Capítulo XV
DURANTE muchos días Jack se dedicó con incansable asiduidad a la construcción de nuestro bote, que por fin comenzó a tener aspecto de tal. Solamente los que hayan construido alguno podrán hacerse idea de la dificultad de semejante empresa, sobre todo sin más herramientas que un hacha y un trozo de chapa de hierro, una aguja de coser velas y un cortaplumas roto. Pero Jack la realizó. Era de los que no deja que decaiga su voluntad cuando cree que obra correctamente, y en este caso salvaba todos los obstáculos. En cambio le he visto, a veces, más tímido y vacilante que una jovencita, cuando dudaba de si lo que iba a hacer era bueno o malo. Y le alabo por eso.
Como el bote era una curiosidad, a su modo, no debo omitir algunas palabras acerca de la manera de construirlo.
Ya he mencionado el castaño con sus maravillosos refuerzos o tablones. Este árbol fue el que nos proporcionó la parte principal de los materiales. Jack buscó en primer lugar un árbol de tal forma y dimensiones que pudiese construir la quilla y los postes de proa y popa. Semejante pieza no era fácil de hallar, pero al fin la encontró al arrancar un árbol pequeño que tenía una rama dispuesta en el ángulo requerido, a tres metros y medio de altura y dos fuertes raíces en tal forma que permitían formar una popa plana. Después de montar esta parte, se hizo con tres raíces ahorquilladas, que montó en la quilla a iguales distancias, formando tres fuertes costillas a cada lado. El desbaste y labrado de estas piezas, así como la preparación de las ranuras de la quilla para encajarlas, fue bastante fácil, porque todo era trabajo de hacha, y Jack se había hecho un maestro en su manejo. Pero fue muy distinto cuando hubo que clavar las costillas a la quilla, porque no teníamos un instrumento capaz de perforar agujeros grandes ni clavos con que sujetarlas. Esto nos tenía muy perplejos, pero al fin Jack ideó una herramienta que sirvió muy bien. Cogió lo que quedaba de la chapa de hierro y le dio forma de tubo o de cilindro del grueso del dedo de un hombre a base de golpes. Para ese trabajo se valió de nuestra hacha y de la otra vieja que habíamos encontrado en casa del pobre hombre en el otro lado de la isla. Dicho cilindro, calentado al rojo, perforaba lentamente la madera, y para que conservase mejor el calor, Jack cerró uno de los extremos y lo llenó de arena. Cierto es que el trabajo iba muy despacio, pero no nos importaba, puesto que teníamos muy pocas cosas que hacer. En cada pieza hubo que hacer dos agujeros a unos cuatro centímetros de distancia, y también en la quilla, pero sin perforarla del todo. En estos agujeros clavamos fuertes clavijas de un árbol llamado palo de hierro, y cuando estuvieron bien clavadas, las piezas quedaron tan firmes como con clavos de verdad. Las regalas o bordas, que eran muy fuertes, las clavamos de igual modo, y además de sujetarlas con las clavijas las atamos a los postes de proa y popa con una especie de cuerda que habíamos conseguido fabricar con la cubierta fibrosa de los cocos. Estas fibras eran muy resistentes, y varias unidas formaban una excelente cuerda. Al principio hacíamos trozos cortos que después atamos con nudos, pero eran muy engorrosos de manejar por la cantidad de nudos, y concluimos por perfeccionar la fabricación entrelazando los extremos de las fibras antes de retorcerlas, obteniendo cuerdas buenas y del grueso y largo que deseábamos. Claro está que esto nos costó mucho tiempo y trabajo, pero Jack nos animaba cuando nos cansábamos, y así construimos al final todo lo que necesitábamos.
Después cortamos tablas del castaño, de dos centímetros y medio de grueso, que desbastamos con el hacha, muy toscamente, porque la herramienta no era adecuada para el trabajo. Cinco tablas de éstas para cada costado fueron suficientes y formamos el bote muy redondeado, para torcer las tablas lo menos posible, pues aunque nos era fácil curvarlas, torcerlas no lo era tanto. Como no teníamos clavos para roblonar las tablas, dejamos a un lado el sistema ordinario de construir botes y adoptamos uno propio. Las tablas se montaban unas sobre otras por los bordes y las cosíamos con el cordel resistente ya mencionado. Así es como las cosimos a la popa, a la proa y a la quilla.
Entre cada puntada o atadura iba un espacio de nueve centímetros. Se hacían tres agujeros en la tabla de encima y tres en la de abajo. Estos agujeros caían cada uno debajo del correspondiente de encima, y por ellos se pasaba la cuerda, y cuando se anudaba, quedaba formada una fuerte costura de tres puntadas. Además, entre los bordes de las tablas pusimos unas capas de fibra de cocotero que se hincha al humedecerse, con lo cual esperábamos que el bote no hiciese agua. Para mayor seguridad recogimos gran cantidad de resina del árbol del pan, la derretimos en la olla de hierro y con ella pintamos todo el interior de la embarcación. Antes de que se enfriase la capa de resina pegamos sobre ella trozos de tela de coco, y encima de ésta dimos otra mano de resina; de suerte que todo el interior del bote quedó cubierto con un material impermeable. El exterior, en cambio, quedaba al descubierto para exponerlo a la acción dilatadora del agua, con todo lo cual creímos que nuestra obra permanecería bien seca por dentro, y puedo añadir que nuestras esperanzas no se vieron defraudadas.
