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TERCERA GUERRA CON MACEDONIA
RESENTIMIENTO DE FILIPO CONTRA ROMA
Si ya Filipo había sentido un gran descontento al ver la parte que los romanos le habían adjudicado en el arreglo de las condiciones de paz con Antíoco, los acontecimientos que a esta siguieron no fueron tampoco los más a propósito para aplacar sus rencores. Sus vecinos de Grecia y de Tracia, y todas las ciudades que antes temblaban con solo oír el nombre de Macedonia, y que ahora tiemblan al oír el nombre de Roma, quisieron tomar represalias con la gran potencia caída e indemnizarse ahora de todos los perjuicios sufridos desde el tiempo de Filipo II. En las dietas de las diversas confederaciones helénicas y en Roma, donde resonaban diariamente quejas sin cuento, los griegos daban libre curso a su ridícula jactancia y a su patriotismo antimacedonio, virtud que era ahora tan fácil de practicar. Los romanos habían dejado a Filipo sus conquistas sobre los etolios; pero en Tesalia solo la liga de los magnetas se les había unido formalmente durante la guerra. En cuanto a las ciudades de las que el rey se había apoderado y que pertenecían a las otras dos confederaciones locales, la liga tesaliana propiamente dicha y la de los perrebos, fueron inmediatamente reclamadas por estos últimos. «El rey —decían— no las ha conquistado, sino solo librado del yugo de los etolios.» Por su parte, los atamanios se creían con derecho a reclamar su libertad; y Eumenes pedía las ciudades marítimas ocupadas antes por Antíoco en la Tracia, Enos y Maronea, entre otras, aunque solo se le hubiera adjudicado expresamente el Quersoneso de Tracia. Todos estos agravios, y otros muchos más, eran expuestos diariamente por los vecinos de Macedonia. Ante esta situación, Filipo apoyaba a Prusias contra Eumenes, organizaba una concurrencia comercial, violaba los contratos y robaba los ganados. Por más que fuese rey tuvo que responder a todas estas acusaciones ante la plebe soberana de Roma, resignarse a ver cómo se llevaban estos procesos ante la República, cualquiera fuese su éxito, y oírse condenar casi siempre. Luego, aun rugiendo de cólera, se vio forzado a retirar sus guarniciones de los puertos de Tracia, de las plazas tesalianas y perrebianas, y a recibir cortésmente a los enviados de Roma cuando vinieron a cerciorarse de que se habían ejecutado las decisiones del Senado. Roma, sin embargo, no era tan hostil a Macedonia como a Cartago; pero desgraciadamente la situación de la primera exigía en el fondo las mismas medidas que las empleadas contra la ciudad africana. Ahora bien, Filipo no era hombre que pudiera sufrir las injurias con la paciencia fenicia. Siempre animoso y acalorado, aun después de la derrota, guardaba más rencor a los aliados infieles que a un vencedor leal. Impulsado siempre a seguir su política personal, y no por las exigencias del interés macedonio, vio en la guerra de Asia una excelente ocasión de vengarse del amigo que le había hecho traición y dejado solo, expuesto a los golpes del enemigo. Había disimulado su rencor; pero los romanos no ignoraban los secretos móviles de su conducta y sabían que obraba impulsado más por su odio contra Antíoco que por buenos sentimientos hacia ellos. Por su parte los romanos, como no guiaban nunca la marcha de su política por su afecto o su antipatía, se guardaron mucho de dar al macedonio nada que pudiese aumentar su importancia. Dispensaron todos sus favores a los Atálidas, eternos y apasionados enemigos de Macedonia, a quienes Filipo odiaba tanto por pasión como por razones poderosas. Ningún príncipe de Oriente había trabajado tanto como ellos en la ruina de Macedonia y de Siria, y en la extensión del patronato de Roma. En la última guerra, en la que Filipo había ofrecido a Roma su concurso espontáneo y leal, los Atálidas, por el contrario, no hacían más que sufrir la ley necesaria de su salvación. Sin embargo, habían podido aprovechar la ocasión y reconstituir casi por completo el antiguo reino de Lisimaco, cuyo aniquilamiento se había debido a los sucesores de Alejandro en el trono de Macedonia. Por último, habían levantado al lado de Macedonia un Estado tan poderoso como ella, y cliente de Roma, por añadidura. En tal estado de cosas quizás un rey sabio y cuidadoso de no verter la sangre de sus pueblos hubiera retrocedido ante la perspectiva de una lucha nueva y desigual. Pero el rasgo predominante del carácter de Filipo era el honor, y entre sus malas pasiones obedecía ante todo al espíritu de venganza. Sordo ante las advertencias del miedo o de la resignación, abrigaba en el fondo de su corazón el proyecto atrevido de volver a probar fortuna. Al recibir un día noticia de una nueva injuria hecha a Macedonia por las dietas de Tesalia, acostumbradas a esto, solo respondió con este verso de Teócrito: «Todo está indicando que ya el sol se oculta».[1]
ÚLTIMOS AÑOS DE FILIPO
Reconocemos que en sus decisiones y misteriosos preparativos Filipo conservó siempre la tranquilidad, el vigor y el espíritu de consecuencia, y que, si en otros tiempos más favorables hubiera empleado los medios a los que hoy apelaba, tal vez habría conseguido dar un nuevo curso a los destinos del mundo. Sufriendo valerosamente la prueba más dura que pudo inferirse a su orgullo y a su espíritu absolutista, compró de Roma a fuerza de sumisión las dilaciones que necesitaba. Eso sí, muchas veces descargó su cólera sobre sus súbditos o sobre los inocentes objetos de sus rencores; y testigo de esto es la desgraciada ciudad de Maronea. Desde el año 571 parecía que la guerra estaba a punto de estallar, pero su hijo menor, Demetrio, le consiguió una reconciliación con Roma. (Había residido allí mucho tiempo como rehén, y se había atraído muchos amigos.) El Senado y el regente de los negocios griegos, Flaminio, deseaban organizar en Macedonia un partido filorromano que fuera capaz de contrarrestar los esfuerzos hostiles de los que la República tenía perfecto conocimiento. A este partido le habían designado de antemano un jefe, el mismo Demetrio. Como el príncipe tenía mucho afecto a Italia, no hay duda de que querían que fuese un día el heredero de la corona de su padre. Por esta razón tuvieron cuidado de advertir a Filipo que solo se lo perdonaba por consideraciones a su hijo. De aquí, como es natural, las disensiones funestas que surgieron en el seno de la familia real. En ella había otro hijo, mayor que Demetrio, que el mismo Filipo había elegido como su sucesor, por más que procediese de un matrimonio desigual. Perseo, que así se llamaba, vio en su hermano un peligroso competidor y decidió conspirar contra él. Sin embargo, parece que Demetrio no era en un principio cómplice de las intrigas de la República. Acusado de un crimen, se hizo culpable solo para defenderse, y no pensó en nada más que en huir a Roma. Filipo fue advertido de ello por los pérfidos cuidados de Perseo. Una carta de Flaminio dirigida al joven príncipe y que fue interceptada hizo lo demás; el padre, irritado, dio orden de asesinar al desgraciado. Luego, cuando le fueron revelados los manejos de su hijo mayor, quiso castigar al fratricida y desheredarlo del trono, pero era demasiado tarde. Vino a sorprenderlo la muerte en aquellos momentos (año 575) en Demetriades, a la edad de cincuenta y nueve años, y tras él dejó un reino aniquilado y una familia destrozada por los odios intestinos. Completamente desesperado, reconoció la inutilidad de sus esfuerzos y de sus crímenes.
PERSEO REY
Inmediatamente Perseo tomó las riendas del gobierno, sin hallar oposición en Macedonia ni en el Senado romano. Era de elevada estatura y diestro en toda clase de ejercicios corporales, habituado a la vida del campamento y acostumbrado a mandar; absoluto, en fin, como su padre, y como él poco escrupuloso en la elección de medios. Pero no imitaba a Filipo en su pasión por el vino y las mujeres, que le había hecho olvidar con harta frecuencia sus deberes de rey; se mostraba persistente y hasta tenaz en sus propósitos, mientras que su padre había sido ligero y caprichoso. La fortuna había protegido a Filipo, que subió al trono muy niño, y fue constantemente feliz durante los primeros veinte años de su reinado. Perseo contaba ya, en su advenimiento al trono, treinta y cinco años. En su juventud había asistido a la infortunada lucha de Macedonia contra Roma, después había sentido a su vez el peso de las humillaciones inferidas a su patria y había alimentado el pensamiento de hacer que esta renaciese a nueva vida. En otras palabras, había heredado los sufrimientos, la ira y las esperanzas de su predecesor. Puso manos a la obra con decisión, y, continuando lo que su padre comenzara, hizo sus preparativos de guerra con una constancia y un ardor sin igual. ¿No habían hecho los romanos cuanto les era posible para impedirle que ciñese la corona? La altiva nación de los macedonios se enorgulleció aún más obedeciendo a un príncipe que había visto combatir desde su más tierna edad a la cabeza de los ejércitos. Todos creían, y muchos helenos con ellos, que al fin habían encontrado el general a propósito para las próximas guerras de la independencia. Pero desgraciadamente Perseo no era lo que prometía: le faltaban la inspiración y perspicacia de Filipo, y las cualidades verdaderamente reales que a veces se oscurecen con los favores de la fortuna, pero que resucitan purificadas por el crisol de la desgracia. Filipo se olvidó muchas veces de sí mismo y de sus asuntos; pero cuando era necesario reunía sus fuerzas y obraba con vigor y rapidez. Perseo formó también grandes proyectos y los prosiguió con una infatigable persistencia; pero cuando sonó la hora, cuando fue necesario pasar de los planes y los preparativos a los hechos, retrocedió espantado ante su obra, como sucede a las naturalezas limitadas. Tomó los medios por el fin y acumuló tesoros sobre tesoros para hacer la guerra a los romanos; pero, cuando estos entraron en su territorio, no tuvo valor para separarse de su oro. Después de su derrota, el padre había corrido a destruir sus papeles secretos, que bien podían comprometer a otros; el hijo correrá derecho a sus arcas y se embarcará con ellas. En tiempos ordinarios hubiera sido quizás un rey de algún mérito, superior a la generalidad de las medianías. Pero cometió la falta de acometer una empresa muy superior a sus fuerzas, y condenada previamente desde el momento en que no la conducía la mano de un héroe.
