EL ARBOLITO DE NAVIDAD
Como estaba harta de vivir en Londres entre gente maliciosa, la señorita Rhoda Harting, una novelista reservada aunque moderadamente exitosa en su trigésimo tercer año de vida, se retiró un mes de noviembre a una casita en Buckinghamshire. Tampoco el matrimonio estaba entre sus planes.
—No me gusta el alboroto ni el ruido ni las preocupaciones ni todas esas otras circunstancias que, como me cuentan mis amigos casados, vienen aparejados al estado marital —decía—. Me gusta estar sola. Me gusta mi trabajo. ¿Por qué razón iba a casarme?
—No eres normal, Rhoda —protestaban sus amigos.
—Puede, pero al menos soy feliz —replicaba la señorita Harting—, lo cual —añadía (aunque para sí misma)— es más de lo que se puede decir de la mayoría de vosotros.
La casita de Buckinghamshire donde vivía, cerca de Great Missenden, satisfacía de sobra sus gustos. Tenía dos acebos en el jardín y un pozo en cuyas oscuras profundidades veía su propia silueta recortada contra el azul cielo invernal. Estaba situada en un carril y a su espalda se extendían largos campos que ascendían hasta una colina en cuya cima había un hayedo cuadrangular. A medio camino en la falda de la colina se levantaba otra casa, grande, nueva y roja: Monkswell. La señorita Harting solía contemplarla y decirse satisfecha: «Me siento como el jardinero de Monkswell. Me han dicho que este era su cottage».
Amuebló el suyo al detalle con porcelana y grabados ingleses, cretona y una cocina bien equipada. Durante los primeros quince días jugó con ella como si se tratara de la casa de muñecas a la que tanto se parecía, pero pronto empezó a trabajar en una nueva novela y, como todo el mundo sabe, la escritura de novelas no deja tiempo para ningún tipo de juego.
Fue así como una rutina sosegada y apacible reemplazó sus primeros y divertidos experimentos.
Las semanas pasaron tan rápido que se sorprendió bastante cuando una mañana recibió una carta. Venía encabezada con una dirección de Kensington: «Querida Rhoda —decía la carta—. Vente a pasar las Navidades con nosotros. A no ser, claro, que ya hayas hecho otros planes».
Se levantó de la mesa del desayuno, donde el tembloroso vapor de su té chino se elevaba plácidamente en el aire, se dirigió a la ventana y se quedó contemplando el jardín.
No, pasaré las Navidades aquí —decidió la señorita Harting después de lanzar una prolongada mirada por la ventana—. Prepararé un pollo para mí sola y colocaré un arbolito con velas y con unas cuantas de esas bolas brillantes y resplandecientes que solíamos comprar cuando éramos pequeños. —Dejó sus reconfortantes murmuraciones y añadió llena de satisfacción—: ¡Qué horror! Cada año que pasa me parezco más a una vieja solterona. Debería hacer algo al respecto…
Con la conciencia acallada, la señorita Harting fue de compras a Great Missenden el día de Nochebuena y deambuló por la laberíntica e iluminada calle principal con una gran cesta colgada del brazo, deteniendo sus ojos, chispeantes y llenos de ilusión, en todos y cada uno de los escaparates que se encontraba a su paso.
La larga calle estaba abarrotada de gente y había un rastro de escarcha en el aire, pero no se veían estrellas, solo una manta densa y mullida de nubes que casi rozaban el hayedo desnudo situado en las colinas que rodeaban el pueblo. En las carnicerías, los pavos colgaban de sus ganchos atados con cinta roja y las liebres estaban decoradas con espinosos ramilletes de acebo y muérdago. De las cálidas cavernas de dos tiendas de radios y gramófonos salía música que alguien había puesto a todo volumen.
—Tenemos el tiempo propio de la estación, señora —comentó el pollero mientras preparaba un ejemplar pequeño pero hermoso de ave de corral, escogido especialmente para la señora Harting.
—Van a ser unas de esas típicas Navidades como las que solíamos tener antaño, señorita —intervino una anciana envuelta en un chal estilo red de pescar gruesa y verdosa oscura que empaquetaba las bolas de cristal plateadas y los limoncitos rojos y verdes que la señorita Harting había elegido para decorar su árbol de Navidad.
La anciana la miró de arriba abajo con algo más que interés profesional y le preguntó con mucha educación:
—¿Las va a poner en su árbol de Navidad, señorita?
