EL PASTEL

«O-lan, tú eres la tierra».

Y así, con estas sencillas palabras, pronunciadas por el personaje del granjero chino, fue como la película La buena tierra llegó a su fin. Poco a poco se fueron encendiendo las luces, revelando una audiencia pálida y aturdida. Rickey Roscoe, que estaba sentado en la fila delantera de la platea alta con su esposa Jenny, deslizó una pequeña petaca que había contenido whisky de vuelta al bolsillo y dijo con lengua de trapo:

—¿Sabes, Jen? Si estuvieras a punto de morir, creo que sería incapaz de decirte algo así. Era demasiado sumisa, ¿no crees? Me refiero a que no tenía ideas propias, salvo dedicarse en cuerpo y alma a su marido y a sus mocosos. No es como tú. Hoy en día las mujeres no sois así…

Jenny no respondió, pues se estaba mirando en el espejito que tenía apoyado en la rodilla para comprobar si necesitaba volver a empolvarse la nariz.

—¿No crees? —insistió Rickey en voz más alta, inclinándose sobre ella—. Es lo único que quería decir, Jen. Que no era como tú. Una mujer como esa, hoy en día…

—Venga, que llego tarde. —Jenny cerró la polvera, se levantó y empezó a abrirse camino hacia el pasillo.

—Oye, ¿a qué vienen esas prisas? —dijo su marido en voz alta, dando trompicones detrás de ella—. Después de todo, es nuestra última noche juntos, ¿no?

Varias personas levantaron la vista, sorprendidas, y luego sonrieron. Aquel tipo fornido y rubio parecía un poco «achispado» y la mujer que lo acompañaba intentaba fingir que no se había dado cuenta. Que Dios lo guardase cuando llegara a casa.

—Lo único que quería decir —explicó de nuevo Rickey, pronunciando cada palabra con sumo cuidado, como si no estuviera seguro de lo que venía a continuación— es que esa tipa era una sumisa de campeonato. ¡Eso es lo único que quería decir, Jen!

Su esposa siguió caminando delante de él, atravesó el vestíbulo y salió a Regent Street. Los letreros luminosos verdes, escarlatas y azules ya estaban parpadeando en el crepúsculo primaveral. Varios hombres se giraron para mirarla y, mientras esperaba a que Rickey la alcanzara, se le ocurrió que la diferencia entre una mujer de éxito y otra fracasada residía precisamente en aquel masculino giro de cabeza. Las que no producían ese efecto en los hombres tal vez tuvieran mucho éxito en sus trabajos, pero, como mujeres, habrían fracasado. Ella, sin embargo, había conquistado ambos terrenos. Su cuenta bancaria era la prueba de que había triunfado como trabajadora; mientras que su espejo le confirmaba que poseía un atractivo fuera de lo común.

—Vamos a tomar una copa, Jen, anda —sugirió Rickey, intentando agarrarla del brazo. Ella se apartó ligeramente.

—No puedo, Rickey. No tengo tiempo.

—Vamos, Jen. No seas mala conmigo. Solo una. Puede que jamás volvamos a tomar una copa juntos.

—No seas tonto —respondió ella, discreta pero muy enfadada—. Seguro que el año que viene por estas fechas los tres somos los mejores amigos del mundo. Además, ya has bebido bastante por hoy…

Con todo, cuando él se metió por las puertas giratorias de un restaurante, ella le siguió.

Una vez estuvieron sentados en una mesa para dos y él hubo pedido, la expresión de Jenny se suavizó al instante. Sonrió a Rickey, sentado frente a ella muy rojo, derrumbado, tremendamente triste y de mal humor, y le dijo:

—¿No te gustaron las langostas, Rickey?

—¿Qué? —Alzó una cara de completo estúpido y luego sonrió—. Ah, las de la película. Sí… fantásticas.

Se tomó la bebida de un trago, mirándola con aire desdichado.

—Lo sabía.

Ambos se sonrieron salvando la distancia de la mesa, llena de manchas y de rastros de ceniza.

—Por eso quería que la vieras conmigo.

—Nuestra-Última-Peli-Juntos, ¿no, Jenny querida?

—Algo así… —Jenny se terminó su bebida y abrió el enorme bolso negro que llevaba colgado al hombro de un cordón del mismo color con las iniciales J. R. incrustadas en brillantes.

—Me alegro de que la hayamos visto juntos, Jenny.

No hubo respuesta.

—Sin embargo, me parece que es una forma un poco extraña de pasar la última noche con tu esposa, ¿no? Mira, Jen —dijo, clavándole la mirada mientras sus ojos se iban llenando, ridícula e inevitablemente, de lágrimas—, no puedo creer que esto nos esté pasando a nosotros.

—Rickey, querido —dijo ella, atajándolo mientras cerraba el bolso—, no iremos a pasar por lo mismo otra vez, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Llama al camarero, ¿quieres? Creo que ha llegado la hora de irme.

—¡Ella no me importa nada, nada! —espetó de repente, desplomándose en la silla—. Si tú me lo pides, estoy dispuesto a dejarla. Ella solo es alguien con quien…

—Ahora ya sabes por qué tengo que continuar sola mi vida —dijo Jenny con calma—. Por decir estupideces como esa. Eres como un chiquillo de diecinueve años. Y yo soy una adulta. No le des más vueltas.

Hizo una seña al camarero; este vino y, mientras Rickey pagaba, ella permaneció sentada aferrando el bolso negro, observando.

Llevaba tres años viendo a Rickey pagar religiosamente a los camareros. Entretanto, su propio sueldo en la Advance Advertising Company había pasado de doscientas cincuenta a dos mil libras al año, y su ambición, alimentada por el éxito, había aumentado en igual medida.

«El ascenso progresivo de los estándares de vida de la pareja y el correspondiente declive de la felicidad conyugal a medida que la ambición de la mujer crece “son propios de los años 1935 a 1938”», pensó Jenny con tristeza, como si estuviera leyendo un mal anuncio. Y esa noche, tras su «Última-Peli-Juntos», Rickey cogería el tren en la estación Victoria a las ocho en punto en dirección al puerto, y con él se iría Margot Faulkener, una mosquita muerta, amable, simpática y sin ambición, que quería bastante a Rickey y a la que no le importaba ser la causa del divorcio de Jenny.

