Capítulo XIII

—OYE, Jack —dijo Peterkin cierta mañana, tres semanas después de haber vuelto de nuestra larga excursión—; hoy vamos a divertirnos haciendo algo más animado. Estoy harto de clavar, machacar, cortar y arreglar la madera para este bote que estamos haciendo, que es más difícil de construir que el arca de Noé. Vamos a hacer una excursión a la cumbre de la montaña; vamos a cazar patos silvestres o a matar cerdos. Estoy más aplanado que una torta y necesito algo que me levante, que me espabile y que me agite. ¡Eh! ¿Qué dices?

—Bueno —repuso Jack, soltando el hacha con la que se dirigía al bote en construcción—; si es eso lo que necesitas, te recomiendo que hagas una excursión a los chorros de agua. La vez que estuvimos te elevó a una altura considerable uno de ellos, y quizá tropieces con otro que te lance más alto, siempre que seas moderado y razonable en tus esperanzas.

—Veo, mi querido Jack, que te vas aficionando a las bromas —dijo Peterkin muy serio—. Es una cosa que no apruebo, y si no te quitas la costumbre, sentiré que tengamos que separarnos por nuestro mutuo bien.

—Bueno —repuso Jack sonriéndose—, ¿qué es lo que quieres?

—Ya te lo he dicho; hacer algo.

—¡Hombre! —tercié—. Ahora recuerdo que no hemos descubierto todavía la naturaleza de aquella especie de bicho que vimos cerca de los chorros, en nuestra excursión alrededor de la isla. Quizá fuese bueno ir a verlo otra vez.

—¡Hum! —refunfuñó Peterkin—. Yo conozco bastante bien la naturaleza de ese bicho.

—¿Qué es? —pregunté.

—De naturaleza muy misteriosa seguramente —respondió moviendo la mano, levantándose del tronco en el que estaba sentado, ciñéndose el cinturón y metiendo en él su enorme cachiporra.

—Bien, vámonos a los chorros de agua —dijo Jack dirigiéndose a la choza para coger el arco y las flechas—. Lleva tu lanza, Peterkin, que puede sernos útil.

Resueltos a poner en claro qué clase de animal era el que nos había llamado la atención, emprendimos la marcha hacia las rocas de los chorros que, como ya dije antes, no estaban lejos de nuestra residencia actual. Al llegar allí apresuramos el paso hacia el borde de las rocas, y encontramos en el agua, perfectamente visible, el animal u objeto verde pálido, moviendo la cola lentamente.

—¡Es increíble! —dijo Jack.

—¡Es curiosísimo! —dije yo.

—¡No hay cosa igual! —añadió Peterkin.

—Oye, Jack —añadió—. La vez pasada quedaste bastante mal en tu intento de apoderarte de eso, por lo que te aconsejo que me dejes a mí intentar su captura. Si tiene corazón, pienso atravesárselo con mi lanza, y si no tiene corazón, le atravesaré el sitio donde debía tenerlo.

—¡Adelante, chico! —repuso Jack riéndose.

Peterkin empuñó la lanza, la balanceó un par de segundos sobre la cabeza, y la lanzó como una azagaya al mar. El arma fue derecha al centro del objeto, lo atravesó y subió a flote, pura y sin mancilla, mientras que la misteriosa cola seguía moviéndose tan tranquilamente como antes.

—¡Ese animal es un monstruo sin corazón! —exclamó Peterkin—. ¡No quiero nada con él!

—Ahora sí que estoy seguro —dijo Jack— de que es sencillamente una luz fosfórica; lo que me tiene perplejo es el hecho de que permanezca siempre en el mismo sitio.

A mí también me tenía perplejo y me inclinaba a pensar, como Jack, que era una luz fosfórica como otras que habíamos visto en nuestro viaje por aquellos mares, y dije:

—Nada nos impide acercarnos buceando, ahora que estamos seguros de que no es ningún tiburón.

—Tienes razón —repuso Jack desnudándose—. Yo bajaré, porque buceo mejor que tú, Ralph. ¡Quítate de ahí, Peterkin!