—Sí —murmuró la señorita Harting.
—¡Ah! ¿Es que tal vez van a venir sus sobrinos de Londres?
—La verdad es que… no —confesó la señorita Harting.
—¿Ni sus hijos? Perdone la indiscreción, es que es lo habitual en estas fechas. No debería haber pensado… Muy bien, aquí tiene, le ruego que me disculpe. No debería haber dicho eso. Aquí lleva sus adornos, señorita. Feliz Navidad.
—Mmm… Gracias. Igualmente. Buenas tardes.
La señorita Harting escapó, consciente de que la anciana, lejos de sentirse avergonzada por su error, estaba escrutándola con ojos vivos y curiosos, y probablemente tachándola de excéntrica. Pero la señorita Harting estaba segura de que lo primero que se le vendría a la cabeza sobre por qué había comprado los adornos no se acercaría ni de lejos a la verdad. En los círculos en los que se movía la rechoncha anciana, en aquellos andurriales, las mujeres solteras no compraban árboles de Navidad, ni los decoraban ni se recreaban con ellos en soledad, por muy normal que tal procedimiento pudiera parecer en Chelsea.
Tal vez fuera esa aura de sentido común que emanaba el mundo de millones de personas privadas de imaginación lo que hizo que la señorita Harting se sintiera un poco deprimida cuando se bajó del autobús de Amersham en el cruce y se dispuso a recorrer la última milla hasta su cottage por la carretera helada y resonante. La cesta que colgaba de su brazo pesaba como si estuviera llena de plomo. Se le había abierto el apetito. No estaba de humor para deleitarse con su precioso árbol de Navidad en miniatura. Casi deseaba haberse tomado la decisión de marcharse a Kensington, como sus amigos le habían propuesto.
—¡Dios, esto nunca funcionará! —masculló la señorita Harting, insertando la llave en la puerta de su casa—. El día de Año Nuevo me iré a Londres, llamaré a la gente e invitaré a Lucy, a Hans Cárter o a cualquiera de ellos a que vengan a quedarse conmigo.
Cuando terminó de cenar, sin embargo, se sintió algo mejor y empezó a disfrutar colocando el proporcionado arbolito en una maceta y atando las campanillas y los limones de cristal en las puntas de las ramas. Cuando el árbol estuvo listo, lo puso en la ventana de la sala de estar con las cortinas descorridas y no pudo resistirse a encender sus chispeantes velitas verdes y blancas, solo para ver cómo quedaba.
¡Oh! ¡Pero qué bonito efecto el de la suave luz de las velas derramándose por las ramas de color verde oscuro!
Permaneció al menos cinco minutos absorta en el árbol, en medio de un silencio solo roto por el estruendo de un coche que pasó zumbando por el carril poco frecuentado que discurría a los pies de su jardín delantero.
Cada año, desde que era capaz de recordar, había tenido un árbol de Navidad. Cuando sus padres aún vivían, eran ellos quienes lo compraban. Más tarde había sido ella quien lo había adquirido con su propio dinero. Y el de este año era tan bonito como los que ella recordaba de su infancia.
Aunque… ¿de verdad lo era? Mientras lo contemplaba, recordó a la anciana de la tiendecita. El pensamiento que le vino a la mente entonces fue que su manera de disfrutar de aquel árbol de Navidad era solitaria, por no decir afectada.
Apartó con impaciencia aquella idea de su cabeza, apagó las velitas y pasó el resto de la tarde trabajando en su libro, bastante provechosamente.
Por la noche empezó a nevar. Al día siguiente era Navidad. Le despertó una luz inconfundible que parecía emanar de la tierra y que resplandecía a través de las cortinas. Su sentimiento de soledad y de tristeza había desaparecido por completo. Se sentía tan feliz y entusiasmada como si estuviera preparándose para ir a una fiesta.
No obstante, una vez que hubo picado algo para desayunar, escuchado dos veces los Pasos en la nieve de Debussy en el gramófono, rellenado el pollo y vuelto a echar un vistazo a su árbol de Navidad, cuyas campanitas brillaban oscurecidas en contraste con la nieve, se dio cuenta de que estaba aparentando ser feliz, más que siéndolo en realidad. El reloj marcó las once. El viento cargado de nieve le traía un repique de campanas en suaves ráfagas. De repente se percató de la realidad en toda su crudeza: estaba sola y aburrida, le quedaban por delante otras once horas vacías e interminables y no podía hacer nada para evitar que estas llegaran y se fueran.