El acuerdo al que habían llegado era sensato, amistoso y tan solo un poco triste. Jenny y Rickey seguían teniéndose afecto, pero ambos se habían dado cuenta (Jenny con más claridad que Rickey) de que su matrimonio ya no funcionaba.

Rickey deseaba tener un hijo; ese era el verdadero motivo de su fracaso. Jenny no lo quería, porque un hijo interferiría en su trabajo, que ella adoraba y que la había satisfecho por completo hasta que Rickey la había abordado (cual perro San Bernardo a ojos poco sentimentales) y no había parado hasta que consiguió que lo quisiera.

Sus amigos se habían sorprendido mucho cuando Jenny se casó con Rickey (ojo, no decían «cuando Rickey se casó con Jenny»). «No pegan ni con cola», solían decir. El bueno de Rickey, el más amable de los hombres, ganaba un sueldo aceptable en una compañía de seguros, se contentaba con poco, no tenía ambiciones, era sociable pero hogareño, aunque de ningún modo era el marido adecuado para Jenny.

Tras tomar aquella decisión, todos siguieron con sus vidas sabiendo en el fondo, con placentera anticipación, que el ménage Roscoe estallaría en cualquier momento. Hasta que por fin lo había hecho.

A Jenny no le sorprendía haberse casado con Rickey. Tal vez aparentara ser un poco fría y dura, pero su naturaleza secreta era sensible y afectuosa. Reprimía estas cualidades a base de mucha fuerza de voluntad, porque no ayudaban a que una mujer triunfara en el mundo de los negocios, pero sabía muy bien que se había casado con Rickey porque era su media naranja. Él no reprimía su calidez natural hacia ella y su sencillez le daba vida y la reconfortaba como un paseo por el campo.

No era ningún tonto, pero tampoco era esclavo del dinero. Al principio esto había atraído a Jenny, pero cuando descubrió que consideraba su trabajo, además, como un medio adecuado para conseguir un fin, y que ese fin era una forma de vida lenta, pacífica y solazada, se impacientó.

Rickey no comprendía su ambición. Procedía de una familia grande y acomodada que llevaba una vida sin complicaciones; era una gente fuerte, alegre y sana. Jenny, por el contrario, era la hija única de un pintor fracasado y había crecido en un ambiente intenso y antisocial envenenado por una ambición frustrada. Por eso, desde que tuvo uso de razón, su mayor anhelo fue prosperar, tener éxito, hacer más dinero que nadie, además de estar siempre elegante, ir a la moda y ser la número uno en su trabajo.

Carecía de poder creativo, pero era tan guapa, poseía tal determinación, sentido común, inteligencia y apetito insaciable por el trabajo, que estaba destinada a tener éxito en cualquier tarea que se le pusiera por delante. Los hombres adoraban su belleza fresca e infalible, y su buen humor irónico, y las mujeres, su amabilidad desapasionada. La verdad es que era un poco glotona, pero no se le notaba en absoluto. Solo Rickey sabía que lo era. La llamaba Saquito Roto, el nombre que su madre le había puesto a su rellenito hermano menor cuando eran pequeños.

Este apodo, que al principio Jenny encontró encantador, se fue convirtiendo gradualmente en el símbolo de la incapacidad de su marido para entender la necesidad más profunda de su naturaleza, y los Roscoe empezaron a tener peleas; además, Rickey empezó a beber tanto que dio que hablar incluso en un círculo para el que la bebida era lo más normal del mundo. Las cosas Rieron de mal en peor y, cuando él acabó teniendo una aventura con Margot Faulkener, Jenny se enfadó tanto que vio que ya tenía una excusa perfecta para pedir el divorcio.

Rickey se lo tomó fatal. Alegaba que seguía queriendo a su esposa como el primer día. Margot solo había significado un poco de diversión, y no tanta, después de todo. Si Jenny lo hubiera tratado mejor (afirmaba Rickey), nunca se habría acercado a otra mujer.

No, decía Jenny; no había vuelta atrás. No era solo Margot, era todo. Le habían dado una oportunidad a su matrimonio y no había funcionado. Ahora no había motivos por los que no cortar lazos el uno con el otro y empezaran una nueva vida. Pasaba todos los días y en su caso, gracias a Dios, no había niños de por medio que hicieran las cosas aún más difíciles. Jenny se mantenía en sus trece con respecto al divorcio y no iba a parar hasta conseguirlo.

Ninguna de las partes se había comprometido a un matrimonio serio ni este había discurrido por sendas firmes y nobles. Pero en el círculo en el que Jenny y Rickey se movían, la nobleza y la firmeza estaban pasadas de moda; de hecho, en todo el mundo estas dos virtudes están en constante peligro de extinción, y solo cuentan con débiles palos de madera para defenderse. Y si el matrimonio Roscoe albergaba la semilla de estas virtudes anticuadas, estas estaban tan enterradas bajo la obsesión por el dinero, las prisas y el trabajo que jamás lograban aflorar a la superficie.

Cuando Rickey dejó a Jenny en un taxi y le dio al conductor la dirección —«Aster House, Baalbec Road, Highbury»— ella se asomó por la ventanilla y le dijo con fingida despreocupación:

—Llegaré tarde, aunque no todos los días mandas a tu marido a un viaje como este, ¿no te parece?

—No, supongo que no —contestó Rickey, abatido, y añadió, sin dejar de mirarla—: Adiós, Saquito Roto. Siento no haber estado a la altura. Sabes que eres la única para mí; siempre lo serás, a pesar de todo.

—Yo también lo siento, Rickey. Adiós.

Intentó decir algo más, pero en cambio sacudió la cabeza sonriendo y se dejó caer sin dignidad sobre su asiento cuando el taxista arrancó. No volvió la vista atrás.

