VANIDAD DORADA
Deltenham, ese pueblo situado en medio del campo al que los coroneles y almirantes van a retirarse tras su jubilación, se asienta en una hondonada excavada entre verdes colinas. Cuando un visitante sale del tren en Deltenham, percibe de inmediato la diferencia en el aire: allí es límpido y frío, como, por otra parte, es normal pues baja soplando desde las altiplanicies alfombradas de tepe antiguo.
No puede decirse que el pueblo cayera en un profundo letargo a partir del año 1760, cuando prácticamente terminó de ser construido, porque ni siquiera entonces había llegado a despertar del todo. En la actualidad, la vida discurre apaciblemente por calles anchas, por delante de las casas claras y cuadradas de estilo georgiano y reina Ana, y en el interior de las pastelerías en que las maduras hijas de unos generales muy viejos se sientan a comer dulces de crema con tenedores de plata, mientras van marchitándose con toda discreción en la trastienda de la historia de Inglaterra.
En las verdes colinas que se alzan por encima del pueblo, diversas hileras de caballos de carreras salen a galopar atravesando el rocío y, una vez al año, las calles se abarrotan de rostros y coches completamente desconocidos para los habitantes del pueblo. Es entonces cuando los propietarios del hotel sacan camas a los pasillos para acomodar a los corredores de apuestas que inundan el lugar durante los cuatro días en que se celebra la Deltenham Silver Cup.
Sin embargo, durante el resto del año, Deltenham reposa tranquilamente en la falda verde del mapa de Inglaterra, envejeciendo con elegancia, como todo pueblo respetable que se precie.
El aire cortante de las montañas no debería alentar los sueños de nadie. Pero con la llegada de la primavera, cuando tiene lugar la Silver Cup, el aire se templa, y la gente que es soñadora por naturaleza empeora.
—… cada vez peor —decía la señorita Hilda Bremmer, removiendo el chocolate de su taza de las once en punto con tanto brío que, de no haber sido una dama, habría hecho tintinear la cucharilla contra el interior de la taza—. Alguien debería decirle algo al respecto. No me explico cómo puede seguir trabajando en la biblioteca. La chica parece medio boba. Esta mañana, por ejemplo, entré a cambiar un libro para mi padre. Como ya sabes, le gusta que le cambien el libro dos veces por semana. Pues bien, iba a devolver Del cabo de Buena Esperanza a Jartum a pie y quería llevarme Con una cámara en los Alpes. Imagina mi sorpresa (y sé que cuando le pedí el libro le hablé bien clarito porque tenía a la señora Archer pegada a mi codo y nunca he podido olvidar el comentario que me hizo hace tres años en la merienda literaria de la señora Vereker acerca de que mi padre prefería la literatura ligera, así que en esta ocasión quería demostrarle que lo que lee mi padre es muy serio), imagina mi sorpresa, digo, cuando la señorita Jameson me entregó Donde los ángeles temen, de Geoffrey Whithorne. Un descuido bastante inexcusable a mi entender. Además, ya me había tenido esperando diez minutos, y tampoco es la primera vez que me pasa. Esta es la tercera vez que la señorita Jameson me da un libro de ese tal Whithorne cuando le estoy pidiendo algo totalmente diferente. De lo más extraño, me parece a mí. Debo decir que le hablé con dureza. Con mucha dureza. Ella se puso como un tomate, y creí que iba a echarse a llorar.
La señorita Bremmer hizo una pausa y dio un sorbo a su taza de chocolate. Su cara, marchita bajo aquel sombrero pasado de moda, estaba tan llena de rencor que, de habérsela visto en un espejo, ella misma se habría pegado un susto de muerte.
—¿Te llevaste el libro? —La señorita Ada Sands, muerta de curiosidad, echó un furtivo vistazo a los dos libros que reposaban sobre de la mesa, junto al bolso y los gastados guantes de la señorita Bremmer.
—Ah… Bueno… No me lo traje para mi padre. Lo que hice, por supuesto, fue pedirle de inmediato a la señorita Jameson que me entregara el que le había pedido. Pero como yo quería otro para mí, ya que anoche me terminé El sacrificio de toda una vida, de Amy Marriot, una historia preciosa, pues pensé en traerme también alguno del tal Whithorne… Ya que estaba allí. Después de todo, Ada, no se debe condenar nada sin haberlo visto con tus propios ojos. Sabes que no soy ninguna mojigata. Una mujer como yo, que ha vivido en el Este, debe estar preparada para «ver la vida en su continuidad y en su totalidad».[12] Creí —y la señorita Bremmer sonrió por debajo de aquella narizota suya— que debía darle una oportunidad al señor Whithorne.
