Carta de lady Rosamund Mowberley a la señorita Lucy Ruthven
2, Grosvenor Street, Mayfair, Londres
13 de abril de 1888
Mi queridísima Lucy:
Confío en que me perdonarás por escribirte en un momento en que sé que el inminente estreno te tiene totalmente absorbida, pero me hallo en una situación de angustia tal, que me es imposible abstenerme de hacerlo. Te ruego que leas esta carta y que no la dejes a un lado. Pronto te darás cuenta, al leer este primer párrafo, que no tenía más opción que ponerme en contacto contigo y hablarte del asunto que a continuación voy a referirte. Esta mañana recibí una carta. Vinieron a entregarla en mano. En el sobre había escrito a máquina y en mayúsculas mi nombre. La carta también estaba escrita en mayúsculas. No estaba firmada, de modo que no tengo ninguna forma de saber quién pudo haberla enviado. Y, sin embargo, su mensaje era insólito y aterrador. Decía: «HE VISTO A G. ASESINADO». Cuando te diga que hace una semana que mi querido George ha desaparecido y que, además, aun antes de su desaparición, tenía todos los visos de ser el blanco de una conspiración, comprenderás por qué temo lo peor. Le he pedido a un señor que investigue el caso; no se trata de ningún policía, ni siquiera de ningún detective privado; es un viejo amigo de George que posee unas facultades inusitadas, como yo misma he visto con mis propios ojos. Estoy segura de que te acuerdas de él; es el doctor John Eliot y seguramente irá a verte dentro de poco. Me parece, pues, que lo mejor será que te cuente cómo fue exactamente mi encuentro con él, no solo para que te familiarices con sus métodos de investigación, que son muy característicos, sino también porque así podré darte a conocer las circunstancias que envolvieron la desaparición de George, tal y como se las transmití al doctor Eliot.
Esta mañana fui a verlo. Era una mañana más fría aún y más desapacible que de costumbre. De camino hacia su casa, hasta los barrios más prósperos de Londres por los que pasaba me parecían inhóspitos. Cuando dejamos atrás el centro, no obstante, tuve la sensación de que nos adentrábamos en el círculo del infierno; ni siquiera un tiempo más benigno hubiera podido mitigar las escenas de horror que presencié allí. George me había prevenido de que el doctor Eliot tenía lo que él llamaba, en tono de burla, un «espíritu misionario». Pero a mí me parece que hasta los misioneros deben encogerse y acobardarse al entrar en un sitio como aquel, donde se ve a criaturas tiritando de frío hacinadas y harapientas y a niñas que se pasean desnudas sin ningún pudor. Es cierto que yo, que me casé a una tierna edad y que crecí en el campo, estaba acostumbrada a ver escenas como esta, pero aun así respiré cuando por fin llegamos al lugar de destino. Al apearme del coche, la pestilencia de unos gases venenosos y el hedor a pescado y a hortalizas podridos me cortaron la respiración. Y mis pies se hundieron hasta la altura del tobillo en el fango que cubría la acera. Al levantar los pies del barro, me dije que el doctor Eliot debía ser un hombre singular, tal y como mi esposo siempre había dicho, al haber elegido no solo trabajar, sino también alojarse en un sitio como aquel.
Entrar en el hospital, donde reinaba un silencio que contrastaba con el bullicio de las calles atestadas, fue como un bálsamo. Y aunque en el aire había un tenue olor a sangre, el ambiente era limpio y estaba relativamente bien ventilado. Le pedía la ayudante del doctor Eliot que me había abierto la puerta que le comunicara que yo estaba esperándolo en el vestíbulo.
—Si quiere ver al doctor Eliot —me repuso—, tendrá que subir y comunicárselo usted misma. Cuando está trabajando en su estudio, no hay forma de reclamar su atención. Suba las escaleras. Primera puerta a la izquierda.
Dio media vuelta y se fue apresuradamente; cuando le di las gracias casi gritando, los sollozos de unas criaturas que estaban en una habitación adjunta ahogaron mis palabras. Atisbé una escena fugaz —unos cuerpos encima de unas camas desvencijadas— que un portazo vino a borrar. Me dije que allí el tiempo era oro y, al comprenderlo, sentí que no debía molestar al doctor Eliot en sus horas de estudio. Pero al recordar la urgencia del caso que me había llevado hasta allí, y la distancia que había recorrido, se disiparon mis remordimientos y decidí subir las escaleras sin más tardanza. Una vez en el rellano, llamé a la puerta que me había indicado la enfermera. No obtuve respuesta. Volví a llamar. Como seguía sin obtener respuesta, accioné el picaporte con sumo cuidado y entreabrí la puerta.
El estudio, pues era evidente que se trataba de un estudio, era una estancia agradable. Había un fuego encendido en el hogar, tupidas alfombras y amplios y mullidos sillones que contribuían a crear un ambiente cálido y acogedor. Había libros apilados por doquier y, colgados en las paredes, varios adornos de algún país extranjero, por no decir exótico. Del doctor Eliot, sin embargo, no había ni rastro, así que abrí la puerta del todo, entré y eché una mirada a mí alrededor. El otro extremo del estudio, que era ahora bien visible, era completamente distinto del resto de la habitación. Parecía, en realidad, un laboratorio químico. Aquí y allá se veían probetas y tubos de ensayo; en un quemador que había encima de un escritorio ardía una llama. Inclinado sobre este escritorio, de espaldas a mí, había un hombre. Debió haberme oído entrar, pero no se había vuelto y para gran sorpresa mía vi que sostenía una jeringa junto a uno de sus brazos. Se introdujo la aguja y la jeringa empezó a llenarse de sangre. Después, extrajo la aguja con mucho cuidado y mezcló la sangre con una sustancia que había en un platillo.
—Tenga la bondad de tomar asiento —dijo el doctor Eliot sin mirarme. Yo hice lo que me pedía y estuve esperando cinco minutos a que terminara de observar el platillo y de tomar notas. Al fin le oí murmurar impacientemente y arrastrar el asiento—. No ha servido de nada —exclamó volviendo su cara hacia mí por primera vez. Su semblante era muy delgado, pero parecía animado por una extraordinaria energía y en sus ojos brillantes resplandecía la inteligencia—. Siento haberla hecho esperar inútilmente —comentó; después apagó la llama del mechero de Bunsen y fue como si en aquel mismo instante se hubiera apagado la luz que le iluminaba la cara y los ojos. De la viveza que resplandecía en él al entrar ahora no había ni el más leve rastro. Parecía haberse hundido en un profundo letargo.
—Y bien —musitó sin apenas despegar los párpados—. ¿En qué puedo servirla?
Tragué saliva.
—Doctor Eliot, soy la esposa de un amigo suyo, al que usted tiene mucho aprecio.
—Ya. —Al oír esto abrió bien los ojos—. ¿Es usted lady Mowberley?
—Sí —contesté, y se me escapó una sonrisa nerviosa—. ¿Cómo lo ha adivinado?
Volvió a cerrar los ojos.
—Tengo muy pocos amigos, me temo, y todavía son menos los que se han casado recientemente. Siento no haber podido asistir a su boda en un día tan feliz.
—Estaba usted en la India, ¿verdad?
Asintió con un breve movimiento afirmativo de cabeza.
—Hasta hace seis meses. A mi regreso escribí a George, pero está claro que los asuntos de Estado lo tienen muy ocupado. Es ahora una persona importante.
