V
GUERRAS DE ANÍBAL HASTA LA BATALLA DE CANAS
ANÍBAL Y LOS GALOS DE ITALIA
Por lo pronto, la aparición de Aníbal en la Galia cisalpina había cambiado el estado de las cosas y desbaratado todo el plan de campaña de los romanos. De los dos ejércitos de la República, uno había desembarcado en España y estaba ya frente al enemigo. No había forma de pensar en llamarlo. El segundo, mandado por el cónsul Tiberio Sempronio, que estaba destinado a desembarcar en África, se hallaba todavía afortunadamente en Sicilia. En esta ocasión, por fin, había sido provechosa a los romanos su lentitud. De las dos escuadras cartaginesas con destino a Sicilia y a Italia, una había sido destruida por la tempestad, y las pocas naves que habían logrado salvarse habían sido apresadas por los siracusanos. La otra había intentado en vano sorprender a Lilibea, y había sido batida cerca del puerto de esta ciudad. Sin embargo, como la presencia de los buques enemigos en las aguas de Italia era algo más que incómoda, el cónsul había querido ocupar antes de pasar al África todas las pequeñas islas inmediatas a la grande, y arrojar por completo a los cartagineses de todos los puntos desde los que pudieran hostilizar Italia. Se empleó el verano en la conquista de Melita (Malta) y en buscar al enemigo, a quien se suponía oculto en las islas de Lípari. En realidad había desembarcado cerca de Vibo (Monteleon), y talaba las costas del Brutium. Por último, también se habían empleado esos meses en el reconocimiento de los puntos de desembarco en África, y una vez hecho esto volvió a Lilibea con su ejército y su escuadra. Aún estaba allí cuando recibió del Senado la orden de hacerse inmediatamente a la mar y venir en auxilio de la patria en peligro.
Así, pues, los ejércitos de Roma, iguales cada uno al de Aníbal, maniobraban lejos de las llanuras del Po, y, en consecuencia, no había nada preparado en este punto para resistir la invasión que amenazaba. Se había enviado un cuerpo de tropas con el fin de que dominase la insurrección de los galos, en completa conflagración desde antes de la llegada de Aníbal. En la primavera del año 536 (218 a.C.), aun antes de que llegase la hora convenida, se sublevaron en masa los boios y los insubrios. Los había exasperado la fundación de las ciudadelas de Plasencia y Cremona, pobladas con seis mil colonos cada una, y querían oponerse también a la construcción de la fortaleza de Mutina (Módena), que ya había comenzado en pleno país boio. Los colonos que habían ido al territorio de esta última ciudad se vieron atacados de repente y se abrigaron detrás de sus muros. El pretor Lucio Manlio, que se hallaba en Ariminun, marchó apresuradamente con la única legión que poseía para levantarles el bloqueo; pero fue sorprendido en los bosques, y apenas si tuvo tiempo, después de haber perdido mucha gente, de refugiarse y hacerse fuerte en una colina donde lo sitiaron los boios. Sin embargo, una legión enviada apresuradamente desde Roma con el pretor Lucio Atilio lo libró, hizo levantar el sitio de la ciudad y cortó por el momento el incendio de la insurrección. Había estallado demasiado pronto y retrasado la partida de Escipión para España. Sin duda alguna, este hecho sirvió a los planes de Aníbal; pero también fue causa de que las fortalezas del Po no estuviesen desguarnecidas. Sin embargo, las dos diezmadas legiones contaban apenas con veinte mil soldados; en realidad ya hacían mucho al contener a los galos, cuanto más si hubieran ido a oponerse al paso de los Alpes. Pero esto no se supo en Roma hasta que, en agosto, el cónsul Publio Escipión volvió sin ejército desde Marsella hasta Italia; y aun entonces se despreció una loca tentativa que debía estrellarse contra las montañas. Así es que ninguna avanzada romana esperaba a Aníbal en aquel lugar en la hora decisiva. El cartaginés tuvo tiempo de que sus tropas reposasen, y de tomar por asalto después de tres días de asedio la ciudad de los taurinos (Taurasia), que le había cerrado sus puertas. También tuvo tiempo de que se le uniesen, de buen grado o por fuerza, todas las poblaciones ligurias y célticas del valle superior del Po.
ESCIPIÓN EN EL VALLE DEL PO. BATALLA DEL TESINO
LOS EJÉRCITOS DELANTE DE PLASENCIA. BATALLA DEL TREBIA
Escipión, que finalmente había tomado el mando de las legiones, no había llegado aún a ponerse enfrente de Aníbal. El general romano, con un ejército bastante inferior, sobre todo en caballería, recibió la difícil misión de detener los progresos de un enemigo a quien no podía resistir, y sofocar la insurrección de los galos que iba propagándose por todas partes. Pasó el Po, probablemente cerca de Plasencia, y marchó contra los cartagineses, subiendo por la orilla izquierda. Al mismo tiempo Aníbal, dueño ya de Turín, bajaba a su vez por el mismo punto para auxiliar a los insubrios y a los boios. Un día en que la caballería romana, apoyada por la infantería ligera, fue a hacer un reconocimiento forzado en la llanura entre el Tesino y el Sesia, en las inmediaciones de Bercela, se precipitó contra la caballería africana que recorría el mismo punto. Por ambas partes mandaban los generales en jefe en persona. Escipión aceptó el combate sin temor y a pesar de su inferioridad numérica; pero su infantería ligera, colocada delante de su caballería, se dispersó al violento choque de la caballería pesada, conducida por Aníbal. Mientras esta se precipita inmediatamente sobre la caballería romana, los númidas, desembarazados ya de la infantería, que había desaparecido, la envuelven y cargan sobre ella por el flanco y la espalda, de forma tal que esta operación decidió la jornada. La pérdida de los romanos fue considerable; el cónsul, que quiso reparar como soldado las faltas que había cometido como general, fue gravemente herido. De hecho, hubiera perdido la vida sin el sacrificio de su hijo, joven de diecisiete años, que se arrojó valerosamente a lo más recio de la pelea seguido de sus caballeros, y, espada en mano, pudo libertarlo. Esta derrota fue una enseñanza para Escipión. Siendo más débil que el enemigo, hizo mal en aceptar la batalla teniendo un río a la espalda, y adoptar el partido de atravesarlo a la vista de aquel. Una vez que las operaciones militares se concentraron en un estrecho campo y se desvaneció la ilusión de creer invencible a Roma, volvió a hallar su talento de capitán, paralizado un momento por los movimientos de su joven adversario, hábiles y atrevidos hasta rayar la temeridad. Mientras Aníbal se disponía para dar una gran batalla, Escipión pasó a la orilla derecha del Po, que en mal hora había abandonado. Lo hizo mediante una marcha rápidamente concebida y ejecutada con gran acierto, y una vez allí cortó todos los puentes. Esta operación le costó un destacamento de seiscientos hombres colocados a vanguardia para proteger a los zapadores, pues fueron cortados y hechos prisioneros por los cartagineses. Pero Aníbal, dueño ya del curso superior del río, no necesitaba más que subir un poco para pasarlo. Algunos días después se hallaba ya frente a los romanos. Estos ocupaban una buena posición delante de Plasencia; pero la sublevación de una división de galos que iba en el ejército, y la insurrección céltica que cundía por todas partes, obligaron al cónsul a verificar un nuevo movimiento. Se dirigió hacia las colinas por cuyo pie corre el Trebia y llegó a ellas sin grandes pérdidas, pues los númidas que lo perseguían se habían detenido a saquear y quemar el campamento abandonado por los romanos. En esta fortísima posición no temió ya nada, pues su izquierda se apoyaba en el Apenino, su derecha en el río y en la ciudadela de Plasencia, y de frente era defendido además por el Trebia, río bastante caudaloso en aquella época del año. Pero no pudo salvar sus ricos almacenes de Clastidium (Casteggio), de los que estaba separado por el ejército enemigo, ni contener los progresos de la insurrección. Todos los cantones galos se sublevaron a excepción de los cenomanos, amigos fieles de Roma. Por otra parte, Aníbal no pudo avanzar más, y se vio obligado a acampar frente al ejército romano. La presencia de este ejército y de los cenomanos que amenazaban las fronteras de los insubrios impidieron la unión inmediata de los insurrectos con los cartagineses. Durante este tiempo, el segundo ejército, que había partido de Lilibea y desembarcado en Ariminun, atravesó todo el país sublevado sin serios obstáculos, llegó a Plasencia y se reunió con Escipión. Los romanos contaban ya con un ejército de cuarenta mil hombres, pero eran inferiores al enemigo en caballería. Si permanecen en el sitio en que se encuentran, será necesario que Aníbal intente