostraba que eran grandes hombres de Estado, y que tenían un verdadero presentimiento del porvenir. Pero ¿era Roma bastante fuerte ahora para intentar llevar a cabo otra expedición como la de Régulo? Ya no se hubiera tratado solo de abatir el valor, sino también los muros de la poderosa ciudad fenicia. ¿Qué historiador se atrevería hoy, careciendo como carecemos de pruebas, a responder semejante cuestión en uno u otro sentido?

Por último, el tratado fue sometido a una comisión encargada de hacerse presente en Sicilia y decidir sobre el terreno. Esta comisión confirmó los preliminares en sus puntos esenciales, pero elevó los gastos de guerra que debía pagar Cartago a la suma de tres mil doscientos talentos. Además del abandono de Sicilia, estipulaban también cláusulas definitivas: el de las islas intermedias entre esta e Italia. En realidad no hubo más que un simple cambio en los términos de la redacción oficial, que se precisaron mejor. Ya que Cartago no poseía la Sicilia, era natural que no podría reservarse la isla de Lípari, por ejemplo, ocupada además desde hacía mucho tiempo por los romanos. Tampoco puede suponerse gratuitamente que el primer tratado se hubiese redactado de una manera ambigua con intención. Semejante sospecha sería tan inmerecida como inverosímil. Por último, estando ya todos de acuerdo, el general de la ciudad que se humillaba, aunque no había sido vencido, bajó de las alturas que había defendido por tanto tiempo, y entregó a los nuevos señores de la isla las fortalezas que los fenicios habían dominado sin interrupción por espacio de cuatro siglos, y contra cuyas murallas se habían estrellado tantas veces los esfuerzos de los helenos. De esta forma, la paz quedó restablecida en el Occidente (241 a.C.).

JUICIO SOBRE LA DIRECCIÓN DE LA GUERRA

Detengámonos un momento más sobre estos grandes combates que llevaron la frontera romana más allá de los límites marítimos de la península. La primera guerra púnica fue una de las más largas y difíciles que sostuvo Roma; los soldados que asistieron a la última y decisiva batalla en su mayor parte no habían nacido cuando principió la guerra. Hagamos además constar que, a pesar de los grandiosos y heroicos acontecimientos que en ella se encuentran, esto no significa que los romanos, militar y políticamente hablando, la hayan dirigido mal ni con poca seguridad. No podía suceder de otro modo. Esta guerra acontece en un tiempo de crisis: la antigua política puramente italiana no era ya suficiente, pero no se había hallado aún la del gran Imperio futuro. Para las necesidades de la primera, el Senado romano y el sistema militar de Roma estaban excelentemente combinados. Las guerras eran entonces simples guerras continentales. Asentada en el centro de la península, la metrópoli servía de base principal y de eje a todas las operaciones que se apoyaban además en la red de fortalezas interiores. Se practicaba la táctica sobre el terreno, y no la gran estrategia. Se batían sin preocuparse demasiado de la combinación de las marchas y los movimientos, que no tenían más que una importancia secundaria. Además, el arte de los sitios estaba aún en su infancia, y apenas se había hecho una o dos veces la guerra por mar. No hay que olvidar que hasta entonces todo se decidía en la pelea por el arma blanca; que una asamblea de senadores había bastado para dirigir las operaciones, y que el magistrado de la ciudad podía ser general del ejército. Pero todo cambió repentinamente. El campo de batalla se extendió de un modo considerable, se lo llevó a otro continente más allá de los mares. Toda escuadra que se hace a la vela es un camino que el enemigo puede seguir, para venir un día sobre Roma desde todos los puertos de la costa. En todas esas plazas marítimas que habían rechazado tantas veces el asalto de los mejores tácticos de la Grecia, es donde los romanos van a hacer sus primeros ensayos. Para esto no bastaban ya las milicias ciudadanas ni los contingentes latinos o itálicos; se necesitaba una escuadra, y, lo que es más difícil, saber servirse de ella. Es necesario reconocer los verdaderos puntos de ataque y de defensa, reunir y dirigir las masas, y preparar y combinar las expediciones lejanas y duraderas. Si no se sabe todo esto, por inferior que sea en la táctica el enemigo, triunfará seguramente sobre su adversario más fuerte. ¿Qué tiene de extraño que hayan vacilado las riendas en las manos del Senado y de los magistrados civiles llamados hasta el generalato? Al principio de la guerra ninguno sabía seguramente adónde se iba; solo en el transcurso de la lucha fueron notándose los defectos del sistema militar, la falta de una escuadra, la necesidad de una dirección firme y constante en las operaciones, la incapacidad de los generales y la completa ineptitud de los almirantes. A fuerza de energía y de fortuna se proveyó lo más urgente. Esto es lo que sucedió principalmente en la cuestión de la armada. Por poderosa y grande que fuese su creación, nunca fue tenida en mucha estima por los romanos. Llevó el nombre de «escuadra romana» sin tener nada de nacional. Roma la trató siempre como madrastra, y el servicio a bordo no fue nunca muy apreciado, sobre todo al lado del que se hacía en las filas de las legiones. Los oficiales de marina procedían en su mayor parte de los griegos de Italia, y la tripulación se componía de súbditos, esclavos y vagos. El campesino italiano no ha sido nunca aficionado al mar. Entre las tres cosas de su vida de las que Catón decía estar arrepentido, una de ellas era el haberse embarcado una vez cuando podría haber ido por tierra. No hay que admirarse de esto. Marchando las naves principalmente a fuerza de remos, no había nada de noble en tal servicio. Quizá debieron organizar legiones navales y un servicio de oficiales de marina romanos. De haber obedecido al sentimiento nacional, les hubiera sido fácil fundar un poderoso estado marítimo, no solo por el número de sus buques, sino también por sus cualidades náuticas y por la experiencia de la mar. Se hubiera podido encontrar fácilmente un núcleo en aquellos corsarios que habían completado su educación durante una larga guerra. Pero el gobierno de la República no hizo más que lo enteramente necesario.

