XI
GOBERNANTES Y GOBERNADOS

NUEVOS PARTIDOS

La caída de la nobleza no quitó en manera alguna su carácter aristocrático a las instituciones romanas. Ya hemos visto (volumen I, libro segundo, pág. 306) que la aristocracia había resucitado inmediatamente en el seno del partido plebeyo, y que incluso se marcaba más su separación en ciertos aspectos ahora que en el antiguo patriciado. Hacía ya tiempo que existía absoluta igualdad civil para todo el pueblo; sin embargo, no sucedió así después bajo el régimen de la constitución reformada. En un principio, la constitución no estableció una completa separación entre la masa de los simples ciudadanos y las familias senatoriales favorecidas, en lo que hacía a sus derechos políticos o al goce de los bienes comunales. Pero apenas cayó la nobleza antigua y se fundó la igualdad civil, apareció la nueva aristocracia frente a un nuevo partido de oposición. Una se había fundado en cierto modo en la decadencia de los nobles, y el otro había unido sus primeras manifestaciones a las últimas agitaciones de la antigua oposición entre los órdenes (volumen I, libro segundo, pág. 324). El comienzo del partido del progreso pertenece, pues, al siglo V, y en el VI es cuando acaba de tomar color y actitud. Pero este movimiento interior pasa inadvertido en medio del ruido de las armas y de las victorias durante las grandes guerras nacionales, y no hay momento en la historia de Roma en que se oculte más a las miradas el trabajo de la vida política como entonces. Así como se va formando insensiblemente en el río la capa de hielo que comprime la corriente y la hace invisible, así la nueva aristocracia va creciendo diariamente. Pero al mismo tiempo se va desarrollando también el partido del progreso: es la corriente que se oculta debajo de esa capa, y va aumentando lentamente sus alteradas ondas. En un principio son ligeras y poco sensibles las huellas de esta doble y contraria tendencia. En el momento histórico que vamos refiriendo, sus efectos no se manifiestan por una de esas catástrofes que registra la historia, y, por tanto, es cosa muy difícil estudiarla en su marcha general y continua. Es verdad, sin embargo, que en esta época es cuando sucumbe el sistema de libertad civil y se echan los primeros cimientos de las futuras revoluciones. El cuadro de estas transformaciones y el del desarrollo de las instituciones romanas quedarían más tarde incompletos, si no mostrásemos desde ahora la poderosa capa de hielo que cubre el río; si no llamásemos la atención sobre los ruidos sordos y los crujidos, terribles precursores de un inmenso y próximo rompimiento.

FUNDAMENTO DE LA NOBLEZA EN EL PATRICIADO

La nobleza romana se enlaza formalmente con las instituciones antiguas del patriciado allá en sus buenos tiempos. Los altos funcionarios disfrutaban de grandes honores después de salir del cargo, pero en seguida estos se convirtieron en privilegios reales. Desde muy antiguo se permitió a los descendientes colocar en las habitaciones de la casa y en el muro donde estaba el árbol genealógico el busto en cera del gran ascendiente que acababa de morir; y su imagen era mostrada al público en los funerales de los demás miembros de la familia (volumen I, libro segundo, pág. 305). Para apreciar este hecho en todo su valor, debe recordarse que en la tradición italo-helénica el culto de las imágenes estaba en oposición con la igualdad republicana; y que, por esta misma razón, se había prohibido en Roma su exposición para los vivos, mientras que para los muertos solo se autorizaba con ciertas condiciones severamente restringidas. La ley y la costumbre habían reservado también muchas insignias a los magistrados y a sus descendientes: la franja de púrpura (latus clavus) en la túnica; el anillo de oro en el dedo para los hombres;[1] arreos bordados de plata para los caballos de los jóvenes; la toga pretexta, también con su franja de púrpura, y, por último, la bola de oro (bulla), con su amuleto, para los niños.[2] Vanas distinciones, se dirá, pero que sin embargo tenían su importancia en una sociedad en la que la igualdad civil obedecía a una regla exterior severa (volumen I, libro segundo, pág. 306), y donde se había visto, en tiempos de Aníbal, tener a un ciudadano muchos años en una prisión por haberse presentado indebidamente en público con una corona de rosas en la cabeza.[3] En la época del gobierno patricio puro, estas insignias pertenecían sin duda al patriciado, pues las grandes familias tenían que distinguirse de las que no lo eran. Sin embargo, adquirieron todo su valor político después de la reforma del año 387 (367 a.C.) cuando, gracias a la igualdad de derechos que acababa de establecerse, se ve a los plebeyos llegar al consulado, colocarse de este modo en el mismo rango que las antiguas familias nobles y hacer que desfilen en público las imágenes de sus antepasados, como lo practicaban antes los patricios. La regla determinó después qué magistraturas deberían tener en adelante honores hereditarios. En este sentido excluye los cargos menores, las funciones extraordinarias y las magistraturas de la plebe; solo admite el consulado, la pretura asimilada a este (volumen I, libro segundo, pág. 315) y la edilidad curul, que participa de los poderes de justicia y, por consiguiente, de la soberanía civil.[4] Aunque parece que la nobleza plebeya, en el sentido estricto de la palabra, solo ha podido proceder de la admisión de los plebeyos a los cargos curules, se la ve abrigar inmediatamente las más exclusivas tendencias de casta. Y estoy tentado a creer que ya mucho antes del año 387 las gentes plebeyas senatoriales habían constituido una especie de núcleo nobiliario. Según esto, la Ley Licinia equivaldría por sus efectos a lo que se llama una hornada de pares en el lenguaje político moderno. Una vez que las familias plebeyas, ennoblecidas por sus antepasados curules, formaron un cuerpo con las casas patricias y conquistaron en el Estado una posición y poder distintos, las cosas volvieron inmediatamente al punto de donde habían partido: el pueblo se halló frente a una aristocracia gobernante y una nobleza hereditaria, que no habían sido jamás completamente destruidas. De hecho, esta nobleza y esta aristocracia van a reunirse y a retener en sus manos el poder. Por consiguiente, la lucha entre las familias soberanas y el pueblo sublevado contra ellas debía volver a comenzar un día, y este no se hizo esperar. No contentos con estas insignias distintivas, insignificantes por sí mismas, los nobles aspiraron también al poder separado y absoluto en el Estado; quisieron transformar las instituciones más importantes, la senaduría y el cargo de caballeros, en órganos de sus castas antiguas y nuevas.

LA NOBLEZA DUEÑA DEL SENADO

El lazo de dependencia legal del Senado de la República respecto de la magistratura suprema, sobre todo del Senado patricio-plebeyo de la era que siguió, se había relajado extraordinariamente; hasta puede decirse que se había transformado. Los magistrados del pueblo que estaban bajo el consejo de la ciudad desde la revolución del año 244 (volumen I, libro segundo, pág. 278); el nombramiento para los puestos senatoriales transferidos del cónsul al censor (volumen I, libro segundo, pág. 308), y, por último pero sobre todo, el derecho de asiento y voto en el Senado que se daba a todos los funcionarios curules después de la salida del cargo (volumen I, libro segundo, pág. 334); todos estos cambios, en fin, habían modificado profundamente el Senado mismo. De simple cuerpo consultivo, convocado por el magistrado supremo y subordinado a este en muchos aspectos, la reforma lo había convertido en una corporación gobernante, casi independiente, y que elegía generalmente por sí misma sus miembros. En efecto, las dos puertas que abrían el acceso al Senado, la elección para un cargo curul y la elección por parte del censor, pertenecían en realidad al poder gobernante. Sin embargo, en esta época el pueblo era todavía demasiado libre y con la suficiente entereza como para permitir que se excluyese del Senado a todos los que no eran nobles; y, por su parte, la nobleza era lo bastante perspicaz como para no exigir semejante exclusión. Pero muy pronto aquel cuerpo se dividió en secciones completamente aristocráticas. Por una parte están los ex magistrados curules, subdivididos en tres categorías: 1.ª, consulares; 2.ª, ex pretores, y 3.ª, ex ediles. Por otro lado, los senadores que no eran nobles, aquellos, sobre todo, que no habían ocupado altos puestos ni tomado parte en las deliberaciones activas. Por más que se sienten en gran número en la curia, los senadores de la segunda clase no ocupan en ella más que una situación sin importancia, relativamente baja, casi pasiva. De hecho el Senado continúa siendo, en realidad, expresión absoluta de la nobleza.

LA NOBLEZA DUEÑA DE LAS CENTURIAS ECUESTRES

El orden de los caballeros también vino a ser el órgano de la aristocracia nobiliaria; órgano menos poderoso, es verdad, pero que es necesario tener en cuenta. Como la nueva nobleza no podía arrogarse aún la supremacía exclusiva en los comicios, le pareció muy útil asegurarse al menos un lugar distinguido en la asamblea del pueblo. En los comicios por tribus no tenía ninguna importancia; pero, por el contrario, la institución serviana de las centurias ecuestres parecía hecha a medida de su deseo para conducirla directamente a su fin. Por esta razón también se colocó entre las atribuciones constitucionales de los censores la distribución de los mil ochocientos caballos que suministraba la ciudad.[5] En su elección, dichos magistrados no debían inspirarse más que en los intereses del ejército en las revistas, debían negar el caballo público a todo hombre inepto para el servicio, bien fuese por la edad o por cualquier otra causa. Sin embargo, era cosa difícil sujetarse estrictamente a estas reglas. Muchas veces los magistrados tuvieron en cuenta el nacimiento antes que la aptitud, y en no pocas oportunidades dejaron sus caballos a señores que habían cumplido ya la edad legal solo porque pertenecían a familias notables o senatoriales. De aquí resultó que los senadores fueran a votar regularmente en las centurias ecuestres, y que los puestos restantes se diesen preferentemente a jóvenes nobles. El servicio militar se perjudicó mucho con esto: no tanto porque la caballería no tuviese su contingente efectivo de hombres válidos, como por el gran ataque inferido a la igualdad entre los soldados. La juventud noble fue sustrayéndose insensiblemente al reclutamiento de la infantería, y la caballería llegó a ser completamente aristocrática. Los hechos son el comentario más elocuente de semejante estado de cosas. Ya durante la guerra de Sicilia se vio a los caballeros negarse a trabajar en las líneas con los legionarios (año 502), a pesar de las órdenes de Cayo Aurelio Cotta. Y, por otra parte, mientras estaba al mando del ejército de España, Catón tuvo que dar sobre este punto órdenes muy severas. Pero, por perjudicial que fuese al Estado esta transformación de la caballería cívica en una especie de guardia noble montada, no por esto dejaba de constituir un privilegio para la aristocracia, que se instalaba así en las dieciocho centurias ecuestres como una posición atrincherada, e imponía desde allí su ley a los votantes.

SITIOS RESERVADOS EN EL TEATRO

Otro tanto puede decirse de los puestos reservados al orden senatorial en las festividades públicas, puestos completamente distintos de los de la muchedumbre. Esta innovación fue obra del gran Escipión, y se remonta a su segundo consulado en el año 560 (194 a. C). Todo el pueblo se reunía para los juegos, lo mismo que se reunía para votar en las centurias; pero los puestos asignados a la nobleza en una circunstancia en que no tenía que emitir voto alguno hacían resaltar aún más la distancia oficialmente proclamada entre la casta de los señores y los súbditos. Incluso dentro del gobierno esta medida halló quien la censurara; era odiosa, no era útil y daba un solemne mentís a los hábiles y prudentes del partido, que hubieran querido enmascarar su privilegio positivo con la apariencia de la igualdad civil.

LA CENSURA HACE CAUSA COMÚN CON LA NOBLEZA

Ya se explicará fácilmente en adelante la gran fortuna de la censura, este eje de la constitución de los tiempos posteriores. Insignificante en un principio, y colocada en la misma línea que la cuestura, muy pronto se la ve revestir un brillo inesperado y envolverse en una aureola enteramente especial. Siendo a la vez aristocrática y republicana, llega a ser la cima y el coronamiento de toda la carrera pública recorrida afortunadamente. ¡Se comprende por qué el poder lucha tenazmente contra la oposición, desde el momento en que esta amenaza impulsar a los hombres de su partido hacia esa magistratura, e intenta traer en presencia del pueblo al censor en ejercicio o al salir de su cargo, para que dé cuenta de su conducta! Ante semejante demostración, corría gran riesgo el paladium de la aristocracia. Necesitan marchar todos unidos como un solo hombre contra el enemigo. Recuérdese la tempestad levantada por la candidatura de Catón. Recuérdense las medidas tomadas por el Senado, medidas inauditas y que violaban las formas, con el único fin de sustraer a las persecuciones criminales a los dos aborrecidos censores del año 550. Pero, cosa no menos notable, al mismo tiempo que glorifica la censura, el gobierno desconfía de ella. Convertida en su más poderoso instrumento, es también la que engendra más peligros. Fue necesario dejar al censor su poder absoluto y arbitrario sobre las listas del Senado y de los caballeros, pues el derecho de excluir no podía estar separado del de elegir. Además, convenía que el censor tuviese el primero de estos derechos, no tanto para cerrar el Senado a las personalidades notables de la oposición (eran aún prudentes y se evitaba el escándalo a toda costa), como para conservarle a la nobleza la aureola de sus virtudes antiguas, única defensa contra los ataques que, de otro modo, la hubieran hecho sucumbir inmediatamente. Se conservó entonces el derecho de expulsión; pero, si bien se le había dejado a la espada el brillo de su hoja, se había procurado embotar su filo. El poder del censor tenía en un principio límites en su función. Las listas de los miembros de las corporaciones nobles ya no podían ser modificadas a cada momento como antes, y la revisión se hacía solo cada cinco años. La intercesión del otro censor y el derecho de casación transmitido al sucesor en el cargo constituían también restricciones que es importante notar. Pero aún había una regla más eficaz, y que era practicada como si fuese una ley: esta imponía al magistrado de las costumbres el deber de no borrar jamás de las listas a un senador o caballero sin motivar su decisión por escrito, por consiguiente, sin proceder a una verdadera instrucción judicial previa.[6]

TRANSFORMACIÓN ARISTOCRÁTICA
DE LA CONSTITUCIÓN

Los puestos que ocupaba la nobleza en el Senado, entre los caballeros y en la censura le aseguraron la posesión real del poder, y hasta la misma constitución cambió en adelante en su provecho. En un principio, y para mantener las funciones públicas en su alto valor, se esforzaron en no innovar demasiado y se limitaron a las más urgentes necesidades que crecían diariamente con la extensión de las fronteras y la multiplicación de los negocios. Así es que fue necesaria la presión de las circunstancias más urgentes para que se decidieran a distribuir entre los dos magistrados los procesos que hasta entonces había conocido un solo juez. De ahora en adelante (año 511) el pretor urbano conocerá de las causas entre los ciudadanos romanos, y su colega, de las cuestiones suscitadas entre extranjeros y ciudadanos (prætor urbanus y prætor peregrinus). Como efecto de los mismos problemas, se crearon cuatro preconsulados para las provincias trasmarinas de Sicilia, Cerdeña, Córcega (año 527) y de las dos Españas, citerior y ulterior (año 557). La insuficiencia material de las funciones de la magistratura tuvo pésimos resultados; entre otros, la forma mucho más sumaria de la instrucción de los procesos, y la influencia abusiva de la burocracia.

