NAVIDADES EN COLD COMFORT FARM
Era nochebuena. La oscuridad se cernía sobre el condado de Sussex como un manto repleto de mugre cuando el reverendo Silas Hearsay, vicario de Howling, se dispuso a cumplimentar su visita anual a Cold Comfort Farm. No hacía mucho rato que había temido no sentir la Llamada de rigor, pero entonces había visto pasar por delante mismo de la vicaría al chico de la tienda de comestibles cargando en su bicicleta una caja de botellas de vino de Oporto. Por aquella carretera por la que circulaba el chico solo se llegaba a la granja, así que la Llamada no se hizo esperar. Agarró su bicicleta y se puso también él en camino.
Por alguna oscura razón, los Starkadder, nativos de Cold Comfort Farm, jamás habían entendido el verdadero significado de la Navidad. Año tras año, de hecho, no bien llegaba el Día de las Cajas, invariablemente terminaban la jornada peregrinando a la farmacia de Howling en busca de hilas, vendas y ácido bórico. Así que cada Navidad, como si se tratara de un rito pascual, el vicario les hacía una visita, y aprovechaba de paso para enseñarles algunas nociones básicas de urbanidad navideña. (Debe aclararse al lector que estos acontecimientos tuvieron lugar varios años antes de que la civilizadora mano de Flora Poste llegara para pulir y reformar la granja y a sus rudos habitantes).
Después de apartar dos enormes pilas de matojos que le obstaculizaban el paso y de meterse en un par de ocasiones en sendos hoyos de barro y agua helada que le dejaron calado hasta los tobillos, el vicario siguió pedaleando en dirección a la granja, pensando que tal vez aquellos matojos no se habían caído por casualidad de la carretilla desbrozadora de la Naturaleza. Estaba claro que algo o alguien no quería que llegase a su destino. Y así, refunfuñando, empujó la bicicleta con ímpetu colina arriba.
La granja estaba a oscuras y en silencio. Tiró de la antigua campanilla que colgaba junto a la puerta principal (que en otro tiempo había servido para advertir a los excomulgados que se mantuvieran alejados del Servicio Divino) y esperó pacientemente.
Durante un buen rato, no ocurrió nada. De repente, una ventana se abrió por encima de su cabeza y una voz exclamó en el crepúsculo:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Váyase!
Y la ventana volvió a cerrarse de golpe.
—¡Creo que se ha confundido! —gritó el vicario, tratando de traspasar con sus ojos la oscura maraña nocturna—. ¡Soy yo! ¡El reverendo Silas Hearsay!
Se produjo una pausa.
—¿No es el cartero? —preguntó la voz, muy avergonzada.
—No, no, claro que no soy el cartero. ¡Vamos, vamos, lo que hay que oír! —rio el vicario, haciendo rechinar sus dientes.
—Ya bajo —replicó la voz—. Creí que era el rata del cartero que venía a por su aguinaldo.
La ventana se cerró de nuevo. Un rato después, que al reverendo se le hizo eterno, la puerta se abrió con gran estrépito y apareció Adam Lambsbreath, el mayor de los sirvientes de la granja. Con mirada recelosa escudriñó al reverendo Hearsay a la luz de una solitaria vela de gordolobo (llamada así porque el tallo se consumía tan rápido que te quemabas los dedos y aullabas como un lobo) y de mala gana se hizo a un lado.
—Y dígame, ¿hay alguien más en la casa? ¿Me permite pasar? —preguntó el vicario, entrando y mirando con cierta repugnancia la desolada cocina, las tristes cenizas azuladas de la chimenea y la gruesa capa de polvo que cubría las vigas del techo. Había plumas de ave revoloteando vigorosamente por doquier.
Pero incluso en aquella triste estancia había signos navideños, pues una rama blanqueada de acebo en una vasija informe decoraba la mesa. Y el mismo Adam… había algo en el mismo Adam que resultaba más peculiar aún que de costumbre.
