Narración escrita por Bram Stoker[12] a principios de setiembre de 1888

No tengo mayor dificultad en reconstruir los hechos que voy a relatar a continuación, pues fueron tan sorprendentes y tuvieron un desenlace tan espectacular que me parece que cualquiera se hubiera dejado impresionar por ellos. Yo, sin embargo, tenía, además, otras razones para intentar recordar aquella aventura en todos sus detalles, pues daba la casualidad de que, por entonces, andaba yo buscando una historia excepcional con la intención de escribir una obra de teatro o, quién sabe, incluso una buena obra en prosa. Pues bien, los acontecimientos que se produjeron a primeros de abril, como tengo que decir sin más tardanza, fueron ciertamente extraordinarios.

El célebre actor de teatro cuyo mánager soy yo, el señor Henry Irving, acababa de regresar de una gira por Estados Unidos que le había reportado muchos éxitos. Después de haber conquistado América, trabajaba para recibir, una vez más, el homenaje de Londres en el famoso templo de arte dramático, el Lyceum Theatre. El señor Irving y yo habíamos decidido que la temporada de verano se iniciaría en el Lyceum con la representación de Fausto, una obra sensacional y una de las favoritas, de siempre, del público londinense. No obstante, Fausto no es una obra original, como tampoco lo eran las obras que habíamos programado para el resto de la temporada. El señor Irving era muy consciente de este hecho y en las conversaciones que manteníamos me confesó que se arrepentía de haber escogido aquellas obras para la temporada. Muchas fueron las noches —y muchas siguen siendo, todavía ahora, las noches— en que nos reuníamos y charlábamos, mientras comíamos un buen bistec y bebíamos cerveza negra, de los nuevos papeles que podría interpretar él. En aquellas semanas de principios de abril, no obstante, no habíamos encontrado nada idóneo. Al fin le propuse escribir yo mismo una nueva obra de teatro, comentario que, lamento decirlo, le arrancó una carcajada al señor Irving, que lo calificó de «temible». Pero su reacción no me arredró, más bien sucedió todo lo contrario: a partir de aquel momento empecé a buscar nuevos temas y, con tal fin, cogí la costumbre de anotar en mi diario acontecimientos o ideas insólitos que se me ocurrían. Es en estas notas, precisamente, en las que me baso ahora para relatar los hechos que paso seguidamente a exponer.

Debo confesar, sin embargo, que permanecí varias semanas sin inspiración. Mi querida esposa estaba por aquellos días enferma; había que sumarle a la crisis doméstica que desencadenan siempre tales situaciones, el agobio que sufre cualquier director de teatro al inicio de una temporada; espero que en semejante estado el fracaso de mis intentos literarios será juzgado con benevolencia. Estaba programado que la temporada empezara el día catorce; a medida que iba acercándose el día, yo era cada vez menos dueño de mi tiempo. Al fin, sin embargo, llegó el día de marras y, como a menudo ocurre en el ojo de un huracán, yo me sentí de pronto completamente tranquilo, tanto que me sorprendió a mí mismo. Estaba sentado en mi despacho, diciéndome que había hecho todo lo que estaba en mis manos y preguntándome, al mismo tiempo, si aquello iba a ser suficiente. Mas únicamente me cabía esperar y desear que las cosas fueran lo mejor posible. Fue entonces cuando me entregaron la tarjeta del doctor Eliot.

Le eché una ojeada. El nombre que figuraba allí escrito no me decía nada, pero era tal mi enervamiento que agradecí aquella distracción que me ofrecía el destino, de modo que pedí que hicieran pasar al doctor Eliot a mi despacho. Era evidente que había estado esperando junto a la puerta, puesto que entró en seguida, como si le apremiara algún asunto urgente. Aunque su carácter decidido saltaba a la vista, sin embargo, también era bien visible su calma y aplomo; a decir verdad, daba la impresión de ser una persona totalmente imperturbable, algo que llamaba la atención en alguien tan joven, pues no podía tener más de treinta años; me hice de inmediato una idea de la autoridad que debía ejercer sobre sus pacientes. Tomó asiento frente a mi escritorio y me miró fijamente a los ojos, como si quisiera taladrar mis pensamientos más íntimos.

—La señorita Lucy Ruthven —me preguntó bruscamente— es una de sus actrices, ¿no es así?

Le repuse que así era.

—Actuará en la representación de Fausto que se estrenará esta noche.

—¿Desempeña un papel principal?

—No, pero tampoco puede decirse que sea un papel insignificante. Es extremadamente joven, doctor Eliot. Es muy meritorio que haya conseguido un papel como el que va a representar.

Me lanzó una mirada astuta.

—¿Admira, pues, su talento?

—Sí, sí —convine—, será una actriz maravillosa.

Me quedé callado y de pronto me ruboricé, pues tuve la impresión de que mi entusiasmo podía interpretarse torcidamente, pero el doctor Eliot no pareció percatarse de mi turbación.

—He de hablar con ella —dijo—. Doy por sentado que no se encuentra aquí, en el teatro, en este momento, ¿me equivoco?

—No —repuse—, no está aquí; no vendrá hasta las cuatro. No obstante, si desea dejarle una nota, lo acompañaré a su camerino.

Eliot inclinó la cabeza.

—Es muy amable de su parte. —Se puso en pie y salimos del despacho; bajamos las escaleras y pasamos por los estrechos pasillos del teatro—. Me ha sido muy difícil localizar a la señorita Ruthven —dijo, andando a grandes zancadas detrás de mí—. Me habían informado de que, legalmente, es la pupila de sir George Mowberley, pero al parecer ha decidido no vivir con él.

—Sí —repuse yo—. Pero debe usted comprender que pasó a ser pupila de sir George tras la triste muerte de su hermano. Tal vez estará usted enterado del asesinato del pobre sir Ruthven.

—Sí, sí —se apresuró a responder Eliot, como si no tuviera ningún deseo de hablar sobre aquel tema—. Pero resulta extraño, ¿verdad? —Prosiguió—, que la señorita Ruthven no viva ahora con sir George Mowberley. ¿Qué edad tiene?

—Creo que solo tiene dieciocho años.

—Entonces tenía usted razón, es muy joven. —Hizo una pausa—. Anoche fui a casa de los Mowberley. Al hablarle yo de la señorita Ruthven, me dio la impresión de que lady Mowberley adoptaba una actitud de frialdad. —Calló un momento y me lanzó una mirada—. Supuse que quizá no mantenían buenas relaciones.

Había dicho esto último en un tono de voz interrogativo y yo meneé la cabeza a modo de contestación.

—Creo que tiene usted razón —repuse—. Es muy probable, me imagino, que lady Mowberley no apruebe la afición de la señorita Ruthven por el teatro.

—Debo confesar —comentó Eliot— que a mí me sorprende su decisión. Yo conocía muy bien a su hermano, ¿comprende? Son de muy buena familia.

—Sí —respondí yo un tanto ofendido— y por eso actúa aquí, en el Lyceum, donde el señor Irving tanto ha hecho por dignificar la profesión de los actores.

—Por favor —se apresuró a decir—, no era mi intención insultar a nadie. Pero debe reconocer, señor Stoker, que no es nada frecuente que una chica de su categoría social desee dedicarse al arte dramático.

—No estoy muy seguro, doctor Eliot. Muchas son las que lo desean, pero pocas tienen la valentía de seguir sus deseos.

Eliot se quedó meditabundo.

—Sí —murmuró al fin—, puede que tenga usted razón.

—Doctor Eliot —le dije—, la señorita Ruthven es una chica con mucho carácter y muy decidida. Casi me atrevería a decir que tiene una personalidad masculina, y, al mismo tiempo, una sensibilidad y una pureza muy femeninas. Y, al igual que hace honor a su apellido, también aporta distinción y prestigio al teatro. No tema por ella, doctor Eliot; es una persona excelente en todos los sentidos.

Eliot hizo, con mucha lentitud, unos movimientos afirmativos de cabeza. Yo volví a ruborizarme y tragué saliva; después me volví y apreté el paso. Eliot me siguió por el pasillo, sin hacer más comentarios. Cuando vi los camerinos, por fin respiré.

—Ya hemos llegado —dije cogiendo las llaves que guardaba en el bolsillo. Pero en aquel momento me di cuenta de que la puerta del camerino de la señorita Ruthven estaba entornada—. Tiene usted suerte —le comenté—. La señorita Ruthven ya está aquí.

—Qué extraño —repuso Eliot— que prefiera estar a oscuras.

Advertí que tenía mucha razón al hacer aquel comentario, porque la habitación estaba efectivamente a oscuras. Fruncí las cejas y eché una ojeada a las llaves que tenía en la mano. Ninguno de los dos nos atrevimos a entrar. Tuve un extraño presentimiento, no sé exactamente qué fue lo que presentí, tal vez fuera incertidumbre… y, hablando más tarde del hecho con Eliot, supe que él había sentido lo mismo. Observé que sus mejillas cetrinas estaban tenuemente sonrojadas. Me lanzó una mirada y se colocó detrás de la puerta.

—Lucy —dijo golpeándola con suavidad con los nudillos—. ¡Lucy! —Abrió la puerta despacio y yo entré con él en el camerino. Cogió un quinqué y vi la llamarada de una cerilla. La habitación quedó bañada en una débil luz anaranjada. Eliot sostuvo en alto el quinqué y se quedó mirando fijamente algo que había a mis espaldas, con el semblante ensombrecido. Yo me volví y di un respingo, pues en la silla había un hombre sentado. Era joven y muy hermoso, de tez delicada y pelo negro y ensortijado. Tenía los ojos cerrados; estaba hasta tal punto inmóvil y su tez estaba hasta tal punto pálida que, de no haber sido por la ligerísima dilatación de las alas de la nariz, como si aquel hombre estuviera aspirando un olor que lo transportaba, hubiera dicho que me hallaba frente a un cadáver. Muy lentamente, el joven abrió los ojos. Unos ojos Fulgurantes. Yo sentí que su mirada me hipnotizaba; me recordó un poco la mirada de Henry Irving, aunque era más fría y turbadora, pues parecía expresar una profunda desesperación y una altivez que ningún actor es capaz de fingir. Él debió de percatarse de mi confusión, pues sus labios carnosos y rojos esbozaron una sonrisa y se levantó con languidez. Iba impecablemente vestido, con ropas elegantes y de un corte perfecto. Llevaba una larga capa.

—Me temo haberlos asustado —dijo—. Permítanme disculparme. —Su voz era melodiosa e hipnotizante, al igual que sus ojos—. He venido a ver a mi prima —nos comunicó al tendernos la mano—. Me llamo Ruthven, lord Ruthven. —Al estrechar su mano, advertí que estaba helada.

—Es un gran placer conocerlo —le dijo Eliot al estrecharle la mano a su vez—. Yo era amigo de Arthur, su primo.

El semblante de lord Ruthven se ensombreció.

—No lo conocí —murmuró al fin—. Murió, ¿verdad?

—En circunstancias muy lamentables —respondió Eliot.

—Sí —dijo lord Ruthven—, eso me dijeron. —Entornó los ojos y se encogió levemente de hombros—. He vivido toda mi vida en el extranjero. Hace muy poco que he regresado a Inglaterra. Quien ha viajado mucho, tiene un privilegio y es que no le une nada a sus familiares. Y, sin embargo, a veces —echó una mirada por el camerino—, incluso sus familiares pueden sorprenderlo. Por ejemplo —prosiguió, cogiendo un sobre que había encima del escritorio—, de pronto me encuentro con que tengo una actriz en mi familia. ¡Eso es más que sorprendente! ¡Es absolutamente romántico! —Abrió el sobre y extrajo un programa de teatro que llevaba, según observé, el logotipo del Lyceum, y que lord Ruthven me entregó. Vi que el nombre de la señorita Ruthven estaba subrayado en rojo—. Me lo mandaron hoy.

Eliot levantó la vista, después de haber observado atentamente el programa por encima de mi hombro.

—¿De veras? —preguntó—. ¿Y quién se lo mandó?

—No estaba firmado.

—¿Y el sobre? ¿Había escrito algo en él?

Lord Ruthven alzó una ceja.

—No —dijo hablando con mucha lentitud—. Me lo dejaron en el club. —Sonrió casi imperceptiblemente—. ¿A qué viene su interés, señor?

Eliot se encogió de hombros.

—Me preguntaba solo quién podía haberlo enviado, eso es todo.

—Pero si no tiene nada de misterioso. Seguro que lo envió la jovencita señorita Ruthven. De hecho —comentó lord Ruthven dirigiéndose a mí—, esta es la razón por la cual estoy aquí. He decidido asistir a la representación de esta noche y deseo un palco privado a mi disposición. Tal vez usted, ya que mi prima no se encuentra aquí en este momento, podrá ayudarme.

—Me temo —le respondí— no poder satisfacer su petición, milord. Hoy es el día del estreno de la temporada y no queda ni un solo palco privado libre.

—¿De veras?

Habló con mucha calma y en su tono no se percibía, aparentemente, amenaza alguna; sin embargo, y a pesar de todo, sin saber por qué, de pronto el pánico hizo presa en mí. Alguna oscura fuerza me impulsó a fijar mis ojos en los de él y vi que lord Ruthven me dedicaba una sonrisa burlona. Soy alto y fuerte, y no soy ningún cobarde, o así lo espero, pero de repente me puse a temblar como una hoja. La belleza de lord Ruthven era deslumbrante y, a la vez, era también horrible, como la de una serpiente mortífera y cruel. Tuve la sensación, casi, de que él me chupaba toda mi fuerza, como si se alimentara de ella. Me enjugué el sudor que me resbalaba por la frente.

—No me cabe ninguna duda —dije al fin en voz queda— de que este problema se podrá solventar.

—Bien —manifestó afablemente lord Ruthven. Cuando se levantó para marcharse, sentí que mi terror se desvanecía. Al acercarse a la puerta, me preguntó—: ¿Dónde dejará mi localidad?

—En la entrada privada, milord. —Le lancé una mirada a Eliot, que estaba sentado a la mesa escribiendo una nota—. Doctor Eliot, podría decirle a la señorita Ruthven que le dejara usted un mensaje también allí.

—¿Doctor Eliot? —La palidez de lord Ruthven pareció iluminarse por un súbito resplandor—. ¿Es así como se llama usted?

—Sí —repuso Eliot arrugando la frente—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Le dice algo mi nombre?

Lord Ruthven no contestó; se limitó a sonreír y solo cuando su sonrisa se hubo desvanecido, se encogió de hombros y se volvió; al pasar rozó uno de los vestidos de la señorita Ruthven. Para gran sorpresa mía, vi que sus mejillas se sonrosaban, que los ojos le fulguraban y que las alas de la nariz se dilataban. Era como si estuviera aspirando un perfume de la tela. Mas cuando se hubo marchado, me acerqué el vestido a la cara y no olí nada. Miré a Eliot y me encogí de hombros.

—Me parece que este hombre está loco —comenté.

Eliot no hizo ningún comentario; se quedó mirando fijamente el pasillo por el que acababa de desaparecer lord Ruthven y luego echó insistentes ojeadas al camerino. Frunció las cejas y volvió a la mesa; le dejé escribiendo; no quería molestarlo y, por otra parte, tenía prisa por volver a mi despacho. Eliot pronto acabó de escribir la nota, que acercó a la luz, como si la examinara; después la dejó apoyada en la lámpara del espejo. Salimos al pasillo y volvimos al teatro en silencio. Le enseñé a Eliot la entrada privada y me marché.

Me olvidé rápidamente de él, pues en cuanto nos hubimos despedido el ajetreo frenético del estreno me absorbió totalmente, y no pude pensar en nada más. No tenía tiempo de reflexionar sobre los curiosos acontecimientos de aquella tarde; eso sí, cuando me encontré a la señorita Ruthven, me pregunté en qué habría quedado con Eliot, mas no me paré a preguntárselo. Una cosa sí sabía yo, sin embargo, y es que Eliot no asistiría a la representación; cuando le pregunté si vendría, me respondió que las obras de teatro no eran lo suyo; añadió que, en realidad, ninguna obra de ficción despertaba su interés.

No obstante, estoy seguro de que el Fausto que se estrenó aquella noche hubiera cautivado incluso a Eliot. Fue un éxito clamoroso; y si el señor Henry Irving y Ellen Terry[13] arrancaron los más sonoros aplausos, los que le dedicaron a la señorita Ruthven no les fueron a la zaga. Fue una revelación, si no para mí, al menos, para el público; al terminar la representación, estaba en boca de todos. En la entrada privada vi a lord Ruthven; me pregunté qué estaría pensando de la actuación de su prima. Estaba hablando con Oscar Wilde, pero cuando pasé junto a él interrumpió la conversación y me sonrió vagamente.

—¡Bram! —Me llamó Wilde al verme—. ¡Caramba! Esta joven actriz, la señorita Ruthven… me han dicho que este es el primer papel importante que desempeña, ¿es así? ¡No puedo creerlo! Solo se consigue actuar con esta naturalidad triunfal tras años de práctica y hábiles subterfugios. Hice una reverencia.

—Y a usted, milord —pregunté—, ¿le ha complacido la actuación de su prima?

—Me ha complacido en extremo. —Los ojos le fulguraron mientras asentía con la cabeza—. Ha estado prodigiosa. Sin embargo, señor Wilde, discrepo de usted. Su naturalidad, cosa rara, no es aprendida, no es una pose. La perderá, naturalmente, pues una chica tan hermosa y tan inteligente como ella pronto empezará a valorar la distinción estudiada por encima de la verdad, pero mientras tanto —añadió con los ojos otra vez fulgurantes— disfrutaremos de sus maravillosas actuaciones. —Hizo una pausa y miró a alguien que yo tenía a mis espaldas—. Hablando de Lucy —murmuró—, he aquí a otro admirador suyo.

Eché una mirada a mí alrededor y vi a Eliot, que subía las escaleras.

—¿Admirador? —pregunté frunciendo las cejas.

—Esto es lo que me figuré. —Lord Ruthven sonrió—. ¿Por qué, si no, van los hombres a ver a las actrices?

Cuando volví a mirar a Eliot, arrugué la frente todavía más. Había llegado arriba y estaba inmóvil, claramente indeciso sobre qué puerta escoger para salir. Me excusé ante lord Ruthven y Wilde, y abriéndome paso entre el gentío llegué hasta donde estaba Eliot. Al verme, vino en seguida a saludarme.

—Señor Stoker —me preguntó—, ¿qué camino se me permite tomar?

—¿Para ir al camerino de la señorita Ruthven? —inquirí—. Por aquí. Cruzaremos el escenario.

—No hay necesidad de que me acompañe. Recuerdo por donde se va.

—No, no —dije yo—, no es ninguna molestia en absoluto.

Eliot se encogió de hombros.

—Es muy amable de su parte.

Lo conduje hasta el escenario.

—Esta noche se ha perdido usted una representación sensacional —comenté, pensando en cómo iba a plantearle lo que quería decirle.

—Esto he oído —repuso. Tras una breve pausa, añadió—: Me imagino que la señorita Ruthven ha cosechado un gran triunfo.

—Sí —dije secamente.

Eliot sonrió.

—Se ha convertido, al parecer, en la gran favorita.

—Sí —volví a decir, esta vez, si cabe, aún más seco; después me quedé callado y, de repente, me paré, mirándolo a la cara—. Doctor Eliot… —empecé.

—¿Sí?

—Creo que debería decirle a usted…

—¿Sí?

—Creo que debería decirle a usted… —Se me trabó la lengua otra vez. Tragué saliva—. La señorita Ruthven está… bueno, se lo diré sin rodeos. La señorita Ruthven está comprometida.

Se me quedó mirando fijamente; poco a poco fue relajando su musculatura facial hasta que su rostro adquirió una expresión risueña.

—Mi querido amigo —declaró, echando a andar por el escenario—, creo que ha interpretado usted mal la naturaleza de mi interés por la señorita Ruthven.

—¿De veras?

—Sí, se lo aseguro. —Soltó una risita—. Mi mente está hecha exclusivamente para pensar y calcular. Nunca le ha interesado nada del bello sexo. Es como una máquina, vamos. Puede estar usted tranquilo, señor Stoker; no soy ningún rival para nadie. —Me escudriñó con sus ojos todavía risueños—. Pero dígame, si es que puede decirlo, ¿quién es el afortunado?

Fruncí las cejas.