Jack avanzó, juntó las manos por encima de la cabeza, se inclinó sobre las rocas y se zambulló en el mar. Durante un par de segundos nos lo ocultó la espuma que se formó con la zambullida; pero en cuanto se hubo serenado el agua, lo vimos nadando a lo lejos en medio del objeto verde. ¡De pronto se hundió debajo de él y desapareció de nuestra vista! Estuvimos un minuto mirando con ansiedad el lugar donde había desaparecido, esperando que apareciese; pero pasó un minuto largo, y no reapareció. Pasaron dos minutos, y entonces sentí una verdadera alarma teniendo en cuenta que en todo el tiempo que llevábamos juntos, Jack no había podido permanecer bajo el agua más de un minuto seguido, y aunque pudiera no lo hacía muy a menudo.

—¡Ay, Peterkin! —dije con voz temblorosa por la creciente ansiedad—. ¡Ha ocurrido algo! ¡Ya han pasado más de tres minutos!

Pero Peterkin no me contestó; estaba contemplando el agua con un gesto de profundo terror, mezclado con ansiedad, y tenía la cara blanca. De repente se puso de pie y empezó a correr como un loco, retorciéndose las manos y exclamando:

—¡Ay! ¡Jack, Jack! ¡Se ha muerto! ¡Le habrá matado algún tiburón! ¡Ya le hemos perdido para siempre!

No sé lo que hice en los cinco minutos siguientes. La intensidad de mis impresiones me privaba casi de los sentidos. Pero volví a la realidad al sentir que Peterkin me cogía por un hombro, y mirándome como un loco, me decía:

—¡Ralph! ¡Ralph! ¡Tal vez no está más que desmayado! ¡Baja por él!

Realmente era extraño que no se me hubiese ocurrido antes. En un instante corrí al borde de la roca, y sin entretenerme en desnudarme, iba a tirarme al agua cuando vi algo negro que se alzaba a través del objeto verde. Un momento después asomaba la cabeza de Jack en la superficie y lanzaba un grito sacudiéndose el pelo, como tenía por costumbre siempre que salía de bucear. Su reaparición en perfecto estado de salud nos dejó tan atónitos como antes nos había dejado su ausencia, porque calculando bien, había pasado lo menos diez minutos bajo el agua; y no había que forzar mucho el razonamiento para convencernos de que era completamente imposible que un hombre pudiese resistirlo y conservar sus fuerzas y facultades. Le tendí la mano, para ayudarle a saltar a la roca, con una especie de temor supersticioso. Pero Peterkin no experimentó la misma sensación que yo, pues apenas estuvo Jack en la roca y se sentó en ella para descansar y respirar, le echó los brazos al cuello, y derramando un torrente de lágrimas exclamó:

—¡Ay! ¡Jack, Jack! ¿Dónde has estado? ¿Por qué has tardado tanto?

Pasados unos momentos, Peterkin se serenó lo bastante para escuchar la explicación de Jack, aunque no podía evitar hacernos guiños a cada instante para expresar su alegría por tener a Jack sano y salvo. Y digo que intentaba hacerme guiños porque tenía los ojos tan hinchados de llorar, que sus frecuentes tentativas se traducían en una serie de violentas e idiotas contorsiones del rostro que distaban mucho de expresar lo que se proponía. Sin embargo yo entendía lo que el pobre muchacho quería decir, y le contemplaba con una sonrisa para hacerle creer que guiñaba realmente los ojos.

Cuando nos calmamos para poder escucharle, Jack comenzó su relato.