—¿Está usted enfermo, amigo? —preguntó el vicario irritado, apartando una silla y sentándose en el quicio de la mesa.
—No, reverendo. Ya me ve usted. Estoy como un roble —dijo el anciano con voz de pito—. Cuanto más viejo, más me luce el pellejo.
—Entonces —bramó el vicario, deslizándose de la mesa y caminando de puntillas hacia Adam con los brazos extendidos en toda su longitud por encima de la cabeza—, ¿por qué lleva usted puestos tres chales rojos? ¿No son de la señora Starkadder?
Adam aguantó impertérrito la estocada sacerdotal.
—¡Tengo que ir de colorao, padre! ¿Dónde se ha visto un Santa Claus sin jubón colorao? —respondió—. Todo el mundo lo sabe. Sí, Dios aprieta, ya sea Navidad o no, pero se me ocurrió disfrazarme de Santa Claus, como ve, para darle el gusto a mi pequeña Elfine. Luego, a eso de la medianoche, si ya no me necesitan, le dejaré unos cuantos regalitos en los calcetines.
El vicario rio con desdén.
—Así que es por eso que le he cogido a la señora Starkadder sus tres chales rojos —concluyó Adam.
—Supongo que nunca habrá pensado en Dios como Energía, ¿verdad? No, eso es pedir demasiado… —El reverendo Hearsay volvió a sentarse en la mesa y miró el reloj—. Y en nombre de la Energía, ¿dónde está todo el mundo? Tengo que estar en el salón de actos a las ocho para leer un discurso sobre El futuro de la fijación paterna y antes tengo que comer. Si no aparece nadie, será mejor que me vaya.
—¿No quiere tomar antes un trago de vino dulce? —exclamó una voz profunda, y entonces apareció en el umbral una mujer de gran estatura, seguida de una niñita de unos doce años con el pelo rubio y rasgos suaves y armoniosos. Judith Starkadder arrojó su sombrero al suelo y se apoyó en la mesa, mirando con desgana al vicario.
—¿Vino dulce? Oh, no, no, gracias —negó bruscamente el reverendo Hearsay. Echó un detenido vistazo a la cocina en busca del oporto, pero no había ni rastro de él—. He venido a discutir un artículo con ustedes. Un artículo que aparece en la revista Antropología doméstica.
—Todo un detalle por su parte, reverendo —respondió la mujer con voz cansada.
—Se titula «Navidad: de la fiesta religiosa a la orgía de las compras». Y en él se dan razones muy sensatas para defender la Paz y la Buena Voluntad entre los hombres. Ambas son excelentes para el comercio. ¿Qué más se puede pedir?
—Nada —asintió ella, apoyando la cabeza en la mano.
—Pero ya veo —continuó el vicario, furioso, en tono bajo y lanzándole a Adam una mirada feroz— que aquí, como en todas partes, se siguen teniendo los mismos deseos fantasiosos y pueriles de siempre: estrellas, pastores, pesebres, calcetines, abetos, pudines… ¡Que la Energía les ayude! Les deseo buenas noches y una Navidad muy próspera.
Salió de la cocina dando un portazo tan violento que una teja fue a caer en la rueda trasera de su bicicleta con tan mala suerte que le hizo un tajo. Tuvo que volver caminando a casa y saltarse la cena antes de partir hacia Godmere.
Cuando se hubo marchado, Judith se quedó callada, con la vista clavada en el fuego, mientras Adam se entretenía quitándole el moho a un tarro de carne picada y sacando algunas cositas que habían caído en él desde una enorme fuente de pudin que había cocinado el día anterior.
Mientras tanto, Elfine abrió lentamente el paquetito marrón que había estado acunando y al fin descubrió una muñequita de aspecto humilde con un mísero vestido de seda y ropa interior pintada. Siguió acunándola con delicadeza, hablándole en voz baja y dulce.
—¿Quién te ha regalado eso, niña? —preguntó su madre distraída.
—Ya se lo dije, madre. El tío Micah y la tía Rennett y la tía Prue y el tío Harkaway y el tío Ezra.
