AMAR Y ANHELAR

La señora Cárter cepillaba el sombrero de su marido. Se encontraba de pie en el espacioso recibidor de Clevedene, mirando el reflejo de Peter en el espejo mientras él se enfundaba el abrigo. El cepillo se deslizaba suave y obedientemente por el sombrero.

Esta era la enésima vez que cepillaba el sombrero de Peter e iba a ser la última. Llevaban casados casi veinte años y estaba harta de su vida, de su matrimonio, y de Peter. Callado, satisfecho de sí mismo y falto de la ambición y el descontento necesarios para progresar, había pasado de ser una persona especial al típico marido, idéntico a millones de maridos que pululaban por el mundo. La señora Cárter había decidido que viviría su propia vida.

El cepillo bordeaba la discreta cinta gris, se detenía y daba un golpecito en el filo para sacudir cualquier posible partícula de polvo.

—Gracias, querida. —Por enésima vez, Peter cogió el sombrero. Ella se giró y colgó el cepillo en su gancho de latón.

Peter estaba trasladando una carta y otros papeles del bolsillo interno del traje al abrigo, donde guardaba las cosas menos importantes. Lo hacía sin apenas inmutarse… por ahora. Durante años había estado reprimiendo en silencio sueños y anhelos intrépidos y ambiciosos de convertirse en su propio jefe y establecerse por su cuenta, porque satisfacerlos podría significar una molestia y un peligro para su esposa. Tenía un trabajo estable.

Sin embargo, su ambición se negaba a morir. Seguía allí, mermada, reprimida, discutida, «racionalizada». Esa era la razón por la que no había hecho mil pedazos la carta en la que un primo suyo le proponía ser socio de un pequeño negocio floreciente. Era un éxito seguro, le había garantizado su primo.

Peter había rechazado dos ofertas similares en los últimos diez años.

La señora Cárter levantó la cara para recibir el beso de despedida.

La puerta de la calle se cerró con estrépito.

Arriba, en su dormitorio, unos minutos más tarde, la barra de labios siguió los movimientos de su mano con la misma obediencia que el cepillo había rendido al sombrero: recorrió el fino labio inferior, deteniéndose en las comisuras, donde debería haber unos hoyuelos, y dibujó el arco de cupido en el superior. La barra de labios se detuvo en el inferior y le dio unos golpecitos vacilantes.

¿Pasaría por una de treinta?

Hacía un mes, habría jurado que sí.

Pero ahora reparaba en las líneas de expresión que se dibujaban alrededor de su boca y de sus ojos. Tenía la piel apagada.

Su abrigo de imitación de piel de castor estaba echado sobre el pie de cama y los zapatos de piel de serpiente auténtica le hacían compañía en el suelo. Encima de la cama yacía un sombrero a la última moda, que quedaba ladeado sobre los ojos y que tenía un velo. Se puso un vestido azul marino nuevo.

El reloj marcaba las diez menos diez. Londres quedaba en el valle, a los pies de la barriada donde vivían los Cárter, velado por un humo del color de un collar de perlas durante el día e iluminado por la noche con millones de tenues lucecillas. Se había asomado muchas veces a la lejana ciudad desde su ventana hasta que la imagen había quedado grabada a fuego en sus retinas.

Ahora iba a volver allí.

Echó un último vistazo a la carta que había dejado para Peter, cuadrada, blanca e inflexible, y que reposaba en el tocador.

Mientras apretaba el paso por las limpias y cuidadas calles camino de la estación, pensó en el trabajo tan bueno que había tenido hacía veinte años. En aquellos días había sido toda una pionera entre las de su quinta.

Las calles estaban repletas de mujeres: mujeres con alsacianos atados de correas, mujeres con cestas de la compra, mujeres con coches y mujeres con niños, mujeres que salían a jugar al golf con otras mujeres porque sus maridos se habían marchado a Londres a trabajar… Ella se dirigía a Londres… a trabajar.

Había contestado a cinco anuncios y había recibido respuesta de tres. Su primera entrevista era a las once y media. Obviamente les había gustado su papel azul claro, su monograma y su dirección de un barrio respetable. El barrio de los Cárter era un lugar agradable para vivir… Lo único es que no se encontraba en el centro de Londres.

Cuando trabajaba para Gregory Hardy y ganaba tres libras a la semana, tuvo ocasión de conocer a hombres interesantes. Así fue como conoció a Peter.

Peter, por entonces, era un hombre interesante.

¿En serio? ¿O es que se había casado con él por pánico a la soledad y a tener que trabajar durante toda la vida?