—¿Qué es lo que le ha traído aquí? —pregunté—. ¿Ha venido para ayudarla?

—Si puedo. Pero ¿qué le hace pensar a usted que necesita mi ayuda?

—Porque… —Lancé un suspiro y meneé la cabeza—. Últimamente parece muy preocupada, doctor Eliot; asustada, casi.

—¿De veras? —Sus mejillas volvieron a encenderse por el interés que sin duda le despertaba el tema—. ¿Y cree usted que hay que achacarlo a su relación amorosa?

—Yo no he dicho eso.

—No, pero lo ha dado a entender. —Esperó; después se encogió de hombros—. Si es algo relevante, la señorita Ruthven sin duda me lo comunicará. Ahora tengo la oportunidad —dijo; y tras una pausa añadió sonriendo—: de descubrirlo.

Hizo este comentario cuando llegamos al camerino, que estaba abierto. Eliot, de todas formas, llamó a la puerta y entró.

—¿Lucy? Espero no molestarte.

La señorita Ruthven, que estaba sentada frente al espejo, casi oculta por los incontables ramos de flores que había, alzó la vista. En aquel momento se estaba ajustando un sombrero en su cabeza dorada de cabellos trenzados. En su rostro de niña, asomaron unos ojos azules asustados como los de un cervatillo; pero, al reconocernos, sus mejillas lozanas se encendieron de puro contento.

—¡Jack Eliot! —susurró—. ¿De verdad eres tú? ¡Jack! —Extendió las manos y el doctor Eliot le besó los dedos enfundados en guantes blancos—. ¡Qué alegría volver a verte! —Se rio—. ¡Después de… de tanto años! —Dio un paso hacia atrás e hizo una reverencia con exquisita elegancia—. Te debo parecer muy mayor, ¿verdad, Jack?

—Sí, muy mayor —repuso el doctor Eliot—. Una vieja.

La señorita Ruthven se rio y me miró.

—Dese cuenta, señor Stoker, Jack Eliot no me veía desde que yo era una niña con cola de caballo que jugaba todavía con muñecas y a la que le faltaban dientes.

Eliot meneó la cabeza.

—No, no, Lucy, no seas injusta. —Volvió la cabeza hacia mí—. Esta bellísima mujer fue una niña preciosa.

—¡Uf! —Repuso la señorita Ruthven—, ¡Jack Eliot, no intentes adularme! Te recuerdo muy bien. Era más frío que un témpano, señor Stoker. Para él las mujeres teníamos todas la cabeza llena de pájaros.

Eliot esbozó una imperceptible sonrisa.

—¿Yo te dije esto?

—Sí, muy solemnemente, además. Yo no debía tener más de doce años. —Dirigiéndose a mí, añadió—: ¿Sabía usted que Arthur…? —Se quedó callada un momento y de su boca se desvaneció todo rastro de risa—. Arthur era mi hermano, señor Stoker… —Hizo un esfuerzo por dominarse y sus mejillas se sonrosaron—. Arthur llamaba a Jack la calculadora.

Eliot hizo una reverencia.

—Qué halagador.

—Seguirás teniendo tu antigua facultad para calcular, ¿verdad, Jack? —Su voz sonó de pronto distante y extraña. Con un gesto lento y suave, cogió el colgante del collar que llevaba, acariciándolo como si fuera un amuleto, sin dejar de mirar fijamente a Eliot con los ojos graves y muy abiertos—. Jack —dijo en un susurro—. Jack. Espero que no hayas perdido tu antiguo talento, porque lo necesitamos. Me temo que están aconteciendo cosas horribles.

El semblante de Eliot permaneció impasible; cuando ella hubo terminado de hablar, alzó una ceja con lentitud.

—¿Necesitamos? —preguntó.

La señorita Ruthven asintió.

—Sí, necesitamos —dijo en voz muy queda. Luego extendió un brazo—. Ned. —Del muro de flores apareció a su llamada un joven, que estaba escondido detrás de la puerta. Era muy joven, tanto como la señorita Ruthven, y también muy hermoso. Sus rasgos eran delicados y su cabello era negro y ensortijado—. Jack y el señor Stoker. —La señorita Ruthven sonrió al coger al joven del brazo—. Permítanme que les presente a Edward Westcote, el joven más maravilloso del mundo. —Fijó sus ojos en los suyos—. No puedo seguir manteniendo nuestra relación en secreto. Estamos casados y vivimos juntos.

Yo me quedé petrificado, debo confesarlo, y sin habla. Eliot, sin embargo, no parecía sorprendido en absoluto; en realidad, daba la impresión de que hubiera estado esperando aquella confesión.

—Mi enhorabuena —dijo—, señora Westcote, —y besó a Lucy—. Ya no puedo seguir llamándola señorita Ruthven, así que de ahora en adelante será Lucy para mí —la besó en ambas mejillas y le estrechó la mano a Westcote.

—Felicidades —repetí yo.

—No estará usted enfadado, ¿verdad, señor Stoker? —me preguntó Lucy con ansiedad.

—No, no —contesté—. Me alegro muchísimo por ustedes. Es solo que… —Hice una pausa—. Supongo que lo único que ocurre es que me sorprende que me lo hayan mantenido en secreto.

—¡Pero si no lo sabía nadie, querido señor Stoker!

—¿Por qué? Yo no lo hubiera censurado.

El semblante de Westcote se ensombreció tenuemente.

—Usted no —dijo, cogiendo el brazo de su esposa—, pero hay otras personas, señor Stoker.

—¿Ah sí? —preguntó Eliot, ladeando la cabeza y mirando a Westcote, y luego a Lucy, sin pestañear—. No puedo creer que Arthur se hubiera opuesto a vuestra unión.

—Y no se opuso —respondió Lucy.

—Entonces ¿a qué venía esta necesidad de mantenerlo en secreto?

Lucy le lanzó una mirada a su esposo y después me miró a mí.

—Señor Stoker, se acordará —dijo— que hace un tiempo estuve muy enferma varios meses.

Yo asentí.

—Sí. Recuerdo que acababa de empezar a trabajar aquí. Fue una gran lástima que su carrera se viera entorpecida de aquel modo.

—Y, sin embargo, estuve aquí el tiempo suficiente para conocer a Ned. —Miró a su esposo y se ruborizó—. Cuando me puse enferma, él fue quien me cuidó sin dejarme ni un minuto. Durante aquellos meses de reclusión, decidí convertirme en su esposa. Mi hermano, en esto no te equivocas, Jack, mi hermano Arthur no se opuso en absoluto.

—Entonces no veo cuál era el problema.

—Asesinaron a Arthur, Jack. Lo asesinaron antes de que pudiéramos anunciar nuestra boda.

Eliot se la quedó mirando fijamente.

—Lo siento, Lucy —dijo al fin—. Lo siento mucho.

—Ya lo sé, Jack. —Con una mano volvió a acariciar el colgante y con la otra cogió a su esposo con más fuerza—. Después de su muerte, como tal vez sepas, George Mowberley pasó a ser mi tutor.

Eliot frunció las cejas.

—Sigo sin comprenderlo. George fue siempre una persona tolerante y a ti te adoraba. ¿Cómo iba a poner objeciones a vuestro matrimonio?

—Él no las puso. —Lucy se quedó un momento callada—. Pero lady Mowberley sí.

—Ya. —Eliot asintió lentamente—. Debí figurármelo. Pero ¿porqué te…?

—¿Que por qué me odia? —le interrumpió Lucy, de pronto muy acalorada—. No lo sé, Jack, pero me odia. Al principio era muy amable, pero después, cuando me puse enferma, no vino a verme ni una sola vez. Cuando me recuperé y se enteró de que Ned me había estado cuidando, volvió a estar fría conmigo. Enfadada incluso. Y le prohibió a Ned entrar en la casa.

Eliot le lanzó una mirada a Westcote.

—¿Qué tiene ella contra ti?

—No lo sé —repuso Westcote—. Jamás la he visto.

Lucy meneó la cabeza.

—Contra él no tiene nada; es a mí a quien odia.

—Qué extraño —comentó Eliot pensativo—. Lady Mowberley me ha parecido una mujer encantadora.

—Y lo es con casi todo el mundo.

Eliot frunció pronunciadamente las cejas y se quedó mirando a la pareja, que tenía los brazos entrelazados.

—Muy bien. Comprendo que su oposición os alterara a los dos. Pero ¿tan importante era? Tu tutor era George, no ella.

—Pero es lady Mowberley quien tiene el dinero. Es ella quien administra los gastos. ¿Te acuerdas, Jack, de las deudas que tenía George? —Lucy esbozó una débil sonrisa—. No puede permitirse el lujo de contrariar a su esposa.

—Ya. —Eliot se quedó muy pensativo; después, con mucha lentitud, movió la cabeza afirmativamente—. Sí, esto parece verosímil.

—Por supuesto que lo es —convino Lucy—. ¿Lo comprendes, Jack? No podíamos actuar de otra forma. Si nos casábamos, teníamos que hacerlo en secreto, no teníamos otra alternativa. Habíamos esperado casi dos años y estábamos locamente enamorados. No podíamos esperar ni un solo día más.

Eliot sonrió casi imperceptiblemente.

—Pues claro que no podíais esperar más. —Le dirigió una mirada a Westcote—. Y usted, señor, ¿lo saben sus padres?

El rostro de Westcote se ensombreció.

—Mi padre está en la India —dijo tras un silencio—. No he tenido oportunidad de informarle. Pero, por descontado que, a su debido tiempo, lo haré.

Eliot lo escudriñó detenidamente con la cabeza ladeada, un gesto que era habitual en él y que hacía pensar en un cernícalo observando a un campañol.

—¿Y su madre? —preguntó.

Westcote tragó saliva.

—Mi madre… —Su voz se desvaneció y tuvo que tragar saliva otra vez. Tenía la mirada perdida en el infinito—. Mi madre, lamento decirlo, está muerta. —Lucy le apretó la mano. Westcote siguió hablando con la mirada pérdida—. Desapareció hará unos dos años, junto con mi hermana. Unos miembros de una tribu que vive en el Himalaya las secuestraron. Nunca se halló el cadáver de mi hermana, pero sí el de mi madre. Lo habían abandonado en el sendero de una montaña, sin enterrarlo; lo habían dejado sin sangre y le habían rajado el cuello. ¡Fue terrible, doctor Eliot! ¡Terrible!

—Lo siento —dijo Eliot tras un silencio—. Perdóneme, no tenía que habérselo preguntado.

—No tenía por qué saberlo —repuso Westcote.

—No —comentó Eliot—. Por supuesto que no tenía por qué saberlo.

—En realidad —prosiguió Westcote con los ojos clavados en los de su esposa—, mi dolor era tan grande que me unió más a Lucy. Usted es al parecer un viejo amigo de ella, doctor Eliot. Sabrá entonces que es huérfana y que su padre desapareció y fue asesinado. Perdóname, queridísima Lucy, por tocar un tema como este, pero, al fin y al cabo, por eso está él aquí, ¿verdad? Lucy lo miró a los ojos sin decir nada.

—¡Lucy! —Westcote parecía desesperado—. Vas a contármelo, ¿verdad? —Nos dirigió una mirada a Eliot y a mí—. Vive atormentada por un peligro amenazador, lo sé. Asesinaron a su padre y también a él, al igual que hicieron con mi madre, lo dejaron exangüe. Después, hace un año, su hermano sufre el mismo destino. Creo que no es exagerado hablar de una maldición… una maldición que ha caído sobre la casa de los Ruthven. Y ahora Lucy vive preocupada por algo terrible que no me quiere contar. ¡A mí, que soy su esposo y que daría mi vida por ella! Lucy seguía con los ojos clavados en los de él.

—Cariño —dijo en voz muy queda—, me he equivocado al no contártelo todo. —Levantó una mano y le acarició su pelo alborotado; después lo besó con ternura y se volvió hacia nosotros.

—Ned tiene mucha razón. —Su voz era muy suave, casi un susurro—. Vi algo espantoso. —Hizo un ademán en dirección a Eliot—. Él lo sabe muy bien.

El rostro de Eliot seguía impasible, pero advertí que sus ojos estaban muy atentos y le brillaban.

—Fuiste muy listo, Jack, al deducir que fui yo quien escribió a lady Mowberley para decirle que cabía la posibilidad de que George estuviera muerto.

Eliot se encogió de hombros.

—Fue sencillo. —Cogió una carta que había encima del tocador de Lucy y vi que era la que él mismo había escrito aquella mañana. Le dio la vuelta al papel—. ¿Ves, Lucy? Son polvos. La carta que le escribiste a lady Mowberley tenía las mismas manchas.

Westcote miraba fijamente a Lucy, perplejo.

—¿Le escribiste? —preguntó—. ¿Escribiste a esa…? —La indignación le impidió encontrar una palabra adecuada—. Pero ¿por qué, Lucy?

Lucy lanzó varias miradas por la habitación y después, alisándose las faldas, se sentó. Yo me volví con la intención de marcharme de allí, pues tuve la sensación de que iba a hacer una confesión personal, mas alzó la mano y me pidió que me quedara.

—Quiero que comprenda qué me ha tenido tan preocupada estos últimos días, señor Stoker. Soy consciente de que no debe haber sido fácil convivir conmigo. —Levantó la vista y miró a su esposo a los ojos—. No es por mí por quien tengo miedo, querido —dijo—. ¿Crees de verdad que yo te hubiera ocultado algo si no estuviera en peligro la vida de alguien? Nunca jamás lo haría, Ned. Pero estoy asustada, terriblemente asustada; temo por la vida de George Mowberley.

Eliot extendió sus largos dedos.

—Ah, sí —murmuró—. George. —Volvió a entrelazar las manos y apoyó en ellas la barbilla, con los ojos clavados en Lucy e imperturbable—. Así pues, viste que lo asesinaban. Cuéntame qué viste.

—¡Un asesinato! —exclamé yo.

Eliot asintió lentamente.

—Eso dijiste, ¿verdad, Lucy? Que habías visto cómo lo asesinaban.

Lucy tenía la mirada perdida en la lejanía. Volvió a coger la gargantilla y a juguetear con ella; después asintió.

—Sí, eso me pareció.

—¿Solo te lo pareció? —Eliot frunció las cejas.

—No vi ningún cadáver, Jack.

Eliot alzó una ceja.

—Qué intrigante. ¿Qué viste entonces?

—Estaba detrás de una ventana.

—¿Dónde?

—En un piso que da a Bond Street. Hace dos días andaba yo por allí. La noche anterior había soñado… con la muerte de mi hermano, y que a George le aguardaba el mismo fin terrible. Te parecerá estúpido, Jack, lo sé, pero aquella pesadilla me afectó mucho, porque me parecía todo muy real. Incluso le escribí una carta a George, donde le describía lo que había visto en mis sueños, pero más tarde decidí que una carta no era suficiente. Que tenía que verlo.

—Muy bien —dijo Eliot—, pero ¿por qué en Bond Street?

—Hay allí una joyería cuyo dueño es un viejo ayuda de cámara de George. Cuando mis relaciones con lady Mowberley pasaron por sus peores momentos, George y yo solíamos encontrarnos allí.

—¿En qué número?

—El noventa y seis.

Eliot asintió y le hizo un ademán a Lucy a fin de que prosiguiera su relato. Ella seguía jugueteando con el colgante, pero habló con voz decidida y bien clara.

—Aquel día habíamos estado ensayando hasta muy tarde —dijo—. Cuando llegué a Headley’s, que así se llama la joyería, me encontré con que estaba cerrada. Me aparté y miré hacia arriba, pues el señor Headley y su esposa viven en un piso del mismo edificio de la tienda, porque quería ver si había luz. Pero las ventanas estaban a oscuras; estaba a punto de volverme y marcharme cuando vi que algo se movía en el piso de abajo. Vislumbré la figura de un hombre en la ventana. Él me vio y presionó su rostro contra el cristal. Estaba muy pálido y su mirada era terrible, pero era George, sé que era él, no tengo ninguna duda de que era él. Parecía que me estuviera llamando, pero entonces unas manos lo apartaron y vi que lo amordazaban con una tela. Él pugnó por quitarse la mordaza; entonces vi que tenía la barbilla manchada de sangre; volvieron a amordazarle y vi que caía. Apagaron la luz y no vi nada más. Aporreé la puerta por la que se va a los pisos que hay sobre la tienda, pero nadie me abrió. Entonces me fui y llamé a un policía.

—Un momento, por favor. —Eliot alzó la mano—. ¿Te quedaste todo el rato frente a la puerta?

—Sí —contestó Lucy.

—De modo que, si alguien hubiera entrado o salido por la puerta, tú lo habrías visto.

—Sí.

—¿Y el edificio no tiene ninguna otra salida?

—No, ninguna.

Eliot asintió.

—Muy bien. Es evidente que esto es algo importante. —Entrelazó las manos—. Bien; nos estabas contando que fuiste a llamar a un policía.

—Sí —dijo Lucy con los ojos encendidos—. Le conté lo que había visto y me escuchó con mucha amabilidad, pero debió de pensar que yo estaba histérica, porque actuaba con mucha calma, y, cuando me interrogó, advertí, por su tono de voz, que dudaba de la veracidad de lo que le acababa de contar. No obstante, fue conmigo a Headley’s y empleó un trozo de alambre para abrir la puerta de la calle. Yo subí las escaleras más deprisa que él hasta que me encontré con una segunda puerta. Desesperada, intenté abrirla con todas mis fuerzas, pero estaba cerrada con llave. Le lancé un grito al policía para que se apresurara; justo en aquel momento oí que alguien descorría el cerrojo y me abrieron. Un criado, aunque su voz y forma de hablar no eran las de un criado, me preguntó si podía ayudarme en algo. Yo me quedé petrificada y sin habla; sus ojos eran de una crueldad inenarrable, como los de una serpiente de cascabel, y el aliento le hedía tanto que recordaba la pestilencia de ciertos productos químicos. Volvió a preguntarme si podía ayudarme en algo; yo ya me había repuesto del susto y había recobrado mis facultades, de modo que, movida por lo acuciante de la situación, entré sin decirle nada, con la esperanza de poder descubrir al asesino. Pero en la habitación no había nadie, ni vi en ella señal alguna de violencia, ni sangre tampoco; en realidad, era la viva imagen de un hogar lujoso y tranquilo. La única nota discordante era una capa de noche que habían dejado tirada de cualquier modo en un sillón; pero esto no constituía ninguna prueba de que hubieran perpetrado un brutal asesinato. Empecé a pensar, con preocupación, que me había comportado de forma absurda y ridícula.

»El policía, que entre tanto había llegado al piso, era del mismo parecer, aunque no dijo nada. Le informó al criado de lo que yo había visto, mas no hizo ni el menor esfuerzo para darle verosimilitud a lo que contaba. El rostro del criado se iluminó; sonrió de oreja a oreja, satisfecho.

—Lamento decirles —dijo dejando escapar una sonrisita que sonó como un silbido— que el señor no se encuentra aquí en este momento, pero la señora sí está. Si lo desean, puedo preguntarle si ha cometido un asesinato recientemente. —Volvió a reírse con disimulo y todo su cuerpo se retorció; era evidente que todo aquello le hacía mucha gracia. Después se volvió y le hizo unas señas al policía para que lo siguiera; a mí me dejaron sola en la habitación delantera.

»Al cabo de unos minutos abrieron la puerta y apareció una mujer. ¿Cómo podría describirla? Su vestido, de terciopelo rojo y muy escotado, era precioso. Llevaba el pelo muy largo y trenzado. Su rostro era tan hermoso que casi resultaba doloroso mirarlo. De forma extraña me sentí… atraída por ella. Tenía… algo, un poder, un atractivo arrebatador… —Lucy cerró los ojos y estuvo un buen rato sin decir nada—. Me llenó de terror —susurró al fin.

—Hasta aquel momento —prosiguió con voz distante—, había empezado a dudar de que hubieran asesinado a George. Pero, Jack, en cuanto vi a aquella mujer, tuve la certeza de que yo no había sufrido ninguna alucinación sino que había presenciado algo terrible. Y entonces, cuando recibí la carta de lady Mowberley… —Su voz se desvaneció; frunció las cejas y sacudió la cabeza—. Lo supe —repitió simplemente—, lo supe con certeza.

—¿Qué supiste con certeza? —preguntó Eliot; en su voz se detectaba impaciencia.

Lucy alzó la vista.