—Pues guárdatela bien. No tendrás muchas como esa.
—Lo sé, madre; lo sé. Quiero mucho a mi queridísima Caroline. —Elfine estampó un delicado beso en la cara de la muñeca.
—Bueno, señora patrona, ¿tiene por ahí la Suerte del Año? No se puede hacer un pudin sin la Suerte del Año —declaró Adam, dando un paso adelante y arrastrando los pies.
—Por aquí anda. Se me había olvidado del todo…
Volcó su raído monedero y sobre la mesa cayeron los siguientes objetos:
Un clavo de ataúd.
Un ungüento mentolado.
Tres monedas falsas de seis peniques.
Un espejito de muñeca roto.
Un pequeño rollo de esparadrapo.
Adam recogió todos aquellos objetos y los alineó junto a la fuente del pudin.
—Ea, ya están todos —farfulló—. Ay que le toque el esparadrapo se romperá una pierna; el que saque el ungüento mentolado tendrá un dolor de cabeza de los que levantan a un muerto, el de la moneda falsa perderá todos sus cuartos, el del clavo de ataúd la diñará antes de que acabe el año y al del espejo le caerán siete años de mal fario. ¡Hala! ¡Allá vais, malditos! —E introdujo los objetos en el pudin, que se perdieron de vista y se confundieron con el resto de la masa.
—¿Quiere removerlo, patrona? O tú, Elfine, mi mariposilla, remuévelo un rato, anda, con firmeza, si quieres ganarte tu porción de carne. —Le tendió la culata de un viejo rifle que había sido utilizado por el viejo Fig Starkadder durante los Disturbios de Gordon.[1]
Judith se apartó del pudin con lo que comúnmente viene a considerarse un gesto de repugnancia, pero Elfine agarró la culata y removió la mezcla una o dos veces con fingido ímpetu.
—Ea, pues ya lo tenemos todo mezclado —dijo el anciano, asintiendo satisfecho—. Mañana lo herviremos en el fuego durante una hora larga y listo.
—¿Una hora nada más? —se extrañó Elfine—. La señora Hawk-Monitor de Hautcouture Hall lo deja hirviendo ocho horas, y otras cuatro el día de Navidad.
—¿Y tú cómo sabes eso? —le preguntó Adam—. ¿Ya has vuelto a juntarte con ese lechuguino del señorito Richard?
—Cállate. Es muy decente.
—¿Te parece decente corretear por las Downs como una joven mariposa haga el tiempo que haga?
—Eso no es de tu incumbencia, así que cállate.
Tras una pausa, Adam dijo, ofendido:
—Bueno, pues no te apures por lo del pudin. En esta casa el único pudin que han probado es el mío y no notarán la diferencia.
A medianoche la única luz que brillaba en la granja era la tenue llama de la lamparilla de mariposa que brillaba fijamente junto a la cama de Harkaway Starkadder, a quien le daban pánico los osos. En esa hora oscura podía verse, deslizándose por el pasillo, de dormitorio en dormitorio, una sigilosa sombra. Llevaba tres chales rojos superpuestos y sujetos con alfileres sobre su gastada camisa de dormir y transportaba al hombro un morral (que había tomado prestado a Víbora, el perdieron castrado) atestado de paquetes. Era el mismísimo Adam, quien, encorvado sobre los calcetines de los Starkadder, introducía los regalos que él mismo había confeccionado o comprado con sus magros ahorros. Los presentes consistían, en su mayoría, en diversos ejemplares de colinabos, remolachas comunes, remolachas forrajeras y nabos, decorados con cintas de colores y tiras de papel de plata escamoteados de los paquetes de té.
—Ea —murmuró el anciano abriendo la puerta de la habitación donde Meriam, la moza de servir, dormía durante la semana de Navidad—. Una manzana al día mantiene al médico en la lejanía y con un par de nueces tu corazón fortaleces.
