UN HOMBRE ENCANTADOR

Georgie, corre a la biblioteca antes de que cierre y cambia este libro. Papá dice que ya lo ha leído.

—¿Qué libro? ¡Ah! Un viajero en los Andes… Voy por la mitad. ¿No podemos quedárnoslo hasta que lo acabe? Me está encantando. Podría devolverlo mañana por la tarde.

—Papá quiere uno nuevo, cariño. Anda, ve. Aquí lo tienes. Date prisa, que van a cerrar.

George entró en el pequeño recibidor con aire desgarbado y cogió su sombrero del perchero. Mientras trataba de colocárselo frente al estrecho espejo, su joven cara, poco atractiva y recelosa, le devolvió una mirada de desprecio.

Pasó uno o dos minutos muy serio, ajustándose el ángulo del sombrero hasta quedar del todo satisfecho. Su gorra de la escuela colgaba de la percha más elevada, y allí seguiría hasta que comenzara el trimestre, momento en que volvería a ser útil.

Su madre esperaba inconscientemente a que sonara de un momento a otro el portazo que indicaría que él se había ido, pero, como al cabo de unos cuatro minutos el sonido no se había producido, le dijo con una voz suave e inquieta que llegó hasta el recibidor:

—Georgie, sea lo que sea lo que estés haciendo, date prisa.

Entonces la puerta se cerró de golpe. Con mucha más fuerza de lo que ella esperaba.

—¡Ay! —suspiró la señora Ward—. ¡Qué niño tan desconsiderado!

Y se pasó nerviosamente los dedos por el pelo, de un color rubio apagado, mientras contemplaba el atardecer con la mirada perdida, a través de la ventana.

El padre estaba jugando al tenis con unos amigos, en el club. No volvería a casa hasta por lo menos las nueve. Su cena —«mi tentempié de antes de dormir», como él la llamaba en tono guasón— aguardaba en un extremo de la mesa, cuidadosamente dispuesta sobre un delicado mantel de encaje, con flores frescas y con una cristalería y unos cubiertos impecables.

La señora Ward soltó un pequeño suspiro y cogió un calcetín a medio zurcir. Encendió la radio y se recostó en su silla dispuesta a coser y a escuchar, dejando que los pensamientos sobre su vida, tal y como la vivía hora tras hora, fluyeran libremente, aunque no sin cierta carga de resentimiento.

George se detuvo cerca de la estación de metro de Silvers End para coger el tranvía. El reloj del Monumento a la Guerra marcaba las siete menos diez. Él lo miró y frunció el ceño. Difícilmente estaría de vuelta antes de las siete y media, hora en que había quedado con Delia, su chica, en la puerta de aquel edificio.

Se consoló pensando que tal vez llegara tarde. Delia siempre llegaba tarde.

—¿Qué hay, Georgie? ¿Cómo estás? ¿Y cómo está tu madre? ¿Y tu querido padre? Acabo de verle jugando al tenis… —«Una imagen perfecta», me dije—. ¿Adónde vas?

George se dio la vuelta, entristecido, y bajó la mirada para enfrentarse al rostro entusiasta y a la belleza marchita de la menuda señorita Ashe, una conocida de su madre.

Se quitó el sombrero un tanto avergonzado, deseando poder soltarle un buen tortazo a todo aquel que lo llamara Georgie.

—Estoy muy bien, gracias, señorita Ashe —murmuró—. Voy a la biblioteca a cambiar un libro para mi padre. Él está muy bien, gracias. Y mamá también. Esto… ¿Cómo… eh… está usted…? ¿Todo bien?

La señorita Ashe se llevó a los labios su pequeña mano indecisa, enfundada en un guante zurcido, y tosió delicadamente.

—Es este maldito tiempo —explicó—. Aunque es magnífico verlo todo tan fresco y tan verde, ¿a qué sí? Dale recuerdos a tu padre, Georgie. Dile que esperamos que la función de la semana que viene sea un gran éxito. Qué hombre tan encantador… Un perfecto caballero, y qué modales tan exquisitos. Un ejemplo para tu generación, hijo mío. Adiós. No quiero entretenerte. Adiós.

