Capítulo XXXV
(Conclusión)

SEPARARSE, partir, es el signo de la humanidad. El mundo es un escenario de cambios constantes, y las manos que nos estrechan cordialmente hoy están destinadas a unirse por última vez cuando los trémulos labios pronuncian la palabra adiós.

¡De cuántas personas nos separamos en este mundo con un ligero adiós y no las volvemos a ver! En mis meditaciones sobre el asunto, pienso muchas veces que si nos diésemos cuenta de la brevedad del superficial trato que tenemos en este mundo con muchos de nuestros prójimos, procuraríamos más seriamente hacerles bien y les dirigiríamos una amistosa sonrisa al pasar (porque por largo que sea nuestro trato en la Tierra, es poco más que una palabra o una mirada pasajera) y les demostraríamos nuestra simpatía en la breve lucha de la existencia con palabras, miradas y actos bondadosos.

Se acercaba el momento de alejarnos de las islas del mar del Sur y, por extraño que parezca, sentíamos tener que separarnos de los indígenas de la isla de Mango, porque desde que habían abrazado el cristianismo trataban de compensarnos con sus bondades los malos tratos que habíamos sufrido en sus manos, y cada vez queríamos más a los maestros de religión indígenas, al misionero y, especialmente, a Avatea y a su esposo.

Antes de ausentarnos tuvimos largas e interesantes conversaciones con el misionero, en una de las cuales nos dijo que se dirigía a la isla de Raratonga cuando su embarcación indígena fue desviada de su rumbo por una violenta tempestad que le había arrojado a la isla de Mango. Al principio los indígenas se negaban a escuchar lo que les decía, pero al cabo de unas semanas de convivir con ellos, Tararo acudió a él, diciéndole que deseaba ser cristiano y quemar sus ídolos. Y fue sincero, porque como hemos visto, persuadió a todos sus súbditos para que hicieran lo mismo. He empleado deliberadamente el verbo persuadir, porque Tararo, como todos los jefes de Fiji, era un déspota que podía haber ordenado la obediencia de sus deseos, pero se llenó tan pronto del espíritu de la nueva fe, que comprendió que no era propio propagarla por casi todos los individuos de su tribu.

Durante el corto espacio que permanecimos en la isla, reparando nuestra goleta para hacernos a la mar, los indígenas comenzaron la construcción de un templo grande y cómodo bajo la dirección del misionero, y se trazaron varias calles de viviendas nuevas, de suerte que el lugar estaba llamado a ser en pocos meses un pueblo tan próspero y bonito como el del otro lado de la isla.

Después de haberse casado, Avatea y su esposo se marcharon, cargados de regalos, casi todos comestibles. Con ellos se fue uno de los profesores indígenas con el fin de visitar islas más lejanas y extender, si era posible, la luz del glorioso Evangelio.

Como el misionero se proponía permanecer varias semanas más, para animar y confirmar a sus nuevos conversos, Jack, Peterkin y yo celebramos consejo en la cabina de la goleta, que estaba tal y como la habíamos dejado, pues lo habían devuelto todo, y resolvimos no demorar más tiempo nuestra partida. El deseo de volver a ver nuestra patria era muy grande, y no podíamos aguardar más.

Tres indígenas se ofrecieron a venir con nosotros a Tahití, donde suponíamos que encontraríamos marineros suficientes para la maniobra de la goleta, y aceptamos, satisfechos, su ofrecimiento.

Una mañana despejada y hermosa desplegamos las velas blancas de la goleta pirata y dejamos la costa de Mango.

El misionero y millares de indígenas vinieron a despedirnos y a vernos zarpar.

Como hacía buen viento, nos deslizamos rápidamente por el lago bajo una nube de lona. Al pasar por el canal del arrecife, los indígenas nos vitorearon estrepitosamente, y mientras el misionero agitaba su sombrero desde lo alto de una roca de coral, con sus canosos cabellos flotando al viento, éste nos trajo débilmente por el mar una palabra: ¡adiós!

Aquella noche, apoyados en la borda contemplando el ancho mar y el firmamento estrellado, pasó por nuestro corazón un estremecimiento de alegría extrañamente mezclado con pena.

Al fin poníamos rumbo a nuestra patria, dejando gradualmente atrás la bella, luminosa y verde Isla de Coral en el océano Pacífico.