MÁS QUE AMABLE

Lillian Wardell metió el coche hábilmente en la explanada de la estación, lo aparcó contra el bordillo de la acera, apagó el motor y se reclinó en el asiento dejando escapar un largo y trémulo suspiro. Se quitó los guantes y se llevó un pequeño disgusto al comprobar que sus manos estaban temblando.

—Lillian, ¿podemos entrar a esperar a mamá?

Los niños aguardaban impacientes en el asiento trasero. El niño tenía ya la puerta medio abierta, y la cara de la niña poseía aquella expresión llena de emoción y timidez que solo adoptaba cuando Sophie venía de visita.

—Por supuesto. —Lillian se colocó el sombrero, se inclinó hacia delante y se repasó la punta de los zapatos con un cepillito.

—¿Tú no vienes?

—Dame un minuto. Corre si quieres, pero tenemos tiempo de sobra. Hemos llegado pronto.

La niña esperó un segundo, mirando con timidez a su madrastra. Sabía, como si Lillian se lo hubiera contado expresamente, que estaba triste y necesitaba consuelo.

—Venga, vete, cariño.

Salió disparada para alcanzar a su hermano, y Lillian se bajó del coche y descubrió que las piernas también le flaqueaban. Echó un vistazo a su imagen en un espejo al pasar por la taquilla de camino al andén e intentó relajar los músculos de la cara y adoptar una expresión divertida y cordial.

Pero resultaba del todo inútil. Sophie, que poseía la habilidad de descifrar la personalidad de la gente al vuelo, siempre sabía cuándo otra mujer se sentía patosa y carente de interés en comparación con su arrebatadora belleza. Sabía que Lillian estaría nerviosa y en desventaja, por lo que podría disfrutar de la situación de lo lindo. Sophie era toda malicia. Lo primero que captaba siempre era el lado perverso y burlón de las cosas, lo que le hacía desatar aquella famosa risa llena de gorgoteos que los hombres solían encontrar tan cautivadora.

El tren llegaba con retraso. Los niños vagaban por las máquinas expendedoras y los puestos de libros, mientras que Lillian permanecía sentada en una postura cómoda y relajada en uno de los bancos, deseando estar muerta.

Ella era la segunda esposa de Ian Wardell, un exitoso editor de obras de ficción y de sociología «modernas», y la fascinante Sophie, a quien venía a recoger, era su primera esposa, de la que se había divorciado hacía dos años.

Lillian, única hija de un hombre profesional y discreto, había hechizado a Ian Wardell por su dulzura y por su sinceridad, así como por su cándida belleza sin igual. Él se enamoró de ella enseguida, y supo que aquella era una razón de peso por la que debía divorciarse de Sophie, que siempre había sido difícil y que, por aquel entonces, se había vuelto insoportable.

El divorcio y la nueva boda de Ian se produjeron sin contratiempos, de modo que Lillian se vio casada a los veintisiete años con un hombre que había vivido con otra mujer durante diez años, y tuvo que empezar a moverse en un círculo tan diferente al de su sobria juventud como cabe imaginar.

Los amigos de Ian no profesaban ninguna religión. Su política estaba teñida de un rosa pálido y su pacifismo de un fuerte escarlata. Creían que el mundo se hallaba en un estado lamentable, pero confiaban en que los avances científicos serían capaces de arreglarlo todo, y se pasaban el día tan ocupados discutiendo tantos puntos de vista acerca de tantos temas distintos que solo les quedaba tiempo para seguir el código moral más simple.

Lo llamaban «Ser Amable».

Ser Amable significaba que no se condenaba ni se desterraba a nadie del «grupo», hiciera lo que hiciera. Los divorciados cenaban con sus respectivas exparejas y con los nuevos compañeros de estas. Los antiguos amantes iban juntos a ver combates de lucha libre profesional. Los hijos de un matrimonio legal convivían con el fruto ilegítimo de una relación prematrimonial de cualquiera de los cónyuges, y todos se llevaban a las mil maravillas. El grupo gozaba de cierta elegancia social, pero vivía sin barreras morales de ningún tipo.

A Lillian le había costado meses acostumbrarse a esta nueva atmósfera y, aunque intentó, a su manera cariñosa pero formal, aceptar las opiniones de Ian acerca de Ser Amable y Civilizado, a menudo se daba cuenta de que su punto de vista podía encuadrarse en aquello que Ian denominaba ser «burgués». Y su punto de vista se volvía secretamente muy burgués cada vez que Sophie, su exmujer, llegaba a la casa de los Wardell, en Kent, para ver a los niños.

No había razón alguna, esgrimía Ian, por la que Sophie no pudiera hacerlo. Su separación había sido del todo amistosa. Habían acordado, sencillamente, que era mejor no seguir compartiendo sus vidas. Según Ian, era más normal para los niños ver a su madre en la casa de su padre que en un hotel de Londres. De lo contrario, podrían llegar a desarrollar un trauma.

Lillian escuchaba sus opiniones y sinceramente creía que tenía razón. Ella misma era de naturaleza tolerante y tenía buen corazón. No encontraba ningún placer en condenar la conducta de la gente, y estaba a favor de perdonar y de olvidar. Además, comprendía que siempre resultaría más agradable y menos bochornoso para Sophie y para los niños poder verse como madre e hijos en la casa de Ian.

Sin embargo, cuando Sophie llegaba, Lillian se preguntaba si, después de todo, Ian estaba en lo cierto.

Cada visita, por varias razones, era peor que la anterior.

«Debo ser indulgente», pensaba Lillian, sentada en el banco del andén, haciendo un esfuerzo enorme por terminar de convencerse a sí misma. Sophie se acababa de separar del hombre por quien había dejado a Ian, y se suponía que iba a necesitar un poco de indulgencia.

El tren apareció tras tomar la última curva e hizo su entrada en la estación. Lillian se levantó, absteniéndose de estirarse nerviosamente la chaqueta, y los niños recorrieron de punta a punta todos los vagones en busca de su madre.

—¡Ahí está!

—¡Mamá!

La niña salió corriendo para abrazar a la esbelta mujer vestida de escarlata que bajó riendo del tren. A continuación saludó a Lillian, y le tendió una mano al chico, cuya timidez había hecho que se quedase un poco rezagado.

