EL HERMANO DEL SEÑOR AMBERLY

Serena entre un grupo de árboles, la casa del señor Amberly se alzaba junto a las perezosas orillas del Támesis.

El césped, su verde uniformidad rota tan solo por los parterres cuadrados sembrados de flores de vivos colores y por una rocalla justo debajo de las ventanas del salón, era liso y perfecto, y no había sido quebrantado por la presencia de margaritas, ni por las huellas imprudentes de unos tacones altos ni por uno de esos huesos que los perros callejeros suelen enterrar a modo de tesoro en los jardines de otros hombres menos inteligentes que el señor Amberly.

En esa época del año, los parterres estaban sembrados de una extraña variedad de tulipanes (de un color intenso y con rayas marrones oscuras) que el señor Amberly había descubierto en una visita a Holanda. Le había encargado a su jardinero que sembrara las flores en otoño y le gustaba contemplarlas de vez en cuando desde la ventana del comedor, cuando se sentaba a almorzar o a tomar un café por la tarde, y pensar que ningún otro hombre en Inglaterra salvo él, Conrad Amberly, poseía unos arriates como aquellos, llenos de tulipanes de intensos colores con oscuras rayas marrones.

Por encima de su cabeza, cuando se sentaba muy pensativo dando sorbitos a su café turco, se veían brillar en el atardecer estival las oscuras lunas que conformaban su colección de platos y bandejas de peltre, dispuestas en hilera por las paredes en anaqueles de roble.

Sus pies, enfundados en zapatos hechos a medida por un viejecillo cascarrabias de Shepherd Market que era un maestro en el arte del calzado, descansaban sobre una alfombra persa de trescientos años de antigüedad.

El silencio —suave, rico, colmado por el manso murmullo del río y por los últimos cantos de los pájaros— reinaba en la casa desde el desván hasta el jardín.

Tal vez el señor Amberly apreciara el silencio más que cualquier otro lujo que el dinero pudiese comprar. En las casas de los pobres, el silencio suele venir provocado por el cansancio y el sueño, y en las de las clases medias, por el aburrimiento. Sin embargo, en la casa de un entendido como él, coleccionista de cuadros, peltre, encajes antiguos y tallas japonesas, el silencio era como el suave aliento de todos esos hermosos tesoros que se agitan en sueños, y el hombre inteligente lo inhala con gusto y no desea que se rompa bajo ningún concepto.

Solo un prolongado llanto, triste y taladrante, flotando en aquel silencio tan caro para él, logró que el señor Amberly se diera cuenta (y no era la primera vez) de que los demás hombres y mujeres —sobre todo las mujeres— no eran tan inteligentes como él.

Sin inmutarse, estiró la punta del zapato y alisó un trozo de alfombra que se levantaba ligeramente en su extremo izquierdo.

Quizá medio minuto más tarde, poco más, un mayordomo enorme y correcto asomó su cabeza por la puerta y dijo:

—¿Ha llamado, señor?

—Cierra las ventanas, Willis, por favor.

El mayordomo cruzó la estancia como un gato cebón y lustroso, se agachó haciendo crujir todos sus huesos, desenganchó el pestillo de las cristaleras y las cerró.

El llanto quedó reducido a un rumor distante que cualquier hombre inteligente podía ignorar, o al menos fingir que ignoraba.

—¿Echo las cortinas, señor?

—No, gracias. Está bien así.

—De acuerdo, señor.

Cuando la mano cuidadosa del mayordomo cerró la puerta, el comedor del señor Conrad Amberly volvió a sumirse en un silencio sepulcral. El humo azulado de un cigarrillo ruso flotaba en el aire formando una rígida columna y se iba deshaciendo finalmente en una nube plana. El café, negro y espeso, se enfriaba en la taza diminuta. Y él, con la cabeza inclinada sobre el pecho, continuaba allí sentado escuchando el llanto amortiguado procedente del jardín contiguo.

Raramente permitía que sus pensamientos perturbaran aquella paz que tanto le había costado cultivar desde sus tiempos de soltero, pero lo que ahora estaba pensando nada tenía que ver con lo que cualquier persona sentimental habría imaginado que le pasaría por la mente a un hombre soltero de mediana edad sentado a solas escuchando el llanto de un niño.

Estaba reflexionando, irritado, sobre todos aquellos desagradables ruidos, indicadores de pobreza, de violencia, de malestar, de todas esas molestias que él tanto odiaba, que habían estado colándose por su seto privado desde que la señora Massereene se había mudado a la casa de al lado hacía exactamente un año.