Cuando el taxi puso rumbo al norte a través de los tranquilos jardines de Bloomsbury, la luz que entraba por la ventanilla mostró a una joven esbelta de veintiocho años, vestida con ropa por valor de unas ciento cincuenta libras. Había reemplazado, previa planificación, todo rastro de exuberancia, puerilidad e indecisión en sus modos por una cara sobriedad en el vestir y por una sofisticada simpleza. Su abrigo negro de astracán y su traje de Mainbocher casaban a las mil maravillas con su tono bajo, sus movimientos mínimos y su mirada desprovista de afectación. Era el espécimen perfecto de la Triunfadora Ambiciosa, Modelo 1938, y todo lo había conseguido por méritos propios.

Tenía el pelo negro y los ojos de un gris claro. Esa noche llevaba la cara maquillada de un agradable tono marfil y sus labios de un rojo natural, pues sabía que la señorita Maude Allworton, la feminista y antigua sufragista, desaprobaría con virulencia una cara maquillada. De modo que la señorita Allworton debía ver esta cara en especial, lo más natural posible.

La idea había sido de Jenny, como muchas de las ideas de la Advance Advertising Corporation. Había sugerido hacer una serie de entrevistas con seis famosos pioneros del último medio siglo para que aparecieran a toda página en los diarios más prominentes. Los ancianos declararían, con frases editadas con sumo cuidado por los propios redactores de Advance Advertising, exactamente lo que pensaban del mundo moderno y en especial de los alterados estándares de vida. Iba a ser una llamada indirecta a la conciencia consumista de millones de hombres y mujeres. Caras dignas, sabias y recias lanzarían una sincera mirada a la típica señora de clase media desde la página de su periódico favorito y desmentirían el dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Por este trabajo las caras dignas, sabias y recias obtendrían veinticinco guineas por cabeza.

Sin embargo, algunos de estos ancianos pioneros no habían sacado demasiado provecho económico de la senda que habían abierto y vivían en lo que los periódicos denominaban delicadamente «un retiro» en barrios poco elegantes de Londres, mientras que otros eran irritables, estaban sordos o ni siquiera podían hablar por teléfono de modo coherente. Así que Jenny, que poseía talento para el trato personal, había sido elegida para entrevistar a los seis. Y la señorita Maude Allworton era la cuarta de la lista.

Había sido una ferviente militante durante aquellos convulsos días previos a la Guerra de los Cuatro Años. Había mantenido una huelga de hambre y la habían alimentado a la fuerza, había saboteado buzones con parafina, se había encadenado a las vías del tren, había portado pancartas, se había enfrentado a los que pretendían acallarla, había insultado al Consejo de Ministros, se había escondido durante días en las carboneras de unos amigos cuando estaba en búsqueda y captura por la policía y, en general, había llevado una vida bastante apasionante. Había sido en cierto modo una Figura Pública, por no decir un Incordio Público, y su revuelta melena pelirroja, corbata al viento y grandes zapatos de tacón bajo habían llegado a ser familiares para todos aquellos que leían los periódicos en 1913.

Eso fue hacía veintisiete años. Entre la «Maudie Luchadora» de aquellos tiempos y la señorita M. Allworton de hoy mediaban los cuatro años de la guerra y los cambios que esta había operado. La marea de notoriedad se había ido retirando lentamente y existía toda una generación allí fuera, trabajando y jugando, que ni siquiera sabía su nombre. A veces su firma aparecía al pie de una carta sobre algún problema feminista en Time and Tide o en el Times, pero solo los mayores recordaban quién era. Vivía en Highbury con una amiga gracias a una pequeña pensión que le había dejado su madre y se rumoreaba que tenía muy mal genio. No es que Jenny estuviera emocionada por hacer la entrevista precisamente.

Cuando se sentó en el taxi, que ahora recorría Holloway Road, intentó relajarse con todas sus fuerzas… y se sintió demasiado mal como para sonreír ante tal idea. Nunca se mentía de forma deliberada sobre sus sentimientos y por eso admitía que seguía queriendo a Rickey. Se le hacía insoportable pensar que estaba con Margot, así que se arrancó esa imagen de la cabeza. No se habría casado con él si no hubiera sentido que era el hombre de su vida, y de hecho lo seguía siendo. Eso era lo peor. Pero ya era demasiado tarde para arreglar las cosas.

«Dirán lo que quieran, pero el dinero no compra la felicidad —pensó Jenny con triste indiferencia, acurrucándose en el abrigo de astracán y olvidándose de sus técnicas de relajación. Bueno, siempre me quedará el trabajo, gracias a Dios…».

El taxi se detuvo ante una verja donde brillaba una deslucida placa en la que se leía Aster House. Se echó un vistazo en el espejo antes de salir para asegurarse de que no parecía maquillada. La gente mayor se ponía hecha una furia con el tema del maquillaje; una antigua estrella de cine le había dicho a una amiga reportera de Jenny: «Llevas los ojos pintados, querida. No puedo concederle una entrevista a una mala mujer», así que la periodista tuvo que restregar sus negras pestañas irlandesas con un pañuelo limpio para así convencer a la vieja bruja de que se estaba equivocando con ella.

Y ahora tenía que bregar con Maudie la Luchadora, ¡maldita sea!

Le pidió al conductor que la esperara, abrió la verja que colgaba de un gozne y recorrió un estrecho caminito lleno de malas hierbas. Los jardines de estas casas discurrían a lo largo de la carretera, que estaba mal iluminada y era solitaria y decadente. Había arbustos de laurel empapados y cubiertos de hollín, hierba fétida en cuya tierra famélica brillaba de vez en cuando alguna flor primaveral y escalones de piedra desgastados que conducían a porches sostenidos por pilares. Jenny tocó una campanilla, recientemente barnizada con algún tipo de producto negro que le manchó el guante de piel de antílope, y aguardó, mirando con pesar el lamparón negro. ¿Qué estaría haciendo Rickey en ese momento? Dando vueltas por el piso, probablemente, acompañado de un whisky doble, desde la estantería empotrada hasta el tocador, recogiendo sus bártulos y haciendo las maletas…

Volvió a llamar, presa de la impaciencia.

