Capítulo XXI
LA vida es un compuesto extraño. Cuanto más lo pienso más me llama la atención la extraña mezcla del bien y del mal que existe, no sólo en la tierra, sino también en nuestra propia naturaleza. En nuestra isla de coral habíamos disfrutado de toda la variedad de bienes que el generoso Creador podía ofrecernos y, sin embargo, la noche de la tempestad habíamos visto cómo en nuestro caso y también en el de otros menos afortunados, todo aquel bien podía perderse para siempre. Habíamos visto los hermosos árboles frutales meciéndose a impulsos de la suave brisa y las tiernas hierbas prosperando bajo la benigna influencia del brillante sol, y al día siguiente habíamos visto aquellas plantas y aquellos árboles tan espléndidos arrancados de raíz por el huracán, tronchados y derribados por la devastación destructora. Habíamos vivido por espacio de muchos meses en un clima tan bello, generalmente, que muchas veces nos había hecho pensar si podía haber sido más agradable el paraíso de Adán y Eva y, de pronto, aquellas tranquilas soledades de nuestro edén se vieron turbadas por los feroces salvajes y las blancas arenas teñidas de sangre y sembradas de cadáveres. Y sin embargo, en aquellos caníbales habíamos observado muchos síntomas de índole bondadosa. Consideré detenidamente estas cosas y, pensando en ellas, me vinieron a mi memoria las palabras que había leído en la Biblia: «las obras de Dios son maravillosas y sus modos inescrutables».
Después de que se fueran aquellos pobres salvajes hablábamos de ellos muchas veces, y en estas conversaciones noté que Peterkin estaba muy cambiado. No dejaba de gastar bromas como antes, pero las gastaba con menos frecuencia, y a veces había tanta seriedad en sus maneras, ya que no en sus palabras que, tanto a Jack como a mí, nos pareció que había envejecido dos años en pocos días. Pero realmente no me sorprendí cuando reflexioné sobre las espantosas realidades que habíamos presenciado últimamente. Durante varias semanas no pudimos sacudirnos cierta tendencia a la pena, pero a medida que pasaba el tiempo recobramos nuestro buen humor y comenzamos a recordar la visita de los salvajes como quien recuerda una terrible pesadilla.
Un día estábamos divirtiéndonos en el Jardín Acuático, para hacer después una excursión de pesca, pues Peterkin nos proporcionaba tanta carne de cerdo que estábamos un poco hartos y deseábamos alguna variación. Peterkin estaba tomando el sol en el saledizo de la roca, mientras nosotros andábamos por el fondo del agua, y al alzar la cabeza casualmente vi a nuestro compañero gesticulando violentamente para que subiéramos a la superficie, por lo cual di un rápido empujón a Jack y nos elevamos en el acto.
—¡Una vela! ¡Una vela! ¡Mira, Ralph! ¡Mírala, Jack, en el horizonte por la parte de la entrada del lago! —exclamaba Peterkin mientras nos encarábamos en las rocas.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Y es una goleta! —dijo Jack vistiéndose precipitadamente.
El descubrimiento hizo latir violentamente nuestros corazones, porque si el barco tocaba en la isla, era indudable que el capitán nos subiría a bordo para llevarnos a alguna isla civilizada, donde podríamos encontrar un barco que nos llevase a Inglaterra o a cualquier punto de Europa. Mi patria y mi hogar con todas sus asociaciones se precipitaron en mi corazón como un torrente, y aunque quería mucho a la Isla de Coral y a la choza que durante tanto tiempo había sido nuestra residencia, comprendí que las dejaría en aquel momento sin lanzar un suspiro. Con risueñas esperanzas nos apresuramos a subir al punto más alto de la roca próxima a nuestra morada y aguardamos la llegada del barco porque ya veíamos que venía derecho a la isla empujado por una fuerte brisa.
En menos de una hora estuvo junto al arrecife, lo rodeó y puso en facha las jarcias para reconocer la costa. Al ver esto nos temimos que íbamos a pasar inadvertidos, comenzamos a ondear trozos de tela de coco y no tardamos en tener la satisfacción de ver que empezaban a arriar un bote y que había movimiento en el puente, como si se propusiesen desembarcar. De repente izaron una bandera, se alzó una nube de humo blanco del costado de la goleta, y antes de que pudiéramos imaginarnos sus intenciones, llegó una bala de cañón, tronchando arbustos y derribando varios cocoteros a su paso, y reventó al dar en el acantilado, pocos metros por debajo del lugar donde estábamos nosotros.