ELECCIÓN DE LOS OFICIALES EN LOS COMICIOS

Entre las innovaciones debidas a la aristocracia, y que, si bien no cambiaban la letra de la constitución, desnaturalizaban su espíritu y modificaban su marcha, es necesario citar en primer término las medidas tomadas para asegurar los altos cargos de la milicia o las magistraturas civiles simplemente al nacimiento y a la edad, y no ya al mérito o a la aptitud, tal como había querido el legislador político. Tampoco era menos real la preferencia en la elección de los oficiales superiores. En el transcurso del periodo precedente había pasado al pueblo la elección del general (volumen I, libro segundo, pág. 327); pero, en la época a la que ahora nos referimos, todo el estado mayor de la leva anual regular, o sea los veinticuatro tribunos militares de las cuatro legiones de la milicia, eran nombrados en los comicios por tribus. La barrera iba siendo cada vez más infranqueable entre los subalternos, que debían su puesto a la elección del general por sus buenos servicios, y ese mismo estado mayor, cuyos grados eran conferidos por el pueblo después de que la candidatura fuera propuesta en toda regla (volumen I, libro segundo, pág. 462). Sin embargo, es verdad que desde la fecha en que el tribunado legionario, esa columna del sistema militar de Roma, se convirtió en un escabel político para la juventud noble, a esta se la vio eludir con más frecuencia la obligación del servicio, y a su vez la elección se fue corrompiendo con todos los vicios inherentes a las facciones democráticas y a las pretensiones nobiliarias exclusivas. ¿Qué crítica más sangrienta puede hacerse del nuevo método de elección que la necesidad en que se vieron muchas veces (en el año 583, por ejemplo) de suspender los nombramientos de oficiales por el pueblo, y dar esta facultad al general, como se había hecho en otros tiempos?

LIMITACIÓN DE LA ELECCIÓN
PARA EL CONSULADO Y LA CENSURA

En lo tocante a los cargos civiles, se redujo a estrechos límites la reelección a las magistraturas supremas; y así debía ser, si no se quería que la regencia anual viniese a ser una palabra vana. Ya durante la época precedente se había establecido que debía transcurrir un período de diez años entre una y otra elección de una misma persona para el consulado, y que un mismo ciudadano no podría ser dos veces censor (volumen I, libro segundo, págs. 331-332). Sobre esto la ley nueva no decía nada más; pero la regla fue desmereciéndose, y se necesitó una disposición legal para suspender sus efectos (año 537) durante la guerra de Italia. Después no se concedió ya ninguna dispensa; y la reelección, aun después de diez años, fue un hecho raro a fines de esta época. Por este mismo tiempo (año 564) una ley formal impuso a los candidatos la necesidad de pasar por la serie gradual y oficial de los cargos públicos. Se decretó además que entre cada grado habría un plazo determinado de inacción, y anexa a los diversos cargos iba la condición de edad, si es que las costumbres y el uso no habían impuesto estos límites con el tiempo. De todos modos, es cosa grave que el simple uso pase a ser ley; que las condiciones de aptitud se refieran a un formalismo reglamentario, y que se quite el derecho de pasar por encima de las tradiciones en ciertos casos. Así, pues, al mismo tiempo que el Senado se abría a los miembros de las familias aristocráticas, fuesen o no hombres capaces, se cerraban absolutamente las magistraturas ejecutivas a las clases pobres e inferiores. Aún más, poco tiempo después, por el mero hecho de no ser más que un simple ciudadano romano y no pertenecer a la nobleza hereditaria, se cerraron a los miembros de la ciudad romana los accesos a la curia y a los dos cargos supremos, el consulado y la censura. Después de Manio Curio (volumen I, libro segundo, pág. 324) no encontramos ya nombre consular que no pertenezca a la aristocracia; y no creo probable que se haya realizado el caso contrario. Otra prueba más: durante el medio siglo que transcurrió desde el comienzo de la guerra de Aníbal hasta el fin de la guerra contra Perseo continúa siendo muy limitado el número de gentes cuyo nombre se lee por primera vez en el cuadro de los cónsules y de los censores. Casi siempre son producto de una elección de oposición los Flaminios, los Terencios, los Porcios Acilios o los Lelios; y, si no es así, otras veces llevan anexado cierto patronato aristocrático. De esta forma es como sucedió, por ejemplo, en la elección de Cayo Lelio en el año 564 (190 a.C.), debida exclusivamente a la influencia de los Escipiones. La situación imponía además la exclusión de los ciudadanos pobres. Cuando Roma dejó de ser un Estado itálico puro, luego que adoptó la civilización griega, no podía permitirse que un simple campesino dejase el arado para venir a ponerse al frente de los negocios públicos, como sí había ocurrido otras veces. Pero era ir más allá de lo justo y de lo conveniente el circunscribir las elecciones, casi sin excepción, al círculo estrecho de las casas curules, y hacer que un hombre nuevo, en cierto modo, no pudiese salvar los obstáculos sino como usurpador.[7] La herencia no solo dominaba en la colación de los honores senatoriales, en el sentido de que cada gens siempre había tenido su representante en el Senado (volumen I, libro primero, pág. 334), sino que era además la esencia misma de la aristocracia romana. Así, la prudencia política y la experiencia pasaban del padre al hijo, que eran igualmente sabios y hábiles; a la vez que el soplo de los antepasados mantenía en el pecho de sus descendientes el mismo fuego que los había inflamado a ellos. Esto es, sobre todo, lo que en la aristocracia romana se ha transmitido verdaderamente en todos los tiempos por derecho de nacimiento; y esta herencia se manifestaba a todos sencillamente cuando el senador llevaba consigo a sus hijos al Senado, o cuando el magistrado curul les hacía llevar por delante las insignias de los altos cargos, la púrpura consular y la bola de oro del triunfador. Pero al menos en otros tiempos, y en lo tocante a las dignidades exteriores, la sucesión quedaba subordinada a la ley del mérito. La aristocracia gobernaba menos en virtud de su derecho transmisible, que por el de representación más legítima, por el derecho del hombre capaz, preferido sobre el hombre vulgar. Sin embargo en la actualidad, y por efecto de una revolución rápida ocurrida sobre todo desde el fin de la guerra contra Aníbal, la nobleza no es la expresión más alta de los hombres más experimentados en el consejo y en la acción; viene a ser una casta que se transmite de padres a hijos, y que desempeña mal los altos cargos que aún conserva en el seno de su corporación. El régimen oligárquico iba siendo ya pesado y enojoso; no tardó en extenderse la lepra, y el poder usurpado se concentró en manos de algunas familias.

PREDOMINIO DE FAMILIAS DETERMINADAS
GOBIERNO DE LA NOBLEZA. ASUNTOS INTERIORES

Hemos referido anteriormente los disgustos del vencedor de Zama, sus pretensiones políticas en favor de su casa, y sus esfuerzos felices cuando cubrió con sus laureles la miserable incapacidad de su hermano. Si esto era posible, el nepotismo de Flaminio había superado al de los Escipiones por el exceso de su impudicia. La libertad ilimitada de elegir había recaído más en provecho de las intrigas de los nobles que en beneficio de la elección. No llevó a mal la ciudad el hecho de que se nombrase a la edad de veintitrés años a Marco Valerio Corvo; pero cuando después Escipión obtuvo la edilidad a esta misma edad, y el consulado a los treinta años, y cuando Flaminio subía de la cuestura al consulado siendo aún más joven, esta colación demasiado rápida de los honores vino a ser un peligro real para la República. Al mismo tiempo, se buscaba en la oligarquía, y creyó encontrarse allí, el dique único y eficaz contra las usurpaciones de algunas casas, y el mal que de aquí se desprendía. Por esta misma razón la oposición antioligárquica había ayudado un día a las leyes restrictivas de la elegibilidad. Como quiera que fuese, estos cambios verificados insensiblemente en el espíritu de las instituciones dejaron a su vez su huella en los asuntos del gobierno. La misma lógica, la misma energía, las mismas virtudes varoniles que habían dado a Roma el imperio de Italia presidían todavía la dirección en los asuntos exteriores. La guerra de Sicilia demandó un rudo aprendizaje; pero la aristocracia romana fue elevándose poco a poco a la altura de las necesidades del momento. Si bien es verdad que por entonces usurpaba en provecho del Senado un poder que la ley había distribuido entre los funcionarios supremos y la asamblea del pueblo, todavía legitimaba su usurpación, si no por la originalidad de su genio político, al menos por la firmeza clara y precisa del impulso que daba a los negocios en medio de las tormentas de la guerra de Aníbal y de sus naturales complicaciones. Mostró al mundo que solo el Senado romano podía mandar la multitud de Estados italo-helénicos; que solo él era, en muchos aspectos, digno de este mando. Pero por grande que se mostrase contra el enemigo exterior, por grandes que fuesen sus éxitos, no podemos hacer menos que dirigir nuestras miradas al espectáculo de los asuntos interiores. Aunque fuese menos brillante, el papel que desempeñaba el gobierno tenía en esto una importancia aún más elevada y era en todo mucho más difícil. Tanto en el uso que hacen de las instituciones antiguas que subsisten, como en el giro que dan al nuevo orden de cosas, en la actualidad se manifiestan un espíritu y tendencias enteramente contradictorios, en las que, para hablar con toda exactitud, vemos al consejo supremo del Estado impulsado hacia un camino que no es el suyo.

DEBILIDAD DEL PODER DIRECTOR: EN LA DISCIPLINA MILITAR,
EN LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA Y EN LAS RENTAS

En primer lugar se observa que el gobierno ya no es lo que ha sido frente al simple ciudadano. Magistrado (magistratus, radical mag, magis, magister) quiere decir hombre que es más que los otros; sirve a la República, pero manda al pueblo. Ahora bien, esta sólida noción del poder se había debilitado por entonces. En todas partes donde domina el pandillaje con la ayuda de los que mendigan los cargos públicos, tal como en la Roma de aquel tiempo, nadie se permite observaciones severas ni osa obrar como magistrado independiente, so pena de enajenarse los servicios de sus hermanos de casta o el favor de la muchedumbre. Si encontráis un funcionario fiel observador de las costumbres y de la austeridad antigua, estad seguros de que es un hombre nuevo, como Cotta (año 502) o Catón, sin afinidad de origen con el orden noble. Pongamos por ejemplo el valor de Paulo Emilio. Cuando fue llamado al mando supremo contra Perseo, en vez de deshacerse en agradecimientos, que era lo que agradaba al pueblo, usó con él este lenguaje: «Supongo que si el pueblo me ha elegido, es porque creerá ver en mí el mejor general. Ahora, pues, exijo que no se me quiera ayudar a mandar: lo mejor es callar y obedecer». La supremacía y la hegemonía de Roma sobre los Estados mediterráneos no procedía, ni con mucho, del vigor de su disciplina militar ni de su justicia civil. Sin embargo, la República era en esto inmensamente superior a esos reinos griegos, fenicios y orientales, todos en vías de disolución. Pero ya ha penetrado en su seno la gangrena. Hemos referido oportunamente (págs. 311 y sigs.) las faltas lamentables de sus generales; hemos dicho cómo durante la tercera guerra con Macedonia hombres como Cayo Flaminio y Varrón, que no eran por cierto los elegidos de la demagogia sino verdaderos campeones del partido aristocrático, habían comprometido la suerte de Roma. Por otra parte, tampoco se había comprendido ni administrado bien la justicia. El cónsul Lucio Quinto Flaminio acababa de entrar en su campamento bajo los muros de Plasencia (año 562), cuando un favorito (scortum) que había llevado consigo se le disgustó porque no podía presenciar los combates de gladiadores que se verificaban en Roma, y consideraba que era necesario resarcirlo de esta pérdida. Entonces el general invitó a su mesa a un noble boio que se había refugiado entre los romanos, y después, durante el festín, lo asesinó por su propia mano. ¡Acción odiosa que, sin embargo, no es un hecho aislado! Cosa aún peor que el crimen fue que no se lo denunció a la justicia. Y, aún más, cuando el censor Catón borró al culpable de las listas del Senado, se vio a los de su casta excitar a Flaminio para que ocupara su lugar entre los senadores en el teatro. Este Flaminio era el hermano del libertador de Grecia, uno de los principales jefes de partido en el Senado.