Estaba pensando en el bebé raquítico, acostado en un cochambroso carrito en el jardín, que no dejaba ni un segundo de berrear; en la niña tímida y feúcha de cinco o seis años que había descubierto metiendo a hurtadillas un conejo por un hueco del seto para que mirase las flores, pues en su jardín no había; y en el regimiento de chiquillos (era imposible que solo dos pudieran armar tanto ruido) que jugaban en el jardín por las tardes.

Se estaba acordando de la señora Massereene cuando había sido Nesta Phillips; de lo guapa que era, a pesar de sus modales descuidados y rebeldes, y de esa manera que tenía de sonreírle y de decirle: «Conrad, estás hecho una vieja solterona. Deberían haberte llamado señorita Constance Amberly. ¡Ven que te voy a despeinar!».

Se estaba acordando —¡ay!, de un modo muchísimo más vivido que cuando pujó por su primer plato en Christies— del tacto de las ásperas manitas de Nesta en su cabeza al cumplir su amenaza.

Se estaba acordando de cómo había sopesado las ventajas y desventajas de convertir a Nesta en la señora de aquella bonita casa que acababa de heredar de su padre a la edad de veintinueve años. Sus dudas y sus titubeos, y las decisiones repentinas que tomó, solo para revocarlas apenas un segundo después por culpa del miedo, ahora parecía que hubieran tenido lugar en la mente de un joven que hubiera muerto cien años atrás o que nunca habría vivido realmente.

Y mientras vacilaba sobre si emprender el paso definitivo dando por hecho, con una especie de orgullo egocéntrico, que solo tenía que proponérselo para que Nesta aceptara, se enteró de que esta se había casado con otra persona.

Había huido, de ese modo impulsivo, desordenado y emocional que a Conrad siempre le había disgustado y que siempre había temido, con el típico canalla guapo y pobretón que solo busca lo superficial de las mujeres, y una belleza arrebatadora como la que Nesta poseía.

Y el señor Amberly, que continuaba sentado con la cabeza hundida en el pecho en aquella habitación que se iba oscureciendo por momentos, revivió la profunda impresión y las confusas emociones que había experimentado un año atrás al enterarse de que el marido de Nesta había muerto y de que ella volvía a mudarse a su lado, a la casa cochambrosa en la que había vivido de niña.

Regresaba como una mujer de cuarenta años cargada con cuatro hijos, y con aquella bella chispa de antaño en los ojos casi extinguida tras años de infelicidad.

Pero, así como Nesta había perturbado la calma de la juventud del señor Amberly con su despectiva sinceridad y su viva belleza, ahora perturbaba la calma de su madurez con esa insinuación de pobreza escandalosa que desprendían su descuidado jardín, sus dos hijos sonrosados y el llanto del bebé, que siempre estaba tratando de acallar.

«Es imposible que ese niño esté bien», pensó el señor Amberly irritado, tan irritado que el pensamiento pasó a sus labios en forma de murmullo impaciente y apenas audible.

Se levantó de pronto, cruzó la sala en dirección a la cristalera y se quedó contemplando malhumorado los inmóviles parterres de tulipanes, prácticamente oscurecidos por el crepúsculo, y el fluir sigiloso del río plateado a los pies del jardín.

Mientras estaba allí de pie, aguzando los oídos sin darse cuenta por si escuchaba el llanto del niño, que había cesado de repente, se percató poco a poco de que aquel reflejo de su cuerpo apenas perceptible en el cristal de la ventana se iba intensificando, volviéndose más oscuro y sólido, hasta que, sin atreverse casi a respirar, sus ojos traspasaron el cristal y se posaron en los de otro hombre que estaba plantado en el camino de entrada mirándolo fijamente.

Y, sin embargo, aunque este hombre parecía haberse materializado de repente en el aire del crepúsculo ante sus propios ojos y ahora se encontraba, oscuro y sólido, donde un momento antes no había nada salvo el imperturbable paisaje nocturno, el señor Amberly no tuvo miedo.

De hecho, su mente se vio inundada por una extraordinaria sensación de alegría y alivio.

El hombre le estaba sonriendo y le indicaba por gestos que abriera la ventana, así que el señor Amberly, con dedos temblorosos, abrió el pestillo y empujó las hojas hacia afuera.