RECURSOS DE MACEDONIA
Aún era considerable el poder de Macedonia: el pueblo continuaba siendo adicto a la casa de Antígono, y no paralizaban el vuelo del sentimiento nacional las disensiones políticas ni las guerras de partido. Una de las grandes ventajas del establecimiento de la monarquía es que en cada cambio de reinado desaparecen los antiguos rencores y enemistades, y se abre una nueva era para los hombres nuevos y las nuevas esperanzas. Perseo aprovechó hábilmente su situación: comenzó su reinado con una amnistía general, llamando a los fugitivos y perdonando los atrasos en los impuestos. Al día siguiente de las durezas del padre, la dulzura del hijo le valió el amor de sus vasallos. Veintiséis años de paz habían colmado naturalmente los vacíos de la población macedonia, y el gobierno se aplicó con una constante solicitud a curar esta herida principal de las antiguas guerras. Filipo había favorecido a los matrimonios y las familias fecundas; había llevado al interior a los habitantes de las plazas marítimas y poblado estas últimas con colonos tracios, a la vez fieles y capaces de defenderlas. Para cerrar de una vez el país a las devastadoras incursiones de los dardanios, construyó al norte una gran muralla y dejó desierta una ancha zona entre la frontera de su reino y el territorio de los bárbaros. Fundó también ciudades en las provincias septentrionales, y tomó en su reino todas las medidas que más tarde tomará Augusto para reconstituir el Imperio Romano. El ejército era numeroso, contaba con treinta mil hombres y con los contingentes auxiliares y los mercenarios; los soldados bisoños se acostumbraban al ejercicio de las armas en sus luchas diarias con los bárbaros de la frontera de Tracia. Se preguntará por qué el rey difunto no había organizado sus tropas a la romana, tal como Aníbal. Este olvido se explica fácilmente. Los macedonios eran sobre todo adictos a su falange; por más que algunas veces hubiera sido derrotada, la creían invencible. Nuevos recursos creados por Filipo, tales como las minas, las aduanas y los diezmos, enriquecían la Hacienda, y al mismo tiempo florecían la agricultura y el comercio, con lo cual se llenaban el Tesoro, los almacenes y los arsenales. Al comenzar las hostilidades Perseo halló en las cajas públicas medios para pagar durante diez años a todo el ejército nacional y a diez mil mercenarios. Por otra parte, los aprovisionamientos en granos (dieciocho millones de medimos, cerca de diez millones de hectolitros) no eran menos considerables, y en los arsenales existían medios para equipar por completo un ejército tres veces mayor que el suyo. Macedonia no era ya ese enemigo que en la última guerra había sido sorprendido y humillado fácilmente; sus fuerzas se habían duplicado en todos los aspectos. ¿Acaso Aníbal no había quebrantado a Roma hasta en sus más sólidos cimientos disponiendo de los recursos de una potencia mucho menor?
TENTATIVA DE COALICIÓN CONTRA ROMA
En el exterior la situación no era tan favorable. Lo mejor que podía hacer Perseo era emprender los planes de Aníbal y de Antíoco, resucitar la coalición de los Estados sujetos a Roma, y ponerse a su cabeza. Con este objeto la corte de Pidna había tendido por todos lados los hilos de la diplomacia; pero desgraciadamente había fracasado en todas partes. Se decía, y con razón, que la fidelidad de los italianos no era del todo segura; de cualquier manera, amigos o enemigos debían confesar que, si había alguna hipótesis inverosímil, esa era la de resucitar la guerra en el Samnium. Respecto de las conferencias nocturnas de los enviados macedonios con el Senado de Cartago, conferencias denunciadas a Roma por Masinisa, no valía la pena que hombres serios y expertos se preocupasen por ellas, aun suponiendo que no fuesen una pura invención, cosa muy posible por otro lado. Por último, la corte de Macedonia intentó ganar a los reyes de Siria y de Bitinia mediante matrimonios realizados con un interés particular; pero nada resultó de estas alianzas. En su incorregible vanidad, los diplomáticos se imaginan que van a conquistar reinos y ciudades de este modo; pero en esta ocasión, como en todas, no hicieron más que prostituir sus esfuerzos. Hubiera sido ridículo pensar siquiera en tratar con Eumenes, y los agentes de Perseo lo dejaron fuera de sus negociaciones; pero como volvía de Roma, donde había hablado y obrado contra Macedonia, se formó el plan de asesinarlo en Delfos. También fracasó este magnífico proyecto.
LOS BASTARNOS, GENTÍOS Y COTIS
Mejor resultado podía prometerse sublevando a los bárbaros del norte y a los griegos. Filipo había pensado en arrojar sobre los dardanios (Servia), antiguos enemigos de Macedonia, la horda germánica de los bastarnos, que eran aún más salvajes y que él mismo había llamado del otro lado del Danubio. Después, marchando en grandes masas y poniendo en movimiento una avalancha de bárbaros, premeditaba una irrupción en Italia por la parte de la actual Lombardía, para lo cual ya había hecho reconocer los pasos de los Alpes. Esta era una empresa gigantesca, digna de Aníbal, y suscitada sin duda por su ejemplo. Pero, según parece, los romanos habían tomado la delantera y edificado la fortaleza de Aquilea (pág. 208), construcción que se remonta a uno de los últimos años de la vida de Filipo (año 573), y que estaba muy separada de la red de fortalezas itálicas. De esta forma, Filipo también se había visto detenido por este lado por la heroica resistencia de los dardanios y de las poblaciones inmediatas, amenazadas todas por la posibilidad del exterminio. Los bastarnos tuvieron que retroceder, y todo su ejército pereció ahogado en el paso y bajo las rotas capas de hielo del Danubio. Como consecuencia de estos hechos, Perseo volvió su vista hacia los pequeños reyes ilirios (Dalmacia y Albania septentrional), e intentó atraerlos a su clientela. Uno de ellos, Artetauros, que por entonces estaba en Roma, fue asesinado con el macedonio como cómplice. El más importante de todos, Gentíos, hijo y sucesor de Pleuratos, era aliado nominal de la República igual que su padre. Sin embargo, los enviados de Issa, ciudad griega colocada en una de las islas Dálmatas, fueron inmediatamente a denunciar a Roma las secretas inteligencias de Perseo con aquel príncipe débil y dado a la embriaguez. Según ellos, los embajadores de Gentíos eran en Roma los espías del rey de Macedonia. Por otra parte, en la parte del bajo Danubio, al este, vivía estrechamente aliado con Perseo el más poderoso de los príncipes del país, el sabio y bravo Cotis, rey de los odrisos. Era dueño y señor de toda la Tracia oriental, desde la frontera macedonia sobre el Hebros (Maritza) hasta la costa donde se escalonaban numerosas ciudades griegas. Entre los jefes menos importantes que Roma había atraído a su partido estaba Abrúpolis, príncipe de los sageos, quien dirigió una algarada contra Anfípolis, sobre el Estrimón (Estrouma o Karasou). Pero el macedonio lo batió y lo arrojó de un país de donde Filipo sacaba sus colonos, y donde en todo tiempo había grandes masas de mercenarios a disposición del enemigo de Roma.
