Capítulo 2
Tal vez hay algo en el aire, en el agua, algún portal mágico por el que pasas cuando vas por la carretera de la costa; pero los Hamptons son otro mundo. Y es que hay tanta riqueza acumulada en la zona que huele más bien a fortuna recién adquirida que a dinero viejo que se ha ganado trabajando. Es bonito comprometerse, y también poco real. Ni siquiera el terrible y abrumador tráfico al dirigirte hacia allí puede menguar la belleza una vez que llegas. El agua, la enorme extensión verde, las impresionantes casas; todo resulta bastante impresionante.
Tía Chynthia vive en Southampton en lo que Tricia llama una «casa amplia», acorde con la tía Chynthia, una mujer de gran reputación y con propiedades aún más grandes. Aparentemente su mayor talento es organizar sus propios acuerdos de divorcio, de los cuales ya ha realizado cuatro. No sé si apela a lo feliz que los hombres estaban antes de que las cosas cayeran en picado, o a lo feliz que estaban al sobrevivir una vez que las cosas llegaron hasta el punto en que ella, consecuentemente, apareció con prestigio social, amigos, y el cincuenta y cinco por ciento de activos en bienes. Siempre hay que dejar que se lleven más, me imagino.
En ese momento su enorme portafolio incluía unas propiedades muy inteligentes, un espectáculo en Broadway que estaba ganando dinero, a la vez que financiaba a una hijastra, la famosa diseñadora de utensilios para el hogar del momento. Según Tricia, a su tía le falta deplorablemente la humanidad esencial, pero parece que tiene bastante buen ojo para los negocios.
Tricia abrió la puerta de hierro forjado al principio del camino de la entrada que habría cruzado toda la longitud de la parcela en la que yo crecí. Tocó el timbre del interfono y una voz brusca de hombre respondió:
—Se supone que las bailarinas de striptease entran por la puerta de servicio.
—Y las bromas deberían ser graciosas —replicó Tricia.
—Te recomiendo que te retires ahora mismo antes de que tus tropas sean masacradas —continuó otra voz masculina, menos estruendosa, pero profunda y agradable.
—¿Es que no podéis encontrar algo mejor con lo que jugar que el interfono?
—No, hasta que no traigas a Molly y Cassady dentro de casa.
—¿Y quién me lo impide?
—Es el defecto de Richard —le aseguró la primera voz.
—Cualquier cosa es defecto de Richard. Abre la puerta, David.
—¿Me has traído un regalo?
—Te he traído a Molly y a Cassady.
—Excelente. Perfecto.
Hubo un discreto zumbido y la puerta grande se balanceó cerrándose con cierta elegancia mecánica.
—Como es lógico mis hermanos abrieron pronto el bar —suspiró Tricia cuando llegó a casa.
Cassady y yo rehusamos consultar porque estábamos ocupadas mirando la casa boquiabiertas. Era una magnífica mansión georgiana y se asemejaba a un lugar extraído de una miniserie británica, una de esas casas solariegas de piedra gris donde la gente importante se escondía durante la Segunda Guerra Mundial tomando té con leche entre silenciosos affaires. Tricia aparcó delante de la enorme puerta principal y de un salto salió del coche, dirigiéndose a los escalones de enfrente. Cassady y yo nos pusimos de pie tras ella y señalé el maletero del coche.
—¿No tendríamos que llevar nuestras cosas dentro?
—Ya se ocupa Nelson —comentó Tricia por encima del hombro.
Cassady y yo nos miramos disfrutando del momento.
—Nelson —repitió Cassady.
—Él cogerá las maletas —repliqué.
Procuramos no empezar con las risitas mientras entrábamos siguiendo a Tricia. La entrada era tan impresionante como la parte de fuera, y hasta resplandecía con más elegancia. Tricia nos presentó a Nelson, que tenía algo de Anthony Hopkins y bastante más de Mel Gibson, anticiparía yo. Nos saludó con una formalidad cálida e informó a Tricia de que la mayor parte de la familia ya estaba vestida y que los invitados no tardarían en llegar. Cuando preguntó por sus hermanos, Nelson puso los ojos en blanco de la forma más respetuosa posible y ellas dijeron que también irían a vestirse. Nelson sugirió que fuéramos a las habitaciones; él mismo nos llevaría nuestras cosas.
Cassady le miró al salir por la puerta principal.
—Está bien tener a un hombre en la casa —exclamó.
Tricia suspiró.
—Mejor no me paro a pensar en cómo le mantiene ocupado la tía Cynthia.
Llamó a sus hermanos pero no respondió nadie, aunque juraría que oí un eco. Tricia miró el reloj y nos apremió a subir por las escaleras; ella era capaz de encontrar la habitación donde siempre se hospedaba, pero nosotras apenas podíamos seguirle por el camino. A Cassady y a mí se nos había asignado la habitación de al lado.
