EL ZAPATEADOR Y LA DAMA

Ella era una auténtica dama, y solo tenía dieciocho años. Vivía con la típica tía que siempre deja huellas imborrables en el carácter; el tipo de persona capaz de grabar una detestable filosofía de vida en una mente joven, hasta que esta se ve obligada, como único método de autodefensa, a rodearse de capas y capas de silencio, y de una aparente estupidez. Igual que si se tratara de una rosa, podríamos decir. Sí. Alicia también parecía una rosa. Era una de esa chicas grandotas, blanquitas y tranquilas, con una hermosa melena dorada y unos ojos demasiado grandes para pertenecer a este mundo. [7]Y comía como un pajarito porque su madre había tenido tendencia a engordar, y a Alicia, con una cintura de veintiséis pulgadas, no le iban a permitir ningún exceso.

La tía, por el contrario, no se parecía en nada a una rosa. Era como el champán dulce y caro que se vende en los peores clubes, y que deja en el bebedor una resaca espantosa. Lo que más ansiaba en el mundo era ver a Alicia bien casada.

Si analizamos el asunto con imparcialidad, llegaremos a la conclusión de que, en realidad, aquella mujer era digna de lástima: se pasaba la vida amueblando su casa e instruyendo a los sirvientes, aprendiendo a apreciar los valores de su vecindario y queriendo creer que Alicia empezaba a verle el sentido a todo aquello. Pero entonces, cuando menos lo esperaba, y debido a los caprichos de la naturaleza humana, la moda cambiaba, su decoración parecía anticuada, los sirvientes se comportaban como enajenados, toda la gente agradable (léase «rica») abandonaba el vecindario, Alicia tenía un repentino arranque de ideales absurdos, y la tía debía comenzar desde el principio.

Era muy duro. Lo cierto era que la mujer no encontraba la más mínima ocasión de darse un respiro y poder ser ella misma.

Sin embargo, jamás cejaría en su empeño. Dos semanas antes de Navidad, se estableció junto con Alicia en un exquisito y selecto hotelito gris enclavado a espaldas del Haymarket, y comenzó a hacer acopio de invitaciones para su irritante sobrina.

Llegaban con asiduidad y en cantidades halagadoras, pues la tía, aunque desagradable, era una de esas mujeres a las que invitan de manera automática a las fiestas más selectas. Su pedigrí se lo aseguraba. El nombre de Alicia aparecía con grata regularidad en la página de Corisande[8], en el Evening Standard, entre los nombres de las jóvenes que habían asistido a los bailes. «La señorita Alicia Paget, que llevaba un vestido blanco salpicado de diminutas estrellas plateadas, era una de las chicas más guapas». «La señorita Alicia Paget es una de las chicas más esbeltas de la alta sociedad y una entusiasta de la caza del zorro».

—Ojalá no hubiéramos elegido un vestido de Deernell, Alicia —se quejaba la tía con fastidio—. Sus diseños son muy singulares y la gente pronto empezará a reconocerlo.

De hecho, había alguien que ya lo reconocía: el coronel Trumpet. En cuanto entraba en un salón de baile, buscaba el vestido blanco con las estrellas plateadas y, tan pronto como distinguía el inconfundible atuendo y la cabeza dorada e inmóvil de Alicia coronando aquel largo cuello que sobresalía de un sencillo escote, suspiraba extasiado, se plantaba con fría formalidad junto a su hombro y le pedía que le concediera el honor de bailar con él.

Alicia, azuzada (sí, es una palabra burda, pero recoge perfectamente la idea) por su tía, solía aceptar. No podía decirse que le desagradara tanto el coronel Trumpet como para no percatarse de que había llegado y de que estaba allí, a su lado. Tenía cuarenta años, era extraño y más viejo que Matusalén… Además, ¿a quién le interesaban los viejos? A Alicia no, desde luego. Las chicas románticas solo en apariencia se enamoran de hombres de mediana edad como parte de una establecida rutina, pero las chicas como Alicia, tan ardiente, secreta y silenciosamente románticas, lo que buscan es la juventud.

