Nicasio Alberto Rabadá Sender
Alberto Rabada durante la apertura de la vía Brujas (del 27 al 29 de junio de 1963) del Tozal de Mallo, en la que además de Ernesto Navarro participó Pepe Díaz.
Generoso, derrochador, entusiasta, su presencia transmitía un aire salvaje cargado de optimismo. Tenía tal confianza en sí mismo que asustaba, e hizo que en muchas ocasiones, por aquella seguridad que nadie entendía, se le tachase de loco.
De manos grandes y experto bailarín, en el escaso tiempo libre que no dedicaba a su trabajo o a la montaña frecuentaba salones donde tocaban pasodobles, boleros y otros ritmos populares de los años cincuenta. Todo el mundo coincide en lo mismo: era el mejor bailarín del panorama montañero. En aquellas noches en que todavía no habían llegado el rock and roll ni los guateques a Zaragoza y en las que se vivía de acuerdo a las viejas normas nacionales, lucía traje cruzado de chaqueta y pantalón, camisa planchada, casi siempre sin corbata, y zapatos negros de tacón cubano. No se le conocía otra pareja que la de sus compañeros de escalada, pese a que era un soltero cotizado en los círculos de la sociedad Montañeros de Aragón. Suenan algunos rumores de romances y de cierta galantería del protagonista, pero los datos son inciertos.
Tenía el rostro alargado y el mentón marcado, anguloso, con un ligero hueco en la barbilla. Estas facciones le daban un aire de sobriedad, de estudiada elegancia, que acompañaban a la perfección su insaciable curiosidad y tremenda imaginación para crear un aura de hombre desconcertante: cercano, pero a la vez enigmático. Llevaba un bigote recortado que apenas le sobrepasaba el ancho de la nariz. «Es un bigote a lo ruso», explicaba cuando le preguntaban, sin saber reconocer muy bien de dónde venía esa estética soviética. De brazos fuertes, pecho ancho y piernas musculosas, era la viva imagen de un deportista.
Ernesto Navarro (izquierda) y Alberto Rabadá. Ascendieron por primera vez el Naranjo de Bulnes por su cara Oeste el 21 de agosto de 1962.
En la montaña vestía pantalones bávaros, gorro rojo estilo catalán siempre subido por encima de las orejas y un jersey del mismo color, en el que llevaba engarzada la insignia de la Escuela Nacional de Alta Montaña. Fue, sin lugar a dudas, el mejor escalador de los años cincuenta y principios de los sesenta en España. Pero no por sus cualidades físicas excepcionales, sino por su capacidad de innovación. Proyectó su creatividad en lo que más le entusiasmaba: la montaña, y creó verdaderas obras de arte. Alberto Rabadá fue un visionario. La escalada fue su herramienta, su pluma o su pincel para expresar lo que nadie antes había podido imaginar. Su gran logro fue trascender lo establecido y redefinir la frontera entre lo posible y lo imposible.
Alberto Rabadá.
Mientras el resto del país se preocupaba por sacar adelante una economía precaria, él soñaba con los Alpes o con la Patagonia y ponía toda su energía y sus ilusiones en la consecución de aquellos sueños imposibles.
Dibujos realizados por Alberto Rabadá con 16 años.
Vivía en el cuarto piso del número 11 de la calle San Ildefonso en Zaragoza, no muy lejos del Paseo de la Independencia, con su madre, María Teresa, y su hermana, también María Teresa.
La calle San Ildefonso era en los años cincuenta un callejón mal iluminado donde las putas se paseaban esperando a sus clientes. Eran putas gordas, viejas, con los labios pintados hasta medio moflete, llegadas de los pueblos con la vana esperanza de un futuro más próspero.
Su hermana María Teresa, una mujer atractiva, de ojos almendrados y largas pestañas, se ocupaba de la casa mientras ayudaba a la economía familiar repartiendo pan a domicilio. Cuando María Teresa pisaba la calle despertaba el instinto animal de los hombres rudos que frecuentaban los recovecos del casco antiguo de Zaragoza. Era objeto de continuas insinuaciones y su belleza se imaginaba de altos precios en la oscuridad del callejón de San Ildefonso.
