Extracto de Con rifles en el Raj (sigue)

EN EL CORAZÓN DE KALIKSHUTRA

UNA EXPEDICIÓN A TRAVÉS DE LA JUNGLA • LA PRIMERA SANGRE • UN SUEÑO PERTURBADOR • LA DESGRACIADA MUERTE DE UN SOLDADO • KALIKSHUTRA • UN RITUAL HORRIPILANTE

Yo sabía que mis hombres estaban prestos para el combate y a la mañana siguiente nos pusimos en marcha con los ánimos enaltecidos. No obstante, conforme avanzaba tomaba la precaución de cubrirme las espaldas. Decidí enviar al más rápido de mis soldados, que bajó veloz por el sendero por donde acabábamos de subir, con un mensaje para Pumper y su regimiento, en el que les apremiaba a ponerse en camino lo más raudos que Dios les permitiera. Dejé a dos soldados en el camino con el fin de que vigilaran desde allí arriba cualquier movimiento y los siete soldados restantes me acompañaron; con nosotros vino también el doctor Eliot. Íbamos a necesitar un guía, nos había dicho Eliot, porque el camino era abrupto y difícil. Prometió acompañarnos hasta el paso de Kalibari, «las puertas de Kalikshutra», según lo describió él. Le di un revólver que en un primer momento rehusó, alegando que no lo utilizaría nunca, pero, al insistir, acabó por aceptarlo. Su compañía fue un motivo de alegría para mí, pues era un tipo resuelto y el sendero, tal y como él había dicho, era muy traicionero. Como he comentado en algún lugar, anhelaba poder practicar la caza mayor en la India; en mis tiempos había visto selvas frondosas pero nada comparable con lo que vi entonces. La naturaleza no pudo crear una barrera más efectiva que aquella y empezó a embargarme la extraña sensación de que el hombre no debía penetrar en aquel lugar. Llamadlo superstición de soldado, dadle el nombre que queráis, pero de pronto tuve el presentimiento de que no nos aguardaba nada bueno. Por supuesto, no dejé traslucir nada, aunque estaba preocupado, pues con anterioridad había experimentado este presentimiento ante el peligro inminente —en una cacería de leones y en otras cacerías de caza mayor— y había aprendido a fiarme de él. Y, en aquel momento, estábamos cazando la pieza más peligrosa de todas: el hombre. Nuestra presa podía aparecer en cualquier momento y nosotros, los cazadores, podíamos convertirnos, a su vez, en la suya.

Fue una marcha dura la de aquel primer día. Solo al caer la noche empezó la jungla a aclararse. Al fin trepé por una roca y Eliot, que estaba justo detrás de mí, señaló un punto que había ante nosotros.

—¿Ve aquel risco? —susurró—. Es la montaña rocosa desde donde se domina el paso de Kalibari.

Me quedé mirando aquel lugar fijamente. Más allá del paso vi un sendero muy empinado y tortuoso que ascendía. Era un camino por donde resultaba temerario transitar, porque no ofrecía protección alguna, pero, sin lugar a dudas era el camino que debíamos seguir, pues al otro lado del paso la montaña era una pared de piedra lisa de una altura impresionante. Subía y subía cientos de pies, y la cumbre formaba una meseta.

Eliot tenía también los ojos clavados en el risco.

—Kalikshutra está al otro lado de la cumbre —dijo.

—¿De veras? ¡Demonios! —murmuré—. Pues, según parece, nos espera una terrible escalada. Nunca había visto un sitio más perfecto para tender una emboscada. —Y, efectivamente, en aquel instante un disparo rompió el silencio que reinaba en la jungla. Me volví y me tendí en la maleza; delante de mí vi entre los árboles unas figuras pálidas que parecían fantasmas. Mis hombres me rodearon y empezarnos a disparar. Las figuras iban cayendo, abatidas por nuestros disparos mortales y rápidos. Muy pronto los rusos desaparecieron de nuestra vista, unos porque habían sucumbido, otros porque habían huido. En la jungla volvió a reinar el mismo silencio y la misma quietud de antes.

Proseguimos nuestra marcha hacia el camino de Kalikshutra, pero no habíamos avanzado ni media milla cuando nos atacaron de nuevo. No obstante, volvimos a ahuyentarlos y en seguida pudimos seguir avanzando. Al fin, llegamos a un punto llano y desembarazado donde el sendero de la montaña limitaba con la parte inferior de la jungla. Me di cuenta de que si seguíamos nos adentraríamos en la boca de una trampa mortal. Miré a mí alrededor. Había una línea de rocas a lo largo del borde del camino; les ordené a mis hombres que tomaran posiciones detrás de ellas y así lo hicieron. Y en aquel preciso instante un grito que no guardaba ningún parecido con los gritos de este mundo estremeció el aire.

—Dios mío —murmuró Eliot.

De las sombras, casi de debajo de la tierra, o eso parecía, surgió una hilera de hombres de rostro pálido y ojos como ascuas. Ordené a los soldados que formaran y que dispararan. Siguió un estruendo ensordecedor y siete de nuestros enemigos cayeron abatidos. Repetí la orden de disparar y también esta vez abrimos un boquete en la fila enemiga. A pesar de todo, sin embargo, siguieron acercándose. Cada vez surgían de las tinieblas más y más figuras. Las cosas empezaban a ponerse feas. Escudriñé la línea enemiga y observé que, justo detrás del resto, había un ruso que llevaba un turbante y olisqueaba el aire. No decía nada, pero los demás hombres parecían guiarse por su mirada y supe al instante que era él quien ostentaba el mando. Me incliné y le dije unas palabras al soldado Haggard, el mejor tirador de la tropa. Haggard apuntó, se oyó un estallido que retumbó entre las rocas, y el hombre del turbante se tambaleó y cayó.

—Dispárele otra vez —le ordené a Haggard mientras me levantaba—. ¡Al ataque, muchachos!

Y avanzamos lanzando un grito de coraje. El enemigo empezó a desvanecerse ante nosotros hasta casi disolverse en la nada. Pronto no hubo más que cadáveres, una escena horripilante sobre la que no planeaba más que el silencio. Por fin el sendero volvió a ser nuestro.

Yo sabía, sin embargo, que el respiro iba a ser solo pasajero, de modo que juzgué prioritario apostar sin tardanza a los centinelas. Mientras, Eliot estuvo paseando entre los que habían caído en la reyerta para comprobar que no había nadie que precisase su ayuda. De pronto oí que me llamaba horrorizado.

—Este está vivo —me dijo—, aunque no me lo explico.

Fui a su encuentro; estaba arrodillado junto al ruso enjuto del turbante, el comandante en jefe, que presentaba dos heridas graves en el estómago, de las que brotaba espesa sangre a borbotones. El cuerpo de aquel hombre, que Eliot sostenía en sus brazos, parecía extraordinariamente frágil y tampoco yo alcancé a comprender cómo seguía vivo. De repente lancé un silbido.

—Dios de mi vida —exclamé.

La persona que tenía ante mis ojos no era ningún hombre sino una mujer, y muy guapa. Su pálida tez no era la propia de los europeos; parecía, por el contrario, casi translúcida. Confieso que jamás había visto a una mujer tan hermosa. Incluso Eliot, a quien yo tenía por un ser más bien frío, parecía seducido por aquella mujer. Y, sin embargo, había también en ella un no sé qué repulsivo, que no sabría describir; era como si la belleza y el horror estuvieran entremezclados, como si su hermosura tuviera algo de diabólico. Vais a creer, al leer esto, que yo estaba excesivamente agitado; pues os diré que sí lo estaba pero también que mis presentimientos resultaron ser, con el tiempo, más que certeros. Le quité el turbante a aquel ser inquietante y su cabellera negra y larga me rozó la mano al soltarse. Vi el destello de unas joyas; tuve que contener el aliento, porque las reconocí enseguida: eran casi idénticas a las que había visto colgadas del cuello del ídolo que había visto en la jungla. Me agaché más para poder mirarla bien y, en aquel momento, nuestra cautiva abrió los ojos. Eran unos ojos grandes y oscuros, de esos que los orientales encuentran tan seductores en una mujer, pero también ardían como si un fuego los iluminase. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando los miré detenidamente, parecían llenos de odio y de un poder diabólico.

