Capítulo XXV

AL día siguiente la tripulación volvió a tierra con el encargo de cortar madera, y yo fui también. Durante la hora de la comida erré solo por los bosques, porque no tenía ganas de comer aquel día. No había andado mucho cuando me hallé inesperadamente en la costa, después de haber cruzado una estrecha lengua de tierra que separaba el pueblo indígena de una gran bahía. Allí encontré unos isleños muy atareados en la construcción de una de sus canoas de guerra, que estaba casi a punto de ser botada al agua. Permanecí largo rato contemplando con interés a aquellos hombres, y vi que sujetaban las maderas y las tablas de modo muy semejante al que usaba Jack para hacer nuestro bote. Pero lo que me sorprendió más fue la longitud de la embarcación. La medí cuidadosamente y resultó que tenía treinta metros y medio de largo, por lo cual tenía capacidad para trescientos hombres. Estaba provista del flotador que había visto en las canoas que visitaron la Isla de Coral, y también tenía alta la parte de la popa. Al ver a unos chicos jugando a poca distancia de la playa resolví acercarme a ellos, sin sospechar el terrible suceso que aguardaba a la terminación de aquella canoa de guerra en la que trabajaban alegremente los indígenas.

Avancé hasta los niños, tan numerosos, que empecé a creer que se trataba del campo de juego de la población, y me senté en el césped a la sombra de un plátano, para observarlos. Jamás he visto una multitud de chicos más ruidosa y más alegre. Había lo menos doscientos entre chicos y chicas, sin más vestido que el maro y el paño alrededor de las caderas los varones, y las chicas, una faldilla muy corta. No jugaban todos al mismo juego, sino que se divertían en diferentes grupos.

Un grupo se divertía con un juego muy parecido a nuestra gallina ciega; otros andaban en zancos de un metro de alto, y eran muy diestros en su manejo, pues rara vez se caían. En otro lugar vi a un grupo de niñas muy juntas y que al parecer se divertían mucho, por lo que fui a ver qué hacían, y me encontré con que la diversión consistía en abrirse los párpados con los dedos hasta poner los ojos de gran tamaño, y entonces se colocaban un trozo de paja entre ambos párpados por delante del globo del ojo y los conservaban en dicha posición. Me pareció tan estúpido como peligroso. Sin embargo, las chicas se divertían mucho viéndose la cara tan horrible. Medité bastante sobre este asunto y pensé que si las niñas supiesen lo absurdo que parecía aquello a los ojos de los mayores cuando hacen gestos, no serían tan aficionadas a hacerlos. En otro lugar había unos muchachos haciendo cometas, y no pude menos de asombrarme al ver lo parecidos que eran algunos juegos de aquellos nativos a los nuestros, aunque jamás los habían visto. Pero las cometas eran muy distintas de las nuestras en muchos aspectos, y sus formas ofrecían gran variedad. Eran de una tela fina, y los chicos las remontaban a gran altura por medio de un bramante de fibra de coco. En otros juegos que vi se notaba la depravación natural del corazón de aquellos pobres salvajes, y deseé fervientemente que llegasen los misioneros. Pero la diversión que más partidarios tenía en ambos sexos era el nadar y bucear en el mar. Su destreza era maravillosa. Al parecer, los dos juegos acuáticos principales eran, el uno ir buceando hasta una especie de tablado erigido cerca de un sitio profundo del mar y arrojarse unos a otros al agua. Algunos llegaban a una profundidad extraordinaria, otros nadaban por la superficie, se revolcaban como puercos marinos o buceaban para sorprender a los compañeros tirándolos bruscamente de una pierna o de un brazo. Parecía que no les cansaba este juego, y como el agua está muy caliente en aquellos mares, podían permanecer en ella todo el día sin pasar frío. Muchos de aquellos niños eran tan pequeños que apenas sabían nadar y, sin embargo, se acercaban torpemente a la orilla y arrojaban su rollizo y moreno cuerpecillo al agua, profunda, sin miedo ninguno, con tanta confianza como si fueran patitos.

El otro juego a que me he referido consistía en montarse en las olas. Mas como ésta es una diversión en la que tomaban parte desde los niños hasta los ancianos, y como tuve ocasión de presenciarla perfectamente al día siguiente, la describiré con más minuciosidad.