Al llegar, Peter se encontró a su primo esperándolo en la oficina. Colgó su sombrero y su abrigo y miró el reloj de refilón. Ni los jefes de ventas de grandes empresas podían permitirse llegar casi catorce minutos tarde. Maldito tren…

Su primo, que ahora era de sonrisa fácil, pues se había convertido en dueño y señor de su tiempo —había ido a visitarlo a su propia oficina— le preguntó si había tomado ya una decisión.

Peter le pidió que esperara. Antes tenía que leer su correo.

La señora Cárter apoyó la barbilla en la mano, que llevaba enfundada en un guante de gamuza, y observó cómo Londres se acercaba cada vez más y más. ¿De qué servía una casa que tus amigos envidiaban si tu alma estaba presa? Para Peter era diferente; a él le gustaba la vida tranquila. Ella quería movimiento, alegría, conocer gente interesante.

El tren hizo su entrada en la estación de Charing Cross.

Cogió un taxi hasta Cannon Street. Archer, Stone y Mead Abogados tenían sus oficinas al final de unas lúgubres escaleras, las cuales subió tan deprisa que le salieron feos parches sonrosados bajo el maquillaje.

Pero… ¡si había otras! Otras mujeres, interesadas en su trabajo, en la sala de espera. Y todas eran jóvenes.

Ojos jóvenes y descarados bajo aquellos sombreritos tan monos, que, con toda probabilidad, estaban juzgando si tenía más de veinte años. Figuras esbeltas por juventud natural, no por hacer dieta ni ejercicio.

El anuncio ponía «menores de treinta años», pero ella había hecho caso omiso a ese requisito. Los abogados querían una secretaria educada, inteligente y de confianza y ella lo era. La edad no importaba. Estaba segura de que podría hacerles ver que…

Pero ahora ya no estaba tan segura.

Una de las delgadas chicas le hizo sitio.

Se sentó, demasiado nerviosa para retocarse el maquillaje.

La puerta se abrió y una secretaria dijo:

—¿La señorita Holroyd?

Ella se levantó hecha un manojo de nervios y atravesó la sala, consciente de los jóvenes ojos que la escrutaban.

Entró en una sala grande, iluminada y sin apenas muebles. Enfrente, un hombretón sentado a una mesa de despacho. Una voz dijo:

—Siéntese, señorita… mmm… —echó un vistazo a una lista, tan rápido que casi pasó desapercibido—… Holroyd.

La señora Cárter se sentó, temblando. La luz entraba por una ventana alta y le daba de lleno en la cara. Él le dedicó una mirada muy impersonal, muy aséptica.

Había albergado una vaga esperanza de encandilar a su posible jefe con su personalidad, rompiendo la formalidad de la entrevista con una nota cálida y de carácter íntimo. Pero aquella leve esperanza se desvaneció y murió.

—Veamos —empezó, mirando su lista más abiertamente en esta ocasión—. Su velocidad en taquigrafía es de ciento veinte, creo que dijo. Es un poco menos de lo que exigimos. Aquí tenemos mucha carga de trabajo y nuestra documentación está llena de términos legales. ¿Cuál es su velocidad de mecanografiado?

¿Había olvidado decirlo? ¿Qué importancia tenía la velocidad de mecanografiado si se era una candidata inteligente y educada para un puesto de secretariado confidencial? Gregory Hardy nunca se lo había preguntado…

—Me temo que no lo sé —balbució, con una voz ligera, apagada y fina—. Sé que soy bastante rápida. Mi último jefe…

—¿Qué edad tiene, señorita Holroyd? —la interrumpió. Sus ojos, llenos de curiosidad, estudiaban ahora su abrigo de imitación de piel de castor y los pequeños toques de prosperidad que se adivinaban por la pulsera y el bolso.

—Treinta y uno —soltó con rapidez—. Pero eso no importa si una es rápida y servicial, ¿no cree? Siempre me han dicho que aparento tener menos edad de la que tengo.

Ese era su pequeño toque personal. Probó a mirarlo a los ojos con una tímida sonrisa.

—Pero es que este anuncio pedía expresamente que las candidatas fueran menores de treinta años, a ser posible de veinticinco o veintisiete —la volvió a interrumpir—. Me temo que esto es una pérdida de tiempo, para usted y para mí, señorita Holroyd. Lamentamos no tener nada que ofrecerle. Siento que haya hecho el viaje en balde. Buenos días.

Era evidente que estaba molesto. Desplazó la mano hasta el timbre, lo presionó y, un segundo después, entró la secretaria, que la esperó con la puerta abierta para que saliera.

