Capítulo V
¡ES una maravilla despertarse con la frescura de la mañana y encontrarse el sol en los ojos con un brillo deslumbrador! ¡Es hermoso oír cantar a las aves en las ramas y escuchar el murmullo de un riachuelo o el ruido de las olas al morir en la playa! A cualquier hora y en cualquier sitio son encantadores estos ruidos y estas vistas, pero aún más cuando al despertar uno se encuentra y se ve por primera vez en una situación nueva y romántica, con el suave aire de un clima tropical mezclado con el aroma fresco del mar, agitando las hojas exóticas que se estremecen en lo alto y a nuestro alrededor o escarolando el plumaje de las extrañas aves que vuelan ansiosas, como preguntando qué asunto nos obliga a colarnos allí sin haber sido invitados. Cuando me desperté a la mañana siguiente del día del naufragio, me hallaba en el más delicioso estado, y mientras que, echado boca arriba en mi cama de hojas, contemplaba el cielo azul claro que se distinguía entre las ramas de los cocoteros y observaba las nítidas y blancas nubecillas que pasaban lentamente, mi corazón se llenaba más y más de una alegría que jamás he vuelto a sentir de modo semejante.
De pronto me acordé de mi Biblia, porque había cumplido fielmente la promesa que le hice a mi madre al embarcar, y no dejé de leer un capítulo todas las mañanas, y con gran desconsuelo me acordé que la había dejado a bordo. Esto me disgustó, pero me consolé reflexionando que podía seguir cumpliendo la segunda parte: mi promesa de no olvidarme nunca de rezar, así que me levanté silenciosamente, para no despertar a mis compañeros que aún dormían, y me interné entre los arbustos para cumplir mis deberes religiosos.
A mi regreso mis compañeros seguían durmiendo, y yo me eché otra vez para meditar sobre nuestra situación. En aquel momento me llamó la atención un papagayo muy pequeño, que estaba encaramado en una rama que caía por encima de la cabeza de Peterkin, y me quedé absorto de admiración ante el plumaje verde brillante del ave, en el que se mezclaban otros colores vistosos. Mientras la contemplaba observé que volvía lentamente la cabeza de un lado a otro y miraba hacia abajo, primero con un ojo y luego con el otro. Entonces me fijé en que Peterkin tenía abierta la boca, y que esto era lo que miraba el pájaro. Peterkin solía decir que en la composición de mi ser no había un átomo de espíritu cómico y que jamás entendía una broma. En esto último quizá tuviese razón, aunque me parece que, una vez explicadas, entendía las burlas como otro cualquiera, pero en cuanto a lo primero debía de estar equivocado, porque aquel ave me parecía extremadamente cómica, y no pude menos que pensar que si se escurría o se partía la rama y caía en la boca de Peterkin, también a él le resultaría divertido. De repente, el papagayo bajó la cabeza y lanzó un estrepitoso graznido ante la cara del durmiente. Esto le despertó, y haciendo un gesto de sorpresa se incorporó, espantando al pájaro travieso.
—¡Quítate de ahí, monstruo! —exclamó Peterkin, amenazando al ave con el puño cerrado. Luego bostezó, se frotó los ojos y preguntó qué hora era.
Me reí de la pregunta, y le respondí que no lo sabía porque nuestros relojes estaban en el fondo del mar, pero que era un poco más tarde de la hora a la que sale el sol.
Peterkin empezó a recordar dónde estábamos. Contempló el cielo despejado, aspiró el aire, sus ojos brillaron de alegría, lanzó un débil «¡hurra!», y volvió a bostezar. Luego miró lentamente alrededor, hasta que vio el mar en calma a través de los arbustos. Entonces se levantó bruscamente, como si hubiera recibido una sacudida eléctrica, dio un grito vehemente, se quitó la ropa, y corriendo por la blanca arena se tiró al agua. El grito despertó a Jack, que se incorporó y se apoyó en un codo, con expresión de grave sorpresa, pero a ésta siguió una plácida sonrisa de inteligencia al ver a Peterkin en el agua. Con una energía que no demostraba en los momentos de excitación, Jack se puso en pie de un salto, se desnudó, se echó hacia atrás el pelo y, con saltos de león, corrió hasta la arena y se zambulló en el mar tan impetuosamente que envolvió a Peterkin en una nube de agua. Jack era un nadador y un buceador excelente, y después de la zambullida no volvimos a verle hasta unos minutos después, en que asomó a muchos metros de la orilla gritando de alegría. Al ver todo esto me animé también, y quitándome tranquilamente la ropa quise imitar los vigorosos saltos de Jack, pero fui tan torpe que tropecé con el tocón de un árbol y me caí; luego me escurrí en una piedra y volví a besar el suelo, con gran regocijo de Peterkin, que se reía a carcajadas y me llamaba carroza mientras que Jack gritaba:
—Ven, Ralph, yo te ayudaré.
