LA MARCA DEL CRIMEN
Aquellos vecinos de Chesterbourne que hubieran reparado en el señor Pavey apenas si habrían reparado también en que el matrimonio del viejo boticario no pasaba por sus mejores momentos.
Aquel individuo no era lo bastante desastroso como para que se le considerara un desdichado, pero la señora Pavey no estaba para nada contenta con su marido e incluso lo despreciaba porque era incapaz de conseguir más dinero. Incluso su joven hija lo tenía por alguien desganado, corto de luces y bastante chapado a la antigua.
Ninguna de las dos se molestaba en ocultar lo que pensaba sobre el cabeza de familia.
Al señor Pavey el negocio no le servía tampoco de consuelo; seguía atendiéndolo, pero nada más. Su tienda estaba escondida en una estrecha callejuela del viejo municipio de Essex, y eran pocos los clientes que lograban dar con ella de tan escondida que estaba. Tanto los forasteros como los propios vecinos del pueblo preferían acudir al establecimiento que una gran compañía acababa de montar en la calle principal, o a Anders & Rockett, que llevaba doscientos años vendiendo medicamentos en la plaza del mercado. Entre ambos polos comerciales se consumía E. Pavey, ni una cosa ni otra.
Y así, con esa misma insatisfacción con la que se había acostumbrado a amar y trabajar (como diría un psiquiatra), el señor Pavey se había acostumbrado a seguir viviendo, a secas, pues no era un hombre infeliz del todo; de hecho, sus modales tranquilos y su aspecto de filósofo eran tan evidentes que aumentaban la irritación de su mujer y de su hija.
«Cualquiera pensaría que a papá todo le importa un bledo», así era como resumían su actitud.
En realidad, el señor Pavey era el Gran Maestre de esa Logia antigua y humilde en la que la mayoría de la humanidad se ve obligada a ingresar. Había aprendido a conformarse con poco.
Las espléndidas recompensas de la vida habían desfilado ante sus ojos sin anexionarlo a sus filas de soldados realizados y felices; y ahora que tenía más de setenta años, el ejército no volvería a desfilar para él. No obstante, había dejado un botín desperdigado a su paso, y en eso sí que era un espigador estupendo y entregado.
Le encantaba leer y observar los curiosos y efusivos hábitos de sus vecinos. Tenía un cierto sentido histórico para las cosas; estaba convencido de que formaba parte, aunque fuera mínimamente, de la historia íntima de Chesterbourne. En las noches de verano, adoraba caminar hasta las ruinas del campamento romano que coronaban el pueblo y quedarse allí contemplando los oscuros pantanos en la lejanía, preguntándose qué habría pensado de aquella escena un anónimo legionario dos mil años atrás.
No solía disfrutar de la comida porque el arte de la cocina le inspiraba a la señora Pavey un fino desdén, pero sí de la quiromancia, aunque solo como aficionado, y, por encima de todo, de su amistad con el autor de historias de detectives Walter Niven.
Walter Niven era vecino de Chesterbourne, un abogado que se había convertido en una auténtica celebridad, bien avanzada ya su vida, con una historia titulada Los crímenes del Torneo Internacional, que se había colado sin esfuerzo en las sugestivas listas de clásicos menores. Había creado un detective que era a la vez jugador de cricket profesional, un tipo simpático, creíble y sin amaneramientos, llamado E. R. J. Roberts, que no tardó en ser acogido clamorosamente por miles de tipos igual de simpáticos y creíbles y por sus respectivas esposas; así fue como Niven se hizo rico.
Sin embargo, era de los que prefería mantenerse en el anonimato, llevar una vida tranquila en Chesterbourne e incrementar los modestos placeres de su hogar con sumas procedentes de derechos cinematográficos, publicaciones por entregas, traducciones y adaptaciones teatrales, mientras la señora Niven y los tres pequeños Niven disfrutaban de cada penique de su éxito.
El señor Niven había advertido que la gente se cohibía cuando se daba cuenta de que estaba ante el mismísimo Walter Niven, y todos empezaban a presumir y a tratar de parecer interesantes, con el decepcionante resultado de que al final lo eran muchísimo menos que al principio; así que Niven procuraba no hablar nunca de su trabajo y confiaba en su nombre, común y corriente, y en sus maneras agradables pero exentas de distinción para intentar pasar desapercibido. Y normalmente lo conseguía.
