EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

En su treinta y un cumpleaños, una vieja amiga de Pandora Bland le regaló un cuadro.

Se trataba de una reproducción en color de unos sesenta años de antigüedad realizada por la Sociedad para Promover el Conocimiento Cristiano, y pretendía (según señaló su amiga) «combinar la educación de los niños con el entretenimiento». En ella se veía a un enorme y noble perro marrón cargado con una cesta sobre un fondo de juncos y flores en vivos tonos verdes y rosas.

—«El perro —rezaban las cuatro pulgadas informativas que componían la leyenda— es el mejor amigo del hombre».

—Y tú también, Pandora. Por eso te he hecho este regalo de cumpleaños.

—¡Vaya! ¿En serio? —exclamó Pandora, echándose a reír, aunque consciente de que en la recámara de su mente quedaba un poso amargo—. ¡Qué absurdo! No sé por qué lo dices.

Y era verdad. No estaba segura de si su amiga querría decir lo que Pandora se estaba temiendo. Ella no era una persona ingeniosa ni sofisticada, pero sabía escuchar, era amable y equilibrada, inagotablemente compasiva y, aun así, sensata. Cualidades, todas ellas, que le conferían una posición única dentro del círculo de personas ocurrentes, brillantes y descontentas que componían el mundillo literario de Londres, tan propensas a enamorarse como locas de la persona equivocada como lo era Pandora a dar excelentes consejos.

—Bueno… —dijo su amiga—. Tú eres la única del grupo que nunca ha tenido una aventura con Naylor, ¿verdad? Ni con David. Ni con Roger. Ni con el pequeño Marriot. Ni con Michael. Y, sin embargo, sigues siendo amiga de todos ellos. Creo que eres maravillosa. No sé cómo lo haces. Supongo que simplemente tienes la libido muy baja. —Y la amiga, que en absoluto tenía baja la libido, suspiró.

Pandora no respondió. Se sentía avergonzada. Le disgustaba tener que hablar de esos temas, a menos que se le pidiera consejo. Atizó el fuego de hulla, y le preguntó a su amiga si quería más tostadas. Esta le respondió que no y alegó que había prometido pasarse por casa de Lallie para ponerse al día. Se levantó y echó un vistazo a la tranquila estancia con esa expresión pensativa que ostentan quienes han de abandonar un lugar apacible y agradable para ir a ver a alguien y ponerse al día.

—Es una pena, Pandora. Estás hecha para…

En este punto se interrumpió, pues, a juzgar por las características de aquel círculo en el que Pandora y ella se movían, no podía decir honestamente que Pandora estuviese hecha para el amor. Ni siquiera para aquellas relaciones casuales, ni para aquella rivalidad mutua de personalidades consentidas que hacían pasar por matrimonio y que a menudo no tardaba en disolverse a la primera de cambio.

—Deberías tener una aventura —concluyó sin convicción.

—Y tú deberías irte o Lallie se preguntará dónde te has metido —replicó Pandora, una pizca más nerviosa de lo habitual.

—Pero, sinceramente, Pandora. No es normal. Vas a convertirte en una reprimida.

—Demasiado tarde. Ya lo soy con creces —espetó, y se puso en pie.

Cuando regresó despacio a la habitación iluminada por la lumbre, se dirigió a la chimenea y se quedó allí de pie durante un rato contemplando las llamas, con el pie apoyado en el guardafuego de cobre. El cuadro, con su marco rojo, yacía donde su amiga lo había dejado, en el sillón grande. Algo le decía que debía buscar un sitio donde colgarlo.

Sin embargo, no se movió de allí y continuó con la mirada fija en las llamas.

Pandora estaba enamorada. De ese modo tímido, avergonzado y en cierto modo pueril característico de las mujeres solitarias; mujeres que habían visto consumirse su juventud en los años de posguerra, cuando lo habitual era ser una casquivana o ser un poquito masculina.

Pandora no tenía nada de masculina, al menos en lo que a su carácter se refería, pero sus trajes oscuros e impecables hechos a medida, su anillo de sello cuadrado y su corte a lo garçon le restaban una parte de aquella feminidad tan de moda por aquel entonces.

Parecía tener el año 1927 grabado a fuego en la frente.

Y ahora (se dijo) era demasiado vieja para cambiar, y además no quería hacerlo. Aunque lo cierto era que se encontraba demasiado sola y, tras cinco años escuchando sus confidencias, ansiaba desesperadamente casarse con el hombre del que se había enamorado. Deseaba tener un hijo, dejar la importante y popular biblioteca del West End londinense donde trabajaba, y pasar largos días encerrada en su casa haciendo pasteles, en lugar de tener que escuchar las lamentaciones de la gente respecto a sus relaciones amorosas.

No obstante, cuando trató de encajar a Roger en aquel hogar donde pretendía recluir a la gente y donde se harían pasteles, su sinceridad y su sencillez rechazaron de inmediato la imagen.

Roger, el de aspecto de fauno, el irresponsable, el eternamente joven, se negaba a encajar. Se negaba a aparecer en su imaginación como un padre. Su mente sincera y dolorosa se lo presentaba aburrido de la vida doméstica y trastornado por la presencia de un hijo. Y, por si estos inconvenientes no fueran ya suficientes, no la amaba. Por consiguiente, todos sus sueños eran neuróticos, morbosos. Una pérdida de tiempo.

La situación no tenía remedio. Eso era todo. Un lío. Estaba metida en un lío, como Lallie, Michael, Roger, el pequeño Marriot y compañía. Solo que ella se lo guardaba para sí misma y, por tanto, mantenía la dignidad, aunque eso no evitaba que siguiera siendo todo un lío.

Colocó el cuadro en la alfombrilla del hogar sin desviar la vista de las llamas. A continuación se arrodilló suavemente y así se quedó, pensativa.

¿Y si no se tratara de su propio caso? ¿Qué consejo le habría dado a una mujer de treinta y un años que se hubiera enamorado de un hombre divorciado y que quisiera ganarse su amor?