Con el terror que es de imaginar, nos fijamos en que la bandera que tenía izada en el palo era negra y tenía una calavera y dos huesos cruzados. Al mirarnos uno a otro, con asombro profundo, se escapó simultáneamente de nuestros labios la palabra «piratas».
—¿Qué hacemos? —exclamó Peterkin al ver que el bote que habían echado al agua se dirigía a la entrada del arrecife—. Si nos sacan de la isla será para arrojarnos por la borda para divertirse o nos obligarán a ser piratas.
Yo no contesté; no hice más que mirar a Jack, que era nuestro único recurso en este caso. Estaba con los brazos cruzados y los ojos fijos en el suelo con expresión de ansiedad.
—No hay más que una esperanza —dijo volviéndose con triste semblante hacia Peterkin—, pero tal vez no tengamos que recurrir a ella. Si estos villanos quieren cogernos no tardarán en recorrer toda la isla. Pero venid conmigo.
Dejando bruscamente de hablar, Jack echó a correr hacia el bosque y nos llevó dando un rodeo al Acantilado de los Chorros. Allí se detuvo, y avanzando cautelosamente por las rocas, se asomó al borde. Nosotros no tardamos en reunimos con él y vimos el bote, atestado de hombres armados, que tocaban la orilla. En un instante desembarcó la tripulación, se formó en línea y corrió a nuestra choza. A los pocos segundos los vimos volver corriendo al bote. Uno de ellos traía el pobre gato cogido por el rabo, y al llegar al borde del agua lo arrojó al mar violentamente, reuniéndose en seguida con sus compañeros, que al parecer celebraban un precipitado consejo.
—Ya veis lo que podemos esperar de ellos —dijo Jack con amargura—. El hombre que se divierte matando por gusto a un pobre animalito no reparará en asesinar a una persona. No nos queda más que un recurso, chicos: la Caverna de Diamante.
—¡La Caverna de Diamante! —exclamó Peterkin—. Entonces el recurso es de muy poco valor para mí, porque no soy capaz de bucear, aunque vengan sobre mí todos los piratas del Pacífico.
—Te bajaremos, si tienes confianza en nosotros —dije.
Mientras hablaba, observé que los piratas se dispersaban por la playa e irradiaban como de un centro hacia los bosques que había a lo largo de la costa.
—Decídete querido Peterkin —dijo Jack con tono solemne—, decídete a bucear o nos decidiremos nosotros a morir en tu compañía.
—¡Ay, Jack! —exclamó Peterkin, poniéndose pálido—. ¡Déjame! No creo que me maten. Vete tú con Ralph.
—Ni hablar —repuso Jack con calma, cogiendo un grueso palo que había en el suelo—. Ralph, preparémonos para hacer frente a esos sujetos. Su lema es «Sin cuartel». Si podemos derribar a los que vienen en esta dirección, lograremos escapar a los bosques.
—Vienen cinco —dijo—. No hay posibilidad de vencerlos.
—¡Vamos! —exclamó Peterkin levantándose y cogiendo convulsivamente un brazo a Jack—. Buceemos. Os acompañaré.
Los que no están acostumbrados a andar en el agua saben perfectamente el horror que se apodera de ellos sólo ante la idea de ser retenidos bajo la superficie unos segundos. Esa repulsión espasmódica e involuntaria frente a la inmersión obligada, no tiene nada que ver con la cobardía, pero los que se hallan en el caso expuesto comprenderán la decisión que necesitó Peterkin para dejarse arrastrar a una profundidad de tres metros largos y ser pasado por el angosto túnel a una caverna casi a oscuras. Pero no había alternativa. Los piratas nos habían visto ya y estaban a poca distancia de las rocas.
Jack y yo cogimos por los brazos a Peterkin.
—Ahora estáte quieto y no trates de desasirte, pues de lo contrario estamos perdidos —dijo Jack.
Peterkin no respondió nada, pero la seca gravedad de sus marmóreas facciones y la tensión de sus músculos nos convencieron de que estaba perfectamente resuelto a sufrir la prueba. En el momento en que los piratas llegaban al pie de las rocas, las cuales nos ocultaban un momento de su vista, nos tiramos de cabeza al agua. Peterkin se portó como un héroe. Flotó pasivamente entre nosotros como si fuera un leño, pasamos el túnel y a los pocos segundos nos hallábamos sin novedad en el borde de las rocas. Jack buscó la yesca y la antorcha que teníamos siempre preparadas en la caverna, las encontró en seguida y encendió luz, revelando a la atónita mirada de Peterkin las maravillas del lugar. Pero estábamos demasiado mojados para perder tiempo en contemplaciones, y nuestro primer cuidado fue quitarnos la ropa y escurrirla lo mejor posible. Después procedimos al examen de nuestra despensa, porque, como dijo muy afortunadamente Jack, no sabíamos cuánto tiempo podían permanecer los piratas en la isla.