—Ojalá pudiera leerlo también yo —dijo la señorita Sands, mirando con codicia Donde los ángeles temen—. Dicen que es muy atrevido, pero, aunque consiguiera sacarlo, no me serviría de nada. Seguro que mi madre lo descubriría. Controla todo lo que leo con mano de hierro. A veces creo que es un poco injusto.
La verdad es que, dado que la señorita Sands iba a cumplir cincuenta y dos años al mes siguiente, sí que parecía un poco injusto. Sin embargo, para la señorita Bremmer, que pasaba ya de los sesenta, aquello era lo más normal del mundo. Debía preservarse la inocencia de las solteras más jóvenes. Cuando superaban ya los sesenta, y la posibilidad de que se casaran parecía remota, las reglas podían relajarse un poco.
—Cuando lo haya leído, te diré cuáles han sido mis impresiones, Ada —le propuso amablemente la señorita Bremmer—. Seguro que para una mujer de mi experiencia resultará bastante blando. Pero tiemblo, literalmente, cuando pienso en el efecto que tales libros pueden provocar en una chica tan morbosa y extraña como Monica Jameson.
—Es tan raro… que le guste vivir sola —reflexionó la señorita Sands.
—Ella es rara en general. No es saludable. No es normal. No es alegre, como debería ser una chica de su edad. Como lo eras tú, Ada… Y como lo era yo —replicó la señorita Bremmer.
Habiéndose terminado el chocolate, la señorita Bremmer se levantó y aguardó con cierta impaciencia a que la señorita Sands se terminara el suyo. A continuación recogió Donde los ángeles temen y Con una cámara en los Alpes, sus guantes, el bolso y el paraguas, y salió de la cafetería como una exhalación, seguida de la señorita Sands.
Las dos mujeres se dirigieron a su casa, abriéndose paso a través de las calles «desagradablemente abarrotadas».
La expresión era suya, y tal vez un uno por ciento de la población de Deltenham habría estado de acuerdo con ellas. Pero el resto del pueblo admiraba a todos aquellos hombretones vestidos con sus llamativos cuadros y con sus bombines curvados, a los hombres menudos y torcidos de cara triste y simiesca, y a los caballos relucientes y altaneros cuyos ojos asomaban a través de las capuchas de sus mantas como si fueran miembros del Ku Klux Klan. El resto de la población se deleitaba con aquella aura de inmensa perspicacia y con el dinero y el whisky que caía del cielo los días de carrera cual maná sobre un pueblo más bien pequeño. Las tres cuartas partes de Deltenham no apostaban, pero al pueblo entero le encantaba el olor a carrera.
Aquel era el primero de los cuatro días del encuentro. Deltenham posee uno de los hipódromos más bonitos de toda Inglaterra, y aquella primavera mostraba su mejor cara. El favorito se había comportado como un corderito durante toda la semana y al parecer había olvidado que lo habían tachado de tener mal genio. Los hoteles estaban atestados, y nuevas oleadas de visitantes afluían al pueblo con la llegada de cada tren. Todo estaba dispuesto para que se celebrasen allí cuatro días perfectos de carreras.
Monica Jameson salió a almorzar a las doce y media, y se abrió paso por las calles abarrotadas. Metió los puños hasta el fondo de los bolsillos de su viejo abrigo de tweed gris, y se dejó llevar disfrutando de los rayos de sol. Era una chica alta con una de esas celestiales caras inglesas que nunca maduran, a pesar de la edad y de las arrugas, y que son igual de nacaradas, exasperantes y remotas a los sesenta años que a los dieciséis. Que Dios guarde al hombre que decida casarse con una cara así y espere obtener de ella algún tipo de pasión o una filosofía de vida contundente. Lo máximo que saldrá de ella serán las más dulces simplezas y zalamerías, propias de una chiquilla.
Monica iba pensando en un libro y en un caballo.
Le gustaban los caballos, aquellas criaturas nerviosas, altaneras y veloces, y echaba tanto de menos montar que no se atrevía ni a pensar en ello. Así pues, en lugar de montar, leía.
El nombre del favorito para la carrera del día siguiente, el evento más importante de los cuatro días, era Vanidad Dorada. Ese era el caballo.
Pero, además, aquel mismo día, saldría a la venta la nueva novela de Geoffrey Whithorne y, curiosamente, se titulaba Vanidad Dorada. Ese era el libro.
