Capítulo 12
—Debería matarte yo misma.
No era el tipo de frases que iban circulando por ahí, especialmente entre los amigos. En particular, entre amigos que intentan resolver un asesinato, pero Tricia no quería decirlo; estaba furiosa. También estaba asustada, cansada y hecha polvo, pero en ese momento se estaba concentrando en estar furiosa. Yo me concentraba en asegurarme de que la discusión no se convirtiera en un espectáculo de cabaret para mis compañeros del Zeitgeist.
Desde que trabajo en casa, no tengo una oficina en la revista. Tengo una mesa fuera, en la zona de descanso, la gran y amplia zona central de nuestra oficina en la Avenida Lexington, que está ocupada por asistentes y principiantes de la plantilla. Mientras los jefes se sientan en sus oficinas y la observan a través de las centelleantes ventanas, nosotros nos sentamos en una fila tras otra en mesas de producción masiva y observamos las cajas a través de las estrechas puertas. Es así como se expresa el sistema de castas en los negocios estadounidenses.
En realidad, no me importaba estar en la sala de filas de mesas, que nos da mejor acceso a las máquinas expendedoras y al cotilleo, pero siempre me encuentro las cosas de la gente en mis cajones o sobre la mesa.
De todos modos, entiendo la atracción que causa un espacio disponible en un entorno repleto de cosas, institucional, y procuro no quejarme. A menos que el personal huela mal, sea obsceno o hasta repugnante. Entonces pediría el traslado. Por otra parte, si es comestible, especialmente cuando es chocolate, es juego justo.
Cassady había insistido en acompañarme al trabajo, un gesto noble que apreciaba un poco menos por el hecho de que había quedado dos pisos más abajo. Me dejó en mi mesa como las madres dejan a sus hijos en la guardería, aunque protesté porque Verónica no iba a intentar sacarme de la vasta y densamente poblada sala donde trabajaba. Algo escéptica, todo lo que hizo fue tirarme a la silla antes de prometerme que me llamaría dentro de unas horas para hablar de la «ubicación segura» para almorzar, y después marcharse con las ansias de ir a la misión que todavía radiaba.
Poco después, Tricia estaba plantada frente a mí, pálida y frágil... y furiosa. Apagué el móvil para así no tener que pensar más en la posibilidad de que me llamaran otra vez amenazándome. No se me había ocurrido, cuando Kyle había desconectado el contestador sin miramientos, que algún amigo podía llamarme y no dar ni con el contestador ni con el móvil durante toda la mañana y, pensando en lo peor, en lo que había hecho Tricia.
Después, como soy tan buena en eso, empeoré aún más las cosas.
—No creí que fueras a preocuparte porque no sabes lo de la amenaza de muerte.
—¿Amenaza de muerte? —La voz de Tricia hizo eco con tal volumen y pasión que los compañeros se levantaron y se giraron todos a la vez, como macacos que captan el aroma del depredador cuando los vientos de la sabana cambian.
Me reí de manera tan convincente como fue posible, aunque la exclamación de Tricia fue el remate de una broma divertidísima.
—Todavía no lo había oído —dije en un tono un poquito elevado, y balanceé una mano de manera desdeñosa mientras tiré de Tricia para que se sentara en una silla a mi lado.
Cuando estuvimos sentadas rodilla con rodilla, me aguanté la sonrisa y conseguí parar de reírme. Tricia se puso rígida.
—Crees que es alguien de aquí.
Incliné la cabeza con inseguridad.
—No, pero no hay nadie aquí que sepa algo, así que más vale que la cosa continúe igual.
—Pues de ser así es mejor que te levantes y vengas conmigo, porque tenemos algo de qué hablar. —Tricia se volvió a levantar con una sonrisa perfecta y educada para exhibirse ante todo aquel que todavía se asomara para ver qué estaba sucediendo.
—Déjame mirar una cosa muy rápidamente y luego nos vamos —dije, señalando en dirección a la oficina de mi editor.
—No te dejes absorber por uno de esos debates entre corazones solitarios. Esto es más importante.
—Y este es mi trabajo.
Tricia se inclinó y casi tocó con sus labios mi oreja.
—¿Estás sufriendo amenazas de muerte porque recomendaste honestidad y buena comunicación en una relación?
