FIESTA SALVAJE Y MANSA

Joyce Cracknell, una chica que vivía en Hendon y cuya cara no era ni glamurosa ni divertida, había tenido la brillante idea de ir a una fiesta como aquella.

Joyce estaba sentada con la cara larga en la cama de la señorita Josephine Boot, procurando no mirarse en el espejo negro que colgaba de la pared de enfrente. Llevaba una hora allí sentada. Cada veinte minutos irrumpía en la habitación una señorita distinta que se dejaba caer a los pies de la cama y que farfullaba vagamente: «Oye, no te importa que llame por teléfono, ¿verdad?», y acto seguido comenzaba una conversación angustiosa, íntima y eterna que consistía sobre todo en las frases «Cariño, sé razonable» y «Cariño, entiéndelo». Cuando esto ocurría, Joyce intentaba aparentar que era la doncella personal de la señorita Boot, y lo hacía a la perfección. Una señora le había llegado a decir, risueña y compasiva: «Me parece fatal que la buena de Joey te tenga levantada a estas horas».

Joyce no se levantaba y se iba a casa porque, en primer lugar, esperaba que alguien la acercara en coche —eso le ahorraría unos ocho chelines— y, en segundo lugar, porque había ido a aquella fiesta sin pensárselo dos veces con grandes expectativas de divertirse y, tal vez, de conocer a gente interesante y alegre, pero también amable y humana según los estándares de Hendon y del Londres del común de los mortales.

Lo cierto era que ambas expectativas habían fallado, pero tan grandes habían sido que no podía soportar, ni tras dos horas de aburrimiento y aflicción, la idea de levantarse y marcharse a casa. Además, si lo hacía, tendría que ir a la habitación de al lado, donde aquel hombre estaba cantando aquellas canciones, tropezarse con la señorita Boot y darle las gracias por haberla invitado. Al menos eso era lo que se hacía en Hendon (y en parte de Mayfair y en todo Kensington) cuando se abandonaba una fiesta.

Sin embargo, esta gente no lo hacía. Joyce había visto a dos de ellos marcharse hacía una hora. El hombre había dicho: «Mejor nos vamos, Sue. No me lo quiero perder». Y la chica le había respondido: «Las fiestas de Joey cada vez son más bochornosas. ¡Mi querida Joey, pero si estás aquí! Tenemos que irnos. Una fiesta divina». Y allá que se fueron.

La tercera razón no tenía mucha fuerza. Joyce Cracknell la estaba experimentando de un modo un tanto confuso, a través de las nieblas que le producía la única copa que se había tomado. Aunque se sentía somnolienta, aturdida y triste, era plenamente consciente de que deseaba descubrir qué provocaba aquel ruido a escarbo en la habitación de al lado, como si alguien estuviera intentando abrir un agujero. Sabía que no podría levantarse e irse a su casa sin haberlo averiguado.

La habitación de al lado estaba a oscuras y su puerta ligeramente entornada. Puede que una vez fuera un tocador de señoras, pues esta casita que Josephine Boot había alquilado se construyó en 1742, durante una época en la que, como en esta, se preferían las fiestas salvajes.

El escarbo no se oía todo el tiempo. Sonaba una vez y luego seguían diez o hasta veinte minutos de silencio. Después, vuelta a empezar. De nuevo silencio. Y así una y otra vez.

Joyce no creía que fuera un fantasma. Solo se preguntaba qué sería aquello y por qué escarbaba, paraba un rato y empezaba otra vez. Bostezó irremediablemente, sin molestarse en taparse la boca con la mano, y se acomodó un poco más entre las almohadas de lino azul turquesa de la gran cama de la señorita Boot. Tenía mucho sueño. ¡Ojalá encontrara algo para leer!