Nadie podría haber adivinado, a juzgar por el aspecto desgarbado y típicamente inglés de Monica, que iba pensando únicamente en una foto enmarcada en plata que la aguardaba en el tocador de su casa. No es solo que tales pensamientos sean difíciles de adivinar basándose tan solo en la cara de una joven, sino que pocas de ellas habrían podido ser tan insensatas, morbosas, antinaturales y mustias como para atesorar una fotografía recortada hacía dos años de un ejemplar de Libros y autores, bajo la cual podía leerse: «Geoffrey Whithorne, autor de Donde los ángeles temen, el éxito de ventas de esta primavera».
Y solo otra soñadora, como la propia señorita Jameson, habría podido entender que, a los veintiséis años, siguiera manteniendo aquel aspecto de colegiala, que fuese tan solitaria, que estuviera tan encerrada en su mundo interior en cuanto a compañía o entretenimientos se refiere, que se creyera enamorada de la fotografía de un hombre y que no anhelara de manera consciente tener un amante real.
El clima inglés retrasa el desarrollo físico. La vida en los pueblos de la campiña inglesa, aunque deliciosa, resulta curiosamente irreal y lo cierto es que propicia las ensoñaciones. Recientemente, las mamás de los jovencitos del pueblo le habían retirado el favor a la hija de un caballero fallecido hacía solo unos días (se rompió el cuello mientras cazaba con sus sabuesos, y dejó un reguero de deudas tras de sí tan perdurable como el rastro de un zorro), que trabajaba en una tienda local, solo porque sus ojos eran grandes, grises y fríos como el cielo de una tarde de abril.
Todos estos hechos conspiraban contra Monica Jameson, y, como consecuencia, ella imaginaba que se había enamorado de Geoffrey Whithorne.
Su habitación, situada en una casa a las afueras del pueblo, daba al río Dell. Desde allí podría haberle lanzado unos peniques (si le hubieran sobrado) a un frondoso sauce que quedaba justo bajo su ventana, y en las noches de primavera iluminadas por la luna solía quedarse contemplando los brotes y las largas ramitas en forma de araña, inhalando el delicioso aroma a tierra mojada y sin dejar de soñar. Había vivido allí desde los dieciocho años, negándose a sucumbir, con la obstinación a menudo tan propia de las personas que tienen un carácter excesivamente dulce, ante las continuas peticiones de unas estrictas tías, que le pedían que se fuera a vivir con ellas. No obstante, después de un tiempo, las tías dejaron de insistir porque, a diferencia de los bulldogs, las tías sí suelen soltar el bocado si se las va disuadiendo de manera sistemática.
Las novelas de Geoffrey Whithorne entraron en su vida solitaria e irreal como estrellas fugaces. El método del autor consistía en elegir como heroína a una joven del montón («Igualita que yo», pensaban las Monicas de toda Gran Bretaña y de América) y glorificarla.
No lo hacía ni con dinero ni con una belleza adquirida de repente gracias a las manos de un experto esteticista. La ensalzaba poniendo el énfasis en que, en realidad, se trataba de una diosa aletargada, misteriosa y rebosante de sorprendentes cualidades, que vivía su propia vida plena y femenina. Y si el señor Whithorne tenía que doblegarse ante las exigencias de su público casando a esta diosa con alguien en la página trescientos, no lo hacía hasta haber convencido concienzudamente al lector de que aquel elegido era un tipo con mucha suerte por haberla cazado.
El lector de ficción astuto no se sorprenderá al saber que los ingresos del señor Whithorne aumentaban exponencialmente con cada novela. De modo que pronto fue capaz de permitirse el método publicitario más efectivo: el del más absoluto secretismo.
Nadie había visto jamás al señor Geoffrey Whithorne cenando tranquilamente en su rincón favorito del Oaldeaf Restaurant. Nadie había conseguido fotografiar al señor Geoffrey Whithorne haciendo unos hoyos en el Glenswallows Hotel con lady Fulanita o con la honorable Shirley Menganita. Monica Jameson había tenido la suerte de conseguir en su momento la única fotografía de Geoffrey Whithorne, ya que no había vuelto a aparecer ninguna otra desde aquella de Libros y autores de hacía dos años.
«El señor Whithorne —decían los más sesudos críticos cuando se dignaban a fijarse en sus libros— lo ha vuelto a hacer, e incluso mejor». Uno de ellos había añadido en una ocasión que el señor Whithorne había logrado convencer a la mujer de a pie, desde China hasta Perú, de que era una diosa y, por tanto, merecía el agradecimiento de las mujeres del mundo entero.