Al instante retrocedió muy sorprendido: había luz en el cuarto y allí, sentada muy erguida en la cama junto a su hija dormida, estaba la señora Beetle.
Esta se lo quedó mirando fijamente durante uno o dos minutos y luego observó:
—¡Ni se te ocurra!
—No diga eso, alma de Dios —protestó Adam, desplazándose hasta el cabecero, del que colgaban unas medias de seda muy estilosas de color salmón llenas de carreras—. Se confunde usted de medio a medio. Ya sabe que veo a su chiquilla como a una hija.
La señora Beetle soltó una breve carcajada y se ajustó uno de los rulos.
—Más vale que Agony no te oiga haciendo ese tipo de insinuaciones —le advirtió—. Date prisa, haz de una vez por todas lo que tengas que hacer y déjame dormir, que antes de que cante el gallo tengo que estar en pie.
Adam introdujo un colinabo, una manzana y un pequeño tarro en la media y, ya estaba dándose la vuelta de puntillas cuando la señora Beetle, levantando la cabeza de la almohada, inquirió:
—¿Qué es esa cosa que le has dejado?
—Sombra de ojos —susurró Adam con voz ronca, girándose hacia la puerta.
—¡¿Qué?! —bufó la mujer, inclinando la cabeza en un esfuerzo por oírlo mejor—. ¿Es que te has vuelto loco?
—Sombra de ojos. Para que la muchacha se pinte. Le dará un toque de glamour irresistible. Eso es al menos lo que pone en el tarro.
—¡Fuera de aquí ahora mismo, viejo liante! Como si no le costara ya bastante resistirse, vienes tú y… Ya verás como que te pille… —La señora Beetle se puso a buscar desesperadamente algo que arrojarle, mientras Adam retrocedía a toda prisa—. ¡Y encima a mí no me traes ningún regalo! —escuchó que gritaba tras la puerta.
Adam, por su parte, aún tuvo tiempo de colocar sigilosamente en el lavabo una latita de mataescarabajos[2] antes de marcharse arrastrando los pies.
Su experiencia en las habitaciones del resto de los Starkadder fue igual de desastrosa: Seth se hallaba ocupado con una amiguita y se puso tan furioso al ver que lo interrumpían que le lanzó al viejo las botas de montar; Luke y Mark habían cerrado la puerta con llave y se les oía reírse a carcajadas del desconcierto de Adam; y Amos, que estaba rezando, ni siquiera se levantó ni tuvo que abrir los ojos cuando descargó sobre el anciano la pistola «pata de cabra» que acostumbraba a guardar junto a su cama. Todos los demás tenían los calcetines tan agujereados que los pequeños presentes que Adam les iba dejando caían al suelo y se mezclaban con los más grandes, de tal modo que, cuando los Starkadder se levantaron por la mañana y se plantaron corriendo a los pies de la cama para ver qué les había traído Santa Claus, sus dedos tropezaron con los nabos y colinabos, pisoteando los regalitos más pequeños hasta hacerlos trizas.
Así que, por una u otra razón, todo el mundo se encontraba de peor humor del que habría sido deseable cuando, a eso de las dos y media de la tarde, la familia se reunió en torno a la larga mesa de la cocina para dar buena cuenta del almuerzo de Navidad. Habrían preferido hallarse en cualquier otro sitio, pero la señora Ada Doom (la tía Doom, conocida por aquellos andurriales como la Vieja) insistió en que todos estuvieran presentes. Así que, como no querían que se pusiera hecha una furia y que trajera la desgracia a la casa de los Starkadder, allí que estaban todos congregados junto a la puerta, mirando compungidos al suelo.