—No, no lo creo.
—Pues entonces esto es más importante.
—Te has ganado un punto.
Me apresuré, pasé tres hileras de compañeros que se esforzaban en aparentar estar absortos en su trabajo y me presenté ante la mesa de Genevieve Halbert, el guardián de la fiera. Entiéndase de la siguiente forma: vamos de la asistente personal a la editora. Genevieve es una joven mujer prodigiosamente alegre que, o se toma algún tipo de medicamento fuerte por la mañana o es que está conectada a algo como nunca antes he visto en mi vida. Es la típica chica rubia y guapa de la hermandad de la universidad, y deja que se le desabrochen los botones del escote. Siempre va vestida de Ann Taylor y Talbots, pero es dentuda, tiene una sonrisa implacable y emite una voz inquietante, irritante y monosilábica.
Me aseguré de que hablaba lo bastante alto para complacer a las personas que estuvieran escuchando la conversación.
—Buenos días, Gen. ¿Está dentro?
—Sí.
Genevieve levantó las manos del teclado y las puso sobre la mesa para mostrarme que tenía toda su atención.
—¿Podría verla?
—No.
Genevieve señaló con el dedo, con las uñas pintadas a la francesa, la luz del teléfono para indicar que Eileen estaba hablando con alguien. Perfecto.
—Bien, dile que he estado en la oficina pero que he tenido que salir para llevar a cabo mi investigación.
—De acuerdo.
Una vez ya había cumplido con mi obligación, me desplacé de nuevo hasta la mesa.
—¿Una investigación? —susurró Tricia cuando volví—. ¿Va a comprártela? —Asentí porque este no era el momento de entrar en detalles.
Tricia y yo cogimos los bolsos y nos dirigimos hacia el ascensor.
Un poco más tarde:
—Molly Forrester, ¿qué te traes entre manos?
La voz sonó a través de la sala de descanso, pero esta vez los macacos se hundieron. Reconocieron el grito de la depredadora; sabían que debían alejarse de su camino.
Eileen se abalanzó a zancadas hacia mí con un fajo de papeles arrugados en la mano. Por «abalanzarse» me refiero al ímpetu y fuerza de sus pasos más que al tamaño, puesto que Eileen era una mujer pequeñita cuyas zancadas eran aproximadamente iguales a las mías. Pensé por un momento dejarla atrás en el camino, pero entonces decidí que si afrontaba ahora la música podría conseguir que luego no sonara todavía peor.
Revisé rápidamente el último conjunto de cartas para tratar de entender qué había hecho explotar a Eileen. ¿La carta de la mujer que le había regalado a su novio un trío por su cumpleaños y que ahora no sabía cómo iba a superarlo para Navidad? ¿O aquella que quería montarle una fiesta a su mejor amiga en homenaje a su divorcio y se preguntaba si unos strippers serían inapropiados?
Eileen llevaba puesto un vestido de color verde lima en forma de «abrazo» de Lilly Pulitzer de raso de algodón con tiras y puntos. Sus zapatos de piel patentados de Kate Spade de color rosa, a tono, tenían casi nueve centímetros de tacón. Al pararse frente a mí, frunciendo el ceño con las manos en las caderas, me recordó a un ranúnculo, la chica verde de las Supernenas, la llamada Cactus.
—Buenos días. —No me corrigió, así que seguí avanzando—. Estoy convencida de que tienes que hacerme algún comentario sobre mi columna, pero tengo que salir, ¿te importaría que habláramos cuando vuelva? Gracias.
—Te dije que lo primero que quería era un avance actualizado de tu artículo —gruñó, golpeándose el puntiagudo flequillo con el fajo de papeles.
—Fui a verte, pero estabas hablando por teléfono —le expliqué, percatándome, atemorizada, hacia dónde estaba yendo esta conversación y preguntándome cómo iba a apañármelas para evitar tenerla frente a Tricia—. En realidad es por esto por lo que tengo que salir. Déjame llevar a cabo una rápida investigación y te informo cuando vuelva.
Eileen cambió la dirección del ceño fruncido; ahora apuntaba a Tricia.
—¿Esto se llama investigar? —preguntó, a pesar de que Tricia era como una pila de libros.