La boca aún inmadura de George se torció con desdén al verla marcharse a toda prisa, aunque también sintió lástima de ella.

En el tranvía de camino a la biblioteca se encontró con otras dos personas que le preguntaron igualmente por su padre, ambas con esa sonrisilla interesada y placentera que George siempre descubría en los labios de la gente, desde que tuviera uso de razón, cada vez que se mencionaba el nombre de su padre.

Cuando se apeó del tranvía, vio un cartel en la fachada de la biblioteca que anunciaba que la compañía de teatro de Silvers End iba a representar Ariel: una fantasía, escrita y producida por Hugh J. Ward, en el salón de actos durante tres noches no prorrogables.

«Cuántas cosas ha hecho en tres años —pensó George sin poder evitarlo, subiendo con parsimonia los escalones de la biblioteca—. Todo el mundo lo conoce y a todos les cae bien. Ojalá hubiera heredado yo un poco de su personalidad. Aunque, de haberlo hecho, no habría tenido la más mínima oportunidad. En la familia solo hay sitio para uno como papá. Es un tipo maravilloso. No me extraña que se gane a la gente de ese modo. Solo que…».

A punto estuvo de dejar escapar un pensamiento desleal, pero se contuvo.

Una vez dentro de la biblioteca, sus ojos vagaron cautelosamente por la sala, esperando no encontrarse con ningún conocido. Solo cuando se hubo asegurado de que todos los presentes eran extraños, suspiró aliviado y cruzó la estancia hasta llegar al mostrador, donde devolvería el libro.

A sus dieciséis años, George era tan amigable como un joven erizo, y casi igual de inaccesible. Odiaba hablar con la gente. Las reuniones para jugar al tenis, las reuniones de todo tipo, en general, eran una tortura para él. Ni siquiera soportaba oír hablar a los demás. Lo que más le complacía en el mundo era dejarse llevar por largas y confusas ensoñaciones en las que asumía el papel de héroe y presumir ante Delia con todo lujo de detalles de su talento, de sus conquistas y de sus ambiciones.

Y Delia, que tenía una carita perfecta, redonda e inexpresiva como un caramelito de menta, suspiraba: «¡Oh, George! ¿En serio?», y no escuchaba ni una sola palabra de lo que decía.

Miró con pesar el ejemplar de Un viajero en los Andes al entregárselo a la bibliotecaria. Le estaba gustando, pero su padre quería otro libro y no había más que hablar.

De pronto, se encerró en su concha y el vello se le erizó de pura aversión y disgusto. Una mujer le estaba sonriendo mientras cruzaba la sala en dirección a la puerta con dos libros debajo del brazo.

George le devolvió la sonrisa, o más bien le dedicó una extraña mueca, y murmuró:

—Buenas tardes, señora Millard.

La mujer se detuvo, rezagándose junto a él envuelta en un halo de perfume. Sus ojos habían sido una vez el rasgo más hermoso de una hermosa cara, pero ahora iban maquillados con torpeza y en exceso, al igual que sus mejillas y las generosas curvas de su boca.

La odiaba… Odiaba aquellas ropas ricas y extravagantes que no sabía lucir, aquel pelo oscuro cortado a lo garçon de hacía veinte años, aquella cara despierta y aquel encanto venido a menos.

Pensó que iba a hablar con él, pero no fue así. Ella vaciló, murmuró algo entre dientes y se marchó, sonriendo como si nada.

Varias personas intercambiaron una mirada divertida cuando Kitty Millard salió de la biblioteca.

George, que siempre se ponía secreta y furiosamente del lado del más débil, deseó salir en su defensa.

«Está casada, vive en una mansión y tiene dinero —pensó enfadado—. A papá le cae bien. Siente lástima de ella o, al menos, eso es lo que dice. Es solo que… Ha venido a vivir al lugar equivocado. Debería vivir en otra parte. Aquí somos todos tan… ¡Ay! ¡Yo qué sé cómo somos! Supongo que estamos demasiado satisfechos con nuestro modo de hacer las cosas. Pero no veo que por ser rica, por dar fiestas escandalosas y por conocer a tantos hombres… No veo qué hay de malo en eso… No hace mal a nadie. Pero no quiero hablar con ella ni tener nada que ver con ella, eso es todo».