—¡Hijos míos! ¡Qué maravilla veros de nuevo! ¡Belinda, cómo has crecido! Vas a convertirte en una auténtica belleza. Al final le harás sombra a tu propia madre… ¡Pero qué sombrerito tan mono llevas! Lillian, ¿cómo te atreves a comprarle a mi hija unos sombreros tan provocativos con catorce años? John, ven y dame un beso. ¡Cómo has crecido! Cuando me fui eras un niño pequeño, y ahora estás hecho todo un hombrecito.

—Es por los pantalones largos —sonrió Lillian, preguntándose por qué su sombrero, que era tan elegante como el de Sophie, no lo parecía tanto—. Cambian mucho la cosa.

—Mamá, estás guapísima —la piropeó Belinda, dando un brinco.

—Cielo, estoy hundida. Lo he pasado fatal. Jack… ¿Saben lo de Jack, Lillian? ¿Lo de que me ha abandonado? Lo he pasado muy mal. He estado hundida en la miseria, no podía dormir… Estoy muy acostumbrada a tenerlo cerca de mí, ya sabes.

Lillian asintió con fría formalidad, consciente de que, en ese momento, dos de los mozos, el jefe de estación y la señora Peacey de Elmdean estaban escuchando aquellas revelaciones con un interés muy burgués pero real.

La cría miraba solemnemente los grandes ojos avellana de su madre, llenos de lágrimas.

—Mamá, ¿por qué te ha dejado? Debe de ser muy malo.

—Por muchos motivos, ángel mío. Luego te los cuento. Venga, vamos, que Lillian nos está esperando. —Su flamante sonrisa convirtió a Lillian en una extraña—. Además, estoy deseando ver a papá.

Lillian se deslizó hasta el asiento del conductor, y John se montó justo detrás de ella. Había anhelado el momento de ver a su madre, pero, de repente, le había entrado vergüenza. Su belleza, el color chillón de su vestido y su voz de campanilla despedían señales emocionales que lo hacían sentirse tímido e incómodo en su presencia. Estaba cursando el primer trimestre en una escuela grande, e iba absorbiendo su credo con avidez: «No debes llamar la atención».

Sophie, que siempre era muy consciente de lo que la gente pudiera pensar de ella, trataba de hacer que se sintiera celoso al sentarse muy cerca de Belinda en el asiento trasero y comenzar a darle buena cuenta, entre susurros, de la deserción del capitán Jack Sands. Belinda escuchaba a su madre sin apartar la vista de su cara, boquiabierta y con los ojos chispeantes y como platos. Aquella historia resultaba mucho más emocionante que cualquier novela que pudiera leer porque la heroína era su encantadora madre.

En el fondo, su subconsciente albergaba cierto sentimiento de pena hacia papá, envuelto en un halo de vergüenza. Seguro que le molestaba que mamá quisiera tanto al capitán Sands. Sin embargo, papá estaba ahora con Lillian, así que, por supuesto, debía jugar limpio y permitir que mamá estuviera con el capitán Sands.

Todo aquello era muy extraño.

Pero también muy emocionante. Belinda esperaba las visitas de Sophie durante meses, no tanto porque quisiera a su madre y la echara muchísimo de menos como porque la sola presencia de Sophie en la casa lo convertía todo en algo emocionante, y a Belinda, el vivo retrato de su madre, le encantaba la emoción.

El coche se detuvo delante de la casa de los Wardell, que ahora vestía sus galas de verano, consistentes en geranios rosas, toldos a rayas del mismo alegre color, y sillas de mimbre repartidas por el cuidado jardín.

—Mi preciosa casa… —murmuró Sophie—. No habrá casa que me guste más que esta. ¡Vaya, Lillian, has podado el limero! ¡Mi árbol favorito! ¡Cómo has podido!

Lillian le pidió disculpas y deseó por enésima vez que Ian hubiera podido costearse una mudanza a una casa nueva con su nueva mujer. Sin embargo, él, al igual que Sophie, adoraba la casa de Kent, y ponía la excusa de que no podía permitirse el gasto y el agotamiento de una mudanza innecesaria.

Lillian echó un vistazo a las ventanas superiores y atisbo la esquina de una cortina blanca, ribeteada con un volante, que regresaba a su posición original. Seguro que se trataba de la joven señorita Treadgar, la cuidadora de Belinda durante las vacaciones, que intentaba avistar a la exseñora Wardell.

Belinda llevaba semanas enteras contándole a la señorita Treadgar, que también sentía un hambre voraz por la emoción, que su madre iba a venir para quedarse con ellos una temporada. La señorita Treadgar no dijo nada, pero pensó que se trataba de algo escandaloso y fuera de lo común. Se lo contó todo por carta a su hermana, que vivía en Maidstone, y prometió escribirle de nuevo en cuanto la exseñora Wardell llegara. Además, estaba viviendo con un hombre con el que no estaba casada. En pocas palabras, parecía una auténtica rompecorazones. La señorita Treadgar soltó la esquina de la cortina satisfecha con la primera impresión de la exseñora Wardell. Tenía Esa Pinta. Se notaba a la legua.

—¡Annie! —Sophie puso todo el énfasis en reclamar a la sirvienta, que, casualmente, había estado desempeñando en el recibidor alguna tarea imaginaria justo cuando el grupo se disponía a entrar, y que ahora intentaba escabullirse—. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Frank? ¿Cuándo vas a casarte?

Sophie había descubierto el idilio de Annie en su última visita, así que retuvo un momento a la chica, ruborizada por una mezcla de bochorno y de halago, mientras la acosaba a preguntas sobre Frank.

Lillian entrevió la cara de la cocinera al desaparecer lentamente tras la puerta entornada que daba a la cocina. La cocinera, que era nueva, también había oído hablar de la señora Sophie, y quería comprobar cómo era.

«Si Sophie fuese una invitada normal —pensó Lillian con amargura mientras subía la escalera—, no provocaría todo este desagradable revuelo. Pero es la exmujer de Ian, y ninguna de ellas entiende qué es lo que hace aquí. Supongo que son burguesas y estrechas de miras… Eso es lo que diría Ian… Sin embargo, ya que está aquí, hay que acogerla, y debo ser yo quien lo haga. Después de todo, siempre ha sido una mujer muy consentida. Es como una niña. No ha tenido ninguna oportunidad de convertirse en adulta porque los demás no se lo han permitido».

Acompañó a Sophie para que se instalara en su habitación, y a continuación bajó a contestar el teléfono. Era Ian, que quería saber si Sophie había llegado bien. De nada servía ser Amable si no se cuidaba hasta el último detalle.