pasar el río en medio del invierno para atacarlos en sus posiciones, o que suspenda todo movimiento de avance y grave a los galos durante toda la estación con la permanencia de su ejército entre ellos, en cuyo caso se expone al peligro de su inconstancia. Mas por efectivas que fuesen estas ventajas, se estaba ya en diciembre. Y aunque en definitiva pudieran dar la victoria a la República, el cónsul Tiberio Sempronio, encargado del mando del ejército mientras Escipión se curaba de sus heridas, no daría batalla pues estaba próximo a expirar el tiempo de su cargo. Aníbal, sabiendo con qué clase de hombre se las había, no desperdició ninguna ocasión para atraerlo al combate. Arrasó las aldeas de los galos que habían permanecido fieles, y en un encuentro de la caballería dio a su adversario motivo para que se vanagloriase de haber salido vencedor. Por último, un día muy lluvioso, los romanos decidieron presentar resueltamente la batalla. Desde muy temprano en la mañana las tropas ligeras habían sostenido algunas escaramuzas con los númidas. Estos se retiraron lentamente; sus adversarios entonces los persiguieron con gran entusiasmo y atravesaron el Trebia, a pesar de la altura de sus aguas, pues creían tener la victoria en sus manos. De repente los númidas se paran, y la vanguardia romana se encuentra con todo el ejército de Aníbal colocado en buen orden, y en un terreno elegido de antemano por su jefe. Los romanos están perdidos si el grueso del ejército no se apresura a pasar el río para librarlos. Finalmente las tropas del cónsul llegan fatigadas, hambrientas y mojadas; se colocan precipitadamente en orden de batalla, la caballería en las alas, según costumbre, y la infantería en el centro. Las tropas ligeras, ubicadas en la vanguardia de ambos ejércitos, comienzan el combate; pero los romanos habían disparado ya todas sus armas arrojadizas en el de la mañana, y ceden. Lo mismo hace su caballería en las alas, oprimida de frente por los elefantes, y atacada de flanco por la caballería de Aníbal, mucho más numerosa. Con todo, la infantería romana se mostró digna de su nombre combatiendo contra la infantería enemiga con marcada superioridad, aun después de que su caballería derrotada había cedido el campo a las tropas ligeras de Aníbal y a sus númidas. Aunque se detuvieron en su movimiento de avance, pelean a pie firme sin poder arrollarla ni envolverla. Pero, de pronto, un cuerpo de tropas escogidas de dos mil hombres, mitad de infantería y mitad de caballería, sale de una emboscada y ataca vigorosamente por la espalda a los romanos. Conducido por Magón, el hermano más joven de Aníbal, el pelotón abrió una profunda brecha en la masa confusa de los legionarios, y así fueron rotas y dispersadas las alas y las últimas filas del centro. Pero la primera línea, fuerte de unos diez mil hombres aproximadamente, se agrupa y abre paso por el flanco a través del enemigo, y hace pagar cara su victoria a los africanos, y sobre todo a los galos insurrectos. Débilmente perseguido, este pequeño ejército de valientes pudo llegar hasta Plasencia. El resto fue destruido en las orillas del Trebia por los elefantes y los soldados ligeros de Cartago. Solo algunos caballeros y algunas secciones de infantería pudieron llegar al campamento, y, como ya no los perseguían los cartagineses, entraron a su vez en Plasencia.[1] Pocas batallas honran tanto al soldado romano como la del Trebia; pocas hay también que deshonren más al general en jefe. Sin embargo, si hemos de ser justos, debemos recordar cuán poco militar era la institución de este generalato, que nombraba a un funcionario que salía del cargo en un día fijo. Por otra parte, el vencedor del Trebia había pagado caro su triunfo. Aunque las pérdidas reales hubiesen recaído principalmente sobre los insurrectos auxiliares, la permanencia del ejército en países fríos y húmedos, y las enfermedades consiguientes, inutilizaron a un gran número de veteranos, y a la vez murieron todos los elefantes, excepto uno.
ANÍBAL DUEÑO DEL NORTE DE ITALIA
Como quiera que fuese, el ejército invasor había conseguido la primera gran victoria. Inmediatamente se propagó y organizó el alzamiento nacional en toda la Galia cisalpina. Los restos de las legiones romanas del Po fueron encerrados en Plasencia y Cremona, donde vivían separados de la madre patria y con pocas provisiones. El cónsul Tiberio Sempronio escapó milagrosamente de caer en manos de los cartagineses, cuando con algunos caballeros tomó el camino de Roma, a donde lo llamaban las elecciones. En cuanto a Aníbal, no quería exponer la salud de sus tropas y fatigarlas con largas marchas durante la estación de los fríos, por lo que hizo que fuesen a descansar a sus cuarteles de invierno. Sabía que los ataques serios contra las fortalezas de las llanuras del Po no podían producir resultados útiles, y se contentó con hostilizar constantemente el puerto fluvial de Plasencia e inquietar las demás posiciones del enemigo. Su principal asunto era organizar la insurrección de los galos; y, de hecho, sacó de entre ellos sesenta mil soldados de infantería y cuatro mil caballos, que vinieron a engrosar su ejército.
SITUACIÓN DE ANÍBAL DESDE EL PUNTO DE VISTA POLÍTICO Y MILITAR
Durante este tiempo no se hicieron en Roma preparativos extraordinarios para la campaña próxima; y, a pesar de la batalla perdida, el Senado estaba muy lejos de creer que la República estaba en peligro. Se reforzaron todas las guarniciones de las ciudades marítimas en Cerdeña, Sicilia y Tarento; y se enviaron también refuerzos a España. En cuanto a los dos cónsules, Cayo Flaminio y Gneo Servilio, no se les dio más que los soldados necesarios para completar las cuatro legiones, y lo único que se hizo fue aumentar la caballería. Se les encargó custodiar la frontera del norte y cubrir las dos grandes vías que partían de Roma, la del oeste, que terminaba entonces en Arretium, y la del este, que terminaba en Ariminun. Cayo Flaminio ocupó la primera, y Gneo Servilio, la segunda. Allí se les unieron las guarniciones de las fortalezas del Po, que sin duda se embarcaron río abajo; y después se esperó la vuelta de la primavera. Contaban entonces con cerrar y defender los puertos del Apenino, tomar en seguida la ofensiva, y dirigirse hacia el río para reunirse en las inmediaciones de Plasencia. Pero lo último que pensaba Aníbal era mantenerse en el valle del Po. Conocía a Roma mejor quizá que los mismos romanos; y se reconocía el más débil, a pesar de su brillante victoria. Sabía que no dominaría el tenaz orgullo de la metrópoli italiana ni por el terror ni por la sorpresa, y que para alcanzar su fin, para humillar a la orgullosa ciudad, era necesario agobiarla. La confederación itálica, con sus fuerzas compactas y sus recursos militares, tenía sobre él una inmensa ventaja. Cartago no le daba un apoyo seguro, ni podía recibir refuerzos sino de una manera irregular; y en Italia no tenía a su favor más que a los galos cisalpinos, volubles y caprichosos. La defensa de Escipión y la valiente retirada de la infantería romana en la batalla del Trebia eran también un testimonio patente de la inferioridad de la infantería fenicia, por más trabajos que le hubiera costado formarla. De aquí los dos pensamientos principales que dirigirán en adelante todos los planes de campaña del gran general en Italia. Hará la guerra algo a la ventura, cambiando constantemente el teatro y aun el plan de sus operaciones. Buscará el fin de su empresa no en los grandes hechos militares, sino también en la política, por lo que se aplicará a deshacer el grupo de la confederación italiana poco a poco, a fin de poder destruirla. Su plan obedecía a la necesidad. Para luchar contra tantas desventajas no podía echar en la balanza más que su genio militar, y, para conseguir darle todo su peso, necesitaba a cada momento desorientar a sus enemigos por lo imprevisto de sus combinaciones, constantemente renovadas. Si dejaba un solo instante de variar el lugar de las operaciones, estaba irremisiblemente perdido. Como profundo y excelente político, veía más claramente su fin que como gran capitán. Derrotar en todas las ocasiones a los generales romanos no era vencer a Roma, pues al día siguiente de una derrota continuaba siendo la más fuerte. Además, la posición de Roma era tan superior a la suya, como lo era él respecto de los generales de la República. Lo más admirable de Aníbal es la exactitud e imparcialidad de sus juicios en medio de sus brillantes victorias. Aun en los momentos en que la fortuna le dispensaba sus favores más altos, puede afirmarse que no se hizo jamás ninguna ilusión sobre las condiciones de la lucha.
