Capítulo XXVIII

CON un respeto no desprovisto de miedo me quedé sentado en la claraboya de la cámara, contemplando las rígidas facciones de mi difunto compañero, mientras que mi imaginación repasaba su pasada historia y calculaba con ansiedad mi situación presente. ¡Estaba solo! Solo en medio del inmenso Pacífico, con un conocimiento imperfecto de la navegación, y a bordo de una goleta cuya maniobra requería ocho hombres lo menos. Pero no he de poner a prueba la paciencia del lector detallando minuciosamente lo que sentí y lo que hice durante los primeros días después de la muerte de mi compañero. Sólo diré que le até una bala de cañón a los pies y lo lancé, con gran pena, a las profundidades del mar.

Durante una semana larga sopló brisa firme del Este, y como mi rumbo era Oeste cuarto al Norte, avancé rápidamente hacia mi destino. No podía hacer observaciones por falta de cuadrante, pero desde el día que zarpamos de la isla de los salvajes había llevado cuenta de la dirección, y como sabía cuánto se desviaba a sotavento la goleta, esperaba dar con la Isla de Coral sin gran dificultad, y confiaba tanto más en esto cuanto que sabía la situación de la isla por la carta, que era buena.

Como el tiempo estaba bueno y me parecía que iba a durar así, y como estaba en el área de los monzones, hice los preparativos necesarios para izar la gavia. La tarea era difícil, y mis primeras tentativas fueron un fracaso completo, debido a mi reprensible ignorancia de las piezas mecánicas. El primer error que cometí fue aplicar mi aparato de garruchas y poleas a una cuerda demasiado endeble, y en cuanto tiré de ella se partió y salí tambaleándome hasta la escotilla de popa, donde me caí al tropezar con el botalón y rodé por la escalera hasta la cabina. El inesperado accidente me dejó atontado y magullado, porque podía haberme estrellado. Para que no se repitiera en la segunda tentativa, desmonté el aparejo y lo monté de nuevo con garruchas y cuerdas más gruesas. Aun cuando era correcto el principio a que me atenía, resultaba tan pesado el mecanismo que solamente la fricción y la rigidez de las gruesas cuerdas me impedían moverlo completamente. Luego conseguí hacer las cosas más proporcionadas, pero mientras las perfeccionaba, no podía menos que pensar que hubiera sido mucho mejor saber todas aquellas cosas por la observación y por el estudio que esperar a verme obligado a adquirir el conocimiento con las monótonas y dolorosas lecciones de la experiencia.

Preparado el aparejo, y en buen estado de funcionamiento, empleé gran parte del día en izar la gavia mayor y trabajar al mismo tiempo de tal forma que, con un poco de vigilancia, no perdiera el rumbo de la goleta. Gracias a esto pude andar por el puente y bajar a la cabina por las cosas que me hacían falta, y guisar y comer. Pero no me atrevía a fiarme del sistema en las tres horas que dedicaba al descanso por la noche, temiendo que saltase el viento y me apartase del derrotero mientras dormía. Por esta razón tenía que dejar quieto el barco, poniendo el timón y el velamen en tal posición que, obrando uno contra otro, conservasen estacionaria la goleta. Así, después del descanso nocturno, no tenía más que corregir la desviación y continuar mi derrota.

Es inútil decir que estaba algo inquieto por si se presentaba algún chubasco; tomé las mejores precauciones que podía en tales circunstancias, y concluí por soltar los brazos de barlovento de las gavias y las drizas al mismo tiempo, para dejarlas casi impotentes. Además, me propuse observar con frecuencia el barómetro de la cámara para ver si descendía bruscamente, y en tal caso poner en juego mis múltiples sistemas para reducir el velamen y evitar que el cambio de tiempo me cogiese desprevenido. Así navegué prósperamente durante dos semanas con buen viento. Calculé que debía de estar ya muy cerca de la Isla de Coral y la sola idea hacía que mi corazón palpitara de alegre esperanza.

El único libro que encontré a bordo, después de mucho buscar, fue un tomo de los viajes del capitán Cook. Supongo que el capitán pirata lo llevaría para orientarse y sacar datos relativos a las islas de aquellos mares. El libro me apasionó, y no sólo aprendí en él innumerables cosas interesantes acerca del mar que estaba surcando, sino que corroboré con él muchas opiniones mías derivadas de la experiencia, y pude corregir otras. Aparte de la lectura de este libro fascinante y de la rutina diaria de las ocupaciones, no me ocurrió nada de particular durante el viaje, excepto una noche en que al levantarme, después de mis tres horas de sueño, cuando aún no había amanecido, me encontré flotando en lo que parecía ser un mar de fuego azul. Había contemplado muchas veces la belleza de la luz fosforescente, pero ésta excedía a cuanto había visto. El mar parecía de leche y estaba notablemente brumoso.

Me apresuré a echar un balde al mar para coger agua y bajé a la cabina para examinarla. Apenas me hube acercado a la luz desapareció la extraña fosforescencia, pero al apagar la lámpara reapareció. El fenómeno me interesó mucho, y cogiendo un poco de agua en el hueco de la mano la dejé escurrir, y la mano quedó luminosa, pero en cuanto la expuse a la luz desapareció la luminosidad y apareció al volver a la oscuridad. Entonces cogí la lente grande del catalejo del barco y examiné con detenimiento mi mano, observando que había en ella una o dos manchas pequeñas de una sustancia transparente como gelatina, tan tenue que era casi invisible a simple vista. Así llegué a saber que la luz fosforescente que tantas veces había admirado era causada por animalitos indudablemente de la misma clase que la medusa y otros que se ven en todas las partes del mundo.

El decimocuarto día de viaje, por la tarde, me quedé dormido y me despertó un estrepitoso graznido que me estremeció, y al mirar en torno mío quedé gratamente sorprendido al ver un gran albatros cerniéndose majestuosamente sobre la goleta. Inmediatamente se me metió en la cabeza que aquél era el albatros que había visto en la Isla de los Pingüinos. Claro está que no tenía ningún fundamento para suponerlo, pero se me ocurrió la idea no sé cómo, y la acaricié mirando el ave con tanto afecto como si fuera un antiguo amigo. El albatros me acompañó durante el resto del día y me dejó al anochecer.

Al día siguiente, al comenzar a amanecer, me hallaba al pie del timón con los ojos cargados, porque había dormido mal, esperando con ansia la luz del día y escudriñando el horizonte, donde se veía algo semejante a una nube negra sobre el oscuro firmamento. Como estaba siempre alerta por si sobrevenía algún chubasco, corrí a popa. Indudablemente era un chubasco, y me puse a escuchar, porque me parecía sentir ruido del viento que se acercaba.

Inmediatamente me puse a trabajar muy rápido con mi engorroso y pesado aparejo de recoger velas, y en el espacio de hora y media quedaron achicadas la mayoría. Mientras me dedicaba a esta operación avanzó la aurora, y de vez en cuando dirigía una furtiva mirada al mar. Las cosas empeoraron, y corrí a asomarme a la borda. Se oía claramente el ruido de las olas, y en cuanto lució sobre el océano el primer rayo de sol naciente, vi... ¡Cómo! ¿Estaría soñando?... ¡Aquellas magníficas rompientes con un incesante rumor!... ¡La cumbre de aquella montaña!... ¡Sí!... ¡Tenía otra vez ante mis ojos la Isla de Coral!