Iba a haber una mezcla tan ecléctica de personas durante todo el fin de semana, que esta sería una fuente de entretenimiento en sí misma. Los parientes (más Cassady y yo) se hospedaban con el resto de invitados esparcidos por una zona en la que se encontraban las fincas de su familia o los palacios de amigos. La gran mayoría de los invitados eran del grupo social de Lísbet, pero se encontraban presentes amigos y colegas del señor y la señora Vincent, así como algunos amigos de la tía Cynthia a quienes, según ella misma había dicho a Tricia, les había invitado para asegurarse de que la fiesta fuera interesante.
Nuestra habitación era gigante pero acogedora, adornada con piezas que harían babear a un director de museo, y tenue, de elegantes estructuras que te llevarían a querer acurrucarte en un sillón de orejas o meterte en una de las dos camas de matrimonio, que fue lo que hice de inmediato.
Nelson llegó un poco después con nuestras maletas y una mujer joven y regordeta llamada Marguerite, que llevaba el clásico uniforme negro y blanco de sirvienta, traía tres copas de champán en una bandeja de plata. Nelson y Marguerite dejaron la exquisitez y se retiraron, y nosotras nos refrescamos bebiendo champán, y luego nos pusimos nuestras mejores galas. Mi vestido floreado de seda de Elie Tahari había tenido la decencia de no arrugarse, así que, una vez puestas mis sandalias negras patentadas de Edmundo Castillo y abrochadas las hebillas (estas fueron lo que más me cautivaron, incluso más que los 8,9 cm de tacón), ya estaba lista para salir.
Cassady, por otra parte, escogió toquetearse el pelo, algo raro tratándose de ella.
—La mayoría de la gente se va de la ciudad para acicalarse el pelo —señalé mientras Cassady se recogía los rizos de castaño caoba hacia arriba.
Tricia se quedó cerca de la puerta, con su entallado vestido estampado hindú de Dolce & Gabbana, vaciando de un sorbo el champán e intentando no darle golpecitos a sus zapatos Ashley Dearborn.
—Cassady, estás tan despampanante que deslumbrarías a cualquier mortal. Vamos.
Cassady puso morritos frente al espejo de la cómoda. Llevaba un vestido sin tirantes de Stella McCartney y tenía un aspecto fabuloso, faltaría más.
—Por lo que más quieras, Tricia, yo solo quiero causar una buena impresión.
—¿En tu dorada juventud?
Tricia pisó y arrastró la parte delantera del vestido de Cassady.
—Cariño, nadie se va a dar cuenta ni de que tienes cabeza. A la tía Cynthia le gusta la puntualidad. Venga, vamos.
Seguimos a Tricia a través de otro laberinto de vestíbulos iluminados con delicadeza y, más abajo, una escalera lo suficientemente amplia para que un grupo de gigantes descendiera en grupo hasta el patio trasero (dudo que en Southampton utilicen esta palabra; tal vez, césped de la parte de atrás o extenso jardín de atrás... Incluso el condado adjunto a la mansión).
En la intensa extensión de césped había una carpa inflada e iluminada con globos transparentes. Dentro de la carpa la gente encontraba su sitio en las mesas, mientras que las camareras, aspirantes a modelo, actriz o a triunfadora, estaban preparadas para empezar a servir. Este hecho demostraba la teoría de Cassady: que los Hamptons son el único ejemplo verdadero del goteo de la economía; todo el exceso de dinero en efectivo de Manhattan gotea hacia los Hamptons y luego, a su vez, gotea hacia todas las camareras y guardaespaldas y los que pasean perros, que hacen un fondo común, y todo este fondo finalmente se mueve hasta llegar a... Manhattan.
El ocaso y la luz de dentro de la tienda tenían ese indirecto resplandor que hace que todas las personas parezcan magníficas, pero también de que no estés completamente segura de que lo que tienes en el plato esté bien hecho. Y luego, estaba la gente. He asistido a muchos actos sociales en Nueva York, pero suele haber un trasfondo de nouveau riche que corta lo embriagador de montones de dinero viejo que están en el mismo sitio. Pero aquí se podían sentir los fondos fiduciarios en el frufrú de diseñadores de moda, oír los internados reírse de manera estudiada. Al parecer, después de todo, la vida es un anuncio de Ralph Lauren.
Tricia, en calidad de suma sacerdotisa del protocolo e hija obediente digna de recibir un puntapié, nos dirigió hasta sus padres, quienes estaban a punto de dejar su puesto, donde se dedicaban a saludar a la gente, para ir a su mesa.
Los Vincent son la típica pareja de guapos. Tricia tiene los ojos penetrantes de su padre, Paul, un imponente hombre de espaldas anchas con voz de disc-jockey de jazz y apretón de manos intimidatorio, pero la mayor parte de sus rasgos le vienen de su madre, Claire, una mujer delgada y elegante de quien sospecho que lleva perlas mientras duerme.
El señor Vincent nos abrazó con todo el entusiasmo del mundo, plantándole un enorme beso a Tricia en la frente. La señora Vincent fue un poco más comedida con los abrazos y nos ofreció una mejilla a cada una de nosotras. No me molestó, pero alertó a Tricia de que algo iba mal.
—¿Madre? —repitió Tricia.
La señora Vincent logró una sonrisa cortés y preguntó:
—¿Has visto quién ha venido con Richard?
