[4] que nadaban en torno nuestro. Había calma chicha. Era uno de esos días serenos, cálidos y sofocantes, tan comunes en el Pacífico, en que parece que la naturaleza se ha dormido y la única cosa en el aire o en el agua que prueba que está viva es la larga y profunda ondulación de la marea. Ni una sola nube flotaba en el espacio azul intenso; ni una onda rompía el azul reflejado abajo. El sol lucía, ardiente, en el firmamento, y en el regazo del agua lucía otra bola de fuego de potencia casi igual. Tan sereno estaba el mar, tan perfectamente transparente la superficie de las profundidades, que si no hubiera sido por la ondulación antes mencionada, hubiéramos podido creer que el universo que nos rodeaba era una enorme bola líquida azul y nuestro bergantín el único punto material, solitario, de toda la creación, flotando en ella.

A nuestros oídos no llegaba ningún ruido más que el suave resoplido de algún cerdo marino, el lento crujido de los mástiles al balancearse suavemente a impulsos del agua y, de vez en cuando, los golpes de las velas. Las partes de popa y de proa de la goleta estaban cubiertas por un toldo, bajo el cual reposaban, con somnolienta indolencia, abrumados por el excesivo calor, los hombres de guardia. Bill el Sanguinario, como amigablemente le llamaban todos, estaba al timón, pero en aquellos momentos su ocupación era nula y mataba el tiempo mirando alternativamente, con soñadora abstracción, la brújula de la bitácora y dándose paseos hasta la borda para escupir en el mar. En uno de estos paseos llegó cerca de mí, se inclinó sobre la borda y contempló seriamente la inmensidad azul.

Aunque este hombre estaba siempre taciturno y muchas veces de mal humor, era el único ser humano que había a bordo con quien sentía yo algún deseo de relacionarme. Los demás hombres, al ver que no deseaba su compañía, y sabiendo que era un protegido del capitán, me trataban con total indiferencia. Es cierto que Bill el Sanguinario hacía lo mismo, pero su conducta era igual con todos, y, por lo tanto, yo no constituía una excepción. Una o dos veces traté de trabar conversación, pero siempre me dejó con la palabra en la boca, tras unos pocos monosílabos. Al apoyarse en la borda, junto a mí, le dije:

—¿Por qué está usted tan taciturno? ¿Por qué no habla usted con nadie?

Bill se sonrió ligeramente al contestar.

—Será porque no tengo nada que decir.

—Es extraño —murmuré—; parece usted hombre que piensa, y los que piensan suelen hablar.

—Claro que sí —repuso Bill algo secamente—, y yo también hablaría si se me antojase, pero ¿de qué me sirve hablar aquí? Esta gente no abre la boca más que para jurar o maldecir, y parece que es lo que les gusta; eso a mí no me gusta, y por eso callo.

—Es verdad, Bill, y por mi parte prefiero no oírle hablar si ha de hablar como los demás. Pero yo no blasfemo, Bill, y creo por eso que podrá usted hablar conmigo alguna vez.

Bill me miró con sorpresa y me pareció observar una expresión triste en su atezado semblante.

—¿Dónde te has acostumbrado a las conversaciones amistosas? —dijo Bill volviendo a clavar la vista en el mar—. En la Isla de Coral no habrá sido, ¿verdad?

—Sí, allí ha sido —dije con energía—. He pasado muchos de los más felices meses de mi vida en esa Isla de Coral —y sin esperar que me interrogase, me engolfé en un vivo relato de lo bien que habíamos vivido Jack, Peterkin y yo, relatando hasta la circunstancia más mínima de nuestra estancia en la isla.

—¡Ay, muchacho, muchacho! ¡Este no es sitio para ti! —dijo Bill con una voz tan profunda que me sorprendido.

—Tiene usted razón —repuse—. Soy de poca utilidad a bordo y no me gustan mis compañeros, pero no puedo remediarlo; sólo puedo esperar verme libre pronto.

—¿Libre? —dijo Bill mirándome con sorpresa.

—Sí, libre —repuse—. El capitán me ha dicho que me dejaría en tierra cuando rindamos este viaje.

—¡Este viaje! Oye muchacho —dijo Bill bajando la voz—, ¿qué te dijo el capitán el día que viniste a bordo?

—Dijo que no era pirata, que traficaba en madera de sándalo y que si me unía a él en este viaje me daría una buena participación en las ganancias o me dejaría en alguna isla civilizada, si lo prefería.