EL PARTIDO NACIONAL EN GRECIA
Entre los desgraciados helenos, Filipo y Perseo habían hecho de antemano una doble y activa propaganda, con la cual se habían atraído a la vez el partido nacional y el partido comunista, si se nos permite la expresión. No es necesario decir que el primero, así en la Grecia de Europa como en la de Asia, se había unido por completo a Macedonia, no tanto a causa de las iniquidades de algunos de los libertadores procedentes de Roma, como por la flagrante contradicción que había en el hecho de una restauración nacional verificada por el extranjero. Aunque demasiado tarde, ahora todos comprendían que a la Grecia le hubiera valido más colocarse bajo la dominación del peor de los reyes de Macedonia, que deber a la benévola magnanimidad de un protector italiano la más liberal de las constituciones. Los mejores y más hábiles ciudadanos de Grecia se volvían naturalmente contra Roma; solo una aristocracia cobarde y egoísta se inclinaba hacia aquella. Sin embargo, también es cierto que solían encontrarse aquí y allá algunos hombres honrados que no se hacían ilusión sobre las miserias de la patria ni sobre su porvenir, y se colocaban por excepción en el partido filorromano. El más desgraciado entre todos era Eumenes de Pérgamo, el infatigable partidario de las libertades otorgadas por la República. En vano guardó infinidad de miramientos a las ciudades que le habían correspondido en la distribución; en vano se ingenió para captarse el favor de las ciudades y de las dietas a fuerza de oro y de buenas razones: se vio enérgicamente rechazado en todas partes. Por una decisión de la dieta, un día fueron derribadas en el Peloponeso todas las estatuas que le habían erigido las ciudades, y todos los cuadros de bronce grabados en su honor fueron hechos pedazos y fundidos (año 584). En este tiempo corría de boca en boca el nombre de Perseo. En los Estados que antes eran los más hostiles a Macedonia, entre los mismos aqueos, se puso a la orden del día la revisión de las leyes promulgadas contra los macedonios. Simultáneamente Bizancio, aunque situada en el territorio pergamiano, pide y recibe de Perseo, y no de Eumenes, auxilio y protección contra los tracios. También se le entregó Lampsaca, situada en las riberas del Helesponto. Es más, hasta los rodios, los poderosos y prudentes rodios, le llevaron en sus magníficos buques de guerra a la siria Antíoca, su prometida, pues el rey de Siria no podía entrar con los suyos en el mar Egeo; y se volvieron colmados de honores y presentes, con sus naves cargadas, entre otras cosas, de madera de construcción para su arsenal. Por último, también las ciudades asiáticas sujetas a Eumenes abrieron en la Samotracia conferencias secretas con los diputados macedonios. Por más que no se le atribuya sino una importancia insignificante, el movimiento de la escuadra rodia tenía el valor de una demostración. Con el pretexto de ir a Delfos a cumplir una ceremonia religiosa, el rey se mostró a los griegos a la cabeza de su ejército. Toda esta propaganda tenía evidentemente un fin, y Perseo pedía al sentimiento nacional un punto de apoyo para la guerra próxima. ¿Por qué cometió la falta de sacar partido de las hediondas enfermedades sociales de la Grecia, y fue a reclutar a sus partidarios entre aquellos que soñaban con la destrucción de la propiedad y la abolición de las deudas?
Sería difícil formarse una idea de la enorme deuda de las ciudades y de los individuos en la Grecia europea. Solo en el Peloponeso es donde la situación no era tan mala. Las cosas habían llegado hasta el punto de que una ciudad se arrojaba sobre la otra y la saqueaba. Esto hicieron los atenienses en Oropos; mientras que entre los etolios, los perrebos y los tesalianos, los poseedores y los no poseedores libraban batallas campales en toda regla. En estos tiempos se cometieron los más detestables excesos. Un día los etolios proclamaron la reconciliación y la paz general, y en consecuencia llamaron al país a los numerosos emigrados; pero después, cuando estos cayeron en el lazo, se precipitaron sobre ellos y los degollaron en masa. Los romanos intentaron interponerse; pero sus diputados se volvieron sin haber hecho nada, diciendo que ambos partidos eran dignos uno de otro, y que no había más remedio que abandonarlos a sus mutuas violencias. Para vencer el mal se habrían necesitado o ejércitos o verdugos… El helenismo sentimental, que en otro tiempo no era más que una cosa ridícula, entraba de lleno en el «régimen del terror». Perseo se hizo jefe de un partido, si es que se puede dar este calificativo a las masas que nada tenían que perder, ni siquiera el honor de su nombre. No contento con absolver a los tramposos, hizo fijar en Larisa, Delfos y Delos carteles invitando a todos los griegos fugitivos por delitos políticos o de otra especie, o incluso por deudas, a entrar en Macedonia con la promesa de reintegrarles el pleno goce de sus bienes y de sus honores. Como era natural, acudieron todos, y estalló inmediatamente la revolución hasta entonces encubierta en la Grecia del norte; el partido nacional y social se atrevió a obrar en nombre y a pedir la asistencia del rey. Si en realidad la salvación de la nacionalidad de los griegos exigía el empleo de tales medios, podía decirse, sin faltar a las grandes memorias de Sófocles y Fidias, que incluso de ganar la partida no valía la pena jugarla.
RUPTURA CON PERSEO
OPERACIONES MILITARES PREPARATORIAS
El Senado comprendió que había tardado demasiado, y que había llegado el momento de poner término a los manejos del rey. La expulsión de Abrúpolis, jefe tracio aliado de Roma, y las relaciones reanudadas por Macedonia con Bizancio, los etolios y parte de las ciudades de Beocia, constituían violaciones del tratado del año 557, y eran motivo suficiente para una declaración de guerra. Esta tenía más bien su razón de ser en la situación que se había creado de nuevo Macedonia. Al convertirse la soberanía puramente nominal de Perseo en una denominación real, Roma perdía su protectorado sobre los griegos. Desde el año 581 lo habían declarado así los enviados de la República ante la dieta aquea: la alianza con Perseo era su defección respecto de Italia. En el año 582 el mismo Eumenes fue a Roma con una larga lista de sus agravios, y dio a conocer el verdadero estado de las cosas. A partir de esto, y contra toda esperanza, el Senado decidió inmediatamente en sesión secreta declarar la guerra, y envió guarniciones a los puertos de desembarco en Epiro. Pero todavía se mandó una embajada a Perseo para cubrir las formas. Usó esta un lenguaje tal, que Perseo, al comprender que no había medio de retroceder, respondió sencillamente: «Estoy dispuesto a hacer un nuevo tratado con Roma pero en condiciones de igualdad respectiva; en cuanto al del año 557, lo considero como no hecho». Después dio a los embajadores tres días de plazo para salir del territorio de Macedonia. Esto sucedía en el otoño del año 582; si quería, podía ocupar toda la Grecia, hacer que subiese al poder en todos los Estados el partido macedonio, destruir fácilmente la división de cinco mil romanos que Gneo Sicinio había reunido delante de Apolonia, y oponer serios obstáculos al desembarco de las legiones. Pero, lejos de esto, comenzó a temer en el momento decisivo; y se dejó entretener en inútiles conferencias con su huésped y amigo, el consular Quinto Marcio Filipo, sosteniendo que se le declaraba la guerra con frívolos pretextos. Por consiguiente, retrasó el ataque, y hasta hizo una tentativa en Roma para mantener la paz. El Senado rechazó sus proposiciones, ordenó la expulsión de todos los macedonios residentes en Italia e hizo embarcar las tropas. En verdad, había más de un senador de la escuela antigua que censuraba «la nueva prudencia de sus colegas» y la «indigna astucia de Roma», de la que se aprovechaba la ciudad. No importaba pues se había conseguido lo principal: el invierno había pasado y Perseo no se había movido. Durante este tiempo los diplomáticos romanos habían trabajado también activamente para minar el suelo de Grecia. Se habían asegurado el concurso de los aqueos; entre estos, ni siquiera los mismos patriotas, absolutamente extraños al movimiento socialista y deseosos de guardar una prudente neutralidad, pensaban en echarse en brazos de Macedonia. Por lo demás, la influencia romana había puesto al frente de los negocios públicos el partido enteramente adicto a la República. En medio de sus disensiones intestinas, la confederación etolia había pedido y obtenido recursos de Perseo; pero Licisco, su nuevo estratega, elegido bajo la influencia del enviado de la República, era más romanista que los mismos romanos. Lo mismo había sucedido entre los tesalianos, allí también predominaba el partido romano. En Beocia, Macedonia contó siempre con numerosos partidarios; pero las miserias económicas y sociales la convertían en una presa fácil. Sin embargo, no todo el país se pronunció abiertamente por Perseo; solo las ciudades de Haliartos y Coronea trataron con él por su propia cuenta. Ante la queja que presentara el embajador romano, el poder ejecutivo de la liga beocia le manifestó cuál era la situación; a su vez el embajador respondió que convenía que cada ciudad hablase por sí misma, ya que entonces se vería claramente cuál estaba por Roma y cuál, contra Roma. En todas partes apareció la división y la confederación quedó completamente deshecha. Por lo tanto, sería injusto acusar a los romanos de la caída del magnífico edificio construido por Epaminondas; la ruina había comenzado antes de que ellos pusiesen sobre él su mano, y fue el triste precursor de la disolución de las demás confederaciones helénicas, aun de las más sólidamente establecidas.[2] Por lo demás, sin esperar la llegada de la escuadra de Roma a las aguas del mar Egeo, su enviado Publio Léntulo condujo delante de Haliartos los contingentes de las ciudades que habían permanecido fieles, y la sitió. Durante este tiempo Calcis recibió una guarnición aquea, en tanto Oréstides ya tenía guarnición epirota. Gneo Sicinio colocó sus tropas en los castillos de la Dasaratia y de la Iliria, situados a lo largo de la frontera macedonia; y, en el momento en que pudo volver a comenzar la navegación, se enviaron dos mil soldados a Larisa.
Ante todos estos preparativos, Perseo continuó inactivo. Cuando en la primavera o en junio, según el calendario oficial de Roma, las legiones desembarcaron en la costa occidental de la península, aún no había puesto un pie fuera de su territorio. Por otra parte, aun cuando se hubiese mostrado sumamente enérgico en vez de muy débil, puede dudarse de que hubiera encontrado aliados fieles y constantes; nada tiene de extraño que permaneciese solo frente al enemigo y con todos los gastos de su vasta propaganda contra Roma. Cartago, Gentíos de Iliria, Rodas y las ciudades libres asiáticas, y la misma Bizancio, que hasta entonces había sido su estrecha aliada, ofrecieron sus naves a los romanos, que las rehusaron. Pero Eumenes puso su escuadra y su ejército en pie de guerra. Ariarato, rey de Capadocia, envió espontáneamente rehenes a Roma, y hasta el cuñado de Perseo, Prusias II, rey de Bitinia, se declaró neutral. Nadie se movió en toda Grecia. Solo se levantó Antíoco IV, «el dios, el brillante, el victorioso», como lo llamaba su corte para distinguirlo de su padre, conocido como Antíoco el Grande. Pero no hizo más que arrojarse sobre la región de la costa de Siria, a fin de arrebatarla durante la guerra a Egipto, que era entonces impotente para luchar.