Monica, sin embargo, tras meditar el asunto con seriedad e inteligencia, había llegado a la conclusión de que a ella las novelas de Geoffrey Whithorne no la hacían sentir ni mucho menos como una diosa misteriosa. En absoluto. Simplemente tenían un don especial para decir justo lo que ella siempre había sentido pero no era capaz de expresar.
Esa era la razón por la que le gustaban tanto sus libros y por la que soñaba con su cara morena y con aquel poético mechón de pelo cano que cruzaba dramáticamente su negra mata de pelo. Esa era la razón por la que esperaba la publicación de su siguiente libro con un desasosiego tan intenso que rayaba el dolor.
Su ejemplar, para el que había enviado siete chelines y seis peniques a los señores Entwhistle & Braddock, los editores de Geoffrey Whithorne, llegaría al día siguiente. Se los había mandado hacía dos meses, el día en que supo que la nueva novela del señor Geoffrey Whithorne, Vanidad Dorada, se iba a publicar en primavera.
A lo mejor… A lo mejor el argumento se centraba en la vida de una chica que vivía en un pueblecito aburrido. Una chica a la que le encantaba la poesía y que no tenía a nadie con quien compartirla. Una chica que leía la vida de grandes hombres y mujeres sentada a solas en su pequeña habitación que daba al río… Y, a lo mejor, una primavera un joven dramaturgo venía a quedarse en el pueblo mientras trabajaba en su nueva obra…
—¡Señorita Jameson! ¡Quiero decir… Monica!
Monica se giró llena de impaciencia. Cuando la despertaban bruscamente de sus ensoñaciones mientras paseaba, se enfadaba bastante, como, por otra parte, les ocurre a todos los adictos a cualquier otra droga.
No obstante, cuando vio de quién se trataba, sonrió amablemente y dijo:
—Hola, Bobby.
Bobby Vereker, agente de Lord Vanhomrigh, era el hermano de Diana Vereker. Monica y Diana habían ido juntas a la escuela, pero, mientras que Monica la dejó a los diecisiete años para irse a trabajar a una biblioteca como chica para todo, Diana continuó sus estudios en una escuela privada de refinamiento de señoritas en Austria («y bien que la han refinado», dijo su único hermano con pesar, una semana después de su regreso).
—Ay, Bobby, perdona… No me había dado cuenta de que eras tú. ¿Qué tal? ¿Cómo está Di?
La relación de amistad desde los tiempos de la escuela entre ella y su hermana se había transformado hacía tiempo en un mero intercambio de tímidas y frías sonrisas, pero Bobby se aferraba a ella para mantenerla viva. Aquello le daba una excusa decente para poder hablar con Monica y, a veces, hasta para salir con ella. Y más le valía contar con aquella excusa porque estaba dolorosa y perdidamente enamorado de ella a pesar de la indiferencia que la joven mostraba hacia él, y de la desaprobación general de su propia familia.
Su cara, para su perpetua indignación, era redonda y regordeta, y no había forma de que se volviera fina e interesante. Aunque, si Monica se hubiera fijado bien, habría podido distinguir el Amor que entronizaba sus mejillas y que le aportaba incluso cierto lustre a su pequeño bigote pelirrojo.
—Oh, Di está estupendamente. Te habrás enterado de que se ha comprometido, ¿no? Sí. Con un tipo de la Infantería Ligera de las Highlands, destinado en algún lugar de la India. No se puede casar hasta dentro de dos años… Mala suerte porque parecen muy enamorados y todo eso. La verdad es que —espetó, yendo al grano con cierta urgencia— me preguntaba si querrías venir a las carreras conmigo mañana, Monica. Creo que… Te gustará, estoy seguro. Hace meses que no vamos a ningún sitio. Creí que te habías olvidado de que existo.
Y se echó a reír emitiendo un sonido necio, lo que viene a confirmar ese inquietante hecho de que el Amor suele hacer que sus víctimas parezcan más tontas cuanto más atractivas ansían mostrarse.
La pequeña y soñadora cara de Monica hizo amago de estar pensándoselo, aunque solo se tratara de un acto de amabilidad para con Bobby, cuya presencia y sugerencia la avergonzaban profundamente. Ella ya tenía otros planes.
¿Ir a las carreras? ¿Mañana por la tarde? ¿Con Bobby Vereker? Al día siguiente, jueves, la biblioteca cerraría a la una en punto, y ella se pasaría toda la tarde sentada al sol ante la ventana abierta leyendo Vanidad Dorada, mientras recibía en la cara la luz verde procedente de las hojas del sauce.
