[2], porque jamás he oído nada tan semejante —dijo Peterkin.

Los tres volvimos los ojos hacia el grupo de islas, y en la más grande de ellas distinguimos unos curiosos objetos que se movían en la playa.

—¡Son soldados!... Se ven perfectamente —exclamó Peterkin mirándolos con profundo asombro.

En realidad parecían ciertas las observaciones de Peterkin, porque desde la distancia a que nos hallábamos parecía un ejército de soldados. Iban erguidos, formados en líneas y en cuadros, haciendo marchas y contramarchas, con casacas azules y pantalones blancos. Mientras los observábamos sonó otra vez el espantoso grito, y Peterkin dijo que debía de ser un regimiento enviado para asesinar a los indígenas a sangre fría, a lo cual repuso Jack riéndose:

—¡Calla, hombre! ¡Si son pingüinos!

—¿Pingüinos? —repitió Peterkin.

—Sí, señor, sí, pingüinos; ni más ni menos que unas aves marinas muy grandes, como verás uno de estos días, cuando vayamos a hacerles una visita en el bote que pienso construir cuando regresemos a nuestra choza.

—¿Así que nuestros terribles fantasmas gritadores y nuestro ejército de soldados asesinos han quedado reducidos a unos pingüinos, a unas aves marinas grandes? —repuso Peterkin—. ¡Muy bien! Pues os propongo que continuemos nuestro viaje lo más deprisa posible, no sea que nuestra isla se convierta en un sueño antes de que hayamos acabado de reconocerla.

Mientras proseguíamos nuestro camino pensé mucho en este descubrimiento y en el singular aspecto de las aves, de las cuales Jack no supo darnos más que ligeras y vagas noticias, y empecé a desear que se comenzase la construcción del bote para poder ir a inspeccionar más de cerca. Pero estos pensamientos fueron desvaneciéndose gradualmente y volví a interesarme por las peculiaridades del país que recorríamos.

La segunda noche la pasamos poco más o menos como la primera, a unos dos tercios del camino de circunvalación de la isla, como habíamos calculado; así que esperábamos dormir la noche siguiente en nuestra choza. No he de consignar tan detalladamente lo que hablamos y vimos el segundo día, porque no realizamos descubrimientos de importancia. La costa por donde íbamos y las diversas partes del bosque que atravesábamos eran semejantes a los que ya habíamos visto. Sólo hicimos un par de observaciones que merezcan destacarse.

Vimos, por ejemplo, que mientras la mayoría de los árboles frutales se criaban sólo en los valles, y algunos exclusivamente a orillas de los arroyos, donde el terreno era particularmente fértil, el cocotero se criaba en todas partes, no sólo en las vertientes, sino también en la costa y hasta, como se ha dicho, en el propio arrecife de coral, donde el suelo, si se le puede llamar así, no se componía sino de arena suelta, mezclada con conchas rotas y roca de coral. Tan cerca del mar crecía este útil árbol, que en muchos sitios el agua lamía sus raíces. Y a pesar de eso, los árboles que crecían en la arena eran tan hermosos como los del valle, y el fruto tan bueno y refrescante como el de éstos. Además, observé que en la cumbre de la montaña alta, a la cual habíamos subido la otra vez por un camino distinto, se encontraban conchas en abundancia y corales, lo cual probaba, según Jack, que la isla había estado en otros tiempos bajo las aguas o que las aguas habían cubierto la isla. Es decir, que como las conchas y los corales no podían haber trepado a la cumbre, debían de haber sido traídos allí por el mar cuando la cúspide de la montaña se hallaba al nivel del agua. Meditamos mucho acerca de esto y nos hicimos esta pregunta: ¿qué fue lo que elevó la montaña hasta la altura que ocupaba actualmente? Pero no encontramos respuesta satisfactoria. Jack calculaba que podía haber sido elevada por un volcán, y Peterkin afirmaba que la isla se había elevado sencillamente porque le había dado la gana de elevarse. También observamos una cosa en la que no nos habíamos fijado antes: las rocas sólidas que formaban la isla eran diferentes de las rocas vivas de coral de la costa donde el maravilloso ser trabajaba de modo constante. Parecían ciertamente del mismo material —una sustancia como la piedra caliza—, pero mientras que las rocas del coral estaban llenas de diminutas células en las que vivía el insecto, las demás rocas de la isla eran duras y sólidas, sin rastro de células. Nuestras ideas y conversaciones sobre este asunto eran a veces tan profundas, que Peterkin decía que nos íbamos a ahogar en ellas, a pesar de ser buenos buceadores. Pero las bromas de nuestro compañero no nos apartaban de seguir haciendo observaciones y discutiéndolas durante la marcha.