Eligió otro libro y se olvidó de Kitty Millard.

Cuando a la mañana siguiente dijeron en las noticias que la habían encontrado muerta en la cama con un bote de pastillas vacío bajo la almohada, todo Silvers End se hizo eco de la opinión de George.

En realidad no le había hecho mal a nadie, pero nadie había querido tener nada que ver con ella.

Y ahora ya nadie tendría una segunda oportunidad.

—¡Qué impresionante y sórdido es este asunto de la pobre Kitty Millard! —se lamentó Hugh Ward el domingo siguiente, haciendo crujir ligeramente el periódico local durante el desayuno—. ¡Qué criatura tan desgraciada! Y también es malo para el vecindario. Parece haber echado a perder su vida trágicamente.

Su gruesa aureola de cabello encanecido destelló con los rayos de sol al levantar la cabeza para contemplarse en el espejo del aparador. Después de cuarenta y ocho años, aquel reflejo le resultaba tan agradable y familiar que a punto estuvo de sonreírle.

La señora Ward arrugó la nariz en señal de desprecio.

Su marido echó un vistazo al periódico enarcando las cejas.

—Caridad, querida Ella. Caridad —dijo suavemente con una enigmática sonrisa en los labios—. Era nuestra amiga, ¿recuerdas? No muy íntima, quizá, pero amiga al fin y al cabo. Me caía bien —añadió sin más—. Era amable, y eso ya es mucho en este mundo tan cruel. Y decían que Millard se comportaba como un bruto con ella.

El tintineo de las tazas del desayuno actuó como mecanismo de defensa.

—Demasiado maquillaje —murmuró la señora Ward.

Hugh rio con indulgencia.

—La vanidad de las mujeres, mi querida Ella. ¡Pobre Kitty! ¿Por qué no habría de levantar una pobre barrera defensiva contra la vejez? Yo la respeto por eso. Fue una digna luchadora.

—Lo que no logro entender —apuntó la señora Ward— es cómo averiguaron todas esas cosas sobre su pasado… Sobre ese hombre con el que estaba comprometida y a quien mataron en la guerra, y todo eso de que estaba mal de los nervios, etcétera, etcétera. «Un amigo de la víctima —dice aquí (y señaló la primera plana)— aporta los siguientes datos acerca de su personalidad». ¡Pues vaya «amigo»! ¡Si la pinta mucho peor de lo que era! En mi opinión, no dice más que una sarta de mentiras.

Hugh pestañeó, pero continuó callado.

—Me parece de lo más mezquino, quienquiera que sea el que lo haya dicho.

Su marido siguió sin pronunciar palabra alguna, y la señora Ward fue cayendo en la cuenta poco a poco, al contemplar la postura distante de su cabeza y por su silencio, de que había dicho algo que lo había molestado.

Mientras empezaba a conversar con George, hecha un manojo de nervios y sin obtener respuesta por parte de su marido, se devanó los sesos tratando de dilucidar qué habría podido ser.

Durante los tres días siguientes, George se acostumbró a oír todo tipo de especulaciones con respecto a quién habría podido describir a la difunta Kitty en los periódicos de aquella manera.

Nadie parecía saber nada, pero todo el mundo coincidía en ignorar que Kitty fuese tan mala.

«Parece alguien sacado de un libro», era el veredicto general. «¡Mira que conocer a una persona durante todos estos años y no tener ni idea de que fuera así!».

Algunas mujeres, las menos prósperas y menos pagadas de sí mismas, añadían por lo bajini: «¡Pobre criatura!». Pero la mayoría coincidía en que a Silvers End le había venido bien librarse de Kitty Millard.

George oyó solo una única opinión acerca de aquel misterio en boca de su padre:

—No cabe duda de que, sea quien sea, el que ha escrito esto tiene buen ojo para examinar a la gente —observó Hugh Ward en cuanto le mostraron el artículo—. Y, desde luego, hay que reconocer que está narrado con cierto estilo. No creo que esto dañe en lo más mínimo la memoria de Kitty. Una descripción tan precisa de la personalidad de una mujer me parece una autentica obra de arte, y el arte siempre estará por encima del bien y del mal. Si yo fuera tú, no me preocuparía.