—Habéis de saber que el objeto verde no es tiburón: es un haz de luz que sale de una caverna. Al descender observé que la luz salía del lado de la roca sobre la cual estamos sentados ahora, y me acerqué, encontrando una abertura en cuyo interior se veía luminosidad. Me detuve un instante pensando si debía aventurarme a entrar, y me decidí a hacerlo. Todo esto fue cosa de segundos, aunque en contarlo se emplee más tiempo, y comprendí que tenía bastante aire para volver a salir a la superficie. Ya estaba a punto de volverme, porque comenzaba a sentirme a disgusto, cuando me pareció ver una luz débil, ascendí y me encontré con la cabeza fuera del agua. Esto me tranquilizó porque podía tomar aire para volver por donde había llegado. Entonces se me ocurrió pensar si me extraviaría, pero al mirar hacia abajo, me quedé tranquilo viendo abajo una luz verde como la de afuera, sólo que más brillante. Al principio apenas veía nada a mi alrededor, porque estaba muy oscuro, pero gradualmente se me acostumbró la vista y vi que me hallaba en una gran caverna, cuyas paredes veía parcialmente; también se veía el techo y me pareció distinguir bellos objetos relucientes; pero el otro lado de la caverna estaba sumido en las tinieblas. Mientras miraba todo esto, maravillado, caí en la cuenta de que vosotros estaríais alarmados creyendo que me había ahogado, por lo que me zambullí, crucé el pasadizo velozmente, subí a flote, y aquí estoy.

Cuando acabó de relatar lo que había visto en la notable caverna, no pude quedarme satisfecho hasta que la hubiera visto yo también, pero estaba tan oscuro que apenas vi nada. A mi regreso tuvimos una larga conversación acerca de ella, durante la cual observé que Peterkin tenía una expresión muy lúgubre, y le pregunté:

—¿Qué te pasa, Peterkin?

—¿Que qué me pasa? —replicó—; pues que vosotros podéis hablar como sirenas de las maravillas de la caverna, mientras que yo tengo que contentarme con oíros, y que vosotros os divertís en las profundidades como delfines, y que yo no paso de la superficie. ¡La verdad, eso está muy mal!

—Lo siento, Peterkin, lo siento, pero no puedo remediarlo —dijo Jack—. Si aprendieses a bucear.

—¡Tanto valdría que os empeñaseis en enseñarme a volar! —replicó Peterkin con disgustado tono.

—Si te avinieras a estarte quieto —le dije—, te bajaríamos con nosotros en dos segundos.

—¡Hum! —exclamó Peterkin—; supongamos que una salamandra os dijese: «Estaos quietos y os pasaré a través de un fuego en pocos segundos»; ¿qué diríais?

Jack y yo nos reímos y movimos la cabeza, porque era evidente que no se podía hacer nada con Peterkin bajo el agua. Pero nosotros no estábamos satisfechos; queríamos ver más detenidamente la caverna, y después de discutir el asunto decidimos intentar llevar una antorcha para alumbrarnos. El propósito ofrecía no pocas dificultades, pero lo realizamos, al fin, de la siguiente manera: en primer lugar hicimos una antorcha muy inflamable con la corteza de cierto árbol cortado a tiras, que retorcimos y pegamos con resina o goma sacada de otro árbol, cuyo nombre, así como el del primero, ignoraba Jack. Una vez preparada la antorcha la envolvimos muy bien en tela de coco, para que no se mojase demasiado en el breve rato que había de estar bajo el agua. Luego cogimos un trocito de yesca, de la que guardábamos cuidadosamente para el caso de que necesitásemos encender lumbre en un día sin sol; también empaquetamos un poco de hierba seca, unas astillas y el arco de la madera para encender, como describí anteriormente. Cuando teníamos todo dispuesto, nos desnudamos, dejándonos puestos solamente los pantalones, para evitar rozaduras contra las rocas, y nos encaminamos a la orilla. Jack llevaba el paquete de la antorcha y yo el de los elementos para encender fuego.

—Ahora, Peterkin, no te preocupes si tardamos —dijo Jack—. Volveremos dentro de media hora a más tardar, por interesante que sea la caverna. Estáte tranquilo.

—¡Que os vaya bien! —dijo Peterkin acercándose a nosotros con un gesto de profunda pero fingida solemnidad, estrechándonos la mano y dándonos un beso—. ¡Que os vaya bien! Mientras estáis por ahí reposaré mis cansados miembros a la sombra de ese arbusto y meditaré sobre lo tornadizo de las cosas terrenales, con especial referencia a la desventurada condición de un pobre marinerito náufrago.