Encontramos nuevas piaras de cerdos en los bosques, pero nos abstuvimos de matar ninguno, teniendo como teníamos lo suficiente para atender a nuestras necesidades presentes. Vimos también muchas huellas suyas, entre las que advertimos otras de un animal más pequeño, pero no pudimos formar una opinión sobre la especie de animal que podía ser, aunque las examinamos detenidamente. Peterkin suponía que eran huellas de un perro pequeño, pero Jack pensaba de manera distinta. Y entró más curiosidad porque notamos que estas huellas estaban esparcidas por aquel terreno como si el animal que las hubiese impreso anduviese dando vueltas de un modo irregular y sin ningún objeto. Al tercer día de viaje, por la mañana temprano, observamos que las huellas en cuestión eran mucho más numerosas que nunca, y que en un punto determinado del bosque divergían, siguiendo una senda regular que, no obstante, costaba trabajo seguir, por los arbustos que se atravesaban. Como ya teníamos un verdadero deseo de descubrir al animal, resolvimos seguir la senda, si era posible, para poner en claro el misterio.

La vereda parecía demasiado ancha para haber sido formada por el mismo animal, de lo que inferimos que había sido hecha por un animal mayor, y que la utilizaba el pequeño. El camino se interrumpía constantemente por las plantas trepadoras; así que avanzábamos con dificultad. De improviso llegamos a un claro, oímos un débil grito, y nos encontramos ante un animal negro.

—¡Un gato montés! —exclamó Jack, poniendo una flecha en el arco y disparándola tan precipitadamente que fue a clavarse en el suelo a medio palmo del animal. Con gran sorpresa de nuestra parte, el gato montés no huyó, sino, por el contrario, se dirigió lentamente a la flecha y se puso a olfatearla.

—¡Es el gato montés más cómico que he visto en mi vida! —exclamó Jack.

—Parece un gato montés domesticado —dijo Peterkin empuñando la lanza para cargar sobre el animal.

—¡Quieto! —dije poniéndole una mano en el hombro—. Me parece que ese pobre animalito está ciego. Tropieza con las ramas al andar. Deber ser muy viejo —y me dirigí a él.

—¡Será un gato montés jubilado! —dijo Peterkin riéndose.

El pobre gato no sólo estaba ciego y casi cojo, sino además sordo como una tapia, pues no oyó nuestros pasos hasta que estuvimos muy cerca. Entonces dio un brinco y arqueando el lomo y alzando la cola, con el negro pelo todo erizado, lanzó un ronco aullido y bufó.

—¡Pobrecillo! —dijo Peterkin alargando el brazo y tratando de acariciarle—. ¡Pobrecito gato!, ¡minino!, ¡minino!, ¡toma!

En cuanto el gato oyó estas palabras cariñosas, se desvaneció su enfado y, acercándose a Peterkin, se dejó acariciar, se restregó contra sus piernas haciendo el runrún característico de los gatos cuando están satisfechos, y demostró en todos sus actos su alegría.

—¡Éste es tan gato montés como yo! —exclamó Peterkin cogiéndole en brazos—. Es muy mansito, ¡minino!, ¡pobrecito gatito!

Rodeamos a Peterkin y nos quedamos sorprendidos y, a decir verdad, bastante afectados al ver la excesiva alegría del pobre animalito. Restregaba la cabeza contra la cara de Peterkin, le lamía la barbilla y le daba topetazos casi violentos en el cuello, y ronroneaba estrepitosamente. Tan contento estaba, que a veces maullaba y susurraba casi al mismo tiempo. Tales demostraciones de alegría y de afecto nos hicieron suponer que el pobre gato debía de haber conocido al hombre en otro tiempo, y calculamos que lo habían abandonado en la isla, accidentalmente o de intento, muchos años antes, y que ahora demostraba su alegría al encontrar nuevamente seres humanos.