Nos giramos las tres al mismo tiempo y miramos de lado a lado a los invitados. Richard es un cañón alto y bien esculpido, y hasta en esta lustrosa multitud era fácil localizarlo. Simplemente no estábamos preparadas para ver a quién llevaba del brazo.
—¿Rebecca? —dijo jadeando.
Por un momento pensé que Tricia se equivocaba y que Richard, desafortunadamente, estaba saliendo con una nueva mujer que se parecía de manera sorprendente a su ex. Pero entonces me di cuenta de que Tricia estaba en lo cierto. Era Rebecca, solo que había cambiado radicalmente. El rubio platino con mechas rosadas se había convertido en un peinado de paje de color canela suave. Los pendientes de perlas habían sido sustituidos por grandes aros retros. Courtney Love se había transformado en Courtney Cox.
—¿Qué pasa con ir muy maquillada? —refunfuñó Cassady en mi oreja.
—Al menos ha empezado a llevar sujetador —cuchicheé.
Los vestidos que Rebecca diseña son realmente bonitos: pegados al cuerpo, de tejidos muy finos y colores vivos; tres razones importantes por las que Rebecca, que no es tan esbelta como ella se piensa, parecía ser su peor propaganda. Pero esta noche no solo parecía que iba bien arreglada, sino que casi parecía elegante.
—Richard intenta fastidiarnos —dijo el señor Vincent con el labio superior rígido de político experto.
—Debe estar aburrido.
—No puede haber sido idea suya. —Tricia parecía tener problemas para respirar, y me pregunté si había una maniobra de Heimlich especial para alguien que se ahoga al oír malas noticias.
—No es precisamente una discusión que podamos mantener aquí, donde todo el mundo nos puede ver.
La sonrisa de la señora Vincent no flaqueó al tocarle las mejillas a Tricia para tranquilizarla, ni tampoco al hacer señas hacia la mesa.
—Siéntate y después de la comida hablamos.
Tricia heredó la aversión de su madre a mostrarse torpe en público, así que siguió correctamente las instrucciones. Cassady y yo le seguimos la pista hasta una mesa ocupada por un joven turco que estaba hablando por el móvil y una pareja que o bien se estaba besando o se lamían; los faroles hacían imposible determinar qué hacían. Tricia se deslizó hasta su silla, con los ojos clavados en Richard y Rebecca, y nos situamos a su derecha. Los comensales de nuestra mesa ni se percataron de nuestra presencia.
—No veo a Lisbet ni a David —dijo Tricia.
—Deja de mirar a tu otro hermano y mira por aquí un poco —sugirió Cassady, señalando a través de la carpa, y tanto Tricia como yo nos giramos para mirar los invitados de honor apiñados junto a la tía Cynthia, al otro lado del bar.
A primera vista pensé que David y Lisbet estaban como en clase por la manera en que inclinaban la cabeza y se ladeaban hacia la tía Cynthia a pesar de escucharle con toda seriedad. Entonces me di cuenta de que tía Cynthia servía tres chupitos de licor y los cogía con una sola mano como una gran experta. Puso a David y Lisbet una copa para que la cogieran, y se la tragaron justo en el instante en que ella paró de servirles.
La tía Cynthia es alta, una mujer angulosa, de pómulos tan agudos como su sentido del negocio. David ha salido más a la tía de lo que le gustaría a su padre. Es un poco descarnado y llamativo, pero su encanto y elegancia evitan que te enfades con él durante mucho tiempo. Recordé que debía fijarme en si su larga trayectoria matrimonial se parecía en algo a la de ella o no.
Lisbet es ágil, de ojos de azabache como las vampiresas, y con piernas irritantemente bonitas. El escote mostraba, como era de esperar, una generosidad remarcada por un collar de esmeraldas que atraía las miradas incluso desde la otra punta de la carpa.
—Un collar fascinante —apunté.
—Lo fascinante es que ella lo esté llevando; es una pieza de la familia de papá. Richard quería que Rebecca lo llevara en un estreno hace tiempo pero mamá y papá dijeron que no. Conseguí llevarlo en mi debut y no he vuelto a preguntar más desde entonces.
Tricia recorrió con su mirada el espacio que iba desde Lisbet hasta sus padres.
—Le están poniendo tanto empeño que se van a hacer daño.
El trío se tomó los chupitos y luego tía Cynthia le devolvió la botella al camarero para dirigirse a zancadas hasta el escenario, donde un conjunto de jazz tocaba tranquilamente «What a wonderful world». La tía Cynthia tiró de una hilera superpuesta del tornado de seda que formaba su vestido y agarró el micro del lugar que ocupaba el teclista.
—Buenas tardes y gracias a todos por haber venido.
El conjunto y la conversación cesaron de inmediato. La tía Cynthia hizo señas hacia donde estaban sentados los Vincent.
—De parte de mi hermano Paul y su encantadora esposa, me gustaría dar la bienvenida a todos los que estáis en este convite. Nos lo vamos a pasar en grande este fin de semana con la celebración de la pedida de mano de dos jóvenes fabulosos, mi sobrino David y su maravillosa Lisbet.
