POBRE OVEJA NEGRA
El señor Basil Merryn y la señorita Pompeya Taverner estaban cenando junto al río una noche de verano. Los últimos rayos de sol se habían desvanecido por encima de las copas de los olmos, y los primeros mosquitos habían emergido ya del agua cuando llegó la hora de los licores. Para entonces, ambos se sentían como si hubieran transcurrido tan solo unos pocos días desde que cenaran juntos por última vez. No obstante, la impactante verdad era que habían pasado diez años.
La familia de él, exasperada, lo había desterrado a un trabajo en Brasil tras un sonado caso de divorcio en el que, al parecer, él había tenido algo que ver. Y ella, miembro rezagado de la Bright Young People que no había dejado de divertirse y de escandalizar a todo Londres durante los frenéticos años veinte, se había pasado la vida contemplando cómo aquellas adorables niñas bobas iban contrayendo matrimonio una tras otra para formar una familia. Los periódicos habían dejado de poner el apodo de Pompeya entre comillas. Incluso a veces optaban por utilizar su auténtico nombre de pila, Annette.
Ambos se habían tropezado aquella mañana en Bond Street. Al principio, él no pudo reconocer en aquella mujer de treinta y tantos, tan elegantemente vestida, a la fea y graciosa muchacha a la que había conocido con diez años menos, pero ella se había dirigido a él arrastrando las palabras:
—¡Eh! ¡Hola! ¡Bee-Bee!
Entonces cayó en la cuenta, y allí se quedaron, riendo y estrechándose la mano; aquel hombre y aquella mujer esbeltos como si fueran modelos de una firma de lujo que estuvieran posando para alguna campaña de publicidad.
—¡Querido! ¡Todos pensábamos que te estabas pudriendo en una cárcel mejicana o algo por el estilo!
—He vuelto hace unos días —vaciló—. Mi padre ha muerto. ¿Lo sabías?
—Claro que sí… Lo siento mucho —se apresuró a decir ella—. Supongo que, ahora que has vuelto, te quedarás.
—Eso creo. Obviamente, hay muchas cosas que arreglar respecto a la herencia. Bueno… ¡Es maravilloso verte de nuevo!
—Habían bajado juntos la lujosa calle y seguían caminando sin dejar de sonreír, mientras se escudriñaban mutuamente con ojos benévolos para evaluar la huella que había dejado el paso del tiempo en sus rostros. —¿Haces algo esta noche? ¿Quieres cenar conmigo?
—Me encantaría —respondió ella.
Él recordó que aquella era su frase preferida y que siempre hacía que sonara como un absurdo gorjeo ahogado en el fondo de su garganta. Sus inquietos ojos grises se posaron con aprobación sobre los dos escuálidos contornos de su cuerpo, pues estaba harto de contemplar la gordura de las mujeres de Sudamérica, y ahora todas las londinenses le parecían sorprendentemente rollizas. La culpa la tenían, sin duda, aquellas modernas cafeterías.
—¿Existe todavía ese sitio cerca de Henley? ¿Te gustaría ir allí?
—Me encantaría.
En eso quedaron, y no dejaron de sonreírse ni por un instante cuando se despidieron, deseando ambos que llegase lo antes posible aquella prometedora velada.
Tenían tanto que contarse que el tiempo se les pasó volando mientras disfrutaban de la terraza con vistas al río. La Oveja Negra le preguntó por la Piojo, y Pompeya le dijo que estaba casada y que tenía tres hijos. ¿Y Noel? Casada. ¿Y Barbara? Casada, pero no tan bien. Se rumoreaba que iba a divorciarse. ¿Y Judy? Casada y con dos niños.
—Todo el mundo —observó— parece tener hijos.
—Querido, ya lo creo que los tienen, y con la regularidad del Janes Fighting Ships[13] o casi —dijo Pompeya alegremente, apurando su copa de brandy y mirándolo a los ojos. Estaba más guapo que nunca. Tenía el pelo cano en las sienes (si es que esas eran sus sienes) y unas atractivas patas de gallo. Diez años atrás, Noel, Barbara y Judy se habían encaprichado con La Oveja Negra, pero lo habían superado y ahora estaban más o menos felizmente casadas. De la vieja pandilla solo quedaban La Oveja Negra y ella. Y él seguía siendo todo un donjuán. Había cuatro mujeres en las mesas cercanas que hablaban bastante alto y que no dejaban de soltar indirectas o que, por el contrario, permanecían en sus sillas, sentadas muy formalitas, tratando de llamar su atención. Se notaba a la legua que él tenía éxito con las damas, y eso es algo que atrae enormemente a otras mujeres (a cierto tipo de mujeres, al menos).