Chesterbourne estaba orgulloso de Walter Niven, por supuesto, pero era un tanto decepcionante que aquel tipo no «se pareciera más a un escritor».
«¿A que nunca te lo habrías imaginado?», así era como acababan en Chesterbourne las conversaciones sobre Niven. Más o menos al cabo de un año dejaron de adoptar poses extrañas delante de él y de prestarle atención, que era justamente lo que él quería.
Siguió paseándose por las calles, observando a la gente y maravillándose de ella hasta que una tarde entró en una farmacia para comprar un peine y unas pastillas de gelatina que a su hija pequeña le encantaban.
El señor Pavey salió para atenderle con un libro medio abierto titulado Los secretos de la palma de la mano y Niven, atraído por la expresión sosegada del viejo farmacéutico y por la gracia que le hacía que un hombre de aspecto tan inteligente estuviera leyendo un libro con semejante título, le comentó algo al respecto. Así fue como se hicieron amigos.
Dos o tres noches al mes durante el invierno, el señor Niven abría la puerta de la tienda, haciendo tintinear su melancólica campanilla, y los dos se sentaban en la rebotica a charlar sobre historia y quiromancia, más que nada para complacer al señor Pavey; y una o dos veces cada seis semanas durante los meses de verano, el señor Pavey abría la cancela del señor Niven, coronada por un codeso en flor, y los dos se sentaban en unas tumbonas del jardín a charlar sobre cricket y escritura, esta vez para agradar al señor Niven.
Rara vez hablaban de dinero y nunca tocaban el tema de las relaciones personales. Ninguna mujer habría encontrado nada que mereciera la pena escuchar en aquellas dos voces maduras que se limitaban a expresar con cautela sus tímidas opiniones en la oscuridad.
Una hermosa noche de primavera, sonó la triste campanilla de la puerta del dispensario del señor Pavey, cuando se abrió para dar paso al señor Niven, que inhaló gustoso el olor a éter (alguien acababa de comprar seis peniques para aliviar el dolor de muelas), a jabón perfumado y a flores de camomila.
El señor Pavey salió de la rebotica, escudriñó la tienda en penumbra con un libro medio abierto en la mano, como de costumbre, y soltó una exclamación de placer.
—¡Niven! Vaya, creí que estaba en Londres. ¿Tiene tiempo de pararse a charlar un rato? Esta noche estoy solo…
—He vuelto esta mañana —explicó el señor Niven, rodeando el mostrador y siguiendo a su amigo a la trastienda.
—¿Y cómo va todo en Londres? —El tono del señor Pavey era a la vez respetuoso y burlón, como el que habría utilizado un tío experimentado pero virtuoso para interesarse por su guapa y bulliciosa sobrina.
—Muy estimulante. Muy agotador… —El señor Niven desparramó su cuadrada silueta en una silla—. Y muy caro.
El señor Pavey, que se encontraba en la parte trasera de la casa poniendo agua a hervir en la cocina, dejó escapar una risita de aprobación. La señora Pavey no consideraba que el dinero para gastos domésticos debiera derrocharse en jerez para agasajar a los invitados, aunque sabía que el jerez era lo apropiado. «No es lo mejor, pero a buen hambre no hay pan duro», observó con amargura.
Cuando el farmacéutico volvió con la tetera, el señor Niven había cogido ya el Chesterbourne Echo y lo estaba estudiando.
—Vaya. No viene nada sobre nuestro amigo «Jack».
—Y no creo que vaya a hacerlo, ¿no le parece? —repuso tranquilamente el señor Pavey.
—Sí. Creo que la policía no quiere que este caso despierte más interés. ¿Se ha fijado en que cada vez le han ido dedicando menos espacio? Y esta mañana los periódicos londinenses ya no dicen nada sobre el tema.
—Y usted cree que la policía se está guardando información, ¿no es eso?
—Oh, no. No necesariamente. Pero creo que quieren que el amigo «Jack» piense que se ha enfriado el asunto y se sienta a salvo. Así saldrá de su escondite y entonces… lo cogerán.
Niven se acuclilló, coló una pajuela por la rejilla del fuego, que ardía de modo algo deprimente, y encendió su pipa.
