Extracto de las memorias del coronel Sir William Moorfield, caballero de la Orden del Baño, caballero de la Orden de San Miguel y miembro de la Orden de Servicios Distinguidos, Con rifles en el Raj, Londres, 1897

UNA MISIÓN PELIGROSA

UNA MISIÓN SECRETA • LA DIOSA KALI SHMASHANA • EXPEDICIÓN A TRAVÉS DE LAS MONTAÑAS • EL ÍDOLO ENSANGRENTADO • UN DESCUBRIMIENTO ABOMINABLE

Ahora relataré el episodio tal vez más extraordinario de cuantos acaecieron en el transcurso de mi larga carrera desarrollada en la India. A finales del verano del año 1887, cuando el tedio de la rutina del acuartelamiento se hacía insoportable, recibí inesperadamente la orden de acudir a Simia. Nada se especificaba sobre la misión que iban a confiarme pero, puesto que el calor que hacía en aquel momento en las llanuras era sofocante, acogí con agrado la idea de emprender una excursión por las estribaciones. Yo siempre he sido amante de la alta montaña, y Simia, que se halla en lo alto de un promontorio, entre cedros y brumas, es de una belleza ciertamente espectacular. No obstante, apenas si tuve tiempo de admirar las vistas, pues, nada más llegar al lugar de destino, recibí un mensaje del coronel Rawlinson, quien me ordenaba que me presentase sin dilación ante él. Me afeité, me cambié de uniforme a toda prisa y en un decir amén estaba ya en camino. De haber sabido las consecuencias de aquel encuentro, no habría procedido con tanto afán. Pero, en aquel momento, sentí en mis venas el placer de volver al servicio activo, emoción que no hubiera cambiado por nada del mundo.

Los despachos del coronel Rawlinson se hallaban separados del cuartel general, al fondo de un callejón tan oscuro que parecía un lugar más apropiado para un bazar que para el despacho de un oficial británico. Todos mis recelos, sin embargo, se desvanecieron nada más verlo, pues era un hombre de elevada estatura, pulcro y de ojos una pizca acerados, por quien sentí una simpatía inmediata. Rawlinson me condujo enseguida a su estudio, revestido de teca y repleto de mapas, y con las paredes decoradas por una extraordinaria colección de dioses hindúes. Había dos hombres esperándonos sentados a una mesa redonda. A uno de ellos lo reconocí al instante: ¡Era el viejo Pumper Paxton, que había sido mi comandante en jefe en Afganistán! Hacía cinco años que no lo había visto, pero seguía tan fuerte y tan lozano como siempre. El coronel Rawlinson esperó a que terminásemos de saludarnos y entonces me presentó al otro hombre, que hasta aquel momento había permanecido sentado en un discreto segundo plano.

—Capitán Moorfield —dijo el coronel—, le presento a Huree Jyoti Navalkar[2].

Me saludó a la manera hindú, inclinando ligeramente la cabeza; al hacerlo, vi, entre sorprendido y asustado, lo reconozco de buena gana, que aquel hombre ni siquiera era un soldado: era uno de esos típicos babus[3], gruesos y sudorosos, que trabajan de office-wallah[4] y que uno encuentra por doquier en la India. El coronel Rawlinson debió advertir mi sorpresa, mas no hizo comentario aclaratorio alguno sobre la presencia del babu: se limitó a hojear unos papeles; levantó luego la vista y me miró fijamente con sus ojos acerados.

—Un expediente notable el suyo, Moorfield —comentó.

Sentí que enrojecía.

—Fruslerías, señor —murmuré.

—Veo que desempeñó usted un brillante papel en el frente de Baluchistán. Así pues, estuvo en las montañas, ¿no es así?

—Sí, presencié allí unas cuantas batallitas, señor.

—¿Le gustaría ver unas cuantas montañitas más?

—Iré donde me manden, señor.

—¿Aun en el caso de que no se trate de una acción militar de las que usted realiza regularmente?

Al oír aquellas palabras, fruncí el entrecejo y pillé al viejo Pumper mirándome, aunque desvió la vista sin decir palabra. Miré de nuevo al coronel Rawlinson.

—Estoy dispuesto a todo, señor.

—¡Es usted valiente! —exclamó con una sonrisa en la boca, dándome una palmada en el hombro; a continuación, cogió un puntero y se dirigió a un mapa enorme que colgaba de la pared. Su rostro volvió a ponerse rígido; estaba ahora muy serio—. Esto, Moorfield —dijo señalando con el puntero una larga línea púrpura sobre la que dio unos ligeros golpes—, es la frontera de nuestro Imperio indio. Es extensa y, como bien sabe usted, está escasamente protegida. Y esto —añadió dando de nuevo unos golpecitos con el puntero— es el territorio de Su Majestad Imperial, el zar de Rusia. Si observa bien, verá que esta zona de montañas y estepas ni nos pertenece a nosotros ni tampoco a los rusos. Son estados tapón, Moorfield, terreno abonado para espías y aventureros, que se hallan en ellos en su elemento. En este preciso momento, a menos que mis noticias no sean correctas, y no es el caso, una tormenta amenaza con caer sobre el lugar, una fuerte tempestad que por lo visto se está acercando hacia nuestra frontera india. —Dio unos golpecitos en una zona del mapa que estaba en blanco—. Hacia aquí, para ser precisos. —Hizo una pausa—. Una región llamada Kalikshutra.

Fruncí el entrecejo.

—Me parece que es la primera vez que oigo este nombre, señor.

