Capítulo IV

SENTADOS en una roca nos pusimos a examinar nuestros bienes personales. Al llegar a tierra después del naufragio, mis compañeros se habían quitado parte de la ropa y la habían tendido al sol para que se secase, pues aun cuando el huracán soplaba con toda su furia, no había una sola nube en el cielo. A mí también me habían dejado medio desnudo para poner mi ropa a secar. Por eso lo primero que hicimos fue vestirnos; después nos registramos los bolsillos con el mayor detenimiento, extrayendo lo que contenían y poniéndolo en una piedra blanca que teníamos delante. Como éramos perfectamente conscientes de nuestra situación, sacamos con no poca ansiedad hasta el forro de los bolsillos para que no se nos escapase nada. Cuando todo estuvo reunido, vimos que el inventario de nuestros bienes arrojaba las siguientes partidas: Primera, un cortaplumas pequeño de una sola hoja, rota por la mitad y muy oxidada y que, además, tenía dos o tres muescas en el filo. (Peterkin, que todo lo tomaba a broma, dijo que así podía servir de sierra y de navaja, lo cual era una gran ventaja.) Segunda, un lapicero viejo de latón, sin barra. Tercera, un trozo de cuerda de unos seis metros de largo. Cuarta, una aguja de coser redes de tamaño mediano. Quinta, un catalejo marino, el que tenía yo en la mano al chocar el barco y que tuve agarrado durante el tiempo que estuve en el agua. A Jack le había costado mucho trabajo quitármelo mientras permanecía sin conocimiento en el suelo. Dicen que los que se ahogan se agarran a una paja. Quizá me pasase a mí algo parecido, porque no sabía lo que tenía en la mano cuando naufragamos. Ahora me alegraba de tenerlo en nuestro poder, aunque no veía clara su utilidad, puesto que estaba roto el cristal del extremo delgado. El sexto artículo era un anillo de latón que Jack llevaba puesto siempre en el dedo meñique. Yo no me explicaba por qué se lo ponía, pues Jack no era presumido, ni al parecer le interesaban los ornamentos de ninguna clase. Peterkin decía que era recuerdo de una muchacha, pero jamás nos habló de ella a ninguno de los dos. Me figuro que Peterkin lo decía en broma o nos estaba equivocando. Además de estos artículos teníamos un poco de yesca y la ropa de cada cual, que era la siguiente:

Unos calzones de lona cada uno y unos zapatos gruesos de marino. Jack llevaba una camisa de franela roja, una blusa azul, un gorro de grumete, unos calcetines y un pañuelo de algodón estampado con dieciséis retratos del almirante Nelson y la bandera inglesa en el centro. Peterkin llevaba una camisa de franela rayada, por fuera de los pantalones y atada la cintura, y un sombrero redondo de paja negra. No tenía chaqueta ni blusa, porque se las había quitado antes de que cayéramos al mar, pero esto tenía poca importancia, porque el clima de la isla era extremadamente templado, tanto que Jack y yo solíamos ir sin blusa. Peterkin tenía también un par de calcetines blancos de algodón y un pañuelo azul moteado de blanco.

Mi atuendo consistía en una camisa de franela azul, una blusa del mismo color, una gorra negra y un par de calcetines de punto, además de los zapatos y los calzones ya mencionados. Esto era cuanto poseíamos, pero cuando pensábamos en el peligro que habíamos corrido y en lo mucho peor que hubiera sido que el buque hubiese chocado de noche, nos dábamos por satisfechos con lo poco que teníamos, aunque debo confesar que a veces deseábamos que hubiese sido algo más. Mientras examinábamos estas cosas y hablábamos de ellas, Jack hizo un brusco ademán exclamando:

—¡El remo! ¡Se nos ha olvidado el remo!

—¿Qué falta nos hace? —replicó Peterkin—. Hay en la isla madera suficiente para hacer mil remos.

—Sí, pero el nuestro tiene un fleje de hierro en la pala que puede sernos muy útil.

—Tienes razón; vamos a buscarlo.