Una vez en el agua me porté muy bien, porque realmente era buen nadador y también sabía bucear. No igualaba, ni mucho menos, a Jack, que era el mejor nadador que he visto en mi vida, pero era infinitamente mejor que Peterkin, que sabía nadar poco y no buceaba nada.
Mientras Peterkin jugaba en el agua poco profunda o corría por la playa, Jack y yo buscamos las aguas profundas, y de vez en cuando buceábamos para sacar piedras. No olvidaré la sorpresa y admiración que me causó el fondo de aquellas aguas. Como ya he dicho antes, el agua, dentro del arrecife, estaba tan serena como un lago, y al no hacer viento, estaba tan transparente que se veía perfectamente el fondo a veinte o veinticinco metros de profundidad. Al bucear Jack y yo en las aguas poco profundas, esperábamos encontrar arenas y piedras, pero en vez de ser así, nos encontramos con lo que realmente parecía un jardín encantado. Todo el suelo del lago, como habíamos empezado a llamar a las serenas aguas del fondo del arrecife, estaba cubierto de corales de todos tamaños, formas y colores. Unos parecían grandes hongos, otros parecían la cabeza de un hombre con su cuello; la especie más común era un coral que formaba ramas de preciosos colores, rosa pálido unas y otras de blanco puro. Entre éstos crecían grandes cantidades de algas con los matices más preciosos que se pueden imaginar y de formas encantadoras, y entre los floridos lechos de este jardín submarino nadaban innumerables peces azules, rojos, amarillos, verdes y rayados, que no se espantaban al vernos.
Al volver a la superficie para respirar, después de nuestra primera zambullida, Jack y yo salimos juntos.
—¿Has visto en tu vida algo más bonito que esto, Ralph? —me preguntó, sacudiéndose el agua del cabello.
—Nunca —respondí—. Parece un cuento de hadas. Me cuesta trabajo creer que no estoy soñando.
—¡Soñando! —exclamó Jack—. Por mi parte casi estoy por creer que soñamos realmente. Pero si es así, voy a sacar partido de la situación soñando otra vez. ¡Abajo, muchacho!
Nos zambullimos por segunda vez, manteniéndonos juntos mientras nos hallábamos debajo del agua, y me quedé muy sorprendido al notar que podía permanecer sumergido mucho más tiempo que cuando buceaba en los mares de mi país. Me figuro que esto se debía al calor del agua, tan templada, que podíamos permanecer en ella dos o tres horas sin sentir los desagradables efectos que solíamos experimentar en Europa cuando prolongábamos los juegos acuáticos. Al llegar al fondo, Jack se asió a los tallos de coral y luego anduvo a gatas mirando las algas y examinando los intersticios de las rocas. Observé también que cogió una o dos ostras grandes y que se las quedó en la mano como si se propusiese sacarlas, y yo le imité cogiendo otras cuantas. De repente intentó coger un pez con rayas amarillas y azules, y llegó a tocarle la cola, pero se le escapó. Entonces se volvió hacia mí y trató de reírse, pero apenas lo hubo hecho saltó como una flecha a la superficie; yo le seguí y le encontré muy sofocado tosiendo y echando agua por la boca, pero a los pocos minutos se tranquilizó y emprendimos el regreso a la orilla.
—¡Quería reírme bajo el agua, Ralph! —exclamó.
—Ya lo he visto —repuse—, y también he visto que has estado a punto de pescar el pez por la cola. Hubiera sido un excelente alimento, si lo hubieses conseguido.
—Ya tenemos bastante desayuno —repuso, alzando las ostras al tomar tierra y echar a correr por la playa—. Peterkin, abre esas ostras mientras nos vestimos Ralph y yo. Harán una combinación excelente con los cocos, no te quepa duda.
Peterkin, que ya estaba vestido, cogió las ostras y las abrió con el filo del hacha, exclamando:
—¡Pardiez! ¡A mí me gustan mucho!
—Yo me encargaré de que no te falten, porque tú buceas menos que un gato, señor Peterkin. ¡Pero como te portes mal te dejo sin ostras para almorzar!
—Me alegro de la perspectiva de un almuerzo, porque tengo un hambre atroz —dije.
—Pues tápate la boca con eso, Ralph —dijo Peterkin, acercándome a los labios una ostra muy grande. Yo abrí la boca y la devoré en silencio, porque estaba buena de veras.
Después nos pusimos a hacer los preparativos muy en serio para pasar el día. La lumbre no ofreció dificultad ninguna, porque nuestra lente era superior y concentraba admirablemente los rayos del sol. Mientras asábamos unas ostras y comíamos cocos sostuvimos una larga y animada conversación acerca de nuestros planes para el porvenir.