—Verá —continuó, echando una bocanada de humo—, este no es uno de esos crímenes en los que a la policía le conviene implicar a la gente en la búsqueda del asesino.
—¿Porque no tienen ni idea del aspecto que tiene?
—Exacto. Podría parecerse a cualquiera… a usted, a mí, quién sabe. Supongo que habrá muchos Jacks en Inglaterra. Incluso puede que haya dos o tres que presenten ese rasguño en la muñeca del que hablan los periódicos.
—Es cierto.
Tras una pausa, el señor Pavey prosiguió:
—Pero la policía continuará con su rutina habitual entre bastidores, ¿no? —Su tono era de admiración y un poco exigente, como si se estuviera frotando las manos entusiasmado por la eficacia policial, pero al mismo tiempo recordara que pagaba sus impuestos.
—Claro. Examinarán cuidadosamente toda la información de que dispongan, por menor que esta sea, para sacar sus conclusiones; entrevistarán a sospechosos, inspeccionarán ciertos lugares clave…
—¡Ah! —La voz del señor Pavey se tiñó de un matiz dramático por la presión de sus pensamientos—. Se dice que siempre vuelven a la escena del crimen.
—Y usted estará en primera fila cuando lo haga —remató su amigo con júbilo, levantando la vista y dirigiéndola por encima de su hombro hacia la puerta de cristal del dispensario.
La puesta de sol se reflejaba débilmente en una ventana sin vida de la humilde casa de enfrente, que se alzaba en una zona yerma y oscura de la calle, y que estaba presidida por un letrero blanco de Se alquila.
—No tardaron mucho tiempo en vaciarla. —Los ojos del señor Pavey siguieron a los del novelista.
—No los culpo.
Una pausa.
—Era una muchacha tan linda… —dijo de pronto el señor Pavey—. Milly, mi esposa, dice que se teñía el pelo, pero de un color muy bonito, un dorado muy pálido, y que siempre lo llevaba muy bien arreglado.
—Ya lo sé. Solía verla por aquí.
—Y tenía buenos modales —reflexionó el viejo farmacéutico—. La cosa fue mal desde el principio… ¿Conocía al padre?
Niven negó con la cabeza.
—Todo ocurrió cuando yo estaba en Francia.
—Es verdad. Lo había olvidado.
La pequeña habitación, que se iba oscureciendo por momentos, volvió a sumirse en el silencio.
—Supongo —el señor Pavey retomó la palabra— que cuando una dama… una joven de buena familia, quiero decir… elige vivir de esa manera debe de ser muchísimo peor…
—Sí. Probablemente ni siquiera lamentara marcharse.
—Y eso de ser fiel al hombre que la mató, me refiero a que no llegó a delatarlo… Eso también es propio de una dama, creo yo. Al menos, eso es lo que me gustaría pensar. Un rasgo distintivo de la nobleza.
—Lo más seguro es que lo amara —observó el señor Niven.
Llamaron al timbre y el señor Pavey fue a responder.
El escritor se reclinó en su asiento juntando las puntas de sus dedos y clavó la mirada en el fuego. Notó que un miedo y una tristeza profundos e inexplicables se iban apoderando lentamente de su ánimo. «Es una noche de primavera —pensó—, y la luz espectral de esta habitación proviene de esas ventanas de enfrente». Las últimas palabras que habían intercambiado, referentes a la violencia y a la muerte, parecían haberse quedado flotando en el aire como una oscura niebla. Dio una chupada a su pipa, tratando de ahuyentar el pensamiento de que su vida pronto tocaría a su fin. Tenía la certeza de que el mundo era muy muy antiguo y de que aún lo sería mucho más conforme se fuese haciendo viejo.
«Menos mal —meditó— que no soy de esos que se recrean durante páginas y páginas en sus propios estados de ánimo». Soltó un leve suspiro, salió de su ensimismamiento y miró hacia la tienda. Las dos voces llevaban ya un tiempo resonando fuera, con mayor o menor intensidad.
La farmacia estaba ahora bien iluminada y el señor Niven veía todo cuanto se desplegaba ante él con tanta nitidez como si estuviera contemplando un acuario.
Lo primero que vio le era familiar, aunque tan hermoso que, así de repente ante sus ojos, le pareció una fantasía.