—Aquella mujer que vi en la habitación era la misma que ha estado persiguiendo a lady Mowberley. —Nos dirigió una mirada a Westcote y a mí—. Lady Mowberley la vio anoche —explicó—; había entrado en su casa.

—¿Pero cómo puedes estar tan segura de que era la misma mujer?

—En la carta me la describió… —Lucy volvió a sacudir la cabeza—. ¿Recuerdas que lady Mowberley no sabía cómo definir con exactitud el rostro de la intrusa, y que solo podía decir que era el rostro más extraordinario que había visto en toda su vida? Pues bien —afirmó, asintiendo con la cabeza—, esta misma impresión tuve yo. Como he dicho, era hermosa, Jack, y mucho, pero al mirarla a los ojos uno sentía una fortísima sensación de peligro; había en ellos algo fascinante pero también maldad, mezclada con grandeza… ¿Cómo podría describirlo? No puedo, simplemente no puedo hacerlo. —Apretó la mano y se la llevó a los labios, un gesto de evidente frustración y fracaso por no saber cómo definir lo que había visto—. Pero tuve la sensación de que casi me estaba seduciendo —dijo en voz muy queda—. Sí, me seducía. Al final saqué fuerzas de flaqueza y conseguí desviar la mirada.

Siguió un largo silencio; Eliot se cruzó de brazos y se apoyó en la pared.

—En Londres hay mujeres muy bellas —comentó.

—No, Jack, tienes que escucharme, todavía no he acabado. —Lucy aflojó su mano cerrada y nos miró—. Lady Mowberley vio a otra persona anoche: un caballero extranjero de tez oscura; hindú, quizá, o árabe.

—Ah —exclamó Eliot, de pronto animado y sorprendido—. ¿Tú nunca viste a este hombre?

—Sí —repuso Lucy—, sí lo vi. El policía acababa de volver a la habitación en la que yo estaba esperando. Me dijo que había rastreado todo el piso y que no había hallado ninguna señal de violencia, y menos todavía un cadáver. Pidió disculpas a la señora de la casa y comentó que debíamos retirarnos. En aquel preciso momento oí unos pasos que subían por las escaleras…

—¿Que subían por las escaleras? —le preguntó Eliot interrumpiéndola.

—Sí —contestó Lucy.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

Eliot frunció las cejas.

—Perdona —murmuró—. Sigue, te lo ruego.

—No hay mucho que decir. El caballero entró en la habitación. Iba vestido de etiqueta, sin gabán, y de pronto deduje que la capa que había tirada encima del sillón era suya. Escuchó al policía, que le explicó lo que yo había visto; aquello lo sorprendió sobremanera y entonces nos fuimos de allí. No tenía ninguna prueba para sospechar de él. Pero cuando recibí la carta de lady Mowberley mis dudas se convirtieron en sentimientos de terror. ¡Jack, yo había visto a George en aquel piso! ¡Yo vi cómo lo asesinaban!

Eliot había estado escuchando con los ojos semicerrados.

—Convengo —murmuró— en que es todo de lo más intrigante. No obstante, dime una cosa: ¿cómo reaccionó el caballero al verte a ti en la habitación? ¿Advertiste algún indicio de que estuviera nervioso?

—Ni por asomo —repuso Lucy—. Estaba absolutamente tranquilo. En realidad, parecía casi que se estuviera burlando de mí. Su autodominio era de lo más repugnante.

—¿Repugnante?

—Sí. Esta es la sensación que me causó. —Lucy volvió a repetir aquella palabra con insistencia—. Repugnante.

Eliot asintió.

—¿Y te dijo algo?

—Se limitó a lo mínimo; hizo unos cuantos comentarios graciosos.

—Ya. —La frente de Eliot se ensombreció y abrió bien los ojos, como antes—. Este es en verdad un caso enigmático —convino—. Me figuro, querida Lucy, que deseas que llegue hasta el final para dilucidarlo.

—Por supuesto que sí, Jack. Arthur murió; y acabo de enterarme de las circunstancias que rodearon su muerte. Pensar que a George le puede aguardar un fin igualmente atroz…

—De acuerdo. —Eliot asintió y echó una ojeada al reloj—. Si no tienes nada más que decir, entonces me iré en seguida…

—¡Jack! ¡Claro que tengo más cosas que decir!

Lucy fue a detenerlo y Eliot lanzó una mirada a su alrededor, sorprendido.

—¿Qué tienes que contarme? —preguntó.

—Esta noche los he vuelto a ver. Estaban aquí, en el teatro.

—¿En el teatro? —exclamé yo—. ¿Que esa mujer y el extranjero han estado en el teatro?

Lucy asintió.

—Estoy segura de que eran ellos. Estaban sentados en un palco privado, a la derecha, el que está más cerca del escenario; por eso pude distinguirlos. La mujer no vio la segunda parte, pero el caballero estuvo hasta el final de la representación y se marchó apresuradamente, justo cuando el señor Irving salió a agradecer al público su asistencia y su caluroso recibimiento. Eliot se volvió hacia mí.

—¿Tiene usted anotado el nombre de la persona que alquiló el palco?

—Por supuesto —respondí—. Guardo todo en mi despacho.

—Entonces no esperemos más. Vayamos a su despacho. —Eliot se acercó a Lucy—. No tengas miedo —dijo cogiéndole las manos—. Haré todo cuanto pueda por resolver este caso. —La besó, cogió su gabán y salimos del camerino; íbamos por el pasillo cuando oí unos pasos que nos seguían; me volví y vi que era Westcote.

—Doctor Eliot, debo saber si Lucy se halla en peligro. ¿Cuál es su parecer? —preguntó.

Eliot se encogió vagamente de hombros.

—Es demasiado pronto para saberlo con certeza —repuso.

—Si hay algo que yo pueda hacer, si hay que arriesgarse…

Eliot asintió.

—Quédese junto a su esposa. No la deje ni un momento sola. Y esté preparado, porque pueden suceder cosas imprevisibles.

Westcote se lo quedó mirado fijamente, dubitativo.

—¿Así es como mejor puedo ayudarla?

—Desde luego. —Eliot sonrió y le dio una palmada en el hombro—. Buena suerte —dijo—. Sea usted digno de la mujer con la que se ha casado. —Dio media vuelta y yo lo acompañé a mi despacho. Oímos cómo Westcote regresaba junto a su mujer.

—¿De verdad piensa que la señorita Ruthven se halla en peligro? —le pregunté una vez que llegamos a mi despacho.

—Querrá decir la señora Westcote.

—Sí, claro. La señora Westcote —corregí.

Eliot cogió el libro mayor que le había entregado yo, y meneó la cabeza.

—No creo que se halle en peligro. —Frunció las cejas—. Pero la verdad es que este caso no es tan sencillo como creí al principio. —Arrugó todavía más la frente y volvió a menear la cabeza, mirando fijamente el libro mayor por la página por la que yo lo había abierto.

—Mire —dije, señalando un punto—, este es el palco. ¡Santo cielo, doctor Eliot! ¿Qué demonios le ocurre?

El doctor Eliot estaba pálido como un muerto. Tenía los ojos clavados en una anotación del libro, boquiabierto.

—Y sin embargo —murmuró poniéndose en pie—, debe tratarse de una pura coincidencia…

Sus ojos habían perdido todo su brillo y él parecía sumido en un ensueño en el que nadie podía entrar. Miré la hoja del libro a fin de descubrir la causa de su asombroso pasmo. El palco estaba reservado a nombre de un tal raja de Kalikshutra.

—¡Un raja! —exclamé—. Así pues, la señorita Ruthven tenía razón. Ese hombre es hindú.

—Sí —afirmó Eliot mirándome—. Al menos esto parece.

—¿Le es familiar el nombre de Kalikshutra?

—Un poco —repuso. Volvió a echar una ojeada a la página del libro, esta vez con su rostro impertérrito de siempre; después se encogió de hombros y cerró el libro de golpe—. Se ha hecho tarde —dijo—. Tengo que irme, señor Stoker, le agradezco que me haya dedicado parte de su tiempo.

—Iré con usted —repuse yo. Cerré el despacho con llave y acompañé a Eliot hasta la calle. Anduvimos juntos por Drury Lane en busca de un coche de alquiler, pero era más tarde de lo que yo creía e incluso las calles adyacentes al Covent Carden estaban casi desiertas. Bajamos por Floral Street y entonces me percaté de que nos seguía un carruaje. Negro, con un escudo de armas en la portezuela, el vehículo iba traqueteando por la calle adoquinada detrás de nosotros. Al alcanzarnos, oímos cómo alguien daba un golpecito con un bastón en la ventana y el coche se paró. La ventana estaba abierta y una mano pálida nos hizo señas. Eliot hizo caso omiso y siguió andando calle abajo.

Lord Ruthven se asomó a la ventana del carruaje. Vi que estaba sonriendo.

—Doctor John Eliot —gritó—. Sé que su hospital está en una situación financiera ruinosa y que necesita fondos.

Eliot se volvió y lo miró sorprendido.

—Y si lo está —comentó—, ¿acaso le incumbe a usted esto?

Lord Ruthven extendió la mano en la que sostenía un sobre que dejó caer.

—Léalo —dijo—. Puede que sea beneficioso para usted. —Después dio unos golpes con el bastón en el tejadillo del carruaje. El cochero sacudió las riendas y el coche se alejó de nosotros. Eliot lo observó hasta que dio la vuelta por la primera bocacalle y desapareció. Después se agachó y recogió el sobre del suelo. Lo abrió y leyó lo que había escrito. Cuando terminó, me lo entregó. En las señas grabadas en relieve que constaban en el margen superior reconocí el nombre de una calle de Mayfair. «Visíteme —había escrito lord Ruthven—. Tenemos mucho de qué hablar». Alcé la vista y miré a Eliot.

—¿Va usted a ir? —le pregunté.

En un primer momento no me contestó nada; tiritó y se ajustó el gabán.

—A decir verdad, tengo ya demasiados misterios que resolver —murmuró al fin. Me cogió la carta de las manos y siguió andando.

—Si puedo ayudarlo en algo… —le grité.

Él no se volvió.

—¿Sabe? —Volví a gritarle—, haría cualquier cosa por ayudar a la señorita Ruthven, si se halla en peligro.

—Mañana en Bond Street —dijo sin volverse—. A las nueve en punto.

—Allí estaré —le prometí.

—Buenas noches, señor Stoker.

Reemprendió la marcha y desapareció rápidamente en la oscuridad.

A la mañana siguiente, cuando llegué a Bond Street, yo esperaba encontrarlo frente a la joyería, mas estaba delante de la puerta que hay a la derecha de Headley’s y que, según advertí, era la puerta de entrada a los pisos que hay encima de la tienda. Al verme, Eliot me sonrió y se me acercó para cogerme del brazo.

—Stoker —dijo con jovialidad, aunque me agarró muy fuerte y tiró de mí casi con violencia a fin de impedirme que siguiera andando calle abajo—. No pase por delante de la joyería —siguió diciéndome con la misma voz jovial de antes, como si me invitara a desayunar con él. En realidad, sus maneras eran las de alguien que invita a un amigo a subir a su casa. Abrió la puerta y me hizo pasar adentro; después, con pasmosa tranquilidad, entró él y cerró la puerta con llave.

—¿Cómo ha conseguido usted la llave? —le pregunté sorprendido.

—En Lahore —repuso; su sonrisa se había desvanecido por completo de su rostro; levantó la vista y miró las escaleras con una expresión perfectamente inescrutable.

—¿No ve usted nada que le llame la atención? —preguntó.

Lancé varias miradas escrutadoras a mí alrededor.

—No —contesté.

—¿No ha reparado usted en la alfombra?

Bajé la vista y la escudriñé atentamente.

—No parece que haya nada fuera de lo común —comenté por fin.

Eliot clavó sus penetrantes ojos en mí.

—Yo no le he hablado de algo fuera de lo común, le he dicho solo si había visto algo que le llamara la atención —repuso—. Bueno, es algo que puede esperar. —Se volvió y enfiló las escaleras. Yo lo seguí.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

Eliot se había detenido frente a una puerta que había en el primer piso. La llave seguía en su mano. La introdujo en la cerradura y solo entonces volvió la cabeza y me lanzó una mirada.

—No se preocupe —me comentó—. He estado toda la noche observando el piso. No hay nadie dentro.

—¡Por todos los santos, Eliot! —le susurré alarmado—. Esto es un allanamiento de morada. ¡Piense bien en lo que estamos haciendo!

—Ya lo he hecho —me respondió mientras hacía girar la llave—. No tenemos más alternativa. —Abrió la puerta y me hizo entrar deprisa. Con mucho cuidado, sin hacer ningún ruido, cerró la puerta y me miró a la cara—. ¿Cree usted que Lucy nos contó la verdad? —me preguntó.

—Pues claro que sí —respondí.

—En este caso está justificado que actuemos así, Stoker, porque me temo que aquí ocurren cosas muy peligrosas. Dios sabe dónde nos hemos metido. Créame, no nos quedaba más remedio que entrar aquí furtivamente. —Echó una mirada a su alrededor. La habitación era exactamente como nos la había descrito Lucy. Era lujosa y estaba decorada con un gusto sumamente refinado y exquisito, y, sin embargo, había también una suntuosidad y una sensualidad casi decadentes; aquello era de una belleza sobrecargada, como una orquídea marchita. Me puse, sin saber por qué, muy nervioso y Eliot también; no dejaba de lanzar miradas en todas direcciones, pero la verdad es que parecía asqueado. Yo miraba todos los sitios en los que él posaba sus ojos. Con un ademán me señaló la pared en la que había dos ventanas rasgadas que daban a la calle—. Aquí debía de estar George cuando Lucy lo vio —murmuró Eliot. Extrajo de un bolsillo un pequeño monóculo y se arrodilló. Estuvo examinando la alfombra con minuciosidad; de pronto frunció las cejas y meneó la cabeza; después se acercó a la segunda ventana y repitió la operación. Yo fui a su lado. La alfombra era gruesa y de un color vivo, pero vi en seguida que no estaba manchada. De repente oí que Eliot contenía el aliento—. ¡Mire aquí! —Susurró, señalando un friso—. ¿Cómo interpreta usted esto, Stoker?

Miré y vi tres manchitas tan diminutas que apenas eran visibles. Eliot las escudriñó; rascó una de ellas y levantó el dedo a la luz; tenía la punta de la uña teñida de un color rojizo. Frunció las cejas y se llevó el dedo a la lengua.

—¿Qué es? —pregunté con impaciencia. Eliot lanzó una mirada a su alrededor.

—Es evidente que es sangre —repuso.

Yo palidecí.

—Así pues, Lucy tenía razón —susurré—. El pobre hombre murió asesinado.

Eliot meneó la cabeza.

—Ella vio que tenía el rostro manchado de sangre.

—Sí —convine frunciendo las cejas—. ¿Qué piensa usted, entonces?

—Que los restos de sangre que hay aquí no pueden provenir de una herida grave. —Señaló el recubrimiento de madera—. Estas manchitas diminutas son una prueba evidente de que no hirieron a George con violencia, porque de lo contrario la alfombra estaría empapada.

—¿Pero por qué? —pregunté.

—Porque —contestó Eliot con impaciencia—, no quitaron las manchas. No repararon en ellas; no solo Lucy no las vio sino que tampoco las vio ninguno de los que viven aquí. Observe la alfombra. Lucy tenía razón. No hay restos de sangre; al menos no se ven. No —prosiguió, meneando la cabeza y poniéndose en pie—, estas manchas convierten este caso en un asunto verdaderamente espinoso. Por un lado, nos demuestran que Lucy no padeció alucinaciones cuando vio que lo amordazaban con una tela empapada en sangre. Es del todo desconcertante.

Echó varias miradas por toda la habitación, y se fue hacia la puerta que había al otro lado. La abrió y yo lo seguí por el pasillo. Al igual que en el salón, en el corredor había abundantes muebles de un gusto exquisito y, al pasar, vimos que las habitaciones que daban a él eran tan lujosas como el resto del piso. A mí me sorprendió, sin embargo, el hecho de que no hubiera ningún dormitorio y así se lo dije a Eliot.

—Es evidente —respondió— que nadie vive en este piso.

—Entonces, ¿para qué lo tienen?

Eliot se encogió de hombros.

—A sus propietarios les debe convenir tener un piso en el centro de la ciudad que les sirva de lugar de descanso o de refugio. Aunque no podemos saber dónde tienen su residencia principal.

—Debe de estar en un barrio extremadamente refinado.

—¿Ah, sí? —Eliot me lanzó una mirada penetrante—. ¿Y por qué lo piensa?

Yo fijé mis ojos en los suyos, sorprendido.

—Pues solo porque bien se echa de ver el dinero que han derrochado en este piso —repuse.

—Sí —convino él—; resulta desconcertante. Precisamente por ello pienso que los sospechosos viven al descubierto en cualquier lugar.

—No entiendo qué quiere usted decir.

Eliot, perdiendo la calma, hizo un ademán.

—Mire a su alrededor. Sí, Stoker, tiene usted razón; han despilfarrado mucho dinero en este piso. Pero ¿por qué? ¿Por qué justamente en un piso que hay encima de una tienda? Aunque esto sea Bond Street, seguro que se podían permitir un lugar más lujoso. Parece todo tan poco plausible. A menos… —Se interrumpió y volvió a lanzar varias e intensas miradas en derredor; de repente se le iluminó el rostro como si hubiera encontrado una salida—. Bueno —dijo muy calmoso—, es evidente que aquí no vamos a encontrar ningún cadáver. Quizá podamos rastrear otras calles con más provecho. —Me cogió del brazo—. Venga, Stoker. Necesito que me ayude; vamos a hacer un experimento.

Volvimos al vestíbulo y Eliot abrió la puerta.

—Habrá advertido —comentó señalando el suelo— lo gruesa que es la alfombra de las escaleras. Yo me di cuenta en seguida. Era a esto a lo que me referí antes, cuando estábamos abajo.

—Lo siento, no me había fijado —repuse—, pero sigo sin entenderlo.

Eliot puso cara de sorpresa.

—¡Cómo, Stoker! ¿No se da cuenta? Una alfombra tan gruesa como esta amortigua el ruido de las pisadas —exclamó lanzando una mirada al piso de arriba—. Ahora, si no le importa, suba hasta aquel descansillo y baje otra vez y no se detenga frente a la puerta; siga bajando. ¡Pero, por favor, ande con el máximo sigilo!

—¿Con el máximo sigilo? —pregunté—. Me temo que no soy una persona ágil.

—Exacto —dijo Eliot dándome con la puerta en las narices.

Por fin caí en la cuenta de lo que pretendía con aquello.

—¡Me temo que me vas a tildar de torpe! —E hice lo que me había pedido. Bajé, esperé en la portería, pero al ver que Eliot no aparecía, volví a subir, esta vez andando normal, y al punto se abrió la puerta del piso.

—¡Excelente! —exclamó Eliot acercándose a mí—. Ahora que ha andado usted como un elefante le he oído perfectamente, pero cuando bajó no se oyó ni el más leve ruido. Esto es muy interesante, espero que estará usted de acuerdo.

Cerró la puerta con llave y subió hasta el segundo piso.

—¿Piensa entonces que el asesino fue el hindú? —le pregunté, mientras le seguía.

—Estamos solamente barajando posibilidades —contestó Eliot—. Pero le hemos desmontado la coartada al raja, pues, aunque lo oyeron subir las escaleras, esto no prueba que viniese de la calle. Sí, creo que pudo haberse escondido muy fácilmente cuando Lucy fue a buscar al policía y luego bajar sigilosamente a la portería.

—¿Pero qué hizo con el cadáver? —pregunté.

—Esto es un misterio —repuso Eliot, que volvió a coger el monóculo y se agachó. Examinó la alfombra detenidamente, pero al cabo de unos breves minutos sacudió la cabeza y se levantó—. No hay rastro alguno de sangre. Puede que la limpiaran en seguida, pero aun así se vería alguna señal. No —concluyó, haciendo un movimiento negativo con la cabeza—, esto viene a reducir las posibilidades.

—Entonces ¿tiene usted una teoría? —pregunté yo.

—Parece que, con toda seguridad, estamos a punto de dar con la solución.

De repente se quedó callado y las aletas de la nariz se le ensancharon, como si hubiera olfateado un posible rastro que lo hubiese dejado sorprendido. Cuando me miró, vi que sus ojos le fulguraban cual acero reluciente.