—No tardaré mucho —dije sin alterarme, y sentí alivio al acercarme al ascensor.
Tricia, cuya correcta educación nunca falla y cuyos reflejos son más astutos que los míos, tendió la mano para saludarla antes de que la pudiera detener.
—Tricia Vincent. Tú debes ser Eileen.
Eileen le dio un somero apretón de mano a Tricia.
—Entonces es una investigación. ¿Cómo está tu hermano?
La expresión de Tricia no cambió ni un ápice, pero sus ojos se deslizaron la suficiente distancia como para lanzarme una mirada de furia, y luego se deslizó de nuevo hasta Eileen.
—Tan bien como es de esperar.
—Quizá debas escribir tu artículo desde el punto de vista de Tricia, Molly —sugirió Eileen—. Es una perspectiva insólita. Valoramos tu colaboración —dijo en un arrullo a Tricia, que estaba pellizcándose las cutículas con un fervor que nunca había visto antes.
—Gracias, Eileen —dije con un tono algo cantarín que venía a significar «vete».
Eileen sabía exactamente lo que intentaba hacer y se puso deliberadamente firme.
—¿Qué hay de malo en tu columna?
—Nada. ¿Por qué?
—¿Por qué crees que iba a criticar algo de tu columna? ¿Por qué?
—Escribo una columna, estabas buscándome y sonabas un poco alterada; he trazado una conclusión lógica.
—Espero que investigues el asesinato mejor de lo que has hecho esta deducción. —Contenta ahora que había sido cruel, Eileen se fue.
Me quedé quieta por un instante, transmitiendo puro odio hacía su espalda que se marchaba, y esperando a que el pelo le ardiera en llamas. No tuve tanta suerte. Cuando me giré hacia Tricia, mi propio pelo parecía estar en peligro.
—Y estás sufriendo amenazas de muerte. Imagínate eso —dijo Tricia entre dientes—. Debería matarte yo misma.
La principal diferencia entre amigos y amantes es la facilidad con la que te pueden herir. Esperas que un amante te haga daño, al menos durante los seis primeros meses, por lo que permaneces vigilante. Pero no esperas que un amigo te de una patada en el estómago, así que no solo no estás preparada, sino que duele todavía más.
La ira de Tricia me dejó atónita y en busca de la respiración, y con la mente despejada. Me sentí acorralada y peleando por una posición defensiva. Lo que quería hacer era gritar: «¡Todo esto fue idea tuya!».
Aun así, todo lo que hice fue inclinarme y mantener la voz baja para que Tricia siguiera mi ejemplo.
—Todavía no he acordado escribir el artículo.
—Parece que tu editora no lo sabe. ¿Por qué no puedes decírselo?
—Porque si piensa que estoy escribiendo el artículo, dará un paso hacia atrás.
—Bien por ti.
Tricia se amarró al puñado de lazos de plata de Ferragamo como si de una tabla se tratara, e iba a entregármela para mi patada de karate. O quizá como una tabla con la que iba a azotarme.
—He venido para hablar contigo sobre lo que pasó anoche, pero puesto que no quiero que acabe aquí o en cualquier otra revista, mejor me voy. —Me empujó al pasar por mí lado.
—Quiero que hablemos sobre esto.
—Yo no.
Tricia se dirigió hacia el ascensor y la seguí con la cabeza en el ángulo correcto para no tener que cruzar la mirada con nadie más en la sala de descanso, pero no tan baja que pareciera que había sido castigada. Aunque lo había sido.
Me encontré con Tricia en el ascensor.
—Solo estoy utilizando su deseo de tener un artículo para cubrir mi propia investigación.
Los ojos de Tricia se deslizaron hacia mí otra vez, y esta vez vi que se le derramaban las lágrimas.
—¿A quién más estás utilizando?
Esto era otra patada, pero esta me parecía diferente. Estaba preparada para recibirla. Y en lugar de ser un dolor impredecible, me enfadó. Quería devolver la patada.
—Me pediste que ayudara. Todo lo que he hecho ha sido para ayudaros a David y a ti.
—¿Y qué pasa con el artículo?
—¿Qué pasa con qué?
—¿Que qué pasa con la privacidad de mi familia?