El dulce olor del jardín se coló en la habitación junto con la oscura figura. El señor Amberly estaba estudiando tan detenidamente la cara del extraño que ni siquiera protestó cuando vio que sus toscas botas remendadas pisoteaban la sedosa superficie de la alfombra persa.

El extraño, sin que nadie le invitara a sentarse, se desplomó en una silla, extrajo un cigarro de una antigua cajetilla persa plateada que yacía encima de la mesa y lo encendió. Sin embargo, a la primera calada hizo una mueca, aplastó el cigarrillo en la taza de café del señor Amberly y sacó una vieja pipa.

El señor Amberly encendió la luz, que apenas logró iluminar la estancia.

Ninguno de los dos abrió la boca. Poco a poco, la habitación se fue llenando de volutas de humo que flotaban en el aire transportadas por la suave brisa que soplaba desde el jardín. El señor Amberly se puso las manos en las rodillas, se sentó y se quedó inclinado hacia delante, clavando una mirada melancólica y amarga en el rostro del extraño.

—Creí que estabas muerto —dijo por fin el señor Amberly muy despacio.

—Si no lo estoy, no será gracias a ti precisamente; has hecho todo lo posible por matarme en los últimos cuarenta y seis años —replicó el otro—. Solo estoy aquí esta noche porque, por una vez, te has olvidado de tus cacharros de peltre, de tus preciosos encajitos y de toda esa basura. Estoy aquí porque estabas pensando en otro ser humano.

Una sombra de aversión cruzó el rostro del señor Amberly al escuchar la desdeñosa alusión a «toda esa basura», pero no se detuvo a hacer acopio de todo su resentimiento para esbozar una respuesta satírica y delicada. Solo dijo, contemplando aquella cara oscura y sonriente que era una réplica de la suya, aunque más vieja y más recia:

—Siempre me he preguntado… si de verdad te hiciste a la mar, después de todo, para ver con tus propios ojos todos esos lugares de los que solíamos hablar cuando éramos jóvenes. ¿Llegaste a ver Tebas, Java, el Popocatépetl?

—Llegué a verlo todo —respondió el extraño—. Todo, Conrad. Todos esos lugares que una vez no fueron más que simples nombres para nosotros; esos lugares que tú has permitido que sigan siendo simples nombres para ti. He olido su tierra polvorienta, recogido sus flores, dormido bajo su sol, trabajado en sus minas. Mientras que todo esto… —y aquí blandió una enorme mano condescendiente en torno a la sobria belleza del comedor del señor Amberly—, todo esto no es más que una burda mentira, una farsa, comparado con todas las cosas que yo he vivido. Lo sabes, ¿verdad, Conrad? En tu fuero interno, sabes eso que siempre te decía cuando eras joven: que el encaje está hecho para adornar los hombros de las mujeres de carne y hueso, no para guardarlo en estuchitos y ser manoseado por hombres que lo son solo a medias. ¡Hombres! ¿Y qué te consideras tú a los cuarenta y seis años?

—Siempre odiaste que me gustaran las cosas bonitas —protestó el señor Amberly—. Cuando charlábamos, hace ya mucho tiempo, siempre te burlabas de mí porque me gustaba coleccionar lo bello, apresarlo y atesorarlo para poder admirarlo, a solas y en paz, durante toda mi vida. A ti solo te importaba vivir: más y más, de un modo intenso, violento, aterrador. ¿Qué sabes tú de la cultura, del arte, de la vida del intelecto? ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Llevabas razón cuando me decías que siempre he intentado matarte. Por supuesto que lo he hecho… puede que solo sepas con qué ganas lo he intentado. Mereces morir. Eres un emisario de la oscuridad. Decidí acabar contigo cuando era joven. Pensaba que lo había conseguido… hasta esta noche.

—Pero no lo hiciste, Conrad. Logré escapar —dijo el extraño—. Mientras tú contemplabas extasiado tus baratijas y tus primeras ediciones, yo trabajaba para aquellos que las fabricaban en la India, o en China, y conversaba con quienes plasmaban sus pensamientos y pasiones en las páginas de los libros que tú comprabas. Viví aventuras que tú solo alcanzabas a saborear leyéndolas en los libros. Amé a mujeres que tú solo llegaste a admirar en lienzos, o desde la distancia del escenario.

—Tú amabas a Nesta… —lo acusó el señor Amberly en voz baja, con la cabeza inclinada sobre el pecho, como había hecho momentos antes cuando había recordado su juventud.