—Y, ahora, cuéntame —lo alentó—, ¿qué vas a hacer con tu vida?
—Vender los muebles y despedir a todo el personal de White House. Comprar caballos, instalarme y dedicarme a cazar.
—¿No me dirás que vas a vivir allí todo el año?
—Un piso con servicio en la ciudad para la temporada y una casa en el campo para el invierno. ¿No es maravilloso?
—Sí, maravilloso —repitió ella, resistiéndose a quitarle de encima sus enormes ojos avellana—. No se te ocurrirá aguar la fiesta con un poco de trabajo…
—Ya veré. ¿Qué perros se utilizan ahora? Podría criarlos, si encuentro a un socio con buenas ideas.
—O podrías convertir White House en un albergue de carretera.
—Pues sí —asintió él con una sonrisa.
Ella se quedó callada durante un instante, observando ensimismada cómo dos aviones volaban a gran altura, como pura plata a la luz del crepúsculo. «Va a casarse y a establecerse», pensó entonces con una punzada de dolor en el corazón. Por supuesto, a ella le quedaba un tiempo maravilloso por delante: gente nueva, más fiestas y diversión, pero a veces le daba la sensación de que las cosas ya no eran como antes. Casi todo el mundo trabajaba hoy en día, y todos parecían muy pagados de sí mismos, siempre vigilando de cerca tus actos y dándote charlitas por tu bien…, Ya no se trataba tan solo de tus tíos y tus tías, sino también de los jóvenes. La gente se apuntaba para asistir a conferencias y a clases de lo más espeluznantes justo cuando tú querías hacer una fiesta. Y todos te miraban como si fueras una especie de cabra loca o algo por el estilo, solo porque tratabas de vivir una vida normal…
Pompeya suspiró y se arrebujó en su capa de piel.
—¡Qué divertido va a ser que vivas en Hillmellow! —exclamó—. ¡Todas las chicas del pueblo han sido criadas para derretirse ante la mera mención de tu nombre!
—¡No me digas! —Él soltó una carcajada, mientras la miraba por encima de su copa de brandy, aunque en realidad estaba pensando, muy complaciente: «Ya lo creo que sí, si es que sigo conociendo a las mujeres»—. ¿Hay nuevas caras por allí este año? —continuó (Pompeya también había nacido cerca de Hillmellow)—. Solo me acuerdo de Nesta Browne-James. Pelo rubio, muy seria. Un poco al estilo de Alicia en el País de las Maravillas.
—Aún lo es. Y Gay Morning…[14]
—¡Vaya nombrecito! —comentó el señor Merryn.
—¿A que si? Pero es divina. Y Hermione Meadowes también es encantadora. Y baila muy bien, pero…
Aquí Pompeya pareció morderse la lengua, como si se hubiera pensado mejor lo que iba a decir. Y justo en ese momento su capa de piel resbaló hasta caer al suelo. Así, mientras él se deslizaba bajo la mesa y ella miraba entre risas sus anchos hombros y su cabeza agachada (¿ese pelo oscuro no empezaba a clarear? ¡Qué tierno!), a él se le olvidó por completo preguntarle qué había estado a punto de decir.
—¿No te da la impresión de que se avecina una terrible tormenta? —le preguntó lastimeramente, mientras él volvía a colocarle la capa sobre los hombros. Se quedó entonces contemplando la otra margen del río, donde se estaban levantando unas pequeñas olas bajo el azote de la reciente brisa—. ¿Nos vamos?
—Claro. ¿Quieres ir a bailar al Black Spot?
—Me encantaría. —Empezó a ponerse más carmín púrpura en sus carnosos labios—. Te conoces los mejores sitios, Bee-Bee, por mucho que hayas estado fuera pudriéndote durante años en esa cárcel.
—Hay ciertas cosas que a uno no se le olvidan.
La siguió cuando abandonaron la terraza, pensando en lo agradable que era estar de nuevo en Inglaterra ahora que el clima comenzaba a cambiar, al igual que las estructuras sociales. Iba considerando también que no se trataba realmente de una mujer hermosa, pero sí que era lo que venía a considerarse una extraña belleza. Y pensaba con una agradable anticipación en Hillmellow, donde las jóvenes habían sido criadas para dirigirse a él como si se tratara de una figura romántica y peligrosa. Por supuesto, veía en ello cierto matiz irónico, pero no estaba nada mal contar con aquella reputación.