Bobby adivinó la respuesta antes de que ella la pronunciara, y puso una cara larga. Esto hizo que los músculos de alrededor de sus ojos se relajaran y que su ridículo monóculo resbalara y fuera a chocar contra un botón de su abrigo, lo que produjo un ligero tintineo musical.
—Lo siento mucho, Bobby —dijo Monica—, pero me temo que no puedo. Verás, los jueves por la tarde siempre los dedico a escribir mis cartas, a zurcirme la ropa y a terminar todos esos arreglillos para los que no tengo nada de tiempo durante el resto de la semana. Ya sabes que soy una persona muy metódica y que nunca rompo mi rutina.
Incluso como mentira piadosa, no era una buena excusa. Bobby sabía que Monica distaba mucho de ser metódica. En cuanto a zurcirse la ropa… ¿Acaso no le había hecho gracia y se había conmovido en más de una ocasión al verle media pulgada de talón rosado sobresalir a través de un agujero abierto en sus medias grises?
No se dejó engañar ni por un instante. Lo cierto era que no quería ir con él. Solo Dios sabía cuál podía ser la verdadera razón (imposible de adivinar ya que era una chica de lo más excéntrica), pero lo que quedaba claro era que no quería ir con él.
Sus ojos se inundaron de la tristeza más abrumadora. Sabía que no tenía la menor posibilidad con aquella criatura divertida y soñadora de ojos grandes, piernas largas y ropa desgastada. Sin embargo, estaba seguro de que bastaría con que ella le diera una sola oportunidad para que él pudiera hacerla feliz e incluso conseguir que llegara a amarlo. Solo de pensarlo, su corazón pareció contraerse de dolor. Quería cuidarla y quería hacerla reír al compartir con ella sus anécdotas.
Monica vio cómo se le caía el monóculo, pero, como era una joven muy egoísta, no advirtió la abrumadora tristeza que se estaba apoderando de él.
—Oh, ya veo. Mala suerte… Pero te entiendo perfectamente. Uno no debe alterar su rutina, ¿verdad? De todas formas, si cambias de opinión, dame un telefonazo, Monica. Estaré en casa hasta las dos. Adiós.
Dio un giro tan abrupto que Monica se sintió un poco herida. No era típico del bueno de Bobby mostrarse tan informal. Tal vez se hubiera arrepentido de proponérselo. Sabía que él se empeñaba en seguir haciéndole ese tipo de invitaciones a pesar de la desaprobación de su familia, y aquello no debía de ser plato de gusto para él. A su vez, lamentaba mucho haberlo ofendido. Nunca deseaba herir ni ofender a nadie. Solo quería soñar.
A la mañana siguiente, mientras todos los corredores de apuestas se atiborraban con parsimonia de montones de jamón a la parrilla y de huevos fritos, mientras los relucientes caballos giraban la cabeza para ver cómo los mozos de cuadra les cepillaban la grupa, y mientras en un millar de decentes mesas de Deltenham se hablaba del tiempo durante el desayuno con cierta preocupación, Monica bajaba a hacer lo propio en la casa de huéspedes en que vivía, y se encontraba con que el ansiado paquete la aguardaba en el recibidor.
No lo abrió en ese instante. Lo que hizo fue llevárselo al trabajo para poder echarle un primer vistazo en cuanto tuviera un hueco. Sin duda, lo más sensato habría sido dejarlo a buen recaudo en su habitación, pero habría sido incapaz de soportarlo. Si no se le presentaba la oportunidad de hojearlo a lo largo de la mañana, al menos sabría que estaba a salvo, y a mano, en su cajón privado de la biblioteca.
Se dirigió caminando al trabajo por las calles anchas y claras, bajo los limeros y plataneros en ciernes, entre cuyas ramas se podían atisbar las montañas barridas por las enormes sombras de las nubes de abril.
Los autobuses locales estaban empapelados con montones de anuncios que informaban a los foráneos de que los podían llevar a las carreras y traerlos de vuelta por seis peniques. (Los residentes sabían que era más rápido y menos caro ir andando). Grandes autobuses llenos de turistas pasaban tronando por la carretera que conducía a las montañas, y, tras ellos, desfilaba una hilera de elegantes coches cubiertos, repletos de mujeres que vestían magníficos trajes de tweed y que lucían unas diminutas boinas oscuras con broches de diamantes, y de hombres enjutos de aspecto nórdico que llevaban sus prismáticos colgados del hombro y que nunca abrían la boca.