«Me aconsejaría ponerlo celoso», pensó.

Pero eso sería terrible. Una especie de blasfemia hacia esa amistad de tantos años.

«No importa —insistió—. Puede que funcione. Los celos le harán mirarme con otros ojos. Ahora no se fija en mí. Ni siquiera me ve. Soy como un puesto de escucha con el que puede hablar largo y tendido sobre Norah».

Norah, aquella mujer desagradable a la par que fascinante, era la exmujer de Roger, pero él seguía enamorado de ella. Sus amigos lo atribuían al hecho de que la hubiera perdido para siempre, y Pandora se negaba a ver la realidad.

«Celos», pensó Pandora.

Estaba muy agitada. La plácida y mansa coraza que revestía su vida parecía que fuera a resquebrajarse de un momento a otro. El amor corría cálidamente bajo la capa de hielo de su autocontrol, obligándola de pronto a tomar decisiones humillantes y desesperadas. Sentía que, si tenía que pasar otro año trabajando en un sitio tan interesante y tan agradable durante el día, y aguantando todas aquellas conversaciones tan sensibles, tan refinadas e inteligentes durante la noche, o se moriría o se volvería loca.

No le bastaba con aquello. Quería más. Estaba harta de ser la mejor amiga de los hombres, de escuchar sus confidencias y de que se olvidaran de ella en cuanto se daban la vuelta. No es que quisiera que se enamorasen perdidamente porque eso la habría angustiado (o eso se decía a sí misma). Cuando alguno de sus amigos empezaba a sentir algo, y ella no lo correspondía en la misma medida, cortaba el asunto de raíz. Pero tampoco quería ser el segundo plato de nadie. Quería el amor de verdad. Ese amor que sus amigas descubrían, como los alegres buscadores de tesoros, más o menos cada dieciocho meses.

Y mientras estaba allí arrodillada, con el rostro sosegado y sus hermosos ojos colmados de dolor y de profundos sentimientos, cuando casi había decidido que cualquier medio sería válido para lograr su propósito, llamaron a la puerta.

¡Roger! Había venido a llevarla a cenar…

Pero el hombre de la puerta no era Roger. Roger era mucho más alto que Pandora y los ojos de este hombre solo superaban los suyos en unas pocas pulgadas. Pensó que nunca antes había visto una cara tan rubicunda, unos ojos tan azules y unos rasgos tan dispares y arbitrarios. También se trataba de una cara estúpida. Se abrió por la mitad y una voz con un marcado acento preguntó:

—¿La señorita Bland?

—Sí —asintió Pandora con una mirada interrogante.

El de la cara rubicunda esbozó entonces una sonrisa, mostrando sus dientes blancos e irregulares, y se quitó el sombrero (a buenas horas, pensó Pandora).

—Me llamo Cárter. Usted no me conoce, pero sí a mi hermana Grace. Estuvo aquí hace tres años. Yo voy a quedarme muy poco tiempo, estoy de paso, por negocios, y mi hermana me ha pedido que viniera a visitarla. No conozco a mucha gente en Londres.

—Ah… Claro que me acuerdo de Grace. La biblioteca se quedó muy triste tras su marcha. Por favor, entre, señor Cárter.

Él vaciló, escudriñándola de un modo que a ella le resultó bastante desagradable. No le gustaban los constructores de imperios; la aburrían. Había conocido a un par de ellos, y prefería a los hombres sensibles e inteligentes de su propio círculo, que sabían tratar a las mujeres de igual a igual.

A juzgar por su dentadura, su intensa mirada y su acento, empezó a temerse el trato que una mujer habría de esperar del señor Cárter.

Enfadada, pero con una expresión serena e interesada, lo condujo a la sala de estar, le arrimó una silla y le ofreció un cigarrillo, que, por supuesto, él rechazó, pues traía su pipa. ¿Le importaría que fumase en pipa? Y añadió en tono humorístico que sabía que a las mujeres les disgustaba el olor de la pipa en el salón, pero que el de ese tipo de tabaco estaba bien. No olía… mucho.

Pandora le preguntó cuánto tiempo pensaba quedarse, y dónde, y qué le parecía Inglaterra, y cómo estaba Grace.

Grace estaba bien. Se había casado y tenía un chiquillo. No había perdido el tiempo, ¿eh?

Y el señor Cárter rio pícaramente.

«¡Qué espanto!», pensó Pandora. A la mayoría de las mujeres de su grupo, Stanley Cárter les habría resultado divertido y estimulante por el simple hecho de ser completamente distinto al resto de los hombres que conocían, pero a Pandora no le gustó en absoluto. Lo miraba de forma distante, como si se tratara de un pez o de un escarabajo. Le hablaba con dulzura y esperaba que él se sintiera como en su propia casa, pero ¡ay! ¡Cómo la aburría! ¿De qué… de qué podía una hablar con un tipo como aquel? ¡Ay si la recluyeran en una granja de ovejas en los confines del mundo con un hombre como aquel!

Porque estaba claro que se dedicaba a las ovejas.

Pero no. Se dedicaba al vino, y había venido a buscar nuevas oportunidades para ampliar el negocio.

Aquello casi remató a Pandora, que era una entendida en vinos. Se sucedieron varios silencios incómodos durante los cuales Pandora deseó con todas sus fuerzas que Roger acudiera a rescatarla. El señor Cárter no le quitaba los ojos de encima.

Su cara lo delataba, al igual que les ocurre a los niños, y revelaba su admiración incondicional por el pelo corto, sedoso y oscuro de Pandora, por sus labios pintados de coral y por sus chispeantes ojos color avellana.

Ella no estaba acostumbrada a ver semejante expresión en los ojos de sus amigos. Solo la había visto en una o dos ocasiones, pero había atajado el asunto de raíz y no había vuelto a repetirse. Hay quien cree que una mujer atractiva no puede evitar que los hombres se enamoren de ella, pero sí es posible. Si se opone con todas sus fuerzas desde lo más profundo de su corazón, ellos desistirán.