En cuanto a las rentas públicas, iban también más en decadencia que en aumento. Es verdad que los ingresos se incrementaban visiblemente con la extensión del territorio; pero en los años 555 y 575, por ejemplo, fue necesario establecer nuevas aduanas en las costas de Campania y del Brutium, en Puteoli, en Castra y en otros puntos. Como no era posible vender la sal a un precio uniforme para todos los ciudadanos romanos dispersos en toda la superficie de Italia, se decretó en el año 550 una tarifa moderadora que bajaba el precio según las zonas; pero las rentas no sacaban ningún provecho de esta medida pues el Estado estaba obligado a suministrar aquel artículo al mismo precio, o quizás aún más barato, que lo que le había costado. Ahora bien, los ingresos por los terrenos aumentaban también de un modo notable. Es verdad que las prestaciones adeudadas al Tesoro por los ocupantes establecidos en los dominios públicos de Italia no eran en su mayor parte pagadas ni exigidas; pero sucedía lo contrario respecto de las tasas sobre los pastos (scriptura, volumen I, libro primero, pág. 215). Después de las guerras de Aníbal, los territorios conquistados, particularmente la mayor parte de los de Leontium y de Capua, no fueron entregados a ocupantes, sino distribuidos en pequeñas parcelas y dados como lote a pequeños arrendatarios por un tiempo determinado. No obstante, se hicieron algunas tentativas de ocupación, pero el gobierno las reprimió con desusada energía, y de este modo creó una fuente nueva y considerable de ingresos para las cajas del Tesoro. Lo mismo se hizo con las minas, sobre todo con las de España: se las arrendó. Por último, las contribuciones pagadas por los súbditos de ultramar ingresaban también en Roma. No hemos mencionado todavía las importantes sumas que a título excepcional entraban en las arcas públicas, los doscientos millones de sestercios que produjo la guerra de Antíoco, ni los doscientos diez millones de la guerra contra Perseo; estos constituyeron el ingreso más importante que hubo jamás en las cajas de Roma. Pero, si los recursos iban en aumento, los gastos se multiplicaban también y los absorbían inmediatamente. A excepción de Sicilia, todas las provincias costaban tanto como producían. Con la extensión del territorio, los caminos y los trabajos públicos exigían mayores gastos; y, además, las restituciones a los ciudadanos pensionados de los anticipos forzosos (tributa) exigidos en el transcurso de estas terribles guerras pesaron también sobre el Tesoro por espacio de muchos años. Agréguense a esto las pérdidas considerables ocasionadas por los vicios de la administración o las faltas de los funcionarios superiores, poco atentos al interés público. ¡Ya diremos después su conducta en las provincias, sus locas profusiones a expensas del Estado, los robos cometidos en el botín de las guerras, la corrupción y los abusos erigidos ya en sistema!

Un hecho podrá darnos idea de los perjuicios sufridos por la República, con motivo de los fuertes impuestos y las subastas de suministros y de trabajos públicos. En el año 587 el Senado votó el abandono de las minas de Macedonia que habían caído bajo el dominio de la República, porque debía estar ocurriendo alguna de las siguientes cosas: o los concesionarios robaban a los súbditos, o robaban al Tesoro. Este era un certificado sencillo de corrupción moral que los magistrados fiscalizadores de las rentas se daban a sí mismos. No contentos, como acabamos de ver, con descuidar los créditos adeudados por el dominio ocupado, toleraban que se usurparan los terrenos públicos para hacer jardines y parques privados dentro y fuera de la capital, y que el agua de los acueductos fuera aprovechada para las necesidades individuales. Cuando un día el censor quiso obligar a los culpables a no utilizar lo que era de todos, o a pagar el canon debido por el agua y las tierras pertenecientes al Estado, se formó un proceso ruidoso y largo que no consiguió su fin. Respecto de la cosa pública, la conciencia de los romanos, tan escrupulosa en todo lo demás, profesaba principios económicos sumamente sencillos. «¡El que roba a un ciudadano —decía Catón— va a concluir sus días cargado de cadenas; el que roba a la República, los concluye cargado de oro y de púrpura!»

Al lado de este robo del dominio público por parte de los funcionarios, y de los especuladores a quienes nada arredra, ¿podrá oponerse el relato de Polibio, según el cual por entonces eran raros los delitos de este género en Roma, mientras que entre los griegos no había casi magistrado que no robase las arcas públicas? ¿Será posible creer el relato de Polibio, que admiraba la integridad de los comisarios romanos pues pensaba que manejaban los inmensos tesoros que les estaban encomendados sin tocarlos, bajo su simple palabra de honor; mientras que en Grecia era necesario poner la suma más insignificante bajo veinte cerraduras, y llevar veinte testigos del depósito, sin poder impedir jamás el fraude de parte del depositario? Todo esto no prueba más que una cosa: que en Grecia la desmoralización social y económica era mucho más general que en Roma; y que entre los romanos las malversaciones de caudales públicos eran en esta época menos directas y menos patentes quizá que entre sus vecinos. Tenemos pruebas ciertas para apoyar nuestra convicción; los trabajos públicos y las liquidaciones con el Tesoro nos dan a conocer suficientemente la situación financiera. En tiempo de paz Roma consagraba a obras públicas el quinto de sus rentas; en tiempo de guerra, el décimo, proporción relativamente mínima al parecer. Se atendía a este capítulo del presupuesto con las sumas que he indicado, o con ayuda de las multas que no ingresaban directamente en el Tesoro. La mayor parte de los fondos se destinaban al empedrado de las calles de la ciudad y de los arrabales, a la construcción y conservación de las grandes vías de Italia[8] y de los edificios públicos. Citemos el trabajo más importante de la época contemporánea que nos es conocido: la reparación y ensanche de toda la red de las cloacas de la ciudad, realizada probablemente en el año 570, y en la que se gastaron de una sola vez más de veinticuatro millones de sestercios. A esta reconstrucción se refiere, a no dudarlo, la mayor parte de lo que aún subsiste. Pero, según toda apariencia y aun haciendo abstracción de las duras necesidades de las guerras, el período al que nos referimos se queda muy por detrás del precedente en lo que toca a los grandes trabajos públicos. Entre los años 482 y 607 no se construyó en Roma ningún acueducto, pero en cambio se aumentaron los ahorros del Tesoro. En el año 545, cuando fue necesario gastar lo ahorrado (pág. 184), no excedía las cuatro mil libras de oro. Después, en el año 597 (157 a.C.), al final del período actual, las existencias en metales preciosos ascendían a seis millones de taleros. Con los ingresos monstruosos y extraordinarios que afluyeron a Roma después de terminadas las guerras de Aníbal, y a lo largo de toda una generación, esta cifra, por considerable que sea, parecerá seguramente poco elevada. Concluyamos: si a falta de documentos precisos sobre la materia es necesario tener por cierto que los ingresos excedían en Roma a los gastos, la situación financiera no era brillante en su conjunto.

LOS SÚBDITOS ITÁLICOS. LOS DEDITICIOS

Este cambio en el espíritu y en las tendencias del poder en Roma se manifiesta en la política seguida respecto de los súbditos italianos y extra italianos de la República. Hacía tiempo que había en Italia ciudades aliadas de derecho itálico (volumen I, libro segundo, pág. 443) y de derecho latino, ciudadanos romanos pasivos (o sin derecho a votar), y ciudadanos perfectos o activos. La tercera de estas cuatro clases se extinguió en el período precedente. De las ciudades y los ciudadanos pasivos, unos, como Capua, perdieron la ciudadanía romana en el transcurso de la segunda guerra púnica; otros, por el contrario, conquistaron el perfecto derecho de ciudadanía. Los pocos restos de esta tercera clase se componen ya solo de individuos aislados, excluidos del sufragio por motivos particulares. En cambio, apareció una nueva clase, la de los dediticios (peregrini dediticii), (volumen I, libro segundo, pág. 581, nota 20). Rechazados hasta entonces a la última escala, sin libertades municipales ni derecho a llevar las armas y tratados casi como esclavos, los dediticios pertenecían principalmente a las ciudades de Campania, del Picenum meridional y del Brucium, que hicieron causa común con Aníbal (pág. 202). Hay que añadir a estos las tribus de galos que aún quedaban en la región cispadana. La condición de estos pueblos respecto de la confederación italiana solo nos es conocida de una manera imperfecta; pero, cuando leemos en sus tratados con Roma que ninguna de sus ciudades podrá en el porvenir obtener el derecho de ciudad (pág. 208), entrevemos suficientemente el humilde rango que les había tocado en suerte.

LOS ALIADOS

En cuanto a los aliados no latinos, ya hemos dicho en otro lugar (pág. 202) que las guerras con Aníbal habían redundado en gran perjuicio suyo. Entre ellos solo habían quedado fieles a Roma durante las vicisitudes de la guerra Nápoles, Nola, Heráclea y algunas otras ciudades, las cuales fueron recompensadas manteniéndoles sus franquicias federales. Pero la conducta de la gran mayoría había sido muy diferente, y, por haber abandonado siquiera un momento a Roma, tuvieron que sufrir una reforma que rebajó la situación política en la que estaban colocados según los tratados antiguos. Para librarse de una opresión demasiado probada por los resultados, los no latinos emigraron en masa y fueron a establecerse entre los latinos. En el año 577 los samnitas y los pelignios solicitaron del Senado la reducción de sus contingentes de guerra, fundándose en que durante los últimos años habían ido a establecerse en la colonia latina de Fregela cuatro mil familias samnitas o pelignias.

LOS LATINOS

Por lo precedente se ve que la condición de los latinos continuaba mejorando. Sin embargo, no contaban más que con un corto número de ciudades del antiguo Lacio que habían quedado fuera de la confederación romana propiamente dicha, como Tibur y Preneste; con las ciudades aliadas que le estaban asimiladas por el derecho público, como por ejemplo ciertas ciudades de los hérnicos, y, por último, con las colonias latinas esparcidas por toda Italia. En resumen, los latinos también habían perdido mucho. Las cargas primitivas se habían agravado injustamente, y la obligación del servicio militar, de la que los ciudadanos romanos habían sabido emanciparse, frecuentemente recaía sobre ellos y sobre los demás confederados de derecho itálico. Así es que en el año 536 (218 a.C.) la República había sacado entre los aliados el doble de hombres que entre los ciudadanos romanos; además, al terminar la guerra de Aníbal licenció a estos últimos y conservó a los otros en las filas de las legiones. Los enviaba preferentemente de guarnición a las ciudades, o al odioso país de España. En el año 577 los aliados no fueron tratados con las mismas condiciones que los soldados romanos; los regalos que se les distribuyeron tenían la mitad del valor que los dados a los romanos. En consecuencia, se vio a sus divisiones marchar silenciosas detrás del carro del vencedor, formando un contraste notable en medio de los ruidosos trastornos de aquel carnaval de soldados. Por último, en cuanto a las asignaciones de terrenos hechas en la Italia del Norte, cada ciudadano romano recibía diez yugadas, mientras que a los no ciudadanos no se les señalaban más que tres. Hemos hecho notar anteriormente que Roma no había dejado a los habitantes de las colonias latinas fundadas después del año 686 el derecho de libre locomoción. Las ciudades más antiguas lo habían conservado por un momento. Sin embargo, ante la emigración en masa de los aliados que afluían a Roma, ante las quejas de las autoridades locales que mostraban la creciente despoblación de las ciudades latinas, y ante la imposibilidad cada vez mayor de suministrarles contingentes fijos, la República se vio obligada a restringir también las franquicias de los latinos anteriores al año 486. Fue prohibida la inmigración a aquellos que no dejasen hijos en su ciudad natal, y por las mismas razones la policía romana expulsó de la capital a un gran número de personas en los años 567 y 577. No se impugnó la necesidad de tales medidas, pero no por esto pesaron menos dolorosamente sobre las ciudades aliadas; en realidad equivalía a borrar de un plumazo la libre locomoción, formalmente garantida por una estipulación escrita. Por otra parte, cuando al final de este período Roma funda ciudades en el interior de Italia, las dota del completo derecho de ciudad y no de las instituciones de derecho latino, como antes. En otros tiempos no se había mostrado tan generosa sino con las colonias marítimas. Por su política actual detiene inmediatamente el crecimiento regular de la latinidad, que se había adjudicado hasta entonces a las ciudades de nueva creación. Aquilea, cuya fundación se remonta al año 571 (183 a.C.) fue la última colonia italiana de Roma que recibió el derecho latino. En cuanto a las colonias probablemente contemporáneas de Potentia, Pisaurum, Parma, Módena y Luna (fundadas entre los años 570 y 577) tuvieron inmediatamente la plena ciudadanía. La causa de esto es clara: el derecho latino, visiblemente en decadencia, no podía ya luchar con la ciudadanía romana. Por lo demás, como la mayor parte de los colonos salieron en adelante de las filas del pueblo romano, no se hallaba ya nadie, ni aun entre los más pobres, que consintiera en cambiar sus derechos de ciudadano por la condición muy inferior de la latinidad, ni aun con grandes ventajas materiales.