COMIENZA LA GUERRA. LOS ROMANOS
MARCHAN SOBRE TESALIA
SOSTIENEN LA GUERRA FLOJA Y DESGRACIADAMENTE
Por más que estuviese aislado, Perseo no era un enemigo despreciable. Su ejército constaba de cuarenta y tres mil hombres: de ellos veinte mil eran falangistas, cuatro mil de caballería macedonia o tracia, y el resto mercenarios. El ejército romano se componía de treinta o cuarenta mil hombres de tropas italianas, y además contaba con unos diez mil soldados auxiliares, númidas, ligurios, griegos, cretenses y sobre todo pergamianos. Roma solo tenía una escuadra de cuarenta buques, pero era más que suficiente contra un enemigo que no contaba con naves de guerra. Perseo, a quien el tratado del año 557 le había prohibido construirlas, no hacía más que tarjar construcciones navales en Tesalónica. Los romanos tenían a bordo diez mil soldados destinados a cooperar en el sitio de las plazas fuertes. La escuadra iba mandada por Cayo Lucrecio, y el ejército por el cónsul Publio Licinio Craso. Este había dejado una gruesa división en Iliria con orden de molestar a Macedonia por el oeste, y, como de costumbre, había tomado con el núcleo del ejército el camino que va de Apolonia a Tesalia. Perseo ni siquiera pensó en incomodarlo en esta marcha difícil; avanzó hasta Perrebia, y ocupando con sus gentes las ciudadelas inmediatas esperó al enemigo al pie del Ossa. El primer encuentro entre la caballería y las tropas ligeras de ambos ejércitos tuvo lugar cerca de Larisa. Los romanos fueron completamente derrotados. Cotis, con sus tracios, rechazó y puso en desordenada fuga la caballería italiana; Perseo, con sus macedonios, dispersó a los griegos. Los romanos perdieron dos mil hombres de infantería y doscientos caballos, además de seiscientos que fueron hechos prisioneros; el resto del ejército debió tener por gran dicha poder atravesar el Peneo sin que lo persiguiesen. Incluso después de su victoria, el rey pidió la paz bajo las mismas condiciones impuestas a Filipo tiempo atrás y ofreció pagar la misma cantidad de dinero. Roma rechazó sus proposiciones, pues no acostumbraba a hacer la paz al día siguiente de la derrota; además, tratar en ese momento era perder toda la Grecia. Pero había confiado su ejército a un general que no podía tomar formalmente la ofensiva, y que recorrió la Tesalia en todos los sentidos sin obtener resultado alguno. Perseo, por su parte, tampoco atacó, a pesar de que veía a los romanos mal dirigidos y vacilantes: por toda la Grecia había corrido la nueva de una gran victoria en el primer encuentro, y que la había seguido después otra; los patriotas se levantaban en masa y comenzaban en todas partes una guerra de partidas, cuyas consecuencias eran incalculables. Perseo era buen soldado como su padre, pero no era, como él, buen capitán. Había preparado las cosas para la defensiva, y, como los acontecimientos habían sucedido de otro modo, se encontró paralizado. Entre tanto, los romanos llevaron la mejor parte de un segundo combate de caballería en Falanna; de aquí Perseo sacó inmediatamente pretexto para aferrarse más a su plan de campaña, y evacuó la Tesalia. Esto equivalía a renunciar públicamente al concurso de una insurrección griega; y, sin embargo, la revolución que se verificaba en este momento en Epiro muestra bien a las claras cuán razonable hubiera sido esperar. Ninguno de los ejércitos hizo nada contra el otro. Perseo fue a reducir a Gentíos, a castigar a los dárdanos, e hizo que Cotis arrojara de Tracia a los partidarios de Roma y a los soldados del rey de Pérgamo. Por su parte, el ejército romano de Iliria tomó algunas ciudades, y el cónsul se ocupó en expulsar las guarniciones macedonias de las plazas de Tesalia; después tomó Ambracia por la fuerza, y de este modo dominó a los etolios y a los arcananios. Pero las dos desgraciadas ciudades beocias que estaban con Perseo sufrieron más rudamente el choque del valor romano: todos los habitantes de Haliartos fueron vendidos como esclavos cuando la ciudad fue tomada por asalto por el almirante Cayo Lucrecio. Coronea, sitiada por el cónsul Craso, tuvo que capitular y fue tratada del mismo modo. Por lo demás, nunca hubo ejército romano más indisciplinado que el que en la actualidad operaba en Grecia. El desorden era tal, que en la campaña del año 584 el nuevo cónsul, Aulo Hostilio, se halló imposibilitado para emprender nada. En cuanto al nuevo capitán de la escuadra, Lucio Hortensio, fue tan incapaz y desleal como su predecesor. Los buques pasaron revista inútilmente a todas las ciudades marítimas de Tracia. Durante este tiempo, el ejército del oeste, mandado por Apio Claudio, y cuyo puesto principal era Licnidos, en la Dasaratia, marchaba de descalabro en descalabro. La primera incursión en Macedonia había fracasado; y al principio del invierno, cuando las nieves que cubrían los pasos de las fronteras del sur le permitían disponer de sus tropas, el rey se arrojó sobre Apio, le quitó una porción de ciudades, hizo numerosos prisioneros y reanudó sus inteligencias con Gentíos. Hasta hizo una tentativa sobre la Etolia cuando el ejército romano estaba inútilmente ocupado en Epiro, en el sitio de una ciudad, donde incluso fue derrotado por la guarnición. Por otra parte, el ejército principal intentó una o dos veces pasar los montes Cambunios para penetrar en Macedonia por Tesalia, pero Perseo lo rechazó y le causó grandes pérdidas. El cónsul se ocupaba en la reorganización de sus tropas; sin embargo, para esta operación imprescindible se necesitaba una mano más vigorosa y un capitán más ilustre. Como las licencias definitivas y las temporales se compraban de grado en grado, los cuadros nunca estaban completos. Las tropas se acuartelaban en pleno estío. Los oficiales superiores ejercían el robo en gran escala, los soldados la practicaban en pequeña, y se maltrataba por sospechas injuriosas a los pueblos auxiliares. Así es como se imputó la vergonzosa derrota de Larisa a una supuesta traición de la caballería etolia; y, cosa inaudita, sus jefes fueron enviados a Roma y allí procesados. También se acusó sin razón a los molosos, y de este modo se los impulsó a una defección verdadera. Los romanos impusieron pesadas contribuciones de guerra a las ciudades aliadas como si fueran ciudades conquistadas. Si sus habitantes intentaban reclamar ante el Senado, eran entregados al verdugo o vendidos como esclavos. De este modo fueron tratadas Abdera y Calcis. El Senado obró rápida y enérgicamente. Devolvió la libertad a los coroneos y a los abderitanos, y prohibió a los oficiales imponer en adelante tasas o prestaciones de cualquier género a los aliados de Roma sin su autorización previa. Incluso Cayo Lucrecio fue condenado por sentencia pública. No obstante, todas estas reparaciones no podían hacer que las dos campañas precedentes dejasen de producir resultados vergonzosos para Roma, cuya hábil y leal intervención en los desórdenes de Grecia había contribuido mucho al éxito de las armas italianas en Oriente. Si Filipo hubiese estado reinando, y no Perseo, la guerra habría terminado indudablemente con la destrucción del ejército italiano y la insurrección general de los griegos; pero Roma tuvo la suerte de que las faltas de su enemigo superasen siempre las suyas. Perseo se mantuvo atrincherado en Macedonia como en una ciudad sitiada, de forma que las montañas del oeste y del sur hacen del país una verdadera fortaleza.