Roger tampoco estaba acostumbrado a que los amigos de Pandora adoptaran tales expresiones y, cuando llegó media hora más tarde, se tomó en broma la admiración que el señor Cárter sentía por su amiga. Era demasiado educado e inteligente para ser grosero con él, así que se comportó de manera impecable: le hizo interesantes preguntas respecto al comercio de vinos en el continente de donde procedía, y le sugirió varias personas con las que podría contactar para hacer negocio en Inglaterra y que no figuraban en su lista. Añadió además que la idea de aquel continente (el mero concepto de algo tan vasto) que yacía tristemente al otro lado del mundo siempre había despertado su curiosidad desde que leyera En el erial y Canguro, de Lawrence.

El señor Cárter dijo que él no había leído ninguna de ellas. Los silencios volvieron a sucederse. Roger le dedicó a Pandora una mirada maliciosa de complicidad. Aunque, por fin:

—Bueno, la señorita Bland y yo vamos a salir a cenar… ¿Le gustaría acompañarnos?

—Es muy amable por su parte, muchas gracias, pero creo que volveré al hotel dando un paseo. Avisé de que iría para la cena. Adiós. Adiós, señorita Bland. Encantado de haberla conocido.

—Debe usted venir a alguna de nuestras fiestas —dijo Pandora, guiándolo hasta el estrecho recibidor—. Las hago muy a menudo. Son muy divertidas. ¿Le gustan las fiestas?

Tonta pregunta para aquel hombre fornido y rubicundo. Vio cómo sus palabras caían en saco roto. Él la miró, y le dijo muy serio con una incipiente y encantadora sonrisa:

—Haría cualquier cosa que usted me pidiera.

«¡Ay, santo cielo!», pensó Pandora.

—Buenas noches —le dijo amablemente, y lo despidió con la mano cuando el joven bajaba las escaleras.

Al volver se encontró a Roger repanchingado en el diván, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza y mirando al techo. Se giró despacio para mirarla cuando entró y exclamó, con su voz profunda y efectiva:

—¡Querida, vaya trofeo! ¡Toda una conquista! ¡Qué tipo! Aunque se ve que es un buen muchacho, debo decir, debajo de toda esa seriedad y de ese mutismo. Genuino es la palabra, creo. Así lo definiría yo. Se derrite por ti, ¿no es cierto?

Su voz no dejaba entrever nada más allá de un vago tono de diversión. Fortísimos sentimientos colmaron en un instante el corazón de Pandora y lo desbordaron. Decidió abandonar sus escrúpulos porque ya no podía soportarlo más… El señor Cárter sería el instrumento necesario para llevar a cabo su juego.

—Creo —dijo como si nada—, que es atractivo. En todo caso, diferente. Lo volveré a invitar un día de estos.

—¡Querida!

—De verdad, Roger. Lo haré. Me gusta.

—¡Qué disparate! A ti te gusta todo el mundo. Maldito sea por presentarse aquí justo cuando yo quería hablar contigo. ¡Dios! ¡He vivido un infierno desde el viernes…!

Y arropando con el brazo a Pandora, envuelta en su capa de piel, la condujo a ese pequeño café barato donde solían ir a cenar. Por el camino le dio pormenorizada cuenta de aquel infierno que estaba atravesando.

De regreso a su hotel en Bloomsbury, bajo la luz invernal del crepúsculo, el señor Cárter también definió a Roger con una sola palabra, atendiendo a su elegancia, a su mata de pelo plateado, a sus maneras pueriles y a su acento de la BBC. La palabra no era «genuino», sino una grosería que empleaban los vinateros. Así se desahogó, y luego pasó el resto de la noche jugando al billar en un pub de Tottenham Court Road, preguntándose cuándo podría visitar a Pandora de nuevo.

No sería del todo cierto decir que se había enamorado de ella. No estaba en su naturaleza tomarse las cosas en serio tan pronto. No era tan impresionable. Además, estaba harto de que lo persiguieran mujeres ansiosas por contraer matrimonio, y era razonablemente consciente de su propia valía. Tenía treinta años, era copropietario de un pequeño negocio en expansión y dueño de una preciosa casa en las afueras de su ciudad natal. Era precavido, un poquito malicioso y tenía «bien caladas» a las mujeres atractivas. Cada vez que su hermana le decía que debía casarse, él respondía: «Tiempo al tiempo». Nunca padecía de escrúpulos, remordimientos ni introspección, pero sabía cómo quería que fuese su esposa, y Pandora encarnaba esa imagen a la perfección.

Le gustaba su refinamiento, tan distinto de la ordinaria elegancia de las jóvenes de su ciudad. Le gustaba esa delicadeza tan amable y femenina que adivinaba, como un zahorí adivina dónde se encuentra el agua dulce, bajo la dura coraza de su cultura y de su aplomo.

No le apabullaba todo eso de los libros… Lo oía como quien oye llover. En fin, no le interesaban lo más mínimo. Cuando Pandora y Roger se pusieron a hablar de cosas que a él le sonaban a chino, su mente se perdió sin problema en otros pensamientos, y ahí se quedó hasta que ellos cambiaron de tema.

Si Pandora tenía que estar con alguien, sería con él.

Estaba dispuesto a llamarla por teléfono e invitarla al teatro dos días después de su primer encuentro, pero no tuvo que tomar la iniciativa.

Pandora, siguiendo su plan al pie de la letra, lo telefoneó al día siguiente para invitarlo a una fiesta. Él aceptó, y acudió con el ánimo curioso, ligeramente sarcástico y muy seguro de sí mismo. «El Aborigen —lo había apodado Lallie— me tiene intrigada». Se pegó a él como una lapa, sin darse cuenta de que sus gestos nerviosos le repelían y de que su vestido le parecía espantoso. Nunca había conocido a un hombre con carácter, solo a hombres con personalidad, y con ellos tenía mucho éxito.