SE HACE MÁS DIFÍCIL LA ADQUISICIÓN DEL DERECHO
DE CIUDADANÍA. LOS PROVINCIANOS

Finalmente llegó el momento en que casi se cerró por completo para los no ciudadanos, comunidades o individuos, el derecho de ciudadanía romana. Hacia el año 400 había cesado la práctica de incorporar las ciudades conquistadas. Se había temido que al extender la ciudad extraordinariamente se podría llegar muy pronto a una descentralización peligrosa. De aquí la formación de ciudades de semiciudadanos (volumen I, libro segundo, pág. 444). Pero en la época que nos ocupa ya había desaparecido la idea de la centralización, y se dio el derecho completo a estas últimas ciudades. Incluso numerosas y lejanas colonias se vieron de repente investidas de las franquicias romanas. Sin embargo, la República no vuelve a hacer uso de las incorporaciones de los antiguos tiempos. Después de consumada la sumisión de Italia, no se nos presenta ejemplo alguno de admisión de una sola ciudad italiana de derecho federal al derecho cívico de Roma; y es muy verosímil que no se haya dado ningún caso. Por lo demás, al levantar una barrera contra la libertad del domicilio, anexado desde tiempo atrás al derecho de ciudad pasivo, la República había puesto coto al movimiento que transportaba constantemente a la clase de ciudadanos romanos a los individuos que pertenecían a la clase de los itálicos. El beneficio del cambio de condición se había concedido solamente a los magistrados de las ciudades latinas (volumen I, libro segundo, pág. 442), o, por favor especial, a algunos ciudadanos admitidos entre los romanos que iban a fundar una colonia civil.[9]

Las modificaciones efectuadas en la condición de los súbditos latinos, sea de hecho, o en virtud de una ley, van unidas en el fondo a un movimiento total y consecuente consigo mismo. Al considerar las clasificaciones antiguas no puede negarse que los latinos han perdido generalmente. Mientras que por un lado la República se ingeniaba para conciliar los contrarios y hacer más suaves las transiciones hacia un nuevo orden de cosas, por otro llegó un día en que todos los anillos intermediarios de la cadena habían desaparecido y todos los puentes habían caído. Así como en Roma las castas nobles se alejan del pueblo, se emancipan de los impuestos y las cargas debidos por todos, y concentran en su clase todos los honores y privilegios, así también en Italia se separa por completo la clase de los ciudadanos de la de los simples confederados, y se la excluye de toda participación en el poder. Al mismo tiempo, estos últimos tienen que soportar doble y triple carga en los impuestos comunales. De la misma forma en que la nobleza se había fortificado contra los plebeyos en las antiguas trincheras del patriciado en decadencia, los ciudadanos se encierran en sus privilegios frente a los no ciudadanos; y el plebeyo, a su vez, enaltecido por instituciones más liberales, se atrinchera en la altanera inmovilidad de su bisoña hidalguía. En el fondo no hay razón para censurar la supresión de los ciudadanos pasivos; en este punto la reforma se enlaza por serios motivos a todo un orden de cosas sobre el cual hablaremos más adelante. Nos basta asegurar aquí que hiere de muerte a un miembro útil y colateral del cuerpo político. Más peligroso es todavía el levantamiento de barreras entre los latinos y los demás italianos. La primacía de rango dada a los latinos era uno de los fundamentos del poder romano, fundamento que falta y deja un vacío el día en que las ciudades latinas dejan de ser asociadas favorecidas en el Imperio de la poderosa ciudad hermana; el día en que se consideran sujetas a Roma, exactamente igual que los otros pueblos; el día en que como todos los demás italianos sufren el mismo e insoportable yugo. No hay duda de que los brucios y sus compañeros de infortunio se conducen como esclavos, y como tales son tratados; se escapan cuando pueden de los buques en los que reman por la fuerza y se pasan a las filas de los enemigos de Roma. No hay duda de que los galos y los súbditos transmarinos son aún más duramente tratados; y la política romana, en sus pérfidos cálculos, los da, por decirlo así, como pasto a los italianos, que los desprecian e insultan. Pero más allá de todas las diferencias que hayan existido en las condiciones de los súbditos, no reemplazan el antiguo y provechoso antagonismo entre el grupo de los pueblos de la misma raza y el de los itálicos de distinta sangre. Se apodera de todos los aliados un profundo descontento, y solo el temor les cierra la boca en toda Italia. Pero era adelantar la hora y exponerse a una justa negativa proponer, al día siguiente de Canas, que dos hombres de ciudadanía latina fueran admitidos en la ciudad romana y en el Senado. Esta moción, sin embargo, ¿no hace tangibles las inquietudes despertadas ya en el seno de la ciudad reina por la condición respectiva del Lacio y de Roma? ¡Suponed por un segundo que Aníbal penetra en Italia, espada en mano! ¿Se estrellará por segunda vez el soldado extranjero contra la indomable resistencia del nombre y del contingente latino (nomem latinum)? No podemos creerlo. Pero, de todas las instituciones introducidas en el sistema político durante el siglo VI, la más importante es sin duda aquella que se aleja más decididamente de los caminos seguidos hasta entonces, y hace temer mayores peligros para el porvenir; o sea, la institución de nuevos gobiernos en las provincias. Según el antiguo derecho público de Roma, no existían, propiamente hablando, súbditos tributarios. Los habitantes de las ciudades vencidas eran vendidos como esclavos, o si no eran incorporados a la ciudad romana, o colocados en una federación que les dejaba al menos la independencia municipal y la inmunidad de los impuestos. Otra cosa sucedía con las posesiones de Cartago en Sicilia, en Cerdeña y en España, y con el reino de Hieron, pues aquí se sacaban regularmente tasas e impuestos en provecho de sus dueños y señores. Cuando Roma los sucedió, esto les pareció una cosa hábil a los políticos de cortos alcances, y consideraron muy cómodo continuar los mismos errores administrativos en los nuevos territorios. Así fue que se conservaron las instituciones provinciales de Cartago y de Hieron, y hasta se las transportó a los demás países conquistados, como por ejemplo a la España citerior. Al hacer esto, se recibía de manos del enemigo la túnica de Neso. Si es verdad que la República al imponer los tributos no tenía pensado enriquecerse, ni había querido más que proveer a los gastos de la administración y defensa de los territorios, no tardó en ceder a otros instintos, y luego exigió contribuciones a Iliria y a Macedonia sin tomar a su cargo el gobierno local ni la custodia de las fronteras. Poco importa que en este camino haya observado una justa medida; desde este momento, transformaba su dominación en un derecho útil y provechoso. Acaso para el pecado original ¿no da lo mismo que se cogiera una manzana o que se hubieran comido todas las del árbol?

SITUACIÓN DE LOS PRETORES. SU COMPROBACIÓN

El castigo iba en pos de la falta. El sistema adoptado para la administración provincial hizo necesaria la creación de pretores provinciales, creación funesta para las provincias por la fuerza misma de las cosas, y en completo desacuerdo con la constitución de la República. Como esta había ocupado el lugar de la antigua soberanía local, su agente ocupó el puesto del antiguo rey; y así, el pretor de Sicilia vino a instalarse en Siracusa en el palacio de Hieron. De acuerdo con el derecho, en su administración debía obedecer siempre las máximas de probidad y sobriedad republicanas. Catón, que gobernaba en Cerdeña, se presentaba en las ciudades de su provincia caminando a pie y seguido de un solo servidor que le llevaba la capa y la copa de las libaciones. Cuando al salir de la pretura volvió de España, vendió su caballo pues no quería que el Estado pagase el gasto de transporte. Aunque no se llevaran los escrúpulos de conciencia hasta la ridícula mezquindad de Catón, que tuvo pocos imitadores, comprendo que hubo otros pretores que supieron permanecer dentro de la línea de la antigua sobriedad de las costumbres. En su silenciosa mesa reinaba la decencia: su administración y su justicia eran honradas y rectas; su severidad contra los banqueros y los arrendatarios de impuestos, esas detestables sanguijuelas de las provincias, eran motivadas, y, sobre todo, su porte grave y digno se imponía a los súbditos de Roma, fundamentalmente entre los ligeros y relajados griegos. Por lo demás, dejaban a los gobernadores en una condición tolerable. Estos no habían perdido aún el recuerdo de los lugartenientes de Cartago y Siracusa; y como estaba próximo el tiempo en que la «vara se había convertido en serpiente» (Éxodo, VII), sus recuerdos se dirigían con cierto reconocimiento hacia la condición actual. El siglo VI debió parecerles más tarde la edad de oro de la dominación romana. Como quiera que fuese, era imposible continuar por mucho tiempo siendo republicano y rey a la vez. Como el pretor vino a ser prácticamente soberano en su provincia, no tardó en desmoralizarse y olvidar su condición de simple noble de Roma. El fausto y el orgullo iban tan anexos a su papel, que uno se siente inclinado a no reprochárselos con dureza. Era raro que el pretor volviese a Roma con las manos limpias, y más raro aún que la República persistiese en su antiguo sistema de los empleos gratuitos. Se cita como un gran rasgo el hecho de que Paulo Emilio, el vencedor de Pidna, no se hubiese enriquecido. Los «donativos voluntarios» ofrecidos a los pretores, y tantas otras malas prácticas, eran tan antiguas como la institución de los gobiernos provinciales. Quizá Cartago les había legado en esto la tradición. En efecto, Catón no pudo hacer durante su pretura en Cerdeña (año 556) más que regularizar y moderar las tasas. En su viaje oficial los funcionarios podían hacer que se los hospedase gratuitamente y ordenar algunas requisas, y este derecho había servido de pretexto para el abuso y las imposiciones. Los pretores podían pedir a sus provincias suministros de granos a precios moderados para las necesidades de su casa y de sus gentes (incellan), o, en caso de guerra, para el sustento de sus soldados, o también en realidad por cualquier otra causa. Sin embargo, los excesos eran tales que en el año 583 (171 a.C.), a consecuencia de las quejas de los españoles, el Senado retiró a sus agentes el derecho de fijar por sí solos dicho precio (pág. 225). Por otra parte, no tardó en exigirse a las provincias recursos para las fiestas populares de Roma. En el año 572, el edil Tiberio Sempronio Graco tenía que arreglar unos juegos, e impuso pesadísimos tributos a las ciudades itálicas y extraitálicas; pero también entonces el Senado interpuso su autoridad. En otras palabras, a fines del siglo VI el pretor romano creía que todo le estaba permitido, no solo contra los infortunados súbditos de la República, sino también contra los Estados libres y los reinos dependientes de Roma. Recuérdense las algaradas de Gneo Vulson en Asia Menor (págs. 286-287), y, sobre todo, el tratamiento que dieron a los griegos durante la guerra contra Perseo. El poder central hubiera hecho mal en extrañarse de estos sucesos, puesto que no había encerrado en estrechos límites los abusos de poder de sus sátrapas militares. Sin embargo, también hay que señalar que la justicia había ensayado someter sus actos a una comprobación, y aun practicar el secuestro. Para el pretor, como para cualquier otro magistrado, prevalecía siempre la antigua y peligrosa regla (volumen I, libro segundo, pág. 267): en su cualidad de general era completamente irresponsable mientras duraba su cargo, pero al salir de este, podía ser obligado a rendir cuentas. Es verdad que el mal ya estaba hecho, pero al menos su autor caía en poder de la justicia criminal o civil. Para poner en movimiento la primera, bastaba con que un magistrado investido de jurisdicción penal pusiese mano en el asunto y lo llevase ante el pueblo; para la segunda, bastaba con que el senador encargado de la pretura en Roma llevase el proceso ante un jurado, que según las leyes vigentes también debía estar formado por personajes senatoriales. Se ve, pues, claramente, que en ambos casos la comprobación correspondía al orden noble. Ante esto cabe señalar que por más que hubiese todavía en sus filas hombres bastante virtuosos y honrados como para admitir las quejas fundadas, y por más que sucediese más de una vez que el Senado, al oír a la parte lesionada, ordenase de oficio el procedimiento civil, los pobres y los extranjeros no estaban nunca seguros de obtener resultados. Se las tenían que ver con un contrario poderoso y procedente de las filas de la aristocracia gobernante, o debían presentar su queja ante jueces o jurados establecidos muy lejos, culpables muchas veces de las mismas faltas, y pertenecientes a la misma casta que el acusado. Para poder contar con la justicia era necesario que el crimen estuviese patente y fuese escandaloso; quejarse sin éxito era correr a la perdición. Algunas veces los oprimidos encontraban un punto de apoyo en las clientelas hereditarias, mediante las cuales ciudades enteras de los países sujetos entraban en la familia de sus vencedores, o de otros ciudadanos, a los que los unía un lazo cualquiera.[10] Los pretores de España aprendieron, a pesar suyo, que nadie podía maltratar impunemente a los clientes de Catón. Por otra parte, cuando se vio a los representantes de los tres pueblos subyugados por Paulo Emilio, españoles, ligurios y macedonios, no dejar a nadie el honor de llevar su féretro a la pira, todos admitieron que ese era el mejor elogio que podía hacerse en los funerales de este gran hombre. Sin embargo, estas clientelas particulares tenían su lado malo, pues daban a los griegos una ocasión más para venir a Roma a desarrollar su genio de bajeza ante estos señores, a quienes su espontáneo servilismo acababa de corromper. Marcelo destruyó y robó Siracusa, y los siracusanos se quejaron al Senado, pero en vano. ¿Qué hicieron entonces? Votaron resoluciones tributándole grandes honores. Sin duda esta fue la página más vergonzosa de todos sus anales, no muy gloriosos por cierto. En aquel corrompido siglo en que algunas familias dominaban y dirigían la política romana, el patronato de las grandes familias vino a aumentar el peligro de la situación. Es verdad que el mal habría sido mayor y el robo no habría conocido límites, si los pretores no hubiesen tenido algún temor a los dioses y al Senado. Sin embargo, es cierto que se robaba, y que se lo admitía impunemente con tal que se hiciese con medida. Para desgracia de todos, las imposiciones y los abusos de poder de los pretores vinieron a ser una regla con tal que en cierto modo entrasen en sus atribuciones ordinarias, y no fuesen escandalosos. Por lo demás, si la justicia no podía castigarlos, los oprimidos debían guardar silencio. Los tiempos sucesivos mostrarán a las claras las inmediatas consecuencias de esta máxima desconsoladora.