Los tres nos levantamos para dirigirnos a la orilla y como yo estaba débil por la pérdida de sangre, mis compañeros empezaron a dejarme atrás. Jack se dio cuenta y volvió para ayudarme a andar, con su bondad característica. Esta era la primera vez que me daba cuenta del lugar donde nos hallábamos, porque al recobrar el conocimiento estaba en un sitio rodeado de espesa vegetación que ocultaba casi el panorama. Ahora, al salir al terreno descubierto de la playa y contemplar la belleza del paisaje, se me alegró el corazón y se levantaron mis ánimos. El huracán había cesado bruscamente, como si hubiera soplado furiosamente hasta estrellar nuestro buque y no le quedase más que hacer una vez realizada la hazaña. La isla era montañosa y estaba casi enteramente cubierta de árboles, plantas y arbustos de lo más bello y vistoso. Por entonces no sabía el nombre de ninguno de ellos, excepto el de los cocoteros, que reconocí en seguida por los muchos grabados que había visto en mi tierra. Una playa de arena, de una blancura deslumbrante, bordeaba la verde costa, sobre la que se agitaba suavemente el agua, lo cual me sorprendió mucho, porque recordaba que en mi país el oleaje duraba hasta mucho después de cesar la tempestad. Pero al mirar el mar vi en seguida la causa. A cosa de una milla mar adentro, se veían rodar grandes olas, como una pared verde, que se estrellaban y deshacían en el bajo arrecife de coral, levantando espuma blanca que saltaba formando como nubes, a veces muy altas, en las que lucía por instantes, acá y allá, un hermoso arco iris. Después vimos que el arrecife de coral rodeaba por completo la isla y formaba un rompeolas natural.

Fuera de este rompeolas, el mar se agitaba violentamente por los efectos de la pasada galerna, pero entre el arrecife y la orilla de la isla el agua estaba tan serena como en un lago.

Me es imposible expresar la alegría que experimentaba ante la belleza de lo que nos rodeaba, y por la expresión de mi compañero comprendí que también disfrutaba con la esplendidez del paisaje, mucho más agradable después de un largo viaje por mar. La brisa era fresca, pero la temperatura era deliciosamente templada, y las ráfagas de la parte de tierra venían saturadas de los más exquisitos aromas que pueden imaginarse. Mientras nos deleitábamos contemplando tantas bellezas, fuimos sorprendidos por un estrepitoso «¡Hurra!» de Peterkin, y al dirigir la vista a la orilla del mar vimos a nuestro compañero dando brincos y volteretas como un mono y tirando de vez en cuando, con todas sus fuerzas, de algo que había en el suelo.

—¡Qué chico más extravagante! —dijo Jack, cogiéndome del brazo para correr—. Vamos a ver qué le pasa.

—¡Venid, muchachos, venid! ¡Hurra! Tenemos lo que nos hacía falta —gritó Peterkin cuando estuvimos más cerca, y tirando de algo con todas sus fuerzas—. ¡De primera! ¡Es la fetén!

Creo casi innecesario decir a mis lectores que mi compañero Peterkin tenía la costumbre de usar frases tan notables como peculiares, y confieso que por mi parte no entendía muchas veces el significado, como, por ejemplo, «¡la fetén!»; pero considero que es mi deber contar todo lo relativo a mis aventuras ciñéndome a la verdad si la memoria me ayuda, escribo con la mayor aproximación posible las palabras que mi compañero pronunciaba. Muchas veces pregunté a Peterkin el significado de «fetén», y siempre me contestaba riéndose a carcajadas. Sin embargo, observando las ocasiones en que la empleaba, comprendí que indicaba que algo era extraordinariamente bueno o afortunado.

Al llegar donde estaba, encontramos a Peterkin tratando inútilmente de arrancar el hacha que tenía clavada el remo, y con la cual, como se recordará, Jack había querido cortar las cuerdas en que estaba enredado el remo—. Por fortuna para nosotros el hacha había quedado clavada, y ahora ni Peterkin con la fuerza que tenía podía arrancarla.

—¡Ya lo creo que es una suerte! —exclamó Jack dando un tirón al hacha y separándola del remo—. Esto vale para nosotros más que mil navajas. Y tiene el filo perfectamente nuevo y afilado.

—Por mi parte respondo de la fortaleza del mango —dijo Peterkin—. Casi me arranco los brazos de tanto tirar de él. ¡Pero qué suerte tenemos! ¡Hay hierro en la cuchilla! —y al decir esto, señaló un trozo de fleje de hierro que había alrededor de la palma del remo para que no se abriese.