—¡A ver si se les antoja establecerse aquí y tenemos que permanecer enterrados vivos! —dijo Peterkin.
—¿No te parece que es la cosa más parecida a ahogarse vivo, Peterkin? —dijo Jack sonriendo—. Pero yo no lo temo. Los piratas no permanecen mucho tiempo en tierra. Su elemento es el mar, así que puedes estar seguro de que no permanecerás aquí más de un par de días a lo sumo.
Luego hicimos los preparativos necesarios para pasar la noche en la caverna. En varias ocasiones Jack y yo habíamos llevado cocos, frutas y rollos de tela de coco a esta caverna submarina, tanto por gusto, como en previsión de tener que guarecernos allí algún día para librarnos de los salvajes. ¡Nunca hubiéramos imaginado que los primeros salvajes que nos obligarían a encerrarnos allí serían salvajes blancos, quizá compatriotas nuestros! Encontramos los cocos en buen estado, así como los ñames cocidos, pero los frutos del pan se habían echado a perder. También encontramos la tela donde la habíamos dejado, y al desdoblarla vimos que había suficiente para hacer una cama, cosa importante porque la roca estaba muy húmeda. Así, pues, extendidos en el suelo todos los trozos de tela, pusimos la antorcha en el centro y cenamos. El comedor no podía ser más alucinante con el frío y siniestro aspecto de las paredes, el agua negra a nuestro lado, la espesa oscuridad de fondo, el tétrico sonido de las gotas que caían en largos intervalos desde el techo de la caverna a la tranquila superficie del agua y el notable contraste de todo esto con nuestra cama y nuestra cena, que estaba alumbrada, como nuestros semblantes, por la llama de color rojo intenso de la antorcha.
La cena duró largo rato, y hablamos mucho, pero en voz baja, porque no nos gustaban los lúgubres ecos que resonaban en la bóveda cuando hablábamos fuerte. Al fin se apagó la débil claridad que entraba por la abertura, advirtiéndonos que era de noche ya y que habría que dormir, y en seguida apagamos la antorcha y nos echamos.
Al despertar, tardamos un poco en reunir nuestras facultades para recordar dónde estábamos. Ignorábamos si era temprano o tarde; pensamos que era de día por la débil claridad de que ya he hablado, pero como no podíamos calcular qué hora era, Jack propuso salir a ver el sol.
—No, Jack —dije yo—; tú estáte aquí. Bastante has trabajado estos días. Descansa y cuida de Peterkin, mientras yo voy a ver qué hacen los piratas. Tendré cuidado para que no me ocurra nada, y volveré pronto a contaros lo que haya visto.
—Bueno, Ralph —repuso Jack—, hazlo como quieras, pero no tardes, y si quieres seguir mi consejo, sal vestido, porque me gustaría que trajeras unos cocos frescos, y trepar desnudo a los árboles es muy molesto.
—Los piratas seguramente estarán al acecho. Conque ten mucho cuidado —agregó Peterkin.
—No temáis nada —repuse—. ¡Adiós!
—¡Adiós! —respondieron mis compañeros.
Y sonando aún las palabras en mis oídos me zambullí, y a los pocos segundos me hallaba al aire libre. Al subir a la superficie procuré hacerlo suavemente y respiré con cuidado para no dar resoplidos, conservándome pegado a las rocas, pero como no se veía a nadie, me arrastré lentamente y salí al acantilado para ver la costa. No había rastro de los piratas; hasta el bote había desaparecido; pero como era posible que estuviesen escondidos, no me aventuré a adelantarme demasiado. Entonces se me ocurrió mirar al mar, y con gran sorpresa vi a la goleta navegando muy lejos. Esto me arrancó un grito de alegría. Mi primer impulso fue volver a la caverna a comunicar a mis compañeros la grata noticia, pero me contuve y corrí a lo alto del acantilado para convencerme de que el barco que veía era efectivamente la goleta pirata. La contemplé larga y ansiosamente y dejando escapar un profundo suspiro de satisfacción exclamé en voz alta:
—¡Sí, es ella! ¡Se va! ¡Esta vez se les ha escapado la presa a estos villanos!
—¡Tal vez no! —dijo una voz gruesa a mi lado, y en el mismo momento me agarró por el hombro una pesada mano que me sujetó como unas tenazas.