—No me sorprende, Moorfield, muy pocos lo han oído. Observe —dijo volviendo a dar unos golpecitos con el puntero sobre la zona— lo aislada que está la región; se halla a gran altitud y solo hay un camino que conduzca hasta ella. No hay otra forma de llegar, ni tampoco de salir. Hasta ahora no le habíamos prestado ninguna atención. Era un lugar sin valor estratégico, ¿comprende? —Se interrumpió y frunció el entrecejo—. O eso creíamos —murmuró sin dejar de arrugar la frente. Se quedó mirando fijamente el mapa un momento y volvió a sentarse, inclinándose hacia mí—. Nos han llegado extraños rumores, Moorfield. Algo se cierne sobre el lugar. Hace un mes llegó de allí uno de nuestros agentes; estaba pálido como un muerto, cubierto de cicatrices y vacilante, pero nos trajo noticias inauditas. «Los he visto», musitó con cara de espanto. «Kali». Después cerró los ojos como si estuviera demasiado débil para seguir hablando. «Kali», repitió. Lo dejamos solo para que descansara, pero a la mañana siguiente… —El coronel Rawlinson hizo una pausa. Su rostro delgado y bronceado estaba ahora pálido—. A la mañana siguiente —prosiguió después de aclararse la voz—: lo hallamos muerto. —Hizo otra pausa—. El pobre se había pegado un tiro.

—¿Que se había pegado un tiro? —repetí incrédulo.

—Sí, justo en el corazón. Su aspecto era lamentable.

—Dios de mi vida. —Respiré hondo—. ¿Y por qué lo hizo?

—Eso, capitán, es lo que queremos que usted averigüe.

Se produjo un largo y angustioso silencio. Sentía que aquellos dichosos ídolos hindúes se reían de mí. Ni se me ocurría poner en duda que teníamos un verdadero misterio entre manos. Sabía de sobra cuan peligroso puede ser el espionaje y cuan valerosos son los hombres que le consagran sus vidas. Ninguno de ellos se pega un tiro en un estado de obcecación y de horror. Algo debió de impresionar a aquel hombre hasta trastornarlo, pero ¿qué? Alcé la vista y volví a mirar a Rawlinson.

—¿Cree, tal vez, que los rusos andan metidos en el asunto, señor?

El coronel Rawlinson asintió.

—Sabemos que lo están. —Se interrumpió y en voz baja añadió—: Hace quince días llegó otro agente.

—¿Digno de confianza?

—Es el mejor de todos. —El coronel Rawlinson asintió—. Lo llamamos Sri Sinh: el León. Realmente es el mejor.

—Había visto a unos rusos —intervino Pumper, acercándoseme—. Cientos de pobres diablos vestidos como los indígenas que subían por el camino que lleva a Kalikshutra.

Fruncí el entrecejo. Se me acababa de ocurrir una cosa.

—Kalikshutra —repetí, dirigiéndome de nuevo a Rawlinson—. El primer agente, señor, el que murió, si no recuerdo mal, pronunció la palabra «Kali». ¿No cabe la posibilidad de que estuviera refiriéndose a un sitio completamente distinto?

—No —contestó el babu, cuya presencia en la habitación había olvidado por completo.

—¿Cómo dice? —pregunté con frialdad, pues no estaba acostumbrado a que nadie me hablara en aquel tono, y todavía menos un oficinista bengalí. Mas mi mirada desdeñosa no impactó para nada al babu, quien se me quedó mirando fijamente con cierta grosería. Antes de seguir hablando, se rascó el trasero—. Kali es una diosa hindú —dijo como un maestro cuando reprende a un alumno que ha hecho mal sus deberes—. No es ningún lugar.

Debí de poner cara de enojo porque Rawlinson me interrumpió bruscamente.

—Huree es profesor de sánscrito en la Universidad de Calcuta —se apresuró a decir, como si aquello sirviera para justificar cualquier cosa.

Me quedé mirando de arriba abajo a aquel hombre grosero y él me miró a su vez con sus ojos insolentes y fríos.

—Yo solo soy un simple inglés —dije, satisfecho de haberlo atacado con mi mordaz comentario—. No pretendo dármelas de culto; el campamento militar ha sido mi escuela. Así, pues, es evidente que deberá explicarme la relación que existe entre Kali, la diosa, y Kalikshutra, la región, porque no me importa reconocer que no la veo.

El babu asintió.

—Será un placer, capitán.

Cambió de posición, se agachó y cogió una estatua, un objeto grande y negro, que colocó sobre la mesa delante de mí.

—Esta es, capitán, la diosa Kali —dijo. Solo pude pensar en darle las gracias al Cielo por ser cristiano, porque la diosa Kali era en verdad una criatura de lo más horripilante. Como he dicho, tenía el cuerpo negro como la boca del lobo, seis manos, con las que sostenía unas espadas, y la lengua, teñida de algo que semejaba sangre. Parecía, además, que estuviera danzando sobre el cuerpo de un hombre. Pero nada de todo esto era en modo alguno lo más pavoroso, pues al observarla con mayor detenimiento vi que llevaba un cinturón y una guirnalda en el cuello.

—¡Madre mía! —exclamé. ¡De la cintura le colgaban manos humanas ensangrentadas y la guirnalda estaba hecha de cabezas cortadas!

—Tiene varios nombres, capitán —me susurró el babu al oído—, pero siempre es Kali la Terrible.

—¡No me sorprende! —repuse—. ¡Basta con mirarla!

—No ha entendido usted bien el significado de este nombre. —El babu sonrió ladinamente—. Debe hacer un esfuerzo, capitán, por comprender que en la filosofía hindú el terror es solo un medio por el cual se accede a lo absoluto. Lo que aterra inspira, lo que destruye es fuente de vida. Cuando experimentamos el terror, capitán, alcanzamos a ver lo que los sabios llaman shakti: el poder eterno, la energía femenina que mantiene vivo el universo.

—¿Ah, sí? ¡Demonios! ¡No me diga! —Por supuesto que en toda mi vida jamás había oído semejantes tonterías y me temo que se me notó, mas el babu no parecía ni por asomo ofendido. Se limitó a dedicarme otra sonrisa astuta y zalamera.