El descubrimiento también era afortunado. Jack se puso de rodillas, y con el filo del hacha empezó a sacar los clavos cuidadosamente. Pero como estaban muy bien clavados, y la operación embotaba el filo del hacha, nos llevamos el remo al lugar donde habíamos dejado nuestras demás cosas, con idea de quemar la madera para dejar suelto el hierro en la ocasión oportuna.

—Ahora, compañeros —dijo Jack después de dejar el remo en la piedra sobre la que estaban nuestros bienes—, propongo que vayamos al punto donde chocó el buque, que sólo dista un cuarto de milla, a ver si el agua ha arrojado algo a la costa. No espero nada, pero bueno es verlo. Cuando volvamos será hora de preparar la cena y las camas.

—¡De acuerdo! —exclamamos Peterkin y yo al unísono, y lo mismo hubiésemos contestado a cualquier otra proposición de Jack, porque además de ser mayor y más fuerte y alto que nosotros, era un muchacho muy listo y creo que incluso personas de más edad se hubieran dejado guiar por él, especialmente si se trataba de realizar alguna empresa arriesgada.

En el camino hacia la blanca playa que bajo los rayos del sol poniente relucía hasta el punto de hacer daño a la vista, Peterkin cayó bruscamente en la cuenta de que no teníamos nada de comer, como no fueran las bayas silvestres que crecían profusamente a nuestros pies.

—¿Qué hacemos, Jack? —dijo con un gesto de contrariedad—. ¡Tal vez sean venenosas!

—No tengas miedo —repuso Jack con confianza—: he observado que algunas son muy parecidas a las que se comen en nuestro país. Además, he visto uno o dos pájaros muy raros comiéndolas, y si no matan a las aves, tampoco nos matarán a nosotros. ¡Además, mira, Peterkin! —continuó Jack señalando la copa de un cocotero—. Hay cocos en todos los estados de madurez.

—¡Es verdad! —exclamó Peterkin que, como era poco observador, se había distraído con otras cosas y no había visto lo que se criaba en las alturas. Pero por muchas faltas que pudiera tener nuestro compañero, no podía tachársele de falta de actividad. Apenas vimos los cocos trepó por el alto tronco del árbol como una ardilla, y a los pocos minutos descendió con tres cocos del tamaño del puño de un hombre.

—Mejor será que los guardemos para el regreso —dijo Jack—. Acabemos nuestro trabajo antes de comer.

—Como gustéis, capitán. ¡Avante! —exclamó Peterkin metiéndose los cocos en los bolsillos de los calzones—. Realmente ahora no tengo ganas de comer, pero daría cualquier cosa por beber. ¡Quién pudiera encontrar una fuente! Pero no veo rastro de ninguna. Dime, Jack, ¿cómo te las arreglas para saberlo todo? Ya nos has dicho el nombre de media docena de árboles y, sin embargo, afirmas que no has estado nunca en los mares del Sur.

—Yo no lo sé todo, Peterkin; de eso no tardarás en convencerte —repuso Jack sonriéndose—, pero he leído muchos libros de viajes y aventuras, y eso me ha hecho conocer muchas cosas que acaso no sepas tú.

—Todo eso es conversación, Jack. Si te da por atribuir todo a los libros, voy a olvidar el buen concepto que tengo de ti —exclamó Peterkin con gesto de desdén—. He conocido muchos sujetos que siempre andaban devorando libros, y en cuanto se trataba de hacer algo eran más inútiles que un mono.

—Tienes razón —repuso Jack—. Y yo he visto muchos individuos que jamás habían mirado un libro y que no sabían nada de nada, aparte de las cosas que habían visto, e incluso de éstas sabían muy poco. ¡Tan ignorantes eran, que no sabían que los cocos se crían en un árbol que se llama cocotero!

No pude menos de reírme de la réplica, porque había mucho de verdad en ella en cuanto a la ignorancia de Peterkin.

—¡Bah!, tal vez tengas razón —repuso Peterkin—, pero yo no daría dos cuartos por un hombre de libros, si no tiene otras cualidades.