Los invitados aplaudieron y algunos otros gritaron en ovación, como contribución imperecedera del toque humorístico de Eddie Murphy a la civilización occidental. David y Lisbet saludaron a todo el mundo mientras iban caminando hasta llegar a la mesa del señor y la señora Vincent. Lisbet ya tenía el sigiloso pestañeo que acompaña al leve murmullo que se forma cuando todavía no se ha servido la comida.
—Pero antes de comer tenemos que oírlo por boca del mismo hombre ¿Paul?
El señor Vincent, tranquilo y experimentado, se dirigió hacia el escenario y le cogió el micro a su hermana.
—La generosidad de mi hermana es legendaria, pero se ha superado a sí misma, gracias, Cynthia.
La tía Cynthia ondeó las manos como muestra de fingida irritación al aplauso, balanceando de arriba abajo los brazaletes de oro, pero la risa que le envío al señor Vincent pareció genuina, son muy diferentes, pero continúan siendo hermano y hermana.
—Este fin de semana celebramos la suma de una joya deslumbrante a la corona de la familia Vincent —continuo el señor Vincent—. David y Lisbet nos honran por compartir su felicidad con nosotros. Felicidades y mucha suerte para ellos, y buen provecho a todos los presentes.
Tricia parecía sorprendida.
—De hecho esto es sentimental viniendo de mi padre.
El señor Vincent le devolvió el micro a la tía Cynthia. Ella se lo tiró al sobresaltado teclista y bajó del escenario con su hermano. Pero a medida que él volvía a la mesa, ella se vino derechita hacia nosotros.
—Entrante: Agarraos para lo que está por llegar —advirtió Tricia, pero Cassady y yo no corríamos ningún peligro. Tricia era la que estaba envuelta en un tornado de seda, con la huesuda pechera aplastada. Me preocupé un momento por lo enclaustrada que debía estar Tricia dentro de la caja de costillas, y por estar allí siempre atrapada. Sin embargo, tras un momento, la tía Cynthia se liberó y se estacionó en la silla de al lado.
—Bien.
La tía Cynthia golpeó la mesa y sus pulseras sonaron haciendo mucho ruido. El impacto bastó para separar a la pareja que se besaba y al joven turco de su teléfono, pero la tía Cynthia pareció no darse cuenta. Estaba demasiado distraída frunciéndole el ceño a Tricia.
—Tía Cynthia, ¿te acuerdas de Cassady y Molly? —dijo Tricia.
—Me alegro de veros, chicas ¿Se porta bien mi sobrina?
—Una señorita nunca respondería a esa pregunta —contestó Tricia por ella misma.
—Excepto en una declaración ¿Has hablado con alguno de tus hermanos? No sé cual de ellos esta demostrando una mayor falta de carácter.
—¿De quién fue la idea del collar? —pregunto Tricia.
La tía Cynthia agito las manos hacia el cielo en señal de rechazo.
—Estoy segura de que David intentaba señalarle algo a Richard. Nunca van a dar la talla suficiente para esto. Buen provecho y hablamos luego.
Tía Cynthia se alzó, se arremolinó y dejó que empezáramos después de ella, cuyo efecto (estoy segura) era el deseado.
Se sirvió la cena. El menú de comida francesa y asiática fusionada era elegante y delicioso, el vino y el champán eran soberbios y abundantes, los compañeros de la mesa eran estridentes y pesados. Estuvimos con dos compañeros de la universidad de David a quienes Tricia, y esto lo susurró por detrás de una servilleta, había visto borrachos y desnudos hacia mucho tiempo durante una visita a David en Brown. Brent era un asegurador bancario que abandonaba la mesa para gritar por el móvil, por lo que casi no cuenta como compañero de mesa.
Luego estaba Jake Boone, un director de documentales que no cesaba de intentar explicar su visión del «cine mudo del mundo» y que, sospechosamente, sonaba como las películas mudas, y su novia portuguesa y ayudante de cámara, Lara Del Guidice, quien no paraba de interrumpir a Jake cada vez que él se disponía a entrar en algún tema de conversación. Normalmente ella quería exponer alguna oscura teoría cinematográfica que incluso a él le desconcertaba. Empecé a sentir atracción por las películas mudas gracias a Jake; estaba claro que él tenía una vida en pareja bastante ruidosa.
Podría decirse que Cassady ya había decidido que él no le gustaba para nada puesto que le hacía constantemente preguntas justo en el momento en que se iba a meter comida en la boca. Entre Lara y Cassady, el chico iba a morirse de hambre. A no ser que las pretensiones puedan preservar la vida por sí mismas.
—Así que tu cine «mudo» —dijo maliciosamente Cassady, justo cuando Jake se llevaba a la boca una bolita de masa rellena— enfatiza la historia sobre la imagen.
El tenedor se quedó en el aire enfrente de la boca de Jake, que esperaba una segunda bolita, pero la tentación de hablar hizo caso omiso del hambre. Pinchó en el plato y empezó a pontificar.
—La imagen es la historia.
Por un instante se distrajo mientras Lara pinchaba en el plato y se comía una bolita rellena; luego empezó a dibujar con el tenedor sobre el mantel.