Bill contrajo salvajemente el entrecejo al murmurar:

—Dijo la verdad cuando dijo que traficaba con sándalo, pero mintió cuando...

—¡Vela a la vista! —gritó el vigía del tope del mástil.

—¿Por dónde? —gritó Bill saltando al timón, mientras que los hombres, sorprendidos por el repentino grito, se levantaron y miraban al horizonte.

—¡A estribor! —respondió el vigía.

En aquel momento salió al puente el capitán, se subió al aparejo para mirar la vela con el catalejo. Después recorrió con la vista el horizonte, fijándose en un punto determinado.

—¡Aferra las gavias! —gritó el capitán, descendiendo al puente por el estay mayor de popa.

—¡Aferra las gavias! —rugió el primer oficial.

—¡Va, va! —respondieron los hombres saltando al aparejo y trepando por él como gatos.

Al instante todo se convirtió en actividad a bordo de la tranquila goleta. Aferraron las gavias, los hombres permanecieron en guardia con los escotines y las drizas, y el capitán observó con ansiedad la brisa que corría hacia nosotros como una sábana de color azul oscuro. En pocos segundos nos alcanzó. La goleta tembló como sorprendida por el brusco choque, y cabeceó; después, inclinándose graciosamente al viento, como si reconociese que estaba sujeta a él, cortó las olas con la aguda proa como un delfín, mientras Bill ponía proa hacia la vela extraña.

En media hora nos acercamos lo suficiente para distinguir que era una goleta, y por el tosco aspecto de sus mástiles y velas supusimos que era un mercante. Evidentemente no le gustó nuestro aspecto, porque en cuanto le alcanzó la brisa, desplegó todas las velas y nos volvió la popa. Como la brisa se había moderado algo, volvieron a desplegarse las gavias y pronto se vio que a pesar del proverbio que dice: «Una caza por popa es una caza larga», doblamos en velocidad al buque perseguido, y pronto le alcanzamos. Cuando estuvimos a una milla izamos el pabellón inglés, pero como no recibimos contestación, el capitán mandó que se abriera fuego. En un momento, y con gran sorpresa mía, quitaron una gran parte de la cubierta del centro del buque, y quedó al descubierto un inmenso cañón de bronce, que estaba montado sobre una plataforma giratoria que se elevaba a máquina. Cargaron la pieza y la dispararon rápidamente. El pesado proyectil chocó con la superficie del agua pocos metros más allá de la proa del buque perseguido, rebotó en el aire y se hundió en el mar unos kilómetros más lejos. Esto produjo el deseado efecto. El barco recogió las velas altas y se detuvo a un centenar de metros de nosotros.

—¡Arría el bote! —gritó el capitán.

En un segundo echaron el bote al agua y lo ocupó parte de la tripulación armada con cuchillos y pistolas. Al pasar el capitán por mi lado, para transbordar, me dijo: «Salta a los bancos de popa, que te necesito, Ralph.» Obedecí, y a los diez minutos estábamos en el puente del buque desconocido y me quedé muy sorprendido de lo que vi. En vez de una tripulación de marineros de los que estábamos acostumbrados a ver, no encontramos más que quince negros en el alcázar, mirándonos con temor. Estaban totalmente desarmados y la mayoría desnudos; sólo uno o dos llevaba algunas prendas europeas. Uno llevaba unos calzones que le estaban muy grandes y le daban un aspecto muy cómico, y otro, además del escaso paño indígena alrededor de las caderas, llevaba un sombrero de castor negro. Pero el más estrafalario personaje de todos era uno que parecía el jefe, alto, de mediana edad y de expresión dulce y simple que llevaba una camisa blanca de almidón, un frac y un sombrero de paja, si bien las piernas, negras y musculosas, estaban desnudas desde las rodillas.

—¿Dónde está el comandante de este barco? —preguntó nuestro capitán dirigiéndose a este individuo.

—Yo soy el capitán —respondió, quitándose el sombrero de paja y haciendo una profunda reverencia.

—¿Usted? —replicó nuestro capitán, sorprendido—. ¿De dónde viene usted y adonde se dirige? ¿Qué cargamento lleva?

—Venimos de Aitutaki y vamos a Rarotonga —respondió el del frac—. Es un buque misionero indígena, llamado el Rama de olivo, y nuestro cargamento son dos toneladas de cocos, setenta cerdos, veinte gatos y el Evangelio.

