EL JARDÍN TAPIADO

Adiós, querida. Intentaré estar de vuelta a la hora de la cena, pero no te prometo nada. Si no me da tiempo, discúlpate en mi nombre, ¿de acuerdo?

El doctor Alfred Wilson tomó la cara de su mujer entre sus manos y la besó con ternura. El canturreo de una niña entraba en el cuarto de invitados procedente de la habitación de al lado, que era la de juegos, y a través de la ventana abierta, en el césped, se podía ver un viejo carrito de bebé con un visillo blanco echado por encima. Desde el exterior llegaban los sosegados sonidos de una población rural en sus primeras horas del día.

El doctor bajó corriendo las escaleras.

Susie Wilson se asomó por la ventana y se aseguró de que el bebé estaba bien. Luego siguió haciendo la cama de invitados, silbando mientras tanto. ¡Al cabo de unas horas, pensó, Mike y Noel estarían allí! Llevaba más de un año sin verlos, y en aquella última ocasión solo coincidió con ellos durante un rápido almuerzo en la ciudad. Antes de casarse, cuando se ganaba la vida en Londres como diseñadora de moda, profesión para la que contaba con un don nada excepcional, los tres habían compartido piso. Su vida había sido alegre y desordenada, pero cualquier asomo de informalidad quedaba, a sus ojos y a los de sus amigos, más que dispensada por la vehemente preocupación que los tres sentían hacia las desgracias de aquellas otras personas cuyas vidas parecían incluso menos ordenadas que las suyas.

«¡Mike y Noel cuidarán de ella el tiempo necesario, hasta que encuentre algo!», era la expresión más común en su pandilla cada vez que alguien perdía un marido o un trabajo.

Cuando Susie se casó con un médico rural y se fue a vivir al pueblo natal de este, se descolgó del grupo, como era de esperar, y cuando llegó el bebé, un año más tarde, se vio tan absorbida por los quehaceres domésticos que no tuvo tiempo ni para escribir cartas a sus viejas amistades. Ahora había un segundo bebé, dormido ahí fuera, en el jardín, pero el marido de Susie había insistido en contratar a una niñera competente, de modo que al fin Susie pudo disponer de un poco de tiempo para dedicarse a sí misma. Una de las primeras cosas que hizo fue escribir a Mike y a Noel para invitarlos, por fin, a pasar un fin de semana.

El resto del día siguió con el mismo trajín de siempre: fue a comprar, preparó la comida para cinco adultos y dos niños (ya que el hermano soltero de su marido, Ted, vivía con ellos, y hacía las veces de socio del médico), remendó la ropa, cuidó de los niños cuando Nannie, la niñera, se tomó la tarde libre e incluso sacó tiempo para arreglar un poco el jardín.

A las cinco iba conduciendo camino de la estación bajo el cielo rosado del atardecer, entre setos cubiertos de brillantes hojitas verdes, con un traje nuevo y una sensación de completa felicidad. La casa esperaba a sus huéspedes con flores en el dormitorio y la chimenea encendida en el salón «porque todavía refresca por las noches». Los niños se habían quedado al cuidado de Winifred, la «mujer para todo» de Susie.

El tren había llegado. Y allí, junto a la enorme maleta maltrecha que Susie tan bien recordaba de las vacaciones en el extranjero de los viejos tiempos, estaban sus queridos Mike y Noel, con aquel aspecto tan excéntrico, tan desaliñado e inconfundible de siempre.

Pero… ¡Horror! ¿Quién iba con ellos? No sería Helga, ¿verdad?

Sí. Era Helga. Nadie más que ella se habría atrevido a llevar pantalones de pana negros, un jersey a rayas y botas de alpinismo con calcetines de esquí. Nadie más tenía el pelo del color exacto de la mermelada de limón, que ondeaba al viento al más puro estilo Garbo.

A Susie se le cayó el alma a los pies.

—¡Noel! ¡Mike! ¡Estoy aquí! —gritó, saludándolos alegremente con la mano. Ellos se giraron y corrieron a su encuentro: Noel con la maleta a cuestas y Mike agitando sus largos brazos y gritando: «¡Hola, querida!».

Helga, sin embargo, se quedó junto al puesto de los libros, con aspecto retraído y triste.

Eso significaba que o bien se había quedado otra vez sin trabajo o bien que alguien acababa de dejarla, pensó Susie, mientras besaba la mejilla fría y sin maquillar de Noel y luego la de Mike, sin afeitar. ¿Para qué la habrían traído?

—¡Qué alegría volver a verte!