Fueron entrando uno por uno, en orden: los hombres, venidos directamente de los embarrados campos, con las botas perdidas de tierra, y las mujeres, recién salidas del gallinero, con montones de huevos de gallina y de pato metidos en el pecho y que entregaron a la señora Beetle, que estaba bastante entretenida haciendo natillas. El día de Navidad todo el mundo tenía que trabajar como de costumbre y nadie se había molestado en cambiarse aquellos trajes de faena manchados de barro y de aceite de arado. Tan solo Elfine lucía un jersey rojo cereza sobre una falda oscura, sobre la que había prendido con alfileres una ramita de acebo. Una tía, una tía lejana, una tal señora Poste, que vivía allá en Londres, le había mandado por sorpresa aquel jersey tan bonito. Prue y Letty se habían cogido en el pelo unos ramilletes artificiales de seis peniques que les daban un cierto aspecto asilvestrado.
Por fin todos se sentaron y esperaron la entrada de Ada Doom.
—Venga, vamos, que parecemos ganado esperando en el herradero —se quejó Micah al fin—. Amos, Reuben, ¿trincháis el pavo? Como tardemos más, se va a echar a perder, y también las salchichas.
Mientras hablaba, se oyeron unos contundentes pasos acercándose al borde de las escaleras. Todos se levantaron a un tiempo y miraron hacia la puerta.
La estancia de techos bajos ya estaba medio en penumbra, pues, a pesar de que era el día de Navidad, hacía frío, el cielo gris no arrojaba demasiada luz y la única iluminación con que contaban era la del fuego que ardía a duras penas medio enterrado bajo un puñado de astillas mojadas.
Adam le dio su último toque al montón de regalos, envueltos en heno y atados con fibra vegetal, que había dispuesto a los pies de esa rama de espino blanqueada que constituía el tradicional árbol de Navidad de la familia Starkadder, volvió a colocar deprisa uno de los mechones de lana de oveja que decoraban sus ramas, enderezó el esqueleto del cuervo que adornaba la copa en lugar de un hada o una estrella y ocupó su sitio con pesadez justo en el preciso momento en que la señora Doom llegaba al pie de la escalera, apoyada en el brazo de su hija Judith. Al pasar, cuando se dirigía lentamente a la cabecera de la mesa, aprovechó la confusión para darle un golpe con su bastón.
—Bueno, bueno, ¿a qué estamos esperando? ¿Es que os ha comido la lengua el gato? —preguntó con impaciencia mientras tomaba asiento—. ¿Estáis todos? ¿Seguro? ¡Contestadme! —exclamó, aporreando la mesa con el bastón.
—Sí, abuela. —Un zumbido monótono y bajito se propagó por toda la mesa—. Estamos todos.
—¿Dónde está Seth? —inquirió la anciana, mirando con ojos de miope a ambos lados de la larga fila.
—Ha salido —respondió Harkaway brevemente, cambiándose de sitio con parsimonia una pajita que tenía en la boca.
—¿Para qué, si se puede saber? —exigió la señora Doom.
Se produjo un silencio que no hacía presagiar nada bueno.
—Dijo que iba a recoger una cosa, abuela —saltó por fin Elfine.
—Ya. Bueno, bueno, no importa, siempre que llegue a tiempo… Amos, trincha el pájaro. ¡Mejor nos habría venido un maldito buitre! Reuben, échales a esos chuchos algo de comida, que hoy estoy generosa. Salchichas… ¡bah! Pastelitos de picadillo de fruta… ¡Cómo se os ocurre…! Con lo que cuesta que el banco y el comprador paguen unos míseros billetes por cada pasa y cada almendra que le arrancamos a esta tierra seca y mortecina. ¡Venga, Ezra, pasa para acá el vino de jengibre! ¡Alegraos, prole! ¡Reíd, hinchaos, daos un atracón y olvidaos de todo! ¡Maldita pandilla de ratas…! ¡Así os pudráis! —Se desplomó hacia atrás en la silla tragando saliva, sin quitarle los ojos de encima al vino de Oporto que acababa de hacer su aparición en la mesa.
—Tiene un día malo —dijo Judith con voz apática—. Amos, ¿quieres compartir conmigo un petardo sorpresa? Acuérdate de que fuimos amantes… una vez.
—Calla, mujer. —No aceptó el trato que se le ofrecía—. No me tientes con mensajitos y gorritos de papel[3], que lleno está el infierno de ellos.