Las casas de Hillmellow habían sido construidas en piedra caliza de un gris ambarino, y en los campos circundantes abundaban los zorros fuertes, rápidos y astutos. Allí vivía gente que había conocido a sus abuelos, y allí persistía también el estúpido, intolerante y espléndido espíritu decimonónico inglés. Cualquier hombre que estuviese cansado de dar vueltas por el mundo podría instalarse en las tierras de su familia y casarse con una de aquellas encantadoras jóvenes, tan dispuestas a adorarlo. El futuro se le antojaba bastante halagüeño, y el señor Merryn pensaba recibirlo con los brazos abiertos.
«Supongo que tendría que haberle hecho saber cómo son en realidad esas jovencitas —reflexionó Pompeya, que permanecía despierta en su pequeño y elegante apartamento unas horas más tarde—, pero no habría podido soportar que me considerara una gata celosa. De todos modos, no tardará en darse cuenta por sí mismo, pobre Oveja Negra. Ay, madre, qué divertido ha sido salir con él, pero está claro que yo no soy su media naranja. Qué pena, porque siempre fantaseé con él. De todos modos, ¡cómo si la vida no fuese ya lo bastante miserable! ¡Solo me faltaba perder la cabeza ahora por La Oveja Negra! Aunque, bueno, “no hay miel sin hiel”, como nos decía la niñera cuando éramos pequeños». Suspiró y no tardó en quedarse dormida.
Una racha de buen tiempo pareció acoger el regreso del señor Merryn a Hillmellow, y todo el mundo corría al campo los fines de semana con la intención de celebrar allí unos almuerzos, aperitivos y cenas a los que le invitaban en calidad de viejo conocido rico, educado y de muy buena reputación.
Resultó que el día en que entró en el salón de la señora Browne-James a la hora del cóctel, estaba pasando por uno de esos «momentos nostálgicos», tal como él los calificaba muy acertadamente, que se traducían en una tristeza vaga aunque en absoluto desagradable. Se lo atribuyó a ese tiempo exquisito y al encanto de aquel paisaje campestre que había conocido en su niñez. No obstante, se animó de pronto al reparar en una muchacha que se encontraba en el extremo más alejado de la habitación.
La chica estaba escuchando a un joven muy alto, de largo flequillo rubio, y sus ojos azules se posaban muy serios sobre él. De los labios del joven parecían salir palabras alegres y estúpidas, pero sus ojos eran los de un corazón entregado: imploraban a los de la chica, y se mostraban tristes y cariñosos desde detrás de las gruesas lentes de sus gafas. La muchacha llevaba un vestido azul y, justo a su espalda, había un enorme jarrón lleno de altramuces y espuelas de caballero.
—¿Esa no será…? —preguntó por lo bajini La Oveja Negra a la señora Browne-James cuando ambos se pusieron durante unos instantes a intercambiar confidencias como los viejos conocidos que eran. Señaló con la cabeza en dirección a la chica que estaba de pie junto al macizo de flores azules.
La señora Browne-James, que tenía las preocupaciones propias de toda madre, se sintió halagada por su tono y por su mirada.
—Sí, es Nesta —respondió, mirando a su hija. Sin embargo, La Oveja Negra no comentó nada más durante un buen rato. Luego miró a la señora Browne-James y esbozó una minúscula sonrisa.
—¡Qué listo es usted por haberla reconocido! —exclamó la señora Browne-James—. Si habrán pasado más de diez años… Vaya a hablar con ella. Le hará mucha ilusión verle de nuevo. Ha oído hablar mucho de usted, como es lógico.
Si a Nesta le hacía o no ilusión encontrarse con él, lo cierto es que no lo dejó traslucir. Le tendió una fría mano, le dedicó una mirada tan cargada de inocencia y bondad que él se sintió avergonzado por un instante y dijo, con una sonrisa:
—Me temo que no me acuerdo de usted. Yo siempre estaba fuera estudiando cuando usted vivía aquí. Pero he oído hablar mucho de usted.