El hombre había dejado de cantar en la habitación contigua. El gramófono había empezado de nuevo, y ahora se oía el sonido de unos pies danzarines que se deslizaban por el suelo de parqué, y el de unas voces que hablaban demasiado deprisa y demasiado alto. La puerta del dormitorio estaba medio abierta y, al alzar la vista por la pintoresca escalerita que conducía a la sala de estar, distinguió las faldas de las bailarinas que se agitaban bañadas por el suave reflejo plateado de la luz oculta.

De repente, una falda se desmarcó de la masa en movimiento y su dueña bajó las escaleras a toda prisa para meterse en la habitación, donde se recogió sin mucho interés un mechón de pelo que estaba empezando a desenroscarse de su nuca. Joyce se disponía a decir con amabilidad: «Adelante» cuando le pidiera permiso para telefonear, pero esta señora no parecía querer llamar.

—¡Qué tragedia! —exclamó la señora en tono distraído, comenzado a pintarse los labios y olvidándose al parecer del mechón de pelo—. El bar ha cerrado.

—Mala suerte —dijo Joyce, en un tono más bien seco. Había oído esas mismas palabras de boca de la señorita Boot, aunque de manera más enfática, cuando se dirigió al señor Melnotte, su agente publicitario, con voz irónica. Tal y como Joyce lo dijo, en voz baja y con una pizca de desprecio, surtió efecto. La señora giró la cabeza por encima del hombro, divertida y ahora totalmente centrada en ella.

—Hola… ¿Y tú quién eres? No te parece bien, ¿verdad?

Sus ojos escrutaron a Joyce de una sola pasada. Veintiséis… bueno, más bien casi veintisiete años. Vive en Golders Green. Vestido de gasa estampada del verano pasado con un «útil bolero que se puede quitar para bailar, convirtiéndolo en un precioso vestido de noche». Facciones demasiado grandes para ponerlas remedio, y sin la suficiente personalidad para poder pasarlas por alto. Pelo recogido sin ningún arte. Delicada. Muy delicada, en el sentido antiguo y casi olvidado del término, lo que venía a significar pulcra y melindrosa.

—Soy la secretaria del señor Melnotte —le anunció Joyce, sin entrar en el tema de su desaprobación del bar.

—Oh —dijo la señora, que se giró para seguir maquillándose pero que no dejaba de mirar amablemente el reflejo de Joyce en el espejo negro—. Entonces supongo que conoces a todos los de la fiesta.

—A casi todos… De vista —confesó la señorita Cracknell.

—Pero no de hablar con ellos, ¿eh? Debes de estar pasándolo fatal. Qué horror… Una fiesta en la que no conoces a nadie. Dime… —La señora dudó, echó un vistazo a su propio reflejo, resultó obvio que había cambiado de idea sobre algo, y finalmente dijo, con pinta de sentirse un poco incómoda—: Me pregunto por qué te habrá invitado Joey.

Ambas dejaron de fingir. La señora —una tal señorita Belinda Barker, que diseñaba decorados para elegantes y modernas obras de teatro— sabía que no se podía hacer nada para que Joyce disfrutara de una fiesta como aquella, donde todo el mundo «ponía en escena» su propia personalidad como si de un personaje de una obra se tratara, donde todos se conocían y donde todos compartían bromas o contaban con un buen físico, ingenio, dinero o simplemente buen humor aderezado con audacia para ofrecérselo al mundo. Otra chica, menos humana, podría haber disfrutado de esa fiesta como mero espectáculo. Pero esta muchacha no, pensó la señorita Belinda Barker.

«Odia tener la nariz grande», pensó, mientras se pintaba el labio inferior de color púrpura.

—Sí, la verdad es que no lo he pasado nada bien —se sinceró la de la nariz grande de la cama—. Me he tomado una copa… Bueno, en otros sitios he bebido montones de veces, por supuesto, porque salgo a bailar bastante a menudo, pero esta copa era diferente. Me imagino que de mayor calidad. Me ha dejado un poco mareada. Solo he bailado una canción y la señorita Boot no me ha presentado a nadie. Fui al último espectáculo en el Plaza para hacer tiempo antes de venir, y aun así he sido la primera en llegar, salvo por un periodista bajito. Además, el señor Melnotte todavía no ha llegado y no creo que la señorita Boot me recuerde. Supongo que piensa que me he colado.