ANÍBAL PASA EL APENINO. EL CÓNSUL FLAMINIO
BATALLA DEL LAGO TRASIMENO
Tales fueron los verdaderos motivos que lo impulsaron a obrar de la manera en que lo hizo, y no las súplicas de los galos, que deseaban librar su país de los males de la guerra. En este sentido decidió abandonar su reciente conquista, base aparente de sus próximas operaciones en Italia, para llevar el azote de la guerra a su propio corazón. Pero antes hizo que los cautivos se presentasen ante él y puso aparte a los romanos, que fueron cargados con cadenas y reducidos a la esclavitud (es una exageración grosera del odio referir y afirmar que siempre y en todas partes hacía degollar a los legionarios que cogía prisioneros). En cuanto a los confederados itálicos, fueron puestos en libertad sin rescate e invitados a que marchasen a su país a decir que Aníbal no hacía la guerra a Italia, sino solo a Roma; que quiere devolver a las ciudades su antigua independencia y territorio, y que va en pos de ellos a salvar y vengar su patria. Dicho esto, y como el invierno ya había terminado, el cartaginés dejó el valle del Po, y emprendió su camino atravesando los escarpados desfiladeros del Apenino. Flaminio, con el ejército de Etruria, estaba aún en Arretium pensando en partir en cuanto la estación lo permitiese, para ir a cubrir el valle del Arno y bloquear la salida de los desfiladeros del Apenino por la parte de Luca. Pero Aníbal se le adelantó y pasó sin dificultad las montañas por la parte más occidental, es decir, lo más lejos posible del enemigo. Sin embargo, cuando llegó al país bajo y pantanoso situado entre el Auser (Serchio) y el Arno, lo halló inundado a consecuencia del derretimiento de las nieves y de las lluvias de la primavera. Durante cuatro días el ejército fue marchando con los pies en el agua, sin poder acampar en seco durante la noche. Los bagajes acumulados y los cuerpos de los animales muertos eran para algunos un recurso. Los sufrimientos de las tropas fueron indescriptibles, sobre todo los de la infantería de los galos, que, como marchaba detrás de los cartagineses, iba hundiéndose en los lodazales que estos dejaban tras de sí. Ya comenzaban a murmurar y aun a amotinarse, y hasta habrían desertado en masa, si Magón, que cerraba la marcha con la caballería, no hubiese impedido toda tentativa de fuga. Los caballos caían a centenares enfermos de los cascos; otras enfermedades diezmaron a los soldados, y el mismo Aníbal perdió un ojo a consecuencia de una grave oftalmía. No importaba. Había llegado a donde se proponía y acampado cerca de Faesulae (Fiesola), cuando Flaminio estaba todavía muy tranquilo en Arretium esperando que estuviesen practicables las vías del Apenino para ir a cerrárselas. Pero por otra parte, si bien era bastante fuerte quizá para defender la salida de los desfiladeros de la montaña, no podía hacer frente a Aníbal en campo raso. Ahora tenía que mantenerse a la defensiva, y más prudente hubiera sido no moverse hasta la llegada del otro cuerpo de ejército, que era completamente inútil en Ariminum. Sin embargo, él lo juzga y decide de un modo enteramente contrario. Flaminio era en Roma el jefe de una facción política, y no debía su triunfo en las elecciones más que a sus esfuerzos hostiles contra el poder del Senado. Estaba irritado contra el gobierno de la República a consecuencia de las intrigas de la aristocracia contra su poder consular; y respondía a la marcha rutinaria de sus enemigos políticos con las impaciencias de una oposición a veces muy justificada, pero que pisoteaba ahora las costumbres y las tradiciones. Por lo demás, tenía la manía de creerse un genio en el arte de la guerra, engreído con el favor ciego de las masas, y extraviado por su odio contra los nobles. Pero, para quien juzgue sin preocupación, su campaña del 531 (323 a.C.) contra los insubrios solo había probado una cosa, a saber: que los buenos soldados reparan muchas veces las faltas de sus generales. Claro que ante sus ojos y los de sus amigos era una prueba irrecusable de que bastaba poner a sus órdenes las legiones para concluir de una vez con Aníbal. Tales eran las necias baladronadas que le habían valido su segundo consulado. Alentada por la esperanza, había acudido a su campamento una multitud inerme dispuesta solamente para el botín y el pillaje; hasta tal punto, que, según los más sobrios historiadores, excedía con mucho el número de los legionarios. Aníbal tuvo muy en cuenta estas circunstancias y se cuidó de atacarlos; pero, al pasar al lado del campamento, mandó a sus galos más ansiosos de pillaje y a su caballería ligera a saquear y talar todo el país de los alrededores. De aquí las quejas y la irritación de las masas. En vez de enriquecerse, tal como se les había prometido, se ven envueltas por el incendio y el enemigo. Por último, Aníbal afectó creer que Flaminio no tenía fuerza ni valor para hacer nada hasta que llegase su colega. Esto era ya demasiado para un carácter como el del cónsul. Ahora es cuando iba a desplegar su genio estratégico y a dar una ruda lección a este enemigo loco y temerario.
Flaminio sale inmediatamente y con gran precipitación en persecución del cartaginés, que pasa desfilando tranquilamente por delante de Arretium y se dirige hacia Perusia por el fértil valle del Clanis (Chiana). Lo alcanza no lejos de Cotona. Pero Aníbal, advertido de todos sus movimientos, había elegido a su gusto el campo de batalla. Era un estrecho desfiladero dominado por ambos lados por altas rocas. A la salida se elevaba una colina, y a la entrada se extendía el lago de Trasimeno (lago di Perugia). Así las cosas, el grueso de la infantería cartaginesa se detuvo sobre la colina del fondo; y a derecha e izquierda permanecieron emboscadas la caballería y la infantería ligera. Las columnas del ejército romano entran sin precaución en aquel paso, que parecía libre, pues la niebla espesa de la mañana les ocultaba el enemigo. Pero, apenas la vanguardia de las legiones llegó al pie de la colina, Aníbal dio la señal de combate, y la caballería corrió inmediatamente por detrás de las montañas para cerrar la entrada del desfiladero. Al mismo tiempo la niebla se fue disipando y dejó ver a derecha e izquierda las alturas coronadas por los soldados de Aníbal. Allí no hubo combate, no hubo más que un terrible desastre. Los que aún quedaban fuera de los desfiladeros fueron arrojados al lago por el poderoso ímpetu de la caballería númida. El cuerpo de ejército principal pereció casi sin resistencia en el fondo de aquella especie de callejón; y la mayor parte de los soldados, el cónsul con ellos, cayeron sucesivamente en el punto en que se los cogió. La vanguardia del ejército, unos seis mil soldados de infantería, se abrió paso a través del enemigo mostrando una vez más la fuerza invencible de la legión. Pero desgraciadamente para ella, separada del ejército consular y sin saber a dónde ir, marchó sin dirección fija. A la mañana siguiente fue rodeada por la caballería de Aníbal en la altura adonde se había retirado. El cartaginés se negó a sancionar la capitulación que los dejaba libres para partir, y de esta forma quedó prisionero todo el destacamento. Quince mil romanos quedaron tendidos en el campo de batalla y otros quince mil fueron hechos cautivos. En consecuencia, el ejército había sido abatido. Por su parte, los cartagineses habían perdido apenas mil quinientos hombres, galos en su mayoría.[2] Y como si no fuera bastante este desastre, al poco tiempo la caballería del ejército de Ariminun, fuerte de cuatro mil hombres y conducida por Cayo Centenio, vino a encontrarse con el ejército africano, y fue rodeada y acuchillada o hecha prisionera. Gneo Servilio la había enviado adelante para auxiliar a su colega, mientras él iba más despacio; pero así Roma había perdido toda la Etruria. Aníbal podía marchar sobre la metrópoli sin que nada lo detuviese. En Roma se prepararon para una lucha desesperada. Se rompieron los puentes del Tíber y se nombró dictador a Quinto Fabio Máximo, a quien se le encargó poner en buen estado las murallas, y dirigir la defensa a la cabeza del ejército de reserva. Al mismo tiempo se formaron dos legiones que ocuparon el lugar de las destruidas, y se armó apresuradamente la flota, que sería un buen auxiliar en caso de tener que sufrir un sitio.