Cárter ni siquiera se había imaginado que existieran personas así.

Se trataba de esa gente inteligentísima, de nervios exhaustos, ingeniosa y tolerante que asiste a cierto tipo de fiestas, pero a él le olía a «podrido». «Esta gente está podrida», pensó, contemplando a Pandora, que lucía un vestido rojo coral y que estaba sirviendo cócteles.

Se quedó allí de pie, balanceándose ligeramente sobre sus talones, dando sorbitos a su bebida mujeril y deseando que fuera cerveza. Se sentía como un poste de piedra en mitad de aquella marea humana.

«Alguien tiene que sacarla de esta pesadilla», pensó. Su rubicundo rostro fue perdiendo expresividad a medida que aumentaba su determinación.

—¿Se divierte? —le preguntó Pandora cuando se detuvo a su lado durante unos instantes, conforme a su plan. Veía de reojo que Roger estaba mirándola. A ver si funcionaba aquella treta vergonzosa. A ver…

—Más o menos.

—¿Solo más o menos? Vaya, debo decir que es usted un invitado muy franco.

—No se ofenda —dijo alegremente. Su intensa mirada abochornó a Pandora, que, aunque estaba acostumbrada a devolver aquellas miradas sin el menor esfuerzo, no pudo con esta y se vio obligada a apartar la vista.

—Oh, descuide. Aquí todos decimos lo que pensamos.

—¿Ah, sí? No me diga… Aunque es verdad que esta noche he oído ciertas cosas por ahí…

—Usted todo se lo toma en serio, ¿no?

—Vamos, deje que le sirva una copa.

La había sorprendido al cambiar de derrotero con tanto ingenio. Y, mientras la guiaba hasta la zona de los cócteles, ella notó que el hombro que presionaba el suyo era duro, aunque mullido. ¡Roger estaba mirando! ¡No le quitaba ojo!

Giró despacio la cabeza y sonrió a Cárter.

Si así era como se sentían las mujeres cuando ponían a un hombre celoso… ¡no era de extrañar que lo hicieran! Pandora sintió que se quitaba de un plumazo años y años de buen comportamiento y de sobrias reservas, y que una parte oculta de su personalidad veía por fin la luz.

Al día siguiente, Cárter la telefoneó para invitarla a un espectáculo y ella aceptó, pensando que, por supuesto, se referiría a un espectáculo en toda regla y que sería una excelente oportunidad para ir al ballet. Sin embargo, Pandora Bland no vería colmadas sus ilusiones, pues él colgó antes de que a ella le diera tiempo a comentarle que quería ir al ballet, y, cuando volvió a llamarla por la noche, le dijo que había conseguido entradas para una comedia musical, de esas exuberantes y suntuosas, llenas de piernas y de humor burdo.

«¡Vaya! —pensó Pandora casi sin aliento y en absoluto segura de sí misma cuando se sentó a su lado—. Champán y patio de butacas… ¿Dónde me he metido? Y ni una sola palabra sobre libros ni música ni nada inteligente desde el principio de la velada. ¿De qué hemos hablado? Y yo qué sé». A pesar de su agitado estado mental y de aquel sentimiento de culpa y vergüenza por utilizar a un hombre para atraer a otro, disfrutó de la noche. La música era tan alegre y las chicas tan guapas y bailaban tan bien que se mostró sinceramente agradecida, y así se lo hizo saber cuando le dio las buenas noches.

Entonces se dio cuenta de que sus modales habían cambiado y de que la admiración que sentía por ella había disminuido con creces.

Se sintió una pizca decepcionada, pero trató de sobreponerse con firmeza.

«Creí que iba a ser un fastidio, pero parece que me equivocaba —meditó mientras permanecía de pie junto al hornillo de gas, viendo el agua hervir para su triste bolsa de agua caliente—. Bueno, menos mal. Así podremos ser amigos, como me ha pasado ya con tantísimos hombres».

Y, mientras cruzaba la sala de estar en dirección a su dormitorio, la reproducción en color de El mejor amigo del hombre la miró con nobleza desde su marco rojo.

Sorprendentemente, Pandora le hizo una mueca.

Pronto empezó a rumorearse en el grupo que el Aborigen estaba enamorado de ella. Lo encontraban tremendamente divertido y todos estaban ansiosos por ver cómo reaccionaría Roger ante esta noticia. Algunos de los mejores y más sinceros amigos de Pandora decían que se lo tenía merecido. Llevaban cinco años esperando que Roger se diera cuenta del tesoro que tenía ante sus bonitas narices y que le pidiera matrimonio.

Otros, menos allegados, alegaban que, a medida que iba haciéndose mayor, Pandora era cada vez menos exigente y, al parecer, mucho más estúpida de lo que cualquiera se habría imaginado si se creía capaz de pasar las noches a solas en tan aburrida compañía.

Al principio, Roger se mostró divertido, luego incrédulo y finalmente enfadado con ella, y consternado porque Pandora ya no tenía tiempo para él. Cuando la llamaba, siempre estaba a punto de salir con el señor Cárter o acababa de estar con él e iban a ir a tomar el té, y lo invitaban a acompañarlos.

Se tomó la traición de Pandora (así la consideraba él) a la tremenda. Ahora ya no tenía a nadie con quien desahogarse, y Norah seguía erre que erre haciéndoselas pasar mal. Además, todos sus amigos, salvo Pandora, cambiaban de tema cada vez que sacaba el de Norah a colación. De modo que echaba de menos a su amiga. La echaba mucho de menos.

Por fin llegó el día en que el señor Cárter decidió que debía llevar a Pandora al campo. Fue un domingo de niebla lloviznoso, y ella, a pesar de tener un fuerte resfriado, de no estar muy segura de que sus tácticas con Roger fueran las más acertadas, y de desear secretamente quedarse en casa y leer un buen libro junto a la chimenea, se vio obligada a aceptar, llevada por la determinación y las dotes de mando del señor Cárter.