—¿Pero ella llegó a invitarte? —quiso saber la señorita Barker, que ya había terminado de maquillarse y empezaba a aburrirse.

—Oh, sí, me invitó casi directamente. Un día entró en la oficina, muy contenta por el último ardid publicitario que el señor Melnotte había creado para ella, y dijo que fuéramos todos a su fiesta después del estreno de Selina la sensata. El señor Melnotte le preguntó: «¿Eso incluye a la señorita Cracknell?», y la señorita Boot contestó: «Por supuesto», y el señor Melnotte me aseguró que lo decía en serio, que estaba muy contenta. De modo que vine, aunque ojalá no lo hubiera hecho.

—¡Qué mala suerte! —exclamó la señorita Barker con vaguedad—. ¿Sabías que su verdadero nombre no es Josephine Boot?

—¿Y cómo se llama entonces? —preguntó Joyce, más bien enfadada por haber desnudado tanto su alma.

—Tranquil Gay.[18]

—¡Ay, qué bonito! —exclamó Joyce.

La señorita Barker sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—No suena a nombre real. Al menos no hoy en día. Si hubiera estado en el candelero hace diez años, le habría venido de maravilla. Pero ya no. Hoy en día todos somos sencillos, sinceros, sin trampa ni cartón, vivimos con ocho peniques a la semana y fingimos que disfrutamos de ello. La Crisis, ya sabes. ¡Así que se hace llamar Josephine Boot! Adiós.

Y la señorita Barker, de nuevo amable pero absorta, salió del dormitorio como una exhalación. Subió las escaleras y se olvidó por completo de Joyce.

Dos minutos después, un hombre obeso al que Joyce reconoció como Buck Winch, la estrella de cine norteamericana, entró en la habitación y, sonriendo a modo de vaga disculpa, se desplomó a los pies de la cama y se durmió.

Aquello ya era demasiado. Joyce se levantó, esquivó las piernas del señor Winch y alcanzó la entrada oscura del tocador. Iba a investigar el ruido, que había comenzado de nuevo. Después, se iría a su casa. Eran las tres de la madrugada.

El escarbado continuaba.

Era un ruido de arañazos, de rasguños, como si alguien estuviera encerrado en un armario y tratara de salir.

Se inclinó hacia delante, en un esfuerzo por ver algo en la penumbra, y abrió la puerta un poco más. El ruido no cesaba.

Y entonces, en medio de la oscuridad, sonó la voz de una niña, trémula de miedo pero educada:

—¿Quién es, por favor?

—Oh… —dijo Joyce, sin aliento—. Oh… Soy solo yo, cariño. Una de las invitadas a la fiesta. La señorita Cracknell. Deberías estar durmiendo.

Palpó la pared en busca del interruptor de la luz y al fin lo encontró. La luz inundó el tocador, y Joyce y la cría, sentada en una pequeña cama, parpadearon cegadas por el suave resplandor.

Joyce sonrió a la pequeña criatura, cuyas trenzas le sobresalían a cada lado de la cabeza como pequeños cuernos. Tendría unos siete años y era solemne, con la tez clara. Ahora pestañeaba de sueño.

—Te estarías preguntando quién era, ¿verdad? —le dijo Joyce, que no estaba acostumbrada a hablar con niños. Aquella, pensó, debía de ser la hija de la señorita Boot, Selina, en cuyo honor habían bautizado la obra. De inmediato sintió simpatía por la cría. Había una fina capa de polvo en el tocador, la ventana estaba cerrada a la suave brisa primaveral de la noche y el edredón se le había caído al suelo. «¡Qué gente!», pensó Joyce, mientras recogía el edredón y lo colocaba en la cama.

—Sí. Esperaba que fuera Belinda. Está tan guapa con su vestido de fiesta… Además, la he oído hablar, pero creí que no estaría bien decir: «¡Hola, Belinda!», porque se supone que estoy dormida. Pero es que me he despertado con la música y tengo sed.