—Debe intentar ver las cosas como nosotros, unos pobres paganos, las vemos, capitán —murmuró.

—¿Y por qué demonios debería hacerlo?

El babu dejó escapar un suspiro.

—Ya sé que el pavor que inspira la diosa, además de su poder, es algo totalmente absurdo para usted, pero para otras personas no lo es. Así pues, capitán, métase en la cabeza que debe conocer a su enemigo. A fin de cuentas, es ahí donde le espera Kali a usted también.

Agachó lentamente la cabeza y susurró una plegaria. Cuando volví a observarlo, el babu parecía haberse transformado ante mis propios ojos. Fue algo muy extraño, pero lo cierto es que de pronto parecía un militar imperturbable, con un gran autodominio. Y al tomar de nuevo la palabra, daba la impresión de que estaba sermoneando a la plana mayor de un ejército.

—Le he pedido, capitán Moorfield, que comprendiera la naturaleza de la devoción que inspira Kali, pues es muy probable que sea su enemigo más poderoso. No la desprecie solo porque la considera horripilante y extraña. La piedad puede ser tan peligrosa como las armas de un soldado. Recuerde que hace solo cincuenta años los sacerdotes de Kali de Assam le ofrecían a la diosa sacrificios humanos. Si no hubieran anexionado su reino al Imperio británico, sin lugar a dudas seguirían haciendo estas ofrendas. Por supuesto, los británicos nunca han conquistado Kalikshutra, de modo que no podemos saber qué costumbres se practican allí todavía.

—Dios de mi vida —exclamé, sin dar apenas crédito a mis oídos—. No insinuará usted que… siguen sacrificando a seres humanos, ¿verdad?

El babu meneó la cabeza.

—Yo no digo nada —repuso—. Ningún agente del gobierno ha penetrado en el interior de la región. No obstante… —Su voz se desvaneció. Se quedó en silencio y miró la estatua, su collar de calaveras y la lengua roja—. Me ha preguntado usted qué relación guardaba la diosa con Kalikshutra —murmuró.

Asentí. Ahora sentía más simpatía por aquel tipo; presentí que iba a decir algo de extrema importancia y lo alenté a proseguir.

—Kalikshutra, capitán Moorfield, significa, traducido literalmente, «la tierra de Kali[5]». Y, sin embargo, —añadió haciendo una pausa— es un insulto a mi religión decir que Kalikshutra es hindú, pues en la India a la diosa se la venera en todas partes como una deidad benefactora, una amiga del hombre, la Madre del Universo…

—¿Y en cambio en Kalikshutra no? —pregunté.

—En cambio, en Kalikshutra… —El babu volvió a quedarse en silencio, mirando fijamente las muecas de la cara de la diosa—. En Kalikshutra se la adora en tanto que Reina de los demonios. ¡Shmashana Kali! —pronunció estas palabras susurrándolas en voz baja y, al hacerlo, la habitación pareció oscurecerse de pronto y llenarse de un frío intenso—. Kali del terreno de las piras funerarias, de cuya boca mana la sangre sin cesar y que vive en los infiernos. —El babu tragó saliva y empezó a hablar en una lengua desconocida para mí—. Vetala-pancha-Vinshati —fue lo que oí. El babu repitió estas palabras dos veces, volvió a tragar saliva, y su voz se hizo inaudible.

—¿Perdón? —intervino Pumper tras una pausa prudencial.

—Los demonios —repuso el babu sucintamente—. Es la frase que pronuncian los habitantes de las estribaciones que hay a los pies de las montañas. Es un término sánscrito antiguo. —Volvió la cabeza y prosiguió, dirigiéndose a mí—. Es tal el terror que inspiran estos demonios, capitán, que los aldeanos que viven a los pies de las montañas de Kalikshutra se niegan a transitar por el camino que conduce hasta allí. Por eso podemos estar seguros de que los hombres que vieron nuestros agentes subiendo el sendero no eran nativos sino extranjeros. —Hizo una pausa y luego sacudió el índice con énfasis—. ¿Me comprende, capitán? Ningún nativo se hubiera aventurado a subir por el sendero.

Nos quedamos todos callados y Rawlinson se volvió para observar mi reacción.

—¿Se da cuenta del peligro? —Preguntó con el entrecejo fruncido—. No podemos permitir que los rusos anden por Kalikshutra. Una vez se establezcan en la región, serán, prácticamente, inexpugnables. Y si montan una base, lo harán en la frontera de la India británica. Es peligroso, Moorfield, muy peligroso. No creo que deba hacer más hincapié en ello.

—No, señor.

—Queremos que estudie usted los movimientos de los rusos.

—Sí, señor.

—Partirá mañana. El coronel Paxton lo seguirá pasado mañana con su regimiento.

—Muy bien, señor. ¿Y de cuántos hombres dispondré?

—De diez. —Debí de poner cara de sorpresa, porque Rawlinson sonrió—. Son excelentes soldados, Moorfield, no debe preocuparse por ello. Si puede desafiar a los rusos usted solo, fantástico. De lo contrario —Rawlinson miró a Pumper moviendo significativamente la cabeza—, llame a Paxton. Estará esperando en la base del sendero con suficientes hombres para acabar con todos.

—Con todos los respetos, señor…

—¿Sí?

—¿Por qué no nos ponemos en camino con el regimiento, sin tener que esperar?

Rawlinson se pasó los dedos por el bigote.

—Cuestión de política, Moorfield.

—No lo entiendo.

Rawlinson lanzó un suspiro.

—Me temo que se trata también de un juego diplomático. Londres no desea que haya problemas en la frontera. De hecho, y eso es algo que no debería decirle, ya hemos hecho la vista gorda ante varios incidentes ocurridos en la región. Hará unos tres años —no sé si lo recuerda usted— secuestraron a lady Westcote y a su hija junto con veinte hombres.