Este se presentó a las nueve y media en un viejo coche de alquiler cubierto, por el que se colaban las fuertes ráfagas de viento como a través de un embudo.

—Está resfriada, ¿no? —preguntó el señor Cárter, mirando fijamente los ojos de Pandora y su naricilla colorada—. Ya verá como un poco de aire le sienta bien. Había pensado llevarla a Charlton Rings. ¿Conoce Charlton Rings? Hay un pub donde podemos almorzar y luego ¿qué le parece si damos un paseo y disfrutamos de la vista?

A Pandora aquello le pareció espantoso, pero no se atrevió a decir que no. Murmuró algo sobre que tenía que regresar a casa temprano porque el señor Foster (esto es, Roger) iba a llevarla a cenar, y el señor Cárter no puso ninguna pega al respecto. Parte de la fascinación que Pandora despertaba en los hombres se debía a que siempre se mostraba dispuesta a participar en los planes que estos sugerían, y el señor Cárter se dejó embaucar como tantos otros. No se le ocurrió pensar, como tampoco se les había ocurrido pensar a los demás, que tal vez a Pandora no le apeteciera nada ir dando sacudidas durante cuarenta y cinco millas hasta Charlton Rings, con el resfriado que tenía, en una especie de colador. Él estaría a su lado y disfrutaría del placer de su conversación y de su compañía, así que, mientras la envolvía en una manta (Pandora se revolvía como si la estuvieran enterrando viva, pero en vano), no pareció preocuparse por ninguna otra cosa.

Pandora se lo pasó bastante bien durante las primeras veinte millas. Cierto que la manta olía a perro viejo y que estaba salpicada de plumas sospechosas, lo que sugería que en algún momento había debido de utilizarse para arropar pollos, pero era calentita y le gustaba (según empezaba a admitir) estar con el señor Cárter. Aunque nunca tuviera una palabra interesante que decir, Stanley (pensó, observando detenidamente su perfil irregular y rubicundo, recortado contra el plomizo parabrisas del coche) era una persona apacible con la que daba gusto estar, lo que se debía a que sabía perfectamente lo que quería. Se había forjado una opinión de casi todos los temas y era un hombre sensato y satisfecho. Pero no podía esperarse que Pandora se diese cuenta de ello, pues nunca en su vida había conocido a un hombre sensato y satisfecho. No abundaban.

Sí. Stanley podía ser una persona apacible con la que daba gusto estar, pero no podía proporcionarle (reflexionó) ese éxtasis dulce y doloroso que suponía el estar con Roger. Tras una velada con Roger, se sentía viva y llena de energía; después de una tarde con Stanley, se sentía tranquila, sedada, aplacada.

¿Y qué mujer (meditó) querría sentirse sedada y aplacada?

Llegaron entonces a un tramo repleto de baches, y el coche se puso a dar tantos tumbos que Pandora empezó a rebotar de un modo espantoso por el interior de su apestosa manta. Cada vez que su nariz asomaba, se topaba con una fina corriente de aire que se colaba por la ventanilla y, en cuanto se hundía de nuevo en la manta, esta le hacía cosquillas y ella volvía a inhalar ese olor a perro viejo.

—¿A que va como la seda? —preguntó el señor Carter con orgullo—. ¡Cualquiera diría que tiene doce años! Es de un amigo de por aquí. No se estará mojando…

Pandora sí se estaba mojando, y por tres partes distintas, pues la fina lluvia se colaba sin tregua por todos los huecos del coche. Tenía los pies helados, a pesar de la manta, y los olores la estaban mareando. Miró a Stanley con cara de espanto y a la vez con curiosidad. Su rostro estaba sereno. ¿Cómo podía sacar a pasear a las mujeres de aquel modo y esperar que les gustase?, se preguntó. Aunque tal vez a las mujeres del continente del que era originario les encantaran las excursiones de aquel tipo.

¡Y, aun así, había de reconocer que aquel sereno placer que reflejaba su cara tenía algo de atractivo! De pronto se le ocurrió que, a pesar de haber llevado una dura vida de trabajo, debía de seguir siendo una persona sencilla y natural si disfrutaba de un paseo como aquel, dando tumbos en un coche de doce años por carreteras llenas de baches, solo porque tenía a una mujer que le importaba a su lado.

Había algo bonito en aquel gesto. No importaba que fuera un acto egoísta y que ninguno de los hombres que se decían sus amigos lo hubiera hecho jamás… Había algo enternecedor y atractivo en todo aquello.

Y ¿acaso no era igual de malo ser egoísta de una manera más sutil? ¿Robarle su tiempo, su compasión y su energía a una mujer y no darle a cambio más que un encanto vacío?

—¡Ya hemos llegado! —anunció el señor Carter, deteniendo el coche con una violenta sacudida—. ¡Mire que vista!

Como muchas otras, lo único que tenía de particular aquella panorámica sobre Buckinghamshire era que podía contemplarse desde una gran distancia. Se rumoreaba que en los días claros se veían hasta cuatro condados, pero la única perspectiva que ofrecía aquella mañana la conformaban las nubes llorosas y, a lo lejos, los campos cubiertos por la niebla. Uno tomaba conciencia de que estaba a una gran altura, y pensaba: «¡Debe de haber una vista espléndida los días claros!», y eso era todo.

—¡Vamos a comer! —propuso el señor Carter, conduciendo a Pandora, que estaba hecha un témpano, por la hierba pardusca y empapada hasta un barecillo tristón, cuya puerta cerrada se veía constantemente azotada por la lluvia torrencial. Se alzaba en mitad de una árida parcela de tierra flanqueada por dos espinos torcidos, y no parecía que fuese a abrir hasta el Día del Juicio Final.

El señor Carter aporreó la puerta.