Justo en ese momento en que permanecía allí de pie, mirándose los dedos aún pringosos de relleno de pollo, llamaron a la puerta.
La señorita Harting dio un buen respingo.
«¡Oh! —pensó, soltando un suspiro de alivio—. ¡A lo mejor ha venido alguien de Londres a verme!».
Y se aprestó a abrir la puerta.
Sin embargo, cuando la abrió, no vio ninguna alegre y familiar cara londinense, sino a una niña con boina roja firmemente plantada en el escalón —aunque de alguna forma su pose sugería que era capaz de salir corriendo en cualquier momento—, cuyos ojos enormes y negros se alzaban hacia la sorprendida cara de la señorita Harting. Dos niños más pequeños, en la misma pose de puntillas, aguardaban en la retaguardia.
—Buenos días —dijo la de la boina roja en voz alta y educada—. Sentimos molestarla, pero ¿nos permite cobijarnos en su casa, por favor?
—¿Cobijaros? —se extrañó la señorita Harting, que aún se estaba recuperando de su tonta decepción por que no fuera una encantadora visita de Londres. Notó que su tono de voz quizá había resultado un poco seco—. ¿De la nevada, quieres decir? Aunque… —echó un vistazo al cielo—, aunque no está nevando. ¿Qué os pasa? ¿Os habéis mojado los pies o algo?
Nadie salvo una solterona sin sobrinos como ella habría formulado aquella pregunta a una niña en una mañana tan desapacible como aquella.
—No, gracias, señora —respondió educadamente la de la boina roja—. No se trata de ese tipo de cobijo el que necesitamos. Y nuestros pies están bastante secos, muchas gracias. Pero, verá, es muy importante que encontremos refugio, porque… —y aquí lanzó una cándida mirada a la señorita Harting— alguien nos persigue y tenemos que escondernos.
Se giró hacia las dos figuras más pequeñas, que asintieron con vehemencia como si en aquel momento les estuvieran tirando de unos hilos invisibles.
—¿Quién os persigue? —preguntó la señorita Harting, sobresaltada—. ¿Es que estáis jugando a algo?
—Oh, no. De verdad, no se trata de ningún juego. En realidad, el asunto es bastante serio. Verá: tenemos una madrastra muy cruel que nos ha dicho que este año no vamos a tener un árbol de Navidad en condiciones, y Jane y Harry… estos son Jane y Harry —los empujó hacia delante y masculló: «Decid-mucho-gusto», lo cual hicieron, como dos educados loros forrados de lana—, Jane y Harry lloraron mucho…
—¡Yo no, Judy! ¡Eso es mentira! —interrumpió de plano la otra niñita en este punto de la narración—. ¡Y si dices que lloré como un bebé, entonces yo diré… ya-sabes-qué!
—Oh, bueno, entonces tal vez no lloraras tanto como Harry —reconoció la niña de la boina roja, dedicándole una fulminante mueca amenazadora—, pero él sí que lloró toda la noche. Así que nos levantamos muy temprano esta mañana, antes de que hubiera luz, y cogimos unas galletas de jengibre que había en un bote y nos escondimos en el bosque hasta que se hizo de día del todo y entonces bajamos corriendo…, quiero decir, caminamos mucho rato por el bosque hasta que vimos su casa y, como teníamos mucha ham… quiero decir, que pensamos que podríamos pedirle que nos diera cobijo aquí hasta que nuestra madrastra dejara de buscarnos. Eso fue lo que pensamos, ¿verdad? —dijo dirigiéndose imperiosamente a los loros lanudos.
—Sí, nos gustó su casa porque es muy pequeñita —apuntó Jane, acompañando su cumplido con una sonrisa de un encanto tan especioso y a la vez tan travieso que a Rhoda se le encogió el corazón. Una reacción muy extraña en ella.
Entonces Harry, que en todo el rato no le había quitado ojo de encima, comentó:
—Muuuucha nieve. —Y señaló los campos lejanos. Luego, tras otra mirada igual de prolongada, añadió—: Eres rara… —Y empezó a correr de aquí para allá por el caminillo de entrada con las manos a los lados, echando vaho como una locomotora.