—¿Lady Westcote?

—La esposa de lord Westcote, que había desempeñado un alto puesto en Kabul.

—Dios mío —exclamé—. ¿Y quién la secuestró?

—No lo sabemos —contestó Pumper, quien súbitamente se irguió con una expresión de enojo en el rostro—. Nuestros intentos por investigar el caso fueron abortados. Reprimidos por los políticos.

Rawlinson lo miró irritado y después se dirigió a mí.

—La cuestión es esa —dijo—: no estaría bien visto que los soberanos británicos entraran en un sitio a la fuerza.

—Es un poco tarde para eso —intervino el babu. Los demás hicimos como si no lo hubiéramos oído.

El coronel Rawlinson me entregó unos documentos pulcramente encuadernados.

—Estos son los mejores mapas que hemos podido conseguir, aunque me temo que no son muy buenos. Los documentos también contienen unas notas del profesor Jyoti sobre el culto a Kali y los informes de Sri Sinh, nuestro agente de las estribaciones que hay al pie de las montañas. Me parece que ya le he hablado de él.

—Sí, señor. El León. ¿Estará allí?

El coronel Rawlinson frunció el entrecejo.

—Si lo está, capitán, no espere verlo. Los espías tienen una forma de comportarse muy suya. Sin embargo, tal vez, le interese contactar con un hombre llamado John Eliot. Es un médico inglés que ha estado trabajando con los indígenas durante dos años; los ayuda, ha montado un hospital, ya sabe, este tipo de cosas. Por lo general, no mantiene relación alguna con las autoridades coloniales, porque él va a lo suyo, ya me entiende, pero en este caso está informado de la misión que va a llevar a cabo, capitán, y, si está en sus manos, lo ayudará. Puede serle útil si consigue sonsacarle información. Conoce a fondo a los habitantes de la región. Y me han dicho que habla como uno de ellos.

Asentí y garabateé una nota en la cubierta de los documentos. A continuación, me puse en pie, pues me di cuenta de que la sesión informativa había concluido. Antes de abandonar la habitación, sin embargo, el coronel Rawlinson me estrechó la mano.

—Dios, Moorfield —dijo—, qué duro es el deber.

Lo miré a los ojos.

—Cumpliré con él lo mejor que pueda, señor —contesté. Pero incluso al decirlo recordé al agente que se había pegado un tiro, me imaginé cuan grande debió ser el terror, del que nada sabíamos, que lo había trastocado hasta el punto de inducirlo a poner fin a su vida, y pensé que todos mis esfuerzos, por mucho empeño que yo pusiera en ello, tal vez resultaran insuficientes.

Estos oscuros presentimientos, como era de esperar, surtieron efecto en mí: avivaron mi ardiente deseo de partir cuanto antes, pues nadie soporta permanecer sentado como un vegetal cuando tiene pendiente un asunto espinoso. Pumper Paxton, como perro viejo que era, debió de saber muy bien cómo me sentía yo, pues tuvo una extrema amabilidad conmigo y me invitó aquella noche a su bungalow, donde bebimos un viejo chota peg y recordamos historias de los viejos tiempos. Su mujer estaba también en el bungalow, así como su hijo, el joven Timothy, un niño maravilloso que pronto me tuvo a sus órdenes, marchando de un lado a otro de la casa. ¡Era el más prometedor instructor militar que había conocido en la vida! Lo pasamos en grande, pues yo era el favorito del joven instructor. Y qué contento estuve que todavía se acordara de mí. Cuando llegó la hora de que el niño se acostara, me senté a su lado y le leí cuentos de un libro de aventuras; observándolo, pensé que algún día Timothy sería el orgullo de su padre.

—Tienes un hijo maravilloso —le comenté a Pumper más tarde—. Me recuerda por qué llevo este uniforme.

Pumper me apretó el brazo.

—Tonterías, amigo —repuso—, a ti nunca ha habido que recordarte eso.

Aquella noche me acosté muy animado. Cuando me desperté a la mañana siguiente, al rayar el alba, todos mis pensamientos negros se habían esfumado sin dejar rastro y estaba preparado para el combate.

Nos pusimos en marcha, enfilando el camino que discurre por las montañas, y dejamos atrás Simia. Mis hombres, tal y como había prometido el coronel Rawlinson, eran excelentes soldados y avanzábamos con rapidez. Estuvimos viajando casi un mes y en todo este tiempo me convencí de algo que se afirma con frecuencia: que no hay en todo el mundo un lugar tan hermoso como aquel. El aire es límpido, la vegetación exuberante, y las montañas del Himalaya parecen tocar el cielo. Recordé que los hindúes les rinden culto porque creen que en ellas moran sus dioses. Al contemplar allí arriba aquellas cimas asombrosas, no me extrañó, pues parecían cargadas de un misterio y de un poder inefables.

Con el paso de los días, sin embargo, el paisaje empezó a cambiar. Al acercarnos a Kalikshutra el terreno se hizo más yermo y desolado, aunque no por ello menos sublime. Aquella monotonía llenaba ahora mis pensamientos. Un día, avanzada ya la tarde, llegamos al cruce del camino que atraviesa Kalikshutra. A cierta distancia, se extendía una aldea, miserable y pobre. A pesar de ello era una promesa de vida humana, de la que no habíamos tenido indicios desde hacía casi una semana. Sin embargo, cuando entramos en ella, descubrimos que estaba abandonada. No había ni un triste perro que nos diera la bienvenida. Mis hombres, reacios a pernoctar al raso en aquel lugar, dijeron que quedarse a dormir allí les producía una sensación inquietante. Hay que reconocer que los soldados casi nunca se equivocan en cuanto a presentimientos se refiere. Yo estaba ansioso por llegar cuanto antes al lugar de destino, de modo que aquella misma tarde, aunque ya casi anochecía, nos pusimos en camino. Al llegar a la primera curva empinada, vimos una estatua pintada de negro. La piedra estaba casi totalmente gastada y no se apreciaba ninguna forma, pero pude reconocer las huellas de unas calaveras alrededor del cuello y supe a quién representaba aquella estatua. A los pies habían depositado flores.