—Si arrestan a tu hermano, ¿qué tipo de privacidad vas a tener entonces? Estoy intentando evitar que eso pase.
—Y si así recibes algún otro incentivo en tu carrera profesional, todavía mejor.
—Tricia, ¡para!
Las puertas del ascensor se abrieron y Tricia salió sin mirarme.
—Bien. Ya estoy. ¿Qué pasa contigo?
Las puertas se cerraron antes de que pudiera gritar o dar una patada o hacer cualquiera de esas muchas cosas tan maduras que estaba teniendo en consideración. Proseguí con otras opciones. Pensé en volver a mi mesa. Pensé en volver a mi piso. Pensé en volver a la escuela y especializarme en algo sencillo, como mecánica cuántica.
Estaba tomándome muy en serio lo de reconsiderar ese encuentro. Tricia estaba destrozada, eso estaba claro, y recordé que estaba arremetiendo contra mí porque sabía que podía hacerlo, porque estaba allí, porque la perdonaría, porque creía que lo merecía. Fue esa última razón la que me daba rabia.
Me había involucrado en este caso a petición de Tricia, no había pensado en escribir un artículo hasta que Eileen lo propuso, y aun en ese momento, tuve mis dudas, pero ahora no podía parar. Alguien amenazaba con matarme, así que debía hacer lo correcto. Y, ya escribiera o no el artículo, necesitaba resolver este asesinato para poder descubrir quién quería matarme a continuación.
Salí a la acera de memoria y le hice señas a un taxi. No tenía ni idea de cómo había ido con su familia la noche anterior; estaba tan ensimismada en hacer lo correcto y en las amenazas que no pensaba en lo que le podía estar afectando el hecho de que yo no le preguntara. Con razón estaba enfadada.
Y no me extraña que sonara mi móvil mientras entraba en el taxi.
—Voy a llegar ahí de un salto porque has salido de la oficina sola y persiguiendo a Tricia —dijo Cassady con una claridad gélida.
—¿Está bien?
—En dos palabras, en absoluto.
—Todavía tengo que hacerlo —respondí—. Si la florista puede confirmarnos que Verónica amenazó a Lisbet antes del fin de semana, eso conduciría el caso con creces en contra de ella. Sé que Tricia piensa que la estoy traicionando, pero lo que quiero hacer es ayudar a David.
—Ignoremos ahora el hecho de que tienes parte de razón —advirtió Cassady levemente—. Todavía estás merodeando por la ciudad sin protección. Kyle me va a cortar el cuello si te pasa algo.
—Voy a ser el alma de la discreción. Te lo juro.
—¿Quieres que nos encontremos en la floristería?
—No, si voy sola voy a ser menos memorable. Nunca nadie olvida haber hablado contigo.
—Ni se te ocurra distraerme con halagos. Es un gesto tan de chicos...
—Te llamaré en cuanto acabe. A ver si consigues que Tricia venga a verte.
—Ya está de camino.
—Me gusta cómo piensas.
—Y después de la floristería, ¿le entregarás todo a Kyle y ya habrás acabado con todo este asunto?
—¿Es eso lo que crees que debería hacer?
—Ajá. ¿Te gusta?
—Mira, que ya he llegado. Te llamo más tarde. —Cerré mi móvil con un clic.
El taxista, un señor alto, etíope, con grandes arrugas alrededor de la boca que enfatizaban la largura de la cara, me pilló mirando por el espejo retrovisor.
—Todavía no hemos llegado —dijo con una educación dubitativa.
—Lo sé, pero es que ya había acabado de hablar.
Frunció el ceño y las arrugas se estiraron drásticamente.
—No mientas a los amigos. Siempre terminan por descubrirlo.
Empecé a enfadarme con su dictamen, antes de darme cuenta de que solo puedes enfadarte tanto cuando te dicen la verdad. Y si estaba en el bando de la verdad, alterando a todas las personas que estaban a mi alrededor en su búsqueda, entonces se suponía que debía decirla.
A menos que la encontráramos por el camino. Y es por esta razón por la que me mordí el labio lo bastante fuerte como para hacer que mis ojos se abrieran antes de decirle a la florista:
—Trabajaba para Lisbet McCandless, la actriz.