Luego se dirigió con paso lento hacia el cuarto de juegos de los niños, donde su propio bebé iba y venía gateando por el suelo, chillando de emoción ante aquel nuevo logro, que le gustaba más que cualquiera de sus juguetes. La señorita Treadgar levantó la vista de su costura con una sonrisa teñida de una sombra demasiado entusiasta y compasiva, y Lillian acordó con ella que se llevaría a Belinda y al bebé a dar un paseo justo después de almorzar. Ella, por su parte, pasaría la tarde en el jardín bajo el cedro con Sophie, sirviéndole de paño de lágrimas cuando le contara la historia de Jack.

Se había hecho tan a la idea de que aquel era el programa que debía cumplirse, que se sorprendió sobremanera cuando Sophie anunció que prefería dar un paseo con la señorita Treadgar, Belinda y el bebé.

Cuando le presentaron a la señorita Treadgar, Sophie advirtió que había topado con alguien que la veía bajo una luz romántica y ligeramente morbosa, y decidió de inmediato que la joven debía saber la verdad. Si la señorita Treadgar se llevaba una mala impresión de su aventura, podría poner a Belinda en su contra. Que se pusiera de parte de Lillian representaba un peligro para Sophie, que siempre pensaba en términos de guerra, y era absolutamente esencial que Belinda no se pasara al bando de Lillian.

En consecuencia, la señorita Treadgar pasó una tarde de lo más instructiva, escuchando por qué Sophie había dejado a Ian, por qué este se había casado con Lillian, por qué Jack había dejado a Sophie y por qué Belinda se parecía tanto a Sophie y John, en cambio, no. La señorita Treadgar decidió que la próxima carta para su hermana tendría seis páginas en lugar de las tres de costumbre.

A las siete menos cuarto, Ian volvió de Londres un poco ojeroso, cansado de su día de trabajo, y con los nervios de punta, aunque intentara disimularlo. En cualquier caso, estaba completamente decidido a ser Amable con Sophie.

Ya no la quería. Durante sus diez años de matrimonio, ella había demostrado ser cruel, vanidosa y exhibicionista. Lo único que no había demostrado era carecer de encanto. Y verla allí sentada, charlando con Lillian bajo la oscura sombra del cedro, con un vestido del color de las violetas de Parma, produjo exactamente el mismo efecto sobre su sistema nervioso que el de un cóctel bien cargado. Ya no la quería, pero la sensación de nerviosismo, de doble juego, de peligro y de la importancia de vivir el presente que había traído a su pacífico hogar le resultaban estimulantes. A medida que se aproximaba por el césped hacia las dos mujeres se fue sintiendo menos cansado y más alerta, y se dijo que Sophie siempre lo estropeaba todo y que, por tanto, debía tener mucho tacto al hablar con ella. Sin embargo, era necesario comportarse como un ser civilizado porque, después de todo, aquella mujer era la madre de sus hijos.

En aquella ocasión, Lillian no lo miró con amor y complicidad como había hecho a lo largo de las primeras visitas de Sophie. Había llegado a sus oídos (pues al grupo le encantaba contar chismes) que Sophie les había hablado de su mirada de ¡no-te-preocupes-amor-mío-lo-superaremos-juntos! Y ahora Lillian había aprendido a controlar sus ojos.

—¡Hola, querido ex! —exclamó Sophie impúdicamente, tendiéndole la mano—. ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Y tú?

—Estoy bien… Salvo porque me han dejado —respondió ella con una sonrisa, mientras grandes lágrimas se agolpaban en sus pestañas y comenzaban a brillar a la luz del crepúsculo—. Ahora mismo se lo estaba contando a Lillian.

—Bueno, pues tendrás que empezar de nuevo para contármelo a mí.

Se dejó caer en una silla de mimbre, presa de una mezcla de aburrimiento y de lástima. Sabía a la perfección lo que iba a decirles Sophie acerca del capitán Sands. Era consciente de que la presencia de Sophie no era justa para Lillian, pero también de que aquella aceleración en la atmósfera de su hogar era como el excitante momento que se crea justo antes de que se levante el telón en una obra de teatro.

En el interior de la casa, donde la señorita Treadgar estaba ayudando a Belinda a cambiarse de vestido para la cena y, a la vez, metiendo al bebé en la cama, todo el mundo hablaba de Sophie o pensaba en ella. Para entonces, Annie ya se había enterado, gracias a la señorita Treadgar, de que el capitán Sands y la exseñora Wardell se habían separado, y ella, a su vez, le había ido con el cuento a la cocinera. Esta era de la opinión de que la señora Sophie había ido a Intentar Volver con el señor Wardell, y Annie creía que el capitán Sands era un auténtico Animal. La imagen borrosa del capitán Sands, vestido con su estiloso equipo de polo, parecía retorcer un bigote despiadado sobre la mismísima bañera del bebé. Todo era de lo más emocionante, aunque nadie habría sabido explicar por qué.

Cuando Belinda estuvo vestida, fue al cuarto de juegos a comprobar cómo se encontraban sus peces de colores, y se topó allí con un John enfurruñado, apoyado en el asiento de la ventana.

—John —dijo Belinda en tono solemne tras situarse delante del espejo de cuerpo entero (el cuarto de juegos también hacía las veces de cuarto de costura)—, mamá dice que voy a tener una bonita figura.

—Pues tendrás que darte prisa.

—Dice que muchos hombres se enamorarán de mí.

—Estarán chalados.

—Más chalado estás tú.

—Ni la mitad que tú.

Belinda le echó una mirada rápida, y fue de una vez al grano. La prudencia no era lo suyo, como tampoco lo era de Sophie: —¿Qué te pasa? ¿No te gusta que mamá esté aquí?

—No.

—¿Y por qué?

—No importa. Cállate y déjame en paz.

—A sí me gusta que esté aquí. Creo que es emocionante.

Belinda salió de la habitación con paso danzarín, dejándolo repantigado en el asiento de la ventana. Él estaba muy triste. La batalla que se libraba en su interior entre la fascinación por su madre, la vergüenza por lo que vagamente percibía como una conducta reprobable y la compasión por su padre era tan violenta que no podía soportar la idea de bajar a cenar, algo que se les permitía a él y a su hermana en honor a su madre.

—¿John?

La cabeza de Lillian asomó por la puerta del cuarto de juegos.