Supongo que este concurso de natación fue organizado en honor de su huésped, porque Romata fue a decírselo al capitán y le rogó que fuera a verlo.

—¿Qué clase de diversión es ésa, de montar en las olas? —pregunté a Bill al dirigirnos a la parte de la costa donde se hallaban reunidos varios miles de indígenas.

—Es la diversión predilecta de esta gente tan extraordinaria —dijo Bill dando una vuelta en la boca al trozo de tabaco de mascar que invariablemente abultaba su carrillo izquierdo—. Hay que tener en cuenta que aprenden a nadar al mismo tiempo que a andar, y mucho tiempo antes de poder hacer nada de provecho, de modo que lo mismo les da estar en el agua que en la tierra. Yo supongo que como les resultaba poco excitante andar muchos kilómetros y sumergirse muchas brazas, inventaron este juego de montar en las olas. Cada individuo, hombre o muchacho, va provisto de una tablilla con la cual se interna a nado en el mar dos kilómetros o más, y allí, al formarse una ola grande, se ponen encima la tablilla, se echan sobre ella y llegan así a la costa, en la cresta de la ola, gritando como demonios. Es una maravilla que no se estrellen en el arrecife de coral, pues seguramente si lo hiciésemos tú y yo, no daríamos por nuestra vida ni una lengüeta de ancla, al romperse la ola. ¡Mira, allá van!

Varios centenares de indígenas, entre los cuales estábamos, lanzaron un estrepitoso grito, corrieron a la playa y se lanzaron a la resaca, que se les llevó entre la espuma de la ola, al retirarse. En el punto donde nos hallábamos se juntaban con la costa el arrecife de coral, así que las magníficas olas que una reciente brisa había hecho más grandes que de ordinario, caían con estrépito a los pies de la multitud que bordeaba la playa. Durante algún tiempo los nadadores siguieron internándose en el mar pasando sobre las olas como centenares de focas negras; luego se volvieron todos, esperando una ola muy grande, y se encaramaron en la blanca cresta, echados boca abajo sobre la tabla. Así llegaron hasta la costa corriendo sobre la enorme ola y gritando y aullando de alegría con los espectadores. En el momento en que la ola monstruo se encorvó con solemne majestad para descargar su enorme peso contra la costa, la mayoría de los nadadores se dejaron escurrir hacia atrás, mientras que otros cogían su tabla y volvían a internarse en el mar para repetir la diversión. Algunos, los que me parecían más temerarios, siguieron su carrera hasta que fueron arrojados a la playa cubiertos de espuma. Uno de los últimos llegó varonilmente en la cresta de la ola y tomó tierra de un violento salto casi en el sitio donde estábamos Bill y yo. Vi por su peculiar tocado que era el jefe que estaba de huésped en la tribu. El agua del mar le había quitado casi toda la pintura que le embadurnaba el rostro, y al levantarse sofocado, a mis pies, reconocí con gran sorpresa los rasgos de Tararo, mi antiguo amigo de la Isla de Coral.

Él también me conoció, y avanzando vivamente me echó los brazos al cuello y nos frotamos las narices, con lo cual se transfirió no poca pintura de su nariz a la mía. Luego, recordando que no era este el modo de saludar de los blancos, me cogió la mano y me la estrechó violentamente.

—¡Anda! —exclamó Bill sorprendido—. ¡O has sido simpático a este mozo o sois antiguos amigos!

—Sí, es un antiguo amigo —repuse, y le expliqué en pocas palabras lo que habíamos hecho Jack, Peterkin y yo para salvarle.

Tararo dejó la tabla de montar olas y emprendió una animada conversación con Bill, en el curso de la cual me señalaba con mucha frecuencia, de lo cual deduje que el jefe estaba relatando la memorable batalla y la parte que habíamos tomado en ella. Cuando se calló le dije a Bill que le preguntase por la joven Avatea, esperando que hubiese venido acompañando a Tararo.

—Pregúntele —añadí—; quizá es esa mujer porque me parece de distinta raza que los de Fiji.

Al mencionar el nombre, el jefe se puso ceñudo y al parecer hablaba con mucha rabia.