Dicho esto, Peterkin hizo un movimiento de despedida con la mano y fue a echarse en el suelo con una expresión de melancólica resignación tan bien fingida, que la hubiésemos creído auténtica si no hubiese estado acompañada de unos risueños guiños. Nosotros nos reímos y nos tiramos de cabeza al agua.

Sin dificultad ganamos el interior de la caverna y al subir a la superficie nos mantuvimos a flote un rato, con los bultos en alto para que no siguiesen mojándose, mientras se nos acostumbraba la vista a la oscuridad, y cuando vimos lo suficiente, nadamos hacia la roca salediza y nos encaramamos a ella. Después de escurrir el agua de los pantalones y de secarnos lo mejor posible, dadas las circunstancias, nos pusimos a encender la antorcha, cosa que realizamos sin dificultad en pocos minutos.

Apenas lució la antorcha nos quedamos atónitos ante las maravillas que se revelaban a nuestros ojos. El techo de la caverna, por encima de nuestras cabezas, mediría unos tres metros de alto, pero se elevaba cada vez más a distancia hasta perderse en la oscuridad. Parecía de coral y estaba sostenida por macizas columnas del mismo material. Inmensos carámbanos (eso nos parecían) pendían en varios puntos, pero no eran de hielo, sino de una especie de piedra caliza que parecía fluir en forma líquida hacia la punta de cada uno, donde se solidificaba. Sin embargo, también caían numerosas y gruesas gotas a la roca de abajo, donde formaban agudos conos que se elevaban para encontrarse con las puntas de arriba. Algunos ya se habían encontrado, y así vimos cómo se habían formado los pilares que a primera vista parecían colocados allí por algún arquitecto humano para sostener el techo. Al avanzar vimos que el piso era del mismo material que los pilares y que estaba ondulado de un modo muy curioso, como si fuera agua movida por un ligero viento. Había varias aberturas en las paredes, que al parecer daban acceso a otras cavernas, pero esta vez no las exploramos. También observamos que el techo formaba curiosas labores, como los adornos de una catedral; en las paredes, lo mismo que en el techo, centelleaba la luz de nuestra antorcha como si estuvieran cubiertas de piedras preciosas. Aunque nos internamos bastante en la caverna no llegamos hasta el final, porque nos vimos obligados a retroceder aprisa para no quedarnos sin luz, pues la antorcha estaba casi consumida. No vimos ninguna abertura en el techo ni tampoco indicios de lugares por donde pudiera entrar la luz, pero cerca de la entrada de la caverna había una masa inmensa de coral blanco purísimo, que reflejaba la escasa luz que penetraba por la entrada y que según nuestras conjeturas producía el objeto verde pálido que nos había llamado la atención al principio. También supusimos que la propiedad reflectante de esta roca era la que producía la confusa luz que iluminaba débilmente la primera parte de la caverna.

Antes de zambullirnos para marcharnos, apagamos lo poco que quedaba de la antorcha, dejándola en un sitio seco, pensando que podría sernos útil si alguna vez, cuando volviéramos, se nos mojaba demasiado la que llevásemos. Después de haberla apagado permanecimos quietos unos minutos hasta acostumbrar la vista a la oscuridad, y mientras tanto no pudimos evitar fijarnos en el profundo e intenso silencio y en la indescriptible oscuridad que nos envolvía; y al pensar en la estupenda cúpula y en las incontables gemas que pocos minutos antes habían fulgurado bajo los rayos luminosos de la antorcha, se me ocurrió pensar en lo extraño que era que Dios hiciera obras tan maravillosas y exquisitamente bellas para que no las viese nadie, excepto algún visitante ocasional como nosotros.

Después supe que había muchas cavernas como aquéllas en las islas de los mares del Sur, algunas aún más grandes y más bellas que la que he descrito.

—¿Estás preparado, Ralph? —dijo Jack en voz baja, que repetía el eco de la cúpula.

—¡Preparado!

—¡Pues vamos! —dijo, y nos tiramos al agua para bucear hasta la angosta entrada. A los pocos segundos estábamos respirando en las rocas de la superficie y recibiendo las felicitaciones de nuestro amigo Peterkin.