«Vaya agujero más deprimente», pensó, mirando las tenues luces de la puerta de enfrente. Dio gracias al cielo por el dinero, la juventud, la mente despierta, la calefacción central, las aspiradoras y las neveras. Y por los pisos que solo llevan seis meses en pie. Esa casa debía de tener setenta años por lo menos… Saltaba a la vista que hacía tiempo que había perdido su encanto.

«¿Por qué no vendrá nadie?». Sacudió de nuevo la campanilla.

«Debe de ser terrible acabar así, después de creerse capaz de revolucionar el mundo. ¡En 1913! Pero antes, aquellas sufragistas y mujeres defensoras de sus derechos eran unas estúpidas. Padecían de protestitis masculina crónica, odiaban furibundamente a los hombres pero se vestían como ellos, renunciaban a la ventaja de ser mujer (movió los hombros con suavidad dentro de su traje de Mainbocher) y enervaban absolutamente a todo el mundo. Supongo que eran buenas luchadoras… ¡pero qué estúpidas! No se daban cuenta de que podían haberse llevado todo el pastel si hubieran querido.

»Mi generación ha convertido en arte la gestión de ese pastel. Trabajos de hombres, salarios de hombres y, por si fuera poco, todas las ventajas de ser una mujer.

»La verdad es que tenemos suerte. Mucha suerte».

Sin embargo, cuando giró la cara hacia la puerta que se abría no se sintió tan afortunada.

Una anciana, pulcramente vestida con un delantal blanco y un traje negro, estaba allí plantada, observándola.

—Entre, si es tan amable —le dijo al fin, con la voz distorsionada de los que están sordos como tapias—. La señorita Allworton la está esperando.

Jenny la siguió por un largo pasillo en penumbra con suelo de baldosas donde hacía un frío de muerte, flanqueado por enormes paisajes oscuros en marcos dorados sin lustre. Todo estaba limpio, la verdad, pero la casa olía a cerrado y a muerte.

—Aquí es. —La mujer abrió una puerta y Jenny entró—. La señorita Maude bajará dentro de un minuto.

«Pues esta sala tiene una bonita distribución», pensó Jenny, echando un vistazo al arco que dividía el apartamento en dos, a las cristaleras en un extremo, al techo bajo y a los huecos para colocar estanterías a cada lado de la rejilla de hierro de la chimenea. Podría haber llegado a ser preciosa… Pero en ese momento era un horror.

Y no estaba tan limpia, decidió un minuto después con asco, reparando en la capa de polvo que cubría el hermoso aparador Victoriano y la mesa que ocupaba el centro de la estancia, en las bandejas y los cuencos de latón sin brillo de la repisa de la chimenea, en las fundas mugrientas y holgadas y en los dos platillos con pan mojado en leche de la chimenea. Un gato de dimensiones imposibles dormitaba enroscado en el sillón más grande y otro, no tan descomunal, en la esterilla delante de la estufa de gas rota que había empotrada en la vieja y bonita chimenea. Había periódicos desperdigados por doquier, y un gran escritorio en un rincón atestado de papeles. «Es una habitación “con mucho uso”, de eso no cabe duda —pensó Jenny—. Mientras no tenga que vivir en ella, podré soportarlo».

»A una se le olvida que hay habitaciones como esta por todo Londres. Una se acostumbra muy pronto al éxito y al tipo de habitaciones que el dinero te permite comprar. Esta, definitivamente, es la de una fracasada».

Mientras miraba su reloj de bolsillo, con adornos de diamantes, la puerta se abrió de repente y una mujer entró en la sala. Era bajita y menuda; el pelo gris, recogido y tirante, dejaba al descubierto una frente reluciente; tenía ojos grises y saltones y una boca diminuta que no paraba de moverse. Llevaba puesta una falda gris demasiado corta que dejaba al aire unas piernas flacuchas casi hasta la rodilla, y una blusa blanca bajo una rebeca de lana gris.

Se acercó a la perpleja Jenny con un peculiar paso ágil y rápido, restregándose las manos como si intentara calentárselas.

—Oh, ¿qué tal? —La voz que salió suave y aguadamente de aquellos pálidos labios era sin lugar a dudas la de una mujer—. Supongo que cree que soy la señorita Allworton, pero no es así, soy su compañera, la señorita Urse. —Vaciló, juntando las manos como si se dispusiera a rezar y con la vista clavada en el suelo. No había mirado directamente a Jenny ni una sola vez mientras hablaba con ella; su mirada deambulaba por la habitación, como recelosa y asustada. Continuó—: Solo quería verla a usted antes de que ella lo hiciera. Por supuesto, no sé para qué ha venido a verla, no ha querido decírmelo, pero la sirvienta me contó que la esperaba esta tarde, así que quería verla y rogarle que no crea ni una palabra de lo que diga sobre mí y el señor Saville.

—Oh. ¿Sí? ¿El señor Saville? —Jenny mantuvo la voz calmada y amable, siguiéndole la corriente a aquella pobre criatura e intentando no sentir repulsión por sus modos y su cara:

—Sí. El prometido de la señorita Allworton. Verá, hace muchos años se comprometieron en matrimonio. Él solía venir aquí, cuando éramos jóvenes (Maude y yo fuimos juntas a Girton y yo me vine a vivir con ella y con su madre cuando la mía murió), pero aunque yo sabía de sobra que estaba comprometido con Maude y le aseguro que nunca cruzamos ni una sola palabra que una tercera persona no hubiera podido oír… siempre supe que era a mí a quien él quería.

—Ajá —murmuró Jenny, todavía con dulzura. Le sobrevino un sentimiento de terror. Aquello era lo que les pasaba a las mujeres que llegaban a la vejez sin marido y sin trabajo. «Eso es absurdo— pensó un segundo después, —debe de haber millones de mujeres que envejecen dignamente sin necesidad de tener ninguna de las dos cosas… siempre y cuando cuenten con los medios suficientes para no morirse de hambre».