VIGILANCIA DEL SENADO

Ahora bien, aun cuando la justicia se hubiera mostrado severa, y no débil, no hubiera podido reprimir los excesos aislados y más odiosos. Las verdaderas garantías de una buena administración se hallan en la severa y continua vigilancia de la autoridad suprema, vigilancia que no tenía el Senado. Ya fuera flojedad, inercia o torpeza, desde los tiempos más antiguos se había manifestado en él la llaga de las administraciones colectivas. En teoría hubiera sido conveniente, en primer lugar, sujetar a los pretores a una comprobación más severa e inmediata que la necesaria tal vez para arreglar los intereses municipales de los confederados itálicos. Después, como su imperio se extendía sobre vastos países transmarinos, hubiera sido prudente dar más fuerza al aparato de la comprobación administrativa, pues el gobierno necesitaba ojos para verlo todo desde lo alto. Pero nada de esto se hizo. Por el contrario, los pretores se erigieron en soberanos, y si bien en Sicilia se introdujo la institución más útil de todas las de la comprobación, el censo, esto no se hizo extensivo a las conquistas posteriores. Así, pues, libres de todo freno, los funcionarios encargados del gobierno de las provincias llegaron a ser un peligro para el gobierno central. El pretor quedó puesto a la cabeza del ejército, en posesión de grandes recursos financieros y sin casi nada que temer de la justicia; independiente como autoridad directora, fue conducido por la pendiente necesaria de las cosas a separar su interés y el de sus administrados de los intereses de la República, cuando aún no estaban en lucha. Como he dicho anteriormente, este funcionario parecía un sátrapa de Persia, antes que un lugarteniente de la ciudad de Roma en tiempo de las guerras con los samnitas. Cuando este tirano militar vuelva a entrar en Roma, ¿puede esperarse que siga el trillado camino de la ciudad republicana? Esta no tiene más que magistrados que manda y ciudadanos que obedecen; en su derecho público, no sabe que haya más que señores y esclavos. Los gobernantes de Roma no tardaron en verlo así: la igualdad en el seno del orden aristocrático y la subordinación de las funciones bajo la alta tutela del Estado, estas dos grandes máximas fundamentales, corrían el riesgo de perecer. De aquí su repugnancia a crear nuevas preturas, y su recelo respecto del sistema pretoriano en sí mismo. De aquí, fundamentalmente, el establecimiento de cuesturas provinciales, destinadas a arrancar de manos de los pretores los recursos financieros, y la corta duración asignada a las funciones de estos últimos, a pesar de las ventajas indiscutibles de la prolongación de sus poderes (pág. 232). Las miradas de los hombres de Estado de Roma se fijaban inquietas en la semilla que ya comenzaba a brotar. Pero el diagnóstico no es, ni con mucho, la curación de la enfermedad. El gobierno de los nobles en el interior se mueve siguiendo su primer impulso, y el mal del que algunos tienen conciencia progresa constantemente y de una manera uniforme sin que nada lo detenga. La administración y los asuntos financieros están al borde del abismo; detrás de ellos marchan la revolución y la usurpación.

Si bien la nueva nobleza tenía un carácter menos marcado que la antigua aristocracia de raza, y mientras una se valía de la ley, la otra del hecho cumplido, ambas tendían a excluir a los simples ciudadanos de la participación en los derechos políticos. Por lo demás, los excesos de la segunda, aún más insoportables que los de la primera, eran también más difíciles de refrenar. Como puede suponerse no faltaron tentativas; pues, así como la nobleza tenía su asiento en el Senado, la oposición tenía su base en la asamblea del pueblo. No obstante, para poder comprender bien el papel que desempeñaba la oposición conviene averiguar ante todo el carácter de este pueblo, y mostrar cuál era su espíritu y el lugar que ocupaba entonces en la República.

LA OPOSICIÓN. CARÁCTER DEL PUEBLO
ROMANO EN EL SIGLO VI

En sus asambleas generales, el pueblo romano no obraba como la rueda motora de un vasto mecanismo. Era más bien el sólido fundamento de un gran edificio, y, como tal, ha dado todo lo que de él podía esperarse: seguridad de miras de interés común, completa docilidad respecto del jefe en los momentos críticos, firmeza y valor inquebrantables en los buenos y malos tiempos, intrepidez en el sacrificio individual por el bien común, e inmediata renuncia del bienestar actual para la felicidad futura. En pocas palabras, tales son las virtudes que el pueblo romano practicó por completo; y, al mirar las cosas desde lo alto y en su conjunto, las manchas desaparecen y nos sentimos como subyugados por la admiración y el respeto. Todavía la mayoría de las veces los ciudadanos obedecían a un sentido político inteligente y recto. Toda su conducta, sea respecto del poder o de la oposición, suministra una prueba incontestable de que el pueblo romano era dueño de los comicios, así como había sido lo bastante fuerte y poderoso para obligar al genio de Aníbal a abandonar el campo ante él. Moradores de la ciudad o de los campos, los votantes pudieron engañarse muchas veces, pero sus errores nunca fueron los de un populacho de malos instintos. Desgraciadamente no hay nada más incómodo que el mecanismo de participación del pueblo en los negocios públicos, y un día se vio ahogado en la misma grandeza de sus conquistas. Ya hemos mostrado que las ciudades de derecho pasivo (sine suffragio) entraron casi todas en el siglo VI en el perfecto derecho de ciudad, y que un gran número de colonias de fundación reciente fueron dotadas del mismo privilegio. Al fin de este periodo, los ciudadanos romanos se habían extendido por todo el Lacio, la Sabina y una parte de Campania. El derecho de ciudad se extendió desde Cerea en el norte, hasta Cumas en el sur; solo quedan excluidas de él algunas ciudades del interior, como por ejemplo: Tibur, Preneste, Signia, Norba y Farentinum. A esto deben unirse las colonias marítimas de las costas de Italia que estaban por regla general dotadas del derecho de ciudad, y las colonias recientes del Piceno y del país situado más allá del Apenino, a las que había sido necesario otorgar igual favor (pág. 77). También deben incluirse una multitud de ciudadanos esparcidos en toda la península, en las ciudades y aldeas independientes (fora et conciliabula), que no estaban unidas a ningún centro especial. Para remediar las dificultades inherentes a semejante organización, tanto en el orden judicial[11] como en el administrativo, se habían instituido jueces locales que hacían las veces de los de Roma (volumen I, libro segundo, pág. 445). Incluso en ciertas ciudades, particularmente en las marítimas, en las nuevas colonias del Piceno y en el país al otro lado del Apenino, se habían fijado los primeros jalones para el futuro establecimiento del régimen municipal, con sus capitales determinadas en el seno de la gran unidad del Imperio. Como quiera que fuese, la asamblea del pueblo en el Forum romano es la única que conoce legalmente en todas las cuestiones; aunque sí salta a la vista que en su constitución misma y en su mecanismo ya no es lo que era en los tiempos antiguos. Antes todos los ciudadanos ejercían su función en persona, salían por la mañana de su casa de campo y volvían a ella por la tarde después de haber votado. Aún hay más: sea por ignorancia, descuido o dañada intención, aspecto que no puedo determinar, el hecho es que, después del año 513 (241 a.C.), en vez de reunir a las ciudades recientemente admitidas al derecho romano en nuevas circunscripciones cívicas (tribus), como en otros tiempos, se las distribuyó entre las antiguas, y a ellas se les unieron después las ciudades esparcidas en toda la superficie del Imperio. Compuestas de ocho mil ciudadanos por término medio, de los cuales unos estaban en la ciudad y otros en el campo, sin lazo y sin unidad territorial, las tribus no se prestaban a una acción metódica, ni a previas y eficaces reuniones de electores. Esto constituyó un vacío grave desde el momento en que no hay debate oral en la asamblea general del pueblo. La competencia de esta se extendía a todos los asuntos de interés público; pero, en las grandes y difíciles cuestiones en que el poder dominador del mundo debió decir su última palabra, ¿qué cosa más insensata y ridícula que ver el voto en manos de esa honrada muchedumbre de campesinos italianos, reunidos en el Forum precipitadamente y al azar? Estos campesinos, que debían fallar en última instancia sobre los nombramientos de generales en jefe y sobre todos los asuntos políticos, no comprendían ni las razones por las cuales iban a decidir, ni las consecuencias de su decisión. Así pues, siempre que el asunto sometido a su deliberación traspasaba el horizonte de la ciudad propiamente dicha, la asamblea del pueblo se mostró falta de virilidad e inteligencia, por no decir necia y pueril. Por lo común, el pueblo que estaba de pie decía que sí a todas las mociones. Pero si alguna vez respondía negativamente arrastrado por un movimiento instintivo, tal como sucedió cuando votó contra la declaración de guerra a Macedonia (año 554), no era más que el triste instrumento de una política estrecha y hostil a la gran política, y muy pronto terminaba su oposición de una manera miserable.

EL POPULACHO DE ROMA. SU ORIGEN

Al lado de los simples ciudadanos libres estaba la turba de los clientes. Iguales a los primeros ante la ley, habían sido ya algunas veces los más fuertes. El origen de la clientela se pierde en la oscuridad de los primeros tiempos de Roma.[12] El romano notable había ejercido siempre una especie de poder sobre sus emancipados y sobre sus protegidos. De hecho, en todas las circunstancias graves venían a pedirle consejo. Un cliente no casaba a sus hijos sin el consentimiento de su patrono, y muchas veces hasta era él mismo quien arreglaba el matrimonio. Pero así como en el seno de la aristocracia había un grupo de nobles que formaba bando aparte, y que había concentrado en sus manos el poder y la riqueza, así también entre la turba de los clientes los había favoritos y mendicantes. Este nuevo ejército que servía a los ricos minaba la ciudad interior y exteriormente. No contenta con tolerar las clientelas, la aristocracia las explotaba secundaria y políticamente. De este modo es como las antiguas colectas, practicadas hasta entonces para las necesidades del culto y de los funerales de los hombres ilustres por sus servicios, se apartaron de su objeto primitivo. En ocasiones extraordinarias se ve a ciertos nobles hacer de esto un pretexto para imponer contribuciones al pueblo; y, en efecto, así es como las aplicó Lucio Escipión a los juegos públicos que quiso dar. Por otro lado, la ley tuvo que poner límite en el año 550 a las donaciones excesivas, pues con la excusa de la donación, los senadores arrancaban a sus clientes un tributo regular. Pero hubo una cosa aún más grave: los nobles ya no venían a los comicios sino con el numeroso séquito de sus afiliados, y por tanto dominaron allí los grandes. Las elecciones ordinarias muestran la poderosa concurrencia que la turba de los clientes hacía sobre las clases medias independientes. De aquí la prueba del rápido y enorme aumento del populacho, sobre todo en Roma: todo confirma la realidad del hecho. Ante el creciente número de emancipados, en el siglo anterior había sido necesario reglamentar su derecho de voto en la asamblea mediante severas disposiciones. Estas restricciones legales se mantuvieron en el siglo VI; pero, durante la segunda guerra púnica, un memorable senadoconsulto había autorizado dos cosas nuevas. Las mujeres emancipadas, cuando eran de buenas costumbres, podían tomar parte en las colectas, y los hijos legítimos de padres que eran simples emancipados tenían permiso para llevar sin delito las insignias concedidas hasta entonces solamente a los hijos de los ingenuos (pág. 542, nota 2 del cap. XI). En cuanto a los griegos y a los orientales que afluían a Roma, su condición era poco superior a la de los libertos: servilismo nacional en unos, servilismo de derecho en los otros.

LA CORRUPCIÓN DE LAS MASAS ERIGIDA EN SISTEMA
DISTRIBUCIONES DE TRIGO. FIESTAS POPULARES

Como si no fuesen suficientes estas causas naturales para sacar de quicio al populacho de la metrópoli, la nobleza y el partido demagógico cometieron a porfía la falta de suministrarle gratuitamente los medios de subsistencia. De esta forma no se omitió nada que pudiese ayudar a destruir en el pueblo el antiguo vigor del sentido político. El cuerpo electoral había conservado en su conjunto su honradez y los candidatos aún no se atrevían a recurrir a los manejos de la corrupción directa; sin embargo, ya se captaban el favor por los medios más culpables. En todo tiempo, por ejemplo, a los ediles les había correspondido cuidar que el precio de los cereales fuese módico, y también les correspondía la vigilancia de los juegos. De hecho es con este motivo que comienza a realizarse la terrible sentencia proclamada más tarde por un emperador: «Este pueblo solo necesita pan y espectáculos (panem et circenses)». Gracias a las inmensas remesas gratuitas de trigo enviado por los pretores provinciales para el aprovisionamiento del mercado de Roma, o por las mismas provincias, que rivalizaban por captarse el favor de algunos magistrados de la metrópoli, los ediles pudieron, desde mediados de este siglo, dar al pueblo el grano que necesitaba a un precio ínfimo. «¿Cómo queréis —exclamará Catón— que las masas atiendan razones?» El vientre no tiene oídos. Las fiestas populares se repiten y aumentan en una proporción amenazadora. Durante cinco siglos el pueblo romano se había contentado con una sola fiesta anual y con un solo circo. Cayo Flaminio, el primer demagogo de profesión que se vio en Roma, instituyó nuevos juegos y edificó un nuevo circo (534).[13] De esta forma (el nombre de juegos plebeyos revela suficientemente sus tendencias) alcanzó el generalato y el derecho de ir a que lo derrotasen en las orillas del lago Trasimeno. Una vez abierto este camino, todos se precipitaron por él. Las fiestas de Ceres, diosa protectora del pueblo, o Cerealia (volumen I, libro segundo, pág. 569, nota 4), que se celebraban en abril, si es que son de fecha anterior a los juegos plebeyos, lo son en muy pocos años. Desde el año 542 (212 a.C.) y después de la introducción de las predicciones sibilinas y de Marcio,[14] se instituyó una cuarta fiesta en honor de Apolo (ludi Apollinares), y en el 550 se inauguró una quinta en honor de la Gran Madre frigia (Magna Mater idæa), traída recientemente a Roma (ver más adelante cap. XIII). A la sazón estaban en lo más rudo de la guerra contra Aníbal, y así fue que, en medio de los juegos apolinares que se celebraban por primera vez, el pueblo reunido alrededor del circo fue de repente llamado a las armas. Por lo demás, la fiebre de las supersticiones italianas agitaba los espíritus, y no faltaban ambiciosos dispuestos a sacar partido y hacer que circulasen los oráculos de la Sibila y de los falsos profetas. Cuesta trabajo censurar al mismo gobierno cuando vemos que exigía a los ciudadanos esfuerzos y sacrificios inmensos, y no luchaba contra la locura del momento. Sin embargo, una vez que las concesiones habían sido hechas no era posible retirarlas. Incluso mucho después, en el año 581, cuando ya eran situaciones más tranquilas, se estableció una festividad menor, la de los juegos dedicados a Flora (Floralia o ludi florenses). Los magistrados encargados de todas estas festividades eran los que debían hacer los gastos de su propio peculio. Los ediles curules costeaban los grandes juegos antiguos, los de la Madre de los Dioses (Megalensia o Megalenses ludi) y los juegos florales. A los ediles plebeyos correspondían los de los juegos plebeyos y los de Ceres, mientras que los juegos de Apolo eran de la incumbencia del pretor urbano. El hecho de que todas estas nuevas instituciones para la diversión del pueblo no pesasen sobre el Tesoro lo hallo muy excusable, y, sin embargo, hubiera sido menos peligroso destinarlos a cargo de una porción de gastos perdidos, que hacer de los juegos costeados por los funcionarios el escabel indispensable para los cargos supremos. Los candidatos al consulado no tardaron en rivalizar en el esplendor de las fiestas. Los gastos se elevaron a una suma increíble, y el aspirante a cónsul era bien acogido por el pueblo cuando en sus juegos ordinarios y legales ofrecía además un regalo voluntario, un combate de gladiadores pagado de su bolsillo particular (munus). El elector medía la capacidad del candidato por el esplendor de las fiestas. Esto resultó muy caro a los nobles: el combate de gladiadores que se daba en estas funciones no costaba menos de setecientos veinte mil sestercios. No importa, los pagaron de buen grado, y cerraron de este modo la carrera política a todo aquel que no tenía dinero.