—Vámonos de aquí, Stoker —dijo, poniéndose en camino hacia las escaleras—. Iremos a la joyería.

Y eso es lo que hicimos. Cuando mi compañero abrió la puerta de la tienda, se le acercó un hombre menudo de pelo cano.

—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó frotándose las manos como si se las estuviera enjabonando.

Eliot le echó una mirada con gran altivez y después pasó sus ojos por los estantes y las vitrinas. Transcurrieron varios segundos.

—Tengo entendido —comentó Eliot al fin, arrastrando las palabras— que es usted el señor Headley, el joyero de lady Mowberley.

—Sí —respondió el joyero un tanto indeciso—. Y es para mí un honor.

—Muy bien. —Eliot fijó sus ojos en él—. Hace algún tiempo cené con ella y con sir George. Celebrábamos su cumpleaños. Lady Mowberley llevaba unas joyas muy llamativas que, según me dijeron, compraron aquí, en esta tienda. Eran un regalo de sir George a su esposa.

El señor Headley frunció las cejas y se rascó la cabeza.

—Si tiene usted la bondad de esperar un momento, señor, iré a consultar mis libros de cuentas.

Con sus andares torpes y lentos se acercó al mostrador, pero Eliot sacudió la cabeza.

—No, no —comentó con impaciencia—, no es preciso que busque nada. Estoy seguro de que recuerda usted las joyas; eran unos pendientes y una gargantilla muy originales, de una región de la India llamada Kalikshutra. —Eliot pronunció esta última palabra con mucho énfasis; cuando volvió a hablar, su tono era áspero—. Estoy seguro de que las recuerda usted perfectamente —dijo, vocalizando bien—. No me cabe ninguna duda de que las recuerda usted perfectamente.

El joyero nos miró a los dos muy incómodo.

—No eran joyas mías —dijo al fin.

Eliot frunció las cejas.

—Pero estuvieron en su escaparate, ¿no es verdad? —Hizo una pausa y meneó la cabeza lentamente—. Sí, recuerdo que lady Mowberley fue muy explícita y tajante: las había visto expuestas en su escaparate mientras daba un paseo con sir George. Por ello vino él después a comprarlas. Sé que era esta tienda. —Entornó los ojos—. No podía ser otra. Después de todo, usted fue ayuda de cámara de sir George, ¿no es cierto?

El anciano, visiblemente nervioso, empezó a retorcerse las manos.

—Es muy cierto —confesó con voz quejumbrosa— que sir George y lady Mowberley vieron las joyas en el escaparate. Pero le vuelvo a repetir, señor, que aquellas joyas no eran de mi propiedad. Cuando sir George volvió con intención de comprarlas, las había devuelto al lugar de donde procedían.

Eliot sacudió la cabeza, devorado por la impaciencia.

—¿Al lugar de donde procedían? No lo entiendo.

—Me las habían prestado.

—¿Quién?

El joyero tragó saliva.

—Un hombre que deseaba entrar en el negocio.

—¿Y es él quien posee las joyas de Kalikshutra?

—Sí, pero, si está usted interesado, tengo asimismo joyas de otras regiones de la India, y también de todo el mundo…

—No, no —le interrumpió Eliot—. Las quiero de Kalikshutra. Si no tiene usted las joyas, entonces me es preciso ir a ver a este hombre. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

El señor Headley frunció las cejas.

—¿Quién es usted? —preguntó de pronto suspicaz.

—Soy el doctor John Eliot.

—¿Dijo usted que era amigo de lady Mowberley?

—¿Hay alguna razón por la cual no pueda ser amigo de ella? —repuso Eliot; en sus ojos resplandecían un interés y una viveza súbitos, pues era bien visible que aquel último comentario había despertado su curiosidad. Mas no insistió; por el contrario, se inclinó sobre el mostrador y, cuando habló, lo hizo en un tono absolutamente afable.

—A nosotros, tanto al señor Stoker como a mí, nos gusta coleccionar piezas que provengan del Himalaya. Stoker, tenga la amabilidad de darle al señor Headley su tarjeta. —Eliot hizo una pausa, mientras el anciano joyero leía con atención mis señas; después, sin decir palabra, le dio al señor Headley una guinea.

—Y ahora —afirmó Eliot, después de que el joyero hubiera cogido la moneda—, nada nos gustaría tanto como ponernos en contacto con su colega. Tal vez, antes que nada, debería explicarnos usted cuál es su relación con él… así sabremos cómo conviene que lo tratemos.

El anciano arrugó la frente.

—Vino a verme… mmm… hará unos seis o siete meses.

Eliot asintió.

—Bien. ¿Y qué le propuso?

El anciano volvió a arrugar la frente y nos miró con desconfianza, como si todavía no estuviera seguro de cuáles eran nuestros propósitos.

—Por favor, señor Headley —le apremió Eliot—. ¿Qué le propuso?

—Me propuso —respondió el joyero—, me propuso… un acuerdo.

—Por supuesto que le propuso un acuerdo —intervino Eliot con frialdad—; no le iba a proponer en matrimonio. Vamos, señor Headley, no es usted muy franco con nosotros.

—Todo a su debido tiempo —murmuró el joyero, mirándonos desafiante con los ojos entornados—. Me dijo… mi colega me dijo que tenía joyas de muchísimo valor. Al principio no lo creí; como ustedes pueden suponer, en este negocio te vienen con las cosas más absurdas. Pero resultó que… bueno, señor, usted mismo vio las joyas que llevaba lady Mowberley; eran preciosas. Preciosas de verdad. Me dijo que tenía una tiendecita en los muelles…

—¿Dónde, exactamente? —preguntó Eliot.

—En Rotherhithe, señor.

—¿Tiene usted la dirección?

El señor Headley asintió, se agachó y abrió un cajón.

—Aquí la tiene, señor —dijo, entregándole una tarjeta, que Eliot cogió. En ella se leía: «John Polidori[14]. Coldlair Lane número tres, Rotherhithe».

Eliot levantó la vista y miró al joyero.

—¿Es italiano este tal Polidori?

—Si lo es —repuso el anciano—, habla inglés mejor que todos los extranjeros a los que he oído hablar nuestra lengua.

—Un tal John Polidori —comenté yo— fue médico personal de lord Byron. Escribió una narración breve que nosotros adaptamos y representamos en el Lyceum.

Eliot me lanzó una mirada.

—¿No pretenderá que se trata del mismo hombre? ¿Qué edad tendría ahora?

—Oh, no —repuse—. Polidori, el médico de lord Byron, se suicidó, creo. No, lo siento, Eliot; si lo he mencionado, ha sido únicamente debido a la coincidencia.

—Comprendo. Qué fascinante es usted, Stoker, con todos sus recuerdos del mundo del teatro. —Eliot se dirigió al joyero—. Y bien —dijo—, nos hemos distraído un poco. ¿Por dónde íbamos? Ah sí. Este tal señor Polidori vino a verlo a usted y dijo que tenía joyas.

—Sí.

—¿Y qué quería de usted?

El señor Headley sonrió.

—El señor Polidori tenía un problema; poseía muchas piezas… pero esto era básicamente lo único que poseía. Me refiero a que ¿quién va a ir hasta Rotherhithe? Ni los grandes señores ni los acaudalados caballeros que quieran gastar su dinero van a ir allí. Si uno desea abrir una tienda decente, bueno, señor, pues no tiene más remedio que hacerlo en Bond Street.

Eliot asintió.

—¿Y por eso vino aquí?

—Sí, señor. Él me entregaría joyas, que yo expondría en el escaparate.

—Y las joyas de Kalikshutra, ¿por qué no se las dejó para que las vendiera usted?

—Como le he dicho, señor, él tiene su propia tienda. En la tarjeta que le he entregado viene su dirección.

—Bueno —dijo Eliot, cuyos ojos empezaron a fulgurar otra vez—, ¿y qué?

—En algunas ocasiones quería que ciertos clientes fueran a verlo a su tienda.

—¿Porqué?

—Se trataba de personas que, según él, tenían un interés especial por las joyas… coleccionistas, si prefiere llamarlos así. Él quería tratar directamente con ellos.

—¿Y usted los mandaba allí?

—Sí, señor, si es así como quiere explicarlo. Era un buen negocio; sus recompensas fueron siempre espléndidas.

—¿Y sir George? ¿Fue él uno de los que mandó usted a Rotherhithe?

—Sí, señor. El señor Polidori fue muy explícito. Me dijo: «Mándeme a sir George. Si viene y pide alguna joya, dígale que usted no la tiene. Y me lo manda a mí».

—¿Y a usted esto no le pareció sorprendente?

—No, señor. ¿Por qué iba a parecérmelo?

—Porque sir George, por lo que yo sé, jamás ha sido coleccionista de joyas. ¿Por qué, entonces, iba su colega a interesarse por él?

Los labios del señor Headley esbozaron una sonrisa casi imperceptible debajo de su bigote cano.

—Quizá no coleccione joyas para él —dijo—, pero hay muchas personas para las cuales sí las colecciona. —Hizo un guiño—. Si es que entiende lo que quiero decir, señor.

—Sí —respondió Eliot con sequedad, sin sonreír—. Sí, me parece que lo he entendido a usted muy bien.

El anciano pareció asustarse de pronto.

—Espero que no me habrá interpretado usted mal, señor —balbuceó.

—¿A qué se refiere?

—Bueno… —El joyero tragó saliva—. Comprendo que lady Mowberley esté muy preocupada. Yo lo siento mucho por ella, de veras que la compadezco.

—¿En serio, Headley? ¿Y por qué la compadece usted?

El anciano frunció las cejas. Alzó la vista y clavó sus ojos en los de Eliot con una expresión de nuevo hostil; cuando habló, su tono de voz era frío y mesurado.

—Creo, señor —dijo con parsimonia—, que si usted necesita preguntármelo…

—¿Sí? —lo apremió Eliot.

—No voy a decírselo. —El señor Headley no pestañeaba y su cara parecía de piedra—. Si usted no se ha enterado ya, señor, no se lo diré. Lo siento. —Hizo una pausa y después añadió, con indiferencia ofensiva, una sola palabra—: Señor.

Eliot se metió una mano en el bolsillo.

—No intente sobornarme —protestó el anciano—. No va a sonsacarme nada de este modo.

Eliot bajó la mano lentamente.

—Muy bien —dijo. Para gran sorpresa mía, vi que su rostro parecía de pronto casi aliviado y jovial—. Al menos dígame una cosa —le pidió.

El joyero se lo quedó mirando fijamente sin contestar.

—¿Ha visto usted a sir George recientemente? ¿En las dos últimas semanas?

El anciano seguía sin responder nada.

—Debo serle franco —dijo Eliot—. Estoy trabajando para lady Mowberley. Siento haber tenido que engañarle. Ella solo desea saber si sir George está vivo, nada más. Es su esposa, señor Headley; también usted está casado. Así que le ruego que me conteste, señor Headley. —Hizo una pausa—. Lady Mowberley está muy preocupada.

El joyero desvió la mirada y clavó los ojos en la calle; al cabo de unos segundos miró a Eliot.

—¿Cuándo? —preguntó Eliot.

El señor Headley seguía sin pestañear.

—¿Lo vio en la calle? ¿Lo vio allí?

El anciano se encogió de hombros.

—Bien. —Eliot hizo una pausa—. ¿Cuándo?

El joyero lanzó un suspiro.

—Hace dos días —dijo al fin.

—Gracias, señor Headley. —Eliot se quedó callado un momento y sonrió—. Debe tenerle usted mucho afecto a sir George —observó.

—Sí, siempre se lo he tenido —respondió el anciano con aspereza—. Desde que era un niño que no andaba todavía.

Eliot asintió.

—Sí —dijo—, es un alivio ser testigo.

—¿Un alivio, señor?

—Sí, señor Headley, un alivio. —Se dirigió a mí; su rostro parecía reflejar precisamente aquella emoción—. Vamos, Stoker, ya hemos concluido nuestro trabajo aquí. —Echó un vistazo a la tarjeta que tenía todavía en la mano—. Iré a visitar al señor Polidori en su debido momento. Pero por ahora —dijo, descubriéndose—, le deseo a usted que pase un buen día, señor Headley. Su ayuda ha sido inconmensurable. Le agradezco que nos haya dedicado tanto tiempo.

Y dicho esto, dio media vuelta y salimos de la tienda.

—Y bien, Eliot —le pregunté impaciente—, ¿qué piensa de este hombre?

—Que es honrado y leal.

—Sí, leal a sir George por supuesto que lo es. ¿Pero esperaba usted acaso que no lo fuera?

—No estaba seguro.

—¿Qué le indujo a pensar así?

Eliot se detuvo y se volvió para indicarme el edificio del cual acabábamos de salir.

—Recuerde —comentó— que los Headley no solo tienen la tienda sino que además viven en el segundo piso de este edificio. Si ocurre en él cualquier cosa extraordinaria, a la fuerza, tarde o temprano se enteran. Esto se deducía incluso de lo que nos contó Lucy. —Dio media vuelta y siguió andando; hablaba en voz baja pero muy rápido—. Supongamos que sobornaran a los Headley. Supongamos que estuviera implicado en una conspiración contra sir George. ¡Qué negra se vuelve en tal caso nuestra investigación! Pues es evidente, creo yo, que fuera lo que fuera lo que vio Lucy en aquel piso, no se trataba de una catástrofe repentina sino de un episodio dentro de una secuencia de acontecimientos, que probablemente se remontan a varios meses atrás. Headley debía saber que pasaba algo fuera de lo ordinario; se hace difícil creer lo contrario.

—Pero, en este caso, ¿por qué no nos lo contó?

—Porque, como hemos convenido hace un momento, cree que es leal a sir George, lo cual implica, por otro lado, que durante todo este tiempo no ha creído que sir George estuviera en peligro.

—Sí, claro. —Recordé que el anciano lo había dado a entender—. Parecía como si nos estuviera diciendo que sir George tenía una amante.

Eliot asintió.

—No puedo decir que me sorprenda su insinuación. Cuando lady Mowberley vino a verme, a mí mismo se me pasó inmediatamente por la cabeza esta posibilidad. George fue siempre muy débil con el bello sexo. Naturalmente, a lady Mowberley no le he comunicado mi teoría.

—¿Cree entonces que es posible que tenga una amante, Eliot?

—Es más que posible; yo diría que es seguro que ha tenido un lío amoroso.

—¿Por qué lo asesinaron, entonces?

—Yo no creo que lo asesinaran.

—Pero… —Me lo quedé mirando fijamente, perplejo—. Lucy dijo que… vio cómo lo…

—No, no —me atajó Eliot, meneando la cabeza—, es imposible. Usted vio la alfombra con sus propios ojos. En aquella habitación no hubo ningún derramamiento de sangre, no degollaron a nadie allí. Y, sin embargo, el misterio existe. Lucy vio a George desde la calle, pero cuando ella entró en la habitación, él había desaparecido. ¿Adónde fue? ¿Qué le había ocurrido?

—Confieso que estoy totalmente desconcertado.

—¿Cómo va a estar desconcertado un hombre de su talento?

Me devané los sesos.

—¡Ya lo tengo! —exclamé—. ¡Estrangularon a sir George y escondieron su cadáver en el piso de los Headley!

—Muy bien —repuso Eliot, sonriendo ligeramente con sus delgados labios—, pero no es nada probable. Hace un momento hemos convenido en que Headley es leal a su antiguo señor. Me figuro que no mostraría entusiasmo alguno ante la idea de esconder a alguien acompañado por el cadáver de sir George.

—Tiene razón. —Me encogí de hombros y meneé la cabeza.

—¡Vamos, Stoker, piense un poco! Se presentan, de forma inmediata, dos soluciones.

—¿De veras?

—Sí, diáfanas como la luz del sol. —Eliot me lanzó una mirada; sus ojos brillantes eran los de alguien cuyo talento estaba habituado a este tipo de retos—. La primera, siento decirlo, es, en cierto modo, la menos probable de las dos, pero yo diría que es posible que el raja sea en realidad el propio sir George. La idea se me ocurrió mientras oía hablar a Lucy. Sí, sí —dijo apresuradamente, al verme boquiabierto—, ya he dicho que me parecía improbable. Lucy vio al raja y le habló. Ella es una persona muy observadora y conoce muy bien a sir George; no se la puede engañar fácilmente. Además, esto no explica qué vio en la ventana del piso. No obstante, en el supuesto de que sir George tenga una aventura, tendría un buen motivo para disfrazarse. Nuestra teoría también explicaría la presencia del raja anoche en el teatro: había acudido a ver a su pupila la noche del estreno. Así que no estoy dispuesto a desechar totalmente esta teoría. Aunque primero tendría que ver al raja con mis propios ojos.

Sacudí la cabeza.

—No me convence, Eliot. Las dificultades que presenta esta teoría son mucho más numerosas que sus ventajas.

—Sí —repuso él—, estoy de acuerdo con usted. Pero debemos esperar. ¿Quién sabe qué puede desvelarnos el tiempo y una observación atenta?

—Habló usted de una segunda posibilidad.

—Sí.

—¿Cuál es?

—Ah —dijo Eliot, cuyo enjuto rostro se ensombreció ante mis ojos—, ahora nos adentramos en un territorio más oscuro.

—¿Me lo puede contar? —le pregunté, pues en su voz me pareció detectar cierta reserva.

—En detalle, no —repuso—, pues hay ciertos aspectos de esta segunda posibilidad que guardan relación con importantes asuntos de Estado y, en el supuesto de que sean estos los que efectivamente expliquen la desaparición de sir George, como me temo que pueda ser el caso, tenemos ante nosotros una peligrosa y terrible conspiración. Esta es la razón por la cual me aferro a la esperanza de que el raja no sea otro que sir George; la otra alternativa, es decir, que quien se hace llamar a sí mismo raja de Kalikshutra sea el verdadero raja, es demasiado siniestra.

—Pero ¿por qué? —pregunté a un tiempo horrorizado e intrigado—. ¿Qué es esa conspiración que usted sospecha que puedan estar tramando?

—Recordará —contestó— que quien primero me habló de este caso no fue Lucy sino lady Mowberley. Ella me insinuó que la desaparición de sir George puede estar relacionada con la muerte de Arthur Ruthven. Esto me tiene profundamente inquieto y preocupado.

—Dios mío —exclamé—. ¿Dice usted que están relacionadas, Eliot? ¿De qué manera?

—Se da una extraña circunstancia. Ambos recibieron cartas anónimas insultantes. La primera era casi cómica. A Arthur, quien, a mi juicio, poseía una colección de monedas realmente excepcional, que nadie en Londres ha igualado, le decían que su colección, que había sido superada, no tenía ningún valor. La segunda carta, que enviaron poco después de la primera, era groseramente ofensiva. Informaban a Lady Mowberley, que ama a su esposo desde su más tierna edad, de que George era adúltero.

—Esto, al menos, es cierto.

—Que sea cierto o no es irrelevante. Lo que importa es la correspondencia entre las dos cartas.

—A mí me parecen bien distintas.

—Todo lo contrario —repuso Eliot—, son muy similares. ¿No se da cuenta, Stoker? Las dos desafían a sus destinatarios a demostrar su honradez.

—No lo comprendo.

—Supongo que el caso de Arthur Ruthven está bastante claro. Analicemos el de George. Stoker, usted es un hombre casado. Imagínese que le dicen a su esposa que usted la engaña. ¿Qué haría usted?

—Intentaría convencerla de que siempre le he sido fiel.

—Por supuesto. Intentaría demostrarle su honradez. Pero sigamos. Si este episodio se produjera pocos días antes del cumpleaños de su esposa, ¿qué otra cosa haría usted?

—Comprarle algo, hacerle un regalo espléndido.

—¡Una respuesta brillante! ¡Muy bien!

—Joyas, claro. Él le regaló joyas.

—A todas sus amantes les regala joyas. Recordará usted que Headley nos lo dijo. Es evidente que ellos conocían este dato y lo aprovecharon.

—¿Ellos?

—Sí —contestó—, ellos. —Se quedó callado un momento; su rostro enjuto fue ensombreciéndose y parecía muy concentrado—. Sean cuales sean las fuerzas que estén detrás de esta conspiración —murmuró—, ¡cuánta astucia despliegan! ¡Qué bien planeado lo tienen todo!

—Cree usted, pues, que este tal Polidori…

—Desde luego, es un canalla.

—¿Por qué?