—Te traeré algo de beber —se ofreció Joyce, cautivada al instante por la cara solemne, la vocecilla precisa y aquellas trenzas—. ¿Aquí no tienes…? Vaya, no… Muy bien, ¿dónde está la cocina? Oh, ahí es donde está el bar. Entonces, ¿dónde está el cuarto de baño?

—Arriba. Hay que pasar por la habitación de la fiesta. ¿Está mami allí? ¿Ha salido bien la obra?

—Creo que sí —la tranquilizó Joyce, intentando no reírse ante su tono de voz tan profesional—. A tu mamá le han regalado montones de flores preciosas.

—Eso no es nada —dijo la hija de la actriz con prudencia—. ¿Han salido ya las críticas?

—No lo creo. No llegarán hasta las cuatro o así. Mañana te enterarás de todo. Cuando te traiga el vaso de agua, te volverás a dormir, ¿de acuerdo?

Se entretuvo un momento para arroparla, y le dio la vuelta a la almohada para que la carita de la niña reposara en un lugar fresco. Estos pequeños trabajos le proporcionaron un placer de ternura exquisita: se le iluminó la cara y pensó que le gustaría decirle cuatro cosas a la señorita Boot y a toda su panda. Justo cuando estaba saliendo de la habitación, oyó:

Al Capone se ha perdido —murmuró Selina medio dormida.

¿Quién se ha perdido, cielo? ¿Quién es Al Capone? ¿Un gatito?

Pero los ojos de Selina se habían cerrado ya. Y Joyce, creyendo que en una noche tan loca una locura más no cambiaría mucho las cosas, subió las escaleras hasta la sala donde se estaba celebrando la fiesta.

La fiesta había llegado ya al Nivel Tres, que es el que alcanzan la mayoría de las fiestas unas tres horas después de haber comenzado. El Nivel Tres (que sigue al Nivel de Congelación y al de las Anécdotas) es el Nivel de los Hitos de la Fuerza Física. Alguien dice: «El otro día fulanito me enseñó un truco muy bueno», y entonces todo el mundo intenta hacer el mismo truco con la ayuda de una silla y de una línea pintada con tiza en el suelo de parqué. Luego, alguien más dice: «¡Mirad! ¿Sabéis hacer esto?», y todo el mundo lo intenta, ayudándose de un pañuelo y de los dientes.

Joyce se abrió paso a través de una multitud de unas treinta personas, todas ellas intentando ver a Elizabeth Dunn, que estaba haciendo el pino. Dos hombres sujetaban un cojín de piel de cebra en el suelo, donde descansaba la cabeza de Elizabeth Dunn, por encima de la cual se agitaban sus piernas, enfundadas en las mismas medias de organdí con las que cinco horas antes había deleitado a los estrenistas de Selina la sensata.

Recorrió todo el pasillo sin que nadie se percatara de su presencia porque la pareja que estaba sentada en las escaleras que conducían al recibidor estaba demasiado ocupada besándose. A continuación entró en el cuarto de baño y cerró la puerta a conciencia.

Allí, en el borde de la bañera azul celeste, había un joven sentado que la miró frunciendo el ceño. Estaba blanco como la pared, y un mechón de pelo le caía por los ojos otorgándole un aspecto beardsleyano que Joyce, que nunca había oído hablar de Beardsley,[19] encontró especialmente repugnante.

—Le ruego que me disculpe —dijo fríamente—. Solo venía a por un vaso de agua.

—Está en el lavabo —repuso él—. O, al menos, ahí estaba.

Y se recostó contra la pared con peor cara que antes.

«¡Qué asco!», pensó Joyce. Cogió sin más dilación una taza de color azul claro, la enjuagó, abrió el grifo del agua fría y la dejó correr durante unos ocho segundos. Luego llenó la taza y se giró para marcharse.