—Vamos, jovencito. ¡Hora de cenar!

El crío se levantó obediente, y siguió a su madrastra escaleras abajo. Si hubiera sido lo bastante mayor como para darse cuenta de lo que sentía, habría sabido que el carácter sereno y sencillo de aquella mujer lo consolaban. Así pues, bajó siguiendo la estela de su falda de encaje, mientras pensaba sutilmente: «Ella no se pasa el día dándote la lata».

Lillian se detuvo en la puerta del comedor para quitarse un hilo del tacón y, cuando echó un vistazo a la sala, pensó que esta había perdido su calidad de estancia elegante a la par que hogareña, y que parecía más bien sacada de la portada de una revista. Las sillas vacías y la mesa lustrosa con sus flores modernistas en tonos pastel no eran más que un decorado para Sophie, que estaba de pie junto a la ventana con su vestido violeta, preguntándole a Ian si recordaba algo.

Se sentaron a cenar en medio de una atmósfera cargada de agitación. Los niños la percibían y Belinda no hacía más que fanfarronear y alborotar, mientras que John permanecía pálido y callado. Sophie volcó en él todo su encanto para hacerlo hablar. Le pedía su opinión y le recordaba anécdotas que habían ocurrido cuando era pequeño.

A Ian también se dirigió en diversas ocasiones:

—Ian, ¿qué fue de aquellas sillas estilo regencia para las que estuvimos ahorrando? Prácticamente lo has vuelto a amueblar todo desde que me fui, por supuesto, pero solo me preguntaba…

—Sabrá Dios.

—Oh, Ian, ¿no las habrás vendido? ¿No te acuerdas de que estuviste todo un mes sin fumar y de que yo me lavaba y me arreglaba el pelo en casa porque creíamos que habíamos sido unos derrochadores? ¿Y de que luego las trajimos en taxi y una se me cayó cuando entraba en casa porque tropecé y se le rompió una pata y te enfadaste muchísimo?

Annie, que servía el apio cocido, estaba demasiado bien entrenada como para permitir que su expresión se alterara lo más mínimo, pero abrió bien los oídos, sobre todo cuando Sophie le dijo a Lillian que ella e Ian deberían enviar a John a una escuela muy moderna, donde la educación en materia sexual era tan avanzada como admirable.

—A John le va muy bien en Bradwick —le contestó Ian haciendo gala de su paciencia. Giró educadamente su cara, fina, morena y encantadora, aunque desprovista de todo atisbo de buen humor, hacia su antigua esposa.

«Está cansado —pensó Lillian, sintiendo una súbita punzada de compasión—. ¡Pobrecillo! Ojalá se callara».

—En cierto sentido, eres igual de convencional que Jack —replicó Sophie, y les contó varias anécdotas sobre el capitán Sands, hasta que llegó la hora de retirarse al salón.

Lillian se veía incapaz de decirle a la señorita Treadgar que no le gustaba que la luz de su cuarto estuviera encendida hasta la una de la madrugada mientras cotilleaba con Sophie, mientras se ponían juntas mascarillas en la cara y hablaban sobre la vida y los hombres. La naturaleza cálida e impulsiva de Sophie encontraba nuevos amigos por doquier, y sería cruel, y también grosero, suponer que a Lillian le disgustaba que ambas se estuvieran convirtiendo en uña y carne (esa era la única expresión que podía describir fielmente la relación).

Al día siguiente quedó claro que la señorita Treadgar estaba De Parte De Sophie. Su actitud hacia Lillian parecía decir: «y yo que pensaba que era usted una buena mujer… Hasta que Sophie me ha contado toda la verdad».

La casa palpitaba dominada por corrientes de agitación e histeria reprimidas. Annie y la cocinera ignoraban la práctica totalidad de los hechos, cosa que no impidió que discutieran amargamente acerca del divorcio de los Wardell mientras desayunaban en la cocina. Ahora que conocían a las dos mujeres implicadas en el asunto, ya podían opinar.

El sábado por la tarde sus padres se llevaron a John y Belinda, que parecían estar enfadados el uno con el otro, a dar un paseo por el campo.

Lillian salió sola en el coche.

Condujo durante horas y se dirigió al campo, donde los setos habían echado hojas nuevas, y donde los huertos y los solitarios cerezos de los claros del bosque se hallaban repletos de flores rosas y blancas. Sin embargo, se sentía tan mal que ni la belleza del campo conseguía consolarla, y temía volver a su casa, con aquella envenenada atmósfera de agitación y conflicto. Sus pensamientos regresaron con una sensación de alivio celestial al beso de despedida de su bebé… Aún veía un ojo gris y redondo muy cerca del suyo, y olía los fragantes polvos de talco de su pequeña.

Cuando giró y metió el coche en el pequeño camino que servía de entrada a la casa de su madre, las lágrimas le iban cayendo ya por la cara.

—No hace falta que me digas qué es lo que te ocurre —observó la señora Cassell, sirviéndole una taza de té y apartando de su regazo el hocico glotón de un terrier—. Vuelves a tener a esa mujer en tu casa.

—Siempre hablas de la pobre Sophie como si acabara de salir de una casa de acogida, mamá —dijo Lillian riendo, llorando e intentando sorber el té y acariciar las orejas del terrier al mismo tiempo—. En realidad no es mala, solo que necesita llamar la atención. Y siempre ha sido una consentida.

—Bueno, pues ya sabes lo que opino de todo eso. Te lo digo cada vez que viene. Creo que es vergonzoso. Resulta vergonzoso desde todos y cada uno de los estándares que la gente decente ha puesto a su alrededor para protegerse a sí misma y a los de su misma condición.

—Tu generación es tan… severa —protestó Lillian, aunque lo cierto era que hacía ese comentario porque creía que era su deber hacerlo, y no porque estuviera convencida de lo que decía. Pensó con cierta nostalgia en lo fácil que resultaría la vida si Ian y ella hubieran cortado toda relación con Sophie desde el principio.

—Y muy bien que nos iba —replicó su madre—. Al menos sabíamos dónde estábamos. No malgastábamos nuestras valiosas energías intentando ser «amables», como tú dices, con gente que no nos agradaba o que incluso temíamos por naturaleza. Cuando una mujer se comportaba como Sophie Wardell lo ha hecho, la tratábamos como si estuviera muerta.

—Mamá, olvidas que si me mides por ese rasero, también yo estaría «muerta». Ian se enamoró de mí antes de divorciarse de Sophie.