Así pues, como aquella mañana todo el mundo iba a las carreras, la biblioteca estaba casi desierta.
Durante tres horas, Monica y la señorita Duff, la otra empleada, solo atendieron al viejo coronel Bremmer, que se llevó Nilo arriba con un motor fueraborda («No soporto esa memez de tomar instantáneas en los Alpes. Feller es un mentecato… Mi hija me lo sacó. Otra que tal baila… Es lo peor de dejar estas cosas a las mujeres, que son todas unas mentecatas. Y mi hija, la mayor de todas».), y a la pobre señorita Dancey, que buscaba un libro sobre vestiduras eclesiásticas y su historia.
Las dos chicas se sentaron en la gran sala, donde las sombras de las ramas de los plataneros se mecían sobre la estantería dedicada a la «Ficción contemporánea».
Monica consiguió ocultarle a la señorita Duff el hecho de que Vanidad Dorada yacía en su regazo. Fingió estar leyendo la autobiografía de la señorita Gladys Cooper, y coincidió con ella en que ya era mala suerte que Vanidad Dorada hubiera salido un jueves, pues seguramente no llegaría a Deltenham hasta después de la hora del cierre de la biblioteca, y, en ese caso, no podrían conseguirlo hasta el día siguiente.
Fue entonces, después de haber intercambiado aquellos soporíferos y ocasionales comentarios con la señorita Duff, cuando sus ojos volvieron al libro abierto en su regazo y cuando, una vez más, se sumergió en las profundidades abisales de la historia alegre y tiernamente irónica de una chica que trabajaba de camarera en un café de Hollywood y que aspiraba a ser estrella de cine.
Era poco agraciada. Era tímida. Era Monica… Edna y Louella… Era todas y cada una de las chicas tímidas y feúchas de Inglaterra y de América. No cabía la menor duda de que el señor Whithorne, como todos decían, sabía de lo que hablaba. Y Monica adoraba a su heroína… Y a él.
Estaba leyendo con tanta avidez que el último comentario de la señorita Duff, hecho a eso de las doce y media, mientras esta última se ajustaba el gorrito azul en su rubia cabeza, le llegó como entre nieblas.
—Bueno, me voy —dijo la señorita Duff—. No creo que al señor Turner le importe, ¿verdad, señorita Jameson? Después de todo, usted se queda aquí, ¿no? Así que me voy a las carreras esta tarde. No puedo perderme la inauguración. Voy a decirle a mi chico que apueste en mi nombre cinco chelines por Vanidad Dorada.
—Sí, váyase. Ya me quedo yo —murmuró Monica, levantando durante un segundo sus aturdidos ojos de las páginas del libro. En realidad, no estaba allí. Estaba en el estudio de la Inter-Pan-National Film Company en Hollywood, viendo cómo la pequeña camarera daba al traste con su primera y última audición.
La señorita Duff se marchó.
La biblioteca se sumió en un silencio soleado. El agradable murmullo de una multitud de fiesta entraba flotando por las ventanas abiertas, junto con el fresco olor de la hierba y los brotes nuevos. El reloj dio la una menos cuarto en la vieja iglesia que había frente a la biblioteca.
Que Monica se perdiera en un libro era algo de lo más habitual. En ese momento se hallaba tan perdida como si se hubiera adentrado en un bosque del todo desconocido. El labio inferior le sobresalía un poco y su respiración se había vuelto un tanto pesada, como una caricatura ridícula y encantadora de esos viejos caballeros que asisten absortos a sus habituales conciertos de música clásica. Perdida en los abismos más insondables, como se pierde en profundos sueños alguien que duerme, continuaba leyendo y leyendo.
La señora que entró en la biblioteca a la una en punto tuvo que repetir su comentario antes de que Monica alzara por fin la vista, sobresaltada, y se la quedara mirando con ojos de ángel aturdido.
—¿Qué…? ¿Qué ocurre…? Oh… Le ruego que me disculpe…
—Digo —repitió la señora— que Geoffrey Whithorne debería sentirse enormemente halagado. ¿No es ese su nuevo libro?
—Yo… ¡Oh! Sí. Sí… Vanidad Dorada. Lo siento de veras. No tengo perdón —se disculpó Monica dejando a un lado el libro, levantándose y mirando con ojos penitentes desde su mayor altura a aquella señora, que era más bien bajita—. ¿Quería…? ¿Quiere un libro?