Me puse en pie y le ordené a Eliot que le preguntara quién era.

Eliot le susurró unas palabras, pero los ojos de aquella mujer volvieron a cerrarse y ella no contestó nada.

Eché un vistazo a las profundas heridas que tenía en el costado.

—¿Podrá mantenerla con vida? —pregunté.

Eliot sacudió la cabeza.

—No puedo hacer nada… Lo repito, no entiendo cómo no está muerta.

—¿Y por qué cree usted que no lo está? ¿Guarda tal vez alguna relación con todo eso de los glóbulos blancos?

El doctor se encogió de hombros.

—Puede. Advertirá, no obstante, que en su expresión no se detecta ningún signo de imbecilidad, lo que me hace pensar que no está afectada, porque los rostros de los soldados sí presentaban estos signos. —Volvió a encogerse de hombros—. Pero la verdad es que estoy dando palos de ciego. Le daré un poco de opio, no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer. Tengo que confesar que no sé qué pasa.

Lo dejé para que atendiera a su paciente y me puse a caminar entre los cadáveres, inquieto y preocupado por lo que Eliot me había dicho. Me quedé mirando fijamente los rostros de los muertos; al contrario que su comandante en jefe, eran a todas luces rusos, pero su palidez era casi demasiado blanca. Recordé al hombre que me había agarrado de la pierna la noche anterior; su semblante estaba igualmente pálido. Y recordé también sus ojos inexpresivos, sin vida. Eliot tenía razón en cuanto a los rusos; presentaban todos una expresión de imbecilidad en sus rostros. Todos excepto uno, por supuesto: aquella abominable mujer de ojos ardientes. Empecé a meditar sobre la enfermedad; ¿sería en verdad tan infecciosa como para temer su propagación?

Mas no podía permitirme perder el tiempo dándole más vueltas, de modo que fui a sentarme junto a mis hombres y estuvimos contando chistes y bebiendo té. Se merecían aquel rato de descanso, pues el día había sido bastante duro y no sabía qué nos depararía el día siguiente. Eché un vistazo al camino que se extendía ante nosotros y, cuanto más lo observaba, menos me gustaba lo que veía. Yo sabía que subir por él hasta dejar atrás la falda de la montaña sería una empresa tan heroica como temeraria. Pensé que tal vez deberíamos aguardar a Pumper y a sus hombres, pero sentía tal comezón por estudiar el terreno y entablar otra pelea con los rusos que no me vi con ánimo de esperar más. Entonces, pensé en nuestra prisionera. Quienquiera que fuese, podía sernos un rehén útil. Me puse en pie, les deseé las buenas noches a los soldados y fui a reunirme con Eliot, que seguía junto a su paciente.

—¿Así que sigue viva? —pregunté.

El rostro se le ensombreció momentáneamente.

—Mire —contestó retirando una manta. Los ojos de la prisionera seguían cerrados pero había en sus labios una imperceptible sonrisa y sus mejillas estaban rosadas. Eliot volvió a taparla con la manta, se levantó y se puso a andar, dando vueltas alrededor del fuego. Había allí otro cuerpo tendido e inmóvil.

—¿Quién es? —pregunté.

Eliot se agachó, volvió a retirar una manta y vi al soldado Compton, un buen muchacho rebosante de salud y que ahora tenía la tez muy pálida, exactamente como los rusos que había visto, y cuyos ojos, que estaban abiertos, parecían vidriosos e inexpresivos.

—Mire —dijo Eliot, que empezó a desabrochar el uniforme de su paciente. Señaló su pecho cubierto de arañazos; las heridas estaban hinchadas y rojas como verdugones. Miré a Eliot a los ojos.

—¿Quién se lo hizo? —pregunté—. ¿Qué es todo esto?

Meneó lentamente la cabeza.

—No lo sé —respondió.

—¿Y esta palidez? ¿Y estos ojos? Maldita sea, Eliot. ¿Son síntomas de esa enfermedad?

Alzó la vista y me miró; luego sacudió la cabeza despacio.

—Entonces, ¿qué es?

—Ya se lo he dicho; no lo sé. —Era evidente que confesar su propia ignorancia le hacía sentirse incómodo. A través de las llamas miró el cuerpo de la prisionera—. Supongo que es posible que esté infectada —dijo señalándola con la mano—. Su piel está muy fría, bastante pálida y brillante, pero por lo demás no tiene ningún síntoma de la enfermedad. Cabe la posibilidad de que sea un transmisor. El problema, de todos modos, es que no sé con certeza cómo se contagia esta enfermedad.

Lanzó un suspiro y bajó la vista para echar una ojeada a las heridas que el pobre Compton tenía en el pecho. Iba a decir algo más pero de pronto se paralizó y se quedó mirando fijamente a la prisionera.

—La vigilaré —dijo lentamente—. A ella y a Compton. —Me miró a los ojos—. No se preocupe, capitán. Deje que yo me ocupe de los pacientes. Si ocurre algo, se lo comunicaré en seguida.

Asentí.

—Pero, por favor, por lo que más quiera —murmuré—, no deje que se nos muera. —Alcé la vista y volví a clavar los ojos en el sendero de Kalikshutra—. Si consiguiésemos que hablara… tal vez conozca algún otro camino por donde subir a este risco de miedo. —Eliot me lanzó una mirada y asintió. Por segunda vez me pareció que iba a decir algo, y por segunda vez se quedó sin habla. Le deseé las buenas noches y lo dejé con los ojos fijos en el rostro de Compton y enjugándole la frente. Estaba claro que ambos teníamos mucho que pensar. De pronto sentí deseos de fumarme una pipa, así que me senté y la encendí, pero debía estar más cansado de lo que creía porque notaba que los párpados se me cerraban. Y sin darme cuenta, con la pipa en la boca, me quedé profundamente dormido.

Tuve un sueño extrañísimo, algo nada normal en mí, pues no soy de los que sueñan. Pero lo que soñé aquella noche parecía tan vivido y real que no guardaba relación con ningún otro sueño. Veía a nuestra prisionera de pie a mi lado. Yo estaba petrificado; sostenía una arma en la mano, pero me quedaba mirándola a los ojos y poco a poco iba soltando el revólver, que finalmente se me caía al suelo. El ruido que hacía al caer me despertaba de aquella especie de trance. Miraba a mí alrededor y me daba cuenta de que me hallaba en una empalizada y nuestros enemigos nos atacaban a oleadas. Pero mis hombres caían y, sin duda, muy pronto serían totalmente aniquilados. Yo tenía que ayudarlos, tenía que defender la posición, porque de lo contrario acabarían con nosotros, y el regimiento entero sucumbiría. No obstante, lo horrible era que yo no podía moverme. Cada vez que lo intentaba, los ojos de aquella mujer me paralizaban; me tenía cogido igual que a una mosca atrapada en una telaraña. Ella se reía. Volvía a mirar a mi alrededor y veía que todos estaban muertos: mis hombres, el enemigo, todos estaban muertos salvo yo. Me daba cuenta de que incluso la mujer que estaba junto a mí estaba muerta, aunque, a pesar de todo, se movía; se alejaba de mí como si fuera una pantera hambrienta. Me sentía terriblemente atraído por ella e intentaba seguirla, pero, en aquel momento, sentía que unas manos frías me tiraban de las piernas. Bajaba la mirada y veía que los muertos luchaban por acercarse a mí. En sus ojos había la expresión de idiotez que caracteriza la mirada de las personas enfermas de aquella dolencia de la que me había hablado Eliot. Su tez era blanca y fría como el mármol. Sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo, lograban hacerme caer y me vi sepultado bajo unos miembros blandos y helados. Reconocía a Compton; tenía su cara pegada a la mía; abría la boca y, de pronto, sus ojos me miraban con una expresión de abominable e infinita voracidad. Iba acercando sus labios a mi cuerpo, y daba la impresión de que fueran a chuparme cual ávidas sanguijuelas. Sabía que iba a nutrirse de mí… Me rozaban la mejilla… y en aquel momento me desperté. Eliot estaba sacudiéndome.