LIBERALIDADES CON EL BOTÍN DE LA GUERRA

Después de haber sido ensayada en el Forum, la corrupción penetró en los campos. El ciudadano de los antiguos tiempos se creía bien recompensado cuando había recibido una indemnización insignificante por sus fatigas en la guerra, o, como mucho, cuando se le daba un insignificante regalo como recuerdo de la victoria. Pero, a contar desde Escipión, los nuevos generales prodigan a manos llenas a sus soldados con el oro de Roma y con el botín hecho en la campaña; de hecho la ruptura entre el Africano y Catón en la última expedición de los romanos al África no reconoció otro motivo que este. Los veteranos de la segunda guerra de Macedonia y de la guerra de Asia volvieron casi todos con una regular fortuna; y los mejores, aun entre los ciudadanos, ensalzaban al general que no había guardado para sí y sus favoritos los presentes de las provincias y lo ganado en el campo de batalla, sino que mandaba desde su campamento grandes sumas. De esta forma, la multitud de licenciados volvía a sus hogares con el bolsillo bien repleto. Se había olvidado que todo el botín mueble era propiedad del Estado. Lucio Paulo quiso un día restablecer la antigua costumbre, pero faltó poco para que sus propios soldados, sobre todo los voluntarios a quienes había atraído a su ejército la esperanza de un rico botín, consiguiesen que el pueblo negase al vencedor de Pidna los honores del triunfo, que no mucho tiempo atrás habían concedido sin razón al oscuro vencedor de tres aldeas de Liguria.

DECADENCIA DEL ESPÍRITU MILITAR

La guerra se fue degenerando de este modo en una empresa de botín, y así la disciplina y el espíritu militar también se relajaron, hecho que se ve claramente siguiendo los detalles de la expedición contra Perseo. La cobardía se apoderó de los corazones, tal y como se manifestó lastimosamente durante la insignifcante guerra de Istria en el año 576. En ella, en el estruendo de un combate, estruendo abultado por el miedo, emprendieron la huida tanto el ejército de tierra y la escuadra de los romanos, como los italianos del país. En una de sus más rudas alocuciones, Catón echó en cara a sus soldados su pusilanimidad. La juventud fue la primera que se precipitó por esta funesta pendiente. Durante la guerra de Aníbal, al formar los censores las listas de los caballeros, tuvieron que ensañarse contra la incuria y flojedad de los sujetos al servicio militar. Al fin del período que vamos historiando (574), y con el único fin de obligar a los hijos de las familias nobles a marchar con el ejército, una ley exigió, como condición indispensable para tener acceso a las funciones civiles, el haber permanecido diez años bajo las banderas.

AMBICIÓN DE TÍTULOS

En adelante, pequeños y grandes, todos correrán detrás de condecoraciones y títulos; síntoma grave y seguro de que el antiguo orgullo y el antiguo honor cívicos estaban decayendo. Esta ambición se diferenciaba en su forma y en su objeto, pero en el fondo el móvil era el mismo en todos los órdenes y en todas las clases. Todo general aspira a los honores del triunfo, y ya no es posible observar la regla antigua que los concede solo al magistrado supremo de la ciudad cuando vuelve victorioso del campo de batalla y ha extendido el territorio de la República. Sin embargo, confieso que era una regla injusta, pues muchas veces se han negado al verdadero autor de los más brillantes triunfos. ¿Se ha acercado en vano un general al Senado o al pueblo? ¿Cree no tener asegurado un voto favorable? Pues se marcha y se le permite celebrar su triunfo fuera de Roma, sobre el monte Albano (esto sucedió por primera vez en el año 528). En adelante no hay combate ni escaramuza, por insignificante que sea, que no dé pretexto a estas celebraciones. En el año 573 se quiso poner coto a estos triunfadores de tan poca monta, y se decidió que en lo sucesivo para obtener dichos honores se necesitaría haber dado una batalla donde hubieran muerto por lo menos cinco mil enemigos. Sin duda fue una precaución pueril de la ley, fácilmente eludida acumulando cifras y noticias falsas en los boletines. Era común ver colgados en los muros de las casas de los notables los soñados trofeos cogidos al enemigo, por más que no hubiesen estado siquiera en el campo de batalla. Por lo demás, antiguamente el general en jefe de un año tenía a mucha honra servir al año siguiente bajo las órdenes de su sucesor; pero ahora no sucede esto. Catón, el consular, se puso en lucha abierta contra la nueva moda, y volvió a ser simple tribuno militar bajo Tiberio Sempronio (año 560) y Manio Glabrion (año 563). En el pasado los servicios hechos al Estado se consideraban suficientemente remunerados cuando al autor se le daban públicamente las gracias; sin embargo en la actualidad se necesita una recompensa perpetua. Ya se había visto a Cayo Duilio, el vencedor de Mila (494), salir en la noche por las calles de la ciudad haciéndose preceder por un hombre con una antorcha y un flautista. Además se ven por todas partes estatuas y monumentos levantados la mayoría de las veces a expensas de aquel a quien se erigían, y en tal cantidad, que comienzan a burlarse de ellos diciendo que la distinción consiste en no tenerla. En cuanto a los honores, como no bastaban los puramente personales, se llegó muy pronto a adornar con el nombre de la victoria no solo al que la había conseguido, sino también a sus descendientes, con lo cual se convirtió en un sobrenombre perpetuo (cognomen secundum, agnomen). El vencedor de Zama fue el primero que puso de moda estas calificaciones. Se denominó el Africano; su hermano tomó el título de Asiático, y su primo el de Español (Africanus, Asiaticus, Hispanicus).[15] Y entre los pequeños se propagó el ejemplo de los grandes. Si la casta gobernante había tomado a su cuidado el ordenar las clases de funerales, y había asignado un vestido de púrpura al cadáver del antiguo censor, ¿a quién hubiera podido extrañar la pretensión de los emancipados de querer que la toga de sus hijos luciese también la tan ambicionada franja de púrpura? La toga, el anillo y la bola no eran solo lo que distinguían al ciudadano y su mujer del extranjero; servían además de señal distintiva entre el ingenuo y el esclavo, entre el hijo del ingenuo y el del emancipado, entre el hijo del caballero o del senador y el ciudadano ordinario o del común, entre el primogénito de una familia curul y el simple senador (pág. 542, nota 2 del cap. XI). Todo esto ocurría, llamativamente, en aquella misma ciudad en que nada bueno ni grande se había hecho sino por la igualdad civil.

Este dualismo interior se reprodujo también en el campo de la oposición. Apoyados en el campesino, los patriotas dieron el grito de reforma; y, apoyados en la plebe de la ciudad, los demagogos trabajaron para una reforma aún más radical. Por más que no marchen por caminos absolutamente separados, y que muchas veces se den la mano, se los juzgará mejor estudiando a unos después de los otros.

PARTIDO DE LA REFORMA. CATÓN

Marco Porcio Catón es la verdadera encarnación del partido reformista. Por ser el último de los políticos de la antigua escuela que se oponía a que Roma extendiese sus conquistas fuera de los límites naturales de Italia, y rechazar la idea de un imperio universal, Catón (520-605) aparece ante la posteridad como el tipo del verdadero romano de la antigua roca. Juicio poco exacto, pues representa también la oposición de las clases medias contra la nueva nobleza helenista y cosmopolita. Nacido en el campo, educado y obligado a seguir la carrera política por su vecino Lucio Valerio Flacco, uno de los pocos nobles que permanecieron hostiles a las tendencias del siglo, el rudo campesino de la Sabina le había parecido al leal patricio el hombre mejor constituido para luchar contra la corriente, y, en efecto, sus previsiones se habían realizado. Gracias a los cuidados de su protector, Catón supo poner su palabra y su brazo al servicio del Estado, y fue útil a sus conciudadanos y a la cosa pública; así se elevó hasta los honores del consulado y del triunfo, y, por último, hasta la censura. Entrando en la legión a los dieciséis años, había hecho todas las campañas contra Aníbal, desde la batalla del lago Trasimeno hasta la de Zama, a las órdenes de Fabio y de Marcelo, de Nerón y de Escipión. Había peleado en Tarento, en Sena, en África, en Cerdeña, en España y en Macedonia; y allí, como soldado, oficial o general, siempre y en todas partes, había cumplido valerosamente con su deber. Tal como era en el campo de batalla, tal se lo hallaba en la plaza pública. Su palabra atrevida y dispuesta siempre al ataque, lo rudo de su sarcasmo, su conocimiento del derecho y de las instituciones romanas, su extraordinaria actividad y su constitución de hierro, todas estas cualidades, en otras palabras, lo habían hecho notable desde un principio en las pequeñas aldeas de su país natal, pero bien pronto se reprodujeron en el más vasto teatro del Forum y del Senado. Allí se lo considera como el abogado más influyente y el primer orador de su siglo. Tomó la voz y el tono de Manio Curio, y su ideal de los políticos del tiempo pasado (volumen I, libro segundo, págs. 324-325). Consagró la obra de su larga vida a la leal resistencia que, según sus propias nociones de las cosas, debía oponerse siempre y por todas partes a la rápida decadencia de las costumbres; y a los noventa y cinco años se lo verá todavía librando sus últimos combates contra las tendencias de los nuevos tiempos. No era de bella presencia, ni mucho menos; sus enemigos le echaban en cara sus ojos verdes y sus cabellos rojos. No fue un gran hombre, en el sentido ordinario de la palabra, y fundamentalmente no fue un hombre de Estado de elevadas miras. Por el contrario, sus ideas en moral y en política eran casi mezquinas: como no tenía a la vista ni en sus labios más que los buenos tiempos antiguos, condenaba los nuevos sin ningún examen. En extremo severo consigo mismo, con lo cual legitimaba su rudeza y su inflexible dureza con los demás, era honrado y recto; pero no llevaba sus miras ni su concepto del deber moral más allá de la regla positiva de la ley de policía, o de la puntualidad mercantil. Era enemigo de todo acto bajo o desleal, y también del brillo y la elegancia; pero sobre todo era enemigo de sus enemigos. Nunca supo remontarse a las fuentes del mal social, y gastó su vida combatiendo contra los síntomas y contra las personas.

Los hombres del poder desdeñaban y dejaban hacer, quizá con razón, a este «gritador» de espíritu estrecho; creían tener miras más elevadas y más trascendentales que él. Pero los desmoralizados elegantes temblaban en secreto en el Senado y fuera de él, ante el viejo Aristarco de atavío sencillo y republicano, ante el veterano completamente cubierto de cicatrices de heridas recibidas en las guerras contra Aníbal, ante el senador poderoso por su influencia y protector del campesino. No hubo ni siquiera uno entre sus colegas, los notables, a quien no pusiese sucesivamente a su vista sus tablillas y su censura pública; hombre de grandes recursos oratorios, se arrojaba con júbilo contra cualquiera que se había cruzado por su camino o lo había irritado. Al mismo tiempo y con la misma osadía, rechazaba toda injusticia popular, todo nuevo desorden, y mostraba a las masas cuál era su deber. Sus ataques irónicos y enérgicos le suscitaron muchos enemigos. Vivió constantemente en guerra abierta e irreconciliable con los jefes de la fracción noble, los Escipiones y los Flaminios, y fue acusado ante el pueblo cuarenta y cuatro veces. Esto mismo prueba cuán vivo estaba aún en las clases medias el valor varonil que soportó valerosamente el desastre de Canas; jamás el partido de los aldeanos abandonó en las votaciones al temerario campeón de la reforma de las costumbres. Cuando en el año 570 (184 a.C.) aspiraba a la censura conjuntamente con el noble Lucio Flacco, asociado a sus ideas, se les oyó manifestar que expurgarían escrupulosamente el cuerpo electoral y el cuerpo cívico. No por esto el pueblo dejó de elegir a estos dos hombres temibles y tímidos. Por más que la nobleza hizo cuanto pudo por descartarse de ellos, tuvo que sufrirlos. Se verificó entonces una limpieza completa: el hermano del Africano fue borrado de la lista de los caballeros, el hermano del libertador de Grecia desapareció de las listas senatoriales.