Sin embargo, George siguió preocupándose en silencio.

No era ningún caballero andante. No pretendía vengar la memoria de una difunta que no significaba nada para él, y lo cierto era que apenas pensaba en Kitty, entregado como estaba al ocio y al ensimismamiento más absoluto. Pero, en ese momento, al oír las palabras de su padre, supo con una curiosa mezcla de esnobismo y vergüenza que cualquier cosa sería preferible al hecho de que la autoría del artículo pudiera recaer sobre la persona de la que él sospechaba.

El amor que sentía por su padre no era como el cariño que casi todos los hijos profesan por sus progenitores. De pequeño siempre había adulado el encanto y la popularidad de su padre, pero, a medida que fue cumpliendo años, esa admiración se vio seriamente amenazada por la duda y por cierto desdén. Así, aquella autocomplacencia tan natural y encantadora de la que había disfrutado inicialmente con un tímido placer pasó a convertirse con los años en un auténtico suplicio.

No conocía a su padre como hombre. Hugh Ward no había tenido ningún reparo en convertir a George en un mero complemento de sí mismo; un complemento adorable aunque también aburrido. Se trataba de una caprichosa consecuencia de su voluble personalidad. Y George, por su parte, no llevaba bien aquello de que lo utilizara como un gracioso segundón ni que lo llamara «mi afable heredero» en público, aunque en privado consiguiera soportarlo con una sonrisa en los labios.

Con todo, la popularidad de la que su padre gozaba en Silvers End le otorgaba, como hijo, un prestigio nada desdeñable, y ahora le aterrorizaba que algo, cualquier cosa, pudiera destruir a ese ídolo acomodado y popular que había dominado su horizonte desde que tuviera edad para pensar y sentir.

Cuando se puso a analizar todas aquellas ambiciones que atesoraba su padre, medio en broma medio en serio, respecto a la profesión de escritor; aquellos pequeños versos frágiles y pulidos firmados con las iniciales H. J. W. que habían aparecido en los periódicos locales; aquellas cartas tan solemnes que enviaba a la prensa; esa novela a medio terminar; los frecuentes «¡Caramba! ¡Eso da para un relato!», y la existencia de Ariel: una fantasía, George comenzó a atar cabos.

Varias semanas después, una tarde de domingo, dos o tres personas se reunieron en la casa de los Ward con el propósito de discutir un par de cuestiones que habían surgido respecto a la obra que se iba a representar a lo largo de la semana próxima.

Tomaron el té en el jardín, bajo la luz primaveral. Se encontraban entre los presentes dos hombres mayores, conocidos de Hugh Ward, y luego estaba el grupo de personas a quienes todos consideraban «eminentes personalidades locales»: una joven tímida de edad cercana a la treintena que estaba inconscientemente enamorada de Hugh, dos o tres muchachos jóvenes, y dos mujeres casadas de mediana edad: una ferviente beata y una maniaca del bridge que confeccionaba sus propias chaquetillas y que luego ella misma lucía dándose aires de importancia. La señora Ward sirvió el té.

George estaba repantigado en una tumbona atiborrando al fox terrier de migajas de pastel, sin dejar de observar a su padre.

Como era habitual, Hugh presidía con gusto la reunión. Los ojos llenos de adoración de las mujeres y la mirada ensimismada de los hombres lo observaban detenidamente, mientras él esbozaba esquemas, resolvía problemas e hipnotizaba a todo el mundo haciendo, a la vez, que entre ellos reinase un afable buen humor. Era una de esas personas, resolvió George, sacando el labio inferior de aquella manera tan poco favorecedora y mientras seguía examinándolo, que lograban que te sintieras bien contigo mismo.

Por eso a la gente le gustaba tanto.

Pero, entonces, como una nota de ese extravagante perfume que él solía llevar, como el efluvio dulzón y malsano de la flor de los pantanos, salió a colación el nombre de Kitty Millard.