—Así que quería advertirle —continuó la voz suave— que la señorita Allworton siempre ha estado muy celosa de mí y que, por supuesto, cuando se dio cuenta de que el señor Saville se interesaba por mí pero era demasiado caballeroso para romper el compromiso con ella, las cosas fueron a peor. Yo siempre he sido una amiga leal, señorita… me temo que no me ha dicho su apellido…

—Roscoe —murmuró Jenny.

—… señorita Roscoe, y créame si le digo que he dejado pasar muchas oportunidades de gozar de una feliz vida de casada y de tener hijos solo por estar con ella. En verdad he dedicado mi vida a Maude, señorita Roscoe, y ahora que se está haciendo vieja y que cada día que pasa tiene peor genio, créame, a veces me asusta, le entran unos ataques de ira terribles…

Echó un vistazo fugaz y nervioso hacia la puerta.

—Solo quería pedirle que no crea nada de lo que diga sobre que el señor Saville y yo hicimos algo malo. Eso es todo.

Ambos nos comportamos de forma totalmente honorable, señorita Roscoe, se lo aseguro. Eran tiempos difíciles y los dos sufrimos, pero hicimos lo correcto y nunca me he arrepentido de ello.

Tragó saliva presa de la inquietud.

—Ah, y si menciona una carta, señorita Roscoe…

—¿Entablando amistad con la señorita Roscoe, May?

Aquella voz profunda procedía de una mujer que había abierto la puerta sin hacer ruido y ahora las estaba observando mientras reía en silencio. La mujercilla dio una especie de gritito, vergonzoso por el terror sincero que traslució, y salió disparada de la habitación como un conejo. La mujer de la puerta se echó a un lado para dejarla pasar, cerró de un portazo y luego se dirigió a Jenny y le tendió la mano.

—¿Qué tal, señorita Roscoe?

—Muy bien, ¿y usted? —Jenny sintió cómo la recién llegada le estrujaba los dedos haciendo que la mano le doliera por la presión de un gran anillo de sello.

—Siento haberla hecho esperar —continuó diciendo la señorita Allworton—. ¿Fuma usted? —Sacó un paquete arrugado con dos dedos que la nicotina había teñido de amarillo.

—No, gracias.

La señorita Allworton enarcó sus pobladas cejas blancas.

—Es usted un poco anticuada, ¿no cree? Espero que no tenga nada en contra de las mujeres que fuman.

—Oh, no —dijo Jenny, irritada y conteniéndose para no informar a La Pionera de que no fumar era moderno, más que anticuado—. Es solo que no me atrae.

—Ya veo. Bueno, señorita Roscoe, siéntese, siéntese. Póngase cómoda. Muy bien, ¿qué quiere que le cuente? ¿Algo sobre los viejos tiempos, antes de la guerra?

Emitió una carcajada violenta y jovial. Tras sus espléndidos ojos azules y rasgados la soledad deambulaba de un lado para otro, una y otra vez, como un león viejo. Iba vestida con un traje de tweed, que (como el de la señorita Urse) le quedaba demasiado corto, una blusa camisera y zapatos bajos de cuero. Era muy guapa, con su nariz recta, su boca alargada y firme y un bonito perfil. Jenny se puso a pensar que aquel magnífico cuerpo podía haber traído al mundo a una familia de diez miembros si hubiera querido, y aún así haber dejado a la madre llena de energía para seguir viviendo como si nada. «Qué desperdicio —pensó. Y un segundo después—: ¿Y por qué un desperdicio? Hizo lo que se le antojó con su vida, ¿no?».

—Sí, si no le importa… y algo sobre los nuevos tiempos también, si le parece; como contraste. Eso es lo que nos interesaría destacar, señorita Allworton, el contraste entre el estándar de vida de la familia media antes de la Guerra de los Cuatro Años y el que existe en la actualidad. Es una especie de llamada indirecta al público consumista. Queremos convencerlo de que es afortunado por vivir en 1938.

Jenny dijo esto con fría convicción aunque, cuando pensó en los titulares de los periódicos de aquella mañana, tuvo la sensación de que la misión iba a resultar algo más difícil de lo que había pensado en un principio.

La señorita Allworton pareció decepcionada. ¡De modo que la entrevista no iba a consistir en un festival de recuerdos! No iba a poder contarle a los millones de idiotas que vivían en aquellas nuevas y horribles barriadas a las afueras de las ciudades lo divertida que era la vida en 1913. En cambio, tenía que elogiar el mundo de la posguerra, que ella temía y por el que sentía un violento rechazo. Por eso dijo en tono áspero, cruzando las piernas:

—Bueno, no sé muy bien cuál es el estándar de vida de la familia media hoy en día, señorita Roscoe. Mi familia consiste en esa estúpida de May Urse, que cada día está más loca, como ya habrá podido comprobar, además de la criada vieja que la hizo pasar, que está más sorda que una tapia y que lleva conmigo treinta años, y yo misma. May y yo no salimos mucho. No me lo puedo permitir, para serle sincera. Una vez al año voy a Girton y a veces a mi club cuando traen a un conferenciante interesante (la mayoría son estúpidos. Carecen de garra). Pero ya no suelo salir mucho ni voy a cócteles. La verdad es que —apagó el cigarrillo sin apenas reparar en Jenny— la mayoría de mis amigos viven en el extranjero o están muertos, y yo soy demasiado vieja para hacer nuevas amistades. No me gustan los jóvenes, señorita Roscoe —confesó mirándola con arrogancia—, no los entiendo y ellos a mí tampoco. Supongo que, en honor a la verdad, debería decir que vivo anclada en el pasado. Todos los viejos lo hacemos, de algún modo. Por supuesto, si tienen nietos, apuestan por el futuro, pero… yo no los tengo. —Se encendió otro cigarrillo. Hubo una pausa.