—Sí. —Mi voz debió delatarme; quizá se me quebró, pues el doctor Eliot me miró con un súbito interés y se inclinó hacia adelante.
—¿Tienen algún problema? —preguntó—. Dígame, lady Mowberley, ¿le ocurre algo a George?
Yo pugné por mantener la compostura.
—Doctor Eliot —repuse al fin—, me temo que George está muerto.
—¿Muerto? —En su voz era casi imposible detectar el golpe que debió de suponer para él esta noticia, mas su expresión recobró súbitamente la viveza que le había visto antes y, al mirarme, los ojos le brillaban—. ¿Solo lo teme? —Preguntó al fin—. ¿No está segura?
—Ha desaparecido, doctor Eliot.
—¿Desaparecido? ¿Desde cuándo? ¿Cuánto tiempo hace que ha desaparecido?
—Casi una semana.
La frente del doctor Eliot se ensombreció.
—¿Ha avisado a Scotland Yard? —inquirió.
Meneé la cabeza.
—¿Y por qué no lo ha hecho?
—Las circunstancias, doctor Eliot… Se han dado circunstancias muy extrañas.
Me miró fijamente a los ojos e hizo un lento movimiento afirmativo con la cabeza.
—¿Y es por eso, por esas circunstancias extrañas, por lo que ha venido a verme?
Asentí.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—George siempre hablaba de usted. Elogiaba sus facultades.
El doctor Eliot frunció las cejas.
—Me imagino que George se refería a los trucos a los que yo recurría en mis observaciones para impresionarlos a él y al pobre Ruthven en la universidad. —No esperó a que yo respondiera, sino que de repente sacudió la cabeza—. Ya no me sirvo de ellos —dijo—. Se acabó. Eran una pérdida de tiempo infantil.
—¿Por qué infantil —protesté— si pueden devolverme a George?
El doctor Eliot esbozó una sonrisa irónica.
—Me temo que tiene usted una opinión demasiado alta de mis facultades, lady Mowberley.
—¿Por qué dice esto? He oído anécdotas sobre usted; sé que resolvía misterios que la policía era incapaz de desentrañar.
El doctor Eliot apoyó la barbilla en la punta de los dedos de la mano; parecía haberse sumido en el letargo de hacía unos momentos.
—Éramos grandes amigos, su esposo, Ruthven y yo —comentó—. Pero, después de Cambridge, seguimos caminos muy diferentes. Ruthven se convirtió en un diplomático brillante, Mowberley se aficionó a la política y yo… —Hizo una pausa—. Yo, lady Mowberley, descubrí que no era tan genial como yo creía hasta entonces. Pronto me di cuenta de que los trucos que tanto habían impresionado a Mowberley no eran, ni por asomo, brillantes. En pocas palabras, empecé a familiarizarme con la modestia.
—Comprendo —repuse yo, aunque no lo comprendía en absoluto; en realidad, sus palabras me consternaron. Le pregunté quién le había enseñado la modestia.
—En Edimburgo yo tenía un profesor, el doctor Joseph Bell —repuso—, con quien amplié mis trabajos de investigación. El profesor Bell poseía unas dotes muy parecidas a las mías, pues de un solo vistazo era capaz de descubrir los rasgos de la personalidad de alguien. Basándose en esta habilidad suya, explicaba a sus estudiantes los principios del diagnóstico. A mí, sin embargo, me enseñó todo lo contrario; él sabía que mi capacidad de deducción era enorme, y por eso me previno contra sus peligros: las deducciones, aunque lógicas, no siempre son ciertas. Me retaba a exhibir mis facultades, y, si bien en muchas ocasiones quedaba demostrado que yo tenía razón, en otras me equivocaba. «¡Esto debe ser una lección para usted!», me advertía. «No pierda nunca de vista lo que se le ha escapado. Tenga siempre presente lo que no ha sido capaz de reconocer; tenga siempre presente lo que no ha osado pensar». Tenía mucha razón, lady Mowberley. La experiencia me ha enseñado que las respuestas nunca son más falsas que cuando nos parecen absolutamente ciertas. En la ciencia existe siempre algo que se nos escapa, lo insondable. Y eso es mucho más cierto si lo aplicamos al comportamiento humano. —Hizo una pausa y fijó sus ojos en mí—. Esta es la razón, lady Mowberley —dijo al fin—, por la cual recientemente me he centrado en el estudio de la medicina.
¡Querida Lucy, te será fácil imaginar lo alicaída que me sentí!
—Así pues, ¿no va a ayudarme? —le pregunté.
—No se inquiete —me contestó—, se lo ruego. Solo la he prevenido, lady Mowberley, de que mi capacidad para hacer algo por usted es en extremo dudosa.
—¿Porqué? ¿Porque ha perdido la práctica?
—En el campo de la detección de criminales, sí.
—Pero estoy convencida de que puede volver a recuperarla.
El doctor Eliot volvió a apoyar la barbilla en la punta de los dedos de una mano.
—De veras, lady Mowberley —dijo después de un breve silencio—, haría mejor en dirigirse a la policía.
—Pero esta práctica se puede volverá recuperar, ¿no? —insistí haciendo caso omiso de sus coméntanos.
El doctor Eliot no contestó nada en un primer momento; solo siguió mirándome fijamente con sus ojos fulgurantes.
—Es posible —repuso al fin.
Entonces, querida Lucy, tuve la sensación de que él estaba a punto de caer en la tentación; yo resolví tentarle un poco más, pues me parecía que su reticencia podía no ser más que vanidad y que lo único que necesitaba era la oportunidad de desplegar su ingenio.
—¿Qué ha visto en mí? —le pregunté al pronto—. ¿Qué le dice mi apariencia en este momento?
—Ya le he prevenido de que mis razonamientos pueden ser falsos.
—No, doctor Eliot; tal vez sus conclusiones lo sean, pero sus razonamientos jamás. —Esto le arrancó una sonrisa casi imperceptible—. Y bien —lo apremié—, ¿qué puede decirme?
—No gran cosa, aparte del hecho de que los rasgos visibles de su persona me han impresionado nada más sentarse usted en este sillón.
Lo miré sorprendida.
—¿Y cuáles son?
—Pocos. Usted procede de una familia rica aunque no noble; su madre, a la que usted quería mucho, murió hace poco; usted apenas se aventura a salir de su casa, porque la alta sociedad le inspira un temor enfermizo. Todo esto es evidente. Además, aventuraría una hipótesis: usted viajó el año pasado, más o menos, al extranjero, seguramente a la India.
Me reí.
—Hasta oír su último comentario, doctor Eliot, sospeché que me estaba tomando el pelo y que mi marido le había escrito a usted sobre mí.
En su rostro afloró una expresión de extrema decepción.
—¿Es falso lo que he dicho? —preguntó—. ¿No ha estado usted en el extranjero?
—No, nunca.
Su actitud, al reclinarse en el asiento, era de total desesperación.
—¿Comprende ahora lo que quería decirle? He perdido mis facultades. No puedo soñar en recuperarlas.
—Ni mucho menos —le afirmé—. Sus anteriores descripciones eran totalmente correctas. Pero antes de que me las explique, me interesaría saber qué le ha hecho pensar que yo había viajado al extranjero.