MARCIO ENTRA EN MACEDONIA POR LAS GARGANTAS
DE TEMPE. LOS EJÉRCITOS SOBRE EL ENIPEO
En el año 585 (169 a.C.) Roma envió al ejército un nuevo jefe, Quinto Marcio Filipo. Este honrado y antiguo amigo del rey, y cuyo nombre hemos ya pronunciado anteriormente, tampoco estaba a la altura de su difícil misión. Por más que fuese ambicioso y emprendedor, no era más que un mediano general. Dejó algunas tropas haciendo frente a los macedonios, que estaban apostados en los pasos de Lapatus, al oeste de Tempe, y se metió con todo su ejército por los escarpados desfiladeros laterales. Esperaba pasar de este modo el Olimpo, y en efecto llegó a abrirse camino hasta Heráclea, temeridad que no podía justificar ni aun el éxito de la empresa. Un puñado de hombres atrevidos hubieran bastado para estorbarle el paso y cortarle al mismo tiempo toda retirada. A la salida de las montañas tenía delante de sí al ejército macedonio y detrás se levantaban las fortalezas de Tempe y de Lapatus. Encerrado en el fondo de un valle estrecho, sin provisiones, sin posibilidad de mandar forrajeadores a las inmediaciones, su situación era tan crítica como el día en que durante su primer consulado se había dejado encerrar en los pasos de Liguria, a los que su nombre había quedado unido para siempre. Un accidente casual lo había salvado entonces; hoy lo salvó la incapacidad de Perseo. Como si no tuviera contra los romanos más defensa que cerrarles el paso, el rey se creyó perdido al verlos del otro lado de la montaña. Huyó precipitadamente a Pidna, ordenó quemar sus naves y esconder sus tesoros; y, sin embargo, esta vergonzosa fuga no sacó a los romanos de su embarazo. El cónsul pudo marchar adelante sin romper una lanza; pero al cabo de cuatro días le fue necesario volver atrás por falta de víveres. En este momento, vuelto en sí Perseo, volvió a ocupar sus antiguas posiciones. El ejército italiano corría de nuevo los mayores peligros, cuando de repente capituló la inexpugnable plaza de Tempe, y entregó todos sus ricos almacenes. En adelante ya estaban aseguradas las comunicaciones con el sur. Perseo, sin embargo, se mantenía fuertemente atrincherado en la orilla del pequeño torrente de Elpios e impedía al enemigo adelantar un paso. Acabó el estío, y el invierno pasó en las mismas condiciones; los romanos permanecieron retirados en un rincón de la Tesalia. No habían conseguido más que una ventaja que apenas pudiera llamarse tal, y la primera de la que podían vanagloriarse desde el principio de la guerra. Pero, si habían forzado la entrada del país enemigo, debían este éxito menos a la habilidad de su general, que a la torpeza del enemigo. Durante este tiempo, la escuadra hizo una tentativa inútil contra Demetriades. Los buques ligeros de Perseo recorrían las ciudades marítimas, acompañaban los transportes cargados de grano para Macedonia, y se apoderaban de los pertenecientes a los romanos. En cuanto a las cosas en el oeste, iban aún peor: Apio Claudio no podía hacer nada con su división insignificante y pidió el concurso del contingente aqueo; pero el cónsul, celoso, no permitió que este partiese. Pero aún hay más. Como Gentíos se había vendido a Perseo con la promesa de recibir gruesas sumas, rompió bruscamente con la República y encarceló a sus embajadores. Pero después de esto Perseo creyó inútil el pago del precio estipulado, y Gentíos, demasiado comprometido para retroceder, salió de su actitud ambigua y rompió a su vez las hostilidades. En consecuencia, Roma tenía sobre sí una segunda guerra, al lado de la que venía sosteniendo desde hacía tres años. Si Perseo hubiese tenido valor para separarse de sus tesoros, habría podido suscitarle otros enemigos más temibles. De hecho ofreció servir a sueldo en el ejército macedonio una horda de veinte mil galos (diez mil a caballo y diez mil a pie), conducida por Clóndico, pero no pudieron entenderse sobre el precio. Toda Grecia estaba también en fermentación. Con alguna habilidad y mucho oro le hubiera sido fácil levantar guerrillas en todas partes; pero Perseo era demasiado avaro para dar, y los griegos demasiado codiciosos para hacer nada gratuitamente. Y así el país no se sublevó.
PAULO EMILIO
Finalmente Roma se decidió a enviar a Grecia al hombre necesario, a Lucio Paulo Emilio, hijo del cónsul del mismo nombre, muerto en la batalla de Canas. Era de noble estirpe, pero de mediana fortuna; y, por consiguiente, había sido más afortunado en las batallas que en las elecciones en la plaza pública. Se había distinguido de un modo brillante en España, y más aún en Liguria. El pueblo lo eligió cónsul por segunda vez en el año 586 (178 a.C.); y en realidad solo su mérito lo elevaba a este puesto, excepción notable ya en estos tiempos. General excelente de la antigua escuela, tan severo consigo mismo como con los soldados, era diligente, activo y robusto a pesar de sus setenta años. Se distinguía por ser un magistrado incorruptible, «uno de los pocos ciudadanos de Roma —dice un escritor contemporáneo— a quien nadie había osado siquiera ofrecer dinero», y como además poseía la cultura helénica y era un ilustrado amante de las artes, aprovechaba los ratos de ocio que le dejaba el mando supremo para visitar la Grecia. Desde todo punto de vista era el hombre que convenía admirablemente para el cargo que ahora se le confiaba. Apenas llegó al campamento delante de Heráclea, el nuevo general ocupó a los macedonios en el valle de Elpios con escaramuzas de las avanzadas, y al mismo tiempo envió a Publio Nasica a que ocupase el collado de Pition, que estaba poco custodiado. De este modo, rodeó al enemigo y lo obligó a retroceder hasta Pidna.
BATALLA DE PIDNA. PERSEO PRISIONERO
El 4 de septiembre del año 586, según el calendario romano, o mejor dicho el 22 de junio, según el año juliano (pues nos ayuda a precisar la fecha un eclipse de luna, predicho al ejército por un oficial algo astrónomo, con objeto de impedir terrores quiméricos), las vanguardias de ambos ejércitos se encontraron después del mediodía en un abrevadero para los caballos, vinieron a las manos y se empeñó inmediatamente la batalla proyectada para el siguiente día. El general romano corrió a sus filas sin coraza y sin casco, mostrando su cabeza cubierta de cabellos grises, gritando y alineando su ejército. El ejército estaba apenas ordenado, cuando la terrible falange se precipitó sobre los romanos; y el mismo Paulo Emilio, el veterano de cien combates, confesó después que hubo un momento en el que tembló. La vanguardia romana cedió y se rompió; una cohorte de soldados pelignios fue quebrada y casi aniquilada, y las legiones mismas tuvieron que replegarse hasta una colina inmediata al campamento. Aquí cambió la fortuna gracias a las desigualdades del terreno; en el calor de la persecución, la falange se había abierto. Los romanos se precipitaron inmediatamente en todos los intervalos, atacando al enemigo por derecha e izquierda. Por su parte, la caballería de Perseo, en vez de volar al socorro de la infantería, permaneció inmóvil, y a poco huyó en masa con el rey a su cabeza. En el transcurso de una hora se había perdido Macedonia. Los tres mil falangistas escogidos perecieron todos sin moverse de sus puestos. La falange sostuvo el último gran combate en Pidna, donde pereció honrosamente hasta el último de sus individuos. El desastre fue terrible. Veinte mil macedonios quedaron tendidos en el campo de batalla y once mil fueron tomados prisioneros. A los once días de haberse encargado del mando del ejército, Paulo Emilio había terminado la guerra; dos días después se sometió toda Macedonia. El rey fue a refugiarse con su tesoro —le quedaban aún en sus arcas más de seis mil talentos— a la isla de Samotracia, adonde lo siguieron algunos fieles servidores. Allí mató a uno de ellos, a Evandro de Creta, el principal instigador de la tentativa de asesinato de Eumenes ocurrida poco tiempo atrás, y que, como tal, tenía que responder por ella. Este crimen fue prácticamente la señal para que lo abandonasen sus últimos compañeros y hasta sus mismos pajes. Por un momento se creyó protegido por el derecho de asilo; pero esto era una tenue arista que se quebraba en su mano. Quiso ganar el territorio de Cotis, pero no lo consiguió. Escribió al cónsul, pero su carta no fue recibida porque conservaba en ella el título de rey. Entonces se resignó a su suerte, y se entregó con sus hijos y sus tesoros al vencedor, llorando como un cobarde e inspirando en todos un profundo desprecio. Sumamente alegre con su triunfo, pero pensando ante todo en la inestabilidad de las grandezas humanas, el cónsul vio venir al cautivo más ilustre que jamás condujo a Roma un general romano. Pocos años más tarde, Perseo, siempre prisionero, murió en las orillas del lago Fucino;[3] y todavía mucho tiempo después su hijo vivía en la oscuridad, en la misma región de Italia, reducido a la condición de simple escribiente.
Tal fue el triste fin del reino de Alejandro el Grande, ciento cuarenta y cuatro años después de la muerte del ilustre conquistador que había extendido por todo el Oriente la civilización griega. Esta catástrofe tuvo también su pequeña composición trágica. En treinta días el pretor Lucio Amicio también había terminado su campaña contra otro monarca, el ilirio Gentíos. Se apoderó de la escuadra del corsario, y Escodra, su capital, fue tomada por asalto; los dos reyes, el heredero de Alejandro y el heredero de Pleuratos, entraron en Roma uno al lado del otro y encadenados.
MACEDONIA DEJA DE EXISTIR
El Senado estaba decidido a que esta vez no pudieran reproducirse los peligros creados por los miramientos políticos que Flaminio había guardado hacia los griegos. En las conferencias celebradas en Anfípolis, sobre el Estrimón, una comisión romana pronunció la disolución de la poderosa unidad nacional del pueblo macedonio. La antigua monarquía fue dividida en cuatro confederaciones republicanas, análogas a las ligas griegas: la de Anfípolis, con las regiones del este; la de Tesalónica, con la península calcídica; la de Pela, que comprendía los países limítrofes de Tesalia, y la de Pelagonia, en el centro. Se prohibieron los matrimonios entre los ciudadanos de las diversas confederaciones, y ninguno de ellos podía tener establecimientos en más de una. Todos los antiguos oficiales del rey y sus hijos adultos tuvieron que abandonar el país bajo pena de muerte, e ir a vivir a Italia. Roma temía, y con razón, que en el porvenir se despertase en ellos el recuerdo de su antiguo estado. Por lo demás, permanecieron en pie las leyes y las instituciones locales, y los magistrados de las ciudades fueron nombrados como antes por elección. Aunque en las confederaciones, al igual que en las ligas, se dio preponderancia a la aristocracia, estas últimas no heredaron los dominios reales ni los derechos de regalía. Incluso los romanos prohibieron los trabajos de las minas de oro y de plata, principal riqueza del país, hasta el año 596 (158 a.C.), cuando autorizaron de nuevo la extracción de este último metal.[4] También prohibieron la importación de la sal y la exportación de madera de construcción. Como la tasa que pagaban al rey había cesado, las ciudades y las confederaciones fueron libres para imponer lo que estimasen conveniente, obligadas como estaban a enviar a Roma, a título de contribución anual, la mitad del producto de dicha tasa, valuada de una vez y para siempre en la considerable suma de cien talentos.[5] Además todo el país fue desarmado y la fortaleza de Demetriades, completamente arrasada; solo en la frontera del norte quedó una línea de fortificaciones para rechazar las incursiones de los bárbaros. De las armas recogidas, los romanos solo conservaron los escudos de bronce; las demás fueron entregadas a las llamas. Roma había conseguido su fin. Después de esta época los macedonios intentaron dos veces llamar a los descendientes de sus antiguos reyes. ¡Vanos esfuerzos! Desde su caída hasta nuestros días, no han vuelto a aparecer con una existencia individual en la escena de la historia.