Judith sonrió con amargura y se quedó callada.
Mientras tanto, Reuben se fijó en que Elfine había cogido la mejor parte del pavo (lo cual no es decir mucho), y se había servido un vaso de oporto rebajado con agua del pozo.
El pavo se acabó antes de que la bandeja llegara a donde Letty, Prue, Susan, Phoebe, Jane y Rennett, que estaban acurrucadas al final de la mesa y que tuvieron que conformarse con un par de coles de Bruselas más duras que una piedra regadas con salsa de carne diluida y aguamiel casera. No se oía ni una mosca en la cocina, salvo el sordo rumor que hacían al tragar los comensales y el ruido de algún sorbo repentino.
—¿DÓNDE DIABLOS ESTÁ SETH? —exclamó de pronto la señora Doom, soltando sobre el plato su muslo de pavo y mirando en derredor.
Se hizo el silencio; todos se revolvieron incómodos, sin atreverse a abrir la boca por miedo a provocarle otro ataque de ira a la matriarca. Y entonces, justo en ese momento, se oyó en el exterior el rugido alegre, aunque desagradable, de una motocicleta, que un segundo más tarde se detuvo en la puerta de la cocina. Todos los ojos se volvieron en esa dirección y, apenas un instante después, por el umbral apareció Seth.
—¡Bueno, bueno, abuela! ¡No creería usted que me había perdido de vista! —gritó con descaro, quitándose las botas y arrojándoselas a Meriam, la moza de servir, que se había refugiado junto a la hoguera royendo una piel de salchicha.
La señora Doom no dijo nada, pero le señaló su asiento vacío con el muslo de pavo y él obedeció.
—Ay, no veas cómo se ha puesto. Ha sido horrible —reprobó Judith en voz baja cuando Seth se sentó a su lado.
—No importa. Tengo algo que la pondrá más contenta que unas pascuas —replicó, sacando un enorme paquete de papel marrón—. ¡Hasta la oficina de correos he ido para recogerlo!
—¡Ah! ¡Trae acá! ¡Con lo que me gustan los regalos y ya nadie me hace ninguno! ¡Trae acá ahora mismo! —chilló la anciana.
—No, abuela, no. Hay que esperar al momento del pudin. —Y dicho esto el joven se abalanzó sobre su trozo de pavo que engulló con gran voracidad.
Cuando todo el mundo hubo terminado, las mujeres retiraron los platos y sirvieron el pudin en una gran fuente cochambrosa que acarrearon hasta la mesa y depositaron delante de Judith.
—Amos, ¿pudin? —preguntó esta lánguidamente—. ¿En plato o en vaso?
—En plato, en plato, mujer —respondió él, febril, echándose hacia delante. Sus ojos relampagueaban con un brillo intenso—. Así es más fácil ver la Suerte del Año.
Un revuelo de excitación se propagó por la sala, pues todos estaban ansiosos por ver a los demás granjeándose la mala suerte gracias a los objetos ocultos en el pudin. Se hizo un silencio temeroso y expectante, que de repente se vio roto por el lastimero quejido de Reuben.
—¡La moneda! ¡La moneda! ¡Me cago en…! —Y estalló en profundos sollozos. Ahora que estaba ahorrando para comprarse un tractor nuevo, la moneda significaba, obviamente, que a lo largo del año perdería todo el dinero.
—No te preocupes, Reuben querido —le susurró Elfine, rodeándole el cuello con una mano—. Quédate con el penique que padre me ha dado.
Unos gritos agudos por parte de Letty y Prue anunciaron a continuación que les había tocado el ungüento mentolado y el esparadrapo, y Amos recibió con un bajo murmullo de aprobación el descubrimiento del espejo roto.
Quedaba solo el clavo de ataúd y entonces un silencio macabro recayó sobre todos los presentes mientras relamían sus cucharas enfrascados en una búsqueda desesperada. Ezra se valía incluso de un colador de té para así realizar la búsqueda de modo más eficiente.