—¡Harry! ¡Eso que has dicho ha sido una grosería! —gritó la de la boina roja, saliendo en su busca—. No le haga caso, por favor, señora. Solo tiene cuatro años y todavía no entiende bien las cosas. Además, no es nuestro hermano. Es solo un primo que tenemos.
A continuación se hizo el silencio, un silencio incómodo. La niña de la boina roja y Jane la lanuda alzaron la vista hacia la cara de la señorita Harting, demasiado educadas para repetir su petición, pero con ojos suplicantes y llenos de esperanza.
La señorita Harting no sabía muy bien qué hacer. Por supuesto, no había creído ni una palabra de la fantástica historia de la niña de la boina roja. Esta, con su cháchara y sus ojos, persuasivos en extremo, se había delatado a sí misma desde la primera frase como una de esas incurables cuentistas condenadas a que nadie las crea jamás.
«Tal vez algún día llegue a ganar enormes sumas de dinero escribiendo best sellers», pensó la señorita Harting, que ahora se sentía en desventaja al tener que lidiar con las violentas oleadas de amor a primera vista que la estaban asediando. No le resultaba en absoluto chocante que la niña de la boina roja fuera una embustera, pero sí se preguntaba si tendría madre y, de ser así, si esta sabría de la inventiva de su hija. Pronto se convenció de que esos tres pillastres necesitaban que alguien les echara un ojo. Porque a pesar de su educada enunciación, sus abrigadas ropas y sus refinados modales, tenían toda la pinta de ser niños perdidos.
Pero, si ese era el caso, ¿por qué, en el nombre de Santa Claus, habían elegido su casa, que no tenía nada de extraordinario, para perderse? Echó otro largo vistazo a sus ansiosas caras, suspiró y se dio por vencida.
Entonces decidió proceder con cautela (aunque notó que una curiosa sensación de felicidad había comenzado a invadirla).
—A fin de cuentas, qué más da. Pasad, pasad. Si vuestra madrastra es tan mala como decís… Bueno, en cualquier caso, os podéis quedar hasta que entréis en calor. Jane (porque te llamas así, ¿verdad?), Jane se está empezando a poner azul. Mmm… Si os apetece, podéis ir a ver mi árbol de Navidad.
Las caras de las criaturas cambiaron a la velocidad del rayo. Sonrieron, aunque Rhoda tuvo la impresión de que se trataba de una sonrisa de triunfo, de éxito cosechado, más que de gratitud. Estaba segura de que solo la prudencia impedía a la niñita de la boina roja espetarle a Jane: «¡Ahí lo tienes, listilla! ¡Te lo dije!», de modo que se quedó de lo más desconcertada.
—Oh, muchísimas gracias… —contestó la de la boina roja, entusiasmada.
—Muchísimas gracias —repuso la voz más lenta y espesa de Jane, en apropiado diminuendo.
—Me temo que no tiene regalos… —les advirtió Rhoda, abriendo la puerta de la cocina. Sin embargo, no había necesidad de disculparse. Los tres se detuvieron en el umbral, contemplando el arbolito, con las caras solemnes de puro placer.
—¡Pero qué preciosidad! ¡Es tan pequeñito! Es como los que vimos que estaban creciendo cerca de Barnet —exclamó la de la boina roja—. Papá nos dijo que cuando se hicieran grandes se convertirían en árboles de Navidad con todas las de la ley. Oh, qué adornos más bonitos. ¡Anda, mira, Jane, si hasta tiene una naranja! ¡Y es de cristal!
—¡Preciozo! —dijo Jane con marcada intensidad—. ¡Es el árbol más pequeñito del mundo! ¿Puedo tocarlo? ¿Para quién es?
—Mmm… Es para vosotros —dijo Rhoda con un nudo en la garganta.
Sin embargo, los tres iban bien vestidos, y se les veía bien alimentados y sanos. Era ridículo sentir ganas de llorar.
Las tres caras, incrédulas, se elevaron hacia la suya.
—¿Para nosotros? ¡Vaya! ¿De verdad? ¿Podemos jugar con él? ¿Puedo coger el limoncito? ¿Podemos encender esas velitas nosotros solos?
—Después de comer, niños —propuso Rhoda, que de repente se vio henchida de tal bulliciosa felicidad que no podía estarse quieta. Empezó a atarse el delantal blanco con innecesaria energía.
—¿Lo que está cocinando es su almuerzo? —le preguntó Jane, observando la cocina con educado interés—. Huele de rechupete.