—Bueno… —Empezó. Y entonces sonrió tímidamente y echó un cauto vistazo por encima del hombro en dirección a la otra persona que estaba deambulando por las estanterías situadas en el extremo más alejado de la sala, como si quisiera evitar que pudiera oír sus palabras—. La verdad es que he venido para las carreras de hoy, y solo quería saber si había llegado ya el nuevo libro de Whithorne. Pero ya veo que sí. Lo han traído muy pronto.
—Lo cierto es que este ejemplar es mío —dijo Monica, deseando que, si la señora no quería ningún otro libro, se marchara de inmediato y la dejara volver al suyo—. Llegó esta mañana a mi dirección particular. Como hoy es jueves, me temo que no dispondremos de los ejemplares de la biblioteca hasta mañana. Pero puede encontrarlo en cualquiera de los grandes almacenes de Londres, por supuesto… Si es que va a volver a la ciudad esta misma noche.
—De modo que ha conseguido usted su ejemplar con antelación, ¿eh? —caviló la señora, que, para fastidio de Monica, no daba muestras de querer marcharse—. ¿Y hace lo mismo con todos sus libros? ¿Es usted una gran admiradora de este tal Whithorne?
—Oh, sí —respondió Monica, cuya reserva había desaparecido ante el estímulo de Vanidad Dorada y hablaba ahora con la franqueza de una niña—. Me encantan sus libros.
—¿Le gusta su estilo?
—Bueno… —dudó—. No es tanto el estilo como los personajes, sobre todo las heroínas. Hace que, de algún modo, todo el mundo parezca muy real, y, sin embargo, son mucho más interesantes que la gente real. Debe de ser un hombre increíblemente inteligente y sensible. Entiende a las mujeres a la perfección —concluyó Monica con solemnidad.
La señora emitió un gemido.
—Y supongo —continuó— que estará también muy interesada en el señor Whithorne desde un punto de vista más personal. Se preguntará cómo es, ¿me equivoco? Si estará casado y todo eso, ¿verdad?
—Sé cómo es —dijo Monica con dignidad—. He… He visto una fotografía suya en Libros y autores.
La señora, que parecía un poco excéntrica, soltó otro pequeño gemido, y a continuación sobresaltó inmensamente a Monica cuando comenzó a gritar:
—¡Geoff! ¡Ven aquí! ¡Aquí hay otra!
Alguien dio un silbido desde el fondo de la sala, con un sonido que llegó hasta ellas divertido, consternado y musical. Y, en ese momento, Geoffrey Whithorne salió de detrás de una estantería de libros. Se quedó admirando desde allí la cara blanca y estupefacta de Monica. Y… ¡Horror de los horrores! Aquel hombre estaba gordo. Gordo. Gordo.
Aquella horrenda palabra le vino a los labios antes de que pudiera reprimirla, aunque más tarde no sería capaz de afirmar con certeza si, con la confusión del momento, había llegado a pronunciarla en voz alta o no. El impacto fue tremendo. Pensó en cómo había sido capaz de susurrarle «mi amor» a la fotografía de aquel hombre. Y ahora lo tenía delante… Tan gordo.
La señora estaba diciéndole con toda amabilidad:
—Me he sentido tan halagada por sus gratos comentarios sobre los libros de Geoffrey Whithorne que voy a confesarle un secreto. Pero antes quiero que me prometa, por favor, que no va a ir repitiendo por ahí lo que yo le diga. Creo que, por ahora, lo que voy a contarle es de sobra conocido en Londres, pero no quisiera que se empezara a difundir mucho más.
—Por supuesto —farfulló Monica—. No se lo diré a nadie.
Sin embargo, no estaba segura de poder cumplir lo que decía ni siquiera en el preciso momento en que sus palabras salían de sus labios. Se sentía aturdida. (¿Dónde diantres estaba aquel dramático mechón de pelo plateado? Había desaparecido… Y la mata de pelo sobre la que solía caer el mechón era ahora escasa y, sospechosamente, demasiado negra…).
—Muy bien —dijo la señora con viveza—. Será mejor que se siente. Yo soy Geoffrey Whithorne.
—¡¿Cómo?!
—Sí. Verá. Escribí Donde los ángeles temen más como una broma que como cualquier otra cosa. Me refiero a que quería escribir un libro como si fuera un hombre capaz de entender a las mujeres, y lo conseguí con creces. Yo fui la primera sorprendida al descubrir que se estaba convirtiendo en un auténtico éxito de ventas. La gente empezó a pedirme fotografías, así que pensé que echaría a perder una prometedora carrera si admitía ser una mujer. Ya le había robado el nombre a mi primo (inventamos lo de Whithorne), de modo que, en ese momento, no vi razón alguna para no poder robarle también sus facciones.