—¿Cuánto tiempo hace? ¡Debe de haber pasado un año!

Noel cogió a Susie del brazo, se lo apretó cariñosamente y la condujo hacia la chica alta que seguía plantada con aire afligido junto al coche:

—Querida, te acuerdas de Helga, ¿verdad? Sabía que te encantaría verla otra vez. Ahora vive con nosotros y en estos momentos odia tener que quedarse sola. Seguro que le puedes hacer un huequecito, ahora que eres La Señora de la Casa, ¿a que sí?

—Por supuesto… Estupendo… Habéis hecho bien. ¿Cómo estás, Helga? Qué alegría verte de nuevo. Como en los viejos tiempos —dijo Susie en tono afectuoso, sin dejar de sonreír, con su carita pálida y redonda, mientras estrechaba la mano de Helga después de tomar la rápida decisión de no besar aquella mejilla pintarrajeada por el bien del bebé y de la pequeña.

—Puedo dar media vuelta si no hay sitio —soltó de repente Helga, con la voz profunda que Susie tan bien recordaba. ¡Cuántas veces, muy entrada la noche, había retumbado en su piso aquella misma voz, que les decía que no podía soportar más los sufrimientos que el Él de turno le estaba causando!

—¡Qué va, mujer, hay sitio de sobra! —contestó ella precipitadamente, mientras se metían en el coche—. Además, estoy encantada de que hayas venido. El aire del campo te sentará bien.

—Sí, estoy hecha un desastre, ¿verdad? Me hago cargo. En cualquier caso, a ti sí que te sienta bien la vida en el campo. Estás irreconocible.

Susie sonrió… Los zalameros no son de fiar. Por dentro iba redistribuyendo a los invitados a toda prisa.

Ahora Helga y Noel tendrían que compartir la habitación de invitados.

Y Mike tendría que dormir en el sofá del salón.

¡Pero no tenía más mantas!

En fin, tendría que taparse con los abrigos y con la mantita de viaje del coche.

Ay, pero es que todos los abrigos gruesos acababan de llegar de la tintorería y los habían guardado hasta el año siguiente.

Además, el salón era lo primero que Winifred «hacía» por la mañana.

Y Mike tenía que dormir hasta tarde o se pasaba todo el día tenso y susceptible.

Por supuesto, en los viejos tiempos habría pensado con alegría: «Bueno, ya nos las apañaremos».

Pero los viejos tiempos ya habían pasado.

—¡Preciosa! —exclamó Mike cuando el coche se detuvo delante de la casa del médico. Era una casa alta y estrecha de ladrillo rojo con las ventanas blancas y una claraboya. Cuatro escalones, gastados por los pies de generaciones de pacientes que habían ido a «ver al doctor Wilson» durante cien años, conducían a la puerta principal, que ahora estaba abierta y servía de marco para el grupo que estaba esperándolos, en el que se encontraban Winifred, el bebé y la hija pequeña de Susie, que acudía ya a su encuentro bajando los escalones de uno en uno, mientras Winifred le gritaba ansiosa: «¡No tan rápido, cielo!».

Mike llevó la maleta arriba (pues ambos médicos estaban haciendo su ronda de visitas), la dejó caer en el suelo de la habitación de invitados, se sacó una pipa del bolsillo y pidió permiso para salir al jardín y limpiarse los pulmones del regusto de Londres.

—Por supuesto. Adelante. Espero que te guste nuestro jardín —apuntó Susie sonriéndole mientras él bajaba lentamente las escaleras.

—¿Por qué? ¿Hay alguna razón por la que no debiera gustarme? —Le devolvió la mirada y una afectuosa sonrisa, cargada, no obstante, de ese toque de crítica y descontento que siempre estropeaba su peculiar enfoque de las cosas. Quería la perfección y nunca renunciaba a ella.

—Oh, no. Solo que está rodeado por una tapia y hay gente que lo encuentra un poco claustrofóbico.

—Ajá —dijo Mike, que recorrió despacio el pasillo. A continuación salió por las estrechas y viejas puertas acristaladas.

Una tapia alta de ladrillo rojo cercaba por tres lados un trozo de césped alargado y varios arriates con flores, y por toda su extensión se veían árboles frutales: albaricoqueros, perales, manzanos y ciruelos. Estaban empezando a florecer, y las hojas y flores formaban una fronda continua por los tres lados del jardín rodeados por la tapia. El césped era tupido, suave y viejo. Por encima de sus cabezas se abría el cielo del atardecer. No había casas que dieran al jardín. Estaba la pared, la fronda de árboles frutales, el césped y el cielo calmo. Nada más.