Se trataba de una mano blanca y alargada, con la palma abierta hacia arriba, apoyada en el mostrador y cuya belleza afilada rezumaba a las claras el mismo orgullo que exhibe con su grácil cola el pavo real. Por encima de la mano, posando su mirada en ella con los párpados bajados y una ligera sonrisa en los labios, vio la cara de un hombre, tan pálida que parecía brillar al amparo de un moderno sombrero de copa baja. El señor Pavey, encorvado sobre la mano, se mostraba interesado y servil, a juzgar por la inclinación de su espalda, mientras que la pose relajada del hombre indicaba vanidad.
Vaya tipo más atractivo, fue lo primero que pensó el señor Niven, aunque no lo era realmente. Le faltaba algo. Tenía todos los signos de la belleza —altura, forma física, rasgos—, pero había en él algo que no cuadraba.
El señor Niven miró fríamente a través de la oscuridad al cliente del señor Pavey sin que este se diera cuenta y recibió la impresión de su personalidad con la misma naturalidad con que se reflejaría en un espejo. Entonces dos palabras vinieron a su mente: roto… manchado. Asintió satisfecho y siguió mirando. Parecía que se le hubiera saltado un muelle en alguna parte y que se hubiera estado arrastrando por lugares que lo habían marcado de algún modo. Un tipo espantoso y patético, decidió el señor Niven, echándose a temblar de repente: una respuesta humana de lo más común que reemplazó por unos instantes su objetiva curiosidad de escritor.
El señor Pavey se estaba moviendo. Sin prisas, giró su calva cabeza con un movimiento de tortuga hacia la oscura puerta del salón y gritó:
—¡Walter! ¡Venga un momento, por favor!
El señor Niven hizo lo que le pedían y salió a la luz, ligeramente sorprendido de que el señor Pavey lo hubiera llamado por su nombre de pila, cosa que nunca había hecho, del mismo modo que el señor Niven nunca se había dirigido al señor Pavey como E. (suponía que E. se refería a Edward, pero no se había tomado la molestia de preguntarle). Aquel era un momento un tanto peculiar para animarse a hacerlo. ¿Estaría Pavey… ejem, dándose tono?
El señor Niven descartó inmediatamente esta suposición: Pavey no era de ese tipo de personas. Con todo, las maneras del escritor fueron una pizca más frías que de costumbre cuando los miró a ambos con cara de interrogación.
—¡Qué mano tan interesante! —le confió el señor Pavey con agrado, alzando la vista hacia él—. ¿Le importaría echarle un rápido vistazo? Dijo que su cita no era hasta las ocho y media, ¿verdad?
El señor Niven no tenía ninguna cita. Sin embargo, asintió. «Si te dan una pista, síguela, por muy irrelevante que sea», tal era la norma del escritor, y a menudo lo conducía a una buena trama o a algún detalle interesante sobre la naturaleza humana.
De pronto dejó escapar un murmullo aprobatorio y agachó la mirada para contemplar la hermosa mano del desconocido. Tenía la impresión de que el señor Pavey le estaba dando una excusa para marcharse al cabo de quince minutos si así lo deseaba, y de ese modo librarse de él para continuar leyendo la mano y discutiendo durante una hora más con su propietario, que obviamente parecía encantado de recibir tales atenciones. El señor Pavey era un hombre de una sensatez e inteligencia inusuales, pero la quiromancia (en la que Niven no tenía ninguna fe) era su debilidad. Si el señor Pavey realmente encontraba interesante aquella mano, no era de extrañar que llamara por su nombre de pila al señor Niven, y que pretextara citas imaginarias para él, pues nada más que aquella mano y sus supuestos significados tenían cabida en su vetusta cabeza.
—Interesante, ciertamente… —se vio obligado a murmurar el señor Niven, agachándose aún más para escudriñar la mano.
El extraño hizo un ligerísimo movimiento de desaprobación. No dijo ni una palabra y entrecerró tanto los párpados que parecía que se había dormido, al tiempo que sus labios finos y bien formados se contrajeron en una desdeñosa sonrisilla.