—¡Todo ese galimatías sobre las tiendas de Rotherhithe y joyas fabulosas! Si de verdad posee tantas obras de incalculable valor y si es honrado, ¿por qué no se establece en Bond Street? ¿A qué vienen estos acuerdos absurdos y oscuros? ¡No, no, esto es pura villanía! Es evidente que se proponía engañar a George con el propósito de que fuera a Rotherhithe, al número tres de Coldlair Lane para ser más precisos —dijo, echando una ojeada a la tarjeta—. Pero ¿por qué? —Arrugó la frente—. ¿Por qué, Stoker, por qué?

—Dijo usted que tenía una teoría.

Me lanzó una mirada; después, como si repentinamente hubiese llegado a una conclusión, me cogió del brazo. Estábamos muy cerca ya de Covent Carden; yo me dejé llevar por una angosta y silenciosa callejuela, alejada del bullicio de las paradas del mercado y en la que las brumas amarillentas que ascendían del Támesis ahogaban nuestras voces y esfumaban nuestras siluetas.

—Recordará usted —dijo Eliot en voz más baja aún que antes— que las joyas que Polidori le prestó a Headley procedían de una región de la India.

—Sí —respondí—, de Kalikshutra.

—Sí, señor —asintió Eliot—, he aquí unos hechos interesantes. Sir George Mowberley es el ministro responsable de dictar órdenes sobre nuestra frontera india. Arthur Ruthven, antes de su desaparición y de su muerte, era el principal diplomático encargado de elaborar el proyecto de ley sobre este tema. Por experiencia personal, puesto que residí allí hasta hace poco, sé que es el reino que más quebraderos de cabeza nos da de toda la frontera. Usted recordará, Stoker, cómo fue justamente allí donde asesinaron a la pobre madre de Edward Westcote. Estoy seguro de que convendrá conmigo en que parecen acumularse las coincidencias.

—¿Cree usted que alguien está conspirando con el fin de abortar el proyecto de ley?

—Digamos que parece muy posible.

—Pero a Arthur Ruthven… lo hallaron asesinado…

—Sí, y su cuerpo sin vida estaba exangüe y blanco.

—Pero entonces, siento decirlo, ¿no deberíamos pensar que han asesinado también a sir George?

—No necesariamente. Si se ha mostrado dócil y manejable, se lo habrán podido ahorrar.

—¿Dócil y manejable?

Eliot lanzó un suspiro. Estuvo un buen rato sin decir nada, mirando fijamente las volutas que formaba la niebla.

—Ya le he dicho —comentó al fin— que yo estuve en Kalikshutra. —Cerró los ojos y en su rostro flaco vi de pronto trazos de agotamiento—. Quién sabe si a sir George le han contagiado la enfermedad. Al fin y al cabo, esto explicaría lo que Lucy vio desde la calle. Nadie mataba a George, más bien le amordazaron a fin de dominarle, a él, que ya debía tener la voluntad muy debilitada. Debió serle fácil al raja hacer subir a su víctima hasta el piso, donde los dos podían haber esperado inmóviles.

—¿Porque habían dejado a sir George bajo el poder del raja?

—Exacto. Lo habían reducido, por así decirlo, a un estado de zombi.

Reflexioné sobre lo que acababa de oír.

—Sí —dije, asintiendo lentamente con la cabeza—, sí, esto casi explicaría todos los hechos.

Eliot frunció las cejas.

—¿Casi?

—La tela con la que amordazaron a sir George, ¿insinúa usted que estaba empapada de cloroformo o algo por el estilo?

Eliot clavó sus ojos en mí.

—Sí —dijo secamente—. Algo por el estilo.

—Pero usted afirmó tajantemente que las manchas que había descubierto en la madera eran de sangre.

—Sí. —Eliot volvió a fruncir las cejas y ladeó la cabeza. Me fue fácil adivinar que estaba molesto porque, en este ínfimo detalle al menos, yo me había adelantado a él en mi razonamiento—. Yo reconocí —me recordó en un tono de voz ligeramente resentido— que el caso permanece abierto. —Se encaminó hacia el bullicioso Strand y yo lo seguí; casi tuve que correr para alcanzarlo, porque andaba a grandes zancadas. Echó una ojeada al Aldwich, desde Wellington Street—. Mire, Stoker —exclamó— ya estamos de vuelta al Lyceum. Y ya le he retenido demasiado tiempo. Tendrá usted que trabajar.

Era evidente que lo había importunado más de lo que me había imaginado.

—¿Qué va a hacer ahora? —pregunté.

—Como usted mismo acaba de señalar, queda todavía mucho por investigar.

—¿Y no puedo ayudarlo en nada más?

—De momento no.

Pensé que me estaba despachando, de modo que me despedí de él y me encaminé hacia el teatro, pero en seguida oí que me llamaba.

—¡Stoker!

Volví la cabeza.

—¿Estará Lucy en el teatro esta tarde? —preguntó.

—En teoría sí —contesté—. ¿Por qué? ¿Qué desea de ella?

—El colgante de la cadena que lleva puesta alrededor del cuello.

Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido.

—¿El colgante? ¿Por qué?

—¡Cómo! ¿No lo observó, Stoker? —Soltó una risita y se frotó las manos—. Bueno, puede que se trate de una imaginación mía. Veremos. —Se descubrió—. Que pase usted un buen día, señor Stoker.

—Me gustaría seguir siéndole útil —le grité cuando él ya se había puesto en camino.

—No me cabe ninguna duda —repuso sin volverse. Y pronto desapareció entre el tráfico y la niebla. Yo me abrí paso entre el gentío. Más allá me esperaba el Lyceum.

En seguida, los asuntos del teatro me tuvieron totalmente absorbido y me olvidé de todas las sorpresas con las que me había tropezado y en las que había estado cavilando hacía tan solo unas horas. El señor Irving, como era habitual en él después del éxito del estreno, estaba desanimado e irritable; padecía de la falta de vitalidad y entusiasmo que debe sobrecoger a los grandes artistas después de los momentos de efusión y creatividad, y la verdad es que no era una compañía precisamente agradable. Me perseguía como un espectro y, como iba vestido de negro, llegué a temer su figura esbelta y de elevada estatura, casi como si se hubiera convertido en un heraldo del desastre o, al menos, de una retahíla de órdenes y quejas. Muy pronto me sentí agotado y ya casi me había olvidado por completo de Eliot cuando este hizo su aparición, hacia las cinco de la tarde, mientras yo estaba inspeccionando las butacas reservadas de platea. Me alegró verlo, porque en su rostro había una expresión como de gratitud.

—¿Ha obtenido algún resultado esperanzador? —inquirí.

—Así lo creo —repuso—. Esta tarde he estado trabajando en mi laboratorio.

—¿De veras?

Eliot asintió.

—Analicé los dos frascos de medicamentos de lady Mowberley. El que está tomando ahora es totalmente inofensivo; sin embargo, el que había terminado y tirado estaba adulterado y contenía opiáceos.

—¿Quiere usted decir que la drogaron?

—Sin duda alguna. El hecho de que hubiera acabado el frasco y hubiera empezado uno nuevo explica, obviamente, por qué se despertó al oír a los intrusos. Debemos suponer, a mi juicio, que también habían estado allí, en su casa, otras noches.

—¿Pero con qué fin?

—Me temo que sobre eso no puedo especular.

—¿Cree, entonces, que guarda relación con asuntos de Estado?

—Stoker, usted es una persona discreta. Le ruego que no me presione sobre este particular.

—Discúlpeme —repuse—. Mi curiosidad, me temo, es un indicativo de lo intrigado que me tiene este caso.

Eliot sonrió.

—Y así la interpreto yo. ¿Desea entonces volver a ayudarme?

—Sí puedo servirle en algo.

—¿Está libre esta noche?

—Después de la representación.

—Estupendo. ¿Podría pedir un coche de alquiler y mandar que nos esperara en un callejón frente a la salida del teatro?

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué espera conseguir con ello?

Eliot hizo un ademán con la mano como pidiéndome que no insistiera y fue entonces cuando percibí el destello de un objeto de plata.

—¿Ha visto, pues, a Lucy? —pregunté—. Supongo que esto que tiene usted en la mano es su colgante.

Eliot abrió la palma de la mano.

—Mírelo con detenimiento —dijo.

Al examinarlo vi que lo que antes se me había escapado: era, en realidad, una moneda maravillosamente labrada y muy antigua.

—¿De dónde procede? —pregunté.

Eliot alzó la vista y me miró.

—De la mano fría y húmeda del cuerpo sin vida de Arthur Ruthven —repuso.

—No irá a decirme…

—Sí. Es la que tenía apretada en su mano cuando hallaron su cadáver en el Támesis.

—Pero ¿por qué? ¿Cree usted que tiene algún significado especial?

—Eso —respondió Eliot, poniéndose en pie— es lo que espero poder averiguar. No, no, Stoker, quédese donde está. Nos veremos esta noche. Y, por favor, no se olvide usted de pedir un coche.

Sin esperar a que yo le contestara, se escabulló entre las cortinas que hay detrás de los asientos, y volvió a desaparecer. Yo me levanté para seguirle, pero al salir de las butacas reservadas de platea por poco choco con Henry Irving, que andaba hecho una furia porque había habido un percance con el decorado, que yo tuve que ir a solventar inmediatamente. Una vez hecho esto, tuve que contentarme con pedir un coche de alquiler y esperar, pues era lo único que podía hacer.

Aunque, a decir verdad, las horas se me pasaron volando. En seguida llegó la hora de la representación y, sin darme cuenta, los actores estaban ya vistiéndose y maquillándose. Yo me vestí de etiqueta y, como solía hacer cada noche, me fui a la entrada privada, y me quedé en lo alto de las escaleras, a fin de saludar a nuestro público. Se concentraron allí las estrellas más luminosas del firmamento de la sociedad londinense y, el rato que estuve dándoles a cada uno de ellos la bienvenida, sentí una fuerte emoción: yo era el director del Lyceum Theatre y el gran actor que manejaba todos los hilos. Y, sin embargo, estaba distraído; hasta cuando charlaba con mis invitados, y les sonreía, me preguntaba qué me depararían las hazañas de aquella noche, qué conspiración de oscuros secretos íbamos a descubrir. A medida que pasaba el tiempo, se hacía más intensa la sensación de que el mundo cálido del teatro se me convertía en extraño y lejano, y así la muchedumbre de mujeres enjoyadas y hombres con pecheras me parecieron meras sombras, espectros insustanciales que se contraponían a la viveza de mi fantasía. Me imaginaba que veía a la extraña mujer, extraordinariamente bella y de ojos misteriosos, que nos había descrito Lucy; me imaginaba que veía al raja, aniquilador y cruel. Y entonces, repentinamente, arrastrado por el río de gente que subía las escaleras, ¡estoy seguro de que lo vi! ¡Era el raja, estoy seguro de que lo era! Iba vestido de etiqueta y llevaba una larga y holgada capa; en la cabeza, el característico turbante, de una tela de maravillosa calidad con adornos preciosos, justo sobre la frente, con una joya de unas dimensiones que yo no había visto nunca. Al andar, observé que la gente fruncía las cejas o palidecía, y que se hacían a un lado para cederle el paso.

Sin pensarlo dos veces, me acerqué a él con la intención de saludarlo en mi calidad de anfitrión, pero, cuando lo miré fijamente a los ojos, descubrí que me quedaba sin palabras, que las palabras no me salían. No puedo explicar por qué, pero aquel hombre me inspiraba un asco y una repugnancia notables. Tenía los labios excesivamente carnosos y húmedos, y además se le torcían en las comisuras, formando una mueca que daba la sensación de mofa, desprecio y lascivia. Tenía los ojos muy negros. Sus rasgos eran de una gran dureza, como de piedra, aunque, por otro lado, había en ellos, también, una blandura y debilidad que apuntaban a una personalidad que se dejaba vencer por el desenfreno y la lujuria. Su tez era extraordinariamente pálida. En resumen, nunca había conocido a ningún hombre que me inspirara tanta repugnancia nada más verlo. Pugné por no levantar la mano y propinarle un buen puñetazo. El raja debió percibir mi odio, pues me sonrió, mostrándome sus dientes blanquísimos y afilados; con aquella sonrisa la crueldad de su expresión no hizo más que acrecentarse. Como un autómata, di un paso atrás; el raja volvió a sonreírme, esta vez burlándose cruelmente de mí, y después se volvió y desapareció. Yo lo seguí con la intención de ver qué palco ocupaba; era el mismo que había reservado la noche anterior. Una vez comprobado, me fui a mi despacho, absolutamente perplejo. Me pregunté cómo iba a interpretar Eliot aquello.

Cuando la representación estaba a punto de concluir, salí afuera precipitadamente con el propósito de cerciorarme de que el coche de alquiler estuviera donde yo le había indicado. Y allí estaba, en efecto: en un callejón oscuro donde era casi imposible verlo. Le di una propina al conductor, y le ordené que estuviera listo para partir en cualquier momento; después me dirigí al Lyceum y, justo cuando iba a entrar, noté que alguien me cogía del brazo y me volví. Era Eliot.

—Gracias a Dios —exclamé—. ¡El raja esta aquí!

—Estupendo. —Eliot se frotó las manos—. Me imaginé que vendría. Vamos, entremos. Hace un viento muy frío para esta época del año.

Nos dirigimos al vestíbulo, en donde nos sería fácil observar a la gente que saliera del teatro.

—Tengo datos muy interesantes —me comentó Eliot al entrar—. El caso está a punto de cerrarse.

—¿De veras? —pregunté yo—. Así, pues, sus pesquisas sobre la moneda ¿han sido satisfactorias?

—Sí, señor —repuso—; han sido extremadamente satisfactorias. —Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una moneda, que acercó a la luz—. Observará que las letras, Stoker, son griegas.

Me dio la moneda y yo deletreé lo que había escrito; me costó trabajo porque estaba muy gastada.

—Kirkeion. —Alcé la vista—. ¿Es una ciudad? Nunca había oído esta palabra —le confesé.

—No tenía por qué haberla oído, pues su fama no ha llegado a la modernidad. La moneda, sin embargo, es auténtica sin lugar a dudas. Su valor es literalmente incalculable.

—¿Quién se lo dijo?

—El experto a quien se lo consulté. Está en Spink. Me figuro que habrá oído hablar de ellos, pues es el negocio de tasación de monedas más importante de Londres. Y, por supuesto, allí conocen muy bien a Arthur Ruthven. Hablé con la persona que fue la última en tratarlo.

—¿Y qué le contó?

—Recordaba muy bien todo lo que estuvieron hablando. Al parecer Arthur estaba extremadamente agitado. Estuvo atosigando al comerciante por si había oído ciertos rumores, si le habían llegado noticias de que estuvieran circulando ciertas monedas únicas. El comerciante no le pudo decir nada, porque nada sabía, pero, como Arthur insistió tanto, recordó entonces que hacía poco que había llegado un par de monedas muy raras. Eran de plata, muy antiguas, y procedían de una ciudad absolutamente desconocida.

—¡Santo cielo! —Miré la moneda que tenía en la mano—. ¿Era como esta?

—Exactamente igual. El comerciante se excitó mucho cuando le enseñé esta moneda que tiene usted en la mano. Me mostró las dos monedas originales, que no habían vendido desde el día en que Arthur estuvo allí. Como ya le he dicho, su precio era astronómico. Cuando las vi, me di cuenta enseguida de que el comerciante tenía razón; procedían del mismo lugar.

—¿Y de dónde cree usted que procedían?

—¿Se refiere a la fuente más inmediata? —Eliot esbozó una tenue sonrisa—. ¿No lo adivina usted? —Volvió a meterse una mano en el bolsillo y esta vez extrajo una libreta—. Habían adjuntado una tarjeta en la caja de las monedas. Si se deseaba información sobre ellas, había que dirigirse a la persona cuyo nombre figuraba en la tarjeta y que el comerciante tuvo la amabilidad de comunicarme. —Eliot abrió la libreta—. Aquí está.

—John Polidori —leí—. Coldlair Lane, número tres. ¡Santo cielo, Eliot, esto es extraordinario!

—Todo lo contrario —repuso Eliot—; no tiene nada de extraordinario. Viene a confirmar, simplemente, mi primera teoría: que sedujeron tanto a Arthur como a George para que fueran a Rotherhithe.

—¡Entonces tenemos que ir allí ahora mismo! —exclamé—. ¿A qué esperamos, Eliot?

Me dio unas palmadas en el brazo.

—Me alegra que vea las cosas como yo, Stoker —repuso—, pero primero debemos tener un poco de paciencia. Este tal Polidori, quienquiera que sea, no es el único pez que tenemos que coger. ¿Ha dicho usted que el raja ha venido al teatro? Muy bien, vamos a esperarlo. —En aquel instante oí los calurosos y estruendosos aplausos del público—. ¿Ha terminado la obra?

Eché una ojeada al reloj.

—Eso parece —contesté.

—Entonces, rápido —dijo con impaciencia—, no tenemos ni un minuto que perder. —Salimos a la calle apresuradamente y nos dirigimos al callejón oscuro donde nos estaba esperando nuestro coche de alquiler—. Avance un poco —le susurró Eliot al conductor—, para que podamos ver a la gente que sale por la entrada privada. Pero manténgase siempre en la oscuridad.

El conductor hizo lo que le habían ordenado y vimos cómo salían los primeros espectadores.

—¿Van a reparar en su ausencia esta noche? —me preguntó Eliot.

—No le quepa ninguna duda —repuse.

—Pero el señor Irving estará encantado de librarle a usted de sus obligaciones, ¿no?

—No, no lo estará —contesté con una sonrisa—, pero a veces hay que oponerle resistencia. De lo contrario, acabaría con mi vida.

Eliot se sonrió al oír estas palabras y se volvió para responderme, mas en aquel momento se quedó inmóvil y me cogió el brazo.

—Allí está —susurró; yo me quedé mirando fijamente al personaje que él me había indicado con un gesto y vi al raja, que estaba bajando las escaleras. Volvió a sorprenderme cómo la gente se apartaba para cederle el paso; parecía Moisés abriendo las aguas. Eliot se inclinó hacia adelante—. Su estatura y complexión son las de George —murmuró—, pero su semblante… —Su voz se desvaneció; a mí me pareció detectar en ella la misma repugnancia que había sentido yo.

—¿Ha sentido usted —le pregunté— un asco inexplicable?

Eliot me lanzó una mirada. Nunca lo había visto tan ceñudo, mas no me contestó nada. Solo se aproximó al cochero y le susurró al oído unas palabras.

—Sígalo —le oí decir.

El coche de caballos se puso en marcha dando un chirrido. Vi que el raja también había subido a un coche de alquiler. Esto me desconcertó porque había imaginado que un hombre de su posición, dada la suntuosidad de su porte, tendría su propio carruaje. Eliot, no obstante, no parecía sorprendido. Se limitó a pedirle al cochero que no perdiera de vista el otro coche.

—Si se mantiene siempre oculto, le daré una guinea, aparte de lo que suba el importe.

El conductor se tocó la gorra, y vimos cómo el vehículo en el que iba el raja nos adelantaba. Nosotros permanecimos donde estábamos casi un minuto, transcurrido el cual el cochero fustigó a los caballos con el látigo y nos pusimos en marcha, traqueteantes, calle abajo.

Una vez hubimos dejado atrás la multitud de carruajes y el gentío, avanzamos con mucha rapidez. Cuando nos aproximamos a la esquina de London Bridge, Eliot se inclinó hacia adelante con el semblante alerta y tenso el cuerpo. Mas el coche en el que iba el raja no giró sino que siguió por la calle que bordea la orilla norte del río. Eliot se dejó caer abatido en el asiento.

—Según parece, mis cálculos son erróneos —dijo—. Estamos perdidos, amigo mío. Estaba convencido de que el raja se dirigiría a Rotherhithe a visitar al misterioso Polidori. Pero ahora ¡mire!, hemos pasado el último puente que cruza el Támesis y todavía no hemos dado la vuelta hacia el sur. Soy un chapucero, nada más que un chapucero.

—¿Desea poner fin a la persecución? —pregunté.