LA ILIRIA ES TRATADA DEL MISMO MODO
Igual tratamiento sufrió la Iliria. El reino de Gentíos fue dividido en tres pequeños Estados, cuyos habitantes pagaban a sus nuevos señores la mitad de los antiguos impuestos, salvo las ciudades que habían permanecido fieles a los romanos y que fueron declaradas francas (en Macedonia no hubo lugar a semejante distinción). Toda la escuadra de los corsarios ilirios fue confiscada y distribuida entre las principales ciudades griegas de la costa. Así, desde este día cesaron por mucho tiempo los sufrimientos y las inquietudes que los piratas de Iliria inferían continuamente a sus vecinos.
COTIS
No era fácil coger a Cotis en el territorio de Tracia; pero, si llegaba el caso, podían servirse de él contra Eumenes. Por estas razones obtuvo su perdón y el rescate de su hijo, a quien los romanos tenían prisionero.
Después de todos estos arreglos no quedaba ya ningún rey en Macedonia ni en parte alguna. Por tanto, no había que temer el yugo de ningún monarca, y Grecia podía considerarse más libre que nunca.
SUMISIÓN DEFINITIVA DE GRECIA
PÉRGAMO MALTRATADO
A pesar de lo dicho, no era suficiente para Roma cortarle nervios y músculos a Macedonia. El Senado quiso que en adelante no hubiese un solo Estado griego bastante poderoso que pudiera perjudicarlo: todos, unos después de otros, fueron reducidos a la más humilde clientela. Indudablemente se justifica semejante política; pero en la ejecución, y sobre todo respecto de las potencias importantes, Roma usó procedimientos indignos. En efecto, había pasado la época de los Fabios y de los Escipiones, y ya no volvería. Buen testimonio de ello es el reino de los Atálidas. La República había creado y engrandecido este reino para tener a raya a Macedonia. Pero al no existir ya esta, y siendo Pérgamo inútil, Roma cambió brutalmente de actitud y de conducta. Pero ¿cómo hallar un pretexto para romper con Eumenes, tan prudente y tan sabio? ¿Cómo hacerle caer de su posición, antes tan favorecida? De repente, cuando el ejército acampaba todavía delante de Heráclea, se hicieron circular contra él los más absurdos rumores: se decía que estaba en secretas inteligencias con Perseo; que su escuadra había desaparecido súbitamente, como arrebatada por el huracán; que se le habían ofrecido quinientos talentos para que se abstuviese de tomar parte en las operaciones, y mil quinientos para que interpusiese su valor e influencia en favor de la paz. Por último, se decía que solo la parsimonia de Perseo había hecho fracasar las negociaciones. Pues bien, Eumenes había partido con su escuadra después de que la romana se retirase a sus cuarteles de invierno, y hasta había visitado antes al cónsul. En cuanto a la supuesta corrupción verificada por Perseo, era asimismo una historieta fútil y un cuento novelesco. ¿Era posible suponer siquiera que Eumenes, el rico, el astuto, el político Eumenes, después de haber ido personalmente a Roma en el año 582 (172 a.C.) para suscitar la guerra contra Perseo, y después de haber estado a punto de perecer a manos de un asesino pagado por él, se vendiese por algunas monedas de oro en el momento en que ya se habían vencido las principales dificultades? ¿Era posible que él, que nunca había dudado del éxito de la lucha, renunciara ahora a su parte del botín y deshiciese su larga y laboriosa obra por una compensación miserable? Era mentir, y mentir estúpidamente, acusarlo de ello. Si la acusación hubiese sido cierta, ¿no se habría hallado la prueba en los papeles del rey Perseo? Pues bien, nada se descubrió en estos, y jamás osaron los romanos hablar en voz alta de sus sospechas; pero iban derechos a su fin. Nada más transparente que su conducta para con Atalo, hermano de Eumenes, el general de las tropas de Pérgamo enviadas a Grecia. En Roma se recibió con los brazos abiertos a este valiente y fiel compañero de armas; y se le exhortó a pedir una recompensa, no para Eumenes, sino para sí mismo. El Senado le daría, cuando menos, un reino; pero no quiso pedir más que las ciudades de Enos y Maronea. Al hacer esto, se creyó que no pedía más que a mayor cuenta, y se le dio al momento. Pero cuando se marchó sin formular otras pretensiones más amplias, cuando de este modo se confirmó que en el seno de la familia real de los Atálidas los príncipes vivían en una perfecta inteligencia, que no se acostumbraba en ninguna otra parte, Roma declaró libres las dos ciudades donadas. Los pergamianos no adquirieron ni una pulgada de terreno del país conquistado. Después de la derrota de Antíoco, la República todavía usó algunos miramientos con Filipo, aunque no fuese más que por pura fórmula. En la actualidad, en cambio, oprime y humilla a sus aliados. Según parece, fue entonces cuando proclamó la independencia de la Panfilia, que se disputaban Eumenes y el rey de Siria. Con todo, hubo otro hecho aún más grave. Los gálatas estaban bajo la dependencia de Eumenes, quien, después de haber arrojado al rey de Ponto de sus dominios, había obligado a esta región a hacer un tratado de paz y a prometer que no reanudarían inteligencias con sus príncipes. Pero aprovechándose del enfriamiento de relaciones entre Roma y Pérgamo, si es que no fue a instigación de los romanos, se sublevaron e invadieron el reino de Eumenes. Tan grave fue el apuro en que lo pusieron, que Eumenes pidió la mediación de Roma. El enviado de la República dijo que estaba dispuesto a intervenir; pero no quiso que lo acompañase Atalo, ni las tropas que él mandaba, pues esto sería irritar más a los bárbaros. En realidad, sus pasos y sus gestiones no conducían a nada; a su regreso llegó hasta pretender que la cólera de los gálatas tenía por causa principal la intervención solicitada por el rey Eumenes. Poco después, el Senado reconocía y garantizaba expresamente la independencia del pueblo gálata. Eumenes tomó el partido de ir personalmente a Italia para defender su causa; pero el Senado decretó repentinamente, como atormentado por una conciencia culpable, que en lo sucesivo no podría entrar en Roma ningún rey. Mandaron un cuestor a Brindisi para que notificase a Eumenes del senadoconsulto; allí el romano le preguntó qué quería y le aconsejó, a la vez, que se volviese inmediatamente. El rey permaneció largo tiempo mudo y pensativo; por último, declaró que nada tenía que pedir y se reembarcó. Vio muy claramente lo que se había hecho de los aliados de la República que aún eran algo poderosos o medio libres. Ha sonado para ellos la hora de la sujeción o de la debilidad.