—Cosas buenas, espero —murmuró La Oveja Negra, que ya se había olvidado de su famosa técnica, y cuya nostalgia de juventud e inocencia empezaba a tornarse en auténtico dolor mientras bajaba la mirada y la clavaba en los ojos de la muchacha.
Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo muy seria. No lo bastante seria, sin embargo, como para disgustar a La Oveja Negra, que juzgó de inmediato la reacción de la joven como la típica de voy-a-hacer-de-ti-un-hombre-mejor.
—Entonces va a vivir usted en White House, ¿no? —le preguntó desesperado el joven rubio, como si temiera que la conversación fuese a cambiar de derrotero y a dejarlo al margen—. Sí.
—El campo que hay por aquí es muy bonito. Yo me alojo en Hollylands —continuó el muchacho, abatido.
—¿Ah, sí? —El señor Merryn ni siquiera lo miró. Por el contrario, se dirigió a Nesta—: ¿Sigue viva la carpa grande en el estanque de los lirios?
Ella asintió, sonriendo ligeramente. «Un resplandor celestial». Las palabras acudieron de repente a la cabeza de La Oveja Negra como un himno de su niñez casi olvidado, que hubiera cantado en la iglesia del pueblo durante una noche de verano.
—¿Querrá venir conmigo y enseñármela?
—¡Nesta! —saltó el muchacho, y se quedó mirándola muy quieto.
—Enseguida. —Ella le hizo un gesto de aprobación a La Oveja Negra, como quien promete algo a un niño, y luego se volvió hacia el joven rubio—. Ahora no puedo decirte nada, Curthbert, pero lo preguntaré y te responderé lo antes posible.
—De acuerdo. Adiós. —El chico tragó saliva, le dedicó una dolorosa sonrisa y se perdió entre la multitud.
—Vayamos a ver la carpa —sugirió Nesta amablemente.
—Si usted quiere… —murmuró él, y la siguió por entre los diversos grupos que charlaban, fumaban y reían, hacia las cristaleras que daban paso al jardín.
—¡Oh, sí! De hecho, me alegro mucho de tener la oportunidad de charlar con usted a solas —repuso.
Aún estaba tratando de asimilar este último comentario cuando abandonaron la calurosa habitación y salieron a la frescura del jardín.
—Verá, hay algo que quiero decirle —continuó.
«Tal vez haya escrito una novela y desee conocer mi sincera opinión… O tal vez quiera dedicarse al teatro y no se lo permitan… O a lo mejor es que ese jovenzuelo inaguantable quiere casarse con ella y la muchacha no logra decidirse… Después de todo, paso por ser un Viejo Amigo de la Familia… La conozco desde que tenía diez años. ¡Pero qué muñecas más perfectas! ¡Qué tobillos tan bonitos! ¿Y qué me dices de esos ricitos que la hacen parecer un querubín?».
—Sentémonos. —Nesta tomó asiento en el muro de piedra del estanque de las carpas y La Oveja Negra se acomodó a su lado, con cuidado, porque el murillo estaba recubierto de musgo y sus pantalones eran claros. Él le ofreció su pitillera, pero ella la rechazó.
—Gracias, pero ya no fumo.
—Chica afortunada… Es un hábito caro y antihigiénico —dijo quizá con demasiada jovialidad, pues estaba algo nervioso.
Sin embargo, ¡sabía exactamente cuáles serían sus próximas palabras! «Debe de pensar que es muy extraño por mi parte que quiera decirle algo a usted expresamente».
Las chicas de Brasil, de París, de Edimburgo, de Nueva York y de Roma le habían dicho cosas similares, cada una a su manera y en su lengua correspondiente. Las mujeres eran iguales en todas las partes del mundo.
Sus nervios se desvanecieron y esperó a que ella hablara, risueño y seguro de sí mismo.
—Ha llevado usted una vida pésima e inútil —le dijo Nesta sin rodeos. No era una pregunta, sino una afirmación—. ¿Nunca ha querido ser diferente?
—¿Disculpe?
—Ya sabe a qué me refiero. No finja. —Su tono era de pura impaciencia—. ¿Nunca ha querido cambiar?
—¿Cambiar?
—Sí. Que se produzca un cambio en su corazón. Ser bueno. Dejar de ser egoísta, perezoso y una persona de tercera. ¿No está harto de todo eso? ¿Qué edad tiene?
Él la miraba perplejo y con la boca abierta.