ANÍBAL EN LA COSTA DEL ESTE. REORGANIZACIÓN DEL
EJÉRCITO CARTAGINÉS.
GUERRA EN LA BAJA ITALIA FABIO. MARCHA SOBRE CAPUA Y REGRESO A LA
APULIA
Pero las miradas de Aníbal alcanzaban más que las de Pirro. Aquel no marchó sobre Roma ni contra Gneo Servilio, que se mostró como un hábil capitán y supo conservar intacto su ejército al amparo de las fortalezas escalonadas en la vía romana del norte, aunque hubiera podido hacer frente a los cartagineses. Por el contrario, hizo una conversión completamente inesperada, y dejó a Aníbal a un lado de Espoleto, que intentó en vano sorprender. Por su parte, el cartaginés atravesó la Umbría arrasando el Picenum y las ricas alquerías romanas que lo poblaban, y no hizo alto hasta llegar a las playas del Adriático. Como sus hombres y sus caballos no se habían repuesto todavía de la campaña de la primavera, los dejó reposar en aquel magnífico país durante la estación más deliciosa del año. Quería que se restableciesen completamente, y al mismo tiempo reorganizar su infantería libia bajo el modelo de la legión romana, ahora que las armas reunidas después de la batalla del Trasimeno le proporcionaban el medio de hacerlo. Volvió a reanudar sus comunicaciones con Cartago, que habían quedado interrumpidas por tanto tiempo, y le dio desde allí, atravesando el mar, noticia de sus victorias. Por último, cuando su ejército reorganizado ya se había familiarizado con las nuevas armas, levantó el campamento y se dirigió a la Italia meridional marchando lentamente a lo largo de la costa.
Reparar su infantería había sido un buen cálculo de Aníbal. Los romanos estaban aterrorizados y esperaban a cada momento el ataque de su ciudad; pero así le dejaron un descanso de más de cuatro semanas. En ese tiempo se apresuró a llevar a cabo esta concepción, que revela una osadía y una destreza inauditas. Colocado en el corazón de un país enemigo, con un ejército muy inferior en número al de sus adversarios, se atrevió a cambiar por completo su organización de combate, y formó rápidamente las legiones africanas, que pudieron al poco tiempo luchar contra las legiones de Roma. En cuanto a lo político, esperaba además que la confederación itálica fuera relajando sus vínculos y dividiéndose. Pero en esto salieron fallidas sus esperanzas. Sublevar a los etruscos no significaba nada, pues ya habían combatido antes en las filas de los galos, durante las últimas guerras de su independencia. Lo importante era que el núcleo de la confederación, su centro militar, es decir las ciudades sabélicas, que en importancia venían después de las ciudades latinas, habían quedado intactas. Aníbal tenía motivos para aproximarse a ellas; pero desgraciadamente estas ciudades le cerraron sus puertas una tras otra, y ni una sola quiso hacer alianza con él. Este resultado excelente fue la salvación de Roma, que comprendió que era una gran imprevisión dejar a sus aliados solos y expuestos a tales pruebas, y dispuso mandarles un ejército de legionarios para que sostuviesen la campaña. Así pues, el dictador Quinto Fabio reunió las dos legiones recientemente formadas y el ejército de Ariminum. En el momento en que Aníbal pasaba por delante de la fortaleza de Luceria en su marcha hacia Arpi, apareció por su flanco derecho delante de Aicol.[3] Fabio obraba de un modo muy diferente a sus predecesores. Era un hombre anciano, reflexivo y firme hasta el punto de incurrir en la nota de pesadez y de obstinación, servidor celoso de la omnipotencia del Senado y de la autoridad del gobierno civil. Después de las oraciones y de los sacrificios a los dioses, solo esperaba el triunfo de las armas romanas de la estrategia más prudente y metódica. Adversario político de Cayo Flaminio, y llamado a regir los destinos del Estado por una reacción contra las locuras de una demagogia militar, había venido al campo decidido a evitar la batalla con tanto cuidado como ardor había puesto Flaminio en buscarla. Tenía la firme convicción de que las leyes más sencillas del arte de la guerra impedirían a Aníbal ir adelante mientras se viese vigilado por un ejército romano intacto. Esperaba ir debilitándolo con incesantes pequeñas escaramuzas, e impidiéndole racionarse. Aníbal, a quien sus espías en Roma y en el ejército romano informaban de todo lo que allí se hacía, conoció muy pronto las disposiciones tomadas, y, como siempre, arregló su plan según el carácter del general con quien se las tenía que haber. De esta forma pasó por delante de las legiones, cruzó el Apenino, penetró en el corazón de la Italia, no lejos de Benevento, y se apoderó de la ciudad abierta de Telesia, en la frontera del Lacio y la Campania. Desde aquí marchó sobre Capua, la más importante de las ciudades itálicas dependientes, y por lo tanto la más oprimida y maltratada de todas, que había sido despojada de sus franquicias locales (volumen I, libro segundo, págs. 378 y 445). Estaba en inteligencia con ella y contaba con que los campanios se separarían de la federación romana. Pero una vez más salieron fallidas sus esperanzas. Entonces hizo una contramarcha para volverse a la Apulia. El dictador lo había seguido paso a paso y se había detenido en las alturas, condenando a sus soldados al triste papel de asistir, impasibles y espada en mano, al saqueo y tala de los países aliados por parte de las bandas númidas, y al incendio de todas las aldeas y lugares situados en la llanura. Un día, por fin, pareció presentarse a las exasperadas legiones la ocasión de pelear. Aníbal se había puesto en marcha hacia el este, y Fabio le cerró el paso en Casilinum (la Capua de nuestros días).[4] Ocupaba una fuerte posición en la ciudad sobre la orilla izquierda del Volturno, y en la derecha había coronado de soldados todas las alturas. Por último, una división de cuatro mil hombres estaba apostada en el camino delante del río. Pero Aníbal hizo a su vez que sus tropas ligeras ocupasen las colinas a los lados del camino; y después soltaron una infinidad de bueyes con hachones encendidos en los cuernos. Todo hacía creer que el ejército cartaginés desfilaba durante la noche a la luz de las antorchas. El destacamento de legionarios que guardaba el camino temió ser envuelto, y, creyéndose inútil en su puesto, se retiró también a las alturas laterales. Aníbal pasó inmediatamente con todo su ejército sin que se le opusiese ni un solo enemigo;[5] y por la mañana, por medio de un ataque combinado que costó muy caro a los romanos, desembarazó las tropas ligeras y se puso en marcha hacia el noreste. Después de grandes rodeos, y de haber recorrido y talado sin obstáculo ni resistencia los países de los hirpinos, campanios, samnitas, pelignios y frentanos, volvió a las inmediaciones de Luceria cargado de botín y con sus cajas repletas. Iba a comenzar la recolección. En ninguna parte le habían hecho frente las poblaciones, pero tampoco había podido conseguir que hiciesen alianza con él.