—Eso es diferente. No, Nicky, ya no hay más tarta. Venga, vete al jardín.

—Además —continuó Lillian—, hoy en día ya nadie adopta esa actitud. Incluso si lograra convencer a Ian…

—¡Ajá! De modo que estás de acuerdo con mi manera de ver las cosas a pesar de lo severa que te parece, ¿no?

—… de que sería mejor que no volviéramos a ver más a Sophie o de que no debería quedarse con nosotros, no podría… En fin, no podría echarla de casa, ¿no crees?

—¿Y por qué no? —inquirió la madre en voz baja.

Lillian se quedó con la cabeza gacha mirándose las manos. Su madre la observó con gran interés, sacudió la cabeza, acercó su silla un poco más y empezó a leerle un fragmento a favor de la virtud olvidada: la Intolerancia.

Cuando Lillian salió del garaje justo antes de las siete, después de haber aparcado el coche, se encontró con que Sophie, la señorita Treadgar y Belinda paseaban lentamente de acá para allá bajo el cedro. Las dos mujeres hablaban, asentían con énfasis y bajaban la mirada en dirección a la hierba que quedaba bajo sus zapatillas de estar en casa, y Belinda caminaba entre las dos, embelesada y silenciosa, mirando primero a la una y luego a la otra.

La señorita Treadgar fue la primera en alzar la vista y ver a Lillian. Dio un respingo, dejó escapar una sonrisa nerviosa y saludó con la mano. De las tres que se acercaban despacio hacia Lillian por el césped, Sophie era la única que no parecía culpable.

—He estado hablando seriamente con Angela para que ponga a dieta a Belinda —explicó Sophie—. Tiene un gran potencial para desarrollar una figura maravillosa, Lillian, y es muy importante que no se ponga obesa. Ella dice que está dispuesta a olvidarse de los carbohidratos si Angela la apoya…

Lillian se estaba enterando, aunque de pasada, de que la señorita Treadgar, que ahora mostraba una continua risilla nerviosa, había sido bautizada como Angela.

—¿No te parece que Belinda es demasiado pequeña para empezar a hacer dieta? —preguntó Lillian con amabilidad. Ese tono amable era el primer paso en una nueva campaña en la que Sophie, por primera vez, iba a ser tratada no como una amiga sino como una enemiga peligrosa.

Era sorprendente lo serena que se sentía desde que había admitido ante sí misma y ante su madre que odiaba la simple visión de Sophie.

Nunca se es demasiado pequeña para empezar a ser una mujer —respondió Sophie a modo de oráculo, sonriendo a Belinda—. Quiero que Belinda sea atractiva cuando llegue a los setenta y, cuanto antes empiece, mejor.

Las cuatro volvieron a la casa caminando armoniosamente. Belinda puso en práctica un nuevo y peculiar modo de andar que se suponía que era adulto y fascinante.

—Ian —comenzó Lillian, sentada en el borde de su cama justo antes de cenar, mientras se limaba lentamente las uñas—, no deseo parecer llena de prejuicios ni hacer una montaña de un grano de arena, pero creo que Sophie ejerce una influencia muy negativa sobre Belinda.

—Ejerce una influencia muy negativa sobre todos nosotros —respondió sombrío—, pero no veo qué podemos hacer al respecto.

—¿De verdad que no?

Ella levantó la cabeza, cuyo pelo rubio llevaba recogido en una trenza, y miró con gran seriedad hacia el lugar en que se encontraba su marido, justo delante del espejo, intentando anudarse la corbata con el ceño fruncido.

—Bueno, no podemos negarnos a tenerla en casa, ¿no?

—¿Y por qué no?

Había dejado de limarse las uñas y estaba sentada muy erguida en el borde de la cama, mirándolo fijamente con la boca abierta.

—No seas absurda —le contestó irritado—. Por supuesto que debe venir aquí. No vamos a hacer el tonto. Ninguna persona inteligente hace ese tipo de distinciones hoy en día. Además, resultaría traumático para los niños… Sé razonable, Lillian. Sé que Sophie es difícil. Dios, lo sé perfectamente. He vivido diez años con ella…

—Me lo recuerda a cada instante.

—… pero no es para siempre. El lunes por la tarde se habrá ido. Intenta aguantar, ¿de acuerdo? Anda, hazlo por mí. Esto es… —vaciló un instante, y luego añadió con esa expresión fría y renuente que adoptaba cada vez que debía hacer una confesión que su honestidad le exigía pero que su orgullo se negaba a facilitar—: Esto es tan difícil para ti como para mí, créeme.

Su tono demostraba que ya estaba todo dicho. Que no había más que añadir. Lillian reanudó el limado de sus uñas con una expresión serena. Él le estaba pidiendo que lo apoyara, y eso es lo que haría.

Sin embargo, cuando bajó a cenar con Sophie esa segunda noche, le resultó difícil entablar conversación porque en su cabeza solo había lugar para un único pensamiento.

No había razón por la que Sophie debiera volver. Que su círculo de amistades adoptara el nuevo código de extrema tolerancia y viviera una vida convencionalmente elegante pero desprovista de barreras morales no era razón para que los Wardell tuvieran que hacer lo mismo. Se estaba perturbando la paz de una casa llena de adultos, y dos niños estaban siendo expuestos a una influencia sutilmente corruptora solo porque un grupo de personas ultracivilizadas temía que se las tildara de burguesas, anticuadas y «desagradables».

Lillian se sentó a cenar con la sensación de haber hecho un gran descubrimiento, a pesar de haber tenido la respuesta delante de sus narices durante los dos últimos años.

Pasaron la noche jugando a disparatadas charadas a las que se unieron los niños. Sophie hizo que la dispuesta Belinda posara como una ninfa con muy poca ropa, y obligó al reticente John a aparecer como Baco, con unas uvas colgando de una oreja y una piel de zorro de Lillian alrededor de su retraída cintura, mientras ella se dedicaba a comentarle a la señorita Treadgar lo avergonzado que lo veía y cómo esto solo demostraba que resultaba muy necesario enviarlo a una escuela donde los hechos de la vida se afrontaran con sensatez y naturalidad.

—Pero ¿crees que es natural que John no lleve más que uvas y una piel de zorro? —preguntó Lillian con su nueva voz dulce y llena de interés, que Sophie encontraba tan irritante—. ¿Es ese el uniforme que lleváis en Bradwick, John?