Jenny tuvo la impresión de que la entrevista iba por mal camino, pero estaba demasiado cansada como para tratar de enderezarla. Sus pensamientos volaban tristemente hacia Rickey, pero consiguió armarse de valor, los puso bajo control y dijo:

—Sin embargo, señorita Allworton, no le importará que digamos en el anuncio… en el comunicado, que cree que la mujer moderna goza de una vida mejor de la que llevaba hace tan solo veinte años, ¿verdad?

—No me importa que lo diga, señorita Roscoe, porque le estoy ofreciendo esta entrevista a cambio de dinero y lo necesito. Pero, entre usted y yo, no lo creo.

—Vaya… —Jenny se sintió demasiado cansada de repente para empezar una discusión con aquella vieja tan egoísta y tan fastidiosa—. Si de verdad no le importa que lo digamos, así será. Haré una introducción sobre los beneficios sembrados por pioneras como usted y que la mujer moderna ha cosechado, ¿está de acuerdo?

No habría conseguido disimular el sarcasmo y el desprecio de su voz ni aunque le hubiera ido la vida en ello. Quería llorar. Estaba tan cansada que le costaba hablar incluso. La señorita Allworton, aquella pionera solitaria, aquella fracasada llena de frustración y amargura que había empezado con unas expectativas tan altas, era la gota que colmaba el vaso. Por supuesto, ninguna de las mujeres de su generación terminaría así —pensó Jenny—; pero qué Terrible Advertencia. No tenía ni idea de cómo disfrutar de su porción de pastel…

—Pero diga lo que quiera, señorita Roscoe. —La señorita Allworton se levantó, extendió el brazo por la repisa de la chimenea y bajó la vista hasta la chica vestida de negro con el pañuelo de gasa color habano al cuello, tan peripuesta, joven y triunfadora sentada en aquella silla vieja y desvencijada—. Ponga en mis labios lo que usted desee. Le doy absoluta libertad.

Se hizo un silencio incómodo que Jenny se vio incapaz de romper. Un silencio que se prolongó más allá de lo soportable. Jenny volvió la cabeza y se quedó mirando al gato. Al fin alzó la vista, en un gesto rápido, y se encontró con los ojos tristes de la señorita Allworton, llenos de envidia y de una especie de asombro, clavados en los de ella.

La señorita Allworton habló de inmediato.

—No se moleste por que la esté mirando tan fijamente, señorita Roscoe, y perdóneme por ser grosera, pero es que me resulta usted fascinante. —Su voz era casi tímida—. No es ni por asomo la típica feminista. Va bien vestida (oh, sé el aspecto que debe tener una mujer, aunque su estilo nunca me sentó bien; soy demasiado grandota) y me gusta ese sombrerito que lleva, y usted… no sé. Hace treinta y cinco años sencillamente no existían mujeres como usted, señorita Roscoe; en ningún lugar del mundo.

—¿Lo dice en serio? —le dijo Jenny, curiosamente conmovida.

—Sí. Las mujeres eran o unas estúpidas o feministas como nosotras. Pero usted no parece ninguna de las dos cosas.

—Gracias… —dijo Jenny, con gesto recatado.

La señorita Allworton sonrió de repente. Aquella sonrisa amplia, de colegiala casi, le confirió un extraño aspecto juvenil y Jenny se dio cuenta de que, treinta y cinco años atrás, era esa la que todas sus amigas vestidas con cuellos altos y faldas largas habían venido en llamar «la espléndida sonrisa de Maude».

Entonces la cara de la señorita Allworton se tornó solemne de súbito, como si se dispusiera a hablar de Dios, e hizo gala de todo su aplomo, examinando su cigarrillo:

—¿Le gusta su trabajo, señorita Roscoe?

—Mucho —contestó Jenny simple y llanamente. Ahí seguro que habían dado con un punto en común.

—¿Está casada?

—Sí. —Sus ojos sostuvieron la mirada de la anciana y no dieron la menor muestra de la tristeza que la invadía por dentro. «Al menos, lo estaba hasta esta noche».

—¿Tiene hijos?

Jenny negó con la cabeza.

—¿Azar o decisión propia? —De nuevo la sonrisa.

—Decisión propia —contestó Jenny, con una media sonrisa. Se le ocurrió que, si hubiera conocido a la señorita Allworton en 1902, habrían hecho buenas migas.

—Tiene mucho tiempo todavía, ¿eh?

Jenny asintió de nuevo, pues, para su desgracia, sabía que, si hablaba, rompería a llorar. No era que lamentase no tener hijos, sino que —ahora— era imposible tener hijos con Rickey y sentía que no querría tenerlos con nadie más.

—Muy bien, muy bien… —Maude Allworton apagó el cigarrillo y empezó a deambular por la habitación—. No sé si alguna vez he lamentado no tener descendencia. Son una gran atadura si eres de las que quieren trabajar también… ¡Yo podría haberlos tenido! —espetó girándose hacia Jenny—. Tomé la decisión con plena conciencia. Tuve que elegir entre el matrimonio y La Causa, y elegí La Causa.

Jenny no dijo nada, pero pensó: «Entonces sí que fue estúpida. Si hubiera administrado su vida con sensatez, lo más probable es que hubiera podido tener ambas cosas».

—Sí… elegí La Causa —repitió la señorita Allworton. Estaba plantada delante del aparador de madera de caoba clara que Jenny había admirado antes. Cogió una fotografía con un reluciente marco de plata. Era el único objeto bien conservado de aquella habitación más bien lúgubre.

—Este de aquí era el hombre que quería casarse conmigo. —Cruzó la habitación en un arrebato y le enseñó la foto a Jenny—. Nos conocíamos desde que éramos niños, y cuando cumplí treinta y cinco años nos prometimos. No éramos ni unos niños ni unos estúpidos. Yo llevaba toda la vida trabajando para La Causa y él era un hombre inteligente y sabía lo que todo aquello significaba para mí. Por supuesto, todos los estúpidos de mis conocidos me consideraban una solterona sin remedio, pero él no… Él me había esperado y yo estaba dispuesta a arriesgarme a tener hijos… Ninguna broma a esa edad y en esos días, señorita Roscoe, ni siquiera en la actualidad, cuando dicen que es tan sencillo como… puede ser.