Alicia no la buscaba en el Pallorpheum, pero fue allí donde fue a encontrarla. Entre los defectos de su tía se encontraba el de la dolorosa ansiedad por mantenerse joven, e iba a cuanto vodevil diario podía, sin llegar a exponerse, eso sí, a que hablaran mal de ella. Cuando había búsqueda de tesoros, los buscaba. Cuando le dio a todo el mundo por ir a ver María Marten or The Murder in the Red Barn en el Elephant & Castle, allí iba también (lo odiaba, pero se mostraba pizpireta como un gorrioncillo). Y cuando todos estos pasatiempos, como los de Babilonia y Tiro, pasaban de moda, escaseaban o se veían reemplazados por el furor de ir a ver espectáculos de variedades sin interrupción, allá que iba la tía de Alicia, aburrida pero siempre bien dispuesta.

Dio incluso un paso más, y celebró una fiesta para el montón de necios que había reunido en torno a Alicia con el objetivo de prolongar la velada en el Pallorpheum.

A todo el mundo le pareció una idea maravillosa, porque adoraban a los malabaristas, a los volatineros y a los vulgares cómicos de nariz roja. En cuanto a los bailes corales… ¿Alguno de ustedes ha intentado alguna vez practicar alguno de esos pasos, incluso los más simples?

El coronel Trumpet preguntó:

—¿Puedo ir yo también?

Y la tía respondió:

—Por supuesto, sería maravilloso.

—Pobre viejo zorro, supongo que se sentirá de lo más nostálgico —le dijo uno de los jóvenes a Alicia, mientras se dirigían en su coche al Pallorpheum (Alicia había conseguido evitar, más por instinto que por auténtica voluntad, ir en el coche del coronel).

—¿Y por qué?

—Oh, porque supongo que se acuerda de la Belle Époque y todo eso. Ha de resultar deprimente ver a Nervo y a Knox[9] montando una de las suyas en el mismo lugar en que Cora Pearl[10] se consumía ataviada con yardas de mugriento encaje, ¿no?

—¿Quién era Cora Pearl?

—Oh, una sirena —dijo el joven con vaguedad, preguntándose por qué no resultaría indecoroso mencionar el nombre de una famosa dama «pródiga con sus favores» que aún siguiera viva y, sin embargo, parecía de tan mal gusto hablar de otra que ya hubiera muerto.

—¿Es aquí? —preguntó Alicia, alzando la vista hacia las parpadeantes luces rojas, doradas y verdes.

—Sí, aquí es.

La tía los condujo a todos hasta sus butacas, y el coronel Trumpet se sentó junto a Alicia, lo que hizo que se sintiera muy contento y, por ende, que la tía también lo estuviera. ¡Pobre mujer! Se le daba una migaja, tan solo una migaja, y se animaba al instante.

Todo el mundo se habría sentido en la obligación de reír a carcajadas aunque el espectáculo no les hubiera divertido, pero se lo pasaron genuinamente en grande desde el primer momento, y el coronel disfrutó inmensamente, allí sentado, escuchando la preciosa y delicada risa de Alicia. Era la única chica que conocía que no gritaba al reír; la risa de los demás se escuchaba hasta en el mismísimo cielo. ¡No era de extrañar que el pobre viejo quisiera casarse con ella!

Y, entonces, una cruel canción sobre el lado más oscuro del matrimonio, interpretada por un tal señor Stan Derby, dio paso de forma bastante sencilla y natural a un número especial de baile. Se titulaba Los tres Varconis. Sobre el escenario aparecieron de repente un hombre alto y moreno vestido de frac, y dos diminutas criaturas rubias en mallas.

—En América los llaman «zapateadores», lo que significa «bailarines de claqué». Gente que vive de sus pies y que se gana el pan gracias a la rapidez y la gracia con que los mueven. A veces da la impresión de que tengan cascos en lugar de pies, aunque también es cierto que los pies de la mayoría de la gente, todo el día comprimidos en zapatos y sin pisar la hierba jamás, se parecen más a unos cascos que los pies de muchos de estos zapateadores.

Aquellos no eran especialmente buenos. Tampoco puede decirse que fueran malos, por supuesto, porque no habrían pisado el inmenso escenario del Pallorpheum de haberlo sido, pero no eran mejores que otros cientos de bailarines que se pasaran el día zapateando aquí y en América.