—¡Despierte, Moorfield! —Decía en voz baja, desesperado—. ¡Se han ido!

—¿Quiénes? —Pregunté poniéndome en pie—. No se referirá a la mujer, ¿verdad?

—Sí —contestó Eliot lanzándome una extraña mirada—. ¿Ha soñado con ella?

Me lo quedé mirando con perplejidad.

—¿Cómo demonios lo sabe?

—Porque a mí me ha ocurrido lo mismo. Pero esto no es lo peor —agregó—. Compton también ha desaparecido.

—¿Compton? —repetí mirando a Eliot con incredulidad. Fue tan grande mi horror ante las noticias que acababa de oír que, mucho me temo, le grité sin contemplaciones al bueno del doctor. Pero él se limitó a mirarme fijamente con sus ojos penetrantes y la cabeza ladeada, lo que acentuaba su parecido con un halcón.

—¿Sigue decidido a proseguir la marcha? —preguntó cuando al fin me hube aplacado.

No respondí inmediatamente sino que volví a contemplar los picos de las montañas y el sendero que conducía hasta ellos bajo el cielo nocturno himalayo.

—Tenemos una baja —dije despacio apretando los puños—. Un soldado británico, uno de mis soldados, Eliot. —Sacudí la cabeza—. Pero, maldita sea, sería un desastre que nos retiráramos ahora.

Eliot se me quedó mirando fijamente un buen rato, sin decir palabra.

—¿Es consciente de que, si siguen por este camino —comentó al fin—, los eliminarán?

—¿Tenemos acaso otra alternativa?

Eliot volvió a mirarme fijamente sin abrir la boca. Al cabo de un rato se volvió y se encaminó hacia el risco. Yo fui tras él. Parecía estar debatiéndose en una lucha interna, de eso me di cuenta, pues yo no estaba tan alterado como para no ver la realidad. Al fin volvió su cabeza hacia mí.

—No debería decírselo, capitán —afirmó.

—Pero lo hará, ¿verdad? —pregunté.

—Sí. Porque de lo contrario morirá.

—No le tengo miedo a la muerte.

Eliot sonrió casi imperceptiblemente.

—No se preocupe, únicamente convierto lo cierto en altamente probable. —Dejó de sonreír y lanzó una mirada a la pared de la montaña que se extendía más allá del paso. Ahora que estábamos justo debajo, apenas podía ver la cima. Era muy alta. Eliot señaló un punto con la mano—. Hay un camino que lleva hasta arriba —dijo. Por lo visto, era un camino de peregrinación—. Se llama Durga —me explicó Eliot—, que es otro de los nombres que recibe la diosa Kali y que puede traducirse por «de difícil acceso». Y lo es, en efecto; por eso los brahmanes le otorgan un valor supremo, pues dicen que un hombre que consigue escalarlo es digno de vislumbrar a la misma Kali. Únicamente los más grandes de los ascetas lo han intentado; solo aquellos que se han purificado tras largos años de penitencia y meditación. Cuando sienten que han alcanzado el estado necesario, se disponen a ascender la montaña rocosa. Muchos no lo consiguen; gracias a ellos tengo conocimiento de la dificultad del ascenso, porque es lo que cuentan al regresar. Tan solo unos pocos lo logran. Cuando llegan a la cima… —se interrumpió—, cuando alcanzan la cima, entonces se les revela la Verdad.

—¿La Verdad? ¿Y qué demonios es eso?

—No lo sabemos.

—Pues si esos brahmanes la ven, ¿cómo es que no sabemos qué es?

Eliot esbozó una ligera sonrisa.

—Porque nunca regresan, capitán.

—¿Cómo? ¿No regresan nunca?

—No, nunca. —La sonrisa había desparecido del rostro de Eliot, que tenía ahora los ojos fijos en la cumbre de la montaña—. Así, pues —murmuró en voz baja y tranquila—, ¿sigue empeñado en ir hasta allí?

¡Una pregunta de lo más superflua! Lo dispuse todo para reanudar la marcha de inmediato. Escogí al soldado Haggard, el mejor preparado físicamente de todos mis hombres, y al sargento mayor Cuff, el más fuerte de ellos; ordené que el resto se quedara y aguardara al viejo Pumper y a su tropa; yo esperaba que no tardarían en llegar. Entre tanto, cuando faltaban todavía varias horas para que amaneciera, mí reducido grupo y yo nos pusimos en camino, ascendiendo primero por las rocas y luego, cuando la cara rocosa de la montaña se hizo empinada y lisa, subiendo por los peldaños que había tallado en la roca desnuda.

—Según el brahmán —comentó Eliot—, por aquí se llega a una altiplanicie que se halla a un cuarto de camino. Deberemos cruzarla y luego seguir escalando la montaña.

Emprendimos el ascenso con gran esfuerzo. Los peldaños eran toscos, la mayoría de ellos apenas un agujero donde apoyar las puntas de los pies; en ocasiones ni siquiera eso había, de modo que la escalada fue muy ardua y las piernas se resentían. Hacía, además, mucho frío, y empecé a tener calambres. Al cabo de un par de horas, me dije a mí mismo que los brahmanes hubieran sido perfectos soldados. ¡Seguro que estaban todos mejor preparados físicamente que nosotros! Me detuve para recobrar el aliento y Eliot, que estaba detrás de mí, me señaló un afloramiento que había en la roca, por donde subían unos sinuosos y retorcidos peldaños.

—Una vez que lleguemos allí —gritó—, habremos dejado atrás lo peor. Después la subida es más suave y la altiplanicie está cerca.

¡Pero, santo cielo, cuánta sangre y sudor nos costaría llegar hasta aquella subida más suave! Estaba casi despuntando el día, pero en aquel lugar desolado y expuesto el viento parecía soplar con una fuerza inaudita; chirriantes ráfagas nos azotaban cruelmente el cuerpo como si quisieran lanzarnos al cielo oscuro y sin nubes, que se extendía bajo nuestros pies oscilantes. Fue una experiencia de lo más horrible. Y cuando ya pensaba que no cabía nada más espantoso, oí un grito, muy débil, que en seguida ahogó el rugir del viento. Me puse en tensión; también Eliot parecía petrificado. Cuando las fuertes ráfagas de aire amainaron, oímos un segundo grito, que nos trajo una ráfaga procedente de una hondonada. Más allá no veíamos nada, a causa del afloramiento donde estábamos. Se me heló la sangre en las venas; seguir escalando, pensando únicamente dónde ponía las puntas de los pies, preocuparme solo por mí y no por mis hombres era una prueba espantosa y, sin embargo, era lo único que podía hacer. En realidad, si no hubiera oído los gritos, quizá no habría avanzado con tanta rapidez. Cuando llegué a un lugar seguro, seguí el sendero, que serpenteaba en dirección opuesta por la pared rocosa; bajé la vista y vi a lo lejos la hondonada, que se abría como una boca. No obstante, no estaba tan lejos, porque pude distinguir nuestras tiendas de campaña. No olvidéis que estaba amaneciendo y que cada vez había más luz, así comprenderéis mi consternación cuando descubrí que no veía a mis hombres. No había ni rastro de ellos. Nada se movía. Nada.

Seguí contemplando aquel lugar atentamente, pero era como si la tierra se los hubiera tragado a todos. Pensé en los gritos que había oído y reconozco con franqueza que temí lo peor. Y era evidente que el soldado Haggard pensaba lo mismo que yo. Mis tres compañeros estaban a mi lado y, a pesar de mis esfuerzos por distraerlos, ellos habían visto, igual que yo, el campamento vacío.

—Teniendo en cuenta la hora, probablemente habrán ido a dar un paseo, señor —dijo el sargento mayor, imperturbable; después señaló a Haggard y agregó—: Será mejor que lo vigile, señor —me susurró. Y entonces me contó algo que yo desconocía: que Haggard había formado parte de la expedición que no pudo evitar que secuestraran a lady Westcote; había estado en la zona antes de que ocurriera y había visto cosas muy extrañas. Era un muchacho valiente pero nervioso; por lo general, el soldado medio está dispuesto a luchar él solo contra un cuerpo de guerreros zulúes, pero si observa la más mínima señal de que hay vudú de por medio, se echa para atrás como el mayor de los cobardes. Estábamos en aquel momento cruzando la altiplanicie de una milla más o menos de largo, mas yo sentí deseos de estar todavía escalando, porque no convenía que Haggard tuviera la mente ociosa.