—Ha sido mientras contaba su cambio cuando me he fijado en la extraordinaria mano de este caballero —continuó el señor Pavey muy efusivo—, y he tenido la… la frescura, supongo que podría llamarse así, de decirle lo maravillosamente sensible que es. Y le he dicho: «¡Le doy mi palabra de que en su mano se trasluce algún tipo de sentimiento!». Y luego le he hablado de mi pequeño pasatiempo, ya sabe, y le he preguntado si consideraría una impertinencia que se la leyera. Seguro que ya se lo han pedido antes, ¿verdad, señor?
El extraño inclinó la cabeza y frunció las comisuras de la boca en una mueca de tímida malicia, pero siguió sin decir ni pío.
—Me imagino que las quirománticas no lo dejarán en paz —aventuró el señor Niven socarronamente, preguntándose cuántos tragos más de aquella vanidad impuesta sería capaz de digerir.
Esta vez el hombre dejó escapar una risita y encogió sus anchos hombros.
—Más de una vez me han preguntado si podían… esto… leerme la mano —admitió.
Su voz, débil y ronca, cogió por sorpresa a Niven y le hizo corroborar su primera impresión de que el tipo tenía algún muelle roto dentro. La tosquedad de aquel acento ultrarrefinado era como el pobre eco de alguna voz que había admirado alguna vez, y trató de interiorizarlo.
—Y supongo que se la habrán leído muchas veces, ¿no es cierto? —insistió el señor Pavey.
—Bueno, no tantas como usted piensa. El caso es que —su tono se volvió confidencial— la quiromancia me pone un poquito nervioso. A veces creo que es todo una patraña, ya sabe, pero después uno se entera por ahí de algún caso real y le surge la duda…
Al hablar, miraba a Niven y, solo por un instante, el escritor tuvo la extraña sensación de que los ojos enormes que lo contemplaban no eran los de un hombre sino los ojos de una mujer.
—Sensible —asintió con la cabeza el señor Pavey—. Impresionable —volvió a examinar la mano— y tal vez con demasiada tendencia a tomarse en serio las opiniones de los demás. Mire el espacio entre el índice y el anular. Muy estrecho. Poca independencia de juicio, ¿eh, Walter? ¿Qué crees?
El señor Niven asintió, solemne. La segunda mención de su nombre a punto estuvo de hacerle dar un salto. Al señor Pavey le chispearon los ojos detrás de sus gafas cuando levantó la vista para observar a su amigo, en señal del interés desmedido que le suscitaba aquella mano que tocaba delicadamente con sus dedos reumáticos.
—Pero ese buen pulgar lo contrarresta —señaló el señor Niven con indulgencia, preguntándose por esa ligera repulsión que le suscitaba aquella mano con sus uñas rosadas—. Una enorme fuerza de voluntad.
—¿Y acaso la necesita con una mano tan sensible? —comentó el señor Pavey, sacando su pañuelo y secándose la frente como si de pronto hubiera empezado a percibir el calor de la noche primaveral—. Mire esos dedos afilados, esas uñas con forma de almendra. Sensibilidad hacia la… hacia la belleza. Eso es lo que yo leo en su mano, señor. Es la mano de un artista. ¿Le importa que le pregunte si es usted pintor acaso, señor?
—No de profesión —dijo el extraño arrastrando las palabras—, aunque hubo una época en la que pintaba algo, y también escribía.
—¿Y actuaba? —preguntó el señor Niven con respeto, refrenando su mente, que estaba ya medio desbocada preguntándose qué tipo de cosas podía haber escrito aquella criatura tan peculiar—. Con una mano como esa, diría yo que es usted muy talentoso. Es casi un asunto de pura física, ¿verdad, Pavey?
—Física y cónica —corrigió este—. El problema que yo le veo a esta mano es que tiene demasiados talentos. Observe estas líneas por debajo del Monte de Saturno, Walter. («Allá va otra vez. ¿Qué le pasa a este hombre?», pensó el señor Niven). Por lo menos tres… no, cuatro. Podría haberse expresado usted con éxito en cuatro ramas distintas de las artes, señor. Pero ese es precisamente su problema, perdone que se lo diga. Tiene usted demasiadas sartenes en el fuego. Es incapaz de ser constante y de concentrarse solo en una.
—Es cierto —asintió con ímpetu el hombre. Su expresión de desdén se había desvanecido y ahora a Niven le pareció que se mostraba ávido. Sus ojos relampagueantes, en su redecilla de finas venas, estaban ligeramente húmedos y su boca se había relajado.