—Es cierto. La amaba… tanto como tú —admitió el extraño—. No necesitaba decírselo ni pedirle que compartiera mi vida porque ella lo sabía y porque ya lo hacía, en su amor por el color, por la belleza y por la aventura. Nesta siempre ha sido mi mejor amiga. Cuando tú tuviste miedo de acercarte a ella, yo lo hice y la consolé. Nesta sabe que aún estoy vivo. Sabe que soy tu hermano, Conrad; tu otro yo, por mucho que tu ser consciente me doblegue, me silencie o me ignore.

—¿Ella sabe que existes? —susurró el señor Amberly.

—Por supuesto que sí. Por eso aún se preocupa por la máscara egoísta en la que te has convertido en los últimos quince años. Sabe que habito en tu corazón, casi enterrado bajo una montaña de baratijas hermosas e inútiles y un miedo egoísta de enfrentarte a la vida real… yo, tu hermano, el hombre que debiste haber sido y no fuiste.

—No es cierto —susurró el señor Amberly—. Yo nunca podría haberme convertido en alguien como tú. Siempre he querido mantenerme al margen, ser un mero observador, dejar que la vida pasara ante mis ojos como si fuera un hermoso sueño. Estás mintiendo. Tú no eres mi hermano, mi otro yo. Eres un fantasma… un fantasma que maté hace muchos años.

—Si soy un fantasma —bramó el extraño y, mientras hablaba, iba levantándose del asiento e irguiéndose por encima del señor Amberly como una nube oscura y amenazadora—, si me mataste hace tantos años, ¿por qué no te atreves a mirarme a los ojos entonces? ¿Por qué tu mirada irradia tristeza, miedo y envidia?

—Vete, déjame en paz —murmuró el señor Amberly, reclinándose en su silla y tapándose la cara con las manos—. ¿A qué has venido? Ya sabes que siempre acabamos de la misma manera: primero me alegro de verte, es como si vinieras a librarme de algo que me tiene preso, pero luego empiezas a burlarte y a mofarte de todas las cosas que me he perdido en la vida… por culpa de mis miedos. Siempre he tenido miedo, y tú lo sabes. No voy a cambiar, soy demasiado viejo, así que vuelve a lo más profundo de mi corazón y escóndete allí hasta que mueras.

Dejó de hablar y se acurrucó en el asiento, sosteniéndole, ahora sí, la mirada a su hermano.

Sin embargo, cuando la figura oscura pareció plegarse sobre sí misma y acercarse a su propio cuerpo como si este fuera a absorberla, los ojos del señor Amberly no mostraron ni triunfo ni odio.

Vio cómo aquel rostro tan parecido al suyo y, con todo, mucho más hermoso, se desvanecía, menguaba, se fundía como la llama de una vela a la luz del sol; sintió que su mente volvía a llenarse con aquella ambición y aquel inconformismo secreto tan familiares y se hundía lentamente bajo las olas de la costumbre y la cobardía.

Y entonces volvió a quedarse solo en aquella estancia elegante y escasamente iluminada; cerró los ojos para no ver el vacío y se taponó los oídos para no escuchar el silencio, ese silencio rico y perfecto que hacía no más de una hora había degustado como un vino añejo.

De repente, se giró, dio varias zancadas por la habitación y cruzó el frío y silencioso vestíbulo, donde un reloj dorado marcaba el paso de las horas. Abrió la puerta de la calle y bajó corriendo por el caminito del jardín delantero, entre arriates de geranios blancos, hasta que se adentró en la cálida oscuridad.

La verja desvencijada y sin pintar de la casa de al lado chirrió bajo su mano impaciente, y subió muy decidido por el sendero lleno de hierbajos hacia la luz que brillaba tras el montante de la puerta.

Nesta Massereene no tardó en acudir y, al ver su cara pálida y desencajada, abrió los ojos como platos y se echó a reír con esa risita sofocada y cálida que tan bien recordaba.

—¡Pero bueno, Conrad! —exclamó—. ¿De verdad eres tú? ¿Qué te ocurre? ¡Parece que hubieras visto un fantasma!

—Así es —confesó el señor Amberly—. ¿Puedo pasar y contártelo todo, Nesta?

Distraídamente, recogió un par de botitas gastadas y llenas de barro que habían dejado junto a la puerta de la sala de estar.

Después, dejando que su mirada descansara en el pelo canoso de Nesta, la siguió al interior.