EL JOVEN ANDRAJOSO

Era una madrugada de mayo, a eso de las cuatro y media. Una joven paseaba sin rumbo por las mojadas aceras del Embankment.

Calzaba unas sandalias verdes, hecho que bastaría por sí solo para explicar todas y cada una de las excentricidades de su conducta posterior. Verdes como el mar de Cornualles, planas como una playa de Cornualles cuando la marea está baja y adornadas con un casto corte en su punta que dejaba los dedos de la joven al descubierto.

Su cara era alargada y morena, y estaba iluminada por dos preciosos y enormes ojos castaños. Sin duda, a Ingres le habría encantado pintar aquella cara de haber tenido ocasión. Era la suya una de esas bellezas clásicas y soñolientas que tanto atrae a los pintores.

En el caso de Nancy, aquella belleza había atraído, de hecho, a un buen número de ellos; y ella, cuyo temperamento romántico hacía honor a su cara romántica, respondía obedientemente sintiéndose atraída por los artistas que la cortejaban.

Estaba tan acostumbrada a escuchar: «Querida, tengo que pintarla», que la expresión le salía sin darse cuenta en vez de «Un billete para Hampstead, por favor» cuando volvía a casa por las tardes desde la Escuela de Arte Jade.

Pues Nancy estaba estudiando para ser artista.

Le habían facilitado un estudio en Charlotte Street, una llave y una asignación. Pero comía y dormía en casa porque su madre creía (¿y quién se atrevería a contradecir a una mujer tan sagaz?), que cuando una persona vive en un estudio acaba alimentándose a base de leche condensada, plátanos y té con limón en lugar de con leche.

Nancy bebía demasiado, pero solo café. Viéndola, uno creería que el consumo de enormes tazas de café y de miles y miles de cigarrillos formara parte del aprendizaje de un artista.

Así que, como abusaba tanto del café por la noche, presa del insomnio, no era extraño verla sacar su pequeño coche y poner rumbo a los rincones más sublimes de Londres, ataviada con una boina granate sobre su amplia frente y buscando con sus somnolientos ojos españoles algo que pintar.

Siempre se llevaba la paleta, los pinceles y el caballete; a veces lo montaba y miraba el lienzo desde la distancia con los ojos entrecerrados y entonces daba una enérgica pincelada; luego la borraba y daba otra; y así, examinando su obra, dando pinceladas y borrando, Nancy seguía adelante con la Vida, aprendiendo a ser artista.

Solo que a ella esta tarea le resultaba más difícil que al resto de los mortales porque siempre se estaba enamorando; lo hacía con la misma facilidad con la que una persona se cepilla los dientes, y todas sus horas de trabajo las ocupaba con pensamientos del tipo: «¿Llamo hoy a Michael —o a Clive o a Harry— o lo dejo para mañana? ¿No está? ¿Se habrá enfadado conmigo? ¿Me quiere? ¿Lo quiero? ¿Qué es el amor? ¿Estará en la ciudad?».

Era sorprendente que se las arreglara para estar rellenita a pesar de tantas preocupaciones que tenía. Pero su voz suave, aguda y melosa, sus ojos claros y sus labios tirando a finos solían permanecer tranquilos, y en absoluto tenía la pinta de una amargada.

Tal vez esto se debiera a la campaña anti-plátano-y-té-sin-leche subvencionada por la señora James, la madre de Nancy. O tal vez a la dulzura romántica de la propia naturaleza de Nancy, que tenía la habilidad de reponerse de los golpes emocionales como un oscuro pensamiento silvestre después de un chaparrón.

En cualquier caso, así era; y ahí estaba Nancy, con veinticinco años y en absoluto amargada, caminando lentamente por el Embankment con sus sandalias verdes y su capa negra a las cuatro y media de la mañana, buscando algo que pintar y preguntándose con tristeza si debería llamar a Donald o esperar a que él la llamara.

Poco antes, a las cuatro menos cuarto de aquella misma madrugada, la pesada puerta de una casa inusualmente grandiosa de Portman Square, aquella plaza llena ya de por sí de casas grandiosas, se había abierto y un joven andrajoso había salido a la calle.

Lo había hecho con paso meditado, despacio, y se había detenido a contemplar durante un minuto la curva señorial y desierta que describía la plaza hasta verse interrumpida por la verde masa de árboles del parque, al tiempo que tiraba de la puerta y la cerraba con un prudente chasquido.