—Tengo tantas ideas para… para mis historias que no sé por dónde empezar ¡Siempre acabo desistiendo! —Entonces, de repente, se interrumpió y respiró agitado. Niven apartó los ojos de la cara, horrorizada por un instante, y miró al suelo. Vio con desagrado que los largos zapatos marrones de ante del hombre estaban rotos. ¿Qué demonios quería, allí apoltronado como un fantasma condenado pero jactancioso?
—Y al final no hago nada —remató el extraño con un larguísimo suspiro, para sonreír a continuación al señor Pavey mostrando su excelente dentadura postiza.
—Lo sabía. Todo está aquí. —El farmacéutico acarició con delicadeza la palma que tenía delante y acercó un poco más su calva cabeza a la mano larga y relajada. El señor Niven, mirando distraído a su amigo, observó que algo le brillaba por encima del labio superior y se dio cuenta de que el señor Pavey estaba sudando, pero se abstuvo de hacer ningún comentario.
Se hizo el silencio cuando el boticario volvió a escudriñar la palma del extraño. El señor Niven bostezó disimuladamente y miró el reloj. Eran las ocho y veinticinco. ¿Aceptaría la excusa que le había brindado su amigo y se marcharía pretextando una cita imaginaria? Empezaba a perder interés en la mano de aquel hombre tan alto y sabía por experiencia que el señor Pavey podía demorarse otros tres cuartos de hora en su investigación. Esa noche no habría lugar para más confidencias.
De repente, el señor Pavey exclamó, sin levantar la vista:
—¡Walter! ¿Qué me dice de esto?
«Nada, E»., pensó el señor Niven inclinándose sobre aquella palma que cada vez se le hacía más insoportable y examinando la maraña casi invisible de finas líneas que el señor Pavey le señalaba con el dedo. Permaneció observándola el tiempo necesario que su educación le sugería y luego sacudió la cabeza.
—Eso de ahí, Walter, ¿no es una Estrella en el Monte de Júpiter? —lo alentó el señor Pavey.
—No me atrevería a asegurarlo —respondió con cautela el señor Niven—, pero lo cierto es que está ahí, en el lugar exacto. —De cuál sería aquel lugar no tenía la menor idea, pero decidió seguirle la corriente a su amigo.
—¿Y eso es una buena señal o una mala? —quiso saber el hombre, mirándolos a ambos alternativamente y exhibiendo en sus ojos una chispa de entusiasmo que el señor Pavey parecía haberle contagiado.
—¡Buena, naturalmente! —El señor Pavey soltó la mano y se enderezó para mirar muy serio al hombre a los ojos—. Mi querido caballero, es un signo magnífico… la mejor promesa de suerte que uno puede hallar en una mano. Ahora mismo no sé exactamente qué tipo de suerte será, pero…
—Cualquiera bastará, gracias —dijo el extraño con amargura.
—… pero no tardaremos en averiguarlo —continuó el señor Pavey—. Walter, ¿le importaría echarle un vistazo a Los secretos de la palma de la mano a ver qué dice de La Estrella? Ya sabe dónde encontrarlo, está en el extremo izquierdo de la tercera estantería. Creo que en la página 91…
El señor Niven volvió al salón dócilmente en busca de La Estrella.
«“¡Qué obra maestra es el hombre!”[6] —rumiaba en su mente mientras examinaba la estantería en busca del libro—. ¡Qué variedad y qué infinidad de colores hay en la naturaleza humana!».
Ninguna velada que hubiera despertado tanto interés humano podría considerarse una «pérdida de tiempo»; y no fue hasta que llegó a casa y se encontró solo durante unos momentos antes de acostarse cuando aquella ligera melancolía tan familiar, nacida de la imparcialidad propia del escritor, volvió a invadir su espíritu.
Mientras tanto, su memoria y sus dedos lo habían ayudado a encontrar la página 91. Se quedó un segundo con la vista clavada en ella, pero sin verla realmente, sumido en sus cavilaciones.
Después advirtió que no se mencionaba ninguna estrella. Aquella página solo resaltaba un párrafo en negrita.
Lo observó durante lo que a él le pareció una eternidad; incluso siguió visualizándolo después de haberlo leído.