—He visto que tenía en el cuello —repuso— dos marcas que me han parecido picaduras de mosquito. A menudo he observado que las picaduras, cuando son infecciosas, dejan en la piel débiles marcas que duran dos años. Evidentemente, de haber sido correcto mi diagnóstico, usted hubiera tenido que visitar un país extranjero en un momento dado. Yo pensé en la India por la gargantilla y los pendientes que lleva. Son indiscutiblemente indios. Nunca hubiese dicho que aquí, en Inglaterra, estas joyas fueran corrientes.
—Después de oír esta explicación —repuse—, casi tengo la sensación de haber viajado al extranjero. Sin embargo, me temo que he tenido una vida demasiado mundana para realizar este tipo de viajes. Las marcas que usted observó no son más que la alergia que el aire corrompido de Londres me causa.
—Así pues, usted pasó la infancia y adolescencia lejos de la metrópoli, ¿no es así?
—Sí —repuse—, en Yorkshire, cerca de Whitby. Allí viví los primeros veintidós años de mi vida. Hasta que me casé con George, hace dieciocho meses, no había venido a Londres.
—Comprendo. —Volvió a mirar detenidamente las marcas que tengo en el cuello con las cejas fruncidas. Yo no quería pensar que aquello le pudiera mortificar tanto—. ¿Y las joyas? —preguntó al fin.
Me toqué la gargantilla. Seguramente tú la has visto alguna vez, querida Lucy, ¿verdad? Es preciosísima, está hecha de lágrimas de oro, maravillosamente trabajadas, aunque su valor es para mí mucho más grande que su precio.
—Estas joyas me las regaló mi queridísimo George —le comenté.
—¿Son tal vez un regalo de boda?
—No, señor —repuse—, son un regalo de cumpleaños.
—¿Ah sí?
—Las vi en el escaparte de una tienda. Iba cogida del brazo de George y él debió recordar luego mi entusiasmo.
—Qué encantador.
Advertí, por supuesto, que lo estaba aburriendo. Había vuelto a cerrar los ojos y temí perder la ventaja que había ganado. Entonces le persuadí para que me demostrara sus restantes observaciones, que habían resultado exactas hasta el punto de llamarme la atención.
—¿Podría explicarme cómo ha llegado a las conclusiones que me ha expuesto hace un momento? —me apresuré a preguntarle.
—Ha sido fácil —repuso.
—Me imagino que debe de resultar evidente que carezco de sangre azul.
El doctor Eliot soltó una risita.
—Sus modales, lady Mowberley, son exquisitos en todos los sentidos. Hay algo, no obstante, que la delata. Lleva un broche, y también una pulsera, con el escudo de armas de los Mowberley. Es obvio que estos adornos son antiguos. Deben ser, por tanto, joyas heredadas por George. No son de su familia, y, sin embargo, usted parece muy apegada al recuerdo de los suyos. ¿Por qué no lleva entonces joyas de su propia familia? Probablemente, me atrevería a aventurar, porque en sus joyas no hay ningún escudo de armas. A usted le seduce la novedad que representa lucir joyas con dicho distintivo.
—¡Santo cielo! —exclamé—. Me parece que usted me juzga con mucha dureza.
—No, en absoluto —repuso el doctor Eliot, riéndose de buena gana—. Pero, dígame, ¿me he equivocado al llegar a esta conclusión?
—Su razonamiento es exacto —contesté—, aunque me ruborizo al confesarlo. En su boca parecía todo muy sencillo. Sin embargo, no comprendo cómo ha deducido usted que me siento apegada al recuerdo de los míos. ¿Se lo comentó George a usted?
—De ninguna manera —repuso el doctor Eliot—. Me he limitado a observar su paraguas.
—¿Mi paraguas?
—Me permitirá que vuelva a lisonjearla, lady Mowberley. Su indumentaria refleja perfectamente su posición y su gusto. Su paraguas, en cambio, parece una nota discordante. Está muy viejo, en la empuñadura hay un par de resquebraduras que han restaurado muy bien, y en la madera hay grabadas unas iniciales que no se corresponden con las suyas. Sería ridículo pensar que usted no se puede permitir comprar un paraguas nuevo, así que si lleva este debe ser por el valor sentimental que tiene para usted. Y al observar la cinta negra de luto atada en la empuñadura, ya no se trataba de especular nada sino de reconocer un hecho. ¿De quién era este paraguas? Es obvio que era de una mujer mayor que usted, porque parece un paraguas antiguo. Deduzco, por tanto, que perteneció a su madre. —De repente enmudeció, como si la frialdad de sus razonamientos le incomodara—. Le ruego, lady Mowberley, que acepte mis disculpas si mis palabras le han resultado dolorosas.
—No, no —repuse. Después hice una brevísima pausa para recobrar la compostura y asegurarme de que nada iba a delatarme al hablar—. Hace casi dos años que lo tengo —le dije—, así me es más fácil aceptar la pérdida que supone para mí su muerte.
—¿De veras? —Frunció las cejas—. Pues qué pena tan grande… que su madre no la viera a usted casada.
Meneé la cabeza. A continuación, tal vez porque me había conmovido un poco, le conté toda la historia de mis relaciones con George: cómo nos habíamos prometido cuando él tenía dieciséis años y yo doce; él, que era hijo de un noble y yo, la hija de hombre pobre que había triunfado en la vida gracias a sus propios méritos y esfuerzos.
—Usted debe saber —le dije— que la familia de George había perdido gran parte de su fortuna, de modo que se avinieron a no reparar en mis orígenes humildes.
El doctor Eliot, al oír estas palabras, sonrió irónicamente.
—No me cabe ninguna duda de que se avinieron a ello —comentó—. Discúlpeme si considera que me entrometo en asuntos que no son de mi incumbencia, pero dígame ¿a usted le satisfizo esta decisión?
—¡Pues claro! ¡Y mucho! —repuse—. Debe tener presente, doctor Eliot, que George fue siempre mi enamorado. Al morir mi madre, ¿en quién, si no en él, podía yo confiar?
—Pero George se había marchado de Yorkshire mucho antes de que muriera su madre, ¿verdad? ¿Lo vio después?
—Lo dejé de ver unos seis o siete años.
—¿Y durante este tiempo usted vivió cerca de Whitby?
—Sí. Mi madre, doctor Eliot, estaba ya muy enferma. Me necesitaba a su lado, porque padecía de los nervios y estaba muy débil. Yo tenía que cuidarla.
Asintió con amabilidad.
—Sí, claro —repuso—, supongo que esto lo explicaría.
Lo miré sorprendida.
—¿Qué es lo que explicaría esto? —inquirí.
—Recordará —dijo con una imperceptible sonrisa en la boca— que le he comentado que no me parecía que usted se relacionara con la alta sociedad, ¿verdad?
—Sí —repuse al recordar que efectivamente me lo había comentado. Fruncí las cejas un momento y luego sonreí con tristeza—. Pero usted sin duda habrá colegido que, puesto que pasé mi infancia recluida en Yorkshire, me siento incómoda en los salones de la metrópoli. Qué poco le habrá costado a usted llegar a esta conclusión.
—En efecto, ha sido sencillo en extremo. —El doctor Eliot sonrío—. Solo que, cuando le hice aquella observación, yo no sabía nada de su infancia ni de su juventud.
—¿Ah no? Pero… —Me lo quedé mirando fijamente, asustada, al darme cuenta de la verdad de sus palabras—. Pero ¿cómo lo ha sabido, entonces? —le pregunté.