—Ni yo tampoco —dijo Jack—, pero no es una razón para menospreciar los libros ni para censurarme a mí por haberlos leído. Suponte que ahora quisieras construir un barco y que yo te diera una larga y detallada explicación del modo de hacerlo. ¿No te sería muy útil?

—¡Indudablemente! —respondió Peterkin riéndose.

—Y suponte que escribiera la explicación en vez de dártela de palabra. ¿Sería menos útil?

—Hombre..., no, quizá no.

—Bueno; sigue suponiendo que imprimiera lo escrito y que te lo enviara en forma de libro. ¿No seguiría siendo tan buena y tan útil la lección como hablada y como escrita?

—¡Vaya, vaya! ¡Eres un filósofo, y eso es peor todavía! —exclamó Peterkin con gesto de fingido horror.

—Vamos a ver una cosa, Peterkin —dijo Jack deteniéndose a la sombra de un cocotero—. Hace un momento dijiste que tenías sed. Bien, sube a este árbol y trae un coco que esté verde.

Peterkin se mostró sorprendido, pero viendo que Jack hablaba en serio, le obedeció.

—Ahora hazle un agujero en la cáscara con el cortaplumas y póntelo en la boca —dijo Jack.

Peterkin hizo lo que se le indicaba, y Jack y yo nos echamos a reír al ver el cambio que se operó en su rostro expresivo. Apenas se hubo puesto el coco en la boca y echó hacia atrás la cabeza para beber lo que salía del agujero, abrió desmesuradamente los ojos de puro asombro, mientras que su garganta se movía vigorosamente tragando. Luego se dibujó en su semblante una sonrisa y un gesto de intensa satisfacción. La única que no cambiaba de gesto era la boca, porque seguía firmemente adherida al agujero del fruto. En cambio parecía que los ojos hablaban. Al fin se detuvo, y lanzando un resoplido exclamó:

—¡Esto es néctar! ¡Qué cosa más rica! Te digo, Jack, que eres el mozo más simpático y mejor que he conocido. ¡Pruébalo! —agregó, volviéndose hacia mí y poniéndome el coco en la boca.

Bebí inmediatamente y, en efecto, quedé sorprendido de lo delicioso que era el líquido que caía en mi garganta. Estaba muy fresco y tenía un gusto entre dulce y ácido; era lo más parecido a limonada, agradable y refrescante. Le di el coco a Jack, quien después de haberlo probado dijo a Peterkin:

—Ahí tienes, niño incrédulo. En mi vida he visto ni he probado más cocos que los que se venden en las fruterías, pero una vez leí que los cocos verdes contienen esta bebida tan agradable, y ya ves que es verdad.

—¿Y qué es lo que contiene el coco maduro? —preguntó Peterkin.

—Es como una almendra hueca llena de un líquido semejante a la leche, pero no quita la sed tan bien como el hambre. Creo que es un alimento muy sano.

—¡Comida y bebida en un mismo árbol! —exclamó Peterkin—. Y luego el mar para bañarnos y el suelo para dormir... ¡Y todo gratis! ¡Vamos a estar estupendamente, compañeros! Este debe ser el antiguo paraíso. ¡Hurra! —y Peterkin tiró al aire su sombrero de paja y echó a correr por la playa como un loco, dando gritos de alegría.

Más adelante vimos que aquellas bellísimas islas eran muy distintas del Paraíso en muchas cosas. Pero ya hablaremos de esto a su debido tiempo.

Habíamos llegado al punto de las rocas donde había chocado el buque, y no encontramos ni un solo objeto, por más que buscamos detenidamente entre el coral, que en aquel sitio avanzaba hasta juntarse casi con el arrecife que rodeaba la isla. Pero cuando íbamos a retirarnos vimos algo negro flotando en una ensenadita en la que no nos habíamos fijado hasta entonces. Corrimos a ver lo que era, y sacamos del agua una larga y gruesa bota de cuero, como las que usan los pescadores, y un poco más allá encontramos la compañera. En seguida nos dimos cuenta de que eran las del capitán, porque las había tenido puestas durante la tempestad para protegerse los pies de las olas que barrían la cubierta. Lo primero que se nos ocurrió al verlas fue que se había ahogado nuestro querido capitán, pero Jack me tranquilizó diciéndome que si el capitán se hubiera ahogado con las botas puestas, seguramente el mar le hubiera arrojado a la playa con ellas. Lo más probable era que se las hubiera quitado en el agua para nadar con más soltura.