—Tienes razón, Ralph —me dijo Bill cuando el jefe hubo acabado de hablar—; no es de Fiji, sino de Samoa. El jefe no especifica con claridad cómo llegó a este lugar, pero dice que la tomaron en una guerra y que la tiene desde hace tres años como hija, lo cual ha sido una suerte para ella, pues de lo contrario se la hubiesen comido asada como a los demás.

—¿Por qué se ha puesto Tararo de tan mal humor? —pregunté.

—Porque la muchacha es algo testaruda, como todas las mujeres, y no quiere casarse con el hombre que le toca. Según parece, cierto jefe que fue de visita a su isla se enamoró de ella, pero ella no quiere casarse porque está enamorada y ha dado palabra de casamiento a un jefe joven a quien detesta Tararo. El desdeñado se marchó en su canoa a una expedición de guerra diciendo que volvería en seis meses, esperando que en este tiempo lo pensaría mejor y no le rechazaría.

Esto ocurrió hace una semana, y Tararo dice que si no está dispuesta a irse como novia con el jefe cuando éste regrese, se la enviará como un cerdo largo.

—¡Como un cerdo largo! —exclamé con sorpresa—. ¿Qué quiere decir eso?

—Significa algo muy desagradable —repuso Bill muy serio—. Estos granujas comen hombres y mujeres como quien come cerdo, y como los cerdos asados tienen igual aspecto que los hombres asados, llaman a éstos cerdos largos. Si a Avatea la convierten en cerdo largo, creo inútil decirte que se acabó.

—¿Está en esta isla? —pregunté con interés.

—No, está en la isla de Tararo.

—¿Y dónde está esa isla?

—A unos ochenta kilómetros al Sur —respondió Bill—, pero yo...

En aquel momento fuimos sorprendidos por el grito de ¡Mao! ¡Mao! ¡Un tiburón! ¡Un tiburón!, seguido inmediatamente de un alarido que sonó claro y espantoso entre el tumulto de voces que lanzaban los salvajes en el agua y la tierra. Nos volvimos apresuradamente en la dirección de donde procedía el grito, a tiempo para ver los ojos de espanto de un indígena que levantaba los brazos. Un instante después le arrastraron las aguas. Inmediatamente se echó una canoa al agua y se pudo coger la mano del indígena, pero sólo pudo extraerse la mitad del cuerpo de las fauces del monstruo, el cual siguió a la canoa hasta que la poca profundidad del agua le impidió nadar. La cresta de la siguiente ola venía teñida de sangre al rodar hacia la costa.

En la mayoría de los países este suceso habría causado profunda impresión entre los espectadores, pero el único efecto que hizo entre los isleños fue obligarles a salirse del mar precipitadamente, temerosos de correr la misma suerte, pero tan despreocupados en lo tocante a la vida humana que acababa de perderse, que ni por un momento interrumpieron su alegría. Es cierto que el deporte de los surfistas nadadores terminó bruscamente, pero en seguida se dedicaron a otros juegos. Bill me dijo que los tiburones no suelen atacar a los surfistas, porque les asusta el inmenso número de hombres y chicos que hay en el agua y los gritos, y los golpes que dan. «Pero lo que acabas de ver —añadió— no espanta a esta gente, y mañana o pasado volverás a verlos en el agua, como si no hubiera un tiburón en todos estos mares.»

Después los indígenas celebraron un concurso de boxeo y de lucha; como eran hombres corpulentos y fornidos, se hacían bastante daño, especialmente en el boxeo. En esta diversión tomaron parte no sólo los de la clase baja, sino también los jefes y los sacerdotes. Los encuentros se terminaban rápidamente, porque no pretendían poseer un conocimiento científico del arte y no perdían tiempo en tanteos. Se iban derechos a la cabeza del contrario y descargaban los golpes con toda su fuerza. Frecuentemente caía uno de los combatientes de un solo golpe; un gigantesco luchador pegó de tal forma a su adversario que le arrancó la piel de la frente. Esta hazaña fue celebrada por los espectadores con grandes aplausos.