Se levantó. Más que avergonzada, estaba enojada. ¡A ella, una mujer casada, la habían tratado como a una de aquellas muchachitas insulsas de la sala de espera! Abandonó el despacho con actitud arrogante y la cabeza, tocada con aquel sombrero demasiado juvenil para ella, bien alta. Las mejillas le ardían y las manos le temblaban. No desvió la vista ni una sola vez a las chicas de la sala. No logró aclarar sus ideas hasta que se encontró fuera, en Cannon Street. Eran las doce menos cuarto.

Estaban los de la compañía naviera de Leadenhall Street. Querían verla a las doce y cuarto. Paró un taxi.

En el taxi se empolvó la cara encendida, se retocó la línea de los labios y evitó mirarse a los ojos en el espejito. Intentó no visualizar aquella carta, cuadrada, blanca y llamativa, que esperaba encima de su tocador.

Al final Peter tuvo que pedirle a su primo que se vieran a la hora de comer. Para hablar del tema.

La gran sala donde almorzaron estaba a rebosar de hombres que hablaban de negocios delante de sus filetes o sus tortillas (según lo fácil que fuera su digestión).

Peter disponía de dos mil quinientas libras en el banco y su primo quería hasta el último penique de sus ahorros. Le aseguró que ganaría tres mil… cuatro mil, cinco mil… y a partir de ahí sería no parar durante el segundo y el tercer año de su asociación. Peter era un loco si pretendía pensárselo dos veces.

Pero no podía evitarlo; pensaba en su pequeño utilitario, en el abrigo de imitación de piel de castor de Carrie, en las vacaciones que solían tomarse todos los años, en la suscripción al club de golf, en su hermosa casa («mi preciosa casa», la llamaba Carrie ante sus conocidos) y en su vida tranquila y sin sobresaltos.

Carrie nunca parecía querer ambicionar nada… pero, claro, ella era diferente.

Meneó la cabeza mientras su primo le hablaba… como había hecho ante cada atisbo de ambición durante los últimos quince años.

A la señora Cárter le fue peor si cabe en Leadenhall Street. Esta vez el hombre era bajo, tenía la cara roja y, más que hablar, le ladró. Antes de saber siquiera dónde estaba, le alargó una hoja de papel y le pidió que hiciera una prueba de taquigrafía. Las palabras —largas, desconocidas, técnicas— manaban de sus labios a un ritmo fluido y constante… cada vez más rápido… más rápido…

—¡Ay, por favor! —lo interrumpió suplicante—. ¿Puede ir un poco más despacio?

Él levantó la vista y le lanzó una dura mirada, pero ralentizó un poco el ritmo. Estaba impresionado por el abrigo de imitación de piel de castor y por sus aires de prosperidad.

Las palabras pararon de improviso.

—Ahora, léamelo —le ordenó y se recostó en su silla para escuchar.

Pero ella fue incapaz. Después de las primeras palabras, no había nada escrito en el papel, salvo unos cuantos garabatos ininteligibles. Y ni siquiera consiguió fingir que recordaba algo. Fue horrible. Su voz titubeó… se apagó…

—Me temo que no nos sirve, señorita —le dijo con cierto tono de satisfacción—. Demasiado lenta. Necesitamos a una chica que pueda tomar notas muy rápido. ¿Qué sistema utiliza?

Murmuró el nombre del sistema que le había bastado para las cartas de Gregory Hardy.

Él meneó la cabeza.

—Desfasado. Aquí siempre utilizamos el Wegg. Cualquier otro seguro que estaba bien hace diez años. Pero ya no. Buenos días.

Volvía a estar en la calle. Las doce y media.

Ahora los hijos de otras mujeres estarían volviendo a casa desde la escuela. Ella no había tenido hijos. Siempre había sentido pavor a que los hijos la ataran.

De vuelta en la oficina, después del almuerzo. El primo de Peter le había dejado con una incómoda sensación de irritación. Durante la comida le había tachado de tonto. Sin embargo, la oferta seguía abierta. Había algo de tiempo todavía para decidirse. Podía llamar por teléfono y aceptar. No tener que coger más el tren de las ocho cuarenta; no más ansias secretas de ambiciones reprimidas.

Alcanzó el periódico matutino. En la contraportada se anunciaba una venta aquella tarde: una joya de casa georgiana en Hereford. Más adelante, podría comprar una casa como aquella… si aceptaba, claro. Pero eso suponía arriesgarse, apostar, y él no se podía permitir ningún tipo de apuesta. Carrie no lo permitiría.

Suspiró y echó un vistazo al reloj de la pared. Casi las tres, la hora más pesada del día. Rutina, rutina… Hundió la cabeza en su correspondencia mientras la mecanógrafa entraba con cartas pendientes de firma.