Hubo una pausa. Jenny estudió la fotografía, que representaba una cara encantadora, sensible y a la vez masculina y graciosa, una cara eduardiana con espesos bigotes que no escondían los carnosos labios de un amante por naturaleza. «Seguro que murió en la guerra», pensó.

—Estaba totalmente dispuesto a compartirme con La Causa —continuó con amargura la señorita Allworton—, pero eso a mí no me convencía. Quería ser tan libre como si no estuviera casada, libre para darlo todo por mis ideales. Sin embargo, George no lo veía así, de modo que rompimos nuestro compromiso. Él se alistó en el ejército cuando estalló la guerra y, antes de que se marchara a Francia, vino a verme por última vez y me pidió que me casara con él… Yo le dije que no.

Apartó la fotografía y se quedó en medio de aquella funesta habitación con la mirada perdida en los lejanos días de 1914. Jenny no apartó la vista de la cara de George Saville. Tenía la misma boca que Rickey…

—Y entonces lo mataron —concluyó la señorita Allworton con brusquedad y dureza. Se hizo el silencio.

«Así que eso fue todo —pensó Jenny—. Mataron a su hombre y ahora las nuevas generaciones, que nunca han oído hablar de ella, dan por sentadas las cosas por las que luchó. No me extraña que esté tan amargada… Seguro que es consciente de que en parte es culpa suya, y eso empeora aún más las cosas. ¡El pastel! Ni una mujer entre un millón sabe cómo llevárselo entero».

—… así que por eso me interesa usted —continuó la señorita Allworton—. Parece haber conseguido lo imposible: un matrimonio feliz y además una carrera prometedora.

Jenny no dijo nada. La voz de la anciana no tenía tono interrogador; daba por hecho que era una mujer realizada. Sin embargo Jenny, allí sentada, mirando al gato, se sintió terriblemente avergonzada de sí misma. «En realidad no soy mejor que ella —pensó llena de rabia—. He tenido la oportunidad de formar un matrimonio feliz y la he echado a perder… igual que ella. Dios, ¿qué voy a hacer?».

De repente, una idea clara, sencilla, cristalina le vino a la mente. Se levantó de súbito y miró el reloj. Eran las siete y media… casi las ocho menos veinticinco. Todavía estaba a tiempo de alcanzar a Rickey, explicárselo todo y decirle que estaba dispuesta a ceder. Le daría un hijo y así tendría su parte del pastel… aunque ella lo administraría como es debido, como haría una auténtica triunfadora, no de cualquier manera, como una arribista de las que tanto abundaban hacía treinta años.

—Señorita Allworton —dijo rápidamente—, ¿tiene teléfono? No, por supuesto que no, cómo se me ocurre… Intenté encontrarla en la guía y me fue imposible… cómo he podido olvidarlo. Le ruego que me disculpe, me temo que lo que le voy a decir sonará muy poco profesional, pero acabo de recordar algo que tengo que atender con urgencia…

—¿En casa? —preguntó Maude Allworton, con una sonrisa burlona pero no exenta de un cierto toque de comprensión—. ¿Acaso se ha dejado el hervidor puesto en el fuego?

—No… marido —dijo simplemente Jenny—. Señorita Allworton, debo irme ahora mismo. Es muy… muy importante.

—Márchese entonces, pero ya lo siento, ya: esperaba que se quedara a cenar. Tengo algunas historias muy divertidas en mi libro que me gustaría que oyese; mi libro de memorias, ya sabe, Hewett y Worsley se lo están pensando… en especial una sobre Tommie Lascelles (en realidad se llamaba Iris, pero para nosotras siempre fue «Tommie») y sobre la suegra del Primer Ministro… pero, por supuesto, si tiene que marcharse…

—Sí, debo irme; pero volveré, señorita Allworton. Volveré.

—¿En serio? ¿De verdad? Hay tantas cosas de las que me gustaría hablarle…

—Volveré, se lo prometo.

Le tendió la mano y no pudo reprimir una mueca de dolor cuando la anciana se la estrechó.

—La acompaño a la puerta… No, mejor que lo haga May. Estará esperando para preguntarle si le he contado algo sobre George, pobrecilla…

Jenny, en un estado de agónica impaciencia, esperó mientras abría la puerta y gritaba:

—¡May!

—¿Me has llamado, Maude querida? —le preguntó la señorita Urse, saliendo de repente de una de las habitaciones como el Conejo Blanco de Alicia.

—Parece ser que sí. —La señorita Allworton sonrió a Jenny—. Acompaña a la señorita Roscoe, ¿quieres? Adiós, señorita Roscoe. Gracias por venir. Puede decir lo que quiera sobre mí en su anuncio, no me importa. Y vuelva pronto.

Y cuando la puerta se cerró, a Jenny le pareció haber oído casi con total nitidez que añadió: «Y buena suerte, querida».

La señorita Urse iba delante de Jenny por el pasillo dando sus pequeños pasitos. Se detuvo en la puerta de entrada, sus dedos giraron el pomo despacio, se volvió hacia Jenny y lanzó una mirada recelosa de lado a lado con sus ojos claros.

—¿Le ha dicho algo? —susurró.

—Ni una palabra —le susurró Jenny a su vez para tranquilizarla—. Supongo que ya lo ha olvidado. Yo de usted no me preocuparía.

La señorita Urse meneó la cabeza.

—Qué va, no se le ha olvidado; pero intentaré no preocuparme. Muchas gracias por su amabilidad. ¿Ve bien el caminito para salir? ¿Seguro? Buenas noches.

Cerró la puerta despacio y Jenny, libre al fin, corrió por el sendero y abrió la puerta del taxi de un tirón.

—¿Va todo bien, señora? —preguntó el conductor saliendo del coche. Estaba dispuesto a pelearse con cualquiera para defenderla.

—Sí, pero debo estar en Victoria antes de las ocho. ¿Podrá hacerlo? Le daré uno de cinco si lo consigue.