Sin embargo, aquel joven tenía algo… La tía, la panda de necios, incluso el coronel Trumpet, que seguía sentado en silencio junto a la silente Alicia, reconocían que ese joven tenía algo especial. ¿Gracia? ¿Personalidad? ¿Encanto? Tal vez las tres cualidades, barnizadas con ese resplandor, esa neblina que solo la juventud puede proporcionar.

Tenía un grave acento americano, arrastraba las palabras y estaba ronco de tanto intercambiar chascarrillos con el resto de la cuadrilla del Pallorpheum. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, y la luz lo convertía en una franja azabache. Su sonrisa era dulce y fácil.

A pesar de estar separados por yardas enteras de un aire que el humo teñía de azul y que hacía temblar el reflejo de la luz, el zapateador encontró tiempo y lugar para sonreír a Alicia.

«¡Es un ángel! —pensó Alicia, devolviéndole la sonrisa—. ¡Ay! Me pregunto si esas dos pequeñas criaturas serán su esposa. ¡Alguna de las dos, quiero decir!».

Tap, tap, tap sonaban sus ligeros pies por las polvorientas tablas durante las pausas de la música de la orquesta. Parecía un ser ingrávido. Caminaba con las manos con la misma facilidad que con los pies, y hacía cosas maravillosas e imprudentes con su sombrero y su bastón. E incluso cuando estaba cabeza abajo, seguía manteniendo aquella sonrisa dulce y fácil.

Cuando abandonó el escenario caminando sobre sus manos y doblado como un aro de croquet, Alicia sintió una deliciosa punzada. ¡Oh! Allí estaba de nuevo, saludando a la audiencia y retorciendo las piernas del modo más divertido. Pero ¡qué joven tan gracioso! ¡Y estaba perfectamente en forma! Alicia se había enamorado.

—El tipo tiene que cuidarse mucho para poder hacer esas cosas —comentó el coronel Trumpet—. Nada de bebida.

Alicia no lo oyó.

Cuando llegó la hora de marcharse, la joven sorprendió a todo el mundo al manifestar su obstinado deseo de quedarse para asistir de nuevo al espectáculo. Nadie más quería hacerlo y no se lo permitieron, por supuesto. Pero su tía, que en público se mostraba muy amable con ella, sonrió y le dijo a la entrañable y antojadiza criatura que podría volver a la semana siguiente si tanto le había gustado.

«¡La semana que viene! ¡Y un cuerno! —pensó Alicia, que se había visto obligada, como método de autodefensa, a cultivar un vocabulario secreto así como una secreta filosofía de vida—. Vendré mañana por la noche».

Y, tras decirle a su tía que iba al cine con una respetable acompañante femenina, eso fue lo que hizo. Ni siquiera Alicia se atrevía a ir sola al Pallorpheum y sentarse rodeada de hombretones inquisitivos armados con sus puros, de modo que se llevó a Dorothy van den Lyn, a quien pidió que mantuviera la boca cerrada, que se limitara a comer bombones y que no la molestara porque ella, Alicia, tenía que ver a alguien.

Dorothy, aterrorizada por la gran y silenciosa Alicia, hizo exactamente lo que le pidió. Su amiga había conseguido dos butacas en primera fila, y esta vez el joven le sonrió tres veces. ¡La había reconocido!

—Alicia —interrumpió Dorothy, osando hablar en nombre del decoro—, te ha sonreído. ¿Lo conoces?

—Todavía no —respondió ella.

—Ahí está el coronel Trumpet —apuntó Dorothy, mirando por encima del hombro en dirección a la quinta fila de butacas.

—Viejo tonto —dijo Alicia—. Pero ahora cierra el pico, Dolly, que dentro de media hora actúa de nuevo y quiero pensar en él mientras tanto.

Permanecieron sentadas hasta el final del espectáculo, y tuvieron que soportar algún que otro comentario por parte de los vendedores de programas. Oyeron a alguien comentar que esperaba que las dos hubieran amortizado bien su dinero. Dorothy se retorció de vergüenza y le dijo a Alicia que ya se había tragado aquella actuación una vez y que no estaba dispuesta a tener que verla entera de nuevo.