Pandora permaneció allí con el cuello del abrigo subido y la mirada perdida en la niebla, sintiéndose fatal, helada y muy molesta. «¡Si no fuera porque se lo está pasando en grande! ¡Mira cómo se me queda mirando, embobado y con la cabeza inclinada! ¡Si parece que tuviera diecisiete años! ¡Pobrecillo!». Se sentía tan desesperada, tan triste y tan sola que las lágrimas afloraron a sus ojos y se dio la vuelta para enjugárselas, así como las gotas de lluvia que le corrían por las mejillas.

El señor Carter volvió a aporrear la puerta.

—Me conformo con un poco de asado y pudin de Yorkshire —comentó el inocente aborigen, que no tenía ni la más remota idea de cómo eran los pubs ingleses un domingo lluvioso.

La puerta finalmente se abrió, y apareció un hombre de aspecto lánguido, enorme, rubio y desaliñado, con el periódico dominical en la mano. Parecía muy sufrido, aunque también un poquito malicioso, como si quisiera pasárselo bien a costa de cualquiera.

—¿Qué tenemos hoy para almorzar, jefe? —le preguntó el señor Cárter de manera amistosa.

Los labios del hombre enorme, rubio y desaliñado esbozaron una pausada sonrisa de satisfacción.

—No servimos almuerzos —respondió.

—¡Cómo que no! ¡Si fuera dice Almuerzos!: —protestó el señor Cárter, señalando con el pulgar en dirección al letrero que se alzaba a sus espaldas.

El hombre enorme, rubio y desaliñado echó un vistazo.

—Ah —gruñó por fin—. Eso ya no sirve. Es para el verano.

—¿Y por qué no lo quita durante el invierno? —se extrañó el señor Cárter, mirando a Pandora para comprobar lo mucho que apreciaba su ingenio y su descaro. Pero esta continuaba con la mirada perdida por el paisaje lloroso.

—Eso costaría dinero —dijo el hombre desaliñado, que de repente parecía cansado de la conversación e hizo ademán de ir a cerrar la puerta.

—¡Eh! ¡Espere un momento, hombre! ¿No tiene aunque sea un poco de jamón? —gritó el señor Cárter, pronunciando aquella palabra que era el último recurso del hambriento. El último bramido desesperado del que busca comida un domingo cualquiera en Inglaterra.

—¿Jamón? Bueno, a lo mejor. Venga, entren, a ver lo que tengo por ahí. Pero no se hagan muchas ilusiones. Por aquí no viene mucha gente los domingos de invierno. —Los miró muy pensativo, como si sopesara si eran o no fugitivos de la justicia.

Al final acabaron comiendo jamón duro y salado en un patio recubierto de paneles de madera y sin fuego, acompañado de un queso amarillo agrietado pero tierno, un poco de pan fresco que parecía chicle, un poco de cerveza de barril amarga y sin gas, piña en conserva y natillas frías y llenas de grumos.

«Si Roger estuviera aquí —pensó Pandora— ¡la de comentarios mordaces que soltaría! Me diría que hasta en la posada más minúscula de Francia había cosas mejores, y pondría de ejemplo la tortilla y el vin ordinaire, y el pot au feu, muy simple, pero caliente, delicioso y nutritivo…».

Dejó suavemente el cuchillo y el tenedor sobre su plato.

Stanley pareció caer en la cuenta de repente de que algo no iba bien.

—¿No se está divirtiendo? —le preguntó sin rodeos. Otro hombre habría dicho, sintiéndose avergonzado y culpable: «Lo sé. Me temo que esto no es muy divertido. Lo siento mucho».

No así el señor Cárter. Su voz sonaba ligeramente sorprendida e indignada, pero sus ojos parecían heridos. El repugnante almuerzo, el frío, la humedad y los olores le traían sin cuidado. Pandora estaba con él y eso era lo único que le importaba. «Sí —pensó ella, mirando su cara poco atractiva y sincera—. Es mucho más bueno y espiritual que yo. Le basta con el amor». No supo qué decir y tampoco si reír o llorar. «Ay, madre, ¿qué se te ha perdido a ti con un hombre como este? Me siento tan mal. Quisiera echarme a llorar aquí mismo, aunque no sé cómo reaccionaría él».

—Sí… Muchas gracias… Es solo que estoy bastante resfriada, nada más… —respondió, aunque al instante se arrepintió, pues él la tomó amablemente por el codo y se la llevó afuera, donde un fuerte viento había arrastrado consigo las nubes de lluvia, y la hizo caminar de un lado a otro «para activar la circulación». Ella se apoyó en su fornido hombro con una curiosa sensación de comodidad y protección, y no levantó la vista. ¡De haberlo hecho, se habría topado con aquella cara exaltada!

Sin embargo, la vuelta a casa… La vuelta a casa fue lo peor del día. Empezó a llover de nuevo y el señor Cárter extravió el camino. El coche se quedó atascado en el barro durante quince minutos. El resfriado de Pandora se agravó. Estaba muerta de hambre, lo cual no tenía nada de romántico, así que pararon en un sitio ramplón y ruidoso a tomar el té a las afueras de Richmond, donde la radio sonaba a todo volumen y había un tremendo olor a fritanga. Los pasteles estaban duros y empalagosos, no había té chino, y el indio que les sirvieron era de un carmesí tan intenso y tan sustancioso que las cucharillas casi se quedaban de pie. Y, para colmo, estaba amarguísimo.

Stanley tomó pescado frito con patatas. Tenía mucha hambre.

A Pandora también le apetecía, pero estaba tan furiosa, tan enfadada con aquel palurdo, con aquel imbécil tan pagado de sí mismo que la había obsequiado con uno de los días más espantosos de su vida, que le pareció que debía mantener la dignidad. Esta la abandonaría si se atiborraba de pescado frito con patatas con él en silencio, como si nada. Y ¡oh! ¡Eran casi las seis y cuarto, y Roger iría a buscarla a las siete! Sí, había dejado una nota en la llave bajo el felpudo, pero se enfadaría mucho si le hacía esperar.