REFORMAS DE POLICÍA, DEL SISTEMA MILITAR
Y DE LAS CENTURIAS

Pero esta guerra contra las personas y estos repetidos esfuerzos para refrenar las nuevas tendencias con ayuda de la policía y del poder judicial no podían detener más que por un momento la corrupción de costumbres, incluso por meritoria que fuese la intención del reformador. Si era un gran espectáculo ver luchar a Catón contra el torrente, y por lo mismo desempeñar un alto papel en la política, no es menos notable el hecho de que no consiguiese derribar a los corifeos del partido contrario, así como estos tampoco pudieron desembarazarse de él. Los procesos presentados por él y sus amigos ante el pueblo en las más graves circunstancias políticas no dieron, por lo general, ningún resultado; pero tampoco lo dieron las acusaciones intentadas contra él por represalias. También fueron ineficaces las leyes de policía y las leyes suntuarias promulgadas en gran número, que eran leyes económicas que tenían por objeto la sencillez y el buen orden en el servicio de las casas. Nada de esto se practicó; pero volveremos a ocuparnos más adelante de este asunto (cap. XII y sigs.).

Citemos, sin embargo, algunas tentativas más prácticas, más útiles, y que atenuaban los efectos de la corrupción al menos indirectamente. Se colocan en primera línea las asignaciones de lotes de terreno en los dominios públicos, asignaciones verificadas en gran número en el intervalo que separa la primera y la segunda guerra púnica, y que se reprodujeron después de esta última hasta el fin del período actual. Así, para no citar sino las más considerables, Cayo Flaminio instaló en el año 552 a numerosos poseedores en el Picenum (pág. 91). Recordemos, además, las ocho nuevas colonias marítimas fundadas en el año 560 (pág. 202) y las colonias de ciudadanos romanos de Potentia, Pisaurum, Mutina, Parma y Luna. No hay duda de que es necesario atribuir a los reformistas el honor de estas grandes empresas. Catón y su partido señalaban la Italia devastada por las guerras de Aníbal, y veían la rápida y temible desaparición de la pequeña propiedad y de la población libre italiana. Por otra parte, mostraban las vastas posesiones abandonadas a los romanos ricos, a título de cuasipropiedad, en la Galia cisalpina, en el Samnium, en Apulia y en el Brutium. El gobierno de la República no había obrado como habría podido y debido hacerlo, con energía y oportunidad; sin embargo, no había permanecido absolutamente sordo a las sabias advertencias del patriota. En este mismo sentido fue como un día Catón, queriendo prevenir la desorganización de la caballería ciudadana, propuso al Senado la creación de cuatrocientos nuevos caballeros (pág. 43, nota 5). El Tesoro podía soportar esto sin trabajo. Pero Catón no había contado con el exclusivismo de la nobleza, ni con sus tendencias a arrojar de los cuadros de la milicia montada a todos los simples caballeros que no lo eran por su origen. Pero aún hay más: ya en el transcurso de las largas y difíciles guerras de este siglo, los gobernantes habían tenido que reclutar el ejército a la manera oriental; es decir, en el mercado de esclavos. Afortunadamente su ensayo no había dado gran resultado (págs. 147 y 178). Pero, por otro lado, también había sido necesario rebajar las condiciones hasta entonces exigidas para la admisión de los ciudadanos al servicio militar, a saber: el censo mínimo de once mil ases y la ingenuidad. Dejamos aparte el servicio de la escuadra al que eran llamados todos los emancipados y todos los ingenuos clasificados en el censo entre cuatro mil y mil quinientos ases; con todo, el mínimo de censo de un legionario se fijó en cuatro mil ases. En caso de urgente necesidad, los cuadros de infantería se completaban con los sujetos al servicio de la armada o con los ingenuos que poseían mil quinientos ases, y aun hasta con los que poseían trescientos setenta y cinco solamente. No se pretenda ver en estas modificaciones el efecto directo del trabajo de los partidos; pues se colocan o al fin del período que precede, o al principio del actual, y tampoco podrá desconocerse su gran analogía con las reformas militares de Servio. Sin embargo, no dejaron de comunicar un decisivo impulso al partido democrático. Como debían soportar pesadísimas cargas, los ciudadanos elevaron sus pretensiones y recibieron los derechos consiguientes a ellas, y que podían en cierto modo aligerarlas. Desde esta fecha los pobres y los emancipados comienzan a jugar también un papel por el mero hecho de servir a la República. De aquí una de las más importantes innovaciones políticas de aquellos tiempos, la refundición de los comicios por centurias. Según todas las apariencias, se verificó al año siguiente de concluida la guerra de Sicilia (513). Si bien como resultado de la nueva organización del sufragio los poseedores y domiciliados ya no eran los únicos que en estos comicios tenían voz deliberativa, tal como ocurría antes de la reforma de Apio Claudio (volumen I, libro segundo, pág. 328), los ricos habían conservado por lo menos la preponderancia. Antes los caballeros, o mejor dicho, los nobles patricio-plebeyos, eran los primeros que votaban, y después venían los mayores contribuyentes, aquellos que en el censo habían justificado poseer una fortuna que pasase de cien mil ases.[16] Cuando se unían, estas dos categorías de votantes tenían asegurado el triunfo. En cuanto a las otras cuatro clases de censatarios, no ejercían más que un derecho muy dudoso en sus resultados, e incluso la clase del último y más bajo censo (once mil ases) no tenía más que un voto completamente ilusorio. Salvo raras excepciones, los emancipados no votaban. En el sistema nuevo, por el contrario, aunque la caballería permanece en sus cuadros separados, ha perdido su derecho a ser la primera en votar. Este derecho había pasado a una de las secciones de la primera clase, según la designación de la suerte.

Por lo demás, en adelante el emancipado fue tratado en pie de igualdad con el ingenuo, y cada una de las cinco clases tuvo el mismo número de votos.[17] Por consiguiente, si el pueblo tiene un pensamiento unánime, solo después de que la tercera clase vota es cuando se ve la mayoría. La de las centurias fue la primera gran reforma introducida en la constitución por la nueva oposición antinobiliaria, y fue también la primera victoria de la democracia propiamente dicha. No podía darse mucha importancia a la prioridad de voto perteneciente desde tiempo atrás a la nobleza, sobre todo en la época en que iba aumentando diariamente su influencia en el seno del pueblo. El partido aristocrático era todavía lo bastante poderoso para mantener sus candidaturas en posesión de los segundos puestos de los cónsules y de los censores, legalmente accesibles a los plebeyos tanto como a los patricios. Esto ocurrió hasta el fin del período actual para el consulado (hasta el año 582), y durante una generación más para la censura (hasta el año 623). Aun en los días de mayor peligro que atravesó la República, durante la crisis que siguió a la desastrosa derrota de Canas, los artistócratas pudieron hacer que fracasase la elección de Marcelo únicamente porque era de origen plebeyo (por lo demás, el proceso había sido muy regular), aun cuando él era, por confesión de todos, el mejor general de la República y había sido llamado al consulado vacante después de la muerte del patricio Lucio Emilio Paulo. Otra cosa no menos característica en la nueva reforma fue que solo a la nobleza se le quitó la prioridad del voto. El privilegio que acababan de perder las centurias, en vez de ir a una sección de votantes designada por la suerte en todo el pueblo, fue exclusivamente transferido a la primera clase. Teóricamente, en cuanto atribuye el mismo valor a los votos del rico y del pobre, del ingenuo y del emancipado, y en cuanto los altos censatarios ya no tienen la mitad del número total de votos, sino solo la quinta parte, la nueva organización tocó en lo más vivo. Pero digamos también para hablar con toda exactitud que, de todas estas innovaciones, una de las más importantes en la práctica, si es que no era la primera, la que establecía la igualdad entre ingenuos y emancipados, fue suprimida al poco tiempo (en el año 534) por uno de los principales personajes del mismo partido reformista, el censor Cayo Flaminio, quien cerró las centurias a los emancipados. Cincuenta años más tarde veremos que se volvió a tomar y a ejercer con mayor rigor la medida de exclusión por parte de otro censor, Tiberio Sempronio Graco, padre de los dos agitadores y precursores de la revolución romana. De todas partes afluían a Roma los emancipados, y era necesario rechazarlos a toda costa. Sin embargo, no por eso la reforma de las centurias dejó de entrañar resultados considerables y definitivos. Sin contar a los caballeros, a los que privó de la prioridad del voto, suprimió entre los ciudadanos que no iban a perderse en la clase más baja del censo las antiguas distinciones anexas únicamente a la fortuna que cada cual poseía. Un hecho a destacar es que estableció el principio de igualdad del voto entre todos los ciudadanos llamados a las urnas. Así sucedía hacía mucho tiempo en los comicios por tribus: en estos, todos los ciudadanos ingenuos y domiciliados tenían un derecho igual, mientras que no se contaba en las deliberaciones con los no domiciliados y los emancipados reunidos de intento en cuatro de las treinta y cinco tribus. La reforma de los comicios centuriados se verificó, por consiguiente, con arreglo al sistema que prevalecía en las tribus. La razón es muy obvia. Casi todo se ventilaba ya en estas: elecciones, proyectos de ley, acusaciones criminales, todos los negocios, en suma, que exigían la cooperación del pueblo, pues el aparato complicado y difícil de las centurias no se ponía en juego sino en los casos reservados constitucionalmente para la elección de los censores, cónsules y pretores, o para la votación de la guerra ofensiva. Se ve, pues, que la reforma de las centurias no introdujo un principio nuevo en las instituciones de Roma; se contentó con extender y poner en práctica general una regla ya usual en aquella asamblea del pueblo que se reunía todos los días y para las más importantes deliberaciones. Democrática en realidad, no era en manera alguna por sus tendencias hija de la demagogia. Esto lo prueba el hecho de que, tanto antes como después, en las centurias y en las tribus se ve en último lugar al proletariado y al grupo de los emancipados, estas dos columnas del partido revolucionario. Tampoco debe atribuirse una importancia exagerada a los cambios introducidos por los innovadores en la forma de la votación de las asambleas primarias romanas. Si bien la ley electoral confirmaba la igualdad civil, esto no impedía en absoluto el nacimiento y los progresos de un nuevo orden políticamente privilegiado; incluso es probable que no le opusiera ningún obstáculo. Por grandes que sean los vacíos que deja la tradición histórica, no hemos de creer que debe atribuirse solo a su silencio la falta de influencia, confirmada por los acontecimientos políticos y el curso de las cosas, del jefe de la célebre reforma de los comicios centuriados. Cabe señalar que, en el momento en que daba a todos los ciudadanos activos los mismos derechos en la elección, estaba en íntima relación con ese otro movimiento que entrañaba, como hemos visto en otro lugar, la supresión de las comunidades de ciudadanos sin voto, llamados sucesivamente a la plena ciudadanía. El genio nivelador del partido del progreso abolía las diferencias y los antagonismos entre los ciudadanos; sin embargo, en este mismo tiempo se hacía más ancha y profunda la fosa entre estos y los no ciudadanos.

RESULTADOS DE LOS ESFUERZOS REFORMISTAS

En suma, para el que quiera darse cuenta de las aspiraciones y conquistas del partido reformista, parece claro que se había propuesto un fin seguramente patriótico y que sus esfuerzos enérgicos produjeron algún resultado. Quiso parar el golpe de la decadencia de las instituciones y de las costumbres, impedir ante todo la desaparición del elemento agrícola, el relajamiento de la antigua y frugal austeridad, y poner un freno a la excesiva influencia política de la nueva nobleza. Desgraciadamente no entrevió un fin aún más elevado. El descontento popular y la honrada cólera de los buenos hallaron con frecuencia su expresión y su órgano poderoso en el partido de la oposición; pero nadie supo jamás remontarse a la verdadera fuente del mal, o inventar un plan de mejoramiento completo y verdaderamente grande. No hay, en realidad, pensamiento político. En medio de tentativas que no dejaban de ser honrosas, los reformadores se mantenían constantemente a la defensiva, y su actitud no indicaba ni con mucho la victoria. ¿Bastaba por sí solo el genio del hombre para curar el mal? No me atrevo a sostenerlo. Lo que hay de cierto en esto es que los reformadores del siglo VI de Roma fueron, en mi sentir, buenos ciudadanos antes que verdaderos hombres de Estado; y, en la gran batalla en la que la antigua institución cívica necesitaba frenar el choque del nuevo cosmopolitismo, no supieron combatir sino como filisteos mal armados y peor dirigidos.[18]

LA DEMAGOGIA. SUPRESIÓN DE LA DICTADURA

Pero, así como al lado del cuerpo de los ciudadanos se levantaba y crecía la plebe, así también al lado del partido de la oposición útil y honrada surgían los demagogos, aduladores de la plebe. Ya nos habla Catón de «esos hombres dominados por el vicio de la charlatanería como otros lo están por el de embriagarse y dormir; de esos hombres que cuando no encuentran un público benévolo que los oiga gratuitamente, lo compran; que se los oye sin atender a lo que dicen, lo mismo que al pregonero, y en los que no se debe confiar cuando se necesita ayuda». Con su ruda fantasía nos pinta el viejo censor a «esos pequeños señores, formados a imitación de los charlatanes del ágora de los griegos, luciendo, venga o no al caso, su verbosidad y sus bufonadas, cantando, bailando y dispuestos siempre para todo, sin servir para nada más que para comparsas de una mascarada y para disparatar en público; y hablan o callan, al antojo del que les arroja un mendrugo de pan». Y, en efecto, semejantes demagogos eran los peores enemigos de la reforma. Cuando esta buscaba ante todo, y sobre todo, el mejoramiento moral del pueblo, la demagogia solo aspiraba a limitar el poder y a dar al pueblo una competencia y atribuciones universales. De este modo es como abolió prácticamente la dictadura, casi por una especie de ensayo. Esta sí era una innovación enorme. La crisis del año 537 (pág. 135), la lucha entre Quinto Fabio y sus contrarios, y los agitadores del partido popular fueron golpes de muerte asestados a una institución que nunca había sido bien vista. Todavía al día siguiente de la derrota de Canas, el gobierno nombró a un dictador con mando militar activo; pero en tiempos más tranquilos no osó nunca recurrir a tan extrema medida. También instituyó una o dos veces un dictador para el arreglo de los negocios interiores de la ciudad, aunque en estos casos se consultaba previamente al pueblo acerca de la persona sobre la cual recaería la elección. Después de esta fecha, esta función cayó en desuso, por más que no estuviese formalmente abolida. Así se perdió el excelente correctivo del dualismo en los altos cargos, que, como sabemos, era un dualismo sabiamente combinado en todo el organismo de la constitución romana. El gobierno, que hasta entonces había tenido en sus manos la facultad de inaugurar la dictadura, o mejor dicho, de suspender a los cónsules, y que había además nombrado por sí solo y regularmente al dictador, se vio privado quizá de uno de sus más considerables instrumentos. Era muy necesario que el Senado reparase tal pérdida, y, por consiguiente, se arrogó en circunstancias extraordinarias, como en caso de guerra o de insurrección repentina, el derecho de conferir por cierto tiempo a los dos cónsules una especie de atribución dictatorial. De esta manera se los facultaba para tomar todas las medidas necesarias que persiguieran la salvación de la República[19] y declarar la ciudad en estado de sitio, como diríamos hoy.