Esta declaración fue acogida por nuestra tripulación con una risotada, interrumpida enérgicamente por el capitán, cuya expresión se tornó bruscamente de severa en urbana al avanzar hacia el misionero y estrecharle efusivamente la mano.

—Celebro haberle encontrado —dijo—, y le deseo grandes éxitos en su labor de misionero. Tenga la bondad de llevarme a su camarote, porque quiero hablar con usted en privado.

El misionero le cogió inmediatamente de la mano y, al retirarse con él, le oí decir:

—Me alegro de ver que es usted mercante; le habíamos tomado por pirata. Tenía toda la facha de ello hasta el tope de los mástiles.

No vi, ni supe jamás lo que hablaron los dos capitanes; sólo puedo decir que salieron al cabo de un cuarto de hora, que se despidieron cordialmente, y que regresamos a la goleta, que pusimos al viento y en pocos minutos dejamos muy atrás al Rama de olivo.

Aquella tarde, mientras cenábamos bajo cubierta, oí a los marineros hablar de este curioso barco.

—No me explico por qué se ha mostrado el capitán tan amable con ese tío de frac de cola de golondrina, que lleva un cargamento de cerdos y Evangelios —dijo uno—. Si hubiese sido un mercante ordinario le habría requisado todos los cerdos que le hubiese dado la gana, y después hubiera enviado al fondo del mar el barco con todo lo que quedase.

—Se conoce que eres nuevo en estos mares, Dick —replicó otro—. El capitán se ocupa de los Evangelios tanto como tú, que no te ocupas nada, pero sabe, como lo sabe todo el mundo, que los únicos sitios de estas islas del Sur donde puede atracar un buque y hacerse con lo que necesita es donde se ha predicado el Evangelio. Hay centenares de islas en este bendito momento donde desembarcar es lo mismo que si te metieses en la boca de un tiburón, como no te acompañen treinta camaradas armados hasta los dientes para guardarte las espaldas.

—Sí —dijo otro individuo que ostentaba una profunda cicatriz en la ceja derecha—. Dick es nuevo en este trabajo, pero si el capitán nos lleva por un cargamento de madera de sándalo a las Fiji, probará lo que es esta gente indígena. Por mi parte, no sé si me importa lo que les hace el Evangelio; sólo sé que cuando lo tienen en una isla, se puede comerciar y todo va como una seda, pero si no lo tienen, ni el propio Belcebú los quiere por compañía.

—En eso debes de ser buen juez —exclamó otro riéndose—, porque toda tu vida has estado en la peor compañía posible.

—¡Ralph Rover! —gritó una voz por la escotilla—. El capitán te llama a popa.

Brincando por la escalera me dirigí a la cabina, pensando en el extraño testimonio de aquellos hombres sobre los efectos del Evangelio en las naturalezas salvajes, testimonio que no ofrecía dudas sobre su autenticidad, porque era desinteresado.

Al volver al puente, después de haber hecho lo que el capitán me mandó, encontré a Bill el Sanguinario en el timón y, como estábamos solos, traté de entablar conversación, y después de repetir lo que había hablado la marinería en el castillo de proa acerca de los misioneros, dije:

—Dígame, Bill, ¿se dedica realmente esta goleta al tráfico de madera de sándalo?

—Sí, Ralph, a eso se dedica. Pero no por eso deja de ser pirata. La bandera negra que viste izada no era una broma.

—Pues entonces, ¿cómo dice usted que es una goleta mercante?

—Porque trafica cuando no puede robar, aunque roba siempre que puede, con preferencia —y añadió bajando la voz—; si hubieras visto las sangrientas hazañas que he presenciado yo en estos puentes, no tendrías necesidad de preguntarme si somos piratas. Pero no tardarás en verlo. En cuanto a los misioneros, el capitán los favorece porque le son útiles. Los isleños del mar del Sur son verdaderos demonios con figura humana y, por lo tanto, conviene que los domen los misioneros, los únicos que pueden hacerlo.