Mientras amansábamos al gato y hablábamos de él, Jack miró en torno suyo para examinar el claro del bosque donde nos hallábamos.

—¡Mirad! —exclamó—. Este claro parece artificial. Aquí ha trabajado el hacha. Fijaos en esos tocones.

Nos dimos la vuelta para ver lo que decía nuestro compañero y, efectivamente, comprobamos que se habían cortado varios árboles acá y allá, pero todos los tocones estaban cubiertos de musgo, prueba de que llevaban algunos años en aquella condición. No habíamos visto huellas humanas, ni en la senda ni en ninguna parte, pero las del gato se veían en todos lados. Entonces resolvimos seguir el camino hasta donde llegase, y Peterkin dejó en el suelo el gato, pero al parecer estaba tan débil, y maullaba tan lastimeramente, que volvió a cogerlo y lo llevó en brazos. El animalito se quedó dormido a los pocos minutos.

A unos diez metros más allá, había más árboles caídos, y la senda, desviándose hacia la derecha, seguía en un trecho la orilla de un arroyo. De pronto llegamos a un sitio donde debió de haber en otro tiempo una especie de puente rústico, cuyas piedras yacían esparcidas por el arroyo. Las de las orillas estaban cubiertas de musgo. Seguimos nuestro camino, expectantes y sorprendidos, y varios metros más allá, al abrigo de varios árboles del pan, vimos una pequeña casita o cabaña. Me es imposible dar a mis lectores idea exacta de los sentimientos que nos afectaron ante aquel inesperado descubrimiento. Permanecimos largo tiempo en silenciosa abstracción, porque nos impresionó hondamente el melancólico silencio del lugar, y cuando al fin hablamos, lo hicimos en voz baja, como si nos rodease una influencia venerable o sobrenatural. Hasta la voz de Peterkin, viva y fuerte en todas las ocasiones, se mostraba apagada, porque flotaba una melancolía en torno de la silenciosa, solitaria y deshabitada vivienda, tan extraña de aspecto, tan distanciada de las habitaciones normales del hombre, tan vieja, tan ruinosa y tan aislada, que cayó sobre nuestro espíritu como una espesa nube y oscureció la alegría que nos había acompañado desde el comienzo de nuestro viaje alrededor de la isla.

La cabaña era de construcción sencilla y tosca. No mediría más de cuatro metros de largo por tres de ancho y dos y medio de alto. Tenía una ventana o, mejor dicho, un hueco en el que tal vez en otro tiempo hubiese ventana, aunque ahora no tenía nada. La puerta era muy bajita y estaba formada por tablas toscas. El tejado estaba cubierto con anchas hojas de coco y de plátano. Pero estaba todo muy deteriorado y cubierto de moho y de musgo, y el maderamen lleno de agujeros de carcoma. El tejado estaba casi caído, y si no se había derrumbado era por la espesa capa de plantas trepadoras y de ramas entrelazadas que se habían formado en los muchos años de abandono. Las espesas y frondosas ramas del árbol del pan, y de otros que se extendían sobre ella, proyectaban una sombra profunda sobre el lugar, como protegiéndole contra el calor y la luz del día. Conversamos largo rato en voz baja acerca de la extraña habitación, pero no nos atrevíamos a acercarnos, y cuando al fin lo hicimos fue, por mi parte al menos, con una especie de temor respetuoso.

Al principio Jack quiso ver el interior por el hueco de la ventana; estaba muy oscuro por la profunda sombra de los árboles y no se distinguían los objetos, por lo cual levantamos el pestillo y abrimos la puerta. El pestillo era de hierro y estaba ya casi comido por el óxido. En igual condición se hallaban los goznes, que chirriaban al moverse. Al entrar, nos quedamos parados mirando en torno nuestro, muy impresionados por el lúgubre silencio, y lo que vimos nos sorprendió y nos horrorizó un poco. En la estancia no había más muebles ni utensilios que una banquetita de madera y una olla de hierro casi carcomido. En el ángulo más distante de la puerta se veía una cama baja en la que yacían dos esqueletos envueltos en un montoncito de polvo seco. Con el corazón palpitante nos acercamos a examinarlos. Uno de los esqueletos era de hombre, y el otro de perro. Este estaba extendido junto al primero con el cráneo apoyado en su pecho.