—Sí que lo harás —le espetó Alicia—. Y voy a venir otra vez mañana por la noche y tú también.

Y fue. Y Dorothy también, así como el coronel Trumpet.

Así estuvieron durante toda la semana. Alicia, loca de amor (por tomar prestado un útil y fragante titular de la prensa norteamericana), también se aventuró a ir sola por las tardes, aunque por las noches siempre se llevaba a Dorothy. Su tía estaba muerta de preocupación, pues se veía obligada a rechazar las invitaciones más exclusivas, y se pasaba el día acribillando a la joven a preguntas acerca de sus salidas nocturnas.

—Ya se lo he dicho —le contestó Alicia con paciencia—. Voy al cine.

—No es normal ir tres veces a la semana —replicó la tía—. Te advierto que no voy a consentirlo, Alicia. Te estoy permitiendo cierto grado de libertad porque imagino que pronto tendrás una buena noticia que darme, ¿no es así?

—No. No lo creo —dijo Alicia.

—A finales de semana debes dejar este sinsentido. No entiendo qué te está pasando.

Y subió al piso de arriba para lisonjear al coronel Trumpet por teléfono y para convencerlo de que a veces las chicas de la edad de Alicia son un poco locuelas. Se le pasaría, estaba segura. A las chicas solía darle por esas cosas. Alicia pasaba las noches en el cine.

El coronel, que a estas alturas era ya tan conocido para los acomodadores del Pallorpheum como lo eran Alicia y Dorothy, no quiso delatar a la joven.

A finales de semana, Alicia se llevó la amarga sorpresa de que el programa previsto para la siguiente había cambiado, y de que ya no volvería a ver a su amado, de modo que se desesperó e hizo algo de lo más imprudente.

Ciega de amor secreto, escribió una notita tímida y fría y se la confió al encargado de la puerta de artistas (la envió con la desdichada de Dorothy, que, para entonces, se hallaba al borde del colapso y enterrada hasta el cuello en espantosas mentiras).

—¿Para el señor Varconi, señorita? —le preguntó el portero, lanzándole una mirada amable y respetuosa que le llegó a su pobre corazoncito. Así, justo así, la miraba Batson, su propio mayordomo, cuando le pedía que les dijera a los jóvenes que la llamaban por teléfono que estaba fuera, cuando no era verdad. Muy negligente por su parte, cierto, pero es que Batson era uno de esos mayordomos que habían visto crecer a los miembros más jóvenes de la familia.

—Por favor —balbuceó Dorothy.

—Me aseguraré de que le llegue, señorita —dijo el encargado, más parecido que nunca a Batson.

Y así fue como, en aquella noche de diciembre en que todos los espinos de los parques londinenses se recortaban como pequeños paraguas de encaje negro contra el estrellado cielo de invierno, Joe Dunks (ese era el verdadero nombre del señor Varconi) salió por la puerta de artistas y se encontró con que un enorme coche lo estaba esperando y que, en su interior, le aguardaba una asustada joven, alta y blanca como la nieve.

Estaba muy cansado después del espectáculo. Era su primer trabajo en Londres, y aún no había ganado el dinero suficiente como para unirse a la caterva de bebedores natos que iba de fiesta en fiesta después de cada función. Lo que más le apetecía era irse a casa tranquilamente y meterse en la cama, de modo que pensó que aquella joven era un incordio. Pero estaba acostumbrado a librarse de damas elegantes que le ponían ojitos en Chicago y en Broadway, y había depurado su técnica hasta convertirla en todo un arte. ¡Qué ganas tenía de estar acostado, tranquilito!

Se acercó al coche y metió la cabeza por la ventanilla.

La nívea doncella del interior se llevó un gran sobresalto.

—¡Qué tal! —exclamó el señor Dunks—. ¿La señorita Paget? Me parece fenomenal que quiera conocerme. Muy amable. No es como la mayoría de los británicos, que te congelan a una milla de distancia. ¿Le ha gustado nuestro espectáculo?

—Creo… Creo que es buenísimo —dijo la señorita Paget con un hilillo de voz—. ¿Cuesta…? ¿Cuesta mucho aprenderse los pasos?