GUERRA EN APULIA. FABIO Y MINUCIO
Comprendiendo entonces que no podía hacer más que establecer sus cuarteles de invierno en campo raso, Aníbal se instaló y emprendió una operación siempre difícil, la de reunir en país enemigo las provisiones necesarias para un ejército durante la mala estación. Por esto había elegido deliberadamente las extensas llanuras de la Apulia septentrional, ricas en granos y en pastos, y cuya posesión le permitía asegurar su caballería, siempre más fuerte que la de los romanos. Así, pues, construyó un campo atrincherado en Gerunium,[6] a unas ocho leguas al norte de Luceria. Todos los días salían las dos terceras partes del ejército a forrajear, mientras que el otro tercio tomaba posiciones con el general fuera del campamento y sostenía los destacamentos que se desparramaban por la campiña. Por entonces, el jefe de la caballería romana Marco Minucio, que durante la ausencia del dictador mandaba las tropas de la República, creyó encontrar al fin la ocasión favorable. Se aproximó a los cartagineses, y acampó en el territorio de los Larinates (Larinuum, hoy Larino). Allí, con su sola presencia impide a los destacamentos enemigos continuar con el acopio de provisiones; y sostiene además una porción de combates parciales contra los escuadrones cartagineses y contra el mismo Aníbal, casi siempre ventajosos. En consecuencia, lo obliga a recoger sus cuerpos avanzados y a concentrarlos en Gerunium. La nueva de estos prósperos sucesos, exagerados sin duda por los mensajeros, levantó en Roma una tempestad contra el Tardo (Cunctator). No carecía esta de fundamento. Sin duda era muy prudente que los romanos se mantuviesen a la defensiva, y esperasen el éxito sitiando por hambre al enemigo; pero la defensiva adoptada era muy singular. No dejaba de ser una excelente idea la de cortarle los víveres al cartaginés; pero dejarlo llevar adelante la devastación en toda la Italia central, a ciencia y paciencia de un ejército romano más numeroso que el suyo, y además permitirle aprovisionarse por medio de sus forrajeadores mandados en grandes masas, ¿no era esto una patente derrota? Durante el tiempo de su mando en el Po, el cónsul Lucio Escipión había comprendido de otro modo la defensa del país. Cuando su sucesor quiso imitarlo en Casilinum, había fracasado y se había hecho el objeto de las burlas o de las invectivas de los romanos. Es verdaderamente extraño ver a las ciudades itálicas mantenerse aún fieles a Roma. ¿No les mostraba Aníbal a cada momento la superioridad de los cartagineses y la nulidad de la protección romana? ¿Cuánto tiempo creían que las ciudades iban a resignarse a soportar las dobles cargas de la guerra, y a dejar que saqueasen y arrasasen sus campiñas a la vista de las legiones y de sus propios contingentes? En cuanto al ejército, no podía decirse que fuese él quien hiciera necesaria semejante estrategia. Aunque formado en parte con las últimas levas, tenía por núcleo las legiones de veteranos del ejército de Ariminum. Lejos de estar desanimado por las recientes derrotas, se irritaba del papel nada honroso al que lo condenaba su jefe, «el seguidor de Aníbal». Pedía a voz en grito que se lo llevase contra el enemigo, y en este sentido se presentaron ante la asamblea del pueblo violentas acusaciones contra aquel viejo testarudo. Sus adversarios políticos, a cuya cabeza estaba el ex pretor Cayo Terencio Varrón, se aprovecharon de las pasiones sobreexcitadas. No se olvide que Fabio había sido nombrado dictador por el Senado, y que la dictadura era considerada como el paladium del partido conservador. Así pues, unidos a la soldadesca levantisca y a los poseedores de las tierras que talaba el enemigo, los descontentos presentaron una moción tan insensata como anticonstitucional. Fabio fue obligado a compartir sus atribuciones con su subordinado Marco Minucio, y la dictadura, creada para impedir la división del mando en tiempos de peligro, iba a dejar de existir. El ejército romano, cuyos dos cuerpos separados habían sido expresamente reunidos, fue dividido de nuevo; y cada mitad tuvo su jefe, y cada cual siguió su plan en completa oposición con el de su colega. Quinto Fabio continuó naturalmente en su inacción metódica; pero Marco Minucio, obligado a justificar con la espada su título dictatorial, atacó precipitadamente al enemigo. Su ejército habría sido completamente exterminado, si su colega no hubiera evitado que la derrota fuese completa al llegar con sus tropas de refresco. Este incidente dio la razón al sistema de resistencia, al menos por el momento.[7] Pero Aníbal había obtenido cuanto se proponía obtener por medio de las armas. Las operaciones más esenciales le habían salido perfectamente: ni la prudencia de Fabio, ni la temeridad agresiva de Minucio le habían impedido acabar sus aprovisionamientos. Por más que hubiese encontrado algunas dificultades, todas se habían salvado, y ahora podía pasar tranquila y seguramente el invierno en sus cuarteles de Gerunium. El Tardo no tuvo el mérito de salvar a Roma. En realidad, Roma solo ha debido su salvación a su poderoso sistema federativo y quizá también, en gran parte, al odio nacional de los pueblos occidentales contra los pueblos fenicios.
NUEVOS ARMAMENTOS EN ROMA
LOS CÓNSULES PAULO Y VARRÓN
A pesar de sus derrotas, la altivez de Roma permanecía en pie, lo mismo que su sinmaquia. La República rehusó, si bien agradeciéndolos, los socorros que para la próxima campaña le ofrecieron Hieron de Siracusa y las ciudades grecoitálicas. (Como estas ciudades no habían suministrado contingentes para la guerra, habían sufrido menos que las demás ciudades aliadas.) Al mismo tiempo, se hizo saber a los pequeños jefes ilirios que era necesario que pagasen los tributos sin tardanza, y una nueva embajada partió de Roma para reclamar una vez más al rey de Macedonia la entrega de Demetrio de Paros. Aunque los últimos incidentes habían justificado en parte el sistema y la lentitud de Fabio, el Senado se resolvió firmemente a terminar esta guerra que iba debilitando y agotando las fuerzas del Estado lentamente pero con seguridad. Si el dictador popular había fracasado en sus enérgicas tentativas, la falta estaba en aquellos que, procediendo a medias, le habían dado el mando de un cuerpo de ejército demasiado débil. Ahora, para remediar el mal, Roma decidió poner en campaña el ejército más numeroso de todos los que jamás había reunido. Se formaron ocho legiones; a cada una se le aumentó una tercera parte de los soldados que antes la componían; y los confederados unieron el contingente de tropas que les correspondía en la misma proporción. ¿Quién podía dudar de que con fuerzas tan numerosas no se exterminaría instantáneamente a un enemigo que apenas contaba con la tercera parte de fuerzas que los romanos? Además, otra legión al mando del pretor Lucio Postumio debía ir a la región circumpadana con objeto de atraer hacia su país a los galos auxiliares de Aníbal. Sin duda eran combinaciones excelentes, pero semejante ejército necesitaba un jefe digno de él. Las obstinadas lentitudes del viejo Fabio y las cuestiones suscitadas por la facción demagógica habían atraído una irremediable impopularidad hacia la dictadura y el Senado. Entre las masas corría la noticia de que los senadores prolongaban intencionadamente la guerra. ¡Calumnia infame cuyos propaladores no eran quizás inocentes! Ante esto era imposible nombrar a un nuevo dictador. El Senado intentó dirigir la elección de los cónsules, pero no hizo más que suscitar las sospechas e irritar las pasiones populares. Sin embargo, y aunque con mucho trabajo, fue nombrado uno de sus candidatos, Lucio Emilio Paulo, que en el año 535 (219 a.C.) había mandado con habilidad las fuerzas que operaban en Iliria. Pero una inmensa mayoría le dio por colega al candidato de los demagogos, Marco Terencio Varrón, hombre incapaz y conocido solo por su odio profundo contra el Senado. Había sido el motor principal de la elección de Marco Minucio para la codictadura, y nada, absolutamente, lo recomendaba a las masas, a no ser lo humilde de su nacimiento y su mucha audacia.