Todo estaba muy tranquilo. Se oían los ruidos procedentes de la calle principal, pero la tapia parecía amortiguarlos, de modo que solo se intuían a lo lejos y su sonido era hermoso y sosegado, como la música.

«Me pregunto si Susie conocerá a alguien que pueda ofrecerle un trabajo a Helga —pensó Mike, paseando lentamente de acá para allá y formando un semicírculo para esquivar, cada vez que se aproximaba a ella, una carretilla de los niños que estaba volcada en la hierba—. Pobrecilla. Vamos a tener que hacer algo con ella».

—¡Vaya, Susie, qué paz se respira aquí! —suspiró Helga, dejándose caer en la cama de la habitación de invitados—. Eres una mujer muy muy afortunada. ¿Cómo es tu hombre? ¿Es un buen amante? ¿Lo quieres con locura?

Winifred acababa de entrar en la habitación con un poco de agua caliente para que las señoras-que-iban-a-quedarse se asearan para la cena, y se dio cuenta de la intención del comentario. Salió de la habitación a toda prisa con las puntas de las orejas rojas como tomates, y para Susie fue como si alguien hubiera tirado al suelo una bandeja llena de platos. Dibujó una vaga sonrisa y no dijo nada.

—¿Qué ocurre? —Helga observó la cara de circunstancias de su anfitriona y también la de Noel, divertida y un tanto reprobatoria—. ¿Qué he hecho ahora? ¡Vaya! ¡El servicio! ¿Es que no está acostumbrada a hablar sin tapujos? Lo siento mucho, Susie, pero te has vuelto un poco pueblerina, ¿no crees?

—La gente todavía se escandaliza con facilidad en el campo —le explicó Noel, frunciendo el ceño y sacudiendo la cabeza cuando Susie les dio un momento la espalda.

—Tendré más cuidado, en serio. Lo siento muchísimo, querida. —Helga se fue hasta Susie y le estampó un beso bastante pestilente a tabaco, aunque sincero—. La verdad es que últimamente estoy hecha una canalla, aunque no me extraña que se me haya contagiado. He estado viviendo con Tony casi un año.

Susie emitió un sonido de compasión. Se preguntaba dónde se habría metido la niñera, y pensaba que iba siendo hora de que Winifred se pusiera manos a la obra con los pollos para la cena.

—Y hace tres semanas tuvimos la madre de todas las peleas…

Susie apartó los pollos de su mente y se dispuso a escuchar.

Mientras Mike estaba tumbado bajo un peral que se alzaba próximo a la casa, fumando y contemplando el cielo, un joven bajito y pelirrojo de expresión alegre se le acercó por el césped, diciendo en tono agradable:

—¿Qué tal? Me llamo Ted Wilson. Soy el cuñado de Susie. Una tarde preciosa, ¿verdad? —Se sentó en la hierba junto a Mike—. ¿Conoce esta parte del país?

Mike contestó por pura educación, pues le había puesto de mal humor. La convencional presentación del joven le había irritado y, aunque intentó con todas sus fuerzas mantener una conversación amable con él, hablando de trivialidades, esta fue degenerando poco a poco hasta convertirse en una discusión. La voz de Mike se fue elevando y a Ted se le encendieron las orejas. Arriba, en la habitación de invitados, Susie estaba sentada en la cama escuchando con un oído la trágica historia de Helga y con el otro los alarmantes gritos procedentes del jardín, sin poder evitar preguntarse, además, qué le habría pasado a la niñera. Eran casi las seis y media, y se suponía que la niña tenía que estar bañada a las seis.

Helga puso fin a su historia de manera abrupta, se levantó y se dirigió al cuarto de juegos de los niños, donde Winifred estaba «cuidando» al bebé y a su hermanita, con la cabeza puesta en los pollos que ya debería estar preparando. De inmediato alzó la vista y sonrió tímidamente a Helga.

—Deje que me quede yo aquí con ellos. Adoro a los niños —le aseguró Helga, devorando con la mirada a aquellas dos formas redonditas de piel amelocotonada y ojos límpidos y transparentes—. Son unos auténticos amores, ¿a que sí?

—¡Oh, sí, señorita! ¡Y muy buenos también! En fin, si de verdad no le importa, le estaría muy agradecida, señorita, porque la niñera llega tarde. No sé qué puede haberle ocurrido, y tengo que ponerme con la cena.

—Será un placer. Prometo cuidarlos. Vamos, márchese.