ELECCIONES PARA EL SACERDOCIO

Al mismo tiempo, la intervención formal del pueblo en el nombramiento de los funcionarios, en las cuestiones de gobierno, de administración y de hacienda adquiría grandes y peligrosas proporciones. En otro tiempo los colegios de los sacerdotes, sobre todo los de los peritos sagrados, que desempeñaban en la política un papel importante, proveían por sí mismos las vacantes ocurridas en su seno siguiendo la antigua costumbre, y hasta nombraban su jefe cuando debían tenerlo. En efecto, la cooptación (cooptatio) era la única forma de elección que respondía al espíritu del sacerdocio, a esas instituciones destinadas a perpetuar de generación en generación el conocimiento tradicional de las cosas santas. Aunque sin pretender que el hecho produjera grandes consecuencias en la esfera de la política, no puede no verse en lo que sucedió entonces por lo menos un síntoma de la rápida desorganización de las instituciones republicanas. Hacia el año 542, y aun antes, fue quitada a la corporación y transferida al pueblo la designación del jefe de los curiones y de los pontífices. Para conciliar esta intromisión con los escrúpulos piadosos y timoratos del formalismo romano, y para no comprometer nada en este aspecto, no es ya el pueblo sino un corto número de tribus las que proceden a la elección.

INTERVENCIÓN DEL PUEBLO EN CUESTIONES
DE GUERRA Y DE ADMINISTRACIÓN

Mucho más grave era el hecho de que el pueblo fuese tomando todos los días una parte más activa y ejerciendo mayor influencia en las deliberaciones relativas a las cosas o las personas, en la administración de la guerra o de los negocios exteriores. Se lo ve quitar al general en jefe la facultad de nombrar los oficiales que componen su estado mayor (pág. 338), elevar al generalato durante las guerras de Aníbal a los jefes de la oposición, y votar en el año 537 la ley insensata e inconstitucional que dividía el mando supremo entre un generalísimo impopular y su subalterno, favorito de las masas, quienes continúan en el campo la oposición que tenían en la plaza pública (pág. 335-336). Recordemos también las necias vocinglerías de los tribunos, atreviéndose a denunciar ante el pueblo lo que ellos llaman las faltas y deslealtades militares de un capitán tal como Marcelo. Primero lo obligan a abandonar el ejército, a venir a la ciudad a justificar públicamente sus talentos y la buena dirección de la guerra; y luego están los escandalosos esfuerzos intentados en la asamblea de los ciudadanos para que se negase al vencedor de Pidna, por un voto expreso, el triunfo que legítimamente le correspondía. Por lo demás, también están las atribuciones consulares excepcionales conferidas en el año 544 a un simple particular, Publio Escipión, si bien es verdad que fue con el consentimiento y a instigación del Senado; y, en contraposición, las peligrosas amenazas de Escipión al declarar que haría que el pueblo le diese el mando de la expedición a África, si el Senado se resistía (pág. 191). Recordemos por último dos cuestiones más: la tentativa de ese loco ambicioso que un día, a pesar del gobierno mismo, quiso arrastrar al pueblo a la declaración de guerra contra los rodios, guerra en extremo injusta bajo todo punto de vista; y el hecho de traer a la práctica la nueva máxima de derecho público que atribuye al pueblo, y solo a él, la ratificación de los tratados con el extranjero.

SU INTERVENCIÓN EN LOS ASUNTOS FINANCIEROS

Si ya era un peligro la intromisión del pueblo en el gobierno y en el mando militar, más lo fue su injerencia en los asuntos financieros. No solo porque todos estos ataques contra la más antigua y considerable prerrogativa del Senado, contra su derecho exclusivo a administrar la fortuna pública, quebrantaba su poder hasta en los cimientos, sino también porque transferir a las asambleas primarias una de las atribuciones más importantes de esta administración, a saber, la distribución del dominio, era sin duda abrir la fosa de la República. Además de que es una locura abrir las arcas del Estado a las asambleas populares para agotarlas arbitrariamente a fuerza de decretos, semejante licencia es también el principio del fin. Al practicarla, el pueblo mejor dotado se desmoraliza; y el primero que presenta estas mociones en tales asambleas adquiere un crédito incompatible con la verdadera libertad. La división del dominio público era seguramente un remedio saludable, y el Senado incurría en una doble censura despreciando con medidas tomadas espontáneamente la posibilidad de quitar todo pretexto a la más temible de las agitaciones. Sin embargo, cuando en el año 522. Flaminio presentó su moción para la distribución de los dominios públicos que había en el Picenum, hizo más daño a la República entrando en este nuevo camino, que beneficio consiguiendo su objeto. Ya Espurio Casio había pedido esto mismo doscientos cincuenta años antes (volumen I, libro segundo, pág. 465), pero, por análogas que fuesen las dos mociones en su tenor literal, se diferenciaban mucho en el fondo. Casio sometía una cuestión de interés público a la ciudad activa, que vivía y se gobernaba por sí misma. Flaminio, en cambio, sometía una cuestión capital a la decisión de una asamblea primaria.

NULIDAD POLÍTICA DE LOS COMICIOS

Tanto el partido reformista como el gubernamental entendían acertadamente que los asuntos de la guerra, la administración y las finanzas correspondían legítimamente al Senado. Así pues, lejos de aumentar las atribuciones de la asamblea popular, se guardaban de poner su poder regularizador en completo movimiento, en esta época que ya dejaba ver que entrañaba en sí misma un germen disolvente. Es ciertamente sensible que el pueblo soberano de Roma desempeñase un poder tan limitado en muchos aspectos, como nunca ocurrió en la más limitada de las monarquías; pero la nulidad de la asamblea era en extremo necesaria en el estado actual del mecanismo de los comicios, aun a los ojos de los partidarios de la reforma. En este sentido, jamás se vio a Catón ni a sus secuaces políticos presentar al pueblo una moción que procediese del poder gobernante. Nunca intentaron, ni directa, ni indirectamente, arrancar al Senado con el auxilio del voto popular las medidas políticas o económicas que más les interesaban, la declaración de guerra contra Cartago o la distribución de tierras. Era una desgracia que el Senado gobernase mal; pero el pueblo no podía ni siquiera gobernar. No es que debiesen temer el predominio de una mayoría hostil en la asamblea; por el contrario, la palabra de un hombre ilustre, la voz del honor y la fuerza de la necesidad hallaban eco todavía en los comicios, e impedían mayores perjuicios y escándalos. Después de haber oído a Marcelo, el pueblo abandonó a su acusador y eligió al acusado como cónsul para el año siguiente. Más tarde acogió benévolamente las razones que se dieron para mostrar la necesidad de la guerra contra Filipo. Y, más tarde aún, dio fin a la guerra contra Perseo al elegir a Paulo Emilio, y luego le otorgó el triunfo merecido. Pero para tales elecciones y decisiones era necesario el impulso de circunstancias excepcionales; en casos ordinarios las masas obedecían pasivamente las instigaciones del primer alborotador que llegaba, y por regla general triunfaban la ignorancia o el azar.

DESORGANIZACIÓN DEL PODER

Tanto en la máquina del Estado como en todas las demás, todo órgano que cesa de funcionar se convierte en un estorbo; en este sentido, la nulidad de la asamblea soberana traía consigo grandes peligros. Conforme a la constitución, la minoría podía apelar todos los días al voto de la mayoría del pueblo reunido en comicios. Todo el que poseía el don de la palabra, o todo el que tenía dinero para repartir, hallaba fácil el acceso y abierta la puerta de la popularidad, y así podían crearse una buena situación o arrancar un voto que el poder y los magistrados tenían que obedecer forzosamente. De aquí surgieron esos generales ciudadanos acostumbrados a trazar sus planes de batalla en la mesa de una taberna y desde las alturas de su ciencia militar infusa, que compadecían a los que se tomaban el trabajo de aprenderla en los campos de batalla; de aquí, esos jefes superiores que debían su puesto a sus cábalas con los ciudadanos de Roma, y a los que, en el momento en que las cosas se agravaban, era necesario despachar en masa. De aquí, finalmente, las batallas del lago Trasimeno y de Canas, y la vergonzosa guerra contra Perseo. A cada instante el gobierno se veía contrariado en sus miras y en su marcha, y obligado a obrar mal por inesperadas votaciones populares, casi siempre en el momento en que estaba de su parte toda la razón. No obstante, la debilidad del poder y de la República no era más que un pequeño peligro de todos los que habría de producir la demagogia. Tras la égida de los derechos constitucionales del pueblo, se levantaba directamente el poder faccioso de las ambiciones individuales. Consideraban como expresión regular de la voluntad del pueblo soberano lo que la mayoría de las veces no era más que la veleidad interesada de cualquier revoltoso. ¿Qué suerte podía esperar esta ciudad donde la guerra y la paz, el nombramiento y la deposición del general y de sus oficiales, el Tesoro, y, en pocas palabras, la salvación pública estaban a merced del capricho de las masas y del primer jefe que las dirigía? ¡Aún no había estallado la tormenta, pero ya se aglomeraban y condensaban las nubes y retumbaban en el espacio los primeros truenos! En su fin y en sus medios, y también en sus manifestaciones exteriores, venían a confundirse las tendencias más opuestas en apariencia. La política de las grandes familias y la de la demagogia se hacían una guerra peligrosa por las clientelas plebeyas, o por la adulación de unas y otras a la plebe. A los ojos de los hombres de Estado de la siguiente generación, Cayo Flaminio pasó por ser quien había abierto el camino a las tentativas reformistas de los Gracos, y en nuestro juicio a la revolución democrática y monárquica de los tiempos posteriores. ¿Olvidaban acaso que el mismo Publio Escipión, ese modelo de la nobleza que daba, por decirlo así, el tono a la afectada gravedad de los grandes, había sido el primero en lanzarse en busca de títulos y clientelas, y que se había apoyado en las masas contra el Senado mismo, en provecho de su política individual y casi dinástica? No contento con seducir a la plebe con el brillo de sus talentos y de su persona, la había corrompido con sus generosidades y con sus distribuciones de granos. ¿No se había apoyado también en las legiones, cuyo favor compraba por todos los medios lícitos o ilícitos? ¿No se había apoyado ante todo en su clientela, alta o baja? Perdido en las nubes de sus ilusiones, a la vez encanto y debilidad de su naturaleza, no se había manifestado sino de un modo incompleto; había creído no ser nada, o no querer ser más que el primer ciudadano de Roma.

¿Era acaso posible una completa reforma? Temerario sería quien osara negarlo o sostenerlo. Lo que hay de cierto es que había una urgente necesidad de realizar una profunda mejora del Estado en su cabeza y en sus miembros; pero nadie la emprendió seriamente. Vemos, sí, por una parte al Senado y por otra a la oposición democrática ensayar algunos remedios parciales. De uno y otro lado, las mayorías tenían las mejores intenciones, y, dirigiéndose muchas veces al abismo que separaba a los partidos, trabajaban en conjunto para reparar las brechas más perjudiciales. Pero ¿para qué podía servir el hecho de que algunos hombres, entre los buenos, escuchasen con inquietud los sordos rugidos de la avenida y se dirigiesen a los diques, si no llegaban hasta la fuente misma de donde el mal procedía? No se inventaban más que paliativos; y por otro lado sus más útiles reformas, como el perfeccionamiento de la justicia y la distribución de los dominios públicos, concebidas inoportuna o insuficientemente, no hicieron más que preparar nuevos peligros para el porvenir. Se descuidaron al no preparar el campo en la estación propicia y, a pesar suyo, las semillas esparcidas se convirtieron en cizaña. Las generaciones siguientes, llamadas a sufrir la tormenta revolucionaria, creyeron ver la edad de oro de Roma en el siglo que siguió a las guerras contra Aníbal, y el mismo Catón apareció como el modelo del hombre de Estado romano. Pero esta calma no era más que el silencio que precede a la tempestad. Este siglo fue el siglo de las mediocridades; se parece mucho a la época del ministerio Walpole en Inglaterra; pero no se encontró en Roma un Chatam que renovara la sangre y restableciera en las venas del pueblo el movimiento de la circulación, largo tiempo detenido. A donde quiera que se dirijan las miradas, en el antiguo edificio no se ven más que hendiduras y grietas. Hay brazos dispuestos a cerrarlas o a hacerlas mayores; pero en ninguna parte se ven huellas de disposiciones tomadas para repararlo o reconstruirlo. La cuestión ya no es saber si se verificará el derrumbamiento, sino cuándo tendrá lugar. En su forma, la constitución romana nunca fue más estable que durante el período que media entre la guerra de Sicilia y la tercera guerra con Macedonia, poco más de unos treinta años. Sin embargo, esta estabilidad era ilusoria, lo mismo aquí que en las demás partes constitutivas de la sociedad romana. Lejos de demostrar salud y fuerza era, por el contrario, el síntoma de los comienzos de la enfermedad y el precursor de la revolución próxima.