SUMISIÓN DE RODAS
No tuvieron mejor suerte los rodios, aunque en un principio su condición era privilegiada. Colocados fuera de la vasta sinmaquia romana, trataban de igual a igual con la República amiga, entraban libremente en todas las alianzas que les convenían, y no estaban obligados a suministrar contingente alguno a un simple recado de Roma. Por este motivo, sin duda, desde hacía algún tiempo había comenzado la mala inteligencia entre ambas Repúblicas. La sublevación de los licios vino enseguida a complicar estas dificultades. Esta región había sido adjudicada a Rodas después de la campaña contra Antíoco; sin embargo, los pobladores se sublevaron contra sus nuevos señores, y ellos los trataron como súbditos rebeldes y los redujeron a la esclavitud (año 576). Los desgraciados se quejaban de que no eran súbditos, sino aliados, e invocaron la jurisdicción del Senado romano. Solo a este correspondía interpretar el tratado de paz sirio y sus cláusulas dudosas; y una justísima compasión vino en el intermedio a dulcificar la suerte de los oprimidos. Aparte de esto, Roma no hizo nada y dejó en Rodas, como en el resto de Grecia, campo libre a las disensiones intestinas. Cuando estalló la guerra con Perseo, los rodios no la miraron con buenos ojos, de acuerdo en esto con los que pensaban más prudentemente entre los helenos. Tenían ojeriza a Eumenes, principal motor de la tormenta, y rechazaron e insultaron la embajada solemne que había enviado a la festividad rodia del sol. Sin embargo, no dejaron por esto de hacer causa común con Roma, y entre ellos, lo mismo que en los demás países, no llegó a dominar el partido macedonio. En el año 585, aunque en apariencia, continuaban las buenas relaciones; y, lo mismo que en tiempos anteriores, las naves rodias fueron a buscar cereales a Sicilia. Pero de repente, un poco antes de la batalla de Pidna, entraron enviados de Rodas a un mismo tiempo en el campamento romano y en el Senado. Declararon «que su República no vería con gusto que se prolongase la guerra que había matado su comercio con Macedonia y paralizado las importaciones en Rodas; que, si uno de los adversarios se negaba a deponer las armas, Rodas estaba decidida a declararle a su vez la guerra, a cuyo fin se había ya aliado con Creta y con las ciudades de Asia». ¡Todo es posible en las Repúblicas donde la asamblea popular reina y gobierna! La intervención de los mercaderes rodios era una pura demencia, sobre todo porque lo hacían en el momento mismo en que llegaba la noticia de que las legiones habían salvado los desfiladeros de Tempe. Sin embargo, hay una explicación que puede dar la clave de este enigma. Parece ser que el cónsul Quinto Marcio, uno de los diplomáticos de la nueva escuela, tenía consigo en el campo de Heráclea (por consiguiente, después de tomada Tempe y ocupada por la fuerza), al enviado rodio Agepolis, a quien colmó de distinciones y comprometió por lo bajo a intervenir en favor de la paz. La vanidad republicana hizo lo demás. Los rodios debieron concluir de esto, sin duda, que el ejército romano perdía toda esperanza. Qué mejor papel se podía representar que el de pacificador entre cuatro grandes Estados. De aquí las negociaciones entabladas inmediatamente con Perseo; de aquí la jactancia de los embajadores que, sobornados en Macedonia, debieron decir más de lo que convenía y cayeron en la red que se les había tendido. Casi todo el Senado ignoraba estas intrigas. ¡Cuál no sería su indignación al oír el inconcebible mensaje! En realidad, se alegró como de una ocasión que venía a medida de su deseo. Era necesario castigar y humillar inmediatamente a esos orgullosos traficantes rodios. Hasta se encontró a un pretor belicoso que presentó al pueblo la moción de una inmediata declaración de guerra. Los papeles se cambiaron. Los rodios suplicaron de rodillas al Senado que olvidase la injuria presente, siquiera por consideración a una amistad de ciento cuarenta años. En vano en Rodas se mandó al suplicio a los agitadores del partido macedonio. En vano se decretó regalar a Roma una colosal corona de oro. En vano demostró evidentemente el leal e incorruptible Catón que, después de todo, no era tan grande la falta de los rodios. En vano pregunta si es que se van a castigar en adelante las intenciones y los pensamientos, y si se va a prohibir que los pueblos manifiesten sus justos temores, viendo ahora que los romanos se atreven a todo desde el momento en que no temen a nadie. Súplicas, prudentes consejos, todo fue inútil. El Senado despojó a Rodas de todas sus posesiones en tierra firme, las cuales producían más de ciento veinte talentos por año. En cuanto al comercio rodio, lo trataron aún peor. Los romanos le asestaron el primer golpe al prohibir la importación de sales en Macedonia, y la exportación de maderas de construcción de los bosques macedonios; y consumaron su ruina con la creación de un puerto franco en Delos. Los productos aduaneros de Rodas, que se elevaban poco tiempo antes a un millón de dracmas, quedaron reducidos muy pronto a unos ciento cincuenta mil. A partir de esta fecha los rodios decayeron, atacados como fueron en su libertad misma, y por ende en las fuentes vivas de su política comercial, tan independiente y tan hábil en otro tiempo. Sin embargo, continuaron suplicando que se los admitiese en la alianza de Roma, pero fueron rechazados y hasta el año 590 Roma no accedió a renovar su pacto. Los cretenses, que eran culpables de la misma falta y más débiles, fueron excluidos para siempre.
INTERVENCIÓN ROMANA EN LAS GUERRAS
ENTRE SIRIA Y EGIPTO
Aún menos miramientos guardó Roma con Siria y con Egipto. La guerra había comenzado de nuevo entre ambos reinos con motivo de la posesión de Palestina y Celesiria. Los egipcios sostenían que, al casarse su príncipe con la siria Cleopatra, ella había aportado al matrimonio dichas provincias. Pero por su lado la corte de Babilonia, que poseía aquellas regiones, sostenía que nada de esto había sucedido. Como hemos visto anteriormente (pág. 271), la cuestión consistía indudablemente en el hecho de que la dote a la reina había sido asignada sobre los impuestos de Celesiria, y, por tanto, tenían razón los asiáticos. Una vez que murió Cleopatra en el año 581, el pago de la renta cesó inmediatamente, y comenzó la guerra. Si bien parece que fue Egipto el primero en romper las hostilidades; en realidad fue Antíoco Epífanes quien aprovechó la ocasión por él deseada. Siguiendo la tradicional política de los Seléucidas, intentó una vez más conquistar el reino africano mientras los romanos estaban ocupados en los asuntos de Macedonia. Esta tentativa estaba llamada a ser la última. La fortuna pareció sonreírle en un principio: el rey de Egipto, Tolomeo IV Filometor, hijo de Cleopatra, era todavía casi un niño y estaba mal aconsejado. Una gran victoria conseguida en la frontera de África en el mismo año en que las legiones desembarcaban en Grecia abrió al rey sirio el reino de su sobrino, y el niño cayó poco después en su poder. Una vez vencedor, y obrando en nombre de Filometor, se suponía que debía apoderarse de todo Egipto. Sin embargo Alejandría cerró sus puertas, depuso a su rey y eligió en su lugar a su hermano menor, Evergetes II, llamado el Grueso o Fiscón. En este momento Antíoco fue llamado a Siria, donde habían ocurrido graves trastornos. Cuando volvió los dos hermanos se habían arreglado, y entonces tuvo que comenzar la guerra nuevamente. Por los días de la batalla de Pidna (año 586), y cuando tenía sitiada Alejandría, vio llegar a su campamento al romano Cayo Popilio, embajador rudo y severo si los hubo, quien le notificó secamente las órdenes del Senado. Era necesario que devolviese sus conquistas y evacuase inmediatamente el Egipto. En vano pidió un plazo para reflexionar; el cónsul trazó en la arena un círculo con su báculo, y le exigió que respondiese antes de salir de él. Antíoco prometió obedecer y, en efecto, se volvió a Siria para festejar allí al «dios que lleva consigo la victoria», y celebrar sus gloriosas hazañas en Egipto a la manera de los generales romanos, aunque parodiando el triunfo de Paulo Emilio. Durante este tiempo Egipto había entrado voluntariamente bajo la clientela romana. Asimismo, y desde este día, los reyes de Babilonia renunciaron a la resurrección de su independencia y se abstuvieron de hacer nada contra Roma. Como Perseo en Macedonia, los Seléucidas habían intentado en el asunto de Celesiria recobrar su antiguo poder. Síntoma notable de la diversa energía de ambos Estados: para contrarrestar el esfuerzo de Macedonia se habían necesitado las legiones; con los sirios, por el contrario, habían sido suficientes las palabras duras de un diplomático.
MEDIDAS TOMADAS PARA CONTENER A GRECIA
En Grecia, donde las ciudades de Beocia habían ya pagado cruelmente su alianza con Perseo, solo quedaban por ser castigados los molosos. Por orden secreta del Senado, un día Paulo Emilio entregó al pillaje setenta ciudades de Epiro, y vendió como esclavos a todos sus habitantes (más de ciento cincuenta mil). Los etolios perdieron Anfípolis, y los acarnanios Leucata, en castigo de su actitud dudosa. Entre tanto los atenienses, desempeñando el papel del poeta mendigo de su cómico Aristófanes, adquirían Delos y Lemnos, y se atrevían a pedir, y en efecto obtuvieron, los países desiertos donde hasta hace poco tiempo atrás se levantaban los muros de Haliartos. Pero, dada su parte a las musas, la justicia reclamaba también la suya. En cada ciudad había existido un partido macedonio, y, en consecuencia, en toda la Grecia comenzaron los procesos por el crimen de alta traición. Todo el que había servido en el ejército de Perseo era inmediatamente condenado a muerte. Roma, con el testimonio de los papeles del rey, o con el de los adversarios políticos que acudían en tropel de todas partes, designaba las víctimas a sus verdugos. Entre toda la turbamulta de los acusadores se destacaron el aqueo Calicrates y el etolio Licinos. Los más notables patriotas tesalianos, etolios, acarnanios, lesbios y otros muchos fueron desterrados. La misma pena sufrieron mil aqueos, no tanto por lo que arrojase contra estos desgraciados la instrucción de un proceso, sino más bien para cerrar la boca de una vez a la pueril oposición de los helenos. En Acaya no se dieron aún por satisfechos; pero Roma y el Senado, ya cansados, respondieron que los procesos habían terminado y que los desterrados deberían residir en adelante en Italia. De hecho, fueron transportados e internados en ciudades, donde no era del todo mala su situación; sin embargo, la menor tentativa de evasión se castigaba con la muerte. Esta misma era la condición de los funcionarios macedonios; fueron trasladados también a Italia por orden del Senado. En realidad, y por violenta que fuese la medida, se la debió prever más cruel aún. Los energúmenos del partido romano se quejaban a voz en cuello de que no habían rodado aún bastantes cabezas entre los griegos. Liciscos propuso en pleno consejo, y a título de medida preventiva, que se degollasen quinientos etolios de los más notables de la facción macedonia. Entonces se verificó la hecatombe: la comisión romana, a la que era inútil la infamia, dejó hacer y solo censuró que una sentencia de la justicia griega hubiese sido ejecutada por soldados romanos. Todo induce a hacer creer que, al ordenar que se internasen en Italia a los desterrados griegos, Roma había querido poner término a tales atrocidades. Por lo demás, como ya no quedaba en Grecia ningún Estado fuerte, ni más potencia de alguna importancia que Rodas y Pérgamo, no tuvo que abatir ningún edificio político. En todo lo que hizo, Roma obedeció las ideas y las necesidades de la justicia romana, y no quiso más que una cosa: ahogar para siempre los más peligrosos y firmes fundamentos de la insurrección.