Durante los dos días siguientes, ascendimos penosamente por la ladera de la montaña. El sendero se hizo más accidentado y angosto; discurría en zigzag en una pared de roca casi desnuda. Sobre el precipicio lucía un sol inclemente. Empecé a comprender por qué a los habitantes de un sitio como Kalikshutra, si es que tales habitantes existen, se les llama demonios, pues me resultaba difícil creer que alguien pudiera vivir en aquella región. ¡Incluso mi entusiasmo por las montañas había disminuido un tanto! Pero, al fin, al segundo día, cuando empezaba a oscurecer, el sendero por el que avanzábamos se niveló y vimos que entre las rocas crecía hierba. Cuando los mortecinos rayos del sol desaparecieron detrás de los peñascos, al llegar a un afloramiento de roca, nos dimos cuenta de que ante nosotros se extendía una vasta zona de árboles que subía hasta formar una nube de color púrpura; a mayor altura todavía, apenas visibles, brillaban los fantasmales picos blancos de las montañas. Me detuve a admirar las espléndidas vistas y a poco oí el grito de uno de mis hombres, que había seguido sendero abajo. Me puse a correr sin pensarlo y entonces escuché el zumbido de unas moscas.

Llegué hasta donde estaba el soldado, dejando atrás un peñasco. Estaba señalando una estatua. Más allá empezaba la jungla y la estatua parecía un centinela que vigilara a quienes se aventuraran a internarse en la espesura. El soldado se volvió hacía mí y en su semblante de hombre honrado aprecié una expresión de repugnancia. Me acerqué más a él y, al inspeccionar el ídolo, vi que algo le colgaba del cuello, algo vivo, que desprendía un hedor nauseabundo. Me recordó el olor a carne en proceso de putrefacción. Al observarlo con detenimiento, vi que en realidad se trataba de un enjambre de lombrices y moscas. Había miles y miles de ellas, y parecían formar una piel viva que se alimentara de lo que fuese que hubiera debajo. Clavé en el enjambre la culata de mi arma; las moscas se elevaron, formando una nube negra que zumbaba; plagadas de lombrices, había unas tripas colgadas del cuello del ídolo. Las corté y cayeron al suelo haciendo un ruido sordo. Y entonces, para sorpresa mía, advertí un destello de oro. Quité la sangre con la mano y vi que alrededor del cuello del ídolo había un ornamento que parecía de mucho valor. Incluso yo, que no entiendo mucho de cosas de mujeres, me di cuenta en seguida de que era una pieza de mucha calidad. Examiné la gargantilla con detenimiento; debía de costar un dineral, estaba formada por miles de diminutas lágrimas de oro, ensartadas en una especie de malla. Me dispuse a quitársela al ídolo del cuello, y, en aquel preciso instante, se oyó un disparo.

La bala pasó silbando por encima de mi hombro y rebotó en una roca produciendo un fuerte ruido. Alcé la vista e, inmediatamente, advertí a nuestro agresor. Estaba solo en lo alto de un barranco. Apuntó el rifle una vez más, pero, antes de que pudiera disparar, tuve la gran fortuna de darle en la pierna. Se tambaleó y cayó por la pared del barranco. Pensé que estaba muerto, pero nada de eso; se levantó y, apoyándose en el rifle como si fuera una muleta, se puso a andar por el sendero y se nos acercó, sin dejar de farfullar y agitar la mano en dirección a la estatua. Naturalmente, no entendía nada de lo que decía, pero sí comprendí, y muy bien, el sentido de aquellos sonidos. Yo estaba detrás de la estatua con las manos levantadas para mostrarle que no tenía ningún interés en robar el oro. El hombre se me quedó mirando fijamente y, por primera vez, pude verlo con nitidez. Era anciano, llevaba un manto harapiento de color rosa, y en el rostro y en los brazos tenía pintadas unas rayas de una sustancia pestilente, tan pestilente que su olor debía llegar al cielo. Para decirlo con pocas palabras, todo en él proclamaba a gritos que era un brahmán. Estaba pálido y le asomaban las lágrimas a los ojos. Le miré la pierna, que le sangraba mucho, y me agaché con el propósito de curarle la herida, pero se echó para atrás, apartándose de mí, y empezó a hablar atropelladamente. Esta vez creí oír la palabra «Kali».

—Kali —repetí yo.

El brahmán hizo una reverencia y gritó:

—¡Han, han, Kali! —Y arrancó a llorar.

La conversación no se desarrollaba como yo me esperaba y la verdad es que no tenía ni la menor idea de cómo reaccionar. De pronto, sin embargo, oí unos pasos a mis espaldas.

—¿Puedo ayudarle? —me susurró una voz al oído. Volví la cabeza y vi a un hombre que, aunque no iba uniformado, era, con toda seguridad, europeo. De semblante enjuto y nariz aguileña, semejaba una ave de presa. Calculé que no tendría más de treinta años, pero sus ojos parecían los de una persona mucho mayor. Me pregunté quién demonios sería cuando súbitamente caí en la cuenta.

—¿Es usted el doctor Eliot? —pregunté. El joven asintió y me presenté.

—Sí —dijo secamente—, ya me comentaron que vendría usted. —Bajó la vista y miró al asceta, que estaba tendido en el suelo, agarrándose la pierna y murmurando unas palabras para sus adentros.

—¿Qué dice? —pregunté.