Seguimos avanzando extremando las precauciones y pronto llegamos a un sendero sinuoso que discurría entre las rocas y donde podían verse huellas de pisadas recientes. Nos enfilamos cuesta arriba evitando el camino sin perderlo de vista y, al rato, nos encontramos en la base de otra pared montañosa totalmente lisa y que parecía aún más imposible de escalar que el risco por el que acabábamos de subir. Eliot se detuvo para escudriñar las rocas que había delante de nosotros.

—Ahí —dijo de pronto, señalando con el dedo—. El camino sigue por ahí. —Miré y vi un santuario pintado de colores chillones esculpido en la roca. Di unos pasos hacia adelante lentamente, buscando un lugar por donde avanzar que no fuera el sendero, pues, a pesar de la calma aparente, yo estaba en guardia; pero al levantar la cabeza sentí la mano de Eliot que me sujetaba—. Espere —susurró—. Los que padecen esta enfermedad son muy sensibles a la luz.

Volvió a levantar la mano y a señalar, esta vez hacia el este. Yo dirigí de nuevo la mirada hacia los picos de las montañas, teñidos de rosa. Eliot tenía razón; dentro de poco saldría el sol.

—¿A qué esperamos, señor? —susurró Haggard.

Con un ademán le indiqué que se callara, pero él negó con la cabeza.

—Era a esta hora cuando se llevaron a las Westcote —murmuró—, a la pobre señora y a su adorable hija; las secuestraron, a ellas y a su escolta. Era esta misma hora. La noche se los tragó. —Se puso en pie y miró a su alrededor con desasosiego—. ¡Y ahora vendrán por nosotros!

Desesperado, lo agarré para sentarlo de nuevo en el suelo, mas en aquel instante oí que Eliot contenía el aliento y ordenaba casi sin voz que nos quedásemos quietos. Fijé los ojos en el sendero que se extendía ante nosotros; vi que algo se movía entre la maleza; eran unos hombres que vestían uniformes rusos, aunque no podía verles los rostros, pues estaban de espaldas a nosotros. Uno de ellos se volvió; parecía que estuviera olisqueando el aire. Lanzó una mirada hacia la roca en la que estaban todos ocultos y en aquel momento oí que Haggard murmuraba algo y gemía. Yo también, al contemplar a aquel hombre, sentí que se me encogía el corazón: ¡era el mismo hombre a quien yo había disparado en el cráneo la noche anterior! Reconocí la herida, un revoltijo de hueso y sangre y me quedé helado, porque no comprendía cómo aquel pobre diablo seguía vivo. ¡Pero lo estaba! Los ojos le brillaban, aunque parecían muy pálidos.

—¡No! —Gritó Haggard de repente—. ¡No! ¡Que no me toque! ¡Que no me toque!

Apuntó el rifle y le disparó en la cara a otro ruso. Se deshizo del sargento mayor, que intentaba contenerlo, y empezó a gatear por las rocas hacia el santuario. Eliot soltó un improperio.

—¡Rápido! —chilló—. También nosotros tenemos que salir de aquí corriendo.

—¿Salir corriendo? ¿Huir del enemigo? ¡Eso jamás! —exclamé.

—¡Pero si están infectados! —Aulló Eliot—. ¡Mírelos! Hizo un ademán y yo me quedé mirando, horrorizado, al ruso al que había disparado Haggard: aunque despacio, se estaba levantando del suelo. La mandíbula le colgaba del cráneo por un solo tendón. Vi cómo se le abría y se le contraía la garganta, por donde le salía sangre a borbotones, ávida de engullir alimento. Dio un paso hacia nosotros; sus camaradas, que se juntaron tras él, se pusieron a andar despacio, como midiendo los pasos.

—¡Por el amor de Dios! —Volvió a implorarnos Eliot—. ¡Corran!

De pronto me agarró y me tiró del brazo. Yo me caí y fui a levantarme cuando uno de los rusos se desgajó del grupo y se dirigió hacia mí cual bestia hambrienta. Fui a levantar el arma para dispararle pero era como si el brazo se me hubiera convertido en plomo. Me quedé mirando al ruso fijamente, tenía los ojos encendidos y una expresión de avidez de lo más repugnante; y, sin embargo, eran unos ojos fríos; la combinación era realmente horrible. Involuntariamente di un paso atrás; entonces oí que mis adversarios emitían un extraño sonido, como de energúmenos; de no haber sonado tan espantoso lo habría llamado risa. De repente el ruso mostró sus dientes y a renglón seguido saltó, literalmente, como si fuera a arrancarme el cuello. Fui a levantar las manos para apartarlo de un empujón y, en aquel momento, oí un disparo a mis espaldas; el ruso cayó al suelo muerto, con un agujero de bala entre los ojos. Volví la cabeza y vi a Eliot, que todavía tenía el revólver en la mano.

—Pensé que no estaba preparado para utilizar una arma —dije.

Se encogió de hombros.

—Si no queda más remedio —murmuró. Bajó la vista y miró al ruso, que empezó a moverse espasmódicamente al igual que el otro—. Y ahora, capitán —susurró Eliot con gentileza—, y ahora, sargento, ¿tendrán, por el amor de Dios, la amabilidad de venir conmigo y salir corriendo de aquí?

Eso es lo que hicimos, por supuesto. Al escribirlo ahora, en mi estudio de Wiltshire, rodeado de todas las comodidades, sé que esto puede parecer muy feo, pero no estábamos huyendo de unos hombres sino de la espantosa enfermedad que padecían. ¡Santo cielo! A pesar de estar infectados, se movían con extraordinaria rapidez. Cuando Eliot, el sargento mayor y yo hallamos los peldaños que había junto al santuario y empezamos a escalar la montaña, vimos que los rusos se disponían a perseguirnos. Aquellos agujeros hechos en la pared rocosa eran más fáciles de subir que los anteriores y conseguimos enfilarnos con gran rapidez; a pesar de ello, el enemigo nos seguía, imparable. Supongo que estaban entrenados para ello, pues el soldado ruso es por lo común un bruto de cuerpo robusto; a pesar de todo, sin embargo, nuestros perseguidores eran torpes, carecían de agilidad, y, al escalar la roca, parecían inhábiles y atontados; casi se podía decir que su energía provenía exclusivamente del deseo de capturarnos. Lo cierto es que cuando se les echaba una mirada de refilón no se tenía la impresión de estar viendo a seres humanos: en sus rostros había una expresión de avidez y de gula tal que parecían una jauría de dholes —así se llama el perro salvaje de la India— husmeando nuestra sangre.

Como era de esperar, estaban a punto de alcanzarnos; el que más cerca estaba de nosotros casi podía tocarnos con la mano. Yo me harté de darle la espalda; me detuve y me volví para afrontar la situación con valentía.

—No —gritó Eliot desesperado, señalando de nuevo los picos de las montañas, al este—. ¡Dentro de nada amanecerá!

Pero el ruso estaba ahora demasiado cerca y era imposible escapar. Unos ojos ardientes y fríos me miraban, como antes, de hito en hito. De pronto, mi perseguidor ruso silbó como una serpiente cuando va a inyectar su veneno; se puso en tensión y se agachó, como si se dispusiera a saltar. En aquel instante, brilló en el cielo el primer rayo de luz y el pico de la montaña quedó recubierto de un resplandor rojo. Mi perseguidor se quedó quieto y retrocedió, al igual que todos los demás.

Sentí entonces el silbido de una bala que me pasó a una pulgada de la nariz. Fue a dar en la roca y una lluvia de astillas me separó de los rusos. Alcé la mirada y vi a Haggard, que estaba en el borde de un afloramiento, apuntando con el rifle y dispuesto a disparar otra vez.

—¿Qué demonios está haciendo? —chillé—. ¡Haga el favor de bajar inmediatamente!