»Entonces (algo muy insensato, he de admitirlo) enviamos una fotografía de Geoff a Libros y autores. Por supuesto, solo lo hicimos una vez. Enseguida nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado, y esa es la razón por la que hoy en día no se ven fotos mías. Ese es el motivo por el que nunca aparezco en público salvo como la señorita Alice Little. Recibo cincuenta cartas a la semana de chicas que quieren fotografías de Geoffrey Whithorne… No está mal en estos días en que la principal competencia son las estrellas de cine, ¿verdad? Debe de haber más jovencitas solitarias en Inglaterra y en América de lo que estamos dispuestos a admitir, ¿eh?
La señorita Alice Little clavó la mirada en el rostro carmesí de la señorita Monica Jameson.
—Sí —dejó escapar esta última, casi en un susurro.
—Me pregunto si también usted me escribiría alguna vez —continuó la pequeña señora.
—La verdad es que no. No lo hice —contestó y, a pesar de la vergüenza y de la aflicción que la embargaban, empezó a sonreír poco a poco—. ¡Ya ve! ¡Yo ya tenía una foto de Geoffrey Whithorne!
La señora sonrió y el caballero «entradito en carnes» (todo el mundo coincide en preferir esta expresión) empezó a sonreír a su vez. La atmósfera se había relajado perceptiblemente. Entonces todos rieron.
«Le irá bien. Seguro que hay algún joven por ahí», pensó la señorita Little. Luego dijo:
—¿Quiere que se lo firme?
—¡Ay, sí, por favor! —exclamó Monica con gracia—. Después de todo, nada de esto cambia la perfección de las historias, ¿verdad? Siguen siendo preciosas.
—¡Bueno, es usted mi tipo de lectora! —afirmó Geoffrey Whithorne, y a continuación garabateó su firma.
Monica, que contemplaba el sombrero poco elegante de la escritora mientras esta se hallaba inclinada sobre el mostrador, ¡sintió como si le hubieran arrancado un trozo de alma de un bocado! No podía evitar experimentar cierta sensación de pérdida. Algo absurdo, por supuesto, pero las señoritas inglesas de ojazos grises y piernas esbeltas suelen ser así.
—Adiós —dijo Geoffrey Whithorne, echando un vistazo al reloj, que en ese momento marcaba la una y cuarto—. Debemos salir volando. Hemos quedado a almorzar con unos amigos en las carreras. Guardará el secreto, ¿verdad, señorita… mmm…? Considérelo usted un favor personal hacia Geoffrey Whithorne.
Y de repente le dedicó a Monica una sonrisa tan radiante que iluminó todo su rostro como si alguien hubiera encendido unos reflectores. Al contemplar esa sonrisa, cualquiera se daría cuenta de que aquella mujer era una escritora de éxito.
—Por supuesto —exhaló Monica casi con veneración—. Para mí es un honor que me lo haya contado.
Acto seguido, la señora y su primo se marcharon, intercambiando todo tipo de murmullos y de comentarios chistosos.
Monica se quedó sola.
Se sentía completamente abatida. Estaba tan sola que quiso hundir la cabeza bajo el mostrador y llorar como una cría. Tal vez fuera la reacción normal tras la agitación de la lectura, pues Monica era una persona nerviosa; demasiado nerviosa, como la señorita Hilda Bremmer nunca se cansaba de repetir. Tal vez fuera porque uno de sus sueños, uno de los que daban sentido a su vida, se había volatilizado.
Las manecillas del reloj anunciaban que pasaban veinticinco minutos de la una.
Y, de repente, y de manera bastante natural, como en respuesta a un susurro de ánimo procedente de los refrescantes olores primaverales que se colaban por la ventana, Monica introdujo el dedo en el dial del teléfono.
Conforme hacía girar la negra superficie hasta del 17, su cara fue perdiendo su anterior rictus serio. Incluso comenzó a sonreír tímidamente. «Le pediré que apueste cinco chelines por Vanidad Dorada… Solo por probar», pensó.
Y su sonrisa se hizo más amplia.
Cuando sus labios pronunciaron las palabras: «¿Eres tú, Bobby?», estaba ya sonriendo abiertamente, y él, al otro lado del teléfono, intuyó la sonrisa en su voz, y se llevó una sorpresa tan grata que se quedó boquiabierto. El monóculo se le cayó del ojo y chocó contra un botón de su chaleco, produciendo un ligero tintineo musical.