De modo que Winifred se fue encantada, y cuando Susie y Noel entraron en el cuarto diez minutos más tarde, se sorprendieron al ver el espectáculo que ofrecía una Helga tirada en el suelo, con la niña dando saltitos sobre su plano vientre mientras que el bebé permanecía echado de costado observando sus movimientos, muy serio pero entretenido.

—Eres un auténtico cielo por ocuparte de ellos, Helga. No permitas que te agoten —dijo Susie.

—No me agotan. Adoro a los niños, ¿a que sí, Noel?

—Desde luego —confirmó Noel con dulzura, mirando la cara agraciada pero marchita que se veía enmarcada por una melena dorada esparcida por el suelo de la habitación.

—¿Por qué no intentas trabajar cuidando niños? —le sugirió amablemente Susie—. Se te daría bien. Cielo, ¿te gustaría que tía Helga fuera tu niñera?

Se produjo un estallido de risas ante una idea tan exquisitamente divertida, y durante los siguientes minutos el cuarto de los niños fue una auténtica algarabía: Helga daba vueltas y vueltas con la chiquitina a la espalda, y el bebé cacareaba de emoción cada vez que Noel lo aupaba y lo bajaba subido en su rodilla. Susie los contemplaba con una sonrisa benevolente.

Sin embargo, la entrada de una esbelta joven con un vestido estampado bajo un abrigo oscuro, y una cara ruborizada y desafiante puso fin a todas estas travesuras.

—Sé que llego tarde, señora Wilson —espetó con brusquedad la niñera—. Lo siento. Es que mi amiga y yo nos pusimos a charlar y se me fue el santo al cielo… Aunque parece que se han organizado ustedes perfectamente.

Se hizo un silencio cargado de culpabilidad.

—La niña se pasará toda la tarde revolucionada y no habrá quien la acueste… Voy a quitarme esto y a meterla en la bañera. ¡Anda que la has hecho buena, mocosa! ¡Mira cómo has dejado el cuarto! Ahora Nannie tendrá que estar media tarde ordenando este desastre.

Y Nannie salió como un vendaval de la habitación para cambiarse de ropa, dejando a las tres aprendizas a la altura del betún tras la llegada de la profesional.

—Pero ¡qué…! —bostezó Helga, dando vueltas y más vueltas a la pequeña, despacio y con mucho cuidado—. ¿Siempre es así?

—Oh, no. Normalmente tiene muy buen carácter —afirmó Susie, aturullada (¡Ay, Dios! ¿Irá a marcharse Nannie?)—. Solo está disgustada porque ha llegado tarde y no le gusta que los niños vean a muchas visitas. Dice que se ponen muy nerviosos.

—Pero no debería haberle hablado así a la niña. La pobrecilla parecía dolida en el alma —dijo Noel muy seria—. Es muy importante que los niños crezcan en una atmósfera de armonía y de paz. A mí me ha parecido una auténtica sádica con esos labios tan finos, Susie. Deberías despedirla y contratar a alguien a quien le gusten los niños de verdad.

—Estoy segura de que Nannie les tiene muchísimo cariño —dijo Susie, empleando una firmeza en la voz que jamás habría imaginado que podría emplear para hablarle a Noel—. Muy bien —continuó cuando la niñera regresó, atándose enfadada el delantal—, ¿salimos al jardín?

En el jardín, Mike le estaba contando a Ted que Susie había cambiado.

—Hace cinco años era… Bueno, dulce es la única palabra que se me viene a la cabeza. Era como lino recién planchado. O como la miel. Ahora no es más que la Perfecta Mujer Casada.

—¿Y eso es tan malo? —le preguntó Ted, deseando que las mujeres bajaran de una vez para poder beber algo.

—Su sentido del humor se ha esfumado. Y la individualidad también. Todo engullido por los niños y por el asfixiante enclaustramiento del matrimonio —continuó Mike.

—¡Pero bueno!

—Los hijos —prosiguió Mike— son pequeños caníbales que se comen la individualidad de sus padres. Por eso no quiero que Noel tenga ninguno.

—Ya veo —murmuró Ted. Entonces vio algo precioso que se acercaba a ellos por el césped. Algo con una cabeza de pelo dorado y grandes ojos oscuros y tristes. Esos ojos se encontraron con los suyos y no apartaron la mirada. «¡Vaya!— pensó Ted, —¿pero qué he hecho yo para merecer esto?».