—Muy fácil, mucho más fácil de lo que usted cree. —Hizo un lánguido ademán—. Su brazo, lady Mowberley.
—¿Mi brazo?
—Su brazo derecho, para ser exactos. Se aprecian en la manga y en el hombro restos de barro. Está claro que usted se ha apoyado en un coche de alquiler. Es lógico pensar, sin embargo, que una dama de su posición tiene su propio carruaje. El hecho de que usted no lo tenga solo admite una explicación: que usted no considera rentable el gasto de mantenimiento de un carruaje. Eso es una señal evidente de que usted no suele dar muchos paseos ni hacer muchas visitas de cortesía.
—¡Admirable!
—No, una mera trivialidad —repuso.
—Es verdad —admití (y tú, querida Lucy, lo sabes tan bien como yo)— que no me he adaptado muy bien a la vida de la ciudad. Es todo tan diferente de la vida en el campo, donde yo crecí. Mi alergia a la contaminación de Londres, y mi timidez, han hecho de mí una reclusa.
El doctor Eliot hizo una reverencia.
—Me apena oírlo.
—Tengo muy pocos amigos en la ciudad y a nadie en quien pueda confiar o a quien abrirle mi corazón.
—Tiene a su marido.
—Si, señor —asentí; después bajé la cabeza—. Lo tenía.
En el rostro enjuto e impasible del doctor Eliot no afloró emoción alguna. Movió los dedos de las manos y después volvió a hundirse en el sillón.
—Comprenderá, sin duda —comentó con parsimonia— que no puedo prometerle nada.
Yo asentí sin decir palabra.
—Muy bien —dijo, e hizo después un gesto con la mano—. Tenga la bondad de acercar su sillón, lady Mowberley, y de relatarme los hechos en tomo a la desaparición de George.
—Es un relato insólito —le confesé.
Esbozó una sonrisa casi imperceptible.
—Estoy seguro de que lo es.
Me aclaré la garganta. Aunque me sentía aliviada y súbitamente esperanzada, seguía nerviosa, al igual que lo estoy ahora, querida Lucy, pues lo que le conté al doctor Eliot te lo voy a repetir a ti en esta cana, y me temo que habrá detalles que te hará mucho daño conocer. Lo que voy a contarte atañe también a la muerte de tu hermano. No le guardes rencor a George por haberte ocultado ciertos hechos, queridísima Lucy, pues estoy plenamente convencida de que quedará muy claro cuáles fueron sus motivos, en cuanto hayas acabado de escucharme. En realidad, yo solo te cuento ahora ciertos detalles porque temo que pueda ocurrirle a él la misma atrocidad que acabó con la vida de tu hermano. Pero sigue leyendo. Yo sé que tú eres valiente y que puedes oír lo que hasta ahora se te ha silenciado.
—Mi esposo —le dije al doctor Eliot— siempre ambicionó apasionadamente destacar en política.
—Lo ambicionaba —murmuró el doctor Eliot—, pero no se aplicaba, según recuerdo.
—Es cierto —admití— que a veces a George el trabajo diario de la vida política le resultaba tedioso. Pero concebía grandes esperanzas, doctor Eliot, y sus sueños eran nobles. Yo sabía que, si se le concedía la oportunidad, descollaría por sus propios méritos, en política. Pero, aunque George luchó a brazo partido por conseguir sus propósitos, vio siempre frustradas sus esperanzas, como si estuvieran fatalmente abocadas al fracaso. Yo sé cuan a pecho se tomaba sus fracasos. Nunca me lo confesó, pero yo sé que el éxito de su amigo común, Arthur Ruthven, solo podía acrecentar su desesperación. Apenas he de recordarle que la carrera de Arthur en el India Office fue fulgurante; a los treinta años ya se le consideraba uno de los diplomáticos más brillantes. A mí me ocultaron los detalles exactos de su trabajo, pero yo sabía que se le encargaron numerosas misiones que requerían extrema delicadeza y que solo podía llevar a cabo alguien en quien hubieran depositado toda la confianza.
—¿Trabajó siempre en el India Office? —me interrumpió el doctor Eliot.
Yo asentí.
—De acuerdo. —Volvió a cerrar los ojos—. Prosiga.
—Arthur Ruthven era un gran amigo de George; aunque me parece que esto no hace falta que se lo diga. Conocía perfectamente los deseos de mi esposo de tener un cargo en el gobierno y estoy segura de que hizo lo que pudo para ayudarlo. No me malinterprete, doctor Eliot. Arthur siempre fue la decencia personificada. No hubiera hecho nada indigno de su posición, pero seguramente cruzó algunas palabras con el ministro y dejó caer una insinuación. Estoy convencida de que, por descontado, no pasó de ahí. Baste con decir, sin embargo, que hará unos dos años, poco antes de nuestra boda, George entró finalmente a formar parte del gobierno.
—¿En el India Office? —preguntó el doctor Eliot.
—Sí.
—¿En qué consistía su trabajo?
—No estoy muy segura. ¿Tiene esto mucha importancia?
—Si usted no me lo dice —me respondió con acritud—, ¿cómo puedo saberlo?
—Lo que sí sé —le contesté hablando con parsimonia— es que este verano tiene que llevar un proyecto de ley a la Cámara de los Lores. Naturalmente, él nunca me ha hablado de este particular, pero me imagino que se trata de algo relacionado con la frontera india.
—¿La frontera india? —Para mi sorpresa el doctor Eliot pareció haberse despejado súbitamente al oír estas palabras. Se inclinó hacia adelante y advertí que en sus ojos había el fulgor de antes—. Deme más detalles —me dijo con impaciencia—. ¿Qué aspecto, exactamente, de la frontera india?
—No sabría decírselo —respondí abrumada por la impotencia—. George nunca me habla de su trabajo. Al fin y al cabo, doctor Eliot, yo soy su esposa.
Se dejó caer en su asiento a todas luces frustrado.
—Pero ¿sabe usted —me preguntó— si en este proyecto de ley que tiene que aprobar el Parlamento trabajaba también Arthur Ruthven?
—Sí —respondí—. Esto, al menos, lo sé con certeza.
—¿Es decir que George intervenía en tanto que ministro y Arthur en tanto que diplomático?
—Sí.
—Bien. —Volvió a entrelazar las manos—. Esto es significativo.
Fruncí las cejas.
—No lo comprendo —le dije.
Hizo un ademán desdeñoso.
—Está claro, lady Mowberley, que, si George ha sufrido el mismo destino que Arthur Ruthven, y perdone mi brutalidad pero debemos contemplar dicha posibilidad, entonces tenemos que establecer qué les unía a ellos dos. Ambos elaboraban este proyecto de ley que trata sobre la frontera india. Este es un tema delicado, debí figurármelo. ¿Se da cuenta, lady Mowberley, de lo fructíferos que son los caminos que de pronto nos abre nuestra investigación?
—Sí. —Asentí y me quedé meditando—. Sí, estoy convencida de que tiene usted razón.
Me dirigió una mirada interrogante.
—¡Cómo! ¿No lo ve usted así? ¡Si tiene la prueba!
Tragué saliva.
—Usted está buscando algo que los una a los dos. Pues bien, doctor Eliot, hay algo que sí los une. Lo que no sé es si esto guarda relación con el trabajo de George. A veces daba a entender que sí la guardaba, pero me figuro que para él era un misterio, igual que lo es para mí.