Su mente se iluminó de súbito, como si se hubiera hecho de día de repente…, pero su primer pensamiento fue que el señor Pavey se había vuelto loco de remate. «Esto es lo que quería que viera, está claro, pero se ha vuelto loco. No puede ser. No hay ninguna prueba».
«¿Qué se supone que he de hacer ahora?».
De vuelta al dispensario, notó como el corazón se le aceleraba. El hombre se había quitado el sombrero y había dejado al descubierto una blanca frente surcada de venas con unos pocos pelos repulsivos.
—¿No la ha encontrado? —preguntó el señor Pavey como si nada, levantando la vista.
—No… esa no. No. Debe de estar en otra página y no viene en el índice —respondió el señor Niven clara y cuidadosamente; en ese momento, cada palabra que hablaba y cada tictac del viejo reloj de pared de la botica le parecían cargados de significado.
—Seguro que yo doy con ella si la busco —dijo el señor Pavey agarrando el libro. Y añadió—: No es que quiera echarle, pero ¿no tendría que irse? Ya son más de y media.
—Pues sí, ahora que lo dice. —Al señor Niven, que también miraba el reloj, su voz le sonó alta y estúpida.
—El caballero va a quedarse a tomar una taza de té, ¿verdad que sí? —comentó el señor Pavey, levantando la trampilla del mostrador. El señor Niven se dirigió despacio hacia la puerta.
—No se olvide del sombrero —le advirtió el extraño con una sonrisa.
—Ay, sí, es verdad. ¡Qué despistado!
Tuvo que volver al salón a buscarlo; lo recogió, salió de nuevo a la zona del mostrador, sin prisa, y se demoró educadamente en la puerta deseándoles que pasaran una buena noche. («Pero ¿por qué diablos querrá deshacerse de mí?»).
—Oiga, Walter —le dijo el señor Pavey por encima del hombro volviéndose mientras iba ya de camino al salón—, dígale a Carboy que se me ha vuelto a estropear la radio, ¿le importa? Que venga a echarle un vistazo cuando pueda.
—Hecho. —El señor Niven ensayó un gesto cordial. En realidad, por fin se sentía aliviado, pues ahora sabía exactamente lo que Pavey quería que hiciera a continuación.
—Que tenga usted una buena noche, caballero. —Se inclinó con formalidad ante el extraño, que hizo lo propio con mecánica simpatía. «Lo que habría de esperarse de un viejo carcamal de cualquier pueblucho», reflexionó el señor Niven cerrando la puerta.
El aire primaveral emanaba un olor dulce. Las ventanas de la casa de enfrente reflejaban ahora el débil resplandor de una farola. El señor Niven bajó con cuidado la calle hasta que dobló una esquina, y entonces echó a correr.
Cuando volvió, quince minutos más tarde, se acercó a la tienda con disimulo, aunque cauto, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos. Varias de las tiendas tenían aún las luces de los escaparates encendidas, y el señor Niven se paseó distraídamente por la acera antes de detenerse delante de uno de ellos. Justo enfrente se encontraba la farmacia del señor Pavey, y vio que este se estaba despidiendo de su invitado.
Niven observó las dos siluetas reflejadas en un espejo en la puerta del estanco. Oyó a su amigo decir:
—Buenas noches, señor, y que tenga un buen viaje a Irlanda. Estoy seguro de que le gustará la loción capilar. Se vende sin parar. Y ya verá que con lo otro que le he dado no vuelve a tener insomnio.
En cambio, no oyó la respuesta del hombre alto. Se había tapado la barbilla con una bufanda de seda muy moderna, de esas tipo fular, y se había encasquetado de nuevo su sombrero achatado. Su silueta parecía extraordinariamente encorvada y siniestra, como la de un buitre con pinta de malhechor. «No obstante —pensó el señor Niven—, eso no tiene nada de raro; todos los jóvenes se visten como malhechores hoy en día; y él es joven; yo diría que aún no habrá cumplido los treinta».
El hombre se marchó a buen paso. La callejuela estaba tan tranquila que Niven oyó cómo los pasos retumbaban en toda la acera produciendo un extraño efecto, como si sonaran a despedida. «Se va. Se va. Se ha ido…», se dijo el escritor, y, cuando aquella figura alta y elegante se alejó por la calle, cruzó despacio a la acera de enfrente, la de la tienda de su amigo. Intercambiaron una mirada rápida y el señor Niven asintió.