Como quiera que fuese, la marina romana, en su organización grandiosa aunque insuficiente y mal concebida, fue la obra más grande de su tiempo. Hizo que en un principio Roma triunfase, y luego le valió su éxito definitivo. Había otros vicios mucho más difíciles de reparar: hablo de los que tenía la constitución política, que era necesario reformar a toda costa. Ante las vicisitudes de los partidos el Senado había pasado con ellos de un plan de guerra a otro, y cometido increíbles faltas, como por ejemplo la evacuación de Clipea, o las frecuentes reducciones de la marina. Un general comenzaba en el año de su cargo el ataque de las plazas sicilianas, que su sucesor abandonaba para ir a saquear las costas de África o dar una gran batalla naval; todos los años, en fin, cambiaba de personas el mando supremo. Pero ¿cómo poner término a estos males sin promover inmediatamente en la ciudad cuestiones mucho más difíciles que la creación de la armada? Las reformas, sin embargo, no eran difíciles de realizar ante las exigencias de la guerra. De todas maneras, el hecho es que nadie, ni el Senado ni los generales, se mostró a la altura de la nueva estrategia. La empresa de Régulo es la prueba más palpable del extraño error del que todos participaban. Tenían una fe ciega en la superioridad de su táctica. ¿Qué general se ha visto nunca más favorecido por la fortuna? Desde el año 498 (256 a.C.) ocupaba las posiciones que Escipión no ocupó hasta cincuenta años después, y no tenía delante de sí, como él, a Aníbal y su ejército, encanecidos en las batallas. Pero el Senado creía que los romanos eran invencibles en el combate cuerpo a cuerpo, y había retirado la mitad de las tropas. El general, tan engañado como el Senado, permaneció en su desastrosa inmovilidad. Inferior al enemigo en cuestión de estrategia, aceptó la batalla donde se la presentaron, y halló su maestro en la táctica propiamente dicha. ¡Catástrofe tanto más extraña cuanto que Régulo era un hábil y valiente capitán! La ruda guerra de los campesinos había bastado para la conquista de la Etruria y del Samnium, y fue la que trajo el desastre de Túnez.

Antes, y según las necesidades de los tiempos, todo ciudadano podía ser un general; en la actualidad ya no sucedía lo mismo. En el nuevo sistema se necesitaban generales formados en los campos de batalla, y que tuviesen buen golpe de vista estratégico, pues el simple magistrado civil no bastaba para el objeto. Otra medida peor, si cabe, era la de que el mando de la escuadra fuese anexo al del ejército, y, por consiguiente, cualquier cónsul se creía apto a la vez para el generalato y para dirigir las operaciones navales. Los mayores desastres que Roma sufrió durante la primera guerra púnica no fueron causados por las tempestades ni por los cartagineses, sino por la presuntuosa impericia de los almirantes improvisados.

De cualquier modo, lo cierto es que la República había vencido, y se contentó con menos de lo que pedía y aun de lo que se le había ofrecido al principio de la guerra. Sin embargo, la paz encontraba en el pueblo una oposición marcada. La victoria y la paz no eran pues decisivas ni definitivas. Roma debía su triunfo al favor de los dioses, a la energía de los ciudadanos y sobre todo a las faltas del enemigo, faltas capitales y superiores en mucho a los errores imputables a los romanos en la dirección de la guerra.