BATALLA DE CANAS
Mientras Roma terminaba sus preparativos para la campaña, volvía a comenzar la guerra en Apulia. La primavera había permitido a Aníbal abandonar sus acantonamientos. Dio entonces también su ley a la guerra y tomó la ofensiva: marcha de Gerunium hacia el sur, pasa por delante de Luceria, atraviesa el Aufido (Ofanto) y se apodera del castillo de Canas (Cannæ, entre Canosa y Barletta), que domina el país de Canusium y donde los romanos habían tenido hasta entonces sus principales almacenes. Desde la partida de Fabio, que había salido legalmente del cargo a mediados del otoño, dichas fortalezas estaban mandadas por los ex cónsules, hoy procónsules, Gneo Servilio y Marco Régulo, que no supieron impedir el terrible golpe de mano dado por el cartaginés. Las necesidades militares y las circunstancias políticas exigían en adelante otras medidas. Para detener los progresos de Aníbal era necesario a toda costa dar la batalla. Los nuevos generales Paulo y Varrón llegaron a la Apulia al principiar el estío del año 538 (216 a.C.). El Senado les había dado orden formal y expresa de atacar. Llevaban cuatro legiones nuevas y los contingentes itálicos. Su unión elevaba el ejército romano a ochenta mil hombres de a pie, la mitad ciudadanos romanos y la otra mitad confederados, y a seis mil caballos, pertenecientes una tercera parte a los romanos y las otras dos a la confederación. Aníbal tenía todavía diez mil caballos; pero su infantería apenas llegaba a cuarenta mil hombres. También él deseaba la batalla, tanto por los motivos generales de su política, ya expuestos, como por las facilidades y ventajas que le daban las llanuras de la Apulia para desarrollar su caballería y sacar partido de su superioridad en este aspecto. Además, ante un ejército que era el doble del suyo y que estaba apoyado en una línea de fortalezas, ¿cómo hubiera podido cubrir por mucho tiempo las necesidades de sus tropas? A pesar de su numerosa caballería, se hubiera visto bien pronto en grave apuro. El mismo pensamiento guiaba a los generales romanos, y así se acercaron inmediatamente a los cartagineses. Pero aquellos oficiales que tenían mejor golpe de vista, después de haberse enterado de la posición de Aníbal, aconsejaron esperar y aproximarse más a él para cortarle la retirada u obligarlo a pelear en un campo de batalla que le fuese menos favorable. Entonces el cónsul Paulo subió por la orilla derecha del Aufido frente a Canas, donde Aníbal estaba situado, y estableció allí un doble campamento. Colocó el más grande en dicha orilla, y el más pequeño a una media legua del otro, casi a la misma distancia del ejército enemigo, pero sobre la orilla izquierda. De esta forma, hostilizaba a los forrajeadores de los cartagineses tanto al norte como al sur del torrente. Por su parte, el cónsul de la demagogia vociferaba ante estas combinaciones militares de una pedantesca prudencia. «¡Se había prometido tanto que se emprendería inmediatamente la campaña, y ahora resulta que se ha venido simplemente a hacer la guardia al enemigo, en vez de marchar sobre él espada en mano!» De allí en adelante ordena atacar a los cartagineses en cualquier lugar que se hallen y cualquiera sea la posición en que se encuentren. Siguiendo la antigua y deplorable costumbre, la voz decisiva en el consejo de guerra alternaba por días entre los cónsules. Por lo tanto, hubo que someterse a la voluntad del héroe callejero. En el campamento grande quedó una división de diez mil hombres con orden de arrojarse sobre el ejército cartaginés durante la batalla, a fin de cortarle la retirada al enemigo cuando intentara repasar el río.
El 2 de agosto, según el calendario incorrecto, y en el mes de junio según el rectificado, el grueso del ejército pasó al otro lado del Aufido, por entonces casi seco; tomó posiciones cerca del pequeño campamento de la orilla izquierda, y a la vez muy cerca de los cartagineses; en realidad, entre estos y el gran campamento de los romanos. Las avanzadas ya habían sostenido en este punto algunos pequeños combates. Sus líneas se ordenaron en la vasta llanura situada al oeste de Canas y al norte del río. El ejército de Aníbal siguió las legiones y pasó tras ellas el torrente, apoyando su izquierda en el Aufido, mientras los romanos apoyaban allí mismo su derecha. Su caballería cubría las alas; y a lo largo del río se hallaba la división menor de los caballeros, conducida por Paulo. En el otro extremo de la línea, por la parte de la llanura, estaba colocado Varrón a la cabeza de los numerosos escuadrones de los confederados. En el centro se hallaba la infantería, en masas de un espesor inusitado, mandada por el procónsul Gneo Servilio. Aníbal colocó frente a estas su infantería, describiendo una inmensa línea convexa. En la parte más avanzada estaban colocadas las tropas de los galos y las de los españoles con sus armas nacionales. Las dos alas las formaban los libios armados a la romana. A lo largo del río estaba extendida la caballería pesada bajo el mando de Asdrúbal, y en la llanura se habían desplegado los númidas. Después de algunas escaramuzas de vanguardia entre las tropas ligeras, se empeñó la batalla en toda la línea. A la derecha de los romanos, donde los númidas se hallaban frente a la caballería mandada por Varrón, la victoria permanecía indecisa a pesar de sus cargas furiosas y continuas. En el centro las legiones hicieron retroceder a los galos y a los españoles; avanzan con rapidez y prosiguen su victoria. Pero durante este tiempo los romanos habían sido desbaratados en el ala derecha. Aníbal había querido ocupar a Varrón en el ala izquierda, para que Asdrúbal y sus escuadrones regulares pudiesen precipitarse sobre la otra parte de la caballería romana y destruirla momentáneamente. En efecto, esta fue rechazada primero y hecha pedazos después, a pesar de su bravura: el que no fue muerto, fue arrojado al río o perseguido por la llanura. Aunque herido, Paulo quiso dirigirse al centro para cambiar el éxito de la batalla o sufrir por lo menos la suerte de las legiones, que persiguiendo a la infantería enemiga habían marchado en espesas columnas y penetrado como una cuña en las flexibles líneas de Aníbal. Pero, en este momento, las fuerzas cartaginesas se repliegan a derecha e izquierda, las envuelven, se precipitan sobre las apiñadas filas romanas, y las obligan a hacer alto para defenderse de los ataques que sufrían por los flancos. Sus filas, desmesuradamente densas, quedan inmóviles al no tener campo por donde desarrollarse y maniobrar. En este tiempo, Asdrúbal, que ya había dado fin a los caballeros de Paulo y reorganizado sus escuadrones, pasó por la retaguardia del centro del enemigo, y fue a caer sobre el ala izquierda y sobre Varrón. La caballería italiana, que mucho hacía al contener a los númidas, al ser atacada ahora también por retaguardia tuvo que dispersarse. Asdrúbal dejó a los númidas el cuidado de perseguirla, reorganizó por tercera vez su división y atacó por la espalda a los legionarios. Esta maniobra acabó de decidir la jornada, e hizo imposible la huida. No se dio cuartel. Quizá nunca un ejército tan numeroso fue destruido tan completamente sin pérdidas sensibles para el vencedor. La batalla de Canas apenas había costado a Aníbal seis mil hombres, cuyas dos terceras partes eran galos que habían sucumbido al primer choque con las legiones. De los setenta y seis mil romanos que habían tomado parte en la batalla, setenta mil yacían en el campo, entre ellos el cónsul Lucio Paulo, el procónsul Gneo Servilio, las dos terceras partes de los oficiales superiores y ochenta personajes de rango senatorial. El otro cónsul, Marco Varrón, había podido refugiarse en Venusia (Venosa), gracias a haber emprendido con tiempo la fuga, y a los buenos pies de su caballo. La guarnición del gran campamento, que contaba con diez mil hombres aproximadamente, cayó casi íntegra en poder de los cartagineses. Algunos miles de soldados, extraviados unos y escapados otros, pudieron ir a encerrarse en Canusium (Canosc). Parecía que Roma debía perecer en este año nefasto. Antes de que terminase, la legión mandada a la región cisalpina a las órdenes de Lucio Postumio, cónsul designado para el año 539 (215 a.C.), cayó en una emboscada y pereció a manos de los galos.