La floristería era una profusión de plantas y flores profunda y estrecha. Caminar entre esta vegetación era como introducirte en El jardín secreto, con Harry Connick júnior, con un radiocasete esperando a los pájaros. La florista era una cigüeña entre los juncos, una mujer alta con unos hombros impresionantemente afilados y unas rodillas que Caitlin habría prohibido en la faz de la tierra. La tarjeta que llevaba decía DOROTHY. Llevaba un vestido de tirantes ancho, con un estampado surgido tras hacerle nudos a la tela y después teñirla, y que habría comprado en la parte trasera de una furgoneta Volkswagen, en un concierto. También llevaba unas sandalias de cáñamo en los huesudos pies. La progresión desde Jerry García hasta Harry Connick me había dejado intrigada, pero tenía que adentrarme en la cuestión.
—Entonces estás sin trabajo, me imagino —replicó.
Apenas sin alimentar, la madre Tierra respondió lo que había estado pidiendo.
—No estoy buscando a nadie.
—No estoy aquí por eso —dije, y me separé de los hombros que se acercaban hacia mí como cuchillas, para alcanzar unas ramitas de eucalipto de la nevera—. Estoy poniendo en orden sus cosas, realmente lo hago por sus padres, y tengo una pregunta.
—¿Una pregunta para mí? —Estiró el largo y fino cuello en mi dirección y enfatizó su parecido con la cigüeña.
Tendí la mano con la tarjeta que estaba dentro del sobre.
—¿Esto es de aquí, verdad?
Dorothy arrebató el sobre y lo inspeccionó con miopía.
—Sí, es uno de los míos —señaló la fecha en la esquina—. Lo entregamos el jueves.
—¿Sabe quién le enviaba flores?
Torció la vista y me miró de modo sospechoso.
—¿Por qué?
—La familia de Lisbet insiste mucho en los buenos modales —improvisé tratando que las palabras no me asfixiaran—. Lisbet siempre escribía postales de agradecimiento a todo aquel que le enviaba flores. Su madre me ha pedido que remita postales a quienes todavía no les había enviado ninguna, ¿sabe? Bueno, la cuestión es que esta nota fue pegada en su caja de papeles, pero no encaja con ninguna de la lista de postales que ella ha escrito. Y no está firmada, así que no sé a quién escribirle la postal. —Lancé una triste mirada para sellar el asunto.
Hubo un momento tenso mientras Dorothy sopesaba mi historia. Y cuando creí que la encontraba carente de sentido, el gesto de su estrecha cara mostró cierta desesperación.
—Esto es muy bonito. ¿Quién tiene hoy en día esa clase?
—Ella era especial —reconocí.
Me volvió a apretar al pasar por mi lado, se resbaló por detrás del mostrador y sacó una carpeta con forma de acordeón. Comprobó de nuevo la fecha del sobre y luego apartó un buen montón de recibos de la carpeta. A medida que los iba pasando, me preguntaba si Verónica habría dejado cualquier otra pista que añadir a su creciente odio por Lisbet.
La cara de Dorothy se animó y sujetó un recibo en alto.
—Ya me acuerdo. Era guapo.
—¿Era un hombre? —No podía ser—. Creía que las flores eran de una mujer.
—¿Por qué? ¿Había algo que le incitara a pensarlo? —preguntó Dorothy, retando sus instintos artísticos.
—No, creí que Lisbet había comentado algo parecido. ¿Le entregaron más flores ese mismo día?
Dorothy repasó el resto de recibos e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No de aquí. Él fue el único que vino. Ahora me acuerdo, porque era extraño que le enviara el ramo cuando la actuación todavía estaba en los ensayos. Normalmente los envían la noche de estreno ¿no?
—Oh, pero él fue el que... —Dorothy colocó los recibos encima del mostrador, cogió otra vez el sobre y sacó la tarjeta. Sonrió y la giró de manera que alcanzaba a leer ABANDONA Y VIVE, como si no lo hubiera hecho antes—. Sí, dijo que estaba esperando a que tomara una decisión y pensó que las flores eran una buena manera de recordárselo.
Intenté permanecer tranquila y agradable mientras que mi teoría se deshacía en pedazos.