—Debe de estar a punto de cumplir los cuarenta, ¿me equivoco? No quiero ser maleducada, pero aparenta usted cuarenta años, y no hay necesidad de fingir sobre cosas tan importantes. ¿Qué aspecto tendrá cuando cumpla los setenta?
Él siguió mirándola con los ojos como platos. Nunca jamás, en aquellos diez años de triunfos en Brasil, Nueva York, París, Roma y Edimburgo…
—Quiero que me prometa que va a pensárselo —le dijo ella muy en serio, acercándose a él con su carita rosada rebosante de celo y de amabilidad—. Supongo que considerará que es una impertinencia por mi parte, pues soy mucho más joven que usted…
—Oh, no, en absoluto —farfulló al fin la pasmada Oveja Negra.
—Pero comprenda que mamá me ha hablado tanto de usted que es como si lo conociera perfectamente.
—¿Ah, sí? —preguntó él.
—Ojalá me creyera. Lo conozco, sé lo que digo. Por propia experiencia. Porque antes de que en mí se produjera el Cambio, yo también era abominable. Pura sensualidad.
—¡No…! ¡No me diga!
—Ay, sí. Solo pensaba en la ropa, en los jóvenes y en los placeres. Y en beber y fumar. —Ella volvió a arrimarse a él—. ¿Me promete una cosa?
—Dígame —la animó, echándose un poco hacia atrás.
—¿Vendrá a una de nuestras reuniones para Compartir sus Experiencias con nosotros? Solo tiene que levantarse delante de todo el mundo y contarnos todas las cosas malas que ha hecho. No puede imaginarse el alivio que supone. Ya verá lo bien que se siente después.
Pero La Oveja Negra ya se había puesto en pie y se dirigía hacia la casa.
—Oh, verá… —No hizo ningún esfuerzo por controlar el pánico de su voz—. Me temo que eso es algo absolutamente imposible. Mi generación no está habituada a ese tipo de cosas, ¿me comprende? Lo siento muchísimo, pero será mejor que me vaya. Tengo una cita a las ocho.
Ella lo siguió, con cara de pesar, pero sin dar la menor muestra de sorpresa.
—Se siente usted asustado y avergonzado, me hago cargo —dijo—. Les pasa a casi todos los mayores al principio. Eso y la frivolidad son las dos cosas principales que tenemos que combatir. La gente mayor es incorregiblemente frívola.
—Sí, me temo que así es —le concedió La Oveja Negra, con la voz ahora bajo control. De repente pensó en Pompeya, y le fue imposible imaginársela compartiendo sus pecados con una sala llena de aficionados entusiastas.
Volvieron a la casa en silencio por entre los diminutos setos de oscuro boj. Se detuvieron junto a la cristalera y él bajó la vista para mirarla con curiosidad.
—Dígame algo —le pidió.
—Claro —respondió ella sin vacilar, alzando sus ojos con esa encantadora mirada que a él le hacía pensar en aquellas noches de verano en la iglesia.
—Todo esto la hace feliz, ¿no es cierto?
—Tremendamente feliz. —Su cara tenía la serenidad y el misterio propios de la de un niño, cualidades que luego se desvanecen al cumplir los doce años—. ¿No lo ve?
—Sí —dijo La Oveja Negra—. Ya lo veo. Es usted un encanto. Gracias por tratar de… eh… Cambiarme. Solo siento que no me vayan mucho… Ese tipo de cosas. Adiós.
—Adiós —dijo Nesta con pesar, aunque en absoluto alterada.
No obstante, cuando el señor Merryn salió de aquella casa y se perdió de vista, detuvo el coche, se enjugó la frente y se fue hasta El Labrador a tomar algo.
Apenas se había recuperado de aquella conversación cuando salió una mañana a montar a caballo antes del desayuno. Uno de los pequeños placeres de ir a lomos de un caballo consiste en que se pueden ver las flores que crecen en lo alto de los setos, como la madreselva. No es que el señor Merryn fuera un amante de las flores, pero en esta salida en concreto no pudo evitar fijarse en la madreselva porque era del mismo color que la piel de una muchacha; una muchacha que lo había adelantado en el cruce, y que se había adentrado en el bosque. Tenía los ojos oscuros y vestía ropas de montar, casco incluido.