Inútil es decir lo que nos afectó el descubrimiento, y apenas pudimos contener el llanto al contemplar aquellos restos. Pasado algún tiempo, comenzamos a hablar de lo que habíamos visto y a examinar la casita por dentro y por fuera, para descubrir algún rastro del nombre o historia de aquel hombre fallecido en la soledad, sin nadie que se apenase por su muerte, aparte del gato y el perro fiel. Pero no encontramos nada, ni un libro ni una hoja de papel. Sólo hallamos restos de lo que parecía haber sido ropa y una vieja hacha, pero ninguna de estas cosas tenía marca alguna; solamente por su estado de deterioro se podía deducir que llevaban muchos años en aquella condición.

El descubrimiento explicaba el tocón en lo alto de la montaña, con las iniciales grabadas en él. Explicaba también la plantación de caña de azúcar y otras huellas de hombre que habíamos encontrado en nuestras correrías por la isla. Y nos entristeció bastante la reflexión de que la muerte de aquel viajero podía ser también la nuestra, después de muchos años de residencia en la isla, a menos que nos sacase de allí algún buque o los indígenas de otras islas. Sin antecedente alguno para explicarnos la presencia de aquel pobre personaje en tan solitario lugar, nos pusimos a conjeturar cómo habría ido a parar allí. Yo me inclinaba a creer que era un náufrago, cuyo barco se había perdido allí, ahogándose toda la tripulación, excepto él, su perro y su gato. Pero a Jack le parecía más verosímil la versión de que aquel hombre había huido del barco, llevándose el perro y el gato para que le hiciesen compañía. También pensamos mucho en la increíble diferencia entre el perro y el gato; mientras el uno parecía como un amigo cariñoso, al lado de su amo, con la cabeza apoyada en el pecho, el otro se había buscado la vida en el bosque, viviendo en soledad hasta edad avanzada. No queríamos decir con esto que el gato estuviese desprovisto de afectos, pues no podíamos olvidar sus emociones al encontrarnos, pero vimos en ello que el perro era de naturaleza más generosa que el gato, puesto que no sólo le había sido imposible vivir después de la muerte de su amo, sino que al sentirse morir se había echado a su lado, descansando la cabeza en el pecho del difunto.

Mientras pensábamos estas cosas y examinábamos la estancia, oímos una exclamación de Peterkin.

—Oye, Jack —dijo—; aquí hay una cosa que nos puede ser útil.

—¿Qué es? —preguntó Jack acercándose precipitadamente.

—Una pistola vieja —respondió Peterkin alzando el arma, que había sacado de debajo de un montón de leña y desperdicios que había en un rincón.

—Podría sernos útil —dijo Jack examinándola— si tuviéramos pólvora, pero sospecho que nos serán más útiles el arco y la honda.

—Es verdad; no había caído en la cuenta —dijo Peterkin—, pero de todas maneras, nos la llevaremos, porque el eslabón nos servirá para encender lumbre cuando no haga sol.

Después de haber pasado más de una hora en este sitio, sin encontrar nada más de interés, Peterkin cogió al anciano gato, que dormía tranquilamente en la banqueta donde lo había dejado, y nos dispusimos a emprender la marcha. Al salir de la casita, Jack tropezó violentamente contra el poste de la puerta y como estaba tan carcomido, se estremeció, y toda la estructura de la cabaña amenazó con desmoronarse sobre nuestra cabeza. Esto nos sugirió la idea de derrumbarla, para que sus ruinas sirvieran de montículo funerario para el esqueleto. Jack empuñó el hacha y cortó el otro poste de la puerta, lo cual bastó para que toda la construcción se viniese abajo, formando una especie de sepultura para los huesos del pobre solitario y de su perro. Después nos marchamos con la olla de hierro, la pistola y el hacha, porque podían sernos de mucha utilidad.

El resto del día lo pasamos andando y examinamos el otro extremo del valle grande, que era muy semejante a lo que ya habíamos visto en otros lugares, por lo cual no me detengo en dar detalles. Sólo he de decir que no recobramos nuestro buen humor hasta que llegamos a nuestra choza, por la noche, y encontramos todo tal como lo habíamos dejado tres días antes.