Al joven andrajoso se le pasó por la cabeza rematar la noche con un portazo tremendo, hueco y retumbante que se hubiera oído no solo en los remotos desvanes, aljibes, bodegas y el sinfín de habitaciones en desuso de la casa de Portman Square, sino que hubiera reverberado sin tregua por la plaza entera.

Sin embargo, había tenido en cuenta la constitución nerviosa y excitable de los numerosos agregados, cónsules y embajadores que en aquel momento dormirían, más o menos apaciblemente, en las numerosas embajadas que salpicaban Portman Square.

Pensó en cómo se alteraría el reposo de muchos de aquellos caballeros con un sonido como aquel. No cabe duda de que a sus mentes medio aturdidas les habría parecido poco menos que el estallido de una bomba de devastadoras consecuencias en los Balcanes, o en algún otro lugar conflictivo. Así que al final decidió no dar el portazo.

Pero una vez que la puerta se cerró, no hubo vuelta atrás, y el joven, temblando y pestañeando soñoliento enfundado en sus andrajos parduscos, alzó la vista y sonrió a la cabeza de león metálica, desgastada de tanto sacarle brillo, que servía de llamador.

Esbozó una sonrisa enigmática, y entonces se recordó que debería dejar de sonreír así. Aquella expresión suya se estaba haciendo bastante popular y la gente, las mujeres sobre todo, empezaban a hablar de ella como «la torcida y encantadora sonrisilla de Tony».

Ya tenía bastante, solía decirse, con que le hubieran endilgado un nombre como «Tony», tan pícaro, tan temperamental, tan propio de un vulgar rompecorazones, como para empeorar la situación con esa sonrisilla enigmática.

Así que dejó de sonreír y se miró las manos. Las abrió completamente, volvió las palmas hacia arriba, luego se miró el dorso y, antes de darse cuenta, ya estaba sonriendo de nuevo, aunque esta vez la sonrisa no era enigmática, sino triste, con los labios torcidos hacia abajo.

Entonces el joven andrajoso, dando la espalda a la puerta cerrada de la casa de Portman Square, invirtió dos laboriosos minutos en frotarse las manos en el enrejado hasta haberse procurado lo que imaginó que sería algo parecido a esa capa de mugre bien incrustada, sempiterna y de un ligero color crema que solo se adquiere (como cualquier vagabundo le habría dicho) mediante años y años de breves y ocasionales contactos con el agua.

Después, metiéndose las manos recién manchadas en los bolsillos (donde sus dedos se marcaban con una obviedad desgarradora), se subió el cuello del abrigo y caminó con paso enérgico en dirección al Embankment.

«¡Qué duros… durísimos… —se lamentó el joven andrajoso con fastidio—, insoportablemente duros están los bancos del Embankment cuando uno se tumba en ellos por primera vez!».

Se dio la vuelta para que su peso recayera sobre el hombro y el hueso de la cadera, en lugar de sobre la nuca y el cuello, como antes. Hizo una bola con el periódico vespertino y apoyó en ella la mejilla, lo que le reportó una sensación de lo más rasposa e incómoda. Incluso tuvo tiempo de descubrir que la belleza de un inminente amanecer se admira mejor de refilón desde una cama caliente como Dios manda.

«Tranquilo, lo harás bien —meditó—; le demostrarás a esa vieja cascarrabias de lo que eres capaz. Qué mujer tan tonta y tan melodramática…».

Volvió a tumbarse sobre el lado izquierdo y su sufrida columna vertebral se adaptó con obediencia al cambio de postura. Una corriente de aire se coló con fuerza sibilina por uno de los huecos del banco y se le metió directamente en el oído con sorprendente precisión, así que tuvo que mover impaciente la cabeza para tratar de tapar convenientemente el agujero con su almohada de papel.

Se quedó tumbado con los ojos cerrados, intentando dormir, contento de que su banco no estuviese ocupado por nadie más y de que al menos pudiera estirarse casi en toda su longitud.

Entonces, sintió que algo pequeño, duro, redondo y frío se introducía en su mano medio abierta y, al abrir los ojos, vio a Nancy James alejándose de puntillas con la extrema precaución de alguien que teme ser pillado con las manos en la masa haciendo la buena acción del día.

Por supuesto, el joven andrajoso no sabía que aquel enorme sombrero negro y aquella capa del mismo color pertenecían a Nancy James.

Lo único de lo que estaba seguro era de que una joven con un atuendo un tanto extravagante le había dejado media corona en la mano. Ahí estaba, con su fino borde de plata, brillando en su palma.