John soltó una repentina risotada al imaginarse al viejo Roca, a Apestoso Sims y a otros cuantos de Bradwick así vestidos.

—Ojalá nosotras nos vistiéramos siempre así en The Meades —saltó Belinda con una nota de nostalgia, dando piruetas con su gasa azul—. Me hace sentir tan bien…

—Esa es la reacción sana y natural —aprobó Sophie. Le encantaban las reacciones naturales.

Incluso Lillian, que seguía invadida por esa nueva y fría determinación de tratar a Sophie como a una enemiga, tuvo que admitir, a medida que avanzaba la noche, que la exmujer de Ian tenía una forma de contagiar su propio entusiasmo a los demás que resultaba una fiesta en sí misma. Y Lillian tuvo que admitir también, en contra de su voluntad, que estaba disfrutando de la velada.

La voz vibrante y sonora de Sophie parecía llenar la habitación. Su esbelta figura enfundada en aquel provocativo vestido amarillo revoloteaba de un lado para otro, haciendo que Lillian pensara de ella que era como una pequeña llama maliciosa que encendía chispas en las personas más improbables. Incluso la señorita Treadgar hizo una enérgica imitación de Grace Darling,[17] remando por la alfombra del salón subida en el moisés del bebé, y cantando un himno con voz de soprano risueña.

La determinación de Lillian comenzó a disolverse a medida que la noche avanzaba. Parecía bárbaro e intolerante tratar a esta vivida criatura, cuya única falta consistía en haber recibido más vitalidad que la mayoría de las mujeres, como a una enemiga.

«Sophie es una Sacerdotisa de la Vida —pensó Lillian mientras subía despacio las escaleras que conducían a su dormitorio—. No puedes culpar a una sacerdotisa por servir a su dios. Algunas de nosotras somos esposas y otras madres, pero Sophie es como una llama que nos hace brillar con su reflejo y, así como no se puede condenar a una llama por quemar, tampoco a ella se la puede condenar por herir a los demás».

Y con estas y otras solemnes reflexiones, tal vez un poco adornadas por sus amplias lecturas, Lillian se desvistió, se cepilló el pelo y se metió llena de gratitud en su cama helada.

En la otra cama estaba Ian, acomodándose sobre las almohadas y alcanzando un fajo de papeles mecanografiados.

—¿No estás demasiado cansado para leer, cariño?

—Quiero terminarme esto. Es bueno.

—¿Crees que te lo quedarás?

—Oh, sí. Va a ser todo un éxito. Por supuesto, hay cosas muy mejorables. Este es solo su segundo libro… Pero tiene madera de escritor. No tardaré mucho, cariño. Vuélvete si te molesta la luz.

Él sonrió, agradeciendo la paz y el consuelo con los que su mujer llenaba su vida cada día. Era tan necesaria para su existencia como el pan, y solo de vez en cuando se daba cuenta de lo guapa que era.

Aquella noche las batallitas de Sophie no le habían impresionado. Había oído muchas de aquellas emocionantes historias durante sus diez años de matrimonio y sabía exactamente lo que valían. La vaga excitación que su presencia había encendido en él la primera noche de su visita ya se había extinguido. Se sentía un poco avergonzado por ello, y feliz de que pronto se marchara.

Lillian se apartó obedientemente de la luz, acomodándose entre las almohadas, y pensando que debían comprar dos de aquellas lamparitas de lectura que no molestaban al que quería dormir.

Era una noche cálida y tranquila. Las cortinas azules de la ventana, decoradas con estrellitas plateadas, no se movían ni con la más leve de las brisas. Lillian apenas podía distinguir a través de ellas los oscuros árboles que se recortaban contra el cielo iluminado por la luna, donde brillaba una estrella auténtica. Y entonces cerró los ojos…

La voz de Ian la sobresaltó y la hizo incorporarse, desconcertada y sin dejar de parpadear, para clavar la mirada en la puerta de su dormitorio, que estaba ahora abierta de par en par. Detrás de la figura de Ian en bata pudo ver a la Sacerdotisa de la Vida, con un camisón transparente que rayaba la indecencia. La consternación y la alarma que se reflejaban en su encantadora cara la habían impelido a salir corriendo hasta el dormitorio de su exmarido sin tiempo para cubrirse con una bata.

—Oh, Lillian —susurró Sophie mientras aprovechaba para echar un vistazo picarón al dormitorio con sus grandes ojos brillantes, que se percataron de las camas gemelas, de las cortinas estrelladas y del retrato al pastel del bebé situado a la cabecera de la cama de su madre—. Hay un murciélago enorme en mi habitación… Ian tiene que venir a echarlo. Me aterrorizan, son tan obscenos… Tan primitivos… Siento mucho tener que importunaros así. Solo retendré un minuto a Ian, pero es que no puedo lidiar con ese monstruo yo sola. ¡Qué habitación tan encantadora tenéis! Tan sosegada y tradicional… Igualita que , Lillian. ¿No te estorba el pelo así todo suelto? Vamos, Ian… Estoy segura de que se está comiendo mis galletas… Te acuerdas de que siempre pongo galletas junto a mi cama, ¿verdad?

Ian, que le lanzó una mirada asesina, la siguió hasta haber salido de la habitación sin volver la vista atrás.

Lillian se sentó en la cama, temblando, y alcanzó su bata. Poco a poco se fue sonrojando. Una enorme ola de color y calor parecía estar invadiendo su cuerpo al completo, junto con una intolerable indignación.

«Es horrible…», pensó una y otra vez mientras permanecía sentada en la cama, rodeándose las rodillas con las manos entrelazadas y observando el pasillo oscuro y silencioso.

Ya se imaginaba la historia que Sophie iba a inventar sobre el incidente:

De modo que tuve que ir a su habitación, querida. Bueno, después de todo, supongo que puedo entrar en el dormitorio de un hombre cuando lo he compartido con él bajo el paternal ojo de la Iglesia y de la Ley durante diez años seguidos… Camas separadas, como te lo digo, a una distancia casta, por supuesto, y un retrato conmovedor de la mocosa sobre su cama. Y lleva el pelo suelto, parece un tumor o algo así…

A Ian, sin embargo, le gustaba verla con el pelo suelto.

Los minutos se sucedieron lentamente mientras ella continuaba allí, temblando de vez en cuando y sin apartar la vista del oscuro pasillo. De la habitación de Sophie, situada al fondo, no salía ningún sonido.