Sin embargo, nadie daba con él.
—¿Quién tiene el maldito clavo? ¡Hablad, panda de borrachuzos! —exigió al fin la señora Doom.
—Yo no. Nanay. No lo he visto por ningún lado —corearon todos.
—¡Adam! —La señora Doom se volvió hacia el viejo—. ¿Metiste el clavo de ataúd en el pudin?
—Sí, señora, claro que lo metí, ¿verdad, Judith? ¿A que sí, Elfine, mi dulce caramelito?
—Por una vez dice verdad, madre.
—Sí, abuela, yo lo vi. ¡Lo vi con mis propios ojos, así me muera!
—Entonces ¿dónde está? —La voz de la señora Doom resonó grave y terrible y su mirada se posó despacio en la mesa, primero a un lado y después a otro, en busca de algún signo de culpabilidad, al tiempo que todos se encogían de miedo sobre sus respectivos platos.
Todos excepto, claro estaba, la señora Beetle, que seguía comiéndose el bocadillo que traía envuelto en celofán con cara de evidente satisfacción.
—¡Carrie Beetle! —exclamó la señora Doom.
—¡Presente! —respondió la señora Beetle.
—¿Has sacado el clavo de ataúd del pudin?
—Sí. —La señora Beetle dio el último bocado al sándwich como si nada y se limpió la boca con un pañuelo limpio—. Y el año que viene lo volveré a hacer, si aún Dios me mantiene entre los vivos.
—¡Tú! ¡Tú! ¡¡Tú…!! —graznó la señora Doom con voz ahogada, levantándose de la silla y dando mandobles al aire con los puños cerrados—. En doscientos años… los Starkadder… clavos de ataúd en el pudin… y ahora… tú… te atreves a…
—Bueno, ya tuve bastante el año pasado —repuso la señora Beetle—. Cuando le tocó al pobre de Earnest Dolour, como recordaréis…
—Es verdad. El primo Earnest —asintió Mark Dolour—. Encontró trabajo en el yacimiento petrolífero que hay debajo del camino de Henfield. Y mira que ganaba un buen dinero.
—Pues eso es gracias a mí —clamó la señora Beetle—. Si yo no te hubiera dado la idea, Mark Dolour, habríais dejado que se muriera. Todos allí inclinados sobre el pobre esperando que devolviera la fiambrera del almuerzo, y Micah (que por edad debería tener un poquito más de cabeza) preguntando si podía quedarse con su reloj si le ocurría algo… eso… eso me llegó al alma. Así que le dije a Mark: «Vete a hablar con el señor Earthdribble, el de la funeraria de Howling, y le dices que vaya adonde Earnest y le diga que no se trataba de un auténtico clavo de ataúd, sino de un desecho, y que entonces no cuenta». ¡Vaya tela! ¡Eso jamás se me olvidará! Y me dije: «Nunca más». Así que este año no hay clavo que valga. Yo misma lo saqué del pudin. Y ahora pasadme el agua, por favor.
—¿Dónde está? —murmuró la señora Doom muy enojada. ¿Dónde está el clavo de este año, si puede saberse?
En el fondo del… —la señora Beetle se contuvo y tosió—, en el fondo del pozo —concluyó, rotunda.
—No se apure, abuela, ¡yo se lo traeré! Yo y las ratas de agua. ¡Buceamos muy lejos y muy hondo! —Urk se puso a correr por la habitación riendo a carcajadas.
—No hace falta. —La señora Beetle fue tras él—. ¡Haría lo que fuera para que tú y tus ratas de pacotilla dejarais de hacer de las vuestras! —Y rompió a reír, dando palmadas ahora en su rodilla ahora en el brazo de Caraway y murmurando—: ¡Ay, madre, ya verás cuando se lo cuente a Agony! «¡Buceamos muy lejos y muy hondo!». ¡Ay, madre mía!
Transcurrió un minuto de incómodo silencio.