—¡Jane! —le advirtió la de la boina roja. Miró a la señorita Harting atrayendo su atención—. Jane solo tiene seis años, ¿entiende? Yo ya mismo cumplo nueve. A veces Jane es una pizca maleducada. Es pequeña todavía, ya sabe.
—Supongo que vuestra cruel madrastra tampoco tiene mucho tiempo para enseñarle modales —añadió la señorita Harting en tono seco. Era obvio que aquella mocosa estaba acostumbrada al tipo de persona adulta para quien la conversación irónica resulta normal.
En este caso, sin embargo, la ironía no sirvió de mucho. Se percató al instante de ello con extremo arrepentimiento cuando la niña de la boina roja se la quedó mirando, herida y bastante asustada por su tono. Se arrodilló delante de ella de inmediato y murmuró, empezando a desabrocharle el chaquetón:
—Bien. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Rhoda Harting. Deja que te ayude a quitarte el abrigo. ¿Queréis quedaros a almorzar?
—¡Sííí! ¡Viva! Tengo mucha hambre —gritó Harry, que llevaba un rato toqueteando las campanillas del árbol de Navidad e intercambiando susurros roncos con Jane.
—Muchas gracias. Nos encantaría. De hecho, tenemos bastante hambre. Me llamo Juliet Woodhouse, pero todos me llaman Judy —respondió la niña de la boina roja.
Rhoda dobló con cuidado el abriguito y lo dejó en el aparador.
—Tengo que hervir unas patatas —dijo.
—Oh, deje que le ayude —se ofreció Judy con entusiasmo—. ¿Lleno la olla? ¿Dónde está?
—En casa tenemos sirvientas que nos preparan la comida —dijo Jane, suavemente, mientras observaba los preparativos. Había tirado su gorro y su abrigo en una silla y ahora parecía un gnomo. Tenía la cara y la nariz más pequeñas que Rhoda había visto jamás, enmarcadas en una melena de mechones pajizos. Harry era rollizo y sonrosado y su voz, estridente. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, iba al grano.
—¿Es Jane tu hermana de verdad? Ella es tan rubia y tú tan morena… como Blancanieves y Rojaflor. ¿Dónde vivís? —le preguntó Rhoda media hora después, cuando Judy y ella estaban poniendo el mantel. Su curiosidad se negaba a doblegarse y le impedía comportarse con educación, incluso en su papel de anfitriona.
—Sí, Jane es mi hermana verdadera. Oh, y vivimos muy lejos de aquí. No creo que nadie sepa dónde exactamente —contestó Judy con vaguedad, como si fuera la organizadora de una gala benéfica—. ¡Mire! Jane ha tirado el corazón de la manzana en su alfombra. ¿No le importa?
—No —dijo Rhoda. Y a ella tampoco. La cocina olía a pollo asado, a agujas de abeto chamuscadas (pues, por supuesto, entre tanto habían encendido las velas), a cera caliente y a mermelada de frambuesa. Cuando Rhoda se dispuso a poner los platos en la mesa, se preguntó si sería verdad que solo hacía una hora que se había sentido sola y aburrida.
Judy iba de acá para allá por la cocina como una actriz pequeña y delicada, seleccionando meticulosamente tenedores, haciendo que sus dedos planearan indecisos sobre cucharas y vasos y apartándose de tanto en tanto el pelo de la cara. Rhoda, que observaba más bien apesadumbrada la escena, pensó que pocas veces había visto actos más hermosos o afectados. Cada vez le intrigaba más cómo sería la madre de Judy.
En medio de aquel agradable barullo, Rhoda consiguió que los tres se sentaran a la mesa de la cocina. El resplandor de la nieve iluminaba las dos caras absortas e inocentes que quedaban frente a la ventana y servía de fondo para la cabellera negra de Judy. Rhoda se los quedó observando, bendiciendo la casualidad que los había traído hasta su puerta aquella mañana de Navidad, y se preguntó, mientras desmenuzaba el pollo para Harry, si se quedarían a pasar la noche, quiénes serían en realidad y, lo que era más serio, si en algún sitio habría una pobre madre desesperada buscándolos y pasando un día de Navidad espantoso.