—Mucho. Pero a mí no y a las chicas y a los otros zapateadores tampoco. Estamos acostumbrados, claro. Después de tantos años, es coser y cantar.

—Me… Me preguntaba —dijo tímidamente (pues el señor Dunks, de cerca, iba demasiado perfumado, revelaba una barba incipiente y era un poco… americano, el pobre)—, me preguntaba si le importaría que le llevara a casa.

—Pues claro que no, encanto. Muy amable —le respondió el señor Dunks con verdadera gratitud. Saltó al interior del coche, y Alicia le pidió al chófer que atravesara el parque hasta South Kensington, desde donde el señor Dunks le aseguró que podría llegar a su casa.

—Sus… Sus compañeras… ¿también se han ido a casa?

—Se han ido a cenar con un par de novietes —contestó él brevemente.

Una vez estuvieron en el parque, recorriendo más bien despacio sus desiertas avenidas bajo los árboles oscuros y desnudos, el señor Dunks recuperó el glamour. La pobre Alicia, que aún se preguntaba dolorosamente por qué estaría haciendo algo tan estúpido, le robó una mirada fugaz y concluyó que, después de todo, era muy agradable.

—Debe de pensar que soy muy rara… Muy poco convencional —soltó de manera impulsiva— pidiéndole que se encuentre conmigo de este modo. Pero admiraba tanto su forma de bailar que me pregunté cómo sería en persona…

No le puedes decir a un hombre: «Me enamoré de tu sonrisa».

—Oh, tranquila, no pasa nada. Es usted un encanto —dijo el señor Dunks, que iba ya casi dormido—. Es muy simpática. —Sacó una mano y dio unas leves palmaditas en la de Alicia.

Alicia se quedó petrificada. Nunca creyó que el señor Dunks (en quien seguía pensando, y siempre lo haría, como el señor Varconi) fuera a darle unas palmaditas en la mano. Una vez llegó a pensar que tal vez intentara besarla, aunque había desechado la idea de inmediato. No se había imaginado cómo sería hablar con él ni qué le diría cuando lo conociera. De hecho, se comportaba como la mayoría de nosotros hacemos cuando nos enamoramos: en ningún momento había pensado en su amado como en un ser humano, sino como en una imagen en la que envolver sus sueños.

El señor Dunks retiró la mano.

—Seguro que va a muchas fiestas elegantes —dijo, intentando amablemente sacar algún tema de conversación.

—Oh, sí… A muchas. En Navidad siempre hay montones, ya sabe. Creo que la Navidad es una época del año entrañable, ¿y usted?

Esto demostraba lo aniñada que aún era Alicia. La imagen de calcetines llenos de regalos pareció adueñarse del coche.

—Claro —contestó el señor Dunks.

El pobre señor Dunks estaba casi dormido, pero justo durante un segundo, cuando la voz clara y joven de Alicia anunció con solemnidad que la Navidad era una época del año entrañable, abrió como platos sus ojos azules y la miró. Jamás en la vida se había cruzado con alguien tan lozano, inocente y entusiasta como ella. Tenía que hacer algo al respecto, pero no precisamente lo que habría hecho la mayoría de los hombres. Sabía justo lo que le ocurría y por qué.

Se enderezó y puso de nuevo una mano sobre la suya. Por segunda vez, Alicia se quedó petrificada.

—Muñeca —comenzó («eso me gusta», pensó Alicia, un tanto sorprendida y satisfecha)—, ¿quiere hacerme un favor?

Alicia quería responder «¡Claro que sí!», pero se contuvo y contestó con propiedad:

—Por supuesto.

—Perfecto. ¿Quiere decirle a su chófer que la lleve a casa? Ahora mismo. Porque no estoy tan dormido como para no decir algo de lo que pudiera arrepentirme después. Es usted un auténtico encanto. Así que ahora váyase a casa, ¿de acuerdo? Y métase en la cama. Le daré la dirección de mi casa. ¡Me encantará que me escriba un día diciéndome que va a casarse con un gran tipo! ¿Le parece?

—Por supuesto —consintió Alicia, recordando que ella era una dama y por tanto no debía dar muestras de haber comprendido que debía dejarlo—. Me alegro mucho de haberlo conocido, señor Varconi.