El doctor Alfred se les unió más tarde, fumando uno de los pequeños puros negros que había importado especialmente de Sudamérica, y Mike se sintió ligeramente agraviado porque no era el «típico» médico rural regordete, corto de entendederas, rubicundo y lleno de prejuicios. Su cara delgada y morena y su voz seca parecían más propias de un escenario urbano.

La velada transcurrió sin mayores incidentes, pero, hacia las diez, tanto los anfitriones como los invitados estaban al tanto ya de la tensión que se había ido creando. Mike, Noel y Helga hablaban de la deliciosa comida que habían degustado en los lugares más recónditos de Europa, y de los tipos trágicos o divertidos que habían conocido en el extranjero. Los hermanos y Susie escucharon con educación, rieron, profirieron todo tipo de exclamaciones y los envidiaron, pero, hacia al final de la noche, Susie se volvió bastante taciturna.

Hacía muy poco tiempo —un rato, como aquel que dice, aunque pudiera parecer que habían pasado veinte años—, ella había vagado con Mike y Noel por aquellos bellos y románticos lugares, sin ataduras. Pobre pero alegre.

Por supuesto, ahora era completamente feliz. Por nada volvería a su antigua vida. Aunque, cuando escuchó hablar a sus amigos, el corazón se le encogió de nostalgia al recordar aquellos lugares remotos.

Al amparo de la conversación, Helga y Ted no pararon de hacerse ojitos, de modo que para cuando las bebidas llegaron a las diez, pareció la cosa más natural del mundo que Ted le susurrara que le encantaría llevarla en coche hasta el río a la mañana siguiente para admirar las caléndulas.

Las bebidas pusieron fin al jolgorio, pues el aire del campo había cansado y adormecido a los londinenses, y todos se acostaron.

—Parece que Helga le hace tilín a Ted, ¿no crees? Se ha pasado toda la noche insinuándose —le dijo Susie a Alfred una vez se encontraron a solas.

—Ted es así con todo el mundo. Ella no se lo tomará en serio, ¿verdad?

—¡Oh, espero que no! ¡Se encapricha con tanta facilidad!

—Eso dicen todas.

Susie sonrió con dulzura. ¡Pobre Helga! Hacía ocho años, cuando tenía veinte, sus padres se marcharon alegremente a América y la abandonaron. Tuvo que subsistir con las dos libras y diez chelines a la semana que una tía piadosa le había dejado. En el terreno emocional, vivía a costa de sus amigos, quienes aseguraban que no había nacido para enfrentarse a la vida. Siempre estaba llamando a la gente y diciéndole con voz quebrada: «¿Eres tú, Eleanor? Dios mío, estoy hundida, ¿puedes venir?», y allá que iba Eleanor, sin pararse a considerar los planes previos que pudiera tener.

—¡Pobre Helga! —exclamó Susie, pero le entró la risa. Después de la tensión de la noche, era un alivio poder reírse un poco con Alfred.

—Mucho encanto y poca energía —concluyó Alfred medio dormido.

A la mañana siguiente, después de que el bebé hubiera terminado de desayunar, estalló una terrible noticia: Nannie se iba a finales de semana. No quiso dar ninguna explicación. Solo masculló algo acerca de que aquello era demasiado tranquilo para ella, y se puso a dar vueltas por el cuarto de los niños con el delantal al vuelo, ordenando y metiendo con ímpetu las cosas en los armarios.

Aquel mazazo afectó demasiado a Susie como para no querer compartirlo con alguien. Salió al jardín, donde algunos de los invitados estaban sentados bajo el viejo peral, y anunció, en un tono que intentó que sonara trivial y divertido:

—¡Malas noticias! La niñera nos deja.

—No será por nuestra culpa, ¿verdad? —le preguntó Mike en tono más bien desagradable (¿es que aquella atmósfera ya de por sí intolerablemente petulante iba a contar además con problemas domésticos añadidos?), mientras Alf se apartaba el pequeño puro negro de la boca y miraba consternado a su esposa.

—Por supuesto que no. No seas tonto… Es solo que está harta de la vida en el campo o algo así. No consigo que me diga el porqué. El caso es que se va.

—¡Pero Susie! —Noel se incorporó con los ojos brillantes—. ¡Qué suerte! No tendrás que molestarte en buscar a otra. ¡Aquí mismo tienes una, lista para ti!

Susie se quedó mirándola, y Alf, viendo de repente lo que se avecinaba, se sacó completamente el puro de la boca y se dispuso a hablar. No obstante, Noel continuó diciendo jubilosa:

—¡Helga, por supuesto! Adora a los niños y daría lo que fuera por un trabajo como ese. ¡Oh, Susie, sería perfecto! Y hay una cosa más…

Se giró hacia Alf, que estaba contemplando el atribulado rostro de su esposa.