La señora Cárter visualizó de nuevo la carta —cuadrada, blanca y llamativa— descansando en el tocador. Sacó la tercera contestación, de un agente de teatro. Quería verla a las cinco y cuarto. Horas que rellenar… horas y más horas. De nada servía irse al hotel donde había planeado quedarse aquella noche. Había pensado en pedirle a Peter que le mandara sus cosas…

Se fue a un salón de té y se bebió un café a sorbitos. El mundo se estaba derrumbando a su alrededor. Londres era demasiado gigantesco, demasiado ajetreado y cruel. No parecía quedar mucho sitio para las mujeres de cuarenta y tres años que intentaban volver a la vida. ¿Qué le decía en la carta a Peter?

Durante veinte años nuestra vida ha sido una farsa. Quiero desarrollar mi individualidad, ser libre, como otras mujeres, y vivir mi propia vida. Quiero escapar de esta existencia paralizante y gris que me está matando. Puede que a ti te satisfaga, pero para mí representa la muerte. Tú, en cambio, eres diferente…

Se terminó el café, pagó la cuenta y se echó de nuevo a la calle. Se metió en un cine durante una hora aproximadamente, pero no prestó apenas atención a la película. La duda estaba empezando a cernerse sobre ella. ¿Y si no encontraba trabajo?

Las cinco y diez, Covent Garden. Allí la atmósfera era diferente, más excitante. Una chica la hizo pasar, una joven muy agradable con medias del color de las uvas negras y un vestido del mismo tono.

El señor Meyerstein necesitaba a una muchacha que atendiera a las jovencitas que acudían a sus compañías de teatro itinerantes en busca de trabajo. Debía tener tacto —y aquí el señor Meyerstein exhaló una nube de humo justo por encima de su cabeza— y ser estricta y avispada. No creía que la señorita Holroyd diera el tipo. ¿Qué edad tenía?

La señorita Holroyd tenía treinta y un años.

—No, querida, de eso nada —dijo el señor Meyerstein, en tono agradable, recorriendo con ojos amables y sagaces su belleza ajada—. Póngase otros diez. Acaba de desperdiciar cinco minutos de mi tiempo y esta mañana estoy muy ocupado, pero la perdonaré. Váyase a casa y no lo vuelva a hacer.

Otra vez en la calle, en Covent Garden. Sus temblorosas manos ajustaron el sombrero sobre la frente. Lo único que tenía en mente era la carta.

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Aquel cartel en la puerta de un estanco captó su atención. Cruzó la calle, entró en la tienda y dio su propio número de teléfono.

Una pausa. Su corazón latía tan fuerte que apenas podía respirar. ¿Y si había llegado a casa temprano? Entonces ya no habría vuelta atrás. Habría escenas… peleas interminables y horrorosas en las que se verían implicados familiares y amigos.

—Hola… hola… ¿Eres tú, Grace? Hola, soy la señora Cárter. Mira, Grace, hay una carta dirigida al señor Cárter encima del tocador de mi cuarto. No tiene pérdida; es un sobre blanco. Quiero que lo metas en el cajón superior izquierdo del tocador, en mi caja de los pañuelos. ¿Me oyes?

—Sí, señora. Que meta la carta dirigida al señor Cárter en su tocador, en la caja de los pañuelos.

—Eso es… Que no se te olvide. Es muy importante.

La chica sentiría curiosidad. La señora Cárter no podía evitarlo…

Colgó el auricular y salió del estanco. Eran las cinco y media. El tiempo justo para volver a casa y comprar algunos champiñones por el camino para la cena. A Peter le gustaban, y una buena cena evitaría que le hiciera preguntas sobre el supuesto día de esparcimiento que había pasado en la ciudad.

Peter Cárter se paró a comprar un ramo de rosas tardías fuera de la estación… una tácita ofrenda de paz porque, por un día, había pensado en romper la existencia segura y apacible que compartía con Carrie. Después de todo, se había casado con ella, y un hombre tiene que atenerse a sus promesas. Era normal que Carrie prefiriera una vida estable. Se estaba haciendo mayor, la pobre.

Se encontraron en el umbral de Clevedene.

—Hola, cariño.

Él le dio un beso en la mejilla.

—Te he comprado unas flores. —Y le puso los espinosos y húmedos tallos envueltos en papel de seda en la mano.

—Cuidado con el vestido, Peter. Gracias, cariño. ¿Has tenido un día muy ajetreado? Yo también te he traído algo. Champiñones…

Y la puerta de Clevedene se cerró tras ellos.