Eliot se encogió de hombros, irritado, y agitó la mano; después, miró entre la bruma el objeto de nuestra persecución. El coche era solo una silueta borrosa, aunque en aquel momento aminoró la marcha, pues habíamos dejado atrás la City y nos adentramos en el East End; las calles estaban llenas de baches y eran cada vez más estrechas; sobre el pavimento húmedo había blancos cendales de niebla, de modo que las luces de las farolas o de las tabernas quedaban amortiguadas y no iluminaban en absoluto. Pronto estuvimos completamente a oscuras; todas las ventanas de las casas estaban atrancadas a cal y canto y las entradas, atiborradas de inmundicias. Las caras que vimos parecían las de los seres damnificados que viven en los infiernos, pues eran pálidas y hueras; cuando se nos quedaban mirando fijamente, no había expresión alguna en sus ojos. A veces chillaban como de puro odio, otras, se reían de forma espantosa. Yo empecé a ponerme nervioso, pero Eliot, que tenía los ojos clavados en el coche de caballos que iba delante de nosotros, parecía más bien relajado, como si su decepción hubiera dado paso a su habitual curiosidad.

—Deténgase —le susurró en tono apremiante al cochero, pues el vehículo en el que iba el raja había aminorado el paso y había girado por una calle angosta y oscura, desapareciendo de nuestra vista.

Muy lentamente nos acercamos a la calle. Eliot asomó la cabeza. La calle estaba desierta. Al instante le hizo un ademán al cochero para que siguiera. El pavimento estaba tan maltrecho y grasiento que íbamos dando bandazos en el interior de la cabina. Algunas ventanas estaban iluminadas. Eran luces rojas y tenues, y de vez en cuando detrás de las cortinas veíamos pasar unas sombras; en la calle, apoyadas contra los muros, había unas figuras negras; a nuestro paso, algunas se ponían en pie, pero la mayoría permanecían inmóviles; no parecían, en su miseria, seres humanos. Eliot les devolvía la mirada y noté que su semblante traslucía una cólera infinita. Pero cuando él y yo volvimos a mirar a nuestro alrededor, forzando la vista, vi que delante de nosotros había algo que me pareció un bosque y nuestro coche se detuvo dando bandazos.

—Manténgase en la oscuridad —le ordenó Eliot al cochero con un susurro, pues ahora habíamos dejado atrás la calle y las casas; estábamos parados en un muelle que se extendía a nuestra izquierda y en el que se veían montones de sacos y mercancías apilados. Delante de nosotros, se erigían negros mástiles que parecían horcas recortadas por la luz amarilla de la luna llena. Más allá de las embarcaciones, silencioso y oscuro, vislumbré el Támesis, que fluía en dirección al mar.

—Por allí —susurró Eliot con un ademán.

Yo miré en la dirección que él había indicado. El raja se había apeado del coche de caballos y andaba pegado a los edificios que había a lo largo del muelle, alejándose de nosotros. Pronto lo perdimos de vista; Eliot se apeó del coche de un salto y yo detrás de él. Pagamos al cochero y anduvimos, con cuidado de no ser vistos, en pos del raja. En la esquina de un callejón Eliot me dijo que bajara la cabeza; avanzamos a rastras y nos quedamos quietos detrás de un montón de cajas, desde donde dominábamos la calle, que estaba relativamente iluminada. Vimos al raja, aunque era difícil distinguirlo, pues su capa negra formaba una masa oscura con los adoquines llenos de barro. Estaba hablando con una mujer y de pronto la estrechó en sus brazos. Eliot se quedó rígido.

—¡Mire! —me susurró. Miré a la calle y vi que el raja, que tenía fuertemente abrazada a la mujer, estaba besándola en el cuello.

—¿Merece la pena que presenciemos esta escena? —Le susurré a Eliot—. No alcanzo a ver nada que sea indicio de peligro.

Pero Eliot, para gran sorpresa mía, parecía totalmente abstraído y su semblante, iluminado por la luz de la luna, parecía petrificado y sombrío. Yo no podía imaginarme qué temía él. Ciertamente, lo que veía me parecía muy evidente. Los besos del raja eran cada vez más prolongados, y estaba desabrochándole poco a poco la blusa a la mujer, a quien tenía apoyada en un muro. La levantó y frotó sus mejillas contra los pechos desnudos de ella. Eliot extendió la mano, como si fuera a alertarme de algún peligro inminente. Pero yo ya había visto bastante y desvié la mirada. De pronto oí suspiros y jadeos, y la risa ahogada de Eliot en mi oído. Volví a mirar al raja y a la puta, que estaban copulando. A mí no me pareció que hubiera nada divertido en aquella escena sórdida. Eliot, por el contrario, estaba encantado.

—Gracias a Dios —me dijo— que no ha ocurrido nada de lo que yo más temía. —Volvió a echar una ojeada al callejón y soltó otra risita—. Me parece que ahora lo que necesitamos es una embarcación. Vaya a ver si podemos conseguir alguna y luego espéreme.

Abrí la boca para exigir una explicación, mas Eliot agitó la mano y se puso a observar otra vez al raja y a la puta. Yo me fui de allí sigilosamente y, como tengo que reconocer, con harto desasosiego. Mi fe en Eliot, no obstante, seguía intacta, de modo que hice lo que me había pedido; encontré a un anciano barquero que alquilaba su embarcación, aunque a un precio desorbitado. Yo me escondí bien, agachado junto a las escaleras por las que se bajaba a la embarcación, y esperé una media hora larga a que llegara Eliot. Empezó a chispear. Negros nubarrones deshilachados tapaban, de vez en cuando, la luna.

De repente vi a Eliot, que me buscaba. Me puse en pie de un salto y le hice un ademán con la mano; me vio y, cambiando de dirección, se puso a correr a lo largo del muelle hasta llegar a las escaleras.

—Rápido —dijo al bajar a la embarcación—, están remontando el río, pero nosotros tenemos remos y podremos darles alcance.

—¿Quiénes son? —pregunté, mientras hacíamos maniobras entre dos embarcaciones enormes para salir a río abierto.

—Un bestia horriblemente feo pilota la embarcación. Me temo que nos va a dar un trabajo endiablado. Parece un hombre muy fuerte.

—A mí, en mis tiempos, me consideraban un excelente remero —le dije.

—¡Estupendo, Stoker! —exclamó—. Entonces, si no tiene inconveniente, coja los remos, que yo quisiera conservar mis energías para resolver el caso que tenemos entre manos. —Y dicho esto fue arrastrándose hasta la proa, desde donde observaba las aguas con su mirada penetrante, pues estábamos muy apartados de los muelles, deslizándonos por el centro del río.

—¡Allí! —exclamó Eliot de pronto, indicándome un punto con la mano.

Vi una embarcación diminuta, no muy alejada de nosotros, que avanzaba contracorriente y había puesto rumbo a la orilla más apartada del río.

—Se dirigen a Rotherhithe —dijo Eliot con el júbilo de los cazadores que nunca yerran—. ¡Estaba seguro que irían allí! —Echó una mirada a nuestro alrededor; su delgado semblante parecía animado por una energía extrema—. ¡Más rápido! —clamó—. ¡Más rápido! Debemos adelantarlos antes de que lleguen a la orilla.

Aquella iba a ser una dura lucha, pues nuestra presa se hallaba todavía a gran distancia de nosotros. Cuando de repente surgió de las aguas, delante de nosotros, un remolcador, iluminando la oscuridad con su farol, pude ver con claridad las siluetas de los hombres que estábamos persiguiendo. El raja iba sentado de espaldas a nosotros, pero en más de una ocasión echó una mirada en derredor y entonces vi que la espantosa crueldad que había advertido yo en su rostro había desaparecido, pues su expresión era ahora de aprensión y casi de miedo. Su compañero, no obstante, remaba de cara a nosotros y parecía un hombre absolutamente insensible. Como había dicho Eliot, era una persona de una fealdad y de una fuerza notables. Su rostro era pálido en extremo e incluso en la oscuridad parecía reluciente, como si una luz interior lo iluminara; sus ojos, sin embargo, era tan inexpresivos que daba la impresión de que sus cuencas estuvieran vacías. Era, en pocas palabras, algo horrible de ver y en la oscuridad de las aguas parecía el barquero que transporta a los muertos. Esta era, pues, nuestra presa. Nosotros remontábamos con esfuerzo las aguas grasientas del río; delante de nosotros se veía el lívido resplandor de la ciudad de Londres, que a través de la cortina de lluvia que caía más bien parecía rojizo; a ambos lados se cernían sobre nosotros la oscuridad y las tinieblas silenciosas. Nadie podía vernos desde la ciudad; y nosotros remontábamos con gran dificultad el río que atravesaba su corazón, sabiendo que estábamos solos y que una persecución tan extraña como aquella pasa siempre inadvertida.

Para entonces nos habíamos aproximado mucho a la embarcación que perseguíamos.

—Según parece, se dirigen a aquel muelle —gritó Eliot—, ¡pero creo que ya son nuestros! ¡No podrán llegar!

Tenía que gritar, pues apareció a popa un buque mercante que remontaba las aguas de Limehouse Reach y el ruido de los motores era ensordecedor. Eché una mirada a nuestro alrededor; el buque era inmenso y las olas que producía al pasar zarandearon nuestra pequeña embarcación, que era, ahora, difícil de manejar. Luché por mantener bien asido el remo, pero nos sacudieron de tal modo que caímos; entonces vi de pronto que Eliot movía los labios; dio un salto hacia delante y me obligó a tumbarme a su lado. En el mismo momento oí el silbido de algo que pasó junto a mi hombro; alcé la vista y vi que el remero de la embarcación se había puesto de pie y sostenía una arma en la mano. Volvió a disparar; el raja, al parecer, le estaba gritando algo e intentó arrebatarle el arma, pero aquel tipo lo apartó dándole un empujón y volvió a apuntar el revólver a la cabeza de Eliot. En el momento en que disparaba, una ola alcanzó su embarcación con mucha fuerza y erró el tiro. Nuestro barquero me gritó algo al oído, pero no pude oír qué me decía, pues teníamos el buque mercante pegado a nosotros y el ruido de los motores era terrible. El barquero profirió una maldición y, dándome un empujón, se fue a buscar algo que había debajo de los alquitranados y vi que tenía un revólver en la mano. Sujetó firmemente el arma y apuntó al tipo, que se había desembarazado del raja; después, oí que disparaba. En el mismo momento, sin embargo, una ola enorme alcanzó nuestra embarcación con mucha fuerza; caímos todos y, en la confusión, no distinguí si la bala había alcanzado al monstruo.

Cuando alcé la vista, sin embargo, vi que el tipo estaba tendido en la proa de la embarcación; tenía un brazo fuera de la barca, con la mano metida en el agua, y de la cabeza le salía la sangre a borbotones.

El barquero hizo una mueca y puso al descubierto su boca desdentada.

—Estuve en los mares del Sur —me grito al oído—. Piratas. Allí se aprende a disparar con tanta ola.

La estela que había zarandeado nuestra embarcación, les alcanzó a ellos; el remero muerto recibió un golpe y salió despedido boca abajo a las aguas lóbregas y negras del Támesis como la carga que se arroja a las olas para aligerar un buque cuando lo azota un temporal. El raja, a gatas, presa del horror, miraba fijamente el cadáver que flotaba en el río. El barquero volvió a apuntar su revólver.

—¡No! —le gritó Eliot, bajándole el brazo; pero el otro había ya disparado y vimos cómo el raja chillaba, se agarraba al aire y caía a las aguas del río. Una ola de la estela que formaba el buque le alcanzó y casi lo arrastró hasta las escaleras del muelle. Ahora que el buque mercante ya nos había pasado, nuestra embarcación empezó a ir a la deriva, hacia atrás, llevada por la corriente.

—Mire —dijo Eliot.

Fijé mis ojos en el muelle y a los pies de la escalera vi algo que parecía un montón de harapos. De pronto se movió y advertí que era un ser humano. Poco a poco se puso en pie y se volvió para mirarnos. Era el raja. Eliot frunció las cejas y se agarró al borde de la barca. Sus nudillos parecían extremadamente blancos. El raja nos dio la espalda y se dispuso a subir las escaleras. Al llegar arriba, no se volvió ni una sola vez a mirarnos. Desapareció entre las sombras y se lo tragó la oscuridad.

El rostro aquilino de Eliot estaba petrificado y sombrío. Sin embargo, no hizo comentario alguno hasta que llegamos al pie del muelle; él bajó primero y me ayudó a bajar a mí. En el borde de las escaleras se agachó.

—Tenemos con usted una deuda. ¿Cómo podemos pagarle nuestra gratitud? —le preguntó al barquero.

—Con dos guineas quedará pagada —repuso el anciano.

Eliot asintió. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo unas monedas que puso en la palma de la mano del barquero.

—De más está decir que es preciso hallar el cadáver —murmuró.

El anciano hizo una mueca.

—Lo hallaré —dijo, soltando después una sonora carcajada—. Y nadie lo verá nunca, nunca más.

—Ocúpese de que así sea. —Eliot se volvió hacia mí—. Vamos, Stoker, nosotros también tenemos asuntos urgentes que resolver.

Empezó a subir la escalera y yo le eché una ojeada al barquero, que se estaba ya alejando. Después seguí a Eliot.

—¿Y ahora qué? —le pregunté cuando estuvimos arriba.

Eliot, que había estado examinando detenidamente las calles que desembocaban en el muelle, me lanzó una mirada.

—¿Y ahora qué? —Sonrió—. ¡Pues qué vamos a hacer, Stoker! Hallar una solución a este enigma.

—Pero le hemos perdido el rastro.

—¿A quién?

—¡Por Dios, Eliot! ¿A quién se figura que me estoy refiriendo? ¡Al raja!

—Ah, sí, claro. —Volvió a sonreír—. Muy bien, pues, vamos a buscarlo.

—¿Sabe dónde encontrarlo?

Eliot señaló una calle miserable que había enfrente de nosotros. Se acercó a la bocacalle, y con un ademán me indicó un letrero que había en la pared y que decía: Coldlair Lane.

—¡Dios mío! —Me volví hacia Eliot—. Así pues, sus sospechas estaban bien fundadas.

Eliot sacudió la cabeza.

—Eso parece. Y sin embargo, Stoker, me temo que he cometido muchos errores. Hay una cosa de este caso que no comprendo.

—¿Solo una?

Me miró, sorprendido.

—¡Cómo! Pues sí, solo una. Las líneas generales están claras a estas alturas, ¿no, Stoker?

—Para mí no lo están —repuse.

—Pues vamos a trabajar para que usted las vea con claridad. —Empezó a andar a grandes zancadas por Coldlair Lane, que estaba lleno de inmundicias—. Tenemos que visitar al señor Polidori. —Yo me uní a él. Dejando a un lado la porquería, no había signo alguno de vida, pues las ventanas estaban atrancadas y la mayoría de las puertas estaban cerradas con cadenas—. Ah —murmuró Eliot, deteniéndose al fin—, ya hemos llegado. —Golpeó con los nudillos una puerta donde había dibujado con tiza el número tres. Eliot esperó y después dio unos pasos atrás hasta que se quedó en medio de la calle. Yo me reuní con él. Estábamos frente a la parte delantera de la tienda; encima de la ventana había un letrero en el que se leía: J. Polidori. Objetos curiosos. En el escaparate solo se veían trastos; estaba muy oscuro y sucio, y no había allí joya alguna. Eliot me señaló la ventana del primer piso—. ¿No ve —me preguntó— una débil luz temblorosa detrás de las cortinas? —Yo miré bien, mas no vi nada; todo parecía estar a oscuras—. ¡Allí! —volvió a clamar Eliot, y esta vez sí vislumbré un resplandor naranja como el de una chispa. Eliot se aproximó a la puerta y la aporreó—. ¡Por favor! —gritó—. ¡Déjenos entrar!

Se volvió hacia mí.

—Están maquinando un crimen sutil y horrible. Cuando se abra la puerta, debemos actuar con mucha frialdad. Solo de este modo podremos, como así lo espero, dar al traste con la conspiración de nuestros oponentes. —Miró la ventana otra vez, y luego a mí—. Aquí está —me susurró. Yo oí en el interior de la tienda unos pasos que se acercaban. De pronto se detuvieron. Descorrieron un cerrojo y entornaron la puerta, que chirrió.

—¿Sí?

Inmediatamente, percibí el hedor de su aliento acre, que olía muy fuerte. Entonces recordé lo que nos había dicho Lucy del aliento del criado.

—Señor Polidori —dijo Eliot, que habló con una exquisita corrección—, un amigo me dio su dirección. Yo diría que tenemos intereses… —Se interrumpió—. Intereses comunes.

La puerta seguía entornada.

—¿Intereses? —preguntó al fin una voz silbante.

Eliot echó una ojeada a la ventana que había encima de la tienda.

—Mi amigo y yo venimos de muy lejos.

Al decir esto, me hizo un ademán. Yo pugné por no poner cara de perplejidad, pero confieso que su forma de abordarlo me había pillado desprevenido, pues no tenía ni la más remota idea de qué intereses eran aquellos. Polidori, no obstante, pareció comprenderlo, pues al cabo de unos segundos nos abrió la puerta.

—Mejor será que entren —murmuró. Nos hizo entrar a la tienda con un gesto de la mano.

Polidori cerró la puerta con cerrojo y se volvió a mirarnos. Estaba muy pálido y en su cuello había extrañas arrugas, pero por lo demás era más bien guapo y estimé que no tendría más de cuarenta años. Sin embargo, había algo especialmente perturbador, que no sé explicar, quizá fuera su expresión o su forma de mirar fijamente, que eran extrañas y desasosegantes. Encerrado en una tienda de reducidas dimensiones con él, automáticamente me puse tenso y me preparé para lo peor.

—¿Subimos? —preguntó Eliot.

Polidori hizo una reverencia.

—Después de usted —dijo en un tono meloso.

Nos señaló unas escaleras en mal estado y muy pequeñas, por las que subimos. Yo tenía que inclinar la cabeza para no chocar. Mientras íbamos subiendo, me dominó una espantosa sensación de repugnancia y de miedo, cosa rara en mí, pues no soy miedoso por naturaleza. La causa, sin embargo, puede muy bien haber sido fisiológica, pues, junto con el hedor del aliento del comerciante, percibí un segundo olor, dulzón y fuerte, que desprendía un humo marrón que salía de la habitación de arriba. Mientras subía los peldaños, acudieron a mi mente extraños pensamientos, que se paseaban por los márgenes de mi cerebro como insectos; intenté quitármelos de la cabeza, pero al mismo tiempo sentí una terrible tentación, pues me prometían delicias desconocidas y una gran sabiduría en las que refugiarme y gracias a las cuales ahuyentaría mi temor. Recordé, sin embargo, lo que me había advertido Eliot, y pugné por mantenerme con la cabeza despejada.

Arriba había unas cortinas de seda de color púrpura. Eliot las apartó y yo fui tras él hasta la habitación contigua. Estaba llena de un humo marrón, el mismo que había olido desde las escaleras, y me llevó un tiempo acostumbrar la visión en aquella densa neblina. Con esfuerzo, pude ver que las paredes estaban recubiertas de tapices raídos y que en un rincón había un brasero de metal; de vez en cuando echaba chispas y temblaba, y entonces me di cuenta de que había sido el resplandor del carbón de leña que ardía en él lo que habíamos visto desde la calle. Había una olla hirviendo al fuego, que vigilaba una mujer malaya; cuando alzó la vista, advertí que estaba horriblemente arrugada y que era muy vieja; sus ojos parecían de cristal opaco; no había brillo en ellos. Repentinamente, sin embargo, empezó a mecerse en el asiento y a reírse fuerte; un hombre que estaba acurrucado en un sofá que había cerca de nosotros nos miró de pronto y también se echó a reír. Empezó a hablar por los codos, muy efusivamente, aunque su tono de voz era al mismo tiempo muy monótono, como si tuviera que comunicarnos el secreto de la vida, pero sin emplear las palabras que lo expresarían de forma adecuada.

—Sangre —farfulló—, en la sangre está el alumbramiento, la vida; en la sangre… —Su voz se desvaneció y su rostro se contrajo horriblemente antes de sumirse otra vez en el letargo. En una mano tenía fuertemente agarrada una pipa de bambú oscuro, que se llevaba a los labios; cuando exhaló el humo, vi que en la tabaquera había un resplandor rojo. Por todas partes distinguí idénticos resplandores de luz roja, que luego se apagaban; las víctimas del veneno se alimentaban de aquella droga, ajenas a todo y a todos. Estaban tumbadas con las caras desfiguradas y ausentes en posiciones fantásticas; al mirarlas fijamente entre el humo, me parecieron las víctimas de una explosión de ceniza volcánica; estaban embalsamadas en su agonía para que la posteridad asistiera a aquel horror y se estremeciera ante él. Así se presentaron ante mis ojos en aquel momento los súbditos del poderoso monarca: el opio.