Sus fantasías nostálgicas habían cambiado de índole desde que se produjera su encuentro con Nesta Browne-James, y ahora veía como esposa a una joven más alta y más atlética, una Diana de las Tierras Altas[15] rodeada de perros, y capaz de doblegar a un caballo inquieto. Una joven vivaz y apasionada con la que pudiera divertirse jugando, y librar peleas estimulantes. Así que, cuando se desvió hacia el bosque y se encontró con aquella amazona de ojos oscuros, con aspecto enfadado y que iba a desmontar en ese mismo instante, el corazón le dio un vuelco. Su caballo estuvo a punto de pisotear el casco de la joven, que había ido a parar al suelo.
—¡Permítame que se lo coja!
—Oh, gracias. Ha sido esa rama. —Ella señaló una rama baja de roble—. ¡Qué fastidio! Lo siento mucho.
Se quedó observándolo mientras él desmontaba del caballo y recuperaba el casco. Cuando se acercó a ella, le preguntó:
—¿No es usted Basil Merryn? Creo que conoce a mi hermano Ronald. Soy Hermione Meadowes.
—Así es. Ronald y yo fuimos juntos a la escuela. Pero creo que también a usted la conozco… —Había vuelto a montar, y ahora ambos conducían a sus caballos sendero abajo—. La recuerdo perfectamente con ocho años.
—Llevaba aparato en los dientes. —No lo dijo de modo provocador, sino bastante reflexivo, como alguien que hojea un álbum de fotos familiar por aburrimiento.
—Ya no me acordaba —dijo La Oveja Negra galantemente, aunque sintió que con aquel tipo de frases cargaba un poco el ambiente con un aire propio del Imperio, los cabriolés y los cantos patrioteros,[16] que parecían flotar en el aire de la mañana. «Mi técnica está un poco oxidada— pensó abatido. —Aunque también estas chicas tienen la culpa. No logro acostumbrarme a sus nuevos métodos. Antes nos reíamos de todo, incluso de las cosas que no tenían gracia. Pero a estas jóvenes de hoy en día no les hace gracia nada, ni siquiera las cosas que la tienen».
—Vivía usted con los Browne-James…
—Sí.
—Pero ha estado fuera mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí, casi diez años.
—¿No estuvo usted en Brasil el año pasado?
—Sí.
Su cabeza reposaba serena sobre su esbelto cuello, y aparecía coronada por dos trenzas de cabello oscuro. No obstante, ella no lo había mirado aún como si realmente hubiese reparado en él. Aunque, al menos, fingía interesarse por sus aventuras.
—Eso tenía entendido. Y Ronald también. Estoy muy contenta de haberme tropezado con usted porque…
La Oveja Negra sintió que volvía a repetirse aquella pesadilla recurrente de esto-ya-lo-he-vivido-antes. Ni siquiera se atrevió a murmurar o a afirmar algo como muestra de gentileza, por pura educación. Tan solo se la quedó mirando fijamente, con ojos vidriosos.
—… me preguntaba si podría usted ayudarme.
—Por supuesto —dijo él, irguiendo los hombros.
—Verá, asisto a la Escuela de Dietética Internacional de la ciudad, y tengo que hacer un trabajo para el próximo trimestre sobre los efectos de una dieta prácticamente vegetariana en las sociedades primitivas e industrializadas. Si pudiera proporcionarme el plan dietético de un típico indígena…
—Me encantaría, pero me temo que no sé mucho al respecto.
—¿Pero no conoce a nadie allí? ¿Alguien a quien pueda escribir? Solo necesito unos cuantos datos. A partir de ellos ya puedo sacar yo mis conclusiones.
—Bueno, conozco a un par de tipos, pero…
—Estupendo, entonces podrá escribirles y explicarles lo que necesito, ¿verdad? Seguro que ellos saben lo que comen los indígenas.
—Oh, claro que sí. Y lo que beben también —dijo frívolamente La Oveja Negra.
Ella lo reprendió con la mirada.
—Es dificilísimo conseguir que la gente se tome mínimamente en serio la ciencia nutricional —le espetó con severidad—. Y eso que es una de las disciplinas más importantes del mundo, y una de las más interesantes. ¿Nunca se ha parado usted a pensar que toda la constitución de una persona viene condicionada por el tipo de alimento que ingiere?
—Me temo que no. Acabo de enterarme —replicó La Oveja Negra, calculando que tardarían todavía unos tres cuartos de hora en llegar a su casa si llevaban los caballos al paso todo el camino.