—¡Es una lástima! —dijo la beata con su voz titubeante. Y, de inmediato, se apresuró a añadir—: Al final no vamos a poder utilizar esa magnífica túnica china para el Rey en el segundo acto, señor Ward. ¡Con lo bien que nos venía!

—¿Por qué no?

Hugh se percató de su error cuando era ya demasiado tarde. George, que continuaba observando, vio cómo sus ojos parpadeaban del mismo modo en que lo habían hecho durante el té unos días antes, cuando su esposa mencionó que toda aquella descripción de Kitty le había parecido una simple sarta de mentiras.

—¡Ooohhh! ¡Señor Ward!

La vocecilla dulce y coqueta de la beata parecía espantada.

—Pertenecía a la pobre… A la señora Millard, ya sabe. Prometió prestárnosla y, de hecho, deseaba que la utilizásemos. Precisamente estuvimos hablando de eso durante la víspera de su…

Hugh se removió en su silla y, en silencio, dirigiéndole una breve sonrisa a su esposa, le pasó la taza para que le sirviera más té.

—Estoy convencido de que encontraremos algo similar —dijo en tono ecuánime—. Por supuesto, la túnica china queda descartada. Mañana me pasaré por Bennett s a ver qué tienen para alquilar.

—Pobre Kitty… —dijo tranquilamente la maniaca del bridge—. Siempre tan generosa. Esa era una de sus virtudes. Incluso ese supuesto «amigo» suyo que la ha puesto a caer de un burro en los periódicos coincide en destacar su generosidad.

Y entonces… De manera inevitable, la duda:

—Me pregunto quién será. Supongo que alguien que quería llevarse un buen pellizco.

Sus ojillos avispados se posaron con aire distraído sobre el rostro de Hugh.

—La verdad, como el crimen, siempre sale a la luz, querida amiga —sonrió él.

Y ella se encogió de hombros.

—La verdad, sí… Pero es que esa no era la verdad. Pobre Kitty… Jamás le habría hecho daño ni a una mosca. ¡Ni en el peor de sus berrinches! No. Ese artículo me parece escrito por alguien que se las da de escritor. —Se echó a reír de modo estridente—. Alguien como usted, señor Ward. Un genio literario.

Más tarde, George supo que aquello no había sido más que un agradable cumplido. Sus palabras no albergaban la más mínima sospecha. Pero, al advertir que su padre adoptaba una expresión vaga y que entrecerraba los párpados mientras comenzaba a apagar su cigarrillo en el plato, se alarmó. Abrió sus labios secos, y profirió:

—¡Se equivocan! —exclamó con voz discordante y desgarradora—. Fui yo. Necesitaba el dinero, así que lo escribí yo… Conté todo lo que sabía acerca de la señorita Millard. —Soltó un hondo suspiro, y siguió metiendo la pata—: Verán… La conocía bastante bien, y se… se me ocurrió que… Es que necesitaba el dinero.

Su voz se fue apagando en medio de aquel silencio de estupefacción. Con manos temblorosas, cogió torpemente su pitillera barata y encendió un cigarrillo. Sin embargo, el silencio quedó roto por otra voz… La voz calmada y agradable de Hugh Ward, ahora teñida de un leve matiz de severidad apenas perceptible.

—Mi afable heredero está mintiendo —dijo despacio—. Es imposible que él pudiera proporcionar esa descripción de Kitty Millard porque solo un artista podría haberla retratado de esa manera… Un artista y un hombre de más edad. Ese retrato era una obra de arte. La única obra de arte digna de elogio en una carrera artística absolutamente mediocre. Yo lo escribí… Yo lo escribí y no estoy dispuesto a sentarme aquí y seguir escuchando cómo lo único decente que he escrito en toda mi vida se le atribuye a un novato que no tiene ni idea del oficio de escribir. No me importa si ese texto era amable o no con Kitty, y no me avergüenzo de nada. Se trata de una descripción fidedigna. Así era Kitty para mí, y eso es lo único que me importa.

Levantándose de la silla con paso un tanto vacilante, atravesó el sobrecogedor silencio y entonces entró en su casa muy ofendido.