—He preparado para usted, señor, lo más exquisito de cuanto dispongo en mi casa.

Me volví. Polidori, con una mueca maliciosa en los labios, me ofrecía una pipa. Pude observar que, ahora que tenía la boca abierta, sus dientes eran muy afilados. Al fruncir su labio superior, tenía el aspecto de un astuto animal de rapiña.

—¿No? —dijo al fin en tono de burla. Se dirigió a mi compañero—. ¿Y usted, señor? —Volvió a fruncir los labios—. Estoy seguro de que va usted a inhalar nuestro humo, doctor Eliot, ¿verdad?

Eliot, lejos de sorprenderse al oír su nombre, permaneció impasible.

—Me figuro, pues, señor Polidori —comentó— que le han puesto sobre aviso respecto a nuestro interés por usted, ¿no es así?

Polidori torció el gesto y el cuerpo al oír aquellas palabras ingeniosas.

—Esta tarde vi a Headley —asintió Polidori—. Me dijo que usted y el señor Stoker vendrían a verme.

—Bien —repuso Eliot con frialdad—. Entonces ya sabe cuál es el objeto de nuestra visita.

Polidori hizo una mueca.

—Quieren a Mowberley.

—Veo que lo ha entendido perfectamente.

—Me temo que no, doctor Eliot.

Mi compañero enarcó una ceja.

—¿Ah, no?

—Él no se encuentra aquí.

—Sé que está aquí.

—¿Por qué está tan seguro?

Eliot sacudió la cabeza.

—Si usted no nos lleva, ya encontraremos el medio de llegar hasta él.

Dio unos pasos hacia adelante, pero Polidori lo cogió por las muñecas y lo arrastró hasta que los dos hombres estuvieron cara a cara. Vi que Eliot hacía una mueca de asco al oler el fétido aliento de Polidori.

—Suéltelo —le ordené—. ¡Suéltelo!

Polidori me lanzó una mirada, mas no soltó a Eliot hasta al cabo de un buen rato. No obstante, seguía sonriendo, más abiertamente que antes, además. Mi compañero, en cambio, permanecía impertérrito.

—Ya verá —dijo cortésmente— cómo nada va a detenernos. ¡Nada! —Polidori hizo una mueca, dejando sus dientes al descubierto.

—¿Dónde está la mujer para la cual trabaja usted? ¿Dónde está su señora?

—¿Mi señora? —Bruscamente Polidori estalló a reír. Sacudía los hombros y se retorcía las manos con una ansiedad servil—. ¡Mi señora —dijo con voz lastimera—, oh, mi hermosa señora, a quien todo el mundo desea! —De repente se dominó—. No sé a quién se refiere.

—Quienquiera que sea, se dedique a lo que se dedique… —Eliot hizo una pausa—. Sabe perfectamente a quién me refiero.

—Entonces dígamelo.

—Usted ha inducido, valiéndose de engaños, a dos amigos míos, cuyos nombres conoce, a venir a este antro de vicio y perdición. Su objetivo era anularlos con el propósito de sonsacarles la información confidencial a la que tenían acceso por sus cargos políticos. ¿Qué interés tenía usted en ello? Ninguno. Por lo tanto, siguiendo un procedimiento deductivo lógico muy simple, usted debe trabajar para alguien, alguien que sí tiene un vivo interés en el proyecto de ley parlamentario.

—¡Ah, doctor Eliot, doctor Eliot —dijo Polidori con voz lastimera—, qué listo es usted!

Escupió esta última palabra y dio un paso hacia adelante, pero Eliot me lanzó un grito de advertencia y, antes de que Polidori pudiera ponerme las manos encima, lo cogí por los brazos. Polidori se quedó pasmado, con una mueca de desprecio en sus labios.

—Bien —dijo Eliot tranquilamente—, no deseo que esto se convierta en un asunto desagradable. No tengo ningún interés en encontrar a su… —Se interrumpió—. ¿Qué otra palabra podríamos emplear en lugar de señora? Su cómplice. Limítese a decirme dónde tiene escondido a Mowberley; después yo lo dejaré en paz a usted y usted a mí.

—¡Oh, qué extremadamente considerado es usted!

—Le advierto que si no me queda otro remedio avisaré a Scotland Yard.

—¡Cómo! —Exclamó Polidori con fingido desdén—. ¿Va a arruinar la reputación del noble ministro?

—Preferiría no tener que hacerlo —repuso Eliot—, pero si él pierde la dignidad o la reputación, o lo que sea, yo debo al menos salvarle la vida.

—No se halla en peligro.

—¿Así pues, admite usted que se encuentra aquí?

—No. —Polidori se quedó un momento callado y volvió a sonreír, enseñando los dientes—. Pero sí ha estado aquí, doctor Eliot. —Dio unos pasos hacia atrás, despacio, sin dejar de clavar sus ojos en los nuestros y con las manos levantadas. Sin mirar a su alrededor, le cogió la pipa a la vieja malaya; se la llevó a la boca y dio tres o cuatro caladas. Cerró los ojos—. Qué maravilloso es —murmuró—, qué maravilloso es, en efecto. Hay gente que viene de muy lejos para obtenerlo. —De pronto abrió los ojos—. La gente viene, doctor Eliot, créame; la gente viene aquí. —Lentamente esbozó una sonrisa y vi que sus labios, al abrirse, estaban recubiertos de una película amarilla de saliva, por la que pasó la lengua. Y de pronto sus ojos, que parecían antes empañados, volvían a ser fríos y penetrantes—. Se pasa de listo, doctor Eliot. No hay ninguna conspiración. La gente quiere opio, hasta los ministros del gobierno lo quieren.

—No. —Eliot sacudió la cabeza—. Usted lo atrajo hasta aquí valiéndose de engaños.

—¿Que yo lo atraje hasta aquí valiéndome de engaños? —Polidori se desplomó en un asiento y se recostó en él—. ¿Que yo lo atraje valiéndome de engaños? —Repitió—, ¿que yo lo atraje valiéndome de engaños?, ¿que yo lo atraje valiéndome de engaños? —Alzó la vista y nos miró, parpadeando, con una expresión de perentoriedad en sus ojos—. Necesito hombres adinerados —dijo riéndose—. Hombres con poder adquisitivo alto. Caballeros que residan en West End. —Su risa era ahora una retahíla de risitas agudas—. Así que es cierto, los atraje hasta aquí valiéndome de engaños, doctor Eliot. —Empezó otra vez a mascullar, repitiendo la misma frase una y otra vez. Lentamente se inclinó hacia adelante y con un dedo tembloroso señaló a mi compañero—. Pero si se drogaron, si aceptaron la droga que les ofrecía, ellos fueron los responsables.

Sus ojos, muy abiertos, en los que había una expresión de solemnidad moral, se cerraron repentinamente y Polidori empezó otra vez a soltar risitas chisporroteantes. Se tendió en el asiento, mascullando de vez en cuando palabras sin sentido. Eliot lo observaba con un frío interés.

—Mire —señaló— qué ateridos se le van quedando los músculos de las mejillas. Se está abismando en un profundo estupor. —Echó una ojeada por la habitación—. Esto será más fácil de lo que esperaba.

Examinó cada uno de los cuerpos que estaban tendidos por doquier, pero al fin vi que se levantaba y fruncía las cejas. Se dirigió a mí, sacudiendo la cabeza.

—Quizá esté con el raja —sugerí.

—¿Quién?

Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido.

—Pues sir George, quién si no. ¿No es a él a quien buscamos?

Eliot soltó una breve risa, que a mí me pareció casi grosera.

—Claro que sí —repuso, dándome la espalda.

Su súbita brusquedad me irritó mucho.

—Debo ser muy estúpido —le dije—, pero no acierto a comprender por qué mi comentario le ha merecido tanto desdén.

Eliot se volvió al instante.

—Siento haberlo ofendido, Stoker. Su comentario, sin embargo, era irrisorio, aunque ahora no podemos perder el tiempo debatiéndolo. Y a pesar de todo… —Entornó los ojos y su voz se desvaneció—. Y a pesar de todo, su razonamiento no era tan absurdo como al principio parecía. No… —Con súbita energía se aproximó a la pared y apoyó las manos en ella.

—¿Qué hace? —pregunté.

Me lanzó una mirada.

—Dijo usted que estaba con el raja. Yo me reí porque es evidente que no hay ningún raja…

—¿Qué? —exclamé yo.

—No hay ningún raja —repitió—, pero hay una reina. ¿Pero vive ella en este mísero lugar?

Hizo un ademán con los brazos y algo atrajo su mirada en una esquina de la habitación. Era el brasero. Inmediatamente se acercó a él y lo arrastró; después dio golpecitos con los nudillos en la pared que había detrás. La bruja que estaba sentada mirando hipnotizada las brasas lo miró y empezó a chillar. Eliot no le hizo ningún caso, a pesar de que se había agarrado a su gabán, farfullando palabras incomprensibles, aterrada; yo fui hacia allí e intenté calmarla, mas era imposible soltar sus dedos, que tiraban del dobladillo del gabán de Eliot con fuerza. Tenía la vista clavada en la pared, como si presentara una amenaza para ella; Eliot apartó las cortinas sucias y manchadas de humo; detrás de ellas había una puerta de madera tosca.

—¡Ya llega! —Parloteaba la mujer malaya—. ¡Ya llega a por su sangre! ¡Oh, reina, reina del dolor y del placer excelso! —De pronto se ahogó y su cara quedó contraída en un rictus horrible, como el de una calavera—. Oh, mi diosa —farfulló—, mi diosa que da vida, mi diosa que da muerte.

Eliot me lanzó una mirada. Advertí que desviaba la vista y arrugaba la frente. Yo eché una ojeada a nuestro alrededor y vi que Polidori nos estaba observando. Estaba todavía recostado en su asiento, pero tenía los ojos abiertos y despiertos. Eliot desatrancó la puerta y la abrió; sentí de inmediato una bocanada de aire fresco de la noche en mi piel; fue un verdadero alivio después del humo que envenenaba mis pulmones. Eliot dio un paso hacia adelante y después le echó una mirada a Polidori, que seguía observándonos con sus ojos brillantes y estáticos como los de un felino. Eliot me cogió del brazo.

—Por el amor de Dios, vamos, Stoker —susurró. Él se volvió y yo no miré hacia atrás; lo seguí y salimos a un puente. Abajo vi agua; arriba, un muro de ladrillos rojizos y sucios. Miré hacia atrás y vi que Polidori seguía observándome. Di un violento portazo para no verlo más.

Caía una lluvia fina y fría, que me empapó la frente. Lejos de los humos del opio, recobré mi energía y mi coraje. Eché una ojeada a mí alrededor. El puente era de madera y viejo; se extendía sobre un río estrecho que debió ser antaño una vía utilizada por los buques mercantes, pues en la orilla opuesta había un almacén. En aquel momento, sin embargo, solo había una pequeña embarcación amarrada allí. Al mirar a la desembocadura del río en el Támesis divisé una serie de puntas de hierro incrustadas en los muros, claro indicio de que estaba vedado el acceso a las grandes embarcaciones. El almacén parecía completamente abandonado; el muro estaba pintado con rayas negras y las ventanas, al igual que las de Coldlair Lane, estaban atrancadas. Fijé mis ojos en él y me venció la desesperación; era evidente que estaba deshabitado y que no encontraríamos a nadie allí dentro.

Eliot, no obstante, ya había cruzado el puente e intentaba abrir la cerradura de una puerta maciza de madera. Al fin dio un paso hacia atrás y la puerta se abrió, chirriante. Para sorpresa mía vi una rendija de luz roja. Eliot me lanzó una mirada y entró. Yo lo seguí.

Y, de repente, los dos nos quedamos paralizados. Aquella noche había visto cosas muy extrañas, pero nada que se pudiera comparar con lo que se desplegaba ahora ante mis ojos. De hecho, me pregunté si no seguiríamos en el fumadero de opio, atrapados en un sueño provocado por aquellos humos venenosos. Lo que veíamos era irreal. No podía ser que estuviéramos en un almacén. Aquello parecía el vestíbulo de un palacio fantástico, y, sin embargo, no… Vestíbulo no es la palabra adecuada, pues era de dimensiones impresionantes y muy extraño; pensé que era como un piso suspendido en el espacio, ya que el techo estaba a oscuras y las únicas paredes que distinguí estaban detrás y frente a nosotros. En el centro de estas dos paredes había puertas de ébano. En cada una de ellas había una escultura; eran figuras de diversos estilos; uno pensaba, al verlas, en culturas y tiempos históricos muy distintos; vi una egipcia y otra china. Y a pesar de todo aquellas esculturas tenían algo en común, algo que al principio era imposible de especificar y que producía desasosiego; las examiné una a una y de pronto me di cuenta de que, por variados que fueran los estilos, en todas las caras había la misma expresión: sensual, hermosa y muy fría. Era como si las estatuas fueran de la misma mujer; esto, evidentemente, era imposible, y, sin embargo, a pesar de todo, era muy extraño.

Fijé mis ojos en las caras alineadas frente a mí y a mi espalda y me estremecí; ¡tuve que mirar a otra parte, pues, por absurdo que parezca, sentí que aquellos ojos me miraban! Clavé la vista en las paredes que tenía a mi izquierda y a mi derecha y que estaban a oscuras, detrás de los nichos en los que fulguraban unas llamas de gas; no podía ver qué había porque estaba todo en tinieblas. En los márgenes, sin embargo, había una escalinata de líneas delicadas y curvas imposibles; imposibles, digo, porque no se apoyaban en ninguna estructura, sino que daban vueltas como los hilos de una tela de araña y dibujaban filamentos en el aire. No veía dónde acababan ni dónde empezaban; el efecto que producían era espectacular y delirante.

Miré a Eliot.

—Imagínese el dinero que debe de haber costado construir un lugar así —le dije.

Al principio, no me contestó. Advertí que estaba mirando fijamente una de las estatuas, que a todas luces había esculpido un artista oriental, pues tenía la forma y el ropaje de esas obras de arte hindúes que he admirado con frecuencia en los museos de Londres. Pero aquella diosa no se parecía en verdad a ninguna obra de arte de las que yo había visto con anterioridad. En su rostro había una voluptuosidad burlona presente también en los rostros de las demás estatuas; suscitaba a un tiempo repulsión y fascinación; solo con mirarla sentí un hormigueo en la piel. Con un gran esfuerzo, Eliot dominó su voluntad y pudo deshacerse del hechizo de su mirada.

—Tenemos que apresurarnos —dijo, mirándome a mí—. No debemos permanecer más tiempo aquí.

Se aproximó a la puerta que había enfrente de nosotros y la abrió; yo lo seguí. Daba a un pasillo muy largo lleno de alfombras de vivos dibujos y colores; las paredes eran rojas, con incrustaciones de oro, y las puertas que había a intervalos regulares eran de ébano, como las que habíamos visto. Al final del larguísimo pasillo había otra puerta. De pronto, oí el sonido de unas cuerdas que se me metió en las venas. Nunca en mi vida había oído una música tan sublime como aquella. Era… irresistible. Había en ella algo sobrenatural, aterrador casi. Apreté el paso. Eliot trató de retenerme; me cogió del brazo y con la otra mano intentaba abrir las puertas de ébano, pero estaban todas cerradas y a mí me satisfizo mucho que así fuera. Únicamente había una puerta que yo deseaba abrir, y era la que me llevaría a aquella música cautivadora.

No obstante, por rápido que yo andará por el pasillo, no me daba la impresión de que me acercara al final. Era, por supuesto, una ilusión óptica; a la fuerza tenía que serlo: era como si el humo del opio siguiera en mi cerebro, jugándome una mala pasada. Me detuve, meneando la cabeza, y pugné por poner orden en mi mente, mas la puerta seguía alejada de un modo que exasperaba. Miré por encima del hombro y vi que la puerta por donde habíamos entrado parecía igualmente lejos. Le lancé una mirada a Eliot. Estaba muy pálido y el sudor le perlaba la frente. Intentaba abrir una puerta lateral, pero el picaporte no se movía; intentó entonces accionar el de al lado; en vano. Dándose por vencido, se apoyó en la pared y se enjugó la frente. Yo lo miré fijamente y observé que en su rostro, normalmente tan contenido e impertérrito, afloraban ahora la incredulidad y la desesperación.

—¡Mowberley! —Gritó con las palmas de las manos alrededor de la boca—. ¡Mowberley!

Al instante, la música paró. Yo parpadeé. Era evidente que la voz de Eliot había logrado despertarme de mi sueño, en el que me había sumido inducido por el opio, pues la puerta de ébano me parecía ahora mucho más cercana. Me aproximé a ella y la abrí.

La habitación era acogedora y estaba pintada de rosa. Parecía el cuarto de una niña; en una esquina había una chimenea en la que ardía un fuego que creaba una atmósfera cálida y plácida; junto a la lumbre vi que había una casita de muñecas y una pila de libros infantiles. En el centro de la habitación, sin embargo, había un gran escritorio encima del cual había un montón de manuscritos y en la pared, varios mapas clavados con alfileres, algunos de los cuales parecían muy antiguos; era evidente que eran todos ellos herramientas de trabajo de un estudiante. En la pared más alejada de nosotros había cuatro hombres que sostenían unas violas y unos violines. Al entrar nosotros, dieron un respingo, pero ninguno de ellos nos miró; por el contrario, bajaron las cabezas y, aunque tenían los ojos abiertos, tenían la mirada perdida. Algo me llamó la atención de inmediato y es que la expresión de sus rostros era idéntica a la del timonel que habíamos perseguido por el Támesis.

—¿Quiénes son ustedes?

Era la voz, clara y fuerte, de una niña de corta edad que había asomado la cabeza por encima de los manuscritos apilados en el escritorio. Le lancé una mirada a Eliot, que parecía tan sorprendido como yo.

Nos aproximamos al escritorio. Ahora vi que, efectivamente, quien estaba sentada frente a él era una niñita deliciosa y hermosa, de pelo largo y rubio atado con una cinta, y de rasgos delicados como los de una muñeca de porcelana. Llevaba un precioso vestido de color rosa, un delantal, y calcetines blancos; no paraba de mover sus piernecitas debajo del escritorio. Se llevó a la boca la pluma que sostenía con una mano, y se quedó mirándonos fijamente con sus grandes ojos con una solemnidad casi cómica. Aquella criatura no tenía más de ocho años.

—No deberían estar ustedes aquí, ¿saben? —dijo con la serenidad y el aplomo tan característico de los niños de su edad.

—Lo siento muchísimo —repuso Eliot cortésmente—. Hemos venido a buscar a un amigo.

La niña asimiló la información que acababan de transmitirle.

—¿No han venido a ver a Lilah? —preguntó al fin.

—No —contestó Eliot, meneando la cabeza—. Queremos ver a un amigo mío. George Mowberley.

—Ah, ya.

—¿Sabes dónde está?

—Estará abajo —respondió la niña, que arrugó la nariz un gesto ligeramente desdeñoso.

—¿Podrías llevarnos hasta allí? —le preguntó Eliot.

La jovencita sacudió la cabeza con mucho remilgo.

—¿No se dan cuenta de que estoy muy ocupada? —Dejó la pluma con mucho esmero sobre el escritorio y bajó del sillón. Alzó la vista y nos miró.

—Llamaré a Stumps. Él los acompañará.

Se acercó a un cordón con una borla y, poniéndose de puntillas, tiró de él. Después señaló la puerta que había detrás de su escritorio y que no era de ébano, como las que habíamos visto, sino que estaba pintada de rosa y blanco al igual que el resto de la habitación.

—Ya pueden marcharse —dijo—, les estará esperando fuera.

Se echó el pelo para atrás con coquetería y volvió a su sillón. Antes de que le diera tiempo de subirse en él, Eliot la cogió, la levantó y la sentó.

—Muchísimas gracias —dijo ella obedientemente—. Y ahora debo seguir estudiando.

—Por supuesto —dijo Eliot—. Adiós.

—Adiós. —La niña no había levantado la vista; estaba ya abismada en un libro que había sobre la mesa; movía los labios; leía en voz alta. Eliot la miró y sonrió casi imperceptiblemente; después me hizo un ademán y salimos de la habitación. Al cerrar la puerta, volví a oír aquella música que me había trastornado. Yo quería quedarme allí y escuchar, pero Eliot me tiró del brazo.