Como ella no quería ir al trote, así lo hicieron, por lo que tuvo que aguantar durante aquellos tres cuartos de hora cómo esa vocecilla juvenil le hablaba de malnutrición, fécula, tipos de ácidos grasos, carbohidratos, tonificantes, proteínas, vitaminas, calorías y calcio. Cuando se detuvieron en la puerta de su casa, la joven se despidió:
—Adiós. ¿Vendrá usted alguna noche a la hora del cóctel para ver a Ronnie? Toda esa información me será de gran utilidad… Estoy encantada de haberle visto… No se olvide de la carta. ¡Prométamelo!
Ella se inclinó sobre el cuello del animal y le estrechó la mano esbozando una encantadora sonrisa.
—Supongo que se quedará aquí hasta que deba regresar a la Escuela, ¿no es así? —preguntó él.
—Sí, estas serán mis últimas vacaciones en mucho tiempo. Cuando me gradúe tengo previsto trabajar en la clínica que la Escuela va a abrir en el East End. Allí me encargaré de ayudar a las mujeres a hacer la compra y a cocinar debidamente.
—Maravilloso —declaró La Oveja Negra, mientras examinaba con curiosidad su cara joven y radiante.
—Sí, es estupendo trabajar en lo que a uno le gusta, ¿verdad? ¡Adiós!
Él sostuvo la verja para que ella pudiera pasar, y la vio bajar por la sombría avenida hasta que la perdió de vista.
Luego dejó que sus exhaustos músculos faciales se aflojaran en una mueca de verdadero cansancio, y se fue a casa cabalgando lentamente.
Aquella tarde salió a cenar con unos viejos conocidos que vivían en las afueras de la ciudad y, mientras bebían un jerez de aperitivo en el salón, entabló conversación con un joven de aspecto formal y sonrosado. Tras intercambiar unas palabras sobre el Torneo Internacional, La Oveja Negra le preguntó con cautela:
—Verá, ¿podría usted informarme de una cosa?
—Lo intentaré —respondió el muchacho de la cara sonrosada.
La Oveja Negra bajó aún más la voz.
—¿Quién es la chica de gris? —inquirió, sin apenas mover los labios.
—Es Gay Morning —dijo el muchacho de la cara sonrosada, cuya voz había adquirido de repente un tono menos cordial.
—Oh —dijo La Oveja Negra, contemplando (ya no ansiosamente, sino con tristeza) a la pequeña y delgada joven que lucía un traje de gasa gris y que llevaba unos jazmines en su rizada cabellera pelirroja.
—¿Le gustaría conocerla? —le preguntó el muchacho de la cara sonrosada—. De hecho, estamos prácticamente comprometidos.
—Me encantaría, pero quizá más tarde. No quiero interrumpirla ahora. Parece muy interesada en lo que está diciendo.
La joven de gris seguía hablando y gesticulando de manera elocuente con sus pequeñas manos.
—Es muy de izquierdas —repuso su joven amante visiblemente orgulloso, sin quitarle los ojos de encima—. Practica ballet, pero no se va a dedicar a ello profesionalmente. Va a poner todo su talento creativo al servicio del Partido.
—¿Y a usted eso le parece bien? —quiso saber La Oveja Negra.
—Bueno, a mí no me afecta en absoluto. ¿Por qué no me lo iba a parecer? Hemos acordado que ninguno de los dos interferirá en el modo de vida del otro.
Ambos hombres se quedaron callados durante un momento. Luego La Oveja Negra salió del paso como pudo:
—Creo que iré a buscar otro jerez.
—Ay, pobrecito… —dijo la señorita Pompeya Taverner al teléfono, desternillándose de risa y sin poder apenas articular palabra—. ¡Qué apuro! Debería haber tenido el valor moral de advertirte que todas las chicas de hoy en día son así, demasiado serias y respetables. Los tiempos han cambiado, cariño, eso es todo.
—Y supongo que tú y yo no… —dijo la voz de La Oveja Negra que, por alguna razón, sonaba mucho más vieja por teléfono.
—¡Dios me libre, Bee-Bee! Quiero decir que si una es incorregiblemente frívola por naturaleza, pues lo es, y punto. Dios sabe que alguien tiene que serlo en estos tiempos que corren.
—Supongo que sí. Al menos… quedamos nosotros dos, ¿no, Pompeya?
—Eso espero, querido.
Se produjo una pequeña pausa.
—¿Quieres que me acerque al pueblo esta noche y te lleve a bailar?
—Me encantaría —respondió la señorita Pompeya Taverner.