—¡Tu hermano! Es obvio que está enamorado de ella. Si se quedara aquí para cuidar a los niños, ambos podrían llegar a conocerse mejor, y esa sería la solución a todos los problemas de la pobre Helga. Un hogar, un marido, niños, estabilidad… —Los amables ojos castaños de Noel chispearon ante la perspectiva.

—Venga ya, Noel —empezó a decir Mike con cierta inquietud, pasando de la cara afligida de la anfitriona a la consternada del anfitrión—. No creo que Helga sea la media naranja de Ted, ¿verdad? Para empezar, ella es mucho… Mucho más experimentada…

—Eso es justo lo que yo estaba pensando —interrumpió Alf, obsequiándolo con una mirada de agradecimiento y colocándose de nuevo el puro entre los labios.

—¡Pero si es exactamente lo que Helga necesita, un tipo sencillo y decente sin complejos! —gritó Noel—. Ted borraría de un plumazo la aflicción de su mente y la curaría de ser tan… tan enamoradiza con los hombres.

—Pero, Noel —intervino Susie al fin (se había puesto pálida)—, me temo que esa no es la solución.

—¿Por qué? —le preguntó Noel—. La conoces desde hace años. Sabes lo cariñosa que es y lo mal que lo ha pasado. Y ya has visto cómo la adoran los niños. ¿Por qué no puede ser su niñera?

La cara de Noel había adquirido la mirada exaltada y terca que Susie tan bien conocía y que tanto temía. Así era como solía mirarla en los viejos tiempos, cuando le suplicaba a Susie que dejara libre su cama y que le diera la mitad de su salario semanal a alguna amiga que había perdido lo uno y lo otro.

Tras un incómodo silencio, murmuró algo acerca de que a Helga «la vida allí le resultaría demasiado aburrida».

Sin embargo, Noel meneó la cabeza, coronada con sus trenzas castaño-rojizas.

—Déjalo, Susie —siguió inflexible, sentada, rodeándose las rodillas con las manos entrelazadas y mirando fijamente la cara de aflicción de su amiga, mientras los dos hombres escuchaban en silencio—. En lo más profundo de tu corazón sabes que deberías darle este trabajo a Helga. Tal vez sea su última oportunidad.

—¡Siempre es su última oportunidad! —gritó Susie, que empezaba a enfadarse—. Lleva años aferrada a ti y a todo el mundo. Además, ¿por qué tiene que arrastrarme a mí…?

Logró controlarse, presa de la vergüenza, y buscó un cigarrillo con manos temblorosas por el interior de su bolso.

—¡Exacto! —continuó Noel, sin quitarle los ojos de encima—. ¿Por qué tiene que arrastrarte a ti? A ti, que llevas una vida acomodada y que lo tienes todo: un marido, una casa, hijos… Hasta una reputación. A ti…

—¡Esa es precisamente la cuestión! —exclamó Susie, temblando—. Ahora tengo otras personas en las que pensar. Alfred y los niños. Ya no es como en los viejos tiempos…

—Ya lo creo que no. Antes eras una persona generosa. —Noel había perdido un poco el control de su voz y, de repente, apartó la mirada del rostro de su amiga.

Se hizo un incómodo silencio. Entonces Susie dijo:

—Lo siento mucho, Noel.

Noel no contestó. Tenía la cabeza gacha y estaba clavando un palito en la hierba blanda.

—Ya ves… —balbució Susie—. Tú misma has admitido que tengo una reputación que mantener. Y si eres Alguien, por muy pequeño que seas, en un pueblo…

—¡Dios santo! —exclamó Mike, en voz baja pero audible, alzando la vista hacia las ramas del peral.

—Sé que en Londres no importa lo que la gente piense de ti, pero en el campo sí —concluyó Susie. Se había ruborizado.

—¿Y qué piensa la gente de ti? —le preguntó Noel, dejando el palito en el suelo y levantando al fin la mirada.

—Bueno, saben que soy la esposa del médico y también que en la familia de Alf ha habido médicos durante cerca de cien años, y esperan que me comporte con sensatez, ¡como todo el mundo! —estalló Susie—. Y si dejo que Helga cuide de los niños, sencillamente pensarán que me he vuelto loca.

—¿Y qué importa eso si sabes que estás haciendo lo que crees que está bien?