Pero Haggard, que estaba absolutamente destrozado por los nervios, no me hizo caso; es la única vez que un soldado ha desobedecido mis órdenes.

—¡No, señor! —gritó—. ¡Son vampiros! ¡Vampiros, señor! ¡Tenemos que aniquilarlos a todos!

—¿Vampiros? —Le lancé una mirada a Eliot, sacudiendo la cabeza, un gesto que Haggard observó y que, me temo, no se tomó demasiado bien.

—Todo esto lo he visto ya —dijo a voz en cuello—. Cuando secuestraron a lady Westcote. A lady Westcote y a su adorable hija. ¡Seguro que les chuparon la sangre y ahora nos la van a chupar a nosotros!

Naturalmente intenté darle una explicación. Gritando, le dije que había en la región una terrible enfermedad y le pedí a Eliot que confirmara mis palabras, pero Haggard se echó a reír.

—Son vampiros —repitió—. ¡Se lo digo yo! ¡Son vampiros!

Disparó otra vez pero temblaba como una hoja y erró el tiro. Dio un paso hacia adelante y volvió a apuntar, mas al bajar el rifle perdió el equilibrio. Le grité para avisarle pero fue demasiado tarde. Disparó, y la bala salió despedida hacia el cielo; Haggard iba moviendo desesperadamente los brazos, mientras las piedras se deslizaban bajo sus pies, y luego se precipitó en el vacío hasta caer, produciendo un espantoso ruido sordo, entre la maleza que había junto al santuario, que amortiguó la caída y debió de salvarle la vida, porque vi cómo luchaba por levantarse. Pero tenía las piernas y los brazos destrozados y no podía moverse.

Nuestros enemigos, entretanto, se habían apiñado y nos contemplaban con sus ojos ardientes y fríos. Desde que había salido el sol habían permanecido bastante quietos, pero ahora, después de ver cómo el pobre Haggard caía por el precipicio, daba la impresión de que estuvieran en tensión y temblaban como si contemplaran la vida con ojos nuevos. Todos miraban a aquel hombre que pugnaba por librarse de la maleza. Se apiñaron todavía más y emitieron un sonido extraño, como si estuvieran muy agitados. Era el mismo sonido que antes había tomado yo por un estallido de risa. Poco a poco fueron retrocediendo, apartándose de nosotros; lentamente, y con la misma torpeza de antes, como si la luz fuera un obstáculo contra el que había que luchar, fueron descendiendo por el risco. Yo los observé, vencido por la impotencia, hasta que llegaron al santuario y rodearon a Haggard, que estaba tendido en el suelo moviendo los brazos y las piernas entre la maleza. Gritó y de nuevo intentó levantarse, pero fue inútil. Los rusos, que habían estado mirándolo como un gato mira a un ratón, empezaron a acercársele; uno de ellos se precipitó sobre él, y luego otro más y otro más, hasta que estuvieron todos codo con codo alrededor de él, con la cabeza inclinada sobre sus heridas sangrantes.

—Dios mío —susurré—. ¿Qué están haciendo?

Eliot me lanzó una mirada sin decir nada; ambos habíamos oído hablar de las leyendas de Kalikshutra y ahora veíamos que no se trataba en modo alguno de leyendas. ¡Le estaban chupando la sangre! ¡Aquellos demonios —ya no me era posible seguir considerándolos seres humanos— le estaban chupando la sangre a Haggard! Uno de ellos interrumpió el banquete y se puso en cuclillas; de la boca y por la barbilla le caían hilos de sangre y comprendí que le habían desgarrado el cuello a Haggard. Le disparé, pero me temblaba el brazo y fallé. Aun así, los rusos se retiraron, abandonando el cuerpo de Haggard junto al santuario; estaba cubierto de profundos cortes rojos y tenía la piel muy blanca, exangüe. Los rusos me miraron y luego, lentamente, volvieron a devorar su manjar. Yo no intenté impedírselo, pues no estaba en mis manos poder hacer nada.

Me volví y reanudé la marcha enfilando el sendero. Estuve mucho, muchísimo tiempo, sin volver la vista hacia abajo.

No deseo extenderme en el episodio de la escalada de la vertiente rocosa que emprendimos aquel terrible día. Baste con decir que casi acaba con nosotros. El ascenso fue espantoso, la altitud, considerable, y estábamos, además, debilitados por los horrores que habíamos presenciado y que nos habían consumido. A media tarde, cuando finalmente el risco empezaba a nivelarse, estábamos llegando al límite de nuestras fuerzas. Hallé un saliente que nos protegería de las ráfagas del viento a la par que de hostiles ojos fisgones. Ordené a mis soldados que se detuvieran con el propósito de descansar todos un rato. Me tendí y en un instante me quedé dormido. De repente, me desperté pero no abrí los ojos. Tenía la impresión de haber dormido solo diez minutos y, sin embargo, me sentía como nuevo; no había soñado nada y mi sueño había sido profundo. De momento no despertaría a los demás, me dije. Después de todo, era solo media tarde. Pero cuando abrí los ojos vi en el cielo negro el resplandor de la pálida luna llena.

Lo que se extendía ante mis ojos era de una belleza estremecedora que me dejó estupefacto. Los altos picos del Himalaya y los valles que veía a mis pies, a lo lejos, cubiertos de manchas negras y de las más variadas tonalidades de azul; los jirones de nubes que se movían allí abajo, como si fueran el vapor formado al respirar una divinidad que morara en las montañas; y, arriba, inundándolo todo, la luz plateada de la luna ardiente. Me sentí en un mundo en el cual el hombre estaba de más, un mundo que había perdurado y que perduraría por los tiempos de los tiempos; un mundo frío, bello y terrible. Me sentí como deben sentirse con frecuencia los británicos en la India; qué lejos estaba de casa, qué lejísimos me encontraba de lo que constituía mi mundo. Pensé en el peligro mortal en el que nos hallábamos y me pregunté si aquel lugar tan extraño iba a convertirse en mi tumba, si mis huesos reposarían allí, perdidos y desconocidos, lejos de Wiltshire y de mi queridísima esposa, hasta convertirse lentamente en polvo bajo el techo del mundo.

Pero un hombre de armas no puede extraviarse en semejantes pensamientos melancólicos. Nos hallábamos en peligro mortal, eso era harto cierto, y no lo evitaríamos cruzándonos de brazos. Desperté a Cuff y a Eliot y, en cuanto se hubieron levantado, proseguimos nuestra marcha. La primera hora no vimos nada digno de ser comentado. El sendero era cada vez más llano y las rocas dieron paso a matorrales. Muy pronto nos hallamos de nuevo en la jungla, donde la vegetación era de una frondosidad tal que la luz de la luna no podía penetrarla.

—Es muy extraño —dijo Eliot poniéndose en cuclillas para examinar una flor muy grande—. A esta altitud no es normal que crezca este tipo de flora.

Sonreí débilmente.

—No se inquiete tanto —repuse—. ¿Preferiría que no hubiese nada que nos sirviera de protección?

En el preciso momento en que pronunciaba estas palabras vi un pálido resplandor entre los árboles. Me acerqué y descubrí un pilar gigante en ruinas, cubierto de lianas, muy trabajado y muy bello, decorado a ambos lados con un collar de calaveras de piedra, que Eliot examinó.

—El distintivo de Kali —susurró. Asentí y desenfundé mi arma.

A partir de aquel momento, avanzamos furtivamente. Muy pronto vimos más pilares; algunos de ellos estaban derribados en el suelo y casi completamente cubiertos de vegetación; otros, de impresionantes dimensiones, seguían en pie. Pero tenían todos la misma decoración: el collar de calaveras. Entre los árboles empezaban a abrirse claros y vi que sobre los pilares se levantaba un dintel de color blanco hueso bajo la espesura. Estaba decorado en un estilo hindú muy florido; la piedra se retorcía como una serpiente y, cuando miré fijamente, uno de los fragmentos retorcidos empezó a moverse; entonces me di cuenta de que era, en efecto, una cobra enroscada y gruesa, el espíritu guardián de aquel lugar donde parecía habitar la muerte. Observé cómo se internaba en la maleza hasta desaparecer de mi vista. Di unos pasos hacia adelante y noté que estaba pisando mármol. Ante mí vi la piedra iluminada por la luz plateada de la luna y, cuando al fin dejé atrás las sombras de los árboles, advertí que me hallaba rodeado de patios y muros, que seguían en pie pese al constante crecimiento de la vegetación de la jungla que lo cubría todo. ¿Quién había construido este palacio, me pregunté, y quién lo había abandonado? Yo no era ningún experto, pero me pareció que aquel edificio tenía varios siglos. Crucé el patio principal, donde se extendían hileras de columnas, que sostenían un techo sobre el cual se levantaban otras. Imaginé que serían el corazón del palacio.