ROMA Y SU CLIENTELA
En adelante, todos los Estados griegos quedaron sujetos a la clientela romana. Roma, heredera de los herederos de Alejandro, reinaba como soberana en todo el Imperio de aquel héroe. De todas partes afluían reyes y embajadores a hacer sus votos por la felicidad de la gran ciudad. Fue entonces cuando se probó que nunca es más baja la adulación que cuando los reyes hacen antesala. Advertido de que debía abstenerse de comparecer personalmente en Roma, Masinisa envió a su hijo al Senado para que manifestase a esta corporación que él se consideraba como usufructuario, que el pueblo romano era el verdadero propietario de su reino, y que estaría siempre satisfecho con aquello que se le dejase. En estas palabras había un gran fondo de verdad. Prusias de Bitinia necesitaba que le perdonasen su neutralidad, y supo alcanzar el premio en esta competencia entre los humildes. Se presentó ante los senadores y se prosternó en tierra hasta tocar el suelo con su boca, tributando de esta forma homenaje «a los dioses salvadores». «Demasiado despreciable —dice Polibio— para no captarse una benévola respuesta, recibió en premio la escuadra de Perseo.»
Al menos se había elegido la hora oportuna para tales juramentos. Según Polibio, en la batalla de Pidna es donde Roma había coronado su poderío universal. Los campos de Pidna habían visto al último imperio que aún quedaba independiente en el universo civilizado combatir contra Roma con armas iguales. Las legiones después ya no tendrán que combatir más que las sublevaciones y los pueblos que viven fuera del mundo griego y romano, los pueblos llamados con justicia «bárbaros». En adelante, el mundo civilizado reconoció en el Senado romano su jurisdicción suprema, y los comisarios senatoriales juzgan en última instancia las cuestiones entre los pueblos y entre los reyes. Deseosos de aprender la lengua y las costumbres de Roma, los príncipes extranjeros y los jóvenes de las familias ilustres afluían a sus muros. En el futuro solo una vez se levantaría un hombre, el gran Mitrídates, rey de Ponto, con la intención de sacudir el yugo. Por otra parte, la batalla de Pidna marca también la última hora de la antigua política y de su gran máxima. Hasta entonces el Senado, en cuanto esto había sido posible, se había negado a poseer nada fuera de los mares italianos. Hasta le repugnaba enviar guarniciones a países lejanos. En realidad hubiera querido mantener a los innumerables Estados de su clientela en perfecto estado de disciplina con solo el peso de su patronato. Pero ahora estos pueblos habían sido arrancados a la anarquía y a su propia debilidad, y ya no les será permitido en adelante ni caer en su total disolución, como había sucedido en Grecia, ni salir de su condición semilibre para elevarse de nuevo a la completa independencia, como había intentado Macedonia, aunque sin éxito. Ninguno de ellos pereció, pero ninguno se mantuvo a pie firme. En el futuro, los diplomáticos de Roma trataron al vencido con las mismas condiciones que al aliado fiel, y a veces mejor. Levantan frecuentemente al enemigo derribado, y abaten sin piedad al que intenta marchar por su propio impulso. Los etolios y los macedonios, y después de la guerra de Asia, Rodas y Pérgamo, hicieron una dura experiencia de ello. Con todo, este protectorado no tardará en ser más pesado para la misma Roma que para sus protegidos; se fatigará de su tarea ingrata, verdadera roca de Sísifo que habrá que levantar todos los días. Después de Pidna, se transformó la política exterior. Roma ya no quiso sufrir a su lado ningún Estado independiente, aunque fuera de un mediano poderío y, como un primer síntoma del cambio verificado, procedió deliberadamente a la destrucción de la monarquía macedonia. Asimismo, y como consecuencia directa de esto, intervino inevitable y constantemente en los asuntos interiores de las pequeñas ciudades griegas, adonde la llaman los muchos abusos del gobierno y los desórdenes políticos y sociales. Así fue que desarmó a los macedonios, a pesar de que hubiera convenido tener en la frontera del norte una defensa algo más seria que una sencilla cadena de puestos avanzados, e impuso a Macedonia y a Iliria grandes contribuciones. ¿No equivale todo esto a hacer que los pueblos desciendan rápidamente de clientes a súbditos?
POLÍTICA ROMANA DENTRO Y FUERA DE ITALIA
Para concluir, echemos una última ojeada sobre la inmensa carrera recorrida desde la consumación de la unión italiana hasta la destrucción de la monarquía macedonia. ¿Hay que ver forzosamente en la culminación de la supremacía de Roma el resultado de un pensamiento gigantesco, concebido y realizado por una sed insaciable de conquistas? O, por el contrario, ¿no ha obedecido Roma a leyes que se imponían por sí mismas? Es muy cómodo militar entre los partidarios de la primera tesis. Incluso se ha llegado a aplaudir a Salustio cuando hace decir a Mitrídates que las guerras de Roma con las ciudades, los pueblos y los reyes no reconocen más que una sola causa, tan antigua como la ciudad misma, a saber: su ambición insaciable de conquistas y su amor a las riquezas. ¡Juicio inicuo y dictado por el odio! ¿Qué importa que los acontecimientos aparentemente lo confirmen, y que la historia lo haya proclamado al día siguiente de realizado el hecho? No es por esto más verdadero. ¿Qué hombre serio, por poco que reflexione, no ve a Roma a lo largo de todo este período ocupada principalmente en fundar y consolidar su dominación en Italia, y no queriendo, respecto del exterior, más que impedir que sus vecinos adquieran un poder preponderante? No quiere decir esto que obre con moderación por pura humanidad hacia los vencidos, sino que, guiada por un clarísimo instinto, no quiere que el núcleo de su Imperio pueda ser ahogado alguna vez por los que la rodean. De aquí la invasión sucesiva de su protectorado en África, en Grecia y en Asia; de aquí la extensión forzada e irresistible de su soberanía, con el círculo que se ensancha y los acontecimientos que son cada vez más grandes. ¿No habéis oído a los romanos exclamar muchas veces que no proseguían una política de conquista? Vanas palabras pronunciadas por pura fórmula, se ha dicho. Pues nada dista más de la verdad. A excepción de la guerra de Sicilia, todas las otras, tanto la de Aníbal como la de Antíoco, o las expediciones contra Filipo y Perseo, comienzan por la ofensiva directa del enemigo. Todas son guerras necesarias por la violación flagrante de los tratados existentes; y siempre que han estallado se han dejado sorprender los romanos. Es verdad que una vez victoriosos han desconocido la moderación y su ley, y que no han mirado más que los intereses reales de Italia. Han conservado a España, han agobiado a África con su pesada tutela, cuyos hechos son otras tantas faltas cometidas contra la política italiana, y aún más lo ha sido esa singular ocurrencia de reconstituir a medias la libertad de Grecia. Admito todo esto; pero la razón de estas faltas se halla en el terror ciego inspirado por el nombre de Cartago, y en las quimeras liberales de un helenismo aún más ciego. Lejos de haber obedecido su conducta a la ambición de conquistas, los romanos de estos tiempos se mostraban abiertamente hostiles a semejante ideas. El pensamiento político no estaba entre ellos en una sola y poderosa cabeza, trasmitiéndose de generación en generación en una sola y misma familia. Su política es la de un cuerpo deliberante y hábil, pero limitado; no poseen, ni con mucho, el genio de las grandiosas combinaciones que engendra y madura el cerebro de un César o de un Napoleón. Por el contrario, tienen con exceso el instinto exacto y conservador de la ciudad. Por último, la dominación romana ha tenido también su fundamento en la constitución política de las antiguas sociedades. El mundo antiguo ignoraba el sistema de equilibrio entre las naciones. Por lo común, una vez que los pueblos antiguos realizaban su unidad interior se desbordaban inmediatamente sobre sus vecinos, ya para someterlos, como hacían los griegos, o para ponerlos en estado de no poder dañar, como hicieron los romanos mediante la sujeción, procedimiento no menos infalible, pero sí menos inmediato. El Egipto ha sido quizá la única potencia de la antigüedad que ha buscado el sistema del equilibrio; todos los demás han seguido el camino opuesto, lo mismo Seleuco que Antígono, Aníbal que Escipión. Confieso que es doloroso asistir a la caída y derrumbamiento de todas las demás naciones del mundo antiguo, tan ricamente dotadas y cultas, y fatalmente condenadas a adornar con sus despojos al privilegiado pueblo de los romanos. ¡Parece que no han vivido más que para servir de materiales al inmenso edificio que se levantaba en el centro de Italia y para preparar su ruina! Se impone por lo menos una misión a la historia justa y concienzuda. En este inmenso cuadro en el que la superioridad de la legión sobre la falange no es más que un detalle, ante todo conviene considerar el movimiento progresivo, pero necesario, de las relaciones internacionales de las sociedades antiguas. En todo ello, nada hay de casual en lo que decide los destinos; por el contrario, los hechos se consuman como providenciales e inmutables, y llevan consigo su propio consuelo.