Peterkin y yo ayudábamos algunas veces a Jack, que era el constructor, pero nuestra ayuda no solía ser necesaria y, por lo tanto, nos íbamos a cazar a la entrada del valle grande más próxima a nuestra residencia. Allí encontramos grandes bandadas de patos silvestres de varias especies, algunas de ellas tan parecidas a las de nuestro país, que creo que eran las mismas. Para estas cacerías llevábamos el arco y la honda, y con ambas armas solíamos salir muy airosos de nuestra empresa. Pero debo confesar que yo era el cazador más torpe. De esta suerte nuestras cenas eran agradablemente variadas y algunas veces teníamos tal diversidad de manjares, que no sabíamos por cuál empezar.
Debo añadir también que el pobre gato viejo que habíamos traído a casa participaba libremente de nuestros manjares, y como estaba tan bien cuidado, especialmente por Peterkin, el animalito recobró sus antiguas fuerzas, y al parecer mejoró bastante de vista y de oído.
Nuestra mesa era una gran piedra plana o roca de coral que había a la entrada de la choza. En esta roca habíamos puesto los pocos artículos que poseíamos el día del naufragio, y en la misma roca, durante muchos días después, poníamos los abundantes víveres que nos proporcionaba nuestra bendita Isla de Coral. A veces nos dábamos excelentes banquetes a base de panes calientes, como llamaba Peterkin al fruto del árbol del pan recién cocido, un cerdo asado, un pato asado y ñames cocidos, a lo cual seguían postres de ciruelas, manzanas y plátanos, y por último, un fruto grande y delicioso que se criaba en un árbol de cuatro metros de altura a lo sumo, con hojas enormes de color verde claro. Estos grandes festines se remojaban usualmente con limonada de coco.
En ocasiones Peterkin intentaba idear algún plato nuevo: «Un conglomerado», como él decía. Pero estos conglomerados solían resultar tan disparatados que concluimos por rogarle que dejase de inventar recetas de cocina, con lo cual le dimos un disgusto, y no pudo menos de decir a Jack que su fracaso estaba en franca contradicción con el proverbio que Jack nos repetía constantemente: «si hay voluntad, hay un camino», porque él tenía una gran voluntad de ser cocinero, y, sin embargo, no encontraba medio de conseguirlo.
Un día que estábamos Peterkin y yo sentados ante la mesa donde estaba servida la comida, llegó Jack de la playa y, dejando el hacha, exclamó:
—¡Compañeros, ya está terminado el bote! Sólo nos falta poner dos pares de remos para hacernos a la mar cuando se nos antoje.
La noticia nos causó gran alegría, pues aunque estábamos bien enterados de la marcha de la obra y sabíamos que estaba a punto de terminarse, se había necesitado tanto tiempo, que no esperábamos que estuviese acabado hasta pasadas dos o tres semanas. Pero Jack había trabajado de forma constante, sin decir nada, con el propósito de darnos una sorpresa.
—¡Qué reservado lo tenías! —exclamó Peterkin—. ¿Por qué no nos dijiste que estabas acabándolo? ¡Eres un chico muy listo, Jack! ¿Nos embarcaremos mañana, eh?
—No hables tanto y dame una tajada de cerdo —repuso Jack.
—¡Con muchísimo gusto! —dijo Peterkin empuñando el hacha—. ¿Qué parte quieres que corte, una pata o un trozo de pechuga?
—Una pata de atrás, pero te suplico que tengas la bondad de incluir el rabo —repuso Jack.
—Con alma y vida —dijo Peterkin cambiando el hacha por un cuchillo de fleje de hierro con el cual cortó la porción—. Lo que siento es que el cerdo no tenga dos rabos para dártelos. ¿Por qué no te ríes, Ralph? —agregó volviéndose de pronto hacia mí con gesto serio e interrogante.
—¿Reírme? —repuse—. ¿De qué quieres que me ría?
Jack y Peterkin respondieron a esta pregunta riéndose tan ruidosamente que creí que se había escapado a mi atención algún chiste bueno y rogué que me lo explicasen, pero esto sólo sirvió para provocar nuevas carcajadas, así que me sonreí y tomé otra raja de plátano.
—Hablábamos de hacernos a la mar mañana —continuó Peterkin—, pero ¿tenemos alguna vela, Jack?
—No, no la tenemos pero podríamos hacer una excursión a remo. Esta tarde pienso trabajar con ahínco y si no los tengo acabados al ponerse el sol, seguiré trabajando a la luz de las bujías. No me acostaré hasta que no los acabe.
—Muy bien —dijo Peterkin dándole una tajada de cerdo al gato, que la recibió con un maullido de satisfacción—. Yo te ayudaré, si puedo servirte de algo.
—Después —continuó Jack— haremos una vela de tela de coco, pondremos un mástil al bote y lograremos ir a las otras islas y visitar a nuestros antiguos amigos los pingüinos.
La esperanza de vernos pronto en situación de extender nuestras observaciones a otras islas y disfrutar de un viaje a vela por el hermoso mar nos entusiasmó tanto, que apenas terminamos de comer nos pusimos a hacer los remos con el mayor entusiasmo. Jack trajo del bosque la madera toscamente desbastada con el hacha, yo los alisé con la navaja y Peterkin se quedó en la choza haciendo una cuerda fuerte para atarlos al bote.
Trabajamos tanto y con tanta rapidez, que al ponerse el sol regresamos a la choza