Al acercarme más, advertí que estaban esculpidas en forma de mujer. Eran figuras femeninas impúdicas y sensuales, como desgraciadamente suelen ser las esculturas antiguas de la India. Nada diré sobre su aspecto exterior, salvo que estaban casi desnudas y que resultaban obscenas. Pero, curiosamente, fueron sus rostros lo que más me inquietó. Habían sido esculpidos por una mano extraordinariamente diestra, pues había en ellos expresiones de la más absoluta perversidad en la que se mezclaban deseo y deleite por igual. Miraban al otro extremo del templo, como si tuvieran los ojos fijos en las estatuas gigantes que yo había vislumbrado desde el exterior. Apreté el paso hasta dejarlas atrás. Al fin, donde ya no había columnas, vi frente a mí un patio de reducidas dimensiones donde asomaban figuras gigantes recortadas por el cielo nocturno y estrellado. Entré, y sentí que el suelo estaba pegajoso; me arrodillé y me pareció que olía a sangre. Toqué las piedras, levanté los dedos a la luz de la luna. No me había equivocado: ¡Tenía las yemas de los dedos teñidas de rojo!

Di unos pasos hacia adelante con el propósito de examinar de cerca las estatuas gigantes. Había seis, tres a cada lado, dispuestas simétricamente sobre unos peldaños. Eran todas mujeres que miraban fijamente hacia arriba, al igual que las mujeres de las columnas. Tenían la mirada clavada en un trono vacío, ante el cual se levantaba otra estatua que representaba una niña pequeña. Aquello era lo más abominable de cuanto había visto.

Subí los peldaños para acercarme a aquella escultura y advertí que también aquí el suelo estaba pringoso de sangre. Oí cómo Eliot, que me seguía, se detenía, y me volví.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Mire —repuso Eliot—. ¿La reconoce? —Señalaba la estatua que teníamos más cerca. Ahora que habíamos subido los peldaños pudimos ver su rostro, bañado por la resplandeciente luz plateada de la luna. Era, por supuesto, pura coincidencia, pues aquel templo, sin duda alguna, tenía varios siglos de antigüedad, mas comprendí en seguida qué había querido decir Eliot: el rostro de la estatua era la viva imagen de la mujer que habíamos capturado, la hermosa prisionera que se había fugado.

Volví la cabeza hacia Eliot.

—Tal vez sea una tatarabuela —bromeé. Pero Eliot no sonrió. Tenía la cabeza ladeada, como si estuviera intentando discernir un ruido—. ¿Qué sucede? —pregunté. Hasta unos segundos después no me contestó.

—¿No ha oído nada? —preguntó al fin. Sacudí la cabeza y Eliot se encogió de hombros—. Habrá sido el viento —dijo sonriendo débilmente—. O tal vez los latidos de mi corazón.

Me disponía a subir otro peldaño en dirección al trono vacío cuando, súbitamente, Eliot me dejó paralizado.

—Escuche —dijo—. ¿Lo oye ahora?

—Escuché y esta vez me pareció, en efecto, oír un débil ruido lejano. Parecían tambores, pero no los tambores que se oyen en Occidente, sino las tablas indias, con su característico ritmo hipnótico y repetitivo. Aquel ruido procedía de debajo el trono vacío. Me arrastré hasta él, puse la mano en su brazo y en aquel momento sentí un escalofrío de espanto; el miedo hizo presa en mí hasta tal punto que por poco me tambaleo. Al mirar abajo, advertí que el trono estaba absolutamente empapado de sangre, huesos y tripas, y montones de carne.

—¿Son de macho cabrío? —pregunté mirando a Eliot, que se inclinó y miró algo que parecía un corazón. Mi compañero se quedó petrificado y meneó lentamente la cabeza.

Los redobles de las tablas se oían con más claridad, y cada vez más acelerados. Debajo del trono había un muro casi en ruinas, a punto de derrumbarse; me acerqué a él, me agaché y miré por una grieta. Me quedé helado: estaba contemplando las ruinas de una ciudad extraordinaria, cubierta, al igual que el palacio, de lianas y árboles, aunque, al parecer, estaba habitada por unos seres de aspecto extraño que se movían con torpeza y se apartaban de nosotros con paso vacilante. Se dirigían, más allá de los arcos resquebrajados y los pilares de la ciudad, hacia una asamblea que no estaba al alcance de nuestra vista, porque había un muro que nos impedía verla. A lo lejos vi el destello de unas llamas y me pregunté qué significaría todo aquello, pues recordé que la luz les provocaba horror a los seres afectados por aquella enfermedad. Dominaba la escena un templo colosal; era la torre que había vislumbrado no hacía mucho en la jungla e incluso a cierta distancia pude ver con claridad que el exterior estaba integrado por un sinfín de estatuas, que se veían a contraluz con las estrellas y la base estaba iluminada por la luz naranja de las llamas.

Vi que Eliot estaba averiguando la dirección del viento.

—No hay problema —dijo—, la brisa está a nuestro favor.

—¿Cómo dice, señor? —preguntó el sargento mayor.

—Quiero decir que no podrán olfatearnos —explicó Eliot—. Ya se habrán dado cuenta de que a veces se detienen y olisquean el aire. —Nos miró fijamente a los dos. De su rostro había desaparecido toda contención y en sus ojos ardía el entusiasmo de quien busca la verdad. Se volvió y contempló la inmensa torre—. La persecución ha dado comienzo, amigos míos —anunció—. Debemos seguir, a ver qué encontramos.

Nos arrastramos a gatas quizá un cuarto de milla. De vez en cuando, abajo veíamos figuras que andaban torpemente, pero estábamos bien escondidos y no nos divisaron ni nos olieron. La torre, altísima, era impresionante; empezamos a oír otros instrumentos, además de los tambores: sitars y flautas, cuyos lamentos sonaban como los de los fantasmas de la ciudad en ruinas. Los redobles de los tambores eran cada vez más rápidos y parecía que iban a alcanzar un climax que nosotros no podíamos entrever, pues el muro seguía tapándonos la vista; yo cada vez estaba más impaciente por ver qué había allí abajo. Cuando el ritmo de las tablas se aceleró, avanzamos más de prisa hasta que nos hallamos corriendo en terreno abierto, donde había un número menor de ruinas, lianas y árboles, de modo que casi estábamos totalmente al descubierto, sin ninguna protección. En un momento dado, tuve la impresión de que nos habían visto, pues un grupo de habitantes de las estribaciones, que andaban con paso vacilante igual que el resto, se volvieron y pude distinguir el brillo de sus ojos; su mirada, sin embargo, era inexpresiva y estaba claro que no nos habían reconocido. Esperamos hasta que hubieron avanzado, y nos acercamos gateando al muro, que debió haber sido antaño la muralla que rodeaba la ciudad que ahora estaba en ruinas. Seguía siendo, a pesar del paso del tiempo, una construcción imponente, aunque un poco ruinosa. Trepamos por ella con esfuerzo. Al fin, llegamos a la parte superior, justo en el momento en que el redoble de las tablas se hizo si cabe más violento y el lamento de los sitars parecía elevarse hasta las estrellas. Oímos un fuerte grito de la multitud, que sonó como un grito de alegría y a la vez un sollozo, y a continuación un chirrido. Me arrastré un poco más y puse el ojo en una grieta que había en la muralla.