No podía decirse que fuera la primera vez en su vida que le daba un vuelco el corazón. De hecho, estaba tan acostumbrado a sentir esa mezcla de vergüenza y rencor que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad (escasa, por desgracia) para incorporarse sobre un hombro y gritar con voz ronca:

—¡Eh, señora!

El tono ronco de su voz se lo atribuyó la fantasiosa Nancy a los estragos de alguna enfermedad como la tisis.

—¡Eh…, señora! —repitió el joven, ansioso—. ¿Esto es para mí?

Nancy se volvió de mala gana y asintió; esbozó una sonrisa dulce y sombría y entonces se vio tentada a salir corriendo. Sin embargo, el aspecto del joven era tan deprimente, sus ropas estaban tan raídas y su cara, a pesar de la barba de varios días, se parecía tan poco a aquellas a las que Nancy solía obsequiar con media corona que vaciló y no supo qué hacer.

En cuanto al joven, se le veía más contento que unas pascuas. Había salido de la casa de Portman Square para caer derechito en los brazos del amor. ¿Qué más se podía pedir?

—Lo siento, señora, pero no puedo aceptarla —dijo con decisión, posando sus pies en el suelo y enderezándose—. De verdad que no…

—Oh, pero ¿por qué no? Lo siento si lo he ofendido —titubeó Nancy—. No debería ser tan orgulloso, ¿sabe usted? Todos hemos pasado por algún bache en alguna ocasión. ¿Por qué no se lo toma como un préstamo?

El joven negó con la cabeza, rotundo.

—Lo siento, señora, pero no hay más que hablar. «Lo que como, me lo gano yo». Ese es mi lema. A veces le doy la vuelta al lema y «lo que gano, me lo como», pero eso es solo en verano, cuando talo madera y me pagan con tartas y pasteles caseros. Habré caído muy bajo en la vida, señora, pero de caridad… nanay.

Arrojó la media corona a Nancy e hizo como que tosía.

Los ojos oscuros de Nancy se humedecieron.

—Ay, perdone que le diga, pero tiene usted una tos terrible —observó—. Si no quiere tomárselo como un préstamo… ¿qué tal si lo acepta como pago por posar para mí? Como modelo, quiero decir. De hecho —tartamudeó Nancy—, lo he visto ahí dormido y me he dicho que daría usted para una buena composición.

—¿Mande? ¿Pintarme? ¿Aquí? —gritó, y el tono escandalizado de su voz y su expresión perpleja convencieron a la horrorizada Nancy de que el muchacho creía que quería que posara tal y como Dios lo trajo al mundo, allí, en pleno Embankment. Y eso que no eran más que las cinco de la madrugada.

—Oh, no… no me ha entendido bien. No me refería a ese tipo de cuadros… —exclamó Nancy, casi retorciéndose las manos de consternación—. Quiero decir que… me gustaría pintarle tal y como está, dormido en el banco, y luego le pagaría, por supuesto, como si fuera un auténtico modelo.

—¿Y cuánto me pagaría, señora? —preguntó el joven, frunciendo los párpados y sacando la mandíbula en una actitud de supuesta codicia que cayó como un jarro de agua fría en el caritativo corazón de Nancy.

No obstante, al mirar sus andrajos, tomó en cuenta su tos, su ronquera y su juventud, y lo excusó.

—¿Qué le parecen siete chelines y seis peniques por dos horas? —le sugirió ella con delicadeza.

—Media guinea y trato hecho —zanjó el joven, con un inconfundible brillo de triunfo en los ojos.

Nancy, la romántica y pusilánime Nancy, sintió una punzada de decepción al ver que su protegido trataba de regatearle más de media corona, precisamente porque no hacía ni unos minutos que había rechazado su caridad, cosa que lo honraba. Sin embargo, al volver a mirarlo a la cara, no pudo evitar acceder sumisa a esa media guinea.

No había hecho más que murmurar un «sí», que vaciló titubeante en el aire de la madrugada, cuando los pies del joven volvieron a subirse al banco de un tirón, su cabeza se posó dramáticamente en la almohada de papel y, dejando caer patéticamente una mano por el costado del banco, se entregó a lo que parecía ser un sueño de lo más pintoresco.

A Nancy, que había sido formada en la escuela realista, no le gustó nada aquella pose antinatural, pero no se atrevió a decírselo por miedo a herir sus sentimientos. Así que cruzó la calle hasta su coche y extrajo sus materiales de pintura, aunque primero se aseguró de que al menos llevaba una libra en el bolsillo para pagar a su modelo.