No obstante, aparte de su única pregunta a Judy y de lo poco proclive que esta estaba a dar una respuesta directa, se descubrió incapaz de preguntarles sin rodeos quiénes eran y dónde vivían. Después de todo, eran sus huéspedes, aunque se hubieran autoinvitado a su casa. Habían sido abandonados a su merced. Sentía que no podía aprovecharse de su condición infantil comportándose con ellos como una adulta. Tenía que situarse a su mismo nivel, ciertamente era una delicia tenerlos allí sentados a su mesa y que llenaran su cocina tan cuidadosamente amueblada con el sonido de sus alegres voces, sus risitas amables cuando les contaba un chiste y sus estrepitosas carcajadas ante sus propias gracias.
—¿Esto es un pavo? —preguntó en ese momento Harry.
—No, cielo, es pollo. ¿No te gusta? —preguntó la insensata de Rhoda, llena de angustia.
—No. Más, por favor —contestó él.
—Eres un tonto, Harry —le espetó Jane—. Dices que no te guzta y luego le pides más. ¿A que es un tonto, Judy?
—Es que es pequeño —fue la condescendiente respuesta de Judy—. Déjalo en paz.
—Si estuviéramos en casa, estaríamos comiendo pavo, pero esto está mucho más rico —dijo Jane. Judy le propinó una furtiva patada por debajo de la mesa.
—No, Jane, no estaríamos comiendo pavo. Nuestra madrastra no nos dejaría, ¿a que no?
—No, supongo que no… Es muuuy mala —se enmendó Jane, persuadida por la patada y por el significativo asentimiento de Judy.
Rhoda había decidido que no era muy justo mostrarse incrédula ante la historia de la madrastra, así que se unió educadamente a la conversación:
—¡Qué horror! ¿Y no os deja comer pavo ni siquiera el día de Navidad?
—No. Es malvadísima, ¿a que sí, Jane?
—Sí, malvadísima —admitió Jane—. ¿A que es muy mala, Harry? —añadió riendo por lo bajini en el cuello de su primo.
—No. Viejo con tijeraz —dijo Harry, cuya mente, como resultaba obvio, seguía puesta en las películas que había visto en el Nonsuch Blake.
Después de que el pequeño pudin de Navidad de Rhoda fuera recibido con gritos de júbilo. —«¡Mira qué pequeñito!», «¡Es el pudin más pequeñito del mundo!»— y dieran buena cuenta de él, Rhoda hubo de confesar que no tenía frutas escarchadas ni petardos sorpresa, de modo que solo les quedaba encender de nuevo el árbol de Navidad y jugar a algo.
Esta sugerencia fue recibida con entusiasmo, así que Judy, en su papel de la mayor, encendió seis velitas y Jane y Harry las seis restantes. Rhoda aupó a Harry, posando la mejilla durante un momento en su cálida cabeza.
Estaba empezando a caer la tarde ya y la nieve resplandecía con su propia luz fantasmal bajo el azul cada vez más oscuro del cielo.
Ahora el árbol de Navidad estaba encendido, las velas seguían ardiendo y apuntaban a las ramas verdes. Su luz formaba aureolas alrededor del pelo de las tres caritas embelesadas en el árbol. Estaban los cuatro en silencio, contemplando el precioso arbolito medio echado a perder ya.
«Oh —pensó Rhoda sin apartar la vista de ellos—. ¡Así es como debería haber sido anoche! Ahora sí que es perfecto. Qué tiernos… Cómo me alegro de haber tenido el árbol puesto, listo para ellos…».
El arrobamiento se vio interrumpido por una sonora llamada a la puerta.
Judy salió disparada, con los ojos abiertos como platos.
—¿Quién es? ¡Vienen a por nosotros! ¡No nos iremos! ¡Dígales que se vayan! ¡Adoro estar aquí! ¡No quiero irme a casa!
—Es papi… —dijo Jane, resignada—. Sabía que nos encontraría, Judy. ¡Te lo dije!
—He encendido tres velas yo solo —dijo Harry, sosteniendo el cabo de su cerilla.
Rhoda iba ya de camino a la puerta, atusándose los mechones de pelo suelto con una mirada de aflicción dibujada en la cara, cuando Judy se le acercó por detrás corriendo por el pasillo y le rodeó la cintura con los brazos.