Me quedé agachado en silencio. Más allá de la muralla, había reunidas más de cien personas; de sus bocas no salía ni un sonido, y estaban completamente inmóviles. Me daban la espalda y miraban lo que parecía un muro de fuego. Las llamas se elevaban intermitentes desde un agujero que había en la piedra; sobre ellos, a bastante altura, había un único puente, estrecho, ricamente ornado y en forma de arco. Del puente se llegaba a un sendero que discurría tortuoso por un risco empinado por donde se accedía al templo. Este, al parecer, estaba construido en la misma roca y se erigía, enorme y amenazador, por encima de nosotros. La profusión de estatuas ahora se veía con más claridad; vi que estaban pintadas de negro y de varios y violentos tonos rojizos. Sin saber por qué, me descorazoné; al fijar los ojos en la cúspide sentí que me fallaban las fuerzas.

Desde las profundidades se elevó una llama particularmente vivida y gracias a su resplandor anaranjado distinguí un objeto horrible. Era una estatua de Kali. Su rostro era hermoso, y por ello mismo resultaba aún más espantoso, pues rezumaba una increíble crueldad y era de una viveza tal que por un momento pensé que la estatua era un ser humano que, además, me estaba mirando fijamente. Advertí que todos los integrantes de la multitud la contemplaban, absortos; yo también la examiné esforzándome por averiguar qué secreto guardaba para cautivar y anonadar a toda aquella muchedumbre. Tenía cuatro brazos; dos de ellos estaban levantados y en las manos vi que tenía unos ganchos; los dos de abajo sostenían cada uno sendos cuencos vacíos. Los pies estaban unidos a una base de metal, unida a su vez a unas ruedas dentadas. Oí otro chirrido; la estatua empezó a moverse y me di cuenta de que la base era una máquina que servía para hacerla girar. La muchedumbre lanzó gemidos; fue un ruido tremendo y perverso, en el que me pareció detectar voracidad y futuros desenfrenos. En aquel momento sentí que Eliot me daba unos golpecitos en la espalda.

—O mucho me equivoco o… —dijo.

—¿Sí?

Hizo un ademán con la mano.

—Aquel es Compton, ¿verdad?

Miré en la dirección que me había indicado. Al principio no entendía de qué me estaba hablando, pues solo vi un grupo de salvajes con los rostros paralizados e inexpresivos, y las ropas raídas y manchadas de sangre. Pero luego sentí que el corazón latía aceleradamente.

—Dios mío —musité. Me quedé mirando fijamente a aquel hombre que había sido mi soldado y que ahora estaba manchado de sangre y tenía la mirada vacía—. Eliot —dije absolutamente aterrado—, ¿no podemos hacer nada por él?

Eliot me miró muy serio con unos ojos penetrantes en los que se traslucía, a su pesar, su profunda desesperación.

—Lo siento, capitán. —Hizo una pausa—. Lo cierto es que de momento no puedo hacer nada. Esta enfermedad, por lo visto, es más devastadora de lo que yo, ni en los peores momentos, imaginé… —Una súbita expresión de severidad ensombreció su rostro—. Debe olvidar a este hombre, capitán; ya no es su soldado. Y no se acerque a él, porque sospecho que una mordedura o incluso un simple arañazo serían fatales.

Volví a echarle una ojeada a Compton. Lo que acababa de decir Eliot era totalmente cierto: no guardaba ningún parecido con un ser humano, ninguno; era como si estuviera muerto. Y entonces, en cuanto me hube dicho esto, observé que empezaba a cambiar, y no para mejor. La cara se le retorció, los dientes le rechinaban y su expresión fue transformándose hasta convertirse en la de un salvaje imbécil. Empezó a gemir, al igual que todos los demás, y me pregunté qué significaba aquello y qué presagiaba. La música alcanzó un tono frenético, y la multitud parecía excitada y enfervorizada. De pronto, elevándose por encima del estrépito general, se oyó un grito horripilante; espero no volver a oír nunca nada igual en la vida, porque se me metió en la sangre y me heló por dentro. La multitud guardó silencio, pero vi que en sus ojos ardía una indescriptible voracidad. Volvió a oírse otro grito, que rasgó la noche; esta vez procedía de algún lugar más cercano a nosotros. Lentamente, la muchedumbre empezó a dispersarse. El ritmo de las tablas se aceleró cada vez más.

De la oscuridad surgió una procesión de unos pobres desgraciados atados unos a otros con cadenas alrededor del cuello y con cuerdas. Al frente había dos hombres que llevaban uniformes rusos; tenían el rostro inexpresivo, como el de Compton, y en el vientre de uno de ellos vi heridas de bala. Lo reconocí en seguida: era el soldado que habíamos abatido en el paso de Kalibari y al que dimos por muerto. Y, sin embargo, ahí estaba, al frente de una cadena de presidiarios, que debieron de ser en el pasado sus camaradas, pues uno de los prisioneros lanzaba gritos en ruso; le estaba chillando a sus guardias y comprendí que los gritos que habíamos oído antes los había proferido él. Ahora, su desesperación parecía, si cabe, más honda. Me pregunté qué podía inspirar aquel indecible horror. El guardia lo abofeteó; el desgraciado sollozó y calló. Un silencio total envolvió aquella terrible escena. La procesión se detuvo cerca de la estatua de Kali. Escudriñé a los prisioneros puestos en fila. Había más rusos, y otros hombres y mujeres, e incluso una criatura de siete u ocho años, que procedían de las colinas que hay al pie de las montañas.

—Señor —musitó el sargento mayor—. ¡La retaguardia!

Miré y lancé una maldición para mis adentros, pues distinguí a los soldados a los que había confiado la vigilancia del paso de Kalibari. Estaban atados por el cuello, como si fueran reses. Uno de ellos le lanzó una mirada a Compton, pero no dio a entender que lo hubiera reconocido. No había más que degeneración y perversa voracidad en sus ojos.

De pronto oí que una voz de mujer me susurraba algo dentro de mí. Fue extrañísimo. Estoy ahora medio tentado de pensar que fueron todo imaginaciones mías, pero Eliot y Cuff también comentaron más tarde haber oído la misma voz cantarina y melodiosa. ¿Qué era? ¿Cómo es que los tres experimentamos exactamente lo mismo? Yo no desfallezco fácilmente, pero un veterano de las guerras de la India, si es honrado, reconocerá haber experimentado por lo menos en un par de ocasiones cosas que ni él mismo es capaz de comprender, y creo que haber oído aquella voz es una de esas cosas. Me gusta creer que soy un tipo sensato; y confío en que el lector no me tachará de charlatán o de chiflado. Sin embargo —¡espantosa palabra!— creo que lo que oímos fue la voz de alguien que nos adivinaba el pensamiento, alguien de una habilidad y un poder extremos. Su canto sonaba de un modo tan fascinante y dulce que tengo que decir que nunca había oído nada parecido; de hecho, me dejó petrificado donde estaba, cual árbol enraizado en la tierra. Recuerdo que pensé vagamente que debíamos largarnos lo antes posible, pues tenía la inquietante sensación de que la voz nos había descubierto y temía que hubieran dado con nuestro escondite. Eliot, según me contó más tarde, tuvo exactamente la misma sensación. Pero ni Eliot, ni Cuff, ni yo fuimos capaces de movernos.

Cerré los ojos; un rostro femenino llenaba mis pensamientos. Era una mujer de hermosos ojos oscuros que llevaba una gargantilla de lágrimas de finísimo oro. Era la mujer que había sido nuestra prisionera y que había escapado; y, sin embargo, también era, extrañamente, la diosa cuya estatua habíamos visto. No me preguntéis cómo lo sé; simplemente lo intuí, y muy pronto hicieron presa en mí unos espeluznantes ardores de una lujuria animal, que yo pugnaba por desterrar de mi interior, donde crecían con fuerza, mientras aquella mujer diabólica cantaba. Ahora me doy cuenta de que había estado escuchando su voz, y no me sorprende, pues entonaba palabras que, al igual que su rostro, eran de una dulzura y de una fascinación sin par. Súbitamente, reconocí una palabra que cantó entremezclada con las otras: «Kali». Su canto cada vez se elevaba más, y con él los sitars y el redoble de los tambores. Me dolían los tímpanos, y tenía la sensación de que iban a estallarme. Un último sonido resonó sin cesar en mi interior, y sentí que un temblor de terror y de placer recorría mis venas. «¡Kali!». La música alcanzó su punto culminante cuando cantó la última sílaba, y luego decayó. Siguió un silencio. Me presioné los oídos y abrí los ojos.