—Ya —dijo el doctor Eliot más o menos satisfecho. Se reclinó otra vez en su sillón y volvió a cerrar los ojos; después agitó una mano con indolencia—. Prosiga, lady Mowberley.
Tragué saliva, como es lógico. Prepárate, Lucy, para lo que vas a leer a continuación, pues me temo que no te será nada fácil asimilarlo.
—Hará un año —dije con parsimonia— que Arthur vino a casa a cenar. —Le conté entonces al doctor Eliot de lo que se habló aquella noche; el principal tema de conversación, querida Lucy, fuiste tú; tú y tu decisión de volver al teatro. Recordarás cómo se oponía tu hermano a tu proyecto; y, sin embargo, al final de la velada se reía y admiraba tu entusiasmo; hablaba como si quisiera animarte a hacerlo. «Lucy está decidida a ser una mujer nueva, —dijo Arthur—, y está claro que nosotros no vamos a volverle la espalda ni a impedírselo. Porque las obsesiones son irracionales, casi demoníacas; nos engañamos si pensamos que son una enfermedad que solo afecta a los jóvenes».
—Muy cierto —murmuró el doctor Eliot, que había estado recostado en el sillón con los ojos cerrados mientras yo le relataba los hechos—. Recuerdo que en la universidad Ruthven tenía una famosa obsesión.
—¿Cuál? —inquirí.
—Era un gran coleccionista de antiguas monedas griegas.
—Cuando lo conocí, seguía siéndolo. De hecho, le oí decir muchas veces que su colección era única.
—Resulta divertido —murmuró en voz muy queda el doctor Eliot.
—Si. Creo que todos pensábamos así. El mismo Arthur reconocía abiertamente que su entusiasmo tenía algo de absurdo, sobre todo en alguien tan sobrio y reservado en todos los demás aspectos de su personalidad. «Pero por conseguir una moneda de la antigua Grecia —nos confesó una noche— seria capaz de cualquier cosa. Conservar mi colección es para mí una cuestión de honor. En realidad, me he convertido, por lo visto, en alguien famoso. Mirad —nos dijo mientras revolvía en su maletín—. Hoy he recibido un mensaje desafiante».
»—¿Un mensaje desafiante? —Recuerdo que exclamó George—. ¿A qué demonios te refieres?
»Arthur, en lugar de responderle, se limitó a esbozar una débil sonrisa y a colocar sobre la mesa una caja de madera roja. La abrió y vimos que en su interior había una tarjetita en la que había escritas unas letras.
»—¿Qué es? —le pregunté perpleja.
»—Míralo tú misma —me respondió Arthur, que me entregó la tarjeta.
»La cogí. Era una tarjeta de excelente calidad, pero la letra era torpe y la tinta, extraña, pues era de color púrpura oscuro y se desprendía en pequeñas escamas al tocarla. El mensaje, sin embargo, era aún más extraño; en realidad, era tan extraño que todavía hoy sigo recordándolo perfectamente: ‘Señor: Es usted un necio. Su colección no vale nada. Ha dejado escapársele de las manos la pieza de mayor valor’. Solo constaba una simple firma: ‘Un rival’.
»George me cogió la tarjeta de las manos y la leyó. Se echó a reír y pronto acabamos todos riendo. Arthur se reía a carcajadas, aunque me parece que era evidente que le habían herido el orgullo. Le preguntamos cómo iba a responder a la persona que lo desafiaba de aquella manera. Meneó la cabeza y volvió a reírse, pero yo estaba segura de que iba a desvelar aquel misterio. Cómo, eso no lo sabía, y tampoco quise atosigarlo a preguntas, pero detrás de su risa aprecié resentimiento y también determinación.
»Al cabo de una semana, le pregunté si había descubierto quién era el que lo había desafiado; él evitó responder a la pregunta, limitándose a sonreír, como siempre, crípticamente, y a mí me pareció que estaba muy claro que aquel enigma lo había estado atormentando. Dos semanas más tarde Arthur Ruthven desapareció. Y, al cabo de una semana, hallaron su cuerpo, desnudo y exangüe, flotando en las aguas del Támesis, a la altura de Rotherhithe. George me contó que la expresión de Arthur era del más espantoso horror.
Me quedé un momento callada. El doctor Eliot, con los ojos medio cerrados, tenía los dedos de las manos entrelazados como si estuviera rezando.
—De lo que usted ha expuesto —comentó al fin— se desprende que existe una conexión entre la desaparición de Arthur y la extraña caja que él recibió poco antes.
Yo asentí.
—Sí —dije; antes de seguir hablando, me aclaré la garganta—. Cuando sacaron el cuerpo de Arthur del agua, tenía el puño de la mano cerrado. Lograron estirarle los dedos y descubrieron que en la palma de la mano tenía una moneda… una moneda griega.
—Un detalle cargado de significado —observó el doctor Eliot—, pero del que no cabe extraer conclusión alguna.
—Tasaron la moneda. Era una pieza de gran valor.
El doctor Eliot fijó sus ojos en mí impertérrito.
—¿Informaron a la policía?
—Si, yo lo hice.
—¿Y qué dijeron?
—Fueron muy corteses, pero…
—Ya. —El doctor Eliot sonrió casi imperceptiblemente—. ¿Así que no tenía usted la caja?
—No se halló.
—Ya —volvió a asentir el doctor Eliot—. Qué lástima. —Entornó los ojos—. Pero quizá, y puesto que usted está aquí, lady Mowberley, dedicándole a todo esto parte de su tiempo, dispone de alguna otra prueba. ¿No es así?
Bajé los ojos.
—Sí —susurré.
—Cuéntemelo.
De nuevo, querida Lucy, tuve que hacer un esfuerzo por dominarme. Tragué saliva y en voz queda le dije:
—Hace dos meses llegó un paquete, con la dirección de nuestra casa. Dentro había una caja…
—¿Y era la misma que había recibido Arthur?
—Sí, era casi idéntica.
—Curioso —dijo el doctor Eliot, frotándose las manos—. Así pues, ¿también contenía una tarjetita dirigida a George?
—No, señor —repuse—. Iba dirigida a mí.
—Ya. —Volvió a entornar los ojos—. Intrigante. ¿Y qué decía la tarjeta, lady Mowberley?
—Era insultante.
—Por supuesto que lo era.
—¿Por qué dice esto?
—Porque el mensaje que le habían enviado a Arthur era también insultante. ¿Cuál era el mensaje que le dirigían a usted, lady Mowberley?
—Me cuesta trabajo decirlo.
—Venga, vamos, tengo que conocer todos los hechos.
—Sí. —Tragué saliva, cerré los ojos y repetí las palabras que sabía de memoria. «Señora: Es usted ciega. Su esposo no la ama. Tiene incontables amantes, aparte de usted». No pude seguir hablando. Permanecí sentada, en silencio y al cabo de un buen rato abrí los ojos.
—Tiene usted mucha razón —dijo el doctor Eliot con delicadeza—. Son palabras en verdad insultantes. —Hizo una pausa—. ¿Ha traído la caja y la tarjeta?
Asentí. Cogí el bolso y le di la caja al doctor Eliot, que se había puesto en pie. La cogió con cautela y la estuvo examinando con detenimiento a la luz de una lámpara.