Temblando e histérica de hambre, rabia y dolor de cabeza, dejó que la metiera en el coche de nuevo a eso de las seis y media, y se marcharon por fin. No abrió la boca durante el último cuarto de hora, y él le lanzó un par de miradas indignadas. Pero ella siguió sin pronunciar palabra.

Y entonces, aprovechando un atasco a las afueras de la estación de metro de Hammersmith, le pidió matrimonio.

—¿Quiere casarse conmigo? —le dijo en un bajo torrente de palabras apenas inteligibles, echándose hacia adelante para ver el semáforo y evitar así tener que mirarla directamente. Las luces se reflejaban en su cara, y aquellos ojos cansados que ahora conocía tan bien revelaban profundos sentimientos.

¿Qué? Disculpe… ¿Qué ha dicho? —preguntó, y todo su cuerpo se estremeció de alarma e indignación.

—He dicho… Que si quiere casarse conmigo. La amo. La amo desde la primera vez que la vi. Haría cualquier cosa por verla feliz. Puedo ofrecerle una… hermosa casita. ¡Oh, Pandora! —Se volvió hacia ella, al tiempo que el semáforo se ponía en verde y los coches comenzaban a avanzar—. Por favor, la quiero tanto… que no puedo dormir.

Un horror. Pandora volvió la cabeza, con las mejillas ardiendo. ¿Cómo iba a decir nada mientras siguiera mirándola con aquella cara ansiosa y patética desprovista ahora de toda confianza en sí mismo? Solo acertó a decir rápidamente:

—Tenga cuidado… Esto es muy peligroso… Salgamos de este atasco…

No recuperó la compostura hasta que llegaron a una calle más tranquila. Entonces ella dijo, sin mirarlo:

—Lo siento. Eso es impensable. No tenemos nada en común… Nuestros intereses son muy distintos. Yo tendría que dejar Inglaterra…

—Olvídese de todo eso. ¿Usted me ama?

—No… ¿¡Qué!? Claro que no. Lo siento. No le amo.

La respuesta de él fue de lo más asombrosa:

—Sí, sí que me quiere, es obvio.

¡Qué disparate! —gritó Pandora enojada—. ¡Cómo se atreve! ¡Qué absurdo! Nunca he oído cosa… En fin, lo siento. Comprenda que es imposible. Si piensa que… Es que no me entiende.

—¿Si pienso que me quiere? Sí, querida, lo pienso, y la entiendo mejor de lo que se entiende usted misma. Usted no lo sabe, pero yo sí… Yo sé lo que quiere. Usted cree que soy un paleto que no sabe de libros ni de viajes al extranjero y todo eso, y lleva razón. Pero sé cómo hacer feliz a una mujer… A una mujer como usted. La quiero con toda mi alma. Es la primera vez que me enamoro, así que querría casarme y tener hijos. Pero no me haga caso. Piénselo. Me quiere. Sé que lo hace. Lo supe cuando me dejó que la tomara del brazo.

Ella no dijo nada, se limitó a negar con la cabeza y a permitir que las lágrimas corrieran por sus mejillas. ¡Ay! Se estaba haciendo tan tarde… Roger estaría esperándola.

¡Ay! ¡Cómo ansiaba volver con Roger y recuperar esa vida que tanto le gustaba!

—Por favor —murmuró entonces, girándose hacia él—, ¿podemos darnos un poco de prisa? El señor Foster me estará esperando y voy a llegar tardísimo. Lo siento, lo siento mucho, pero es imposible. Por favor, no deje… que esto le… Le entristezca demasiado.

Al mencionar el nombre de Roger, se interpuso entre ambos un silencio que duró hasta que él detuvo el coche en la puerta del bloque de pisos donde ella vivía.

Pandora alzó la vista hacia su ventana y comprobó, consternada, que había luz. ¡Ay, Dios santo, estaba allí…! ¡Llevaba un rato esperándola, y estaría dolido y enfadado!

Se volvió impulsivamente hacia Cárter.

—Adiós. Siento que todo haya acabado así. Lo siento muchísimo. Daría lo que fuera por poder cambiar las cosas.

No obstante, él, que ni por asomo estaba tan triste como ella se temía, se limitó a decir:

—Si me necesita, estaré a la vuelta de la esquina. En el Edmonstone. Me quedaré allí hasta el martes por lo menos. No se apure. No me rindo tan fácilmente.

Y, sin mirarla siquiera, se marchó en su vieja y escandalosa tartana con cara de determinación, de tristeza y engreimiento. Todo a la vez.

Si no hubiera estado tan preocupada por la reacción de Roger, habría subido las escaleras mucho más furiosa por el episodio con Stanley Cárter.

No obstante, lo primero que vio fue de lo más alarmante: la pobre notita que le había escrito a Roger aparecía tirada amenazadoramente sobre el felpudo de goma, hecha una bola. El corazón le dio un vuelco, pero su orgullo pudo más y miró enfadada a su alrededor.

«¡Hombres! —pensó, apretando los dientes al tiempo que introducía la llave en la cerradura—. ¡Qué egoístas, imbéciles y estúpidos engreídos! ¡Vaya día!».

Con las mejillas carmesís y los ojos echando chispas, cruzó el pasillo a grandes zancadas y abrió la puerta de la sala de estar.

Y sí. Allí estaba. Repanchingado en el sillón. Leyendo un libro aburrido de alguna de sus amistades literarias, con el labio inferior hacia afuera. Había dejado que el fuego se apagara y ya no quedaba más que una sombra mortecina. Las cortinas no estaban echadas y daban paso a la noche triste y neblinosa del exterior. Además, la habitación apestaba a tabaco.

—¡Hola! —exclamó en tono jovial, mientras se quitaba su sombrero de color cereza—. Siento llegar tarde. Nos perdimos de regreso a casa.

Silencio.

