Carta de la señorita Lucy Ruthven[9] a sir George Mowberley

12, Myddleton Street, Clerkenwell, Londres

12 de abril de 1888

Querido George:

Sí, soy yo, Lucy, tu pupila más sumisa, y no, no estoy muerta, ni vivo una vida disoluta, ni estoy completamente arruinada, como tu querida esposa me profetizó, sino que estoy bien y soy feliz. Díselo a Rosamund. Estoy segura de que le encantará saberlo.

¡Todos sabemos el cariño que siempre me ha profesado tu mujer!

Espero que tú, al menos, querido George, no me odies. Es muy cierto que hace varios meses me fui de vuestra casa; y que mi comportamiento no ha sido precisamente el de una pupila digna de alabanza. Pero ahora intento enmendarme, aun al precio de parecer ridícula. Lo que voy a decirte te parecerá muy extraño, sobre todo porque, como sabes muy bien, no soy de las que suelen vivir abrumadas por miedos supersticiosos. ¿Te reirás entonces de mí, George, si te digo que anoche tuve un sueño terrible, tan espantoso, en efecto, que no puedo desterrarlo de mi mente? ¿Comprenderás cuan grande debe ser el cariño que te tengo si te cuento todo esto, arriesgándome a que te burles de mí sin piedad?

A ti no hay que recordarte que hoy hace exactamente un año que hallaron el cadáver del pobre Arthur flotando en el Támesis. George, anoche lo vi todo en un sueño horriblemente real.

El cuerpo sin vida se desplazaba en la superficie del río entre la inmundicia. Yo lo miraba y advertía cuan pálido y exangüe estaba el rostro que tanto había amado yo. Estábamos todos allí, su familia y sus amigos, a orillas del Támesis. Íbamos vestidos de luto y detrás de nosotros había un féretro en un coche de pompas fúnebres. Uno de los empleados de la funeraria sostenía en las manos un palo largo en cuyo extremo se veía un gancho. Habían arrastrado el cuerpo de Arthur por el fango y lo habían subido, desnudo, al coche fúnebre. Estábamos todos con la vista clavada en el rostro de Arthur. De pronto, sacudían las riendas del coche, que se deslizó por una oscura callejuela. Yo no podía mirar el carruaje ni a los empleados de la funeraria. Sin saber cómo, me habían inundado de temor, como si la negrura por la cual pasaban fuera la de la muerte, y como si ellos y el carruaje fueran sus emisarios. Todos nosotros, en nuestros trajes de luto, permanecíamos quietos; el carruaje fue alejándose con estruendo hasta que el repiqueteo de las herraduras de los caballos fue apagándose hasta desvanecerse.

Yo seguía contemplando el carruaje cuando de pronto os veía a ti y a Rosamund, cogidos del brazo, andando detrás de él… Rosamund estaba muy hermosa, todavía más hermosa de lo que ella es, y, sin embargo, tenía el rostro, enmarcado por su pelo negro, muy pálido, como el de un muerto. Estaba tan pálido, en efecto, como el rostro de Arthur. A ti, George, no te veía el semblante; caminabas de espaldas a mí; pero yo tenía la certeza, al ver cómo os alejabais, de que os acechaba un peligro mortal. Pugnaba por preveniros, mas de mi boca no salía ni una palabra; y vosotros seguíais andando. Al fin tú y Rosamund desaparecíais en la oscuridad, y pronto dejó de oírse el rumor del coche de caballos. Y entonces me ponía a gritar y, al gritar, me desperté. No obstante, seguía petrificada por el horror. Y sigo estándolo ahora.

No puedo desterrar de mi mente el temor de que este sueño es una premonición: tú y Rosamund os estáis encaminando, sin saberlo, hacia un peligro mortal. Me dirás que la agitación que me perturba tiene una explicación bien simple: el aniversario de la muerte de Arthur. No digo que no, pero aun así, querido George, no olvides que el asesinato de mi hermano sigue siendo, todavía hoy, un enigma irresuelto y que mis temores no están del todo injustificados. Te ruego, pues, que vayas con mucho cuidado; si no quieres hacerlo por ti, hazlo al menos por Rosamund. Yo no la quiero, pero haría cualquier cosa para que no acabara como mi pobre hermano. Es un fin que no le deseo a nadie.

Ardo en deseos de verte, pero de momento me es imposible. Dentro de dos días empieza la nueva temporada del Lyceum y ¡actúo el día del estreno! Como suele decirnos el director del teatro, el señor Stoker[10], todavía queda mucho que hacer. Pero más adelante, George, me gustaría verte, si puedo, y reparar todos los agravios. Me parece que hace ya demasiado tiempo que no tenemos contacto. Yo estaba disgustada con tu esposa, no contigo.

Me gustaría que vinieras al Lyceum, si puedes, el día del estreno. Pero, aunque no puedas acudir, mi querido tutor, sepas que tu pupila —¡tu pupila tal vez exageradamente supersticiosa!— te profesará siempre un gran cariño,

LUCY