La siguiente media hora se la pasó haciendo trazos, deteniéndose de vez en cuando y dando pinceladas en silencio. Una o dos veces le preguntó tímidamente al muchacho si le gustaría relajar la posición y descansar un poco, pero lo único que recibió por respuesta fue un ronquido peculiar y nada convincente.

No es posible acometer un cuadro —ni siquiera un boceto satisfactorio— en tan solo una hora, a menos que uno sea mucho mejor artista de lo que Nancy probablemente sería jamás. A las seis y diez le echó un vistazo a la pintura, suspiró y dejó los pinceles.

Durante los últimos minutos había sido consciente de las sonrisillas burlonas de los grupos de trabajadores que pasaban, de las miradas divertidas de los conductores de tranvías y de la actitud condescendiente aunque protectora de los policías que deambulaban por allí haciendo su ronda.

Su modelo, convencido de que iba a ganarse su media guinea, parecía haberse quedado dormido de verdad.

Nancy, que estaba hambrienta y en absoluto conforme con el resultado de sus trazos y pinceladas, decidió que ya era hora de parar.

Abrió el monedero, contó media guinea en la palma de la mano e, inclinándose hacia delante, tocó con delicadeza el hombro del joven andrajoso.

—¡Córcholis! —dijo este, abriendo los ojos—. ¿No me diga que ya ha concluido? ¡Es usted todo un portento!

E incluso los oídos de la somnolienta y distraída Nancy hubieron de reconocer que el acento del joven nada tenía que envidiar al de un locutor de la BBC.

Lo miró con curiosidad, y él bajó la mirada y bostezó efusivamente tapándose la boca con su sucia mano.

—Se da usted mucha maña, señora —disimuló el joven—. ¡Una pena que no haiga más como usted! Ahora, si no le importa, cogeré mi dinero y me iré a comerme unos huevos con beicon.

Se levantó del banco y sonrió socarronamente a la cara confundida de la joven.

—¿Sabe? Creo que nos hemos visto antes en alguna parte —dijo Nancy despacio—, pero no sé dónde.

—Antes de llegar a esto le hacía de chófer a lady Pennruddock. Fue la bebida —respondió el modelo con mucha labia, entusiasmado—. Cosa mala, la bebida. Estoy enviciao.

Sin embargo, a los ojos somnolientos y distraídos de Nancy les bastó con echar un vistazo a la límpida mirada del joven andrajoso para intuir que, cualquiera que hubiese sido la causa de su perdición, esta no había sido, para nada, la bebida.

—Oh —titubeó—. Conozco ligeramente a lady Pennruddock, es amiga de mi madre. En fin, lo… lo siento… Como usted dice, es horrible estar enviciado con algo.

Y Nancy suspiró, pensando que ella también era una especie de adicta, solo que al amor.

—Tome… y muchas gracias —añadió, tendiéndole el dinero—. Le dejaré también mi dirección y mi número de teléfono. Pase por mi estudio mañana, tengo que terminar el boceto. Me temo que aún deja bastante que desear…

Y miró su incoherente obra maestra sin demasiado convencimiento, mientras el joven contaba ávidamente su media guinea, gesto que Nancy consideró de lo más grosero.

—Disculpe —repuso sin atreverse a levantar la vista—, ¿ese de ahí es su coche?

—Sí —contestó Nancy, tratando de que su voz pareciera altanera, aunque solo logró que sonara asustada.

—Pues, si no es mucha molestia, ¿podría acercarme a Portman Square? ¿Dónde vive?

—En H-H-Hampstead —tartamudeó Nancy, que era una esnob, como la mayoría de las almas románticas, echándose a temblar ante la perspectiva de tener que llevar al joven mendigo por las calles de Londres en un descapotable.

—Apiádese de mí y lléveme, por favor. Tengo que estar en casa de lady Pennruddock a la hora del desayuno.

—Claro, ¿cómo no? —murmuró Nancy, que de nuevo no pudo evitar que se le ablandara el corazón.

«No le queda más remedio que volver a abusar de la caridad de lady Pennruddock», pensó, con un atisbo de compasión.

—No sabe cómo se lo agradezco. Deje que le meta todo esto en el coche —dijo el joven, con gesto servicial.