Nuestra ruta nos llevaba entre grupos de islitas, en cuyas inmediaciones nos quedábamos algunas veces parados por la calma chicha, y entonces la vigilancia en el puente y en el palo mayor eran más escrupulosas que de ordinario, porque no sólo corríamos peligro de ser atacados por los indígenas que, según deduje de varias cosas que dijo el capitán, eran extraordinariamente sanguinarios y astutos en aquel archipiélago, sino también por el riesgo que suponían los arrecifes de coral que se alzaban en los canales que separaban las islas. En algunos puntos, estos arrecifes llegaban hasta la superficie, y en otros, quedaban a pocos palmos bajo ella. Y las precauciones contra los salvajes eran muy necesarias, como tuve ocasión de ver.

Un día que estábamos detenidos por la calma entre un grupo de islas, que en su mayoría parecían desiertas, necesitábamos agua dulce, y el capitán envió un bote a tierra para traer un par de barriles. Nos habíamos engañado al creer que no había indígenas, pues apenas nos acercamos a la orilla salió del bosque una banda de negros desnudos y se reunió en la playa blandiendo garrotes y lanzas del modo más amenazador. Nuestros hombres iban bien armados, pero se abstuvieron de dar muestras de hostilidad y se acercaron con ánimo de conversar con los indígenas. Entonces vi que más de uno de los tripulantes sabían hablar, aunque imperfectamente, los dialectos del lenguaje peculiar de los isleños del mar del Sur. Cuando estuvimos a cuarenta metros de la costa dejamos de remar, y el primer contramaestre se puso en pie para dirigir la palabra a la multitud, pero los negros, en vez de contestarnos, nos arrojaron una lluvia de piedras, hiriendo gravemente a varios marineros.

Inmediatamente amartillamos los mosquetes, y ya íbamos a hacer una descarga cuando el capitán nos llamó con voz potente desde la goleta, que estaba a quinientos o setecientos metros de distancia.

—¡No hagáis fuego! —gritó airadamente—. Idos hacia aquella punta de tierra.

Los marineros se quedaron sorprendidos de la orden y empezaron a vomitar maldiciones, aunque dispuestos a obedecer, porque estaban furiosos y querían vengarse de los salvajes tanto, que tres o cuatro marineros titubearon, como dispuestos a amotinarse.

—No os enfadéis, muchachos —dijo el contramaestre—. Obedeced la orden. El capitán no es hombre capaz de aguantar insultos. Si no habla el amigo Tom el Largo, me entrego a los tiburones.

Los hombres se rieron de buena gana al apartarse de la costa, que estaba ocupada por una densa masa de salvajes en número de quinientos o seiscientos. No nos habíamos separado doscientos metros de la orilla cuando retumbó un estampido en el mar y el cañón de bronce envió un chaparrón de metralla al centro de la masa viviente, en la cual abrió ancha brecha, mientras que los únicos supervivientes huían al bosque lanzando alaridos como no he oído jamás. Entre los montones de muertos que yacían en la arena veíanse formas mutiladas retorciéndose en las ansias de la agonía, y de vez en cuando se alzaba entre la masa algún negro convulso que trataba de huir, pero caía a los pocos pasos. Se me heló la sangre al presenciar la espantosa carnicería, pero no tuve tiempo para pensar, porque sonó otra vez el vozarrón del capitán gritando:

—Remad hacia la orilla, muchachos, y llenad los barriles.

Los hombres obedecían en silencio, como si hasta sus crueles corazones se resintiesen de la bárbara matanza. Al llegar a la boca del riachuelo donde pensábamos coger el agua, lo encontramos lleno de sangre, porque muchos de los asesinados se hallaban a orillas de la corriente, un poco más arriba de su desembocadura, y habían caído bastantes al agua. Sujeto entre dos rocas vimos un cadáver que había sido arrastrado por la corriente y que parecía mirarnos con sus ojos abiertos desde la ensangrentada corriente. Nadie se atrevió ya a impedirnos el desembarco, y llevamos los barriles a un laguito situado más arriba del punto donde se había realizado la matanza, regresando después a bordo. Por fortuna, no tardó en levantarse una brisa que nos alejó del espantoso lugar, pero yo no podía apartar de la mente lo que había visto.

—Y éste es —pensé, mirando con horror al capitán que con un gesto plácido de indiferencia estaba apoyado en la borda, fumando un cigarro y contemplando las verdes y fértiles islitas que pasaban como un paisaje precioso ante nuestros ojos—; éste es el hombre que favorece a los misioneros porque le son útiles y saben domesticar a los indígenas mejor que nadie —y pensé también si le sería posible que un misionero domesticara al capitán.