María Teresa fue una mujer educada en las más rigurosas normas de conducta. En 1958 se desposó con uno de los compañeros de cuerda de su hermano Alberto. El afortunado fue Ángel López Cintero, un joven de pelo crespo, rostro redondeado y gran fortaleza, que había despuntado en el panorama de la montaña a comienzos de los años cincuenta. Rabadá y Cintero habían realizado juntos algunas de sus primeras grandes ascensiones, las que le valieron espacio en los periódicos y felicitaciones oficiales.
A medida que María Teresa se definía como mujer y su belleza iba creciendo hasta resultar casi insoportable, su carácter se fue haciendo más huraño, y años después degeneró en una aguda esquizofrenia. Estos antecedentes familiares ayudaron a que en varias ocasiones se cuestionase la salud mental de Alberto Rabadá. Los locos y los genios siempre han estado separados por una línea demasiado estrecha.
Alberto Rabadá (a la izquierda del soldado con cigarro en primera fila a la derecha de la imagen) durante el servicio militar.
Alberto Rabadá nació en Zaragoza el 13 de febrero de 1933, hijo de Nicasio y de María Teresa. Su padre falleció cuando él era un niño, y María Teresa contrajo segundas nupcias con un hombre de raza gitana que llevaba una vida nómada jugando a las cartas por los pueblos de la ribera del Ebro. María Teresa murió tempranamente en 1958, a la edad de 44 años.
Quizás aquel panorama bohemio de la adolescencia de Alberto ayudó a forjar el dinamismo con el que se desarrolló su vida.
Comenzó su relación con la montaña en la segunda mitad de la década de los cuarenta, tras inscribirse en la Centuria Montolar del Frente de Juventudes. La organización invitaba a los jóvenes a sus campamentos y subvencionaba el transporte, la comida y el material necesario para educar el futuro de la nueva España en el espíritu de sacrificio y amor por la naturaleza.
Campamento de la Centuria Montolar del Frente de Juventudes.
Aquellas concentraciones, marcadas por un estricto ritmo marcial, se desarrollaban en los valles pirenaicos de Pineta y Ordesa, en el pueblo prepirenaico de Riglos o en los alrededores del pantano de La Peña, a medio camino entre Huesca y Jaca. Los muchachos se levantaban al amanecer, desayunaban y, después de oír misa, realizaban simples prácticas de montaña con la ayuda del único manual publicado en la época: Técnicas de escalada, del catalán Ernesto Mallafré. La organización ponía a disposición de los jóvenes cuerdas de cáñamo, clavijas fabricadas por el ejército, martillos y un vestuario consistente en una chaquetilla azul de loneta deslavada y reforzada a la altura de los hombros, pantalones recortados por debajo de las rodillas y gruesos calcetines de lana que les protegían las pantorrillas. A la altura del pecho la chaqueta lucía un parche con el yugo imperial. El calzado se lo procuraban ellos y variaba desde unas endebles alpargatas de suela de cáñamo hasta unas botas de piel sujetas al tobillo por una correa.
El día 1 de septiembre de 1949 la jefatura del Frente de Juventudes del Distrito Universitario de Zaragoza le otorgó a Alberto el brazalete de montañero, que podría lucir a partir de entonces en todos los campamentos. Fue su primer reconocimiento como deportista.
Entre el 26 de julio y el 14 de agosto de 1950 participó en uno de los primeros cursos de escalada que se realizaban en España: el Campamento Nacional de Alta Montaña en Gredos. Durante aquel viaje Alberto Rabadá aprendió con solidez las tres maniobras básicas de la escalada: la progresión, el aseguramiento y el descenso. Era la época en que nacía la escalada acrobática sobre dos cuerdas de cáñamo, que, atadas a la cintura servían de hipotético salvavidas en caso de caída. En aquel campamento él y Cintero ascendieron las principales cumbres de la sierra, desde los Hermanitos hasta el Almanzor. Durante el viaje de regreso en tren, Alberto y Ángel conversaban animadamente imaginando las escaladas que podrían realizar poniendo en práctica las técnicas aprendidas. Imaginaron nuevas rutas en las paredes de Mezalocha, en los Mallos de Agüero y en los Mallos de Riglos, adonde podían llegar en tren, su único medio de transporte además de la bicicleta.