No estaba «celosa» en el sentido vulgar y estúpido del término porque Ian hubiera ido a la habitación de Sophie. Fue el hecho de que la exmujer de Ian hubiera irrumpido en su intimidad marital y se hubiera inventado una historia de lo más rocambolesca para justificar tal intrusión lo que inclinó la balanza de su vacilante coraje, y lo que la hizo decidirse a echar a Sophie de su casa.

De repente, sacó las piernas de la cama, se calzó las zapatillas y recorrió a toda prisa el pasillo en dirección a la habitación de Sophie.

La puerta estaba cerrada. No se oía ningún murmullo de voces. Giró el pomo con decisión y entró.

Sophie estaba sentada en la cama, con la vista clavada en el cigarrillo medio apagado que sostenía entre sus dedos mientras las lágrimas le caían por la cara. Ian, que parecía tan enfadado como Lillian podía desear, se había apoyado en el marco de la ventana abierta y parecía muy rígido.

Sophie alzó la vista con indiferencia y suspiró. Su expresión era de tristeza, pero en sus ojos podía distinguirse una diminuta chispa de malicia, medio ahogada en lágrimas, aunque muy evidente para Lillian.

—¡Oh, entra, Lillian! El murciélago se ha ido. Te estarías preguntando qué demonios estábamos haciendo Ian y yo, ¿verdad? Pues no te preocupes. Solo estamos charlando. De repente sentí que no podía vivir sin Jack —su voz se quebró— ni un minuto más, y, sencillamente, tenía que hablar con alguien.

Lillian tragó saliva. Estaba temblando. Su cara era un reflejo de sus emociones e Ian se la quedó mirando con curiosidad. Pero Sophie había bajado la cabeza una vez más hacia la bronceada mano en la que destacaba su anillo persa. Lillian se preguntaba furiosa cómo debía empezar. En el mundo moderno nadie le decía a una mujer: «Eres una criatura mala y peligrosa, así que vete de mi casa».

El silencio se hizo cada vez más profundo, como lo es siempre un silencio cargado de cosas que no se han dicho. Ian se movió al fin y empezó a hablar bastante incómodo.

—Muy bien, como parece que el murciélago…

—Creo que el murciélago era solo una excusa —dijo Lillian en voz alta y nerviosa.

Sophie se enderezó y le clavó los ojos en la cara.

—Lillian… —comenzó Ian.

—Sophie sabía que me molestaría mucho que entrara en nuestro dormitorio —continuó Lillian sin detenerse— y por eso lo hizo. Disfruta con ese tipo de situaciones. Supongo que es porque está enferma. Ninguna mujer en sus cabales querría estar ni a cincuenta millas de la habitación que su exmarido comparte con otra mujer.

Sophie permanecía sentada bastante tranquila, mirándola, mientras la luz iluminaba desde un lateral sus altos pómulos, sus grandes ojos con los párpados caídos y sus largas pestañas.

—Tú eres la que está enferma —respondió Sophie en voz baja—. Lo único que te pasa es que tienes celos, lo sabes tan bien como yo. Oh, no creas que no sé que detestas que esté aquí. Has dejado muy clarito que siempre me has odiado. —Y los ojos se le inundaron de lágrimas.

—Sí. Te odio —confesó Lillian—. Pero no porque tenga celos de ti. Te odio porque eras la esposa de Ian. Aunque fueras el tipo de mujer que podría llegar a gustarme, te seguiría odiando, y detesto que vengas a quedarte aquí por el mero hecho de que un día fuiste la esposa de Ian.

Ian se quedó junto a la ventana, mirando primero a una mujer y luego a la otra.

—Tienes una mente retorcida. Tergiversas los sentimientos más simples hasta que los vuelves complejos —respondió Sophie después de un silencio.

—Eso no es verdad. Eres la que tergiversa las cosas. Tú y tus amigos intentáis fingir que todo es sencillo y fácil en apariencia, cuando en realidad es violento y amargo. No es normal que estés aquí, por eso lo odio tanto.

—No hay razón para que no venga a ver a mis hijos y a Ian. Ian y yo somos buenos amigos. —Miró a la figura silente que seguía junto a la ventana—. Además, a él le gusta que venga. Nuestra separación fue amistosa. Nunca nos pusimos melodramáticos con lo de separarnos para siempre.

—Ojalá lo hubierais hecho —confesó Lillian.

—Ya veo. Supongo que prefieres que vea a los niños una vez al año en la habitación de un hotel, ¿no es cierto?

—Desde luego, creo que eso sería más normal que venir a verlos aquí.

—Pues Ian y yo no lo creemos así. Además —hizo una pausa, y añadió lentamente, sin apartar la vista de Lillian—, son nuestros hijos, no lo olvides.

—No me das la oportunidad de hacerlo —respondió Lillian con serenidad.

—Antes de casarte con Ian, en los viejos tiempos, fingías que te gustaba hablar de las cosas —gritó Sophie entonces—. Estabas deseando discutir el tema a fondo, ser justa conmigo, que no nos guardáramos ningún rencor y todas esas chorradas.

Su encantadora cara se mostró vulgar durante un segundo, cuando soltó aquella fea palabra.

—Lillian era muy joven —observó Ian—, y los jóvenes tienen ideales.

—Bueno, pues ese tipo de idealismo no me interesa. Es falso. Y ahora me ataca como una auténtica verdulera o como una victoriana rancia solo porque entro en tu dormitorio después de las once de la noche. ¡Es absurdo!

Se giró llena de impaciencia y apagó el cigarrillo.

—Debes saber —empezó Lillian de nuevo— que odiaba aquellas charlas que teníamos. Me mataban por dentro. Las soportaba porque creía que era lo correcto. Pero ahora pienso de otra manera. No estaban bien. Habría sido mejor no haberte conocido nunca, Sophie, y que Ian me hubiera tenido en un piso en algún lugar de Londres hasta que nos hubiéramos casado. Siempre hablando, hablando, hablando…

—Es que esa es la única manera civilizada de arreglar las cosas —replicó Sophie.

—¡Civilizada! Si ser civilizado significa que un hombre tenga a dos mujeres que le han dado hijos durmiendo bajo el mismo techo, es que la civilización está corrompida —espetó Lillian con violencia.

Silencio.

—¿Es que no ves lo horrible que es… lo poco natural? —continuó—. Todos se dan cuenta menos tú… Las sirvientas, la niñera. Todo el mundo.