Pero fue en vano. Como la mayoría de las mujeres, no podía ver a un niño llorar, a un anciano temblar o un perro cojo sin detenerse para arrullarlo, así que le dijo, en tono aún frío:

—Parece que no se encuentra demasiado bien, ¿no?

—Nunca había estado mejor —le soltó el joven con aterradora ironía, abriendo un par de ojos acuosos—. Lo estoy haciendo por diversión. En realidad, me encanta.

—¿Puedo traerle algo?

—Un ataúd —refunfuñó el joven—. Ay, Dios, qué mal estoy.

—Bueno, es culpa suya —le espetó Joyce bruscamente. Lo sentía por él, aunque era tal la decepción y la humillación que estaba experimentando, y tal el enfado por haber desperdiciado una noche entera, que necesitaba descargar sus emociones sobre alguien—. No debería haber bebido tanto.

El joven no dijo nada, pero se incorporó. Se tambaleó y avanzó lentamente hacia la petrificada Joyce. No se le impuso, porque no era muy alto, pero la miró a los ojos y le dijo con una terrible amargura, enfatizando cada dos o tres palabras:

—Quizá le interese saber, encanto, que solo me he tomado tres copas. Un Bronx, un Martini y un Bills Special. Nada de orgías, ¿sabe? No está siendo una gran noche, ¿de acuerdo? La cuestión es que no puedo beber. No puedo, porque… —y aquí el joven dudó, como si hubiera cosas que un hombre no puede decirle a una mujer; no obstante, al final se arrancó—: Si bebo, me sienta mal, ¿entiende?

Y se sentó de nuevo, con gran rapidez, en el borde de la bañera azul celeste.

—Y si sabe que le sienta tan mal, ¿por qué bebe? —le preguntó desdeñosa Joyce, que sentía cada vez más pena por él y casi se había olvidado de la sedienta Selina y de la taza de agua fría que sostenía en la mano.

Él dio unas palmaditas en el borde de la bañera azul celeste.

—Siéntese, que se lo voy a contar todo.

Y Joyce se sentó. No quería oír su historia, pero lo hizo.

—Bueno, yo soy el camarero, ¿de acuerdo? Tiene gracia, ¿verdad? Camarero en fiesta refinada se toma tres copas y se marea. No vomita, que conste. Nunca lo hace. Solo se siente fatal. Y el bar cierra, o más bien, ese gordo seboso de Buck Winch toma el mando mientras el camarero va al baño a meter la cabeza bajo el grifo. La señorita Boot se enfurece, por supuesto, aunque no dice ni media palabra, Dios bendiga su buen corazón.

—No creo que sea tan bueno —intervino Joyce—. Creo que es más bien egoísta. No cuida de su hijita como es debido…

—¿Ah, no? —preguntó el joven, con voz de aburrido—. Bueno, que cada uno trate a sus hijos como quiera. La cuestión es que he decepcionado a Bill. Él es camarero en Bianchini’s, donde voy muy a menudo, un localito en Martin Street, a la altura de Leicester Square, donde hacen los mejores cócteles del mundo. Pero está con gripe. Así que le dije que vendría yo en su lugar. Ellos me pagarían y solo Dios sabe lo bien que me venía el dinero. Bill me confió algunas de sus mejores fórmulas (bajo juramento, por supuesto) y aquí que me presenté. La señorita Boot estaba al tanto, desde luego. Todo conforme y legal. Solo que… No le dije que no puedo beber. Y me hizo tomarme un par de copas con ella (creo que se dio cuenta de que era nuevo en esto y quiso animarme) y luego tuve que tomarme otra con una señora que llevaba unos pendientes largos, y luego, ¡ay, Dios! ¡Oh, Manhattan! Por poco me desmayo.

—Bueno —dijo la práctica de Joyce, que no veía dónde estaba el problema—, es terrible. Pero si le cuenta a la señorita Boot lo que le ha ocurrido, lo entenderá. No puede evitar tener… Tener un estómago delicado. Le pasa a mucha gente.