—Abuela. —Seth trató de ganarse a la anciana blandiendo el enorme paquete marrón que tenía en la mano—. ¿Quiere abrir ya su regalo?
—Sí, niño, sí. Dámelo. Tú eres el único que ha pensado en mí, el único.
Pero Seth ya estaba abriendo el paquete, que contenía un libro gigante encuadernado espléndidamente en piel roja con letras doradas.
—Tome, abuela. Un tomo con todos los números anuales del Boletín semanal de productores de leche y guía de ganaderos de vacuno. Los he reunido para usted y los he encuadernado. ¿Le gusta?
—Sí. No está mal. Bonita idea —murmuró la anciana, pasando las páginas. La mayoría estaban bastante estropeadas, debido a su costumbre de enrollar el papel y golpear a cualquiera que se le pusiera por delante—. Así está mejor. Ahora pesa más y puedo lanzarlo.
Los Starkadder rara vez veían un objeto limpio y atractivo en la granja (pues Seth era atractivo a secas), por lo que hicieron un corrillo alrededor del libro con intención de examinarlo, absolutamente fascinados y profiriendo murmullos de asombro. Entre ellos se encontraba Adam, pero no había hecho más que inclinarse sobre el libro cuando retrocedió dejando escapar un agudo chillido.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
—¿Qué pasa, viejo chocho? —bramó la señora Doom, intentando atizarle con el libro—. ¡Habla, granuja!
—¡Es de becerro! ¡Está encuadernado con piel de becerro! ¡Con la piel del becerro de nuestra Ociosa!, el que tuvo el pasado día de Lammas[4] y que fue vendido en Godmere a aquel tal Farmer Lust[5] —gritó Adam, tirándose al suelo.
En ese mismo instante, Luke le propinó un puñetazo a Micah en el estómago, Harkaway empujó a Ezra hacia el fuego, la señora Doom lanzó el volumen encuadernado del Boletín semanal de productores de leche y guía de ganaderos de vacuno tirando a dar a la belicosa prole y el almuerzo de Navidad se transformó de pronto en una indescriptible barahúnda.
En medio de todo aquel alboroto, Elfine, que se había subido a la mesa, miró por la ventana como buscando ayuda y se topó con una cara sonriente y una mano enfundada en un guante de malla amarillo que le hacía señas con una fusta. Se bajó corriendo de la mesa, cruzó la habitación y la puerta medio abierta y la cerró tras ella dando un portazo.
Dick Hawk-Monitor, un chico robusto sentado a horcajadas en un poni, estaba fuera en el patio.
—¡Hola! —jadeó—. ¡Oh, Dick, cuánto me alegro de verte!
—Creí que nunca me verías. ¿Qué demonios está pasando ahí dentro? —preguntó con curiosidad.
—Oh, nada. Siempre están igual. Cuéntame, Dick, ¿qué te han regalado?
—Pues… un rifle, una nueva silla de montar y un billete de cinco libras… Un montón de cosas. Mira, Elfine, no tiene mucha importancia, pero te he traído…
Se inclinó hacia el cuello del poni y sacó una tartera que había rellenado cuidadosamente con lonchas de pavo, un trozo de pudin, un pastelillo de fruta diminuto y un albaricoque escarchado.
—Pensé que tu almuerzo no sería muy… —se interrumpió bruscamente.
—¡Oh, Dick, qué maravilla! Y esta cosita tan mona… ¿qué es?
—Un albaricoque. Fruta escarchada. Oye, ¿por qué no vamos a nuestro sitio? Yo te miraré mientras comes.
—Pero tú deberías comer algo también.
—¡Caray! ¡Estoy hinchado, pero me atrevería a decir que aún me queda hueco para un poco más! Venga, agárrate fuerte a Rob Roy, él te ayudará a subir la colina.
Espoleó al animal y este trotó hacia las Downs salpicadas de nieve; la rubia melena de Elfine ondeaba al viento como una lluvia de prímulas bajo el gris cielo invernal.