—Es evidente que es una pieza que no tiene ningún valor artesanal —comentó—. Yo diría que la han utilizado para transportar alguna mercancía… sí, mire aquí… debajo de la pintura hay unas letras chinas. —Alzó la vista y me dirigió una mirada—. Diría que proviene de los muelles —concluyó.
Yo sacudí la cabeza.
—¿Qué nos puede unir, a mí o a George, a alguien que trabaje en los muelles?
—Pues este es precisamente el misterio —dijo el doctor Eliot, que sonrió casi imperceptiblemente y abrió la caja a fin de extraer de ella la tarjeta. Mientras la examinaba, su sonrisa fue desvaneciéndose y acabó frunciendo los labios.
—Quienquiera que haya escrito esto —dijo al fin— domina la caligrafía mucho mejor de lo que deja entrever, pues una mano torpe, como la que parece haber escrito todo lo demás, no emplea las cursivas. Y diría que la letra es de mujer. Por otro lado, tal como usted sin duda habrá visto, la tinta es claramente una mezcla de agua y sangre.
—¿Sangre? —exclamé yo.
—Sin lugar a dudas —repuso él.
—Pero… —Tragué saliva—. ¿Está usted seguro? —Meneé la cabeza y volví a tragar saliva—. Qué digo. Pues claro que lo está.
El doctor Eliot arrugó la frente.
—Es evidente que la intención de la persona que le ha enviado esto no ha sido solo insultarla, sino también asustarla. —Volvió a examinar la tarjeta; después se encogió de hombros y la metió en la caja—. Me imagino que usted le enseñaría la caja y la tarjeta a su esposo.
Yo asentí sin decir palabra.
—¿Y cuál fue su respuesta?
—Se indignó. Se puso furioso.
—¿Negó la acusación que contiene este mensaje?
—Rotundamente.
—¿Y usted…? Perdone que le haga esta pregunta lady Mowberley pero debo hacérsela. ¿Usted lo creyó?
—Sí, señor, lo creí. ¿Por qué no iba a hacerlo? George siempre había sido el mejor de los esposos y una persona del todo transparente. Si me hubiera engañado, yo lo habría sabido.
El doctor Eliot hizo un lento movimiento afirmativo con la cabeza.
—Bien —murmuró—. Muy bien. —Se hundió en su sillón—. Prosiga, lady Mowberley. ¿Qué ocurrió a continuación?
—Al cabo de tres días de haber recibido la caja, George desapareció.
—¿De veras? —El semblante del doctor Eliot se ensombreció y se puso rígido—. Debió ser un duro golpe para usted.
—Estaba aterrada, lo reconozco sin vergüenza.
—¿Fue a la policía?
—No, señor, me faltó valor, pues tenía miedo de confesar que se había ido. Y, en realidad, después de pasarme dos noches en vela, regresó… muy pálido, con los ojos vidriosos, pero era él. Mi adorado George estaba conmigo y estaba vivo. Sin embargo, era evidente que estaba atrapado en algún misterio importante, pues cada vez que le insistía para que me diera una explicación sobre su súbita desaparición se le ensombrecía el rostro y me pedía que olvidara aquello. Le costaba mucho conciliar el sueño, doctor Eliot; a veces, cuando él creía que yo dormía, se acercaba a la ventana y se quedaba mirando fijamente afuera. En otras ocasiones, cuando conseguía dormirse, no dejaba de moverse en la cama y farfullaba nombres extraños. Finalmente, al cabo de unas tres semanas, volvió a desaparecer. Esta vez se ausentó varios días, y cuando al fin regresó yo estaba frenética. Le exigí que me contara que ocurría, pero George seguía obcecado. Sin embargo, dio a entender que aquel misterio guardaba relación con su trabajo. Nada dijo sobre el cómo ni el porqué, pero a mí me dio la impresión de que se trataba del proyecto de ley que él elaboraba y que debía presentar ante el Parlamento y que se sentía amenazado, como si fuera víctima de una gran conspiración; esto lo tenía totalmente absorbido. Me pidió que no me preocupara, y me prometió que un día me contaría toda la verdad. Entretanto, yo debería tolerar sus ausencias y las largas horas que pasaba en el ministerio. Me pidió comprensión y ayuda.
—¿Y usted se las ofreció?
Asentí.
—Pues naturalmente que se las ofrecí.
—¿Siguieron las ausencias?
—Esporádicamente.
—¿Y su trabajo en el ministerio?
—Brillante, creo. Tal vez no esté usted enterado de la reputación de la que goza ahora George. No es frecuente alcanzar a su edad la posición que ha alcanzado. Está claramente demostrado que su misterioso comportamiento, aunque no sé qué relación guarda con el proyecto de ley, es muy beneficioso para su carrera política. Y sin embargo… —Me quedé callada un momento y miré al doctor Eliot a los ojos, que fulguraban en su rostro pálido—. Y, sin embargo —repetí en voz queda—, tengo miedo.
—Bien —dijo el doctor Eliot enérgicamente—, esto no es de extrañar. Recuérdemelo otra vez… ¿Lleva más de una semana ausente?
—Una semana y un día.
—¿No es corriente que esté tantos días sin aparecer?
—No. Hasta ahora nunca se había ausentado más de tres días seguidos.
—¿Y es por eso por lo que usted ha desobedecido sus órdenes y ha venido a verme en busca de ayuda?
—Hay otras razones.
—¿De veras? —exclamó.
Yo asentí.
—Le seré franca, doctor Eliot. Temo lo peor… y, sin embargo, al mismo tiempo tengo miedo de que me tome usted por loca.
—Prosiga —dijo él—. Si ha de servir para tranquilizarla, lady Mowberley, le diré que su cordura es tan acusada que a mí me llama la atención.
—Es muy amable al decir eso —repuse—, aunque hoy ha habido momentos en que me he preguntado si no habría perdido la cabeza. Le voy a contar lo que me ocurrió anoche. Cuando le hube dicho a la doncella que me había desvestido que se retirara, me quedé un rato sentada, sola, deseando que George estuviera a mi lado y preguntándome dónde podía estar. Al fin, me levanté y me acerqué a la ventana. Hacía una noche desapacible, soplaba un fuerte viento y llovía; me quedé mirando fijamente la línea del horizonte de Londres como si pudiera hallar en ella alguna pista que me llevara hasta George. Aunque los percibí como en una nebulosa, me pareció advertir el ruido de unos pasos sobre la calle empedrada. Miré hacia abajo y vi, iluminadas por la luz de una farola, a dos personas, una dama y un caballero. Vi que, debajo del gabán, el caballero iba vestido de etiqueta; era de piel tostada y llevaba una barba espesa y oscura, de modo que pensé que era extranjero. No podía ver con claridad el rostro de la dama, pues me daba la espalda; vestía un abrigo negro con mucha caída y una capucha. Al fin se volvió, cogió al caballero del brazo y se fueron calle abajo. La dama, sin embargo, volvió la cabeza y miró hacia arriba, como si me mirara a mí. No pude distinguir bien su rostro, porque la capucha lo ensombrecía; pero, aunque fue solo un segundo, cuando la farola la iluminó vi que su piel brillaba, doctor Eliot. ¡Se lo juro, la piel le brillaba! Después se volvió y desapareció. Y yo me quedé trastornada, con la sensación de haber visto algo espantoso y abyecto. No se lo puedo explicar y sin embargo era muy real, muy vivido. Simplemente tuve la sensación de haber visto algo horrible.