—No es eso —dijo él, haciendo un pequeño gesto cargado de impaciencia. Estaba sentado con la cabeza inclinada hacia delante, las manos sobre las rodillas y el mechón de pelo mojado sobre un ojo.

—¿Y qué es entonces?

—Oh… Todo. Lo de siempre. Lo de esta noche, quiero decir. Que no puedo seguirles el ritmo. Van demasiado deprisa para mí. Están a otro nivel: lo llevan todo hasta el límite. Yo trabajaba en un banco y me largué para convertirme en saxofonista porque estaba harto de la rutina y de Rugger (eso fue hace tres años, pero parece que hubiera sido hace veinte), y me moría por meterme en este mundillo… Trabajas duro, ¿sabe?, pero vives diez veces más deprisa que la mayoría de la gente, y haces de la vida una especie de fiesta. Pero no hay manera. Estoy acabado. No sirvo para trasnochar. Y me preocupa llegar a endeudarme. (¡Dios! ¡En los tiempos que corren, como para endeudarse!). No soporto la incertidumbre de no tener un trabajo fijo. Y si bebo, me pongo malo. Así de simple. Tiene gracia, ¿verdad?

Levantó la cabeza y la miró, aunque no pareció verla. Lo único que distinguió fue un borrón femenino vestido de azul que seguía sentado, escuchándole, sin intentar coquetear con él ni interrumpir su trágica historia para contarle una de cosecha propia. Era un borrón apacible. Relajante.

Ella suspiró y se levantó de pronto.

—Me temo que debo irme a casa. Deben de ser ya las cuatro. ¡Ay, Dios santo! ¡El agua de la niña! Se me había olvidado por completo. Supongo que se habrá dormido de nuevo, pobrecita.

Él también se levantó y dio un repentino y enorme bostezo al que Joyce se sumó. Al verse haciendo el mismo gesto, se sonrieron. Ambos estaban muertos de sueño y a millas de distancia de su casa. Eran dos ovejas mansas en medio de una fiesta de lo más salvaje.

—Me pregunto si iremos en la misma dirección —le dijo él—. ¿Dónde vive?

—En Hendon —le contestó Joyce con simpleza, y su corazón se iluminó con solo pensar en aquel lugar.

—Yo… —comenzó el joven, con la misma simpleza, aunque totalmente consciente de lo que implicaban sus palabras— vivo en Mili Hill.

—Entonces podemos compartir taxi —propuso Joyce, porque era lo más sencillo y lo más obvio que se podía decir, y porque tenía demasiado sueño como para preocuparse de si tendría que haber dejado que fuera él quien hubiera dado el primer paso para luego agradecérselo.

—Claro que sí —dijo el joven. Joyce vio cómo se le entristecía la cara, y supo que estaba pensando en la mañana siguiente y en levantarse y darse cuenta de que las cosas no eran mejores que la noche anterior—. ¿Dónde tiene el abrigo?

Lo había dejado en el dormitorio, en un montón junto a otros muchos, así que se dirigieron allí para recogerlo, y por el camino el joven se hizo con el suyo, que estaba colgado en un perchero.

Todo el mundo estaba bailando de nuevo en el gran salón, aunque ya de un modo un tanto lánguido. La fiesta había llegado al Nivel Cinco o el de los Lamentos por un Pasado Perdido. A este le seguirían el Nivel Seis, el Beligerante, y el Nivel Siete, el de la Exaltación de la Amistad o Final. La gente se había sentado en pequeños grupos, lamentándose. Nadie se percató de Joyce ni del joven. Habían llegado las críticas de Selina la sensata y no eran buenas, y eso, obviamente, había aguado la fiesta.

En el pequeño tocador encontraron a Selina profundamente dormida bajo las mantas. Se quedaron un momento mirándola, conmovidos por su inocencia e indefensión, como solo dos jóvenes pueden conmoverse ante la visión de una niña.

—Pobrecilla —susurró Joyce—. Se ha dormido sin beber nada.