RESULTADOS DE LA BATALLA DE CANAS
FALTAN LOS SOCORROS ESPERADOS DE ESPAÑA
¿Iba la prodigiosa victoria de Aníbal a abrir la era de los grandes resultados para sus vastas combinaciones políticas, objeto capital de su entrada en Italia? Podía esperarlo todo. Es verdad que él había contado en un principio solo con su ejército; pero, teniendo en cuenta los recursos de la nación contra quien venía a combatir, su ejército no era a sus ojos más que una vanguardia de invasión. Necesitaba reunir poco a poco las fuerzas del Oriente y del Occidente, y preparar con seguridad la ruina de la orgullosa metrópoli romana. Desgraciadamente iban a faltarle los recursos con los que había contado como seguros, los que debían mandarle de España. El general enviado por Roma a la península había sabido tomar una posición fuerte. Desembarcando en Ampurias después de que los cartagineses pasaran el Ródano, Gneo Escipión comenzó por apoderarse de la costa entre los Pirineos y el Ebro, y luego de rechazar a Hannon, había penetrado en el interior. En el año siguiente (537 a.C.) derrotó también a la armada fenicia cerca de las bocas del Ebro, y, luego de reunirse con su hermano, el valiente defensor de las llanuras del Po, que le llevaba un refuerzo de ocho mil hombres, había pasado el río y llegado hasta Sagunto. En el año 538, Asdrúbal recibió tropas procedentes de África, e intentó, conforme a las órdenes de su hermano, llevarle un nuevo ejército a Italia. Pero los Escipiones le cerraron el paso del Ebro y lo batieron casi al mismo tiempo que Aníbal triunfaba en la batalla de Canas. La nación poderosa de los celtíberos y otros pueblos no menos considerables siguieron la fortuna de los generales romanos. Estos eran dueños del mar, de los pasos de los Pirineos, y por intermedio de los mesaliotas, de cuya fidelidad estaban seguros, lo eran de todas las costas de las Galias. Ahora menos que nunca podía Aníbal fiarse de España.
REFUERZOS DE ÁFRICA
Cartago había hecho hasta entonces cuanto de ella podía esperarse. Sus escuadras habían amenazado las costas de Italia y las islas de los romanos, e impedido todo desembarco en África. Pero a esto se limitaron sus esfuerzos. Por otra parte, se ignoraba en la metrópoli africana el lugar donde convendría buscar a Aníbal, y no se poseía en Italia ni un solo puerto de desembarco. Y además, ¿no estaba habituado el ejército de España a bastarse a sí mismo desde hacía muchos años? Por último, el partido de la paz no cesaba de murmurar y moverse. Bien considerado, la inacción era imperdonable y el héroe cartaginés sentía ya sus efectos. Procuraba economizar el oro de sus cajas y la sangre de sus soldados; pero sus cajas se iban vaciando poco a poco, el sueldo iba atrasado, y las filas de sus veteranos iban aclarándose. Finalmente, la noticia de la victoria de Canas hizo callar a los facciosos, y el Senado de Cartago se decidió a enviarle hombres y dinero, a la vez de África y de España. Entre otros recursos se pondrán a disposición de Aníbal cuatro mil númidas y cuarenta elefantes, y se dará un enérgico impulso a la guerra en las dos penínsulas. Anteriormente se habían hecho algunas gestiones de alianza ofensiva con Macedonia, que fracasaron de repente por la muerte de Antígono Doson, por la irresolución de Filipo, su sucesor, y, en fin, por la inoportuna guerra emprendida contra los etolios (de 534 a 537). Al día siguiente de la batalla de Canas, las proposiciones de Demetrio de Paros hallaron en Filipo mejor acogida. Le prometió la cesión de sus dominios en Iliria, que había que arrancar primero a los romanos, y la corte de Pela trató definitivamente con los cartagineses. La Macedonia debía mandar un ejército a la costa oriental de Italia, y Cartago le aseguraba en cambio la restitución de sus antiguas posesiones de Epiro.
ALIANZA CON SIRACUSA
En Sicilia el rey Hieron permaneció neutral mientras duró la paz, y pudo hacerlo sin comprometerse en lo más mínimo. Cuando Cartago había estado a punto de perecer en una guerra civil, al día siguiente de hecha la paz con Roma, la había auxiliado con provisiones de granos. No hay duda de que la actual ruptura no le fue muy agradable; pero, como no había podido impedirla, permaneció prudente y fielmente unido a Roma, y murió al poco tiempo (otoño del año 538) ya muy viejo, después de un reinado de cincuenta y cuatro años. Su nieto y sucesor, el incapaz Jerónimo, se puso en relación con los enviados cartagineses, quienes no tuvieron dificultad en prometerle la Sicilia hasta la antigua frontera de las posesiones fenicias, y después, como sus exigencias habían crecido, toda la isla. Con esto firmó un tratado formal de alianza, y reunió su escuadra con la africana en el momento en que esta llegó a la vista de Siracusa y amenazó su capital. La escuadra romana de Lilibea, que había andado reacia para seguir los buques cartagineses y estacionarse en las islas Egates, se hallaba en extremo comprometida. El desastre de Canas impidió a Roma embarcar refuerzos para Sicilia, pues necesitaba aplicarlos en Italia a necesidades más urgentes.
SE
PASAN A ANÍBAL CAPUA Y LA MAYOR PARTE
DE LAS CIUDADES DE LA BAJA ITALIA
Los sucesos tomaban en Italia un carácter más decisivo. El edificio de la confederación romana, inquebrantable durante dos años de una guerra terrible, parecía que al fin comenzaba a desunirse y amenazaba con la ruina. Acababan de pasarse a Aníbal Arpi, en la Apulia, y Uzentum (Ugento) en la Mesapia; estas dos antiguas ciudades habían sufrido mucho con la vecindad de las colonias de Luceria y de Brundusium. Pero todas las ciudades de los brucios se les habían anticipado, a excepción de Petelia (hoy Estrongoli) y de Consentia (Cosenza), a las que Aníbal embistió. Por otro lado, la mayor parte de los lucanios, los picentinos que Roma había trasladado al país de Salerno, los hirpinos y los samnitas, a excepción de los pentros (Pentri), se habían separado de la confederación. Y por último Capua, la segunda ciudad de Italia; Capua, que podía poner en campaña un ejército de treinta mil infantes y cuatro mil caballos, también se separó. El ejemplo de la gran ciudad arrastró a Atella y a Calatia, sus vecinas.[8] Pero en todas partes, y sobre todo en Capua, la nobleza se resistió, unida a la causa de Roma por todos sus intereses. De aquí las luchas intestinas y tenaces que aminoraban para Aníbal las ventajas de la defección. En Capua se vio obligado a apoderarse de Decio Magio, que luchaba todavía a favor de los romanos aun después de la llegada de los africanos. Lo envió cautivo a Cartago, haciendo ver de este modo, y quizá muy a pesar suyo, cuán poco podían contar los campanios con la libertad y la soberanía prometida por los generales cartagineses. En cambio, los griegos de la Italia del Sur se mantuvieron firmes. No hay duda de que las guarniciones romanas influyeron mucho en su fidelidad. Pero obedecían aún más a su odio de raza contra los fenicios y los nuevos aliados de Cartago, los lucanios y los brucios. Al mismo tiempo amaban a Roma, siempre dispuesta a mostrar su celo y sus tendencias helenistas, siempre indulgente y excepcionalmente dulce para con los greco-itálicos. Así se vio a los de Campania, en Neápolis por ejemplo, resistir valerosamente los ataques dirigidos por Aníbal en persona. A pesar del peligro que las amenazaba, cerraron también sus puertas en la Gran Grecia las ciudades de Metaponte, Rhegium, Thurium y Tarento. Crotona y Locres, por el contrario, fueron atacadas y obligadas a capitular por los fenicios y los brucios aliados. Los crotoniatas fueron trasladados a Locres, cuya importante plaza marítima ocuparon colonos brucios. No hay para qué decir que los latinos del sur en Brundisium, Venusia, Pæstum, Cales, Coza, etc., no se sometieron. Estas ciudades eran verdaderas fortalezas romanas fundadas por los conquistadores en el corazón del país extranjero. Los colonos establecidos en estas tierras no se llevaban bien con sus vecinos, y serían los primeros perjudicados si Aníbal restituía, según había prometido, su antiguo territorio a las ciudades itálicas. Lo mismo sucedió en toda la Italia central, lo que era el antiguo dominio de la República. Aquí predominaban las costumbres y la lengua latina, y los habitantes eran socios y no súbditos de Roma. Los adversarios de Aníbal en Cartago no dejaron de hacer ver en pleno Senado que no se les había pasado ni un solo ciudadano romano ni una ciudad latina. El sólido edificio del poder romano solo podía, cual gigantesco muro ciclópico, derribarse piedra por piedra.