—A menos que ande errado, aquí llega nuestro guía.

Miré a la persona que me había indicado. Estábamos en un rellano y ante nosotros se desplegaban, hacia arriba y hacia abajo, unas escaleras muy parecidas a las que había visto antes. Pero había entre ellas una diferencia crucial, y ahora estaba más que seguro de que había sido, pasajeramente, víctima del opio, pues mientras que antes las escaleras parecían estructuras oníricas, estas que veía ante mis ojos no tenían nada de extraño, salvo lo incongruente que resultaba su presencia en un almacén. Pero esto era en todo caso sorprendente, no imposible. Supuse que al dueño de aquel lugar le gustaban las cosas extrañas y grotescas; el criado que venía a nuestro encuentro lo confirmaba. Aquel hombre, según mis cálculos, no medía más de tres pies, y su rostro parecía que se hubiera fundido. En lugar de nariz, tenía dos agujeritos y la mandíbula presentaba una malformación: la lengua le colgaba sobre unos dientes negros y mellados. En el cuero cabelludo había abundantes calvas. Sus miembros eran cortos y gordos, como los de una criatura de meses, y, sin embargo, a pesar de su uniforme de paje, era evidente que era un hombre de edad avanzada. Al verlo, me estremecí; pero luego vi que en sus ojos astutos había una expresión de dolor, que me hizo sentirme casi avergonzado.

Se paró frente a nosotros y gruñó unas palabras difíciles de comprender, dado su defecto físico, aunque estaba claro que nos preguntaba qué deseábamos.

Sir George Mowberley —dijo Eliot—. ¿Nos puede llevar hasta él?

El enano se lo quedó mirando fijamente y pareció fruncir las cejas, aunque era difícil apreciarlo, porque tenía la cara muy deformada. Señaló las escaleras y con un ademán nos rogó que lo siguiéramos. Avanzamos despacio, puesto que él no podía andar muy aprisa. A mitad de las escaleras, di un respingo al ver que había una pantera observándonos. Me puse rígido, pero la pantera solo bostezó y muy indolentemente, se lamió las zarpas. En el vestíbulo que había al final de la escalera vi algo que parecía un pitón enroscado a una silla; en una de las habitaciones por las que pasamos nos sobresaltó el ver dos ciervos.

—¿Qué es esto? —murmuré—. Parece que estemos en un zoo.

Eliot meneó la cabeza parsimoniosamente, pero no contestó nada. Estaba visiblemente tenso; su rostro parecía rígido y muy chupado y no dejaba de mirar por encima del hombro como si temiera que lo pillaran desprevenido. No obstante, no vimos a nadie; yo, quizá contagiado por el recelo de Eliot, empecé a ponerme muy nervioso.

Al fin el enano se paró frente a una puerta.

—Aquí está.

El esfuerzo que le costaba articular las palabras parecía que le causaba mucho dolor. Nos abrió la puerta y Eliot le dio las gracias. Mi miedo se convirtió en terror. Lo percibía desplazándose dentro de mí como una nube.

Eliot me apretujó fuerte el brazo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó. Mi compañero tenía la frente húmeda y fría; me dio la impresión de que los ojos le salían un poco de las órbitas, como presas del terror, y me pregunté si los míos tendrían también aquel aspecto. Por extraño que parezca, sin embargo, me tranquilizó ver que él estaba tan asustado como yo.

Yo asentí.

—Vamos, Eliot —dije—. Afrontemos lo peor.

Supongo que yo me temía que al entrar en aquella habitación sería víctima de una alucinación como la que había sufrido antes. Pero estaba a oscuras; una oscuridad densa, de terciopelo rojo. Tardé unos segundos en acostumbrarme a la oscuridad. Poco a poco advertí que había unas velas encendidas, diminutos destellos de luz titilantes formando un arco. Más allá distinguí vagos perfiles de muebles y detrás de ellos unas cortinas, recargadas y suaves como la oscuridad misma; me sentí encerrado, atrapado en algo vivo y opresivo. El aire estaba muy cargado de humo de incienso y de opio, y de los perfumes exóticos de unas flores cargadas de polen. Me sentí como si me hubieran chupado toda mi energía, como si la oscuridad se alimentara de mí, y anhelé poder recobrarla. Enfrente de nosotros, donde el arco de velas se juntaba con la pared, era el único sitio donde no reinaba la oscuridad y donde habían descorrido las cortinas. En la pared había un cuadro, iluminado. Parecía muy pálido en contraste con la pared pintada de rojo. Era una mujer y me di cuenta en seguida de que su rostro era el mismo de las estatuas que habíamos visto en los nichos. En aquel cuadro, no obstante, estaba representada vestida a la última moda. Era de una belleza espantosa. Yo tuve que desviar la mirada. Y al hacerlo vi por primera vez un cuerpo tendido en el suelo como si fuera una ofrenda. Era el raja. Su ropa estaba empapada; tenía una pierna herida y el rostro manchado de hilillos de sangre.

Eliot se aproximó a él, y le dio la vuelta. Yo lo seguí y vi que junto a la cabeza del raja había una fuente grande de plata en la que no había reparado. Estaba llena de un líquido espeso y oscuro. Metí un dedo y lo levanté a la luz de una vela.

—Eliot —susurré—, creo que es sangre.

Eliot me lanzó una mirada.

—¿De veras? —preguntó.

Me estremecí y miré a mí alrededor.

—Hay algo en este sitio —murmuré— que me parece…

—¿Sí? —inquirió Eliot.

Me encogí de hombros.

—Casi sobrenatural —repuse.

Eliot se rio de buena gana.

—Creo que deberíamos agotar todas las explicaciones naturales —dijo— antes de aferramos a semejante teoría. Y de hecho —añadió, mirando de nuevo el cuerpo tendido en el suelo al que había tomado el pulso— este no es un caso que desafíe las leyes de la naturaleza.

Había un dejo en su tono que me alertó.

—¿Tiene usted, pues, una solución? —exclamé.

—Al final —repuso— resulta que era todo muy sencillo.

Me quedé mirando fijamente el rostro del raja; era el mismo y… no lo era. Sus rasgos eran los que había visto en las escaleras de la entrada privada del Lyceum, pero la crueldad se había suavizado, en realidad había desaparecido de ellos, y vi, a pesar de los hilillos de sangre, que sus mejillas ya no estaban pálidas sino rosadas y regordetas.

—No lo entiendo —dije—. Es, sin duda, el rostro del raja, pero está tan increíblemente cambiado que parece imposible que lo sea.

—Le doy la razón —asintió Eliot—; llevaba un disfraz milagroso. Incluso yo, cuando lo vi por primera vez, no alcancé a darme cuenta.

—¿Quién es, entonces? —pregunté.

—Pues quién va a ser —repuso Eliot—. Sir George Mowberley, por supuesto.

—¿Está…?

—Sí —asintió Eliot—. Está vivo. —Observó brevemente la herida que tenía sir George en la pierna—. Debió ser la bala —murmuró—. No es nada grave. Pero tenemos que sacarlo de aquí lo más rápido posible.

Echó varias miradas a nuestro alrededor y en aquel momento las velas temblaron. Tuve la sensación de que la habitación palpitaba como un ser vivo y de que una entidad invisible me dejaba sin fuerzas; tenía la lengua correosa y me imaginé que los huesos se me estaban convirtiendo en ceniza; y los ojos los tenía secos y me escocían, como si me hubieran aspirado la humedad que los protege; incluso las cuencas me dolían. Agotado y sin vida, miré el cuadro que había colgado en la pared. Eliot también lo estaba contemplando fijamente.

—¿Lo siente? —pregunté.

Se volvió. Tenía el rostro más chupado y enjuto que nunca. De repente, sin embargo, estalló a reír, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué ocurre? —le pregunté, algo sorprendido.

—Pero si esto es como el decorado de una de sus obras de teatro, ¿no cree, Stoker? ¿No será una casa encantada con sus trucos efectistas? No, no —añadió, sacudiendo la cabeza—, este es un lugar donde acecha el peligro, pero no procede de ningún ser sobrenatural. Los enemigos con los que nos enfrentamos son diabólicos, mas ¡ay!, no por ello son menos humanos. —Se agachó—. Vamos, Stoker —dijo levantando uno de los brazos de sir George—, no debemos dejar que nos descubran aquí. A nuestros conspiradores no les gustará que les arrebatemos su trofeo. Tenemos que irnos en seguida.

Yo cogí a sir George por los pies y le ayudé a levantarlo. Con la otra mano abrí la puerta; no recordaba haberla cerrado, pero no abrí la boca, pues no deseaba que volviera a burlarse de mí. Aun así, en mi imaginación sentía que la oscuridad me dejaba sin fuerzas; me pregunté si mis piernas y mis brazos crujirían de lo maltrecho y seco que me sentía el cuerpo. Pensé que Eliot también luchaba lo suyo, porque parecía muy debilitado; y, aunque me sonrió para tranquilizarme, tenía la cara rígida y muy pálida. Salimos de la habitación, no sin antes fijar los dos nuestros ojos en el cuadro. Aquella mujer brillaba con luz tenue; después la habitación pareció llenarse de tinieblas; las velas se apagaron una a una hasta que quedó todo a oscuras.

—Por el amor de Dios —murmuró Eliot—, salgamos de aquí.

Anduvimos vacilantes por el pasillo. Del piso superior me llegaba el sonido apagado de las melodías que había oído antes. Apretamos el paso. Al final del pasillo había un amplio vestíbulo; y al final del vestíbulo, dos macizas puertas de metal, que estaban abiertas. Pasamos por ellas y sentimos que nos caían gotas de lluvia en la cara. Por fin habíamos salido a la calle.

—Por aquí —dijo Eliot, señalando una farola de gas titilante. No dejaba de mirar por encima del hombro, pero nadie nos seguía, y cuando llegamos a la calle principal supe que estábamos a salvo, pues en la acera había una aglomeración. Me sorprendió ver a tanta gente, pues todavía no había amanecido; la multitud estaba agolpada en la oscuridad, lejos de la luz de la farola; estaba todo negro como la boca del lobo y era prácticamente imposible distinguir qué les tenía allí reunidos. Había un policía agachado junto a un cuerpo desplomado. Eliot le preguntó qué había ocurrido; el guardia le respondió que habían agredido a una mujer y que la habían dado por muerta. Eliot, ni que decir tiene, ofreció de inmediato sus servicios; se agachó y vi que, de pronto, fruncía las cejas y le cogía una muñeca a la víctima.

—¡Rápido! —gritó—. ¡Rápido, denme un trapo! —Se lo ató a la muñeca y vi que se formó una mancha morada que poco a poco iba extendiéndose por la tela. Eliot miró al policía—. ¿No vio usted —le preguntó— que le habían cortado en la muñeca?

—¡Es lo que hicieron con todos los demás! —Gritó una mujer de la multitud—. ¡Todos tenían cortes como este, sí, todos, algunos en el cuello, otros en el cuerpo y otros en las muñecas!

—¿Los demás? —preguntó Eliot.

—La gente de por aquí —asintió la mujer. Se oyeron gritos de la muchedumbre que expresaba su acuerdo con ella—. ¡La policía no hace nada por nosotros! ¡Les es indiferente! ¡Lo mantienen en silencio!

El policía tragó saliva; era muy joven. Le dijo a Eliot en voz queda que él no sabía nada del caso. Él no hacía sus rondas en Rotherhithe. Había llegado de los muelles de la zona norte a fin de investigar el ruido de un tiroteo en el Támesis del que habían informado a la policía y, aunque no había descubierto indicio de tiroteo alguno, se había encontrado con aquella mujer; hacía lo que podía y, como ya había dicho, no hacía las rondas allí. Clavó los ojos, nervioso, en la muñeca teñida de sangre de la mujer y volvió a tragar saliva.

—¿Vivirá? —preguntó al fin. Eliot asintió.

—Eso creo —comentó—, pero debemos llevarla a un hospital cuanto antes. —Miró fijamente al policía—. Si usted trabaja en los muelles del norte de la ciudad, tendrá aquí una lancha. El policía asintió.

—Bien —dijo Eliot, poniéndose en pie—. Entonces llévenos a la otra margen. Tengo que llevarla a Whitechapel; allí podré atenderla.

El policía asintió, pero de repente frunció las cejas.

—Perdone la pregunta, señor, pero ¿qué están haciendo ustedes aquí?

—¿Nosotros? —Eliot se encogió de hombros—. Estábamos… —Sonrió casi imperceptiblemente—. Estábamos disfrutando de una noche en los muelles. —Señaló a sir George, cuya herida, según pude ver, había disimulado con cuidado—. Y me temo que uno de nosotros ha disfrutado de lo lindo.

El policía asintió con parsimonia.

—Sí, señor. —De pronto torció el gesto—. Comprendo.

—Le agradecería que no se lo dijera a nadie —dijo Eliot con vehemencia—. Y ahora no perdamos más tiempo. Vamos. Tenemos que llevar a esta pobre mujer a su lancha, y después a la cama.

Y así fue como cruzamos el río y volvimos al norte, a Whitechapel. Una vez allí, un par de policías nos ayudaron a llevar a la mujer hasta el hospital; Eliot, antes de entrar en el edificio, me pidió que subiera a sir George al piso de arriba.

—Y por todos los santos —me susurró—, no deje que nadie le vea la herida de la pierna.

Yo asentí y lo llevé hasta arriba sin problemas; permanecí a su lado más de una hora. Al fin llegó Eliot.

—La mujer se recuperará —dijo, sentándose junto a sir George—. La he acostado en una cama del piso de abajo.

—¿Y qué hacemos con él? —pregunté, indicándole a sir George.

—¿Con él? —Eliot sonrió—. Se ha portado muy mal. Debemos devolvérselo a su mujer en seguida.

—¿Pero de veras cree usted que se encuentra bien de salud?

—Estoy seguro de ello. Pero voy a examinarlo y a cuidar su herida, que, como ve… —dijo, poniéndola al descubierto— es solo un arañazo… —Se quedó callado un momento, mirando fijamente el rostro de sir George; después sonrió casi imperceptiblemente y sacudió la cabeza; a renglón seguido frunció las cejas, como avergonzado, y volvió a vendarle la herida. Pero su sonrisa había sido una sonrisa llena de afecto y para un hombre tan frío como él aquel afecto, pensé, debía ser muy importante.

—¿Son amigos íntimos? —le pregunté.

Eliot meneó la cabeza.

—Ahora no, pero en el pasado nos atrajimos como suelen atraerse dos seres opuestos. Yo, Ruthven y Mowberley.

Yo asentí y volví a mirar fijamente a sir George.

—¿Cuándo lo supo? —pregunté al fin.

—¿Qué? ¿Que él y el raja eran la misma persona? Eliot esbozó una sonrisa llena de tristeza. Prosiguió su trabajo en silencio y yo pensé que no iba a contestarme.

—George siempre fue… —dijo de pronto—. Siempre fue… —Sacudió la cabeza—. Muy mujeriego.

—Sí, eso ya me lo dijo. —Asentí lentamente—. ¿Por eso se fue con la prostituta del callejón? —Exacto.

—Pero… perdone mi falta de delicadeza… pero hay muchos hombres que… bueno… ¿no es posible que un raja también tenga…? En fin, ya me entiende.

—Sí —repuso Eliot secamente—. Por supuesto. Pero yo estaba convencido de que, si el raja no era sir George, entonces lo que buscaba en la prostituta no era sexo sino otra cosa bien distinta.

—¿De veras? —Miré fijamente a Eliot, perplejo—. ¿A qué se refiere? ¡Dígamelo, en nombre de Dios!

—No deseo hablar de ello. —Se le quedó el rostro paralizado—. Fue una locura pensarlo. —Pero no me cabe duda que…

—No deseo hablar de ello —dijo esto en un tono de voz súbitamente gélido y yo debí poner cara de sorprendido, pues inmediatamente Eliot me tocó el hombro, como pidiéndome disculpas—. Se lo ruego, Stoker, no me haga más preguntas sobre este tema. Es un asunto para mí desagradable. Recordará que le hablé de la enfermedad que padecían ciertas personas en Kalikshutra… Es algo que he intentado arrancar de mi mente; sin embargo, es evidente que no lo he conseguido del todo, pues a veces me imagino que algunas personas, que no pueden padecerla, la padecen. Baste con decir que mis suposiciones eran falsas y que a partir de aquel momento supe a ciencia cierta que el raja era sir George. Cuando lo vi en aquella embarcación, la expresión de sus ojos al verme… no me cupo ninguna duda.

—Hay algo, sin embargo —afirmé—, que sigo sin entender.

—¿Ah sí?

—Sí. —Volví a escudriñar el rostro de sir George—. ¿Cómo es posible que sus rasgos cambiaran tanto? ¿Cómo es que no lo reconocimos en seguida?

—Ah ya —asintió Eliot—. Recordará, Stoker, que en Coldlair Lane le comenté que el caso estaba perfectamente claro para mí, excepto por un detalle que no encajaba. Bien, usted acaba de mencionar este detalle, que sigue dejándome perplejo. Confieso… que no puedo responder a su pregunta.

—¿No tiene ninguna teoría?

Eliot frunció las cejas.

—Tal vez… —murmuró.

—¿Sí?

Sacudió la cabeza.

—No —dijo al fin—, es imposible.

—Dígamelo —le apremié.

—Tan solo iba a comentarle una coincidencia —me dijo.

—¿Una coincidencia?

Eliot asintió.

—Recordará que Lucy, cuando vio el rostro de Mowberley junto a la ventana, imaginó que estaba manchado de sangre. Esta noche, cuando lo encontramos, también tenía la cara manchada de sangre.

—¡Santo cielo, Eliot! —exclamé—. ¡Tiene usted mucha razón! ¿Cómo hay que interpretarlo?

—Confieso —respondió Eliot— que no sé cómo interpretarlo.

Mi decepción debió ser bien visible, pues Eliot sonrió.

—Me temo que debemos esperar —afirmó poniéndose en pie— a que Mowberley recobre el conocimiento. Tal vez sus comentarios arrojen luz sobre el asunto. Y con este fin, Stoker, me pregunto si puedo pedirle un último favor.

—Desde luego —repuse yo—, ya sabe cómo me gusta ayudarle en este caso.

Eliot se había aproximado a su escritorio. Se había sentado y estaba escribiendo una nota.

—Tenemos que llevar a Mowberley a su casa —dijo—. Lady Mowberley ha llevado su ausencia con mucho valor. No podemos tenerla apartada de él más tiempo. —Se volvió a mirarme—. Por tanto, Stoker, me pregunto si sería mucha molestia para usted llevar al ministro hasta su casa.

—No es ninguna molestia —repuso.

Eliot asintió.

—Iría yo mismo —murmuró—, pero he dejado a Llewellyn solo demasiado tiempo, esta es la verdad. —Siguió escribiendo y, cuando al fin hubo concluido la nota, la metió en un sobre y me lo dio—. Tenga la amabilidad de entregarle esto a lady Mowberley.

—Tiene que prometerme que me mantendrá informado de cómo se desarrolla el caso.

Eliot sonrió.

—Pues claro que sí, mi querido Stoker. ¿En quién, si no, podría yo confiar? Pero dudo que este caso nos dé más guerra. Creo que podemos considerar que hemos dado con la solución.

Y, después de guardar la nota, me fui. Sentado en el coche de caballos, sin embargo, no dejaba de darle vueltas al asunto, pues no estaba tan seguro de que hubiéramos resuelto todos los enigmas. Pensé en todo lo que había vivido y visto aquellos días, hasta que, rendido, las imágenes empezaron a mezclarse unas con otras de forma inconexa. Veía a Lucy; al raja; a lord Ruthven y a sir George; los perseguía con Eliot en una embarcación por el Támesis; después me encontraba en el antro de Polidori. Y luego veía el cuadro que colgaba de aquella habitación perfumada; y de pronto me desperté sobresaltado. Aquel recuerdo me hizo estremecer, no sabría decir por qué; la hermosura de aquella mujer era tan imponente y tan imposible que me pregunté si no sería esto lo que me tenía alterado. Seguíamos sin saber quién era, ni qué hacía en Rotherhithe y, sin embargo, Eliot daba el caso por acabado.

Sacudí la cabeza. No quería desconfiar de un hombre que tenía un talento tan extraordinario. Tuve la corazonada de que no tardaría mucho en volver a verlo…