—¿Y qué era este algo? ¿La mujer?
—Ya sé que suena ridículo.
—Sí —dijo pensativo—, pero también es intrigante.
—¿No cree que estoy loca?
—Todo lo contrario. —Esbozó una sonrisa casi imperceptible—. ¿Tiene más cosas que contarme?
—Sí.
—Entonces hágalo. ¿Se acostó?
—Sí. Tomé unas pastillas…
—Ya. —Me interrumpió inmediatamente levantando la mano—. ¿Son tranquilizantes?
—Sí.
—¿Y qué pastillas son?
—Creo que son un opiáceo.
El doctor Eliot asintió lentamente.
—Lo siento, lady Mowberley. ¿Decía usted que fue a acostarse?
—Sí, y dormí bien, como siempre. Pero a las cuatro, las campanadas de la iglesia me despertaron, y, aunque volví a quedarme dormida en seguida, esta vez, tuve pesadillas. Me desperté repentinamente, abrí los ojos y se me heló la sangre en las venas. Aquella mujer tenía sus ojos fijos en mí. Supe inmediatamente que se trataba de la misma mujer que había visto en la calle. Y ahora estaba en mi habitación. Llevaba todavía el mismo abrigo, aunque se había echado la capucha para atrás. Su rostro era de una belleza sin par. Pero al mismo tiempo era también terrible.
—¿Dónde residía el horror, exactamente?
—No sabría decírselo. Pero me dejó despavorida. La miraba fijamente y era como si todo mi ser se hubiera quedado petrificado.
—¿Le habló usted?
—Lo intenté… pero no podía. No se lo puedo explicar, doctor Eliot. Tengo miedo de que usted crea que soy muy débil.
Sacudió la cabeza.
—Descríbame a aquella mujer.
—Tenía… no sé qué edad; era joven, supongo, pero… no… —Me quedé sin voz—. Lo que quiero decir, me imagino, es que parecía un ser casi sin edad. Tenía el pelo negro y seguramente muy largo, aunque era difícil decirlo, porque tenía los cabellos escondidos debajo del abrigo. Su tez era muy pálida; parecía como si estuviera iluminada por una llama que ardiera en su interior. Sus labios eran rojos. Y sus ojos, negros y muy brillantes.
—¿Eran negros y brillantes a la vez?
—Sí.
El doctor Eliot se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
—¿Y qué hizo entonces aquella extraordinaria mujer?
—Nada. Estaba allí y me miraba fijamente. De pronto, al cabo de un rato, sonrió y se volvió. Salió de mi habitación y, a través de las puertas abiertas, la vi deslizarse hacia las escaleras. —¿La siguió usted?
—Al principio no. Como ya le he dicho, estaba paralizada. Pasados unos segundos, reuní mis fuerzas y me levanté de la cama. Crucé las puertas y baje hasta llegar al descansillo de las escaleras que dan al vestíbulo. Aquella mujer estaba al pie de las escaleras. Se había vuelto a poner la capucha. Después se abrió la puerta del despacho de mi esposo y de él salió el caballero extranjero, con unos papeles debajo del brazo.
—Descríbame usted al extranjero.
—Como ya le he dicho, era de tez oscura y barba larga y negra.
—¿Y qué hizo él? ¿Se acercó a la mujer?
—Sí. Ella le dijo unas palabras, que yo no oí; después, ambos me miraron. Sus rostros eran inexpresivos y los ojos les brillaban de manera extraordinaria…
El doctor Eliot frunció muy pronunciadamente las cejas.
—¿Y qué ocurrió a continuación?
—Ella le cogió del brazo, cruzaron el vestíbulo y desaparecieron de mi vista. Bajé velozmente las escaleras y los vi salir por la puerta de la calle. Corrí hasta allí, pero al mirar a la calle, en ambas direcciones, no había ni rastro de ellos. Fue como si la luz del amanecer se los hubiera tragado. Me metí en casa y desperté al servicio. Inspeccionamos las habitaciones de arriba a abajo, pero no había ninguna señal de que se hubiera cometido un robo. Incluso en el despacho de mi esposo no habían forzado ningún cajón ni ninguna vitrina. Estaba todo exactamente como yo lo recordaba.
—Ha mencionado antes la puerta de la calle. ¿La habían forzado?
—No; al menos, yo no lo vi.
—¿No había ninguna ventana forzada?
—Entonces, lady Mowberley, ¿cómo cree usted que entraron?
—Le confieso que estoy perdida. De hecho, durante las horas que siguieron a este episodio empecé a pensar que había sido víctima de una alucinación a causa del estado de tensión extrema en que me hallaba; como ya le he dicho, me preocupaba el hecho de que quizás estuviera volviéndome loca. Pero entonces llegó el correo de la mañana y entre las cartas había una sin sello. La leí en seguida. Me temo… sí, me temo, doctor Eliot, que no estoy loca, ni por asomo.
Tenía la carta en el bolso. La extraje y se la entregué al doctor Eliot a quien, al leerla, se le ensombreció el rostro. Sí, Lucy, se trata del mismo mensaje escrito a máquina del que te he hablado: «HE VISTO A G. ASESINADO». El doctor Eliot examinó detenidamente la carta; después se levantó y se acercó a la lámpara del escritorio.
—Es lo que me imaginaba —dijo dándome la espalda—. Fue una mujer quien debió enviar esta carta.
—¿Cómo puede afirmarlo?
Señaló unas manchas borrosas en el revés del papel.
—Son polvos —dijo—. Esta carta fue escrita en una mesa que alguien utiliza también para aplicarse cosméticos. Observará que las marcas son bastante pronunciadas. Yo diría que quienquiera que haya escrito esta carta suele aplicarse grandes cantidades de polvos en la cara. —Cogió el sobre y lo colocó al trasluz—. Sí —concluyó, señalando una marca que se veía en el borde—. ¿Ve aquí cómo brilla? Es maquillaje. La prueba es irrefutable.
Irrefutable, querida Lucy. Estoy preparada para aceptar que el doctor Eliot tiene razón. ¿Qué clase de mujer debió escribirme esta carta? Me aterra mencionar la primera posibilidad; la otra, naturalmente, eres tú. Lucy, estoy desesperada pero no tengo más remedio que ser directa. No conozco a ninguna actriz excepto tú, y de más está decir que George no mantendría nunca una relación íntima con ninguna mujer del mundo del teatro. ¿Me escribiste tú esta carta? Sé que no me consideras amiga tuya, pero George te quiere y es en su nombre que apelo a tu sinceridad. Si no fuiste tú quien me escribió, entonces, solo me cabe temer lo peor: que George está muerto y que antes de morir asesinado me estuvo engañando. Con todo, no puedo pensar que él tuviera semejante comportamiento. Simplemente no puedo. Por tanto, vuelvo a apelar a ti. ¿Me escribiste tú la carta? Y si lo hiciste, ¿tendrás la bondad, querida Lucy, tendrás la bondad de ayudar al doctor Eliot?
Pues debo decirte que ha aceptado encargarse de este caso. Le he dado tu nombre al hablar de la carta, de modo que sospecho que irá a verte muy pronto. No te sientas amenazada por él. Aunque no hayas sido tú quien me escribió la carta, estoy segura de que le serás útil. Te he relatado todos los detalles de este gran enigma, tal como yo los veo, porque creo que ya iba siendo hora de que supieras la verdad y, a la vez, porque así podrás ayudarnos mejor a resolver este caso. No cierres los oídos a mi apelación, querida Lucy; tanto por George como por ti misma.