—Vamos, Roger —dijo Pandora, tratando de que su voz sonara suave y divertida—. Salgamos a cenar. Estoy helada y me muero por un jerez. Seguro que tú también.

—En realidad —replicó él por fin—, ya me iba. Le había medio prometido a Lallie que me pasaría por su casa esta noche, y se está haciendo tarde. Creí que no vendrías nunca.

—Lo sé. Y lo siento. —Se mordió el labio con fuerza para controlar la rabia. «¡Qué embustero! ¡Y yo que pensaba que esto solo ocurría en las novelas!»—. Te lo he dicho… Nos perdimos. He tenido un día horrible, Roger… De lo más aburrido, y mi resfriado va a peor.

Él se incorporó, soltando el libro con un gesto dramático. La colorida cubierta se desprendió y fue a caer en la rejilla cenicienta de la chimenea.

—Dios mío… ¡Que tú has tenido un día horrible! ¡Tú! ¿Y yo qué? ¿Sabes el día que he tenido yo después de la escenita infernal que me montó Norah anoche? Esta mañana no he podido escribir ni una línea. ¡Tengo los nervios como las cuerdas de un violín! ¡Tensos! ¡A punto de saltar! Y, para colmo, me encuentro con que a las ocho de la noche sigues todavía por ahí con ese paleto… ¡He pasado un verdadero infierno aquí sentado! ¡Un infierno! Ya sabes que es absolutamente necesario que hable con alguien cuando me siento así. ¡Absolutamente necesario! Lo necesito como el comer y el beber… Lo que pasa contigo, Pandora, es que eres una egoísta. Una auténtica egoísta. No me lo vas a reconocer, pero lo eres. Lallie tiene razón. Siempre me advirtió que eras muy fría y que solo pensabas en ti. Sabes lo mal que lo estoy pasando últimamente y me dejas así. Y yo contaba contigo. Éramos amigos, ¿no es cierto? Creía que había algo entre nosotros. Y ahora vas y me dejas por ese palurdo. ¿Qué has estado haciendo con él todas estas horas? ¿Hablando? Apuesto a que estabais…

—¡CÁLLATE! ¡CÁLLATE! ¡CÁLLATE! —exclamó una voz aguda, furiosa e histérica. En medio de aquella tormenta de ira y de nervios que la sacudía y la ahogaba, una Pandora estupefacta se dio cuenta de que esta era la suya—. ¡Vete de mi casa! ¡Fuera! ¡Te odio! ¡Bestia egoísta, cruel y despiadada! ¡Fuera! Vete de aquí, maldito, ¿me oyes? ¡No quiero volver a verte! ¡Estoy harta de ti! ¡Llevo cinco años escuchándote y estoy harta… HARTA! ¡Venga! ¡Largo de aquí si no quieres que te suelte un sopapo!

Y, buscando a su alrededor algo con que atizarle, sus ojos fueron a posarse sin querer sobre la noble reproducción de El mejor amigo del hombre, que descansaba en la repisa de la chimenea, a la espera de que le colocaran un cristal nuevo. La cogió, se fue hacia él, sin dejar de contemplar su cara blanca, fofa, desencajada y atónita, y luego, levantando frenéticamente aquel mamotreto de cinco pies por cinco, se lo estampó en la cabeza. La reproducción se le quedó colgando del cuello de la manera más ridícula, como en una película de los hermanos Marx. El entonces retrocedió, diciendo algo que ella no pudo oír a causa de sus propios gritos, pero lo vio salir despavorido de la habitación y a continuación oyó un portazo. Por fin estaba sola.

Durante cinco minutos se paseó por la estancia, llorando a voz en grito, pateando muebles y golpeando como una loca, con los puños magullados, la superficie de su lustrosa mesa.

—¡Ay, ay! —gimió—. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Pero qué me pasa? ¡Debo de haber enloquecido…! ¡Ay, Dios mío! ¡Soy una desdichada! Quiero a Stanley… Ay, quiero a Stanley…

Y, cogiendo su sombrero, salió de la habitación y cerró la puerta de golpe.

Bajó trotando las escaleras del edificio, produciendo un sonido de alarma y de furiosa celeridad. Echó a correr por los pasillos y atravesó el portal ante la mirada atónita e inquisitiva del portero. Llamó a un taxi con la mano y se subió a toda prisa.

El conductor casi dio un grito de alegría cuando aquella dama que lloraba tan desconsoladamente le pagó media corona por el servicio, y no era para menos, pues el hotel Edmonstone se encontraba a la vuelta de la esquina, y la tarifa exacta de aquella carrera era de nueve peniques.

—El señor Cárter… Quiero ver al señor Cárter… Es muy importante, por favor… —Sus labios iban dando forma a las palabras, como un niño que estuviera ensayando un importante mensaje, mientras empujaba las puertas batientes del Edmonstone, pero no tuvo que pronunciarlas.

El señor Cárter en persona estaba allí, junto al fuego del vestíbulo, contemplando las llamas con aire sombrío. Su figura baja y robusta, su cara amable y rubicunda y su tosco traje azul le parecieron a Pandora el mejor de los consuelos. Ahora, por fin, sabía lo que quería. Y allí estaba la única persona que podía dárselo.

—¡Oh, Stanley! —gritó, corriendo a su encuentro por el respetable y amplio vestíbulo del Edmonstone—. Aquí me tienes. Lo siento. Por favor, consuélame. Me siento tan mal. Por favor, quiéreme.

Él la rodeó con el brazo con mucho cuidado porque, desde la primera vez que la vio, sabía que era una criatura frágil y delicada a la que no había que tratar con rudeza.

Pero ella le pasó ambos brazos por el cuello y se aferró a él con todas sus fuerzas, mientras la palabra «marido», aquel término tan hermoso y serio a la vez, le venía a la mente. Y entonces sintió que aquellos fornidos brazos, cuyo tacto siempre le había gustado, la abrazaban cada vez con mayor intensidad, como muros protectores.