—¿Que si puedo? —exclamó el conductor—. Ya estamos allí.

Dio un portazo muy fuerte como para demostrar que no le importaba lo que le ocurriera al taxi, subió de un salto e iniciaron la marcha a una satisfactoria velocidad que gradualmente fue en aumento.

Durante un minuto aproximadamente Jenny fantaseó con la idea de llamar por teléfono a Rickey al apartamento, pero luego se dio cuenta de que ya habría salido de camino a la estación. Se recostó en el asiento e intentó poner en orden sus pensamientos. Había posibilidades de que el taxi consiguiera llegar a tiempo a Victoria, así que debía pensar qué iba a decirle a Rickey.

Entonces reflexionó: «No hay nada que decir, salvo “Rickey, he sido una estúpida. Vamos a intentarlo de nuevo a tu manera”. Sí, eso es lo que le diré».

¡Ojalá me crea y ojalá consiga llegar antes que Margot!

»Lo pasará mal, pero no será la primera vez que un hombre la defraude.

»¿Y si Rickey se hace el héroe e insiste en marcharse porque se siente incapaz de hacerle eso?

»No, no lo hará. Hace treinta años, si hubiera sido George Saville, tal vez… pero no, ahora no. Nuestra generación tendrá sus tonterías, pero no de ese tipo».

Volvió a mirar el reloj. Eran las ocho menos cuarto y el taxi bajaba por Bloomsbury a toda velocidad.

«¡Lo conseguiremos!».

Miró con simpatía la nuca del conductor, enfundado en una gabardina como un auténtico malhechor.

«No será fácil —estaba pensando de nuevo en la reconstrucción de su matrimonio—, pero puedo hacerlo, lo sé. ¡Además, Rickey me lo pondrá más fácil, porque se sentirá muy agradecido y dichoso de que haya entrado en razón!».

Durante un minuto que se le hizo eterno se sintió dolorosamente sola. No era muy divertido ser un adulto en un mundo lleno de niños. Incluso Rickey era un crío, aunque pesara ochenta y tres kilos y midiera dos metros. Entonces recordó por qué poco ella, Jenny Roscoe, esa mujer de negocios tan brillante, había escapado de ser tan pueril como el resto del mundo, y su sensación de soledad desapareció como de un plumazo. Ellos, los miembros de su generación, eran todos una panda de estúpidos. Puede que fuera un sentimiento humillante, ¡pero no de soledad!

El taxi derrapó al detenerse delante de la estación Victoria. Jenny salió a toda prisa (solo en las películas de misterio la gente entra en los taxis y sale de ellos «de un salto»), desenganchándose el reloj de bolsillo de platino y diamantes.

—Espere aquí —le dijo al taxista mientras se lo lanzaba— y le daré las cinco libras cuando salga. Ahora mismo no las llevo encima. ¿Se fía de mí?

—Pues claro —dijo el conductor. Cinco años atrás habría dicho: «Sí, seguro», pero el tiempo lo cura todo.

Vio que la joven se dirigía corriendo a la puerta de la estación.

Diez minutos después, cuando acababa de empezar a examinar el reloj con mayor detenimiento, la joven reapareció con un tipo alto y rubio con cara de pocos amigos y una muñequita preciosa, bajita y morena enfundada en un abrigo de piel. La muñequita morena era la única que sonreía. Los tres se detuvieron delante del taxi. La morena dijo en tono risueño:

—Muy bien, que seáis felices. Llamadme algún día para contarme cómo os va todo.

—Gracias. Así lo haremos —dijo la otra joven… la suya—. Crees que no lo conseguiremos, ¿verdad?

—Oh, no —dijo la preciosidad morena—. Conozco a mi Jenny. Sé que funcionará. Seguro que ahora te encargarás de eso.

El tipo grande y rubio maldijo en voz alta.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo su joven a toda prisa—. Adiós, Margot.

—Adiós, Jenny. Adiós, Rickey. Si me necesitáis de nuevo, no tenéis más que llamarme.

El hombretón rubio la miró, pero no dijo nada.

—Aquí tiene sus cinco libras, amigo —le dijo la joven al taxista, contando billetes y monedas—. ¿Nos vamos a casa, Rickey?

—Supongo que sí… —dijo el tipo grandote, y le dio una dirección al taxista. La muñequita morena había corrido hasta la estación, evidentemente para coger un tren que se iba.

Jenny y Rickey se sentaron el uno junto al otro en silencio. Al cabo de un momento Rickey, que al parecer acababa de tomar una decisión, se inclinó sobre Jenny y le dio un bofetón en la cara.

—¡Pero qué diablos haces, Rickey! —exclamó reprimiendo un grito. Empezó a llorar—. ¿A qué viene esto?

—A que has estado jugando conmigo durante tres años y me has hecho quedar como un auténtico imbécil delante de Margot. Es más, si no te quisiera, lo volvería a hacer.

—Lo siento. Me lo merezco —confesó Jenny ecuánime, secándose las lágrimas de la cara con cuidado—. Deberías haberlo hecho hace dos años. Entonces supongo que todo habría ido bien.

—Nos irá bien de ahora en adelante. Pero si alguna vez siento que lo necesitas, lo volveré a hacer.

Unas semanas más tarde un cheque de veinticinco guineas llegó a la casa de la señorita Allworton, acompañado por el pastel más suntuoso que Bond Street podía proveer, y por una invitación a tomar una copa de jerez con la señora Jenny Roscoe cualquier noche de aquella semana. Ese encuentro fue el primero de muchos para los que Jenny, que no estaba tan ocupada en la oficina en esos días, sacó tiempo. Y cuando nació el pequeño Roscoe, propusieron a la señorita Allworton, entre los vítores de Fleet Street y Bloomsbury, que fuera su madrina. Ella aceptó.

Ser la madrina del bebé de una mujer perteneciente a una generación más joven no corona precisamente de romanticismo una vida frustrada, pero todos los presentes admitieron que a la señorita Allworton pareció gustarle la idea.