Habían desatado al prisionero ruso, a quien arrastraron hacia la estatua de Kali, donde lo levantaron hasta la altura de la cabeza de la diosa como si fuera una ofrenda. Entretanto, uno de los guardias bajó los brazos superiores de la estatua, que, como descubrí, no estaban fijos, sino que podían moverse de arriba abajo con una manivela. Vi que el guardia bruñía el gancho reluciente de acero… y súbitamente comprendí lo que ocurría, de pronto entendí la repulsiva magnitud de todo aquello.

Quería irme de allí mas no podía; era como si la voz siguiera inyectándome el dulce veneno de su canto en mi interior. Así que permanecí donde estaba; me quedé petrificado y observé. Ataron con fuerza las manos del prisionero ruso y colocaron las muñecas en la punta del gancho. El guardia las presionó con fuerza, y el prisionero ruso lanzó un grito de dolor cuando este le levantó las muñecas por la curva del gancho, engrasando el metal con la sangre del pobre desgraciado. Lo dejaron allí, sollozando y gimoteando, mientras los guardias llevaban a un segundo prisionero, una niña indígena. Repitieron con ella todos aquellos horripilantes movimientos; después, los guardias hicieron levantar los brazos de la diosa y los cuerpos de las víctimas se quedaron colgando como reses muertas. La pobre chiquilla gemía e intentaba moverse, pero el dolor que le causaba el acero en las muñecas era demasiado grande y al fin se abandonó al sufrimiento y se quedó quieta. Detrás, las llamas naranjas se retorcían y se elevaban hacia el cielo nocturno, pero ella, el prisionero ruso y la estatua estaban inmóviles; eran una silueta oscura de horror sin igual[6].

Entonces, oí que la máquina empezaba a rechinar y chirriar. La diosa giró y el prisionero ruso y la chiquilla indígena se retorcían y gritaban, pues las sacudidas del gancho al que tenían atadas las muñecas debían de ser insoportables. La estatua tembló y se paró; de la multitud se elevó un débil quejido de decepción. Al agarrar con fuerza mi arma se me quedaron los nudillos blancos. ¡Cuánto ansié en aquel momento tener un revólver potente o una ametralladora! Impotente, tuve que limitarme a quedarme quieto y mirar. Advertí que el sitar empezaba a desgranar de nuevo monótonos sonidos; las notas impregnaban el aire, pesadas como el pánico. De repente, la estatua dio una sacudida y al sitar se unieron los tambores; la diosa giraba y giraba y el ritmo de las tablas se aceleró más y más. Las víctimas, colgadas de los ganchos, daban vueltas sin control; era terrible oír sus gritos, mientras la estatua giraba cada vez más rápido levantándolas en el aire como si se tratase de una espeluznante atracción de feria. La muchedumbre se movía; todos se daban empujones para acercarse a la estatua. De pronto, advertí el destello de una espada en la mano de alguien, que la blandió violentamente. Chorros de sangre en forma de arco estallaron por el aire. Cuando cayeron, los monstruos —ya no podía seguir considerando humanos a aquellos seres— levantaron la cabeza para recibir en ella salpicaduras de sangre. La estatua seguía girando y girando y las desdichadas víctimas, dando vueltas y lanzando gritos. Refulgió otra espada, y después otra más, hasta que pronto fueron cayendo como chispas de fuego, teñidas de rojo por las llamas y por la sangre.

—Tenemos que irnos —dije intentando ponerme en pie—. Tenemos que irnos de aquí.

Pero seguíamos sin poder movernos; estábamos como atrapados por alguna fuerza infernal, contemplando cómo despedazaban los cuerpos, viendo a Compton, nuestro propio soldado —¡un soldado británico!— lavándose la cara con sangre inocente. Al menos ahora podíamos estar seguros de que las víctimas estaban muertas, pues sus cuerpos empezaban a desintegrarse. Del vientre del prisionero ruso sacaron una porción de tripas que arrojaron a la multitud, mientras que parte de ellas se quedó retenida en los cuencos que sostenía la estatua. Al cabo de un rato, las revoluciones de la máquina empezaron a disminuir; al fin chirrió, dio una sacudida y se paró. De ambos ganchos colgaba ahora solo un revoltijo de entrañas que chorreaban sangre. Era imposible reconocer en aquello un ser humano. Desengancharon aquellos restos y los arrojaron a la hoguera. Sin embargo, quitaron los recipientes que estaban colocados en los brazos inferiores de la diosa con el mayor respeto y volcaron su contenido en un cuenco dorado gigante. Pusieron unos recipientes nuevos y limpiaron la estatua. Entretanto, habían escogido dos víctimas más de entre los prisioneros, que arrastraron hacia la estatua con las muñecas atadas.

—No —dije para mis adentros—, no.

Pero era verdad y aquellas víctimas que iban a atar a los ganchos expectantes de la estatua eran mis propios soldados.

Oí unos pasos a mis espaldas; me volví y miré a mí alrededor: a los pies de la muralla había uno de aquellos seres de aspecto extraño. No nos había visto, pero parece que sabía que estábamos escondidos allí, pues olisqueaba el aire como si esperara rastrearnos. Recordé que había sentido que la mujer que adivinaba el pensamiento nos había encontrado en nuestro escondrijo y no me cupo la menor duda —llamadlo, si queréis, absurda superstición— de que habían notado nuestra presencia desde muy lejos. Me pegué a la muralla, y con un ademán les indiqué a mis compañeros que hicieran lo mismo. Permanecimos allí petrificados hasta que aquel ser de aspecto inhumano se alejó arrastrando los pies. En aquel momento oí un grito… y luego otro. Sin querer, miré a mí alrededor. Debí sofocar un chillido de espanto, porque la estatua había empezado a girar despacio, chirriante, y eran mis propios hombres quienes estaban colgados de aquellos ganchos infernales. Volví a quedarme inmóvil, pero ya era demasiado tarde: aquel ser de aspecto extraño me había visto. Y esta vez no iba solo, lo seguían varios de aquellos seres. Yo pensé, lo confieso, que teníamos los minutos contados. Descargué mi revólver, y mis compañeros, los suyos, pero aquellas bestias seguían acercándose a nosotros, arrastrando los pies. Dejé a uno de ellos fuera de combate de un puñetazo y le di a otro en la barbilla, pero justo en aquel momento oí unos gritos terribles a mis espaldas y me volví; de mis soldados solo quedaba un amasijo de sangre y entrañas: los habían despedazado. Entonces sentí que me asestaban un golpe en la parte posterior de la cabeza; recuerdo que pensé que también había llegado mi hora. Luego me tambaleé y caí. Un tipo de aspecto horripilante fijó sus ojos en mí; desprendía un olor nauseabundo y abominable que me recordó algo. Su imagen fue haciéndose borrosa. Pronuncié para mis adentros el nombre de mi querida esposa; después perdí el conocimiento y me engulló la nada.

Carta del profesor Huree Jyoti Navalkar al coronel Arthur Paxton.

9 de junio de 1887

Coronel:

Debe seguir avanzando lo más rápido posible. Es imperioso, repito: imperioso, que ataque con fuego. Los habitantes de la región son víctimas de una terrible enfermedad: la luz les aterroriza. Por lo tanto, cuando llegue, debe incendiar la ciudad. Créame, le juro que no hay otro medio de combatirlos.

Yo me avanzaré. Moorfield y sus hombres, me temo, se hallan en peligro mortal. Puede que ya sea demasiado tarde para salvarlos.

Si ellos, o yo mismo, o quien sea nos acercamos a usted y no damos muestras de reconocerlo, mátenos, dispárenos una bala en el corazón. No se nos acerque. Una sola mordedura es suficiente para transmitir la enfermedad y no existe ninguna curación. Dígaselo a sus hombres.

Venga volando, coronel, por lo que más quiera.

S. S.