En medio del silencio, mientras permanecían allí de pie, oyeron algo. Para Joyce era un sonido familiar. Era un sonido como de alguien escarbando.

—¡Ahí está otra vez! —susurró—. ¿Qué puede ser?

—Ratones —bostezó el joven, que estaba aburrido, muy cansado y medio dormido—. Vamos, encanto. Hay una escalera trasera que baja por la cocina hasta el callejón de atrás. No vamos a pasar por esa habitación otra vez, ¿verdad?

Espere un segundo. ¡Escuche! Ahí está… Son como uñas que escarban. ¡Oh, creo que viene de ahí, del armario!

Cruzó la habitación y giró el pomo de cristal de la puerta.

Esta se abrió.

Y un mono salió disparado.

Diminuto, pardo como un puro, y farfullando con una mezcla de rabia y de miedo, se lanzó al pecho de Joyce y allí se enganchó, envolviendo las manos de la joven con las suyas, calientes, secas y diminutas, y mirando desesperadamente a su alrededor como si buscara a alguien.

—¡Ay! ¡Ay! —gritó ella, aunque intentó ahogar el sonido en un susurro para no despertar a Selina—. ¡Quítemelo! ¡Qué cosita! ¡Mire qué asustado está! ¡.Lléveselo, por favor!

Pero el mono no se dejaba. Se zafaba de las amables manos del joven, temblando de miedo, y se aferraba histéricamente a Joyce, que le acariciaba la redonda coronilla con un dedo.

—¿Qué hacemos? —susurró al fin, cuando todos los esfuerzos por separar al mono resultaron inútiles—. ¿Se lo llevamos a la señorita Boot o lo dejamos en la cama de Selina? Ojalá me atreviera a llevármelo a casa y aparecer con él mañana en la oficina. ¿Lo hago? Parece que le gusto.

Al Capone había dejado de temblar y ahora estaba trepando hasta el hueco de su cuello. Era una criatura de lo más adorable. Así que, hecha un mar de dudas y con la sensación de estar haciendo algo que iba a meterla en un lío, Joyce se puso el abrigo, se lo echó por encima a Al Capone y siguió al joven con disimulo por una estrecha escalera que daba a las tranquilas y mojadas calles.

Eran las cuatro y media. Las farolas de la calle parecían irreales, y el mundo viejo y devastado. Pero Joyce no vio nada de todo aquello porque iba concentrada en una imagen extraordinaria que estaba tomando forma en su mente.

Vio el interior de una preciosa casa en la barriada de Hendon y a ella misma sentada junto al fuego, con la tranquilidad de saber que arriba un bebé dormía plácidamente. Y, en un rincón de la habitación, manejando un aparato de radio, había un joven que decía con la voz propia de un hombre feliz: «El día que me rescataste de aquella fiesta tan salvaje fuiste mi salvación, Jo». Y su cara era la del joven desaliñado y triste que caminaba a su lado.

—¿Cómo se llama? —le preguntó como en un sueño, acurrucando al tembloroso mono entre sus brazos.

—Reg Mortimer. ¿Y usted? No importa… Ahí viene un taxi. Entre. Llévenos a Hendon.

Y eso hizo el taxi.

De repente las farolas se apagaron. Se internaron en un mundo oscuro, incierto y peligroso, donde era difícil encontrar trabajo y más difícil aún pagar las facturas. Al Capone hizo amago entonces de morder a Joyce, y el joven se rio, le cogió la mano y la sostuvo durante todo el trayecto hasta Hendon. Detrás de ellos, en la casita donde se estaba celebrando la fiesta salvaje, Selina estaba sentada en la cama, diciéndole con educación a Belinda Barker:

—Gracias, Belinda. Tenía mucha sed. Una señora prometió traerme algo de beber, pero creo que se le olvidó. Y luego, cuando volvió, creo que se llevó a Al Capone. Por lo menos, se lo metió debajo del abrigo. Deberíamos decírselo a mami, ¿no?