Durante estas exhibiciones, que para mí eran muy dolorosas, aunque debo confesar que no podía alejarme de ellas, me chocó la belleza de muchas de las figuras tatuadas en el cuerpo de los jefes y personajes principales. Una figura que me pareció muy elegante representaba una palmera y estaba tatuada en la pierna de un hombre, como si las raíces saliesen de debajo del talón y el tronco subiese por el tendón del tobillo y la graciosa copa se extendiese por la pantorrilla. Después supe que el procedimiento para tatuar era muy doloroso y largo, pues comenzaba a los diez años de edad y se continuaba a intervalos hasta los treinta. Lo hacen por medio de un instrumento de hueso con unos dientes agudos que pincha la piel. Estos pinchazos se frotan con una preparación hecha de la pulpa de la nuez-bujía mezclada con aceite de coco y la marca resulta indeleble. La operación la practican unos hombres que se dedican a esta profesión, y el tatuaje dura todo el tiempo que el paciente pueda soportarlo, que no es mucho, porque produce inflamación y dolores muy grandes y, a veces, la muerte. Algunos jefes estaban tatuados con unas líneas ornamentales a lo largo de las piernas, de manera que parecía que llevaban pantalones ajustados. Otros tenían marcas alrededor de los tobillos y en el empeine, semejando botas elegantes y estrechas. También tenían tatuado el rostro, y el pecho se lo adornaban profusamente con toda clase de dibujos: mosquetes, perros, aves, cerdos, garrotes y canoas entremezcladas con losanges, cuadrados, círculos y otras figuras de lo más arbitrarias.

Las mujeres no estaban tan tatuadas como los hombres; sólo llevaban unas cuantas marcas en los pies y en los brazos. Y debo añadir que por discutible que sea esta extraña práctica, no carece de buen efecto, pues quitan al individuo mucho de su aspecto de desnudez.

Al día siguiente, al volver de los bosques a la goleta, vimos a Romata corriendo alrededor de su casa, aparentemente muy encolerizado.

—¡Ah! —me dijo Bill—. Ya está con sus malas mañas habituales. Siempre que se emborracha se pone así. Los indígenas fabrican una especie de bebida que le sienta bastante mal, pero cuando toma coñac se pone como un tigre. Se conoce que el capitán le ha regalado como de costumbre una botella, para tenerle de buen humor. Después de beber suele dormirse y la gente que le conoce se guarda mucho de acercarse por miedo a que se despierte. Hasta retiran a los niños, porque al despertarse se levanta frenético, como estás viendo, y pega o pincha a la primera persona que se encuentra.

Sin embargo, en esta ocasión se conoce que no había encontrado ningún arma a mano, porque el enfurecido jefe rabiaba completamente desarmado. De repente divisó a un desgraciado que trataba de esconderse detrás de un árbol, se fue hacia él, y le descargó tan terrible puñetazo que le saltó un ojo. Romata se dislocó un dedo. El pobre indígena no opuso resistencia, ni siquiera trató de esquivar el golpe. Realmente, por lo que Bill decía, podía considerarse afortunado de haber escapado con vida, pues seguramente la hubiese perdido si el jefe hubiera llevado un garrote.

—¿Y no hay entre estas mismas criaturas leyes que restrinjan tales maldades? —pregunté.

—No hay ninguna —me contestó Bill—. La palabra del jefe es ley. Puede matar y comerse una docena de súbditos al día, sólo por gusto, sin que nadie lo comente.

El feroz acto fue cometido a la vista de nuestra gente que iba camino de la playa, pero no pude observar en el semblante de ninguno de los marineros otra expresión que la de una total indiferencia o desdén. Parecía espantoso que les fuera posible a los hombres llegar a tal endurecimiento de corazón y a tal insensibilidad ante la violencia y el derramamiento de sangre, pero empecé a descubrir que la constante exposición a escenas de este tipo estaba ejerciendo algo de efecto en mí, y me estremecí al pensar que yo también me estaba haciendo insensible.

Mientras me paseaba por el puente aquella noche, en las horas que permanecí de guardia, saqué la conclusión de que si yo, que aborrecía, detestaba y odiaba actos como los que había presenciado comenzaba a ser insensible, no tenía nada de extraño que aquellos pobres e ignorantes salvajes, que habían nacido y se habían criado familiarizados con ellos, no les diesen importancia y tuviesen en tan poca estima la vida humana.