Eliot, en lugar de responder, se arrodilló y se dispuso a curarle la herida al brahmán. Repetí mi pregunta.

—Lo acusa de sacrilegio —respondió Eliot sin mirarme.

—Yo no he cogido el oro.

—Pero cortó las tripas, ¿verdad?

Resoplé.

—Pregúntele por qué lo hacen —le ordené bruscamente—. Pregúntele por qué embadurnan el ídolo con sangre.

Eliot le dijo algo al asceta, cuyos ojos se dilataron de terror. Vi cómo señalaba la estatua; después, movió el brazo en dirección a la jungla frondosa y oscura. Le oí murmurar unas palabras que reconocí:

Vetala-pancha-Vinshati.

Eran las mismas palabras que había pronunciado el babu en Simia. A continuación, el anciano se puso a chillar violentamente. Yo me agaché a su lado, pero Eliot ya lo había cogido en sus brazos y con un ademán me indicó que me apartara.

—Deje a este pobre hombre en paz —ordenó—. Sufre muchísimo. Usted le ha disparado, capitán Moorfield. ¿No cree que ha trabajado ya bastante por hoy?

Su comentario me molestó, lo reconozco sin reservas, mas comprendí el punto de vista del doctor; yo no podía hacer nada. Así, pues, me levanté, intrigado, no obstante, por la alusión del babu a los demonios. Eliot debió leer mis pensamientos, porque alzó la vista, me miró y me dijo que más tarde se reuniría conmigo. Yo asentí y me alejé de allí. Eliot se había comportado quizá con brusquedad, pero me pareció un hombre en el fondo muy cabal. Era un tipo en quien yo confiaría abiertamente sin dudarlo. Me fui a supervisar cómo montaban las tiendas de campaña. Un poco más tarde, cuando los centinelas estaban ya en sus puestos y el campamento, limpio y ordenado, Eliot vino a mi encuentro. Yo estaba solo fumando una pipa.

—¿Qué tal está su paciente? —le pregunté.

Eliot asintió con la cabeza.

—Se recuperará —dijo al tiempo que, lanzando un suspiro, se dejó caer y se sentó a mi lado. Estuvo un buen rato sin decir palabra, con los ojos fijos en el fuego. Le ofrecí una pipa, que cogió y cargó él mismo. Transcurrieron unos minutos más en silencio; luego, estirándose como un gato, volvió la cabeza y me miró.

—No debió usted tocar la estatua —dijo al fin.

—¿Sigue enfadado el faquir?

—Naturalmente —repuso mi compañero—. La responsabilidad de apaciguar a los dioses recae sobre él. De ahí que las joyas de oro, ¿comprende, capitán?, y también las tripas de machos cabríos…

—¿Tripas de machos cabríos? —le atajé.

—¿Cómo? —Los ojos le centelleaban—. ¿Qué creía usted que eran?

—Nada —gruñí, tapando con el dedo la cazoleta de la pipa para que prendiera bien el tabaco—. Solo que me parece absurdo que alguien ponga el grito en el cielo por las vísceras de un animal.

—Pues no lo es, capitán —murmuró Eliot cerrando los ojos—. Porque, ¿comprende?, al insultar a la diosa también ha insultado usted a sus devotos, los habitantes de Kalikshutra… las personas cuyo país van a invadir ustedes. El brahmán teme por los suyos, que viven diseminados por aquí, en las colinas que hay al pie de las montañas. Dice que ahora nada podrá impedir que los ataquen.

—¿Quiénes? ¿Los que viven en las montañas?

—Sí.

—No lo entiendo. El oro, que es lo que de verdad quieren, me figuro, ni lo he tocado. ¿Y a quién le importan unas tripas de machos cabríos y la sangre? ¿Por qué unas vísceras le impedirían a alguien lanzarse al ataque?

Eliot se encogió de hombros lánguidamente.

—Las supersticiones de las gentes de esta región pueden parecer a veces muy extrañas.

—Eso me han dicho. Que adoran a los demonios y todo eso. ¿Qué cree usted que se esconde detrás de todo ello?

—No lo sé —respondió Eliot, que removió la lumbre y observó cómo las chispas saltaban por el aire nocturno. Después me miró; sus facciones relajadas volvieron súbitamente a contraerse. Me impresionaron de nuevo aquellos ojos, que parecían guardianes de pensamientos profundos y que llamaban la atención en alguien que era mucho más joven que yo—. Llevo dos años trabajando aquí —dijo por fin— y hay algo, capitán, que sé con absoluta certeza. Los habitantes de las montañas viven aterrados, y no se trata solo de superstición. En realidad, eso es lo que me indujo a venir aquí.

—¿A qué se refiere usted?

—Bueno, en ciertos periódicos no muy conocidos aparecieron publicadas extrañas noticias.

—¿Cuáles?

Eliot alzó la vista y me miró con los ojos entornados.

—Capitán, no creo que estos temas le interesen a usted lo más mínimo. Se trata de una rama más bien oscura de la investigación médica.

—Eso lo decidiré yo.

Eliot esbozó una sonrisa burlona.

—Son temas relacionados con la estructura y la regulación de la sangre. —La expresión de mi cara debió de traicionarme, porque ahora sonrió abiertamente, meneando la cabeza—. Para decirlo con pocas palabras, capitán, los glóbulos blancos de los que están afectados tardan mucho en morir.

Al oír aquellas palabras me puse en pie de un salto. Me lo quedé mirando estupefacto.

—¿Cómo? —pregunté—. ¡No irá a decirme que pueden alargar la vida de un hombre!

—No exactamente. —Eliot hizo una pausa—. Puede dar esta impresión, pero la ilusión es pasajera, porque, ¿sabe? —Dijo; y tras una pausa añadió—: También mutan.

—¿Mutan?

—Sí. Como el cáncer que se extiende por la sangre. Y acaba destruyendo los nervios y el cerebro.