Aunque no te lo creas, soy tu amiga y te quiero,
ROSAMUND, LADY MOWBERLY
Posdata. Añado unas palabras a altas horas de la noche. El doctor Eliot vino a visitarme esta tarde y la verdad es que me sorprendió verlo aparecer. Esta mañana me había dicho que le llevaría un tiempo dejar todo en orden en el hospital, pero, al parecer, ha sido menos de lo que inicialmente había calculado.
—Llewellyn, mi colega, ha estado fuera tres semanas —me comunicó cuando el criado le cogía el sombrero—. Lo mínimo que puede hacer es sustituirme un par de días.
Lo miré con cara de sorpresa.
—¿Cree usted que dos días le bastarán?
Se encogió de hombros.
—Veremos. —Lanzó entonces insistentes miradas por todo el vestíbulo. Como pensé que tenía intención de inspeccionar el despacho de George, le indiqué el camino y lo seguí hasta la puerta. Una vez dentro, estuvo un buen rato yendo de una lado a otro cautelosamente, como un sabueso al acecho de su presa—. Bien —dijo al fin—, no encuentro ninguna señal de que hayan forzado las ventanas, pero esto… —me indicó el sobre del escritorio— resulta interesante.
Por más que lo observé atentamente, no hallé nada fuera de lo común.
—Doy por supuesto —dijo el doctor Eliot— que anoche les prohibió usted a los criados que entraran en esta habitación.
Le repuse que así lo había hecho.
—Quería dejarlo todo tal como lo encontré —le expliqué.
—Perfecto —exclamó—. Las amas de casa demasiado celosas de su trabajo pueden convertirse en una calamidad para un investigador. Acérquese y observe bien la superficie del escritorio, lady Mowberley. Hay una finísima capa de polvo… por todas partes, menos aquí. —Me señaló una parte en la que, efectivamente, no había polvo—. ¿Lo ve? Este rectángulo corresponde exactamente al archivador de líneas rojas que hay allí.
Se acercó, con su andar cauteloso y airoso, a otra mesa encima de la cual había un archivador de George, de los muchos que él tenía, que procedía del ministerio.
—Es evidente que anoche trasladaron este archivador y lo colocaron aquí. Y que esto fue lo que buscaba el intruso. ¿Qué hay dentro?
—Documentos de George —repuse.
—¿Relativos al proyecto de ley sobre la frontera india?
—Probablemente.
—Bien, pues echémosles una ojeada. —El doctor Eliot presionó las cerraduras del archivador—. Está cerrado con llave —murmuró. Examinó el archivador—. Tampoco aquí hay señales de que lo hayan forzado.
—Tal vez su compañera alertó al intruso antes de que le diera tiempo de abrirlo.
—Tal vez. —El doctor Eliot arrugó la frente—. ¿Tiene usted la llave?
—No, no la tengo.
—Muy bien. —Se palpó un bolsillo—. Confío en que el India Office me perdonará lo que voy a hacer. —Vi que tenía en la mano un trocito de alambre que introdujo en la cerradura. Lo hizo girar y lo sacudió varías veces. Por fin, tras vanos intentos fallidos, oí cómo la cerradura cedía. El doctor Eliot sonrió—. Los ladrones de Lahore confían enteramente en esta insignificante herramienta —dijo, metiéndose la llave en el bolsillo. Abría después el archivador y se apartó. Yo me quedé sin aliento. ¡Imagina cuál fue mi horror, Lucy, al ver que estaba vacío! ¡Se habían llevado los documentos!
El doctor Eliot, no obstante, parecía muy complacido.
—Cabía esperarlo, por supuesto —comentó mientras volvía a echar atentas miradas por el despacho—. Dudo que hallemos aquí nada más de interés. Me gustaría ver su habitación, si me lo permite, lady Mowberley.
Perpleja por la magnitud del crimen que acabábamos de descubrir, lo conduje al piso superior. De nuevo el doctor Eliot estuvo yendo de un lado a otro de la habitación. Se detuvo frente a mi tocador y se quedó mirándolo con las cejas fruncidas. Después cogió un frasco de pastillas.
—¿Este medicamento es para combatir la alergia que le produce la polución de Londres? —preguntó.
Le repuse que así era, en efecto.
—Está lleno —dijo en tono casi acusador.
—Sí —respondí—. Acabo de empezarlo.
—¿Cuándo lo empezó?
—Anoche.
—¿Conserva el frasco que terminó antes de empezar este?
—La criada lo habrá tirado.
—¿Habría algún modo de recuperarlo?
Llamé a la criada y le mandé que me trajera el frasco vacío.
—No sospechará usted —le pregunté al doctor Eliot mientras esperábamos a que viniera la muchacha— que me están envenenando, ¿verdad?
Me lanzó una mirada.
—El hecho de que aquella misteriosa mujer la despertara a usted justo la noche que empezaba un nuevo frasco da que pensar, ¿no le parece?
—¿Qué quiere usted decir exactamente, doctor Eliot?
Hizo caso omiso de mi pregunta.
—¿Hasta el día de ayer siempre durmió usted bien?
Le aseguré que así era.
—Pero ¿quién iba a querer drogarme, y por qué razón? —insistí.
Se encogió de hombros.
—Es obvio que en esta casa hay objetos de mucho valor para alguien —repuso.
—¿Los documentos de George?
Volvió a encogerse de hombros, mas observé que sus finos labios esbozaban una sonrisa. Le pregunté si estaba más cerca de resolver el enigma.
—Hay atisbos de luz —repuso—, pero puede que esté equivocado… Es demasiado pronto para decirlo, lady Mowberley. —En aquel momento entró la muchacha con el frasco vacío, que Eliot cogió con afán. Lo levantó, acercándolo a la luz, y me preguntó si podía llevarse también el frasco lleno. Como y o tenía gran cantidad de pastillas, no le puse el más mínimo reparo y le pregunté si podía hacer algo más por él—. No, no —respondió—, he visto todo lo que deseaba ver. —Se volvió y yo lo acompañé hasta el vestíbulo, pero cuando ya estaba dispuesto a marcharse de pronto se detuvo—. En realidad, lady Mowberley, me gustaría hacerle una pregunta. Su cumpleaños no coincidiría con la primera desaparición de George, ¿verdad?
Lo miré pasmada.
—Pues sí —repuse—. De hecho, fue al día siguiente de regresar él. Pero no lo entiendo. ¿Cómo…?
Me interrumpió agitando la mano.
—La mantendré informada de la evolución de mis investigaciones —repitió. Después se volvió y se dirigió a la calle. Esta vez no volvió la cabeza y yo lo estuve observando hasta que desapareció, preguntándome qué pista había hallado.
Y sigo preguntándomelo todavía ahora. Estoy mirando con los ojos fijos la calle por la ventana de mi habitación. No hay nadie. Las campanas de la iglesia acaban de dar las dos. Tengo que acostarme. Espero poder dormir. La verdad es que estoy agotada. Este misterio es para mí cada vez más impenetrable, si cabe. Pero tal vez a ti, querida Lucy, no te parezca indescifrable. Solo me cabe esperar que así sea. Confío en que muy pronto tengamos noticias alentadoras. Buenas noches. Tennos presentes a George y a mí en tus oraciones,
ROSA