—¡Pero, Noel, es que no lo creo! No creo que Helga sea la persona adecuada para cuidar de la pequeña y del bebé. No creo que sea…

—¿Qué? No crees que sea ¿qué? Sigue —la impelió Noel con dureza.

—Ya sabes… sana —dijo Susie al fin en voz baja y a regañadientes.

Hubo una pausa desagradable. Otra voz la deshizo:

—¿Podría hablar un momento con usted, señora Wilson?

Era la niñera, que, con el delantal limpio y un aire adusto e inescrutable, había llegado hasta el peral sin ser vista, atravesando el césped.

—Sí, Nannie, por supuesto. ¿Qué ocurre?

—Es la niña, señora Wilson. Tiene tres granos, y me gustaría que les echara un vistazo si no es mucha molestia, por favor.

—¡Oh, Nannie! ¡Por supuesto!

Susie siguió de inmediato a la intimidante figura hacia el interior de la casa.

—¿Qué tipo de granos? ¿Dónde le han salido? —le preguntó implorante Susie mientras caminaban codo con codo.

A la niñera le estaba cambiando la cara. Estaba perdiendo su expresión dura y desafiante, y ahora era toda aflicción y casi vergüenza.

—La verdad, señora Wilson, es que la pequeña no tiene ningún grano. Se encuentra perfectamente, gracias a Dios. —La voz de la niñera se quebró un poco, pero enseguida se recompuso—. El caso es que tenía que hablar con usted cuanto antes, así que solo se me ocurrió decirle lo de los granos. —Nannie tragó saliva—. Lo siento.

Susie esperó.

—Señora Wilson, acabo de saber por Winifred que esa joven de los pantalones va a quedarse en mi puesto para cuidar de los niños. ¿Es eso cierto?

Susie abrió la boca para gritar: «¡Dios santo, no!», pero la cerró y la volvió a abrir para decir:

—Verás, Nannie, de hecho ahora mismo lo estábamos considerando. Parece que quiere mucho a los niños…

—Si reconsiderara mi renuncia, le estaría muy agradecida, señora Wilson —dijo la niñera, a la que volvió a quebrársele la voz—. La cuestión es que ayer recibí una mala noticia de una amiga y estaba muy triste. Pero yo quiero mucho a los niños, ya lo sabe, señora Wilson, y la verdad es que —continuó, hablando más rápido de repente— no me gusta pensar que esa joven de los pantalones pudiera encargarse de cuidar de mis dos angelitos. Siento haberme inventado lo de los granos, señora Wilson. Tal vez no quiera reconsiderar mi decisión después de haberle dicho eso, pero me alegraría poder… Poder quedarme, señora Wilson.

—¡Oh, Nannie, me encantaría que te quedaras! —suspiró Susie.

—Muchas gracias, señora Wilson. —Nannie sacó un pañuelo, lo miró con fiereza y luego se lo volvió a meter en el bolsillo—. Bueno, voy a seguir. Siempre hay faena con estos dos…

Hizo un rápido asentimiento con la cabeza en dirección a Susie, y se alejó a toda prisa hacia la casa.

Susie se dirigió al huerto y se entretuvo allí unos minutos, dividiendo en pedacitos unas hojas de grosella mientras intentaba poner en orden sus ideas. Ahora ya tenía una excusa irrebatible para no darle el trabajo a Helga, pero eso no haría que las cosas con Mike y Noel volvieran a ser amables y sencillas. ¡De repente deseó que no hubieran ido a su casa!

Al cabo de diez minutos, se unió al grupo que seguía bajo el peral.

—Nada grave, los granos no son más que producto del calor —les informó, dedicando una sonrisa falsa a las tres caras apesadumbradas—. Y creo que la niñera va a quedarse después de todo, así que…

—¿Le has pedido tú que se quede? —la interrumpió Noel.

—No. Ha sido cosa suya. Ha cambiado de idea —replicó Susie.

—¿Por qué?

—De verdad, Noel, cielo, no tiene la menor importancia, ¿no crees? Supongo que se lo ha pensado mejor.

—O que tú le has dicho que Helga aspiraba a su puesto.

—¡Yo no se lo he dicho, Noel! Para tu información, lo adivinó ella.

—Bueno, qué duda cabe de que esto supone una liberación para ti… —estaba diciendo Noel con toda frialdad cuando Alf exclamó:

—¡Mirad, ahí viene Ted!

Todos se giraron para ver cómo se acercaba. Llegaba ruborizado y parecía molesto y avergonzado.

—¡Hola! —dijo—. Solo he vuelto a buscar la mochila de Helga.