—Qué horrible. Y en su opinión ¿qué enfermedad es esa?

Eliot clavó sus ojos en los míos, meneó la cabeza y desvió la mirada.

—No lo sé —admitió de mala gana—. No he tenido más que dos oportunidades de examinarla.

—Pero ¿no vino usted aquí a estudiar esta enfermedad?

—En un principio, sí. Pero pronto descubrí que los nativos trataban de disuadirme de investigar cualquier tema que guardase relación con la enfermedad y, como yo soy su huésped, he respetado sus deseos y he abandonado mis investigaciones. De hecho, he estado muy ocupado: he montado un hospital y estoy luchando contra enfermedades de sobra conocidas.

—Pero aun así… Ha dicho usted que vio a un par de personas que padecían esta misteriosa enfermedad, ¿no es así?

—Sí. Poco después de que secuestraran a lady Westcote… Sin duda habrá oído hablar de ello. ¿Me equivoco?

—Me informaron muy por encima. Un caso terrible.

—Por lo visto —prosiguió Eliot con frialdad—, las personas aquejadas de esta enfermedad se verán siempre perturbadas por intrusiones procedentes del mundo exterior, que las harán salir de sus escondites; se pasarán la vida recorriendo furtivamente las colinas que hay al pie de las montañas y la jungla.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Tal como usted las describe, se diría que son bestias!

—Sí —convino Eliot—, y es exactamente así como las ven los habitantes de esta región, que las consideran el más mortal de los enemigos. Después de observar los dos casos de los que le he hablado, creo que tienen razón para temerlas tanto, porque la enfermedad es en verdad mortal; es infecciosa en grado sumo y afecta a la mente. Por eso quiero ayudarlo a usted ahora, porque la presencia de los rusos es extremadamente peligrosa. Si se quedan mucho tiempo, sabe Dios lo rápido que la enfermedad puede propagarse.

—¿Y no existe curación? —pregunté aterrado.

Eliot se encogió de hombros.

—Que yo sepa, no. Pero no tuve ocasión de examinar mucho tiempo los dos casos que traté. Solo alrededor de una semana. Aunque luché denodadamente, una semana no es tiempo suficiente para luchar contra el proceso de atrofia. Al final perdí: sus cerebros quedaron afectados. Y las dos víctimas desaparecieron.

»Volvieron al lugar de donde procedían. —Eliot se volvió y señaló el bosque y las cumbres de las montañas que se veían a lo lejos—. Ya conoce la leyenda —comentó—. Allí es donde moran los demonios.

—¿Habla en serio?

Eliot volvió a cerrar los ojos.

—No lo sé —afirmó al fin—, pero es más que evidente que, cuanto a mayor altura se sube, mayor es la incidencia de estos casos. Mi teoría es que los nativos han observado este fenómeno y lo explican a través de la mitología.

—¿Se refiere a toda esa sarta de tonterías sobre los demonios?

—Exacto.

Eliot hizo una pausa y, lentamente, fue abriendo los ojos. Miró por encima del hombro y, a mi pesar, yo hice lo mismo. La luna, igual de fantasmal y pálida que los picos de las montañas, estaba casi llena, y la jungla, a nuestras espaldas, parecía una confusa masa de distintas tonalidades de azul. Eliot se quedó mirándolo todo fijamente, como si quisiera descubrir el misterio que escondía aquel paisaje; al cabo de un rato, se volvió hacia mí.

Vetala-pancha-Vinshati —dijo de pronto—. Cuando el brahmán pronunció estas palabras, usted las reconoció, ¿verdad?

Asentí.

—¿Por qué?

—Me las había dicho nada menos que un profesor de sánscrito.

—Ah. —Eliot asintió lentamente con la cabeza—. Así pues, conoce usted a Huree.

Hice un esfuerzo por recordar si aquel era el nombre del babu.

—Era gordo —dije— y, vive Dios, muy grosero.

Eliot sonrió.

—Sí, entonces era Huree —convino.

—¿Cómo es que lo conoce usted? —pregunté.

Eliot entornó los ojos.

—Viene aquí de vez en cuando —repuso.

—¿Y cómo se las arregla para subir hasta aquí? —Solté una carcajada—. ¡Con lo increíblemente gordo que está!

Eliot esbozó una sonrisa casi imperceptible.

—Por la investigación es capaz de hacer cualquier cosa. —Se metió la mano en el bolsillo—. Mire —dijo sacando unos papeles doblados—. Los artículos de los que antes le he hablado, los artículos que me indujeron a venir hasta aquí, los escribió el profesor Huree. —Me los entregó y añadió—: Este me lo envió hace solo un mes.

Le eché una ojeada. «Los demonios de Kalikshutra», leí: «Un estudio de etnografía moderna». Había un subtítulo, en cuerpo menor: «La épica sánscrita, los cultos himalayos y la tradición de los banquetes de sangre». Fruncí el entrecejo.

—Lo siento —dije—. No veo por qué debería interesarme todo esto.

En la mirada de Eliot advertí una expresión burlona.

—¿No le dijo Huree qué significan las palabras Vetala-pancha-Vinshati? —preguntó.

—Sí, por supuesto que lo hizo. Así es cómo llaman al demonio.

Eliot apretó sus finos labios.

—En realidad —dijo—, aquí tiene un significado mucho más concreto.

—¿Ah sí?

Eliot asintió.

—Sí. Alude a algo que, teniendo en cuenta mis intereses, siempre he considerado muy intrigante; la asociación de lo mítico y de lo médico es particularmente sugerente en las regiones orientales…

—Sí, sí —lo interrumpí—. Pero dígame: ¿qué significa la dichosa frasecita?

Eliot volvió la cabeza otra vez y se quedó mirando abstraído la jungla y la luna, pálida y fantasmal.