Peterkin se las puso inmediatamente; le estaban tan grandes que, como dijo Jack, le podían servir de botas, pantalones y chaqueta. Yo me las probé también, pero aunque me estaban bien en lo tocante a la caña dada la longitud de mis piernas, me estaban muy anchas en el pie. Después se las di a Jack, que quería que fueran para mí, pero no lo consentí, porque a él le estaban como hechas a la medida. Por eso se quedó con ellas al fin, pero se las puso pocas veces, porque eran muy pesadas.

Comenzaba a oscurecer cuando regresamos a nuestro campamento, por lo cual aplazamos hasta el día siguiente nuestra visita a lo alto del monte, y empleamos la luz que quedaba en cortar palos y unas hojas muy anchas de un árbol cuyo nombre ignorábamos. Con estos elementos construimos una especie de choza para pasar la noche. No era de absoluta necesidad el refugio, porque el ambiente de nuestra isla era delicioso, pero como no estábamos acostumbrados a pasar la noche al raso, no nos agradaba la idea de dormir al descubierto. Además, nuestra choza o cobertizo nos libraría del rocío y de la lluvia, si caía durante la noche. El suelo lo cubrimos de hojas y hierbas secas, y pensamos en la cena.

Entonces caímos en la cuenta de que no teníamos medios de encender lumbre.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Qué hacemos? —dijo Peterkin y tanto él como yo miramos a Jack, a quien siempre nos dirigíamos cuando había dificultades. Jack se mostraba bastante perplejo.

—Indudablemente en la playa hay pedernales de sobra —dijo—, pero no nos sirve de nada sin eslabón. Sin embargo, haremos una prueba —y así se dirigió a la playa y volvió en seguida con dos pedernales. Puso encima de uno de ellos la yesca y trató de encenderla, aunque no pudo arrancar más que chispas muy pequeñas, y como la yesca era mala y dura, no se prendió. Entonces probó a encender con el hierro, que no arrancó chispa ninguna al pedernal, y después ensayó el lomo del hacha, fracasando también. Durante estos ensayos Peterkin permanecía con las manos en los bolsillos, contemplando el semblante, cada vez más melancólico, de nuestro camarada ante los sucesivos fracasos.

—A mí me tiene sin cuidado que la comida esté cocida o no..., quizá no necesita cocerse siquiera; lo que no me gusta es cenar a oscuras después de haber tenido un día tan espléndido. ¡Oh! ¡Ya tengo el remedio! —exclamó animándose—. ¡El cristal de aumento del catalejo!

—Pero olvidas que no hace sol —le dije.

Peterkin se quedó silencioso. En su brusco recuerdo del catalejo se había olvidado por completo de la ausencia del sol.

—¡Ahora sí que lo tengo! —exclamó Jack levantándose y cortando una rama de un arbusto, a la que quitó las hojas—. Recuerdo haberlo visto hacer una vez en nuestro país. Dame un trozo de cuerda.

Con la cuerda y la rama hizo un arco, luego cortó un trozo de más de ocho centímetros de largo de una rama seca, a cuyos extremos sacó punta. Alrededor de esta ramita pasó la cuerda del arco, y apoyó en el pecho uno de los extremos puntiagudos, poniéndose previamente un tarugo a modo de escudo, y la otra punta la puso sobre la yesca. Entonces hizo un vigoroso movimiento de vaivén con el arco, como hacen los herreros para abrir agujeros en el hierro. A los pocos segundos la yesca comenzó a humear; en menos de un cuarto de hora estábamos bebiendo nuestra limonada y comiendo cocos, alrededor de una hoguera suficiente para asar un cordero, mientras que el humo, las llamas y las chispas subían entre las anchas hojas de las palmeras y proyectaban un cálido resplandor sobre nuestra choza de hojarasca.

Aquella noche veló nuestro sueño el cielo estrellado, que nos miraba a través de las copas de los árboles, y nos arrulló el lejano ruido de la resaca en el arrecife de coral.