Ambos se quedaron en silencio contemplando cómo la oscuridad se tragaba al visitante.
Mientras lo veían alejarse, una segunda figura emergió en mitad de la noche, de manera tan inesperada que fue como si hubiera salido de las sombras de un portal y de pronto se hubiera materializado en un hombre. La segunda figura bajó la calle detrás de la primera.
—Allá va —murmuró el señor Pavey—. ¿Le ha costado mucho convencer a Carboy?
—No cuando le dije quien era —repuso el señor Niven—. Y cuando oyó su nombre, ya se convenció del todo. Por lo visto, ni usted ni yo tenemos pinta de dar pistas falsas y de propiciar búsquedas inútiles.
—Eso parece —dijo el señor Pavey, que parecía exhausto.
—En cualquier caso —continuó el señor Niven con severidad—, creo que ha enviado a un policía de paisano a una búsqueda inútil y no me gustaría estar en su pellejo cuando Carboy se entere. Lo único que le dije fue que el hombre presentaba un «comportamiento sospechoso». ¡Cómo iba a decirle a la policía que quería seguirle la pista a un tipo porque vio en su palma la marca del crimen!
—Querido Niven —se apresuró a protestar el señor Pavey—, ¡no creerá que iba a enviar a un policía tras ese pobre diablo solamente por algo que viera en la palma de una mano! Amigo, la quiromancia me apasiona, pero no iba a correr ese riesgo. ¡No soy un profesional! Podría haberme equivocado. Oh, no. No me habría atrevido. Fue la palabra, Niven. La palabra. Tenía que meterle en la cabeza la palabra «crimen» como juera sin despertar sus sospechas. Y a la vez me aterrorizaba que el tipo averiguase su identidad. Por eso… por eso le llamé a usted por su nombre de pila. Espero no haberlo molestado.
—Por supuesto que no —refunfuñó el señor Niven, bastante enojado. Había juzgado tan mal a su amigo que, a pesar de las restantes emociones, se sintió culpable.
—Y entonces me acordé de ese párrafo sobre la marca del crimen y del número de la página y pensé que si lograba que usted lo viera…
—Sí, en cuanto leí aquel párrafo, supe lo que quería decirme. Pero de todos modos se ha arriesgado de lo lindo. ¿Y si no hubiera caído en la cuenta? Incluso por muy seguro que estuviese de que iba a hacerlo, debería haber supuesto que tal vez dudara de enviar a la policía tras el rastro de un hombre solo porque vio la «marca del crimen» en la palma de su mano.
—Niven —dijo el señor Pavey con un pequeño gesto de desesperación que traicionaba la calma de su voz—, aquel hombre no tenía la marca.
—¿¡Qué!?
—Pues eso, que la suya era una mano delicada y sensual, pero nada más… salvo que la Línea de la Vida terminaba alrededor de los treinta años.
—¿Y entonces? —exigió el señor Niven, con voz entre temerosa y consternada—. ¿Qué demonios le hizo suponer que era un asesino?
—Tenía un rasguño en la muñeca, Niven.
El escritor se lo quedó mirando fijamente a la tenue luz de una farola. El señor Pavey asintió.
—Sí. Un largo y profundo rasguño en la muñeca, justo como los periódicos dijeron que debía de tener el asesino, causado por el broche de la joven. Lo vi cuando le di el cambio. El puño lo tapaba, pero tengo buena vista, ya sabe, y reparé en él cuando su manga retrocedió un poco sobre el brazo.
El señor Niven no dijo nada. Ambos se dieron la vuelta y echaron un último vistazo a la oscura callejuela, por donde las dos siluetas se habían alejado.
—«La Línea de la Cabeza —murmuró el señor Pavey— arranca en el Monte de Marte y atraviesa la Línea del Corazón.». Pues no, no era eso lo que tenía. En cambio, sí que tenía un rasguño en la muñeca. Y había vuelto a la escena del crimen, como siempre hacen todos. Estoy seguro de que era él, Niven. ¡Y si es él, lo cogerán! Es solo cuestión de tiempo.
Al escritor, que seguía con la mirada perdida en la oscuridad de la lúgubre boca del callejón, le pareció que también era cuestión de lástima.