FIRMEZA DE LOS ROMANOS
Tales habían sido las consecuencias de la batalla de Canas, donde pereció la flor de los soldados y de los oficiales de la federación, la séptima parte, cuando menos, de los italianos capaces de llevar las armas. Era un terrible pero justo castigo a las gravísimas faltas políticas, imputables no solo a algunos héroes mentecatos, sino a toda la ciudad. La constitución hecha para una ciudad provincial no podía convenir a la capital de un gran imperio. No era a la caja de Pandora del voto popular adonde se podía ir razonablemente a buscar el nombre del general que sería llamado al mando supremo en una guerra de tamaña importancia. Sin embargo, este era el momento menos propicio para comenzar las reformas. En realidad no había más que hacer que dejar la dirección de las operaciones militares, el nombramiento y la prorrogación del generalato a la única autoridad que sabía y podía proveer a ello, y hacer que los comicios ratificasen después lo hecho. Los brillantes éxitos de los Escipiones en el difícil campo de batalla de la península española eran una gran enseñanza. Pero los demagogos, empeñados en minar los fundamentos del poder aristocrático, se habían apoderado de la dirección de la guerra en Italia. El pueblo había creído las imprudentes palabras de los agitadores que acusaban a los nobles de conspirar con el enemigo. Tristes mesías de una ciega fe política, aquellos Flaminios y Varrones, «hombres nuevos» y de los más puros amigos del pueblo, puestos a la cabeza del ejército y encargados de ejecutar los planes de guerra que habían improvisado o hecho aprobar en la plaza pública, y que ya habían dado por resultado las derrotas de Trasimeno y Canas. Comprendiendo hoy su misión mejor que en el tiempo en que había llamado de África al ejército de Régulo, el Senado no hacía más que cumplir con su deber queriendo manejar él solo el timón, y oponiéndose lo mejor que podía a todas las medidas extravagantes. Desgraciadamente, después de la primera de las dos grandes derrotas del ejército, cuando se había hecho dueño de la situación, cometió la falta de obedecer las sugerencias del interés de partido. No es que yo quiera poner a Quinto Fabio en la línea de los Cleones romanos, sus predecesores o sucesores, pero sí debo decir que en vez de hacer la guerra solamente a Aníbal, había hecho también una guerra política a Cayo Flaminio; y que en el momento en que la unión era más necesaria, aun manteniendo frente a Aníbal su tenaz defensiva, había también envenenado las disensiones que mediaban entre él y su segundo. Fue entonces cuando se dividió la dictadura, ese instrumento de salvación transmitido al Senado por la sabiduría de sus antepasados; y como una consecuencia indirecta, si se quiere, vinieron la batalla y las desgracias de Canas. Sin embargo, ni Quinto Fabio ni Marco Varrón eran en realidad los autores de esta terrible catástrofe. En realidad tenía su origen en la hostilidad y en las desconfianzas entre gobernantes y gobernados, entre el cuerpo deliberante y la asamblea del pueblo. En consecuencia, era necesario para la salvación del Estado y el restablecimiento del poder romano, comenzar por restablecer la unión y la confianza públicas. El Senado, y este es su glorioso e imperecedero título de honor, vio claramente las cosas, y, lo que era más difícil, obró en consecuencia. Actuó con decisión, destruyendo todos los obstáculos y dejando aparte las recriminaciones, aunque tal vez fueran justas. Así cuando Varrón, el único de todos los jefes del ejército que había sobrevivido, volvió a entrar en Roma después de la batalla, los senadores salieron a recibirlo hasta las puertas de la ciudad y le dieron las gracias por no haber desesperado de la salvación de la patria. ¡Y no era esto vana palabrería o jactancia para paliar la miseria de los tiempos, como tampoco punzante ironía hacia el triste general! Era la paz entre el poder gobernante y el pueblo. Los peligros del momento y el formal llamamiento del Senado a la concordia pusieron término a todas las habladurías y rencillas del Forum; solo se pensó en la unión para salir del apuro. Quinto Fabio, cuya tenaz constancia fue entonces más útil que todos los hechos de guerra, y todos los senadores notables se dedicaron a la salvación común, y devolvieron al pueblo la confianza en sí mismo y en el porvenir. El Senado guardó hasta el fin la misma firme actitud, aun en aquellos momentos en que de todas partes llegaban mensajeros anunciando solo derrotas, defecciones, pérdidas de los campamentos y de los almacenes del ejército; aun cuando solo pedían refuerzos para el valle del Po y para la Sicilia, donde la Italia parecía perdida; y aun cuando la misma Roma, casi indefensa, se hallaba expuesta a los golpes del enemigo. Se prohibió a la gente del pueblo reunirse en las puertas. Los ociosos y las mujeres tuvieron que encerrarse en sus casas; el luto por los muertos fue limitado a treinta días, y solo se interrumpieron por poco tiempo las ceremonias de los cultos alegres de los dioses, de los que estaban excluidos quienes vestían luto (¡tal era el número de los soldados muertos en los últimos combates que casi todas las familias estaban de duelo!). En este tiempo, los legionarios que habían vuelto sanos del campo de batalla se habían reunido en comisión a las órdenes de los vigorosos tribunos militares, Apio Claudio y Publio Escipión, hijo. Este, con su marcial continente y con ayuda de sus fieles camaradas, y hasta echando mano de la espada cuando no bastaban las palabras, hizo volver a sentimientos más romanos a una porción de jóvenes nobles que, desesperando por la salvación de la patria, creyeron conveniente buscar la suya por mar. El cónsul Marco Varrón también se les unió con un puñado de soldados, y poco a poco llegaron a reunirse cerca de dos legiones, que, después de haber sufrido la degradación militar por orden del Senado, fueron reorganizadas para un servicio sin sueldo. El torpe general fue inmediatamente llamado a Roma bajo un pretexto cualquiera, y el pretor Marco Claudio Marcelo, soldado experimentado en las guerras de la región cisalpina, que tenía desde tiempo atrás la misión de tomar en Ostia el mando de la escuadra y conducirla a Sicilia, fue a ponerse a la cabeza de las tropas. Durante este tiempo Roma hizo los más enérgicos esfuerzos. Necesita un nuevo ejército de combate y pide a los latinos que vengan en auxilio de la República ante el peligro que a todos amenaza. Roma da el ejemplo y alista a todos los hombres capaces de tomar las armas, aun a los jovencillos. Armó a los deudores sujetos a pena corporal y también a los criminales; compró ocho mil esclavos y los alistó. Como carecía de armas, se apoderó de las ofrecidas a los dioses como despojos del enemigo y que estaban depositadas en los templos; en todas partes trabajan de noche y de día los obreros y los forjadores. El Senado se completa, no como querían los patriotas tímidos, es decir admitiendo en él a los latinos, sino llamando a los ciudadanos más caracterizados legalmente. Por último, cuando Aníbal prometió devolver sus prisioneros a condición de un rescate público, se rechazaron sus proposiciones. Sus enviados, encargados también de manifestar el deseo de los romanos cautivos, no fueron ni siquiera recibidos en la ciudad. El Senado no quería que pudiera creerse que pensaba en la paz. Sepan los aliados que Roma no transigirá jamás, y vea hasta el último de los ciudadanos que, fuera de la victoria, no hay que esperar la salvación ni el fin de la guerra.