Capítulo II

EL día que nuestro barco desplegó sus velas al viento y zarpó para las regiones del Sur era un día hermoso, cálido y luminoso. ¡El corazón me latía de alegría al escuchar el alegre coro de los marineros mientras tiraban de las cuerdas y levaban el ancla!

El capitán daba órdenes a voces, la tripulación corría a cumplirlas, el noble barco avanzaba a impulsos de la brisa y la costa se desvanecía gradualmente ante mi vista, mientras yo permanecía contemplándola con una especie de sensación de que todo aquello no era sino un sueño delicioso.

Lo primero que me pareció distinto de cuanto había visto en mi corta carrera marina fue cómo colocaban el ancla sobre el puente y la ataban cuidadosamente como si se despidiesen de la tierra para siempre y no volvieran a ser precisos sus servicios.

—¡Anda, muchacha! —dijo un marinero de anchas espaldas, dando una cariñosa palmada al ancla al terminarse la maniobra—. ¡Anda, muchacha! ¡Ya puedes echarte un buen sueño, porque tienen que pasar muchos días antes de que te pidamos que beses el barro otra vez!

Y así fue. ¡El ancla tardó muchos días en «besar el barro», y cuando al fin lo hizo, fue por última vez!

Iban a bordo varios muchachos, pero dos de ellos fueron mis mejores amigos. Jack Martin era un mocetón de dieciocho años, fornido y ancho de espaldas, de semblante firme, alegre y guapo. Había recibido buena educación; era listo y franco; un león en sus actos, pero de condición apacible y cariñosa.

Jack era el favorito de todos y él sentía una especial predilección por mí. Mi otro compañero se llamaba Peterkin Gay. Era pequeño, vivo, divertido y revoltoso; tendría unos catorce años de edad. Pero las travesuras de Peterkin eran casi siempre inofensivas, pues de lo contrario no lo hubieran querido tanto como le querían.

—¡Hola, chico! —dijo Jack Martin dándome una palmada en el hombro el día que me incorporé al buque—. Baja y te enseñaré tu litera. Tú y yo vamos a ser compañeros de mesa y creo que seremos buenos amigos, porque pareces simpático.

Jack no se equivocó. Él, yo y después de Peterkin llegamos a ser los mejores y más fieles amigos que se han visto zarandeados por las tempestuosas olas.

Poco he de contar de la primera parte de nuestro viaje; pasamos lo corriente por lo que se refiere al mal tiempo y al buen tiempo; vimos muchos peces curiosos, y un día me quedé encantado contemplando los saltos y evoluciones de un banco de peces voladores que se salían del agua y surcaban el aire a un palmo de la superficie. Venían perseguidos por unos delfines, a quienes sirven de comida, y uno de los peces, en su terror, voló por encima del barco, chocó con el aparejo y cayó sobre la cubierta. Sus alas eran, sencillamente, aletas alargadas, y vimos que no podía volar mucho tiempo seguido y que no se remontaba en el aire como las aves, sino que se deslizaba sobre la superficie del mar. Jack y yo nos lo comimos y nos supo muy bien.

Al acercarnos al cabo de Hornos, en el extremo sur de América, el tiempo se tornó muy frío y tempestuoso y los marineros comenzaron a contar historias acerca de los furiosos huracanes y de los peligros de aquel terrible cabo.

—El cabo de Hornos —dijo uno— es la punta de tierra más horrible por la que he doblado en mi vida. Ya la he pasado dos veces y las dos el barco estuvo a punto de destrozarse.

—Yo no la he doblado más que una vez —decía otro—, y se rompieron las velas, se helaron las cuerdas en las poleas, y como no podían funcionar estuvimos a punto de perecer.

—Yo la he doblado cinco veces —apoyaba un tercero—, y cada vez fue peor que la anterior. Los huracanes eran tremendos.

—Pues yo no la he doblado nunca —exclamó Peterkin, guiñando descaradamente un ojo— y esa vez no me pasó nada.

A pesar de los siniestros augurios, doblamos el temido cabo sin tener que aguantar tiempos demasiado duros, y a las pocas semanas navegábamos tranquilamente con una cálida brisa tropical por el océano Pacífico. Así continuamos nuestro viaje, unas veces saltando alegremente ante una brisa fresca, y otras, flotando en calma sobre la tersa superficie y pescando curiosos bichos de las profundidades, todos los cuales, aun cuando los marineros no les hacían caso, eran para mí tan extraños como interesantes y maravillosos.