—¿Le dijo su nombre?
—No. —Dorothy apretó la tarjeta contra su pecho.
—Fue tan romántico... Comentó que ella sabría quién era, pero no podía permitir que nadie más lo supiera.
Apuesto lo que sea.
—¿Dijo por qué? Quiero decir, no me parece que sea un mensaje particularmente romántico.
—Bah, pero sí que lo es. Mire, estaba saliendo con alguien más y él le pedía que abandonara a la otra persona, pero no quería que se complicaran las cosas si no salía bien.
Me pregunté a qué altura del espectro de «salir bien» situaría que Lisbet resultara asesinada. ¿La había matado porque no había hecho la elección que él quería que hiciera? ¿Finalmente no era Verónica la asesina?
—Pues, no aparecen ni el nombre ni el número.
Dorothy, intrigada, ladeó la cabeza en mi dirección.
—¿No sabe quién puede haber sido?
—No —dije pacientemente—. Por eso he venido a verla.
—Entonces han tenido que ir con mucha cautela con su romance, si trabajaba para ella y no sabía qué estaba sucediendo.
Moví la cabeza lentamente, con la intención de pensar en algún tipo de información que extraer de este encuentro, aparte del gran interrogante que ahora debía colgar del nombre de Verónica en mí lista mental de sospechosos. El problema era que David era el único hombre en la lista. Espera un segundo. ¿Quizá era alguna especie de juego de David?
—Esto es importante. ¿Mencionó la palabra «romance»? —Caí en la cuenta de que su prometido nunca hubiera usado ese término.
A Dorothy le llevó un momento recordarlo mientras frotaba la tarjeta contra su mejilla con cariño.
—De hecho, sí que lo dijo.
Un cubito de hielo resbaló por mi espalda. Así que podía haber sido David.
—Mencionó que le pedía que abandonara un amor para empezar otro nuevo en una vida más completa, que suena mucho más poético. Incluso romántico, ¿no cree?
El cubito de hielo se deshizo.
—Por supuesto.
Por lo tanto era alguien que quería que dejara a David. Verónica quería a David, pero, ¿quién quería a Lisbet?
—¿Me lo puede describir?
Dorothy frunció la nariz con timidez.
—Es alto y atractivo y con el pelo castaño y ondulado; los ojos eran bonitos.
Al menos habíamos pasado a «alto, de pelo castaño y guapo», pero no habíamos llegado demasiado lejos. Esto describía a la mitad de los hombres que habían estado en casa de la tía Cynthia.
—¿Alguna cosa más?
Dorothy pensó un poco más, y luego negó con la cabeza. Le tendí la mano y ella me devolvió la tarjeta a regañadientes.
—Muchas gracias por su ayuda. Estoy convencida de que entiende el hecho de que la familia prefiere que no se vaya hablando de este tipo de cosas. Las circunstancias de la muerte de Lisbet ya son suficientemente trágicas sin que el prometido tenga que tratar de entender una revelación así.
Dorothy miró con cara inocente, ya fuera por la implicación en la creación de un escándalo o por su complicidad en él; no lo veía claro.
—Tranquila, seré como una tumba —me aseguró.
—Gracias —le agradecí de nuevo, e intenté encontrar el espacio necesario para girarme y salir a través de la vegetación hasta la puerta de la entrada.
—Al fin y al cabo, es como dijo él: las palabras solamente causan problemas.
Me quedé paralizada de manera abrupta, pero intenté volverme tranquilamente para no sobresaltar a Dorothy.
—¿Dijo eso?
Dorothy cabeceó.
—Dijo que le gustaban las flores y el cine porque hablaban sin palabras. Cualquier forma de comunicarse que se base en las palabras es inferior.
—¡Sí! —exclamó Dorothy—. ¡Entonces ya sabe quién es!
Y claro que lo sabía.
—Sí, creo que sí.
—¿Lo sabía?
—No. No había sospechado que fuera él hasta este momento.
Dorothy extendió los brazos en toda su envergadura y señaló la tienda con un gesto.
—La gente desvela cosas aquí que nunca desvelaría en ninguna otra parte. Qué pena por él, que la ha perdido antes incluso de tenerla de verdad.
A menos que tuviera la culpa de su pérdida.