—¿Para qué la quiere? —quiso saber Noel—. ¿Es que va a irse a algún sitio? Creí que salíais de picnic.

—Bueno, la verdad es que nos hemos encontrado con unos conocidos en el río, los Price-Oliver, y les acompaña un tipo que ahora está viviendo con ellos y que Helga parece conocer.

—¿Cómo se llama? —le preguntaron alarmados Mike y Noel al unísono.

—Le llamó Tony.

—¡Tony Lisie! —se lamentó Noel—. ¡Oh, no! ¡Mike, no debe hacerlo! ¡Justo cuando habíamos conseguido apartarla de él! ¡Es una influencia muy mala para ella! ¿Va a irse con él? —Noel se puso de pie.

—Eso creo. Parecían muy contentos de verse.

—¡Oh, debemos detenerlos! ¿Dónde están?

—Esperando junto al río, en su coche.

—¿Y qué hay de los Price-Oliver? ¿No les ha parecido raro?

—No han dicho nada. Parecen estar acostumbrados.

—Llévanos en tu coche, ¿quieres? —le preguntó Noel por encima del hombro mientras casi corría por el jardín y dejaba al vuelo de forma totalmente pintoresca su acampanada falda de algodón de vivos colores—. ¡Tenemos que salvarla!

Sin embargo, cuando llegaron al puente, se encontraron con que Tony y Helga habían decidido no esperar a que Ted regresase con la mochila. Solo quedaban allí los Price-Oliver, disfrutando inmensamente del picnic entre las caléndulas, con pinta de haberse librado de repente de una pesada carga.

—Nunca pensé que pudiera llegar a alegrarme tanto de que Mike y Noel se marcharan —confesó Susie con tristeza aquella misma noche. Alf y ella estaban de pie junto a la ventana de su dormitorio, dándose el gusto de cotillear un rato antes de acostarse—. Nunca volverán a verme igual —suspiró, cepillándose lentamente la cortina de cabello que le caía por delante de la cara.

—¿Y eso qué importa?

Alf la rodeó con un brazo. Ella dejó el cepillo y descansó la cabeza sobre su hombro.

—Pues claro que importa. Eran mis mejores amigos en los viejos tiempos.

—Es lo que suele pasar con las amistades cuando uno se casa.

—Pues no debería ser así.

—Tal vez no, pero lo es.

—Me siento muy mal. —Susie cogió el cepillo y continuó cepillándose el pelo—. Pobre Helga. ¡Yo tengo tantas cosas! ¡Y me parece un acto tan egoísta…!

—No tienes por qué sentirte mal. No puedes vivir a la vez como una persona casada y como una soltera.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno… —Él apoyó ambas manos en el alféizar de la ventana y se quedó mirando el jardín, débilmente iluminado por la luna de verano—. Mike y Noel siguen haciendo vida de solteros. Están casados pero no tienen niños ni responsabilidades, de modo que pueden cambiar sus planes de un momento a otro y dedicarle todo el tiempo que quieran a desempeñar el trabajo que les gusta o hacer una escapadita al extranjero cada vez que se les antoja.

—Me encantaría volver a viajar al extranjero —dijo ella en tono soñador.

—Te lo sugerí en abril, pero no querías dejar al bebé, ¿te acuerdas?

—¡Pues claro que no! ¿Cómo iba a hacerlo? Lo había olvidado.

—Ahí lo tienes. Ya está… Has elegido ser una persona casada. Por tanto, no puedes pretender llevar una vida de soltera.

—Pero me parece muy egoísta no intentar ayudar a la gente. Mike y Noel estaban muy dolidos.

—Tú ya has elegido a la gente de la que quieres responsabilizarte: la niña, el bebé, Ted y yo…

—¡Y Winifred y la consulta!

—Exacto. No puedes ir ayudando a todo perro lisiado que te encuentres. Eso es cosa de solteros. Un matrimonio… —Sus ojos soñolientos, que recorrían aquel jardín tan familiar, se detuvieron en la profunda sombra que la vieja tapia proyectaba sobre el césped iluminado por la luna—. Un matrimonio debe tener una tapia alrededor, como el jardín. Dentro de la tapia, todo está a salvo. Ha de ser así, para que la fruta crezca…

—Y los niños.

—Y los niños, exacto.

Tras una pequeña pausa, durante la cual sus ojos descansaron sobre los árboles que se mecían suavemente bajo un cielo de lo más apacible, Susie declaró llena de dudas:

—Pero seguro que todos los matrimonios no son como un jardín tapiado.

—Los matrimonios como Dios manda sí —contestó su marido.