—Significa «el que bebe sangre», capitán —dijo al fin—. ¿Lo comprende ahora? Por eso las gentes que viven en las colinas embadurnan las estatuas con sangre de macho cabrío. Temen que si no lo hacen los demonios irán a su encuentro y se beberán la sangre de las personas. —Rio flojito; qué sonido más extraño fue aquel—. Vetala-pancha-Vinshati —susurró para sus adentros. Luego volvió la cabeza y me miró—. Existe en nuestra lengua una palabra mucho más precisa que «demonio». —Hizo una pausa—. Vampiro, capitán. Esto es lo que significa.

Yo me quedé en silencio, con los ojos fijos en su rostro bañado por la luz plateada de la luna; después abrí la boca para preguntarle si de veras creía que los miembros de las comunidades indígenas bebían sangre, pero, en aquel preciso momento, oí un grito de mis centinelas. Miré alrededor y me puse en pie de un salto. Se oyó un súbito disparo de rifle. Tendremos que acabar aquí nuestra conversación, pensé. Este es el destino de todo hombre de armas: tener que abandonar todo y seguir el llamamiento a la acción. Fui corriendo al encuentro de los centinelas que estaban en el borde del sendero.

—Rusos, señor —dijo uno de ellos apuntando con el arma, que movió para indicarme dónde los había visto—. Por allí. Habrá unos tres o cuatro. Me parece que a uno de esos hijos de puta le he dado en la espalda.

Desenfundé mi revólver y con mucho tiento avancé por el sendero, seguido de mis hombres, y me acerqué a la línea de árboles, justo donde empezaba la jungla.

—Estaban por aquí, señor —dijo uno de los centinelas señalando una mancha de sombra espesa. Me adentré en la jungla, andando entre la maleza, pero no había ni rastro de seres humanos. Aparté unas lianas y eché una atenta mirada a mí alrededor. En la jungla reinaba el silencio y la quietud de hacía unos momentos. Di un paso adelante… y entonces, de improviso, sentí que unos dedos me agarraban la pierna.

Como a cámara lenta, bajé la vista y disparé. Recuerdo que vi un rostro muy pálido, con la boca desmesuradamente abierta y los ojos fríos e inexpresivos. La bala le atravesó el cráneo; vi cómo se desintegraba y un chorro de sangre, mezclada con huesos, me daba en la cara. Fue una sensación muy desagradable, pero, por extraño que parezca, yo estaba absolutamente tranquilo. Me enjugué los ojos y miré el cadáver que yacía a mis pies. Presentaba un aspecto atroz. Al agacharme vi que tenía un agujero de bala en la espalda; uno de mis soldados le había dado en la columna vertebral.

—Estaba muerto mucho antes de que usted le disparara, señor —dijo el centinela, que se quedó mirando fijamente el agujero de la bala. No le presté atención y puse el cadáver boca arriba. Llevaba prendas típicas hindúes y en uno de los bolsillos encontré un billete de un rublo viejo y arrugado.

Me puse en pie y escudriñé la oscura masa de lianas y árboles que nos rodeaba. «¡Maldita sea! ¡Están ahí arriba!», me dije. Sí, era cierto; los rusos estaban en Kalikshutra. Me hervía la sangre solo de pensarlo. ¡Sabe Dios qué estarán tramando contra el Imperio británico! Eché una ojeada al cadáver.

—Entiérrenlo —ordené dándole un puntapié en el costado—. Cuando los reemplacen, descansen y duerman unas horas. Nos espera una larga caminata; saldremos mañana al despuntar el día.

Carta del doctor John Eliot al profesor Huree Jyoti Navalkar.

6 de junio de 1887

Querido Huree:

Mañana me voy con Moorfield y sus hombres. Esta noche uno de los centinelas ha matado a un ruso y Moorfield desea averiguar el alcance real de la presencia enemiga. Lo acompañaré hasta el paso de Kalibari.

Te dejo esta nota porque puede que lo acompañe un trecho más, en cuyo caso es posible que no regrese jamás. He convivido dos años entre ellos, casi como uno más, con las gentes que están asentadas en las colinas que hay al pie de las montañas. He mantenido la promesa de no ir más allá del paso por el que se accede a Kalikshutra. Y no la romperé si puedo, pues no traicionaría voluntariamente a aquellos que me han acogido y me han tratado con generosidad. Pero lo que los miembros de las comunidades indígenas más temían ha empezado a ocurrir ya: el caos ha descendido del paso. Huree, le he practicado una autopsia al ruso que cayó abatido esta noche. No hay ninguna duda sobre este punto: tenía los glóbulos blancos afectados.

Mucho me temo que la enfermedad ha empezado a extenderse. Es todavía demasiado pronto para hablar de epidemia, pero la presencia de soldados rusos en Kalikshutra hace que la prohibición de traspasar el paso de Kalibari resulte fútil. Si hallamos más pruebas de que la enfermedad se ha extendido a este lado del paso, entonces consideraré que mi deber de médico es investigar su naturaleza de cerca. Los miembros de las comunidades indígenas me perdonarán —así lo espero—, si soy capaz de encontrar un remedio a la afección. Creo que pronto se demostrará que la sangre de macho cabrío y el oro son una defensa inadecuada.

No puedo negar que la idea de adentrarme en Kalikshutra me produce un cierto nerviosismo. La enfermedad que sin duda los está consumiendo es, a lo que parece, de lo más extraordinaria. Si soy capaz de estudiarla a fondo y explicarla, entonces habré concluido el programa de mis investigaciones. Y puede que también tu propia teoría, Huree, según la cual la enfermedad arroja luz sobre el mito del vampiro, quede demostrada.

Espero que algún día tengamos oportunidad de hablar de todo ello largo y tendido.

Hasta entonces te deseo lo mejor,

JACK