—Lo mismo digo —respondió el señor Dunks con fervor.

Luego se tomó la libertad de inclinarse hacia delante y pedirle al chófer que parara.

El chófer (Dios sabrá lo que estaría pensando él de todo aquello, aunque, a fin de cuentas, no le pagaban por pensar) le abrió la puerta, y él salió y se quedó sonriendo a la silente e inmóvil Alicia del interior, con el sombrero en la mano.

—Bueno, gracias por el paseíto, señorita Paget. Siento no haber podido estar a la altura de las circunstancias esta noche. Esto de no descansar jamás te pasa factura. Aquí tiene mi dirección. Tal vez si un día está por Stretham, quiera pasarse por el camerino y conocer a las chicas (ahí es donde vamos a estar la semana que viene). Les encantará, estoy seguro. ¡Hasta pronto!

—Adiós —dijo Alicia.

Se quedó inmóvil, viendo cómo cruzaba la calle y se dirigía a la parada de taxis situada a las afueras de la estación. Detuvo uno, le dio una dirección al conductor y se metió en el coche. Casi pudo escuchar el suspiro de alivio con que él se desparramó en el asiento.

—¿Adónde vamos, señora? —le preguntó el chófer, pensando que esta era la carrera más extraña que iba a hacer esa noche.

—Deme un minuto —suspiró Alicia.

Mientras permanecía allí sentada, sonriendo, suspirando y pensando en la chica tan tonta y solitaria que era, y en lo maravillosamente bien, tan bien como cualquier anfitriona de la alta sociedad, que había manejado la embarazosa situación el señor Dunks, otro coche se detuvo a la altura del suyo.

Era el coche del coronel Trumpet.

El coronel se bajó y se dirigió con rigidez hacia ella.

—¿Señorita Paget? Estaba seguro de que era usted. Preciosa noche, ¿verdad? ¿Ha estado en el Pallorpheum?

—Sí —suspiró Alicia—. Me estoy recuperando de una cosa que acaba de sucederme. Ya casi se me ha pasado.

El coronel aguardó en silencio.

—¿Se le ha pasado ya? —le preguntó al fin.

—Casi…

—¿Se le ha pasado ya? —le volvió a preguntar al cabo de tres minutos.

—Creo que… Sí —le confirmó Alicia, obsequiándolo con su preciosa y delicada risa.

—¿Le importa si enciendo un puro? —le preguntó el coronel.

Se recostó sobre la puerta cerrada del coche de Alicia y se quedó mirando las calles resplandecientes, con su tráfico rasante, que había al otro lado del parque, perceptibles más allá de los troncos de los árboles.

—Esa habilidad con los pies hace que los hombres ejerzan una enorme atracción sobre los demás. Como un arlequín. Recuerdo cuando yo mismo bailaba claqué…

—¿USTED? —gritó Alicia, inclinándose hacia delante y posando sobre él unos ojos enormes y atónitos.

—Desde luego. Hace ya mucho tiempo, pero antes solía bailar mucho. Conciertos del regimiento y ese tipo de cosas… Fiestas tontas de fin de semana, también, antes de la guerra. Ya no me veo capaz, por supuesto. —Vaciló—. Hace ya tantos años…

Sin embargo, se apartó hacia la hierba invernal bajo los oscuros e inmóviles espinos y empezó a bailar. Al principio, los movimientos resultaron lentos e inseguros, pero estos fueron cobrando velocidad, y al final el coronel terminó revoloteando de acá para allá, ligero como un chiquillo.

—En la hierba no es lo mismo —le gritó a la boquiabierta Alicia—. Es mejor sobre un entarimado, por supuesto. Pero así es como lo hacía.

Y allá que siguió, adentrándose entre las sombras negras y saliendo de ellas, agitando los faldones del abrigo y con su sombrero de copa ladeado estilo dandi.

—¡Coronel Trumpet! —le gritó Alicia, con una voz a medio camino entre la preocupación y la risa alegre—. ¡Coronel Trumpet, va a pillar un resfriado de muerte! ¡La hierba está mojada…!

Él no la oía.

—¿Un pitillo? —le preguntó el chófer del coronel al de Alicia.

—Venga… Vamos a echarlo.