—Creo que me resulta más natural venir aquí como madre de los niños y amiga de su padre que verme con ellos en algún horrible hotel de Londres. ¿Qué idea iban a hacerse de mí?

—¿Y qué idea crees que van a hacerse de todos nosotros, del mundo de los adultos en general, si te ven a ti, a Ian y a mí bajo el mismo techo, y te oyen hablar constantemente de Jack Sands? ¿De dónde van a obtener valores si no se los damos nosotros? Los niños necesitan algo sólido. No saben apreciar las tonalidades del gris. Deben tener blanco y negro.

—Deben crecer en un mundo civilizado. Cuanto antes aprendan que existen tonalidades de gris y que hay que ser amables —la voz de Sophie enfatizó en tono reprobatorio esta última palabra—, tanto mejor. Después de todo, en el mundo real nada es blanco o negro. Tarde o temprano tendrán que aprender que la tolerancia es la única virtud y que la crueldad es el único pecado.

Entonces Lillian perdió los nervios.

—¡Tolerancia! ¡Amabilidad! —gritó, levantando los brazos—. ¡Estoy harta de esas palabras! No quiero volver a oírlas. Con tolerancia o sin ella, mañana te vas de esta casa, y no volverás nunca mientras yo viva. Para mí estás muerta. ¿Lo entiendes? Moriste cuando Ian se divorció de ti, y muerta vas a seguir.

Las últimas palabras de Lillian brotaron en forma de susurro aterrador, y, mientras las pronunciaba, aproximó su cara, en forma de máscara de ira, hasta casi rozar el alarmado rostro de Sophie.

Sophie se echó hacia atrás, enredándose los pies en el camisón transparente, y se aferró a Ian.

—Ian, está loca. Debería verla un médico. No dejes que me haga daño, Ian. Tú no quieres que me vaya, ¿a que no? Siempre me ha encantado estar aquí, con los niños. Y ahora que Jack se ha ido estoy tan sola…

—Lejos de estar loca, me temo que Lillian es la única persona cuerda en esta habitación —dijo Ian con toda serenidad, y cruzó la habitación para colocarse junto a su esposa—. Tiene razón, Sophie. No puedes volver.

—¡Te ha puesto en mi contra! ¡Te hará cruel y estúpido y estrecho de miras, como ella! ¡Te absorberá y te robará la tolerancia, a ti, uno de los hombres más inteligentes que conozco! Oh, Ian, ¿cómo puedes ser tan tonto?

—No es fácil, pero estoy aprendiendo. La tolerancia tiene dos caras, ya lo sabes. Si Lillian ha tolerado tu forma de ver las cosas, tú ahora debes tolerar la suya, y mañana por la mañana tendrás que marcharte.

Sophie se quedó mirándole. Nunca le habían gustado sus repentinos cambios de humor autoritario, que surgían de la nada y que podían ponerlo fácilmente en su contra. Ahora se daba cuenta de que estaba teniendo uno de ellos. Sabía que pasaría, pero las decisiones que se tomaran mientras durara serían inamovibles.

—No puedes… —empezó a decir sin apartar la vista de él.

—Sí que puedo y voy a hacerlo.

—Te haré quedar como un auténtico idiota —lo amenazó con furia—. Serás el hazmerreír… ¿Qué crees que pensarán los Jamison, los Arkwright y los Anson cuando sepan que me has echado de casa?

—Me lo imagino.

—No es propio de ti ser cruel, Ian.

—¿No?

—No. Es Lillian… Es ella quien te ha cambiado y quien te ha hecho así. Estúpido, rencoroso, pueblerino…

Ian se dirigió a la puerta.

—No tiene sentido continuar esta conversación, Sophie. El modo de pensar de Lillian me ha convencido y punto. Lo hemos intentado y no ha funcionado. En el futuro verás a los niños, cada vez que quieras hacerlo, en un hotel.

Ella estaba lloriqueando. Tenía la cabeza inclinada y la cara tapada con sus largas manos.

—¡Ian, por favor! No he hecho nada… No pretendía… No podía evitar querer a Jack… Seré agradable con Lillian, en serio. Todo ha sido un malentendido… Estamos cansados. —Apenas si se entendía lo que decía entre los dedos—. Hablemos mañana cuando hayamos dormido un poco.

Pero Ian meneó la cabeza y se quedó de pie, con una mano en la puerta y un brazo alrededor de Lillian.

—No. Nosotros tres no vamos a volver a hablar nunca más de nada. Ya hemos hablado bastante. Ese es el problema.

Y entonces cerró la puerta.

A las dos y media de la tarde siguiente, la señora de Ian Wardell estaba en la ventana del salón diciéndole adiós con la mano a su bebé, que se disponía a dar su paseo diario con una señorita Treadgar apagada y de ojos rojos, a la que le habían notificado el despido. El humor de su jefe era propenso a los cortes limpios y, en cualquier caso, la habían contratado solo para las vacaciones de Belinda.

—¡Adiós, cariño!

La pequeña le devolvió un saludo entusiasta con su manita regordeta. Luego, un gato que pasaba por allí captó toda su atención cuando el carrito giró en la esquina.

Lillian se apartó de la ventana y atravesó el gélido salón hasta llegar a una silla ubicada junto a la chimenea. Las blancas cortinas con volantes flotaban lentamente al ritmo de la brisa, y tres pétalos cayeron de un jarrón de rosas que habían puesto sobre la mesa. La casa disfrutaba de la paz propia de una tarde de domingo. Ian había ido a jugar al golf, John estaba leyendo en el cuarto de juegos con mejor ánimo que el día anterior, y Belinda seguía enfurruñada en su habitación. Ya se ocuparían de ella más tarde.

El tren estaría a punto de llegar a Londres.

Lillian se sentó, echó un agradecido vistazo a la habitación fresca y silenciosa, y abrió un libro.

—¿Corto el pepino en rodajas para terminarlo? —le preguntó Annie a la cocinera.

—Te lo agradecería. Es de lo más engorroso.

—¿Por qué crees que la señora S. se ha ido tan de repente?

La cocinera se encogió de hombros.

—Con esas nunca se sabe. A lo mejor le ha dado una pataleta o puede que la señora Wardell le haya plantado cara.

—Y muy bien que habría hecho —puntualizó Annie, rebanando el pepino muy fino, y soltando de pronto que ella también estaba a favor de las convenciones.