Alberto Rabadá rapelando en la Peña Don Justo de Riglos.
En lo que había sido una antigua carretería Alberto Rabadá fundó su primer taller de tapicería, en la calle Argel de Zaragoza, con la ayuda de Miguel, un meticuloso artesano que le enseñó el oficio. Como era habilidoso dibujando, pronto empezó a diseñar muebles y su imaginación creaba continuamente nuevos diseños. Trabajaba largas jornadas asfixiado por los acreedores y por las letras de los pagos aplazados, que eran la única fórmula para sacar adelante un negocio en aquel momento de incipiente auge económico. Las letras sin pagar se le amontonaban sobre la mesa de la oficina y también entre sus preocupaciones. La gestión comercial no fue una de sus virtudes y la inversión inicial resultaba costosa de recuperar, hasta que en 1958 se asoció con su amigo y compañero de escalada Rafael Montaner.
Catálogo de Creaciones Sender, taller perteneciente a Alberto Rabadá y Rafael Montaner.
Tarjeta de visita de la tapicería Alberto Rabadá.
Rafael era un joven de buena familia que había podido continuar estudiando mientras sus compañeros de montaña trabajaban desde muy jóvenes. La preparación académica de Montaner y su visión centrada en el mundo de los negocios hicieron despuntar al taller de tapicería Creaciones Rabadá, que más tarde se transformó en Tapicerías Edil, cuando ya era un negocio de proyección nacional.
Alberto Rabadá, Rafael Montaner y un tercero en el «Súper», un Chevrolet de 1928, en los años cincuenta.
En octubre de 1951 Alberto realizó una de sus primeras escaladas en la roca conglomerada de Riglos, a 27 kilómetros de Huesca. El día anterior subió al tren que unía Zaragoza con la estación pirenaica de Canfranc junto con cuatro camaradas de la Escuela de Montaña del Frente de Juventudes; se apearon en la estación de Riglos y caminaron por las vías hasta los mallos. Aquella noche durmieron a la intemperie arropados por mantas de paño y al día siguiente escalaron la Aguja Roja entre las nueve de la mañana y las tres y media de la tarde. Tuvieron que volver corriendo para alcanzar por los pelos el tren de regreso.
En la cima de la Aguja Roja en Riglos.
En julio de 1952 Edil regresó de nuevo a Riglos para ascender la Peña Don Justo, un mallo nominado en honor del patriarca del pueblo, que ayudaba a los escaladores y les permitía dormir en un viejo pajar junto a las paredes. Durante aquellos años oscuros de la posguerra Justo Sarasa se enriqueció fiando azadas y albarcas en la despensa de su propiedad a los labradores locales, que para salir adelante cultivaban bancales de cereal abrasados por el sol, almendros que parecían crecer entre las piedras y unos pequeños viñedos con más sarmiento que fruto con los que hacían un vino amargo y difícil de conservar.
Alberto escaló aquel día en Riglos junto a Carlos Guaza y Julián Vicente; la suya fue la octava ascensión de la peña Don Justo. Escalaron la vertiente más sencilla del mallo trepando entre los bojes hasta un collado para alcanzar la cumbre por un sistema de repisas de fácil escalada con buenos agarres y roca sólida. Llevaban las chaquetas azules del Frente de Juventudes y las clavijas del ejército colgando en bandolera. De regreso, al pasar por la imponente cara suroeste de la peña, Alberto se detuvo y se quedó largo rato mirando dos sistemas de fisuras que dividían la pared. «Aquí, dijo, se podrían subir estas fisuras».
«Estás loco, Edil, deja de mirar y vamos arreando que se escapa el tren». Sus compañeros se reían y hacían bromas de la osadía de Alberto en el sendero de vuelta al pueblo. ¿Cómo se le ocurría pensar en escalar aquellos muros tan verticales? Eso era imposible. Al fondo, disipándose entre los cúmulos que tapaban el Pirineo, se percibía el humo del Canfranero que les llevaría de vuelta a Zaragoza.
Alberto Rabadá escalando a principios de los años cincuenta.