—¡No se lo diga! ¡No le diga lo de nuestra madrastra! —le imploró emitiendo un susurro asustado y levantando una carita blanca y desencajada en la oscuridad—. Me lo inventé… Me lo inventé todo y papá me dijo que no volviera a hacer eso… nunca más. Anoche vimos su arbolito iluminado en la ventana cuando papi nos llevaba de vuelta a casa desde Londres. ¡Queríamos ver su arbolito! Nunca habíamos tenido uno tan pequeñito en casa. Allí todo es enorme. Es horroroso. No tenemos madre… ni Jane ni yo. ¿Me promete que no le dirá nada de la madrastra? ¡Anda, diga que sí, diga que sí!
Se aferró aún más a la cintura de Rhoda; sus ojos, desorbitados de terror, la miraban suplicantes. Volvieron a llamar a la puerta, dos veces, esta vez con cierta impaciencia.
—No, cielo. Por supuesto que no se lo diré. Te lo prometo de verdad, Judy, querida. Ahora deja que vaya, cariño. Suéltame, ¡sé buena!
Judy le dedicó una mirada de ferviente gratitud y volvió a toda prisa a la cocina. Rhoda, cuyo corazón palpitaba de un modo espantoso, abrió la puerta.
El hombre que la aguardaba se encontró con una mujer alta, recortada contra un pasillo iluminado por velas, y se percató de la blancura de su mano en contraste con el picaporte de la puerta. Se quitó el sombrero.
—Buenas tardes. Siento molestarla, pero supongo que no habrá visto por casualidad a mis dos hijas y a mi sobrino, ¿verdad? Me llamo Woodhouse. —Su voz no era del todo culta, pero sonaba agradable—. Vivimos allá arriba, en Monkswell. Los tres desaparecieron justo después de desayunar y su tía está desesperada. Creo que la mayor lleva puesta una boina escocesa roja…
—Sí. No siga usted. Están aquí conmigo —le interrumpió Rhoda, y se echó a un lado para dejarlo pasar. Por encima de sus anchos hombros vio un largo sedán bloqueando el camino de acceso a su jardín—. ¿Le apetece pasar a usted? Lo siento mucho, muchísimo… Debe de haber pasado un día horrible. Los tres han estado a salvo, por supuesto, pero no he podido sonsacarles dónde vivían o quiénes eran sus padres.
—¡Ah! Supongo que Judy ha estado fantaseando de nuevo…
Se dirigió hacia la luz de las velas. «Alto, de mediana edad, adinerado; ojos inteligentes, labios finos, barbilla prominente. No es lo que se dice un caballero. Eso me gusta». Los pensamientos de Rhoda, por lo general bien ordenados, bulleron en un torbellino.
—Judy se hará rica escribiendo novelas cuando se haga mayor —comentó, deteniéndose justo delante de la puerta de la cocina, que los estrategas del interior habían procurado cerrar a cal y canto—, pero estoy segura de que hoy no le va a regañar por tener esa fantasía. Créame que está muy arrepentida. Todos se han portado muy bien.
—Tenían un árbol de Navidad del tamaño de un chalet y un montón de regalos…, ya sabe, lo típico que los niños esperan recibir en Navidad —la interrumpió, en tono brusco—. Lo que no me explico es por qué han tenido que venir a molestarla… Me parece intolerable. Cada semana se nos van más de las manos. A su tía no le hacen el menor caso y yo estoy fuera todo el día, y la mayoría de los fines de semana. Sobre todo Judy… Es la mentirosa más desvergonzada que uno se puede echar a la cara… Verá —su expresión irritada cambió de repente y su rostro se volvió cauto, inteligente, como si estuviera sopesando un problema—, no es solo que mienta, es algo completamente distinto. De algún modo, parece necesitarlo. Y yo no tengo valor de ser duro con ella. Me tiene preocupado. Necesita alguien que la cuide. —Hizo una pausa—. Su madre murió al dar a luz a Jane. Desde entonces nuestro hogar no ha sido muy alegre que se diga. Supongo que ambas necesitan que se ocupen de ellas como es debido.
Entonces hizo otra pausa.
Durante aquella pausa, solo ocupada por el silencio y por la tenue luz de las velas que ahora se consumían en el pequeño árbol de Navidad, sus insatisfechos e inteligentes ojos advirtieron la finura de las manos sin anillo de Rhoda, el sutil y tierno modelado de su boca y la ironía que despedían sus ojos, como si se trataran de centinelas armados.
Sin embargo, le pareció que se trataba de un centinela al que, tal vez un día, pudiera convencer para que depusiera sus armas.
—Muy bien —intervino Rhoda al fin con voz dulce—, ¿le parece que entremos a ver a los niños?