Al fin llegamos a las islas de coral del Pacífico y no olvidaré jamás la alegría con que contemplaba cuando pasábamos cerca de alguna, las puras, blancas y deslumbradoras orillas y las verdes palmeras que parecían más bellas y más brillantes a la luz del sol. ¡Cuántas veces quisimos los tres compañeros desembarcar en una de ellas, imaginándonos que encontraríamos allí la felicidad perfecta! Y nuestro deseo se vio realizado más pronto de lo que esperábamos.

Una noche, a poco de entrar en los trópicos, nos cogió una tempestad espantosa. La primera ráfaga de aire se llevó dos mástiles, dejando en pie nada más que el trinquete, e incluso éste nos sobraba, porque no nos atrevíamos a colgar de él ni el cabo de una vela. La tempestad descargó su furia durante varios días barriendo todo lo que había en los puentes, excepto un bote pequeño. El timonel iba atado a la rueda por miedo a que se le llevase el agua y todos nos dimos por perdidos. El capitán declaró que no tenía idea del punto en que nos hallábamos, porque habíamos sido arrastrados muy lejos de nuestra ruta y temimos hallarnos entre los peligrosos arrecifes de coral, tan numerosos en el Pacífico. Al amanecer el sexto día de huracán vimos tierra a proa. Era una isla rodeada de un arrecife de coral, contra el cual se estrellaban furiosamente las olas. Dentro del arrecife el agua estaba en calma, pero no se distinguía más que una estrecha abertura para penetrar en el interior. Gobernamos hacia aquella abertura, pero al llegar a ella rompió contra la popa una ola tremenda que arrancó de cuajo el timón, dejándonos a merced de los vientos y de las olas.

—Todo ha concluido, muchachos —dijo el capitán a la tripulación—. Preparad el bote para echarlo al agua, porque antes de media hora estaremos sobre las rocas.

Los marineros obedecieron en tétrico silencio, porque comprendían que ofrecía muy pocas esperanzas de resistencia un bote tan pequeño en un mar semejante.

—Venid, muchachos —dijo de pronto Martin con tono grave mientras estábamos en el alcázar aguardando nuestro destino—. No nos separaremos. Ya veis que es imposible que ese botecito pueda llegar a la costa tan cargado de hombres. Seguramente zozobrará, por eso yo prefiero valerme de un remo grande. Estoy viendo con el telescopio que el barco va a chocar con la cola del arrecife donde rompen las olas. Si logramos permanecer montados en el remo hasta que las aguas lo arrojen sobre los rompientes, quizá podamos ganar la costa. ¿Qué decís? ¿Os queréis unir a mí?

De muy buen grado accedimos a seguir a Jack, porque nos inspiraba confianza, aunque por el tono triste de su voz se comprendía que abrigaba muy pocas esperanzas. Y ciertamente, al contemplar las blancas olas que azotaban el arrecife y hervían furiosamente junto a las rocas, se comprendía que no restaba sino un paso entre nosotros y la muerte.

El barco se hallaba ya muy cerca de las rocas. La tripulación estaba preparada con el bote y el capitán junto a ellos dando órdenes, cuando vino hacia nosotros una ola inmensa. Mis dos compañeros y yo corrimos a asirnos a nuestro remo, y apenas lo habíamos alcanzado cuando cayó la ola sobre el puente con el retemblar de un trueno. En el mismo instante el buque chocó y el palo trinquete se rompió al ras del puente y rodó a un costado arrastrando al bote y a los hombres. Nuestro remo se enredó en el aparejo y Jack cogió un hacha para dejarlo libre; pero por el efecto del movimiento del buque, en vez de dar a la jarcia, clavó profundamente el hacha en el remo. Por fortuna, otra ola vino a liberarnos, y un instante después luchábamos en el revuelto mar, asidos al remo. La última cosa que vi fue el bote dando vueltas en el agua y a todos los marineros a merced de las olas espumosas. Entonces perdí el conocimiento.

Al volver de mi desmayo me encontré tendido sobre un banco de mullida hierba, al abrigo de una roca salediza. Peterkin, de rodillas a mi lado, me humedecía las sienes con agua y trataba de contener la sangre que me brotaba de una herida que tenía en la frente.