Y apenas había terminado de decirlo cuando el caballete y los pinceles estuvieron a buen recaudo en el vehículo y Nancy y su modelo partieron rumbo a Portman Square. Nancy no dejaba de darle vueltas al hecho de que el acento cockney del joven se hubiese esfumado en cuanto le pagó la media guinea.

Y, al mirarlo de cerca, se percató de que sus dientes blancos y parejos, sus manos y su pelo parecían propensos a la limpieza, lo que contrastaba curiosamente con los andrajos que vestía.

El muchacho bostezó de repente y enrojeció al encontrarse con los ojos enormes e inquisitivos de Nancy bajo su boina roja.

—Lo siento —se disculpó—. Soy un maleducado, pero es que llevo toda la noche en vela.

No parecía que hubiera nada más que añadir:

—No me diga.

El joven asintió con la cabeza.

—Estuve fuera hasta las tres —continuó, en tono confidencial— y cuando llegué a casa, no se lo creerá, pero ¡la vieja cascarrabias estaba esperándome sentada en la cama y jugando al ajedrez!

—¿Su esposa? —A Nancy se le quebró la voz al sentir una punzada de decepción en aquel órgano suyo tan susceptible, el corazón.

El joven se echó a reír.

—¡No, por Dios! No estoy casado… al menos, no todavía. —Y le lanzó una mirada descaradamente coqueta a la ya obnubilada Nancy—. No, me refería a lady Pennruddock.

—Pero me imagino —dijo Nancy, con tono de elegancia ofendida, propio de una auténtica bohemia— que lady Pennruddock no se ve con su chófer en la cama, ¿no?

—No soy su chófer; soy su sobrino… o al menos lo era hasta esta noche —respondió el joven andrajoso con calma—. Verá, mi querida Nancy (no he podido evitar ver su nombre en el caballete), no puedo trabajar y me da vergüenza mendigar. Prefiero mil veces pasar la noche fuera en fiestas vulgares a quedarme en casa y prepararme para ser miembro del Parlamento. Así que anoche fui a un baile de disfraces y cuando llegué a casa a las tres de la mañana me encontré a mi tía sentada en la cama esperándome vestida con una bata estampada con dragones chinos. ¡Me dio un susto de muerte!

»Tuvimos una pequeña charla de media hora y entonces mi tía me tiró un peón, un alfil u otra pieza y me dijo que me fuera de casa y que no volviera hasta que le trajera media guinea ganada honradamente. (Me dijo media guinea porque cuando era niña las guineas eran lo más, ya sabe, y todavía piensa en ellas). No creí que lo dijera en serio, pero supuse que sería mejor hacerle caso y darle un escarmiento. Así que me fui. Y el resto —como suelen decir en el último capítulo de las novelas de detectives— ya lo sabe usted.

—¡Así que no es un mendigo! —exclamó Nancy. Notó que a su corazón le habían crecido rododendros de repente.

—¡Ni hablar, mi querida Nancy! —respondió—. Solo soy un bala perdida… un poquito nada más. Pero cuando nos hayamos casado trabajaré como un mulo… ¡Créame! Bueno, ya hemos llegado. Esta es la guarida de la vieja cascarrabias.

Cuando la aturdida Nancy se detuvo en la puerta de la casa de lady Pennruddock, una de las ventanas laterales se abrió y la más temible viuda londinense asomó su fiera y hermosa cabeza blanca, realzada de manera admirable por los dragones verdes y rojos de su bata, a los primeros rayos de sol.

—Buenos días, tía. Me he ganado mi media guinea posando como modelo para esta señorita —le dijo su sobrino con júbilo—. Deje que entremos y se la presentaré. Luego desayunaremos. Mire el cuadro. —Lo alzó hacia su tía.

—Anda, entra, Tony, y no armes tanto escándalo —accedió lady Pennruddock, no sin cierto enfado—. Ya sabes que nunca sé muy bien lo que digo cuando me interrumpen en mitad de una partida de ajedrez. Y a ti, querida, creo que te conozco. Eres Nancy James, ¿verdad? Supongo que sabes que conozco a tu madre. Venga, entra, bonita, vamos a desayunar, y mientras, puedes enseñarme el cuadro… que tiene muy mala pinta desde aquí, debo admitir.

»Y tú, Tony, ve inmediatamente a cambiarte de ropa.

Y la cabeza blanca y los brillantes dragones desaparecieron con un chasquido casi inaudible, mientras Tony, colocando la mano de Nancy bajo su brazo, subía las escaleras y acompañaba a la joven al interior de la casa de Portman Square.