Diario de Bram Stoker (continuación)
… Ha pasado el verano y, por lo visto, el interés de Eliot por el caso ha disminuido. Está cada vez más concentrado en la investigación médica y, en consecuencia, lo veo todavía menos que antes. En las escasas ocasiones en que nos hemos visto, me ponía al día sobre el estado de salud de Mary Kelly, pero no hacía ningún comentario sobre la aventura que protagonizamos hace apenas unos meses. Una vez le pregunté si Lucy estaba aún en peligro. Fijó sus ojos en mí, mirándome de esa manera suya tan particular que me recuerda un halcón.
—Si puedo evitarlo, no lo estará.
Me contestó escuetamente, sin añadir ni una palabra más. Yo no insistí, pues me di cuenta de que estaba resuelto a guardar sus secretos para él.
Me reconfortó saber, sin embargo, que Lucy contaba con un guardián como él, no solo por los sentimientos de amistad que me unen a ella sino también en tanto que director del teatro donde ella trabaja y en el que está cosechando cada día más éxito. En una ocasión el señor Oscar Wilde me expresó su interés por sus dotes de actriz y, como yo sabía que tenía planeado escribir una comedia muy pronto, decidí presentarlos. Yo sentía que era mi deber aupar a una actriz tan prometedora y con esta intención decidí organizar una fiesta y una cena. Invité a varias personas que yo creía que podrían ayudar a Lucy; y también invité al doctor Eliot, un personaje que nos unía a los dos.
Una mañana soleada del mes de julio fui andando hasta Whitechapel. Pillé a Eliot justo a tiempo, pues al doblar la esquina de Hanbury Street vi que iba a subir a un coche. Pareció alegrarse de verme y cuando le dije que estaba invitado a la cena, aceptó venir con la condición, sin embargo, de no estar obligado a ser ingenioso y brillante. Le aseguré, no obstante, que nunca había conocido a nadie tan inteligente como él y la verdad es que este comentario pareció halagarlo, aunque meneó la cabeza y señaló el coche al que iba a subir.
—Ahí tiene la prueba de mi falta de inteligencia. ¿Recuerda usted a Mary Jane Kelly?
Le respondí que la recordaba perfectamente.
—En este caso —prosiguió— recordará que le di el alta hace poco. Ahora ha empeorado y vuelve a estar ingresada. Confieso que mi tratamiento fue del todo ineficaz.
—Vaya, lo siento —repuse—. Pero dígame, Eliot, ¿qué ha querido decir al señalarme el coche?
—Nada, solo que voy a New Cross, donde espero poder ver a Lizzie Seward, la prostituta que sobrevivió a una agresión muy similar a la que sufrió Mary Kelly. La pobre mujer ha perdido la razón desde aquel incidente.
—¿Puedo acompañarlo? —inquirí.
—Si tiene tiempo —repuso—, será un placer tenerlo a mi lado una vez más. Pero debo prevenirle —añadió cuando subíamos al coche— que no va a ser una visita agradable.
El presentimiento de Eliot estaba justificado. Llegamos a la institución benéfica, que más que un hospital parecía una cárcel, y en seguida nos hicieron pasar al despacho del doctor Renfield[18], el director del asilo, a quien Eliot le explicó su interés por Lizzie Seward; el doctor Renfield se hinchó de orgullo y nos habló del estado de su paciente como si estuviera exhibiendo un animal en un zoo. Por lo visto Lizzie Seward disfrutaba desgarrando a los animales y bebiéndose después su sangre, con la que se untaba la piel.
—Hasta he acuñado un vocablo para describir su enfermedad —nos dijo el doctor Renfield, que calló un momento para crear suspense—. Zoófago, el que se alimenta de animales vivos. La describe muy bien, creo. —Se puso en pie y extendió el brazo—. Por aquí, si son tan amables.
Lo seguimos por un largo pasillo por donde se accedía a las salas. El estado de la paciente era terrible. Estaba encerrada en una celda minúscula, embadurnada de sangre seca, rodeada de plumas y huesecitos; nos miró fijamente con sus ojos de enajenada.
—Miren esto —dijo el doctor Renfield haciendo un guiño. Nos enseñó una jaula y extrajo de ella una paloma, que dejó en la celda. Observé que le habían cortado las alas; Lizzie Seward, desde un rincón, la contemplaba con los ojos entornados. De repente, lanzó un espantoso grito de dolor y de rabia, y agarró la paloma. Le retorció la cabeza y empezó a beber la sangre desesperadamente, como si contuviera alguna propiedad mágica. Después le desgarró el estómago y se frotó la cara y el pelo con la sangre y los intestinos, como si se estuviera enjabonando. Poco a poco fue calmándose hasta que cayó postrada, entre las plumas y las entrañas, y se echó a llorar.
Vi que Eliot había palidecido de ira al ver aquel espectáculo, mas el doctor Renfield no advirtió nada.
—Y la diversión no se ha acabado aún —susurró—. Observen.
La paciente empezó a retorcerse y a sufrir convulsiones; tenía el cuerpo arqueado como si fuera a vomitar una sustancia venenosa. Pero no pudo; solo chilló; fue un chillido agudo y desgarrador como el de Mary Kelly; después se abalanzó contra la pared del fondo de la celda; intentó escalarla y la arañó hasta que los dedos le sangraron. Cuando Eliot protestó, el doctor Renfield le lanzó una mirada llena de reproche; después se encogió de hombros y llamó a dos enfermeros, que entraron en la celda, cogieron a la paciente y la ataron con unas correas de piel. La depositaron en la tabla que hacía de cama y la ataron a ella. Aquellos hombres desplegaron una brutalidad totalmente innecesaria.
—He tomado la determinación —me susurró Eliot al oído— de no dejar que internen a Mary Kelly en un sitio así.
Le pidió al doctor Renfield el diagnóstico.
—Histeria zoófaga —repuso el doctor visiblemente dolido de que Eliot hubiera olvidado el término que él había acuñado—. Es incurable —añadió contentísimo de que este fuera el caso.
Eliot asintió y, como no tenía más preguntas que hacerle al doctor, yo pensé que consideraría infructuosa la visita. Sin embargo, una vez salimos, no me pareció que estuviera en absoluto descorazonado; al contrario, se le veía íntimamente satisfecho, aunque no me hizo ningún comentario. Como se estaba haciendo tarde y no quería aburrirlo con mis preguntas, paré un coche con el propósito de ir al Lyceum; antes de marcharme, le rogué que no olvidara mi invitación y le repetí que, si necesitaba mi ayuda, fuera a verme. Me aseguró que así lo haría. Lo dejé, frustrado por su taciturnidad, mas me levantó el ánimo pensar que nuestra aventura no había acabado todavía…