—Esto permite que la historia trascienda la imagen y que las palabras sean irrelevantes —continuó—. Las palabras están cargadas de connotación emocional y distorsionan la verdadera expresión de las ideas que se encuentran en las imágenes mudas.
Lara le dio de comer una bolita de masa rellena y se hizo con el control de la situación.
—La visión de Jake del cine recarga la película con un poder místico a través del desnudo verbal. Las palabras, a diferencia de las imágenes, no existen más allá de su función inmediata en la película. Su relación es sintomática y no paradigmática.
A menudo me he preguntado si las personas que están repletas de pura palabrería son conscientes de ello o simplemente hacen caso omiso. Tal vez no les sirva de nada.
—Cualquier forma de comunicarse que se base en las palabras es inferior —me informó Jake mientras Tricia contaba lo que hacía para ganarme la vida.
—Así que esta conversación es inútil —dije tan educadamente como pude.
—Será suficiente, pero no trascenderá.
Estaba teniendo en cuenta enseñarle cómo mi dedo corazón podía comunicar y trascender, todo sin palabras, pero no quería aportar nada a su teoría.
—¿Preferirías que pintara cuadros de las personas?
Intenté imaginarme las pictografías que darían respuesta a alguna de las cartas que recibo, en particular a aquellas sobre triángulos amorosos fracasados. Por otro lado, en el mundo del arte moderno habría un gran supermercado de piezas de repuesto. Cuélgalo encima de tu sofá, nena.
Jake sacudió su enmarañada cabellera con gran desdén.
—Quiero que la gente se escape de la tiranía del mundo mediante el rechazo a las vidas dominadas por los medios de comunicación y la aceptación de la pureza de las experiencias no editorializadas.
—Para un chico sin fe en las palabras, hablas demasiado —puntualizó Cassady.
—Las palabras pueden ser un principio. Juegos eróticos preliminares. Sin embargo, para que la unión de pensamientos y pasiones verdaderamente se ilumine, debe habitar en un espacio más allá de las palabras. No todo el mundo está preparado para conceder palabras, pero ahí es donde nos conmovemos. Ahora son móviles con cámaras. Pronto serán guantes que capten el movimiento y visores 3D, de manera que podamos hacer arte en movimiento. En las calles, sin palabras.
Jake se inclinó hacia delante, intentando acercarse a Cassady, aparentemente actuando bajo la falsa idea de que él le estaba ganando a ella.
Su momento fue descarrilado por la aparición medio grandilocuente de una belleza morena con unos pechos apenas contenidos por el escote que hacían que Cassady pareciera dócil; cuando se inclinó para darle un beso a Jake, todo lo que llegué a pensar fue: ¡avalancha!
Lara, de manera sorprendente, no interrumpió cuando la mujer y Jake intercambiaban un beso baboso y desconcertante. Simplemente movió la mano cogiendo el tenedor por debajo de la mesa.
—No me había percatado de que había lengua en el menú —dijo Cassady con una voz no tan baja como hubiese debido.
El trozo de carne tierna que pinchó Lara con el tenedor solo puedo imaginármelo, pero Jake se enderezó con brusquedad y se despegó de un tirón de la boca de ella, casi dándole un golpe a su nueva visita.
—Hola, Verónica —dijo Tricia con forzada alegría.
—¡Hola, Tricia! —respondió Verónica.
Se volvió a echar hacia delante y por un dichoso momento pensé que iba a pegarle un bocado a Tricia, pero Tricia giró la mejilla de manera que todo lo que besó Verónica fue el aire.
Lara colocó el tenedor en su sitio sobre la mesa y Jake se limpió la boca con la servilleta mientras Tricia hacía presentaciones refinadas. Verónica Innes era una actriz que había hecho un cortometraje con Jake el año pasado; una «reconstrucción experimental de la experiencia musical», que Jake decía le había llevado a desarrollar la teoría del cine mudo. No digas nada acerca de las composiciones escritas, pensé. O sobre cómo canta Verónica. Ahora era la sustituta de Lisbet en las producciones teatrales estrenadas fuera de Broadway. Mi inquietud por la calidad de la obra aumentaba con creces.
—¡Me encanta tu trabajo! —dejó caer Verónica cuando Tricia me identificó.
Me aguanté mirando a Jake con desdén y dándole las gracias a ella.
—Me temo que no he visto tu obra.
—Seguro que sí. —Verónica encuadró su busto sosteniendo los brazos uno al lado del otro—. El secreto de Victoria Beckham. Principalmente el estilo con aro.
—Buena elección —asintió Cassady.
—Si los encuentras juegas con ventaja —dijo Verónica—. Si no es un desperdicio.
—Una actitud muy generosa —replicó Cassady.
—Verónica es una chica generosa —Jake lanzó una mirada lasciva.
Lara alargó el brazo para alcanzar algo y yo ya estaba lista para alcanzarle yo misma el tenedor. Sin embargo, agarró la videocámara digital apuntando a Jake y a Verónica.
—Qué interesante en tiempos ancestrales; se vuelven a cruzar los viejos caminos. Dejadme haceros una foto de antiguos amigos.
Verónica no agradeció que los caracterizara como una cosa «antigua», estaba claro, pero todavía tenía enganchada a su rostro la sonrisa para la cámara. Se inclinó y no estaba segura de si iba a besar a Jake, a Lara, o a la cámara, pero sabía que no quería verlo.
El gran momento de la historia del cine fue interrumpido por el anuncio de la tía Cynthia de que pasáramos a la sala grande para los postres y los digestivos. Tricia, Cassady y yo escalamos por las espaldas de nuestras sillas en busca de compañía más entretenida.
La sala grande, a pesar de su elegante decoración, podía utilizarse para un servicio como ayuntamiento en un acontecimiento de desastre cívico. La pared exterior era una serie de ventanales desde el suelo hasta el techo que proporcionaban una vista de infarto al océano, sin distraerte del todo de la araña de cristal que resplandecía por encima de la cabeza o del Monet colocado sobre la chimenea.
El conjunto de jazz entró con nosotros y movieron la sección de baile de su lista de canciones. Alguna que otra nueva llegada se amontonó, básicamente chicos que parecían ser los colegas de David que habían desaprovechado la cena por menospreciar el tiempo que les hubiera llevado bajar antes desde la ciudad. Esto aumentó el rango de los invitados hasta cincuenta, más personas incluso de las que esperábamos que se unieran a lo largo de la semana.
Se distribuyeron copas de champán a todo el mundo, preparándonos para los diferentes brindis del señor Vincent y el resto de personas, pero las copas fueron complementadas rápidamente por botellas enteras, todas ellas con la etiqueta de las viñas del norte que la tía Cynthia había adquirido como parte del legado que le dejó su segundo ex marido.
—Richard y David deben de haber encontrado las llaves de la bodega —dijo Tricia.
—A tu tía no parece que le importe demasiado —puntualicé, viendo que la tía Cynthia estaba preparando la sala y animando a la gente para que participara en la fiesta.
—Cree que estar sobria después de cenar es una violación del protocolo.
—¿Quiénes somos nosotras para insultar a la anfitriona? —dijo Cassady, arrebatando una botella de la bandeja que llevaba la camarera.
Entonces dejó que Lisbet surgiera con la memorable violación del protocolo. Mientras la fiesta de después de la cena había procedido a un ritmo civilizado, el champán presionó el botón de «avance rápido». Lisbet se echó ahora una copa de champán por encima de la parte delantera del vestido, cosa bastante fácil de hacer, dado que el vestido realmente tenía un escote tan pronunciado como si tuviera un sendero abierto hasta el esternón. Había tantas mujeres en esta fiesta a punto de enseñar sus pechos, que era como estar en la grabación de un programa nocturno basado en espectáculos muy atrevidos.
En alguna parte debajo de la poca tela que procuraba tapar a Lisbet había, aparentemente, bastante sujeción para juntar los pechos con suficiente firmeza como para mantener la copa en su lugar. Fue esta maravilla de ingeniería, tal vez modelada con antelación por Verónica, la que había atraído gran parte de la atención de algunos hombres y bastantes mujeres en el centro de la sala. Entonces Lisbet empezó a llenarse la copa con la botella que oscilaba en su mano y a retar a cualquiera a berber una copa de la mejor manera posible sin derramar champán.
—Oh, mira —dijo Cassady entre dientes—. Cena y, además, show.
Richard y Rebecca se quedaron junto a los padres de Tricia, Rebecca con el inconfundible fruncimiento de su rostro como signo de desaprobación. ¿Estaba realmente intentando reformarse? ¿Le había trasegado tanto como para querer cambiar? ¿Por qué, si no, estaría mirando desdeñosa a Lisbet y adulando a su suegra, susurrándole en la oreja? Hace seis meses habría estado incitando a los hombres a formar fila para su turno, repartiendo números y ofreciendo propinas para que tuvieran suerte.
Por el momento, Jake era el único en optar por esa posibilidad. Él y Lisbet, avasallándose el uno al otro con ciego fervor, parecían haberse olvidado de que el objetivo era vaciar la copa de champán. Había ansiado una objeción por parte de Lara, pero estaba filmándolo todo y, en ocasiones, o daba instrucciones o maldecía en portugués, no estaba segura de qué exactamente.
El grupo de amigos que le rodeaban se rió y aplaudió subiendo los ánimos, pero se podía sentir cómo la tensión se iba elevando por la sala. El señor Vincent dio un paso adelante, pero la señora Vincent puso la mano sobre su brazo para detenerlo. ¿Quiso la señora Vincent que Lisbet se avergonzara de ella misma, al asumir que era posible, o estaba preocupada de que una situación más dolorosa pudiera proseguir si el señor Vincent tomaba cartas en el asunto?
—¿Dónde está David? —preguntó Tricia, oteando la ansiada multitud—. Esta no es manera de empezar un fin de semana.
—¿Quieres que lo busque? —Me ofrecí voluntaria.
El número de personas iba aumentando de manera cada vez más incómoda en la sala del espectáculo, pero todo el mundo respetaba que el señor y la señora Vincent intercedieran. David hubiera sido capaz de decir basta a esas medidas con las mínimas repercusiones políticas.
—David o tía Cynthia —decidió Tricia.
Empezó por la puerta y, con insistencia, hizo círculos pequeños con las manos para indicarnos que Cassady y yo debíamos caminar con ella.
No estábamos a más de doce pasos del centro cuando tía Cynthia y David llegaron a un acuerdo mutuo. Bueno, igualmente Cynthia sí que llegó. Tenía a David cogido por el hombro, el típico gesto instintivo de las mujeres de sujetar como pinzas cuando están guiando a un niño pequeño o a un hombre mal dispuesto.
—¿Te imaginas dónde han estado? —murmuró Tricia.
—Detrás de la leñera, por lo que veo en él —sugirió Cassady.
David tenía de verdad algo de perro fustigado en su interior. Cualquiera que fuera la conversación que había mantenido con su tía, no había sido ni mucho menos igual de entretenida como la que habíamos tenido nosotras con ella. Y su expresión fue endureciéndose y enfriándose a medida que intervenía en la gran sala y veía a Lisbet y su equipo de danza. Especialmente desde el momento en que dos compatriotas de Jake empezaron a alzar a Lisbet, girándola de arriba a abajo, de manera que el champán podía caer ansiosamente dentro de la boca de Jake. Lara y la cámara se adentraron tanto que parecía que Jake también se las iba a tragar. Había demasiada agitación de ropa y piernas, se le veían un poco las bragas. Sonaron muchas carcajadas, y entonces la voz de David paró el murmullo como un tajante hielo.
—Es hora de irse, Lisbet.
Los dos hombres que sostenían a Lisbet todavía estaban sobrios y suficientemente cuerdos para responder al tono de David y bajar enseguida a su prometida. Jake estaba lo bastante alterado como para percatarse de que la diversión había tocado fondo, pero lo suficiente lúcido para cerrar la boca y quedarse tranquilo. Hasta Lara tuvo la consideración de apagar la cámara. Fue Lisbet quien hizo surgir la oportunidad en un momento en que todo el mundo la quería evitar.
—¿Perdona? —Se tambaleó un momento antes de encontrar el centro de gravedad que, sobre unos zapatos de tacón de ante de Marc Jacobs, es toda una hazaña incluso cuando estás perfectamente sobria. Una vez estabilizada, se puso una mano en la cadera y miró a David con el ceño fruncido—. ¿Qué problema hay?
Tricia y sus hermanos se criaron como bando de seguidores para tantas campañas políticas que nunca podrían llegar a contar, pero todos ellos desarrollaron el privilegio de la simpleza como incentivo.
—No tiene por qué haber un problema y creo que más bien no lo hay —le aseguró David a su prometida, quien estaba empezando a bambolearse—. Simplemente ha llegado el momento de irnos.
—Ves, ese es el problema; no me quiero ir.
La sonrisa de David se difundía rápidamente.
—Me suelen encantar los buenos debates, pero ahora no es el momento. Vámonos.
Lisbet hizo una mueca parecida a un encantador mohín.
—No pienso lo mismo.
—Entonces permíteme que te enamore. —David la cogió entre sus brazos. Pivotó un poco de manera que pudiera dirigirse a toda la sala—. Muchas gracias a todos por haber estado aquí esta noche. Os queremos a todos, pero nosotros nos queremos todavía más el uno al otro, por lo que si nos perdonáis...
Él parpadeó un poco y la mayor parte de la multitud rió amablemente, por no decir que se rió a carcajadas. La señora Vincent parecía como si no fuera a reírse nunca más en su vida y el señor Vincent se quedó mirando por las puertas francesas.
David fue a zancadas hasta la puerta principal y Lisbet se escurrió un poco entre sus brazos.
—¿Cómo te atreves? —empezó ella.
—Cierra esa boquita —gruñó él en voz baja a medida que pasaba entre nosotros, llevándola.
No pudo evitar mirar de reojo a su hermana con las mejillas sonrosadas. Tricia hizo el ademán de consolarla con la cabeza y contuvo la respiración hasta que se fueron. Jake cogió la cámara de Lara, la volvió a encender, y siguió la pista de David y su esencia por el vestíbulo como si de un sabueso se tratara. Lara le siguió el rastro. Fue la primera vez que la vi sonreír en toda la noche.
El señor Vincent fue el que esta vez le robó el micrófono al teclista. Antes de que el murmullo de susurros de la gente pudiera comenzar, lo cortó de raíz.
—Dejaremos que los tortolitos sean pajaritos mañaneros, pero esperemos que el resto continúe aquí con nosotros. La noche es joven y el bar está abierto.
Tricia no se quedaba quieta y miraba a su madre, que estaba con Richard y Rebecca al otro lado de la sala.
—Bien, arrancamos con un espléndido comienzo.
—David estuvo maravilloso; elegante y romántico —le dije.
—David está tan en lo suyo —suspiró ella—. ¿Qué es lo que pasa con mis hermanos y su gusto con las mujeres?
—Los hombres no quieren mujeres con buen gusto —sugirió Cassady.
Tricia cabeceó como en un gesto de entendimiento, pero en realidad no parecía escuchar con demasiada atención.
—Vuelvo en un segundo; solo voy a hablar con mis padres.
Pero según Tricia se acercaba a ellos, el señor y la señora Vincent salían de la sala. Volvieron la cara a Tricia, ni tan solo miraron en dirección a ella, pero aun así ella se quedó inmóvil en medio de la sala. Empujé suavemente a Cassady y alcanzamos a Tricia.
—Seguro que están comprobando cómo están David y Lisbet.
Cassady pasó un brazo sobre los alicaídos hombros de Tricia.
—Échale una mano a tu padre y mantén la fiesta con vida. Coge al hombre más guapo que puedas encontrar y sácalo a la pista de baile.
—¿Dónde están Richard y Rebecca?
Cassady y yo miramos a nuestro alrededor, pero tampoco los podíamos localizar.
—Tal vez también les atraía la idea de parecer unos tortolitos o pájaros mañaneros.
Los párpados de Tricia cayeron de súbito.
—De verdad que esta noche no puedo implicarme más en las actividades sexuales de mi hermanos.
No pude contener más mis consejos íntimos de columnista.
—Ya son mayorcitos, Tricia. No tienes que ir limpiándoles el camino por detrás.
Tricia me miró tan tajante con sus luminosos ojos marrones que creí haber cruzado la línea.
—Gracias, doctor Freud.
Muy bien, no la había cruzado, pero había caminado hacia arriba y le había dado con el dedo del pie.
Aun así, en cierta medida lo habría superado. Tricia respiró hondo.
—Vamos a bailar.
—¿Juntas, una con la otra?
—No, por esta noche ya nos hemos divertido bastante.
Estuvimos todas un rato con los amigos de David e intentamos mantener en pie la energía de la sala. La gente al principio aparentaba pasárselo bien, pero al cabo de un rato empezó a irse a la deriva. Cuando ya solo quedábamos unos pocos, Tricia sugirió subir y acomodarnos.
—Voy a preparar una bandejita de copas y ahora la subo. Así seguro que nos podremos relajar.
Poco después, Cassady y yo nos acomodamos en nuestra habitación. Daba mucho gusto estar en un lugar donde los muebles eran tan antiguos como las cañerías. Tricia se encargó de preparar el contenido de un gran carrito plateado de cócteles que había requisado detrás de alguna puerta giratoria del medio de la mansión.
Tricia golpeteó tan fuerte unos cubitos de hielo que temí por la seguridad del cristal.
—Totalmente repugnante. Es terrible y penosa, y David se merece alguien mucho mejor. —Se dejó caer en un sillón con la copa todavía en la mano.
Estaba ensanchando los orificios de la nariz y tenía los ojos un poco demasiado abiertos, un signo claro de que intentaba no llorar. Cassady y yo entramos en acción: cambié de sitio y me senté a su lado, a la vez que Cassady le cogió la copa y empezó a combinar los cócteles de Ruso Blanco para cada una de las tres.
—Tu tía Cynthia parecía que iba a tener una mordaz conversación con los dos. Me sorprendió que se viera tan capaz de solucionarlo —dije.
Tricia se revolvió el pelo con sus pequeñas manos, pero la castaña melena cayó de nuevo en posición perfecta.
Aun sumida en la mayor angustia, Tricia es la imagen del equilibrio.
—No quiero que enderecen la situación —admitió con voz silenciosa—, y me siento mal por ello.
—Quieres lo mejor para tu hermano y no crees que ella lo sea. No hay nada malo en esto —le aseguré—. Concretamente porque ahora es una opinión ampliamente extendida.
Cassady le pasó un Ruso Blanco a Tricia.
—Como también es la opinión que te ha hecho ganar tu copita. Bebe.
Tricia alzó su vaso, lista para bebérselo, pero se quedó parada al oír que alguien golpeaba la puerta.
—No quiero hablar con mi madre de esto —susurró—. No estoy preparada.
Me levanté para responder a la puerta mientras Tricia se movía fuera de mi campo de visión. Cassady continuó haciendo combinados, pero vigilando la puerta. Moví con prudencia la puerta de la habitación hasta que sonó un chasquido al cerrarse, preparada para alegar un desnudo parcial en función de quién fuera la visita. Al principio no pude ver a nadie, pero luego algo se movió hacia el lado izquierdo de la puerta. Antes de que pudiera abrir más la puerta, la cara de David se deslizó ante nuestra vista y nuestras narices casi chocaron al quedarnos parados mirándonos.
—David, me has asustado.
David ya de por sí aparentaba estar asustado.
—Necesito a Tricia.
Olí el alcohol de su aliento, pero también había algo más. Cloro. Moví lentamente la puerta hasta abrirla un poco más para lograr verle de cuerpo entero.
—¿Has estado nadando?
—¿Dónde está Tricia?
Había cierto tono de pánico en su voz, pero antes de que se lo pudiera preguntar, apareció Tricia por detrás y abrió la puerta.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó un poco malhumorada.
David cerró los ojos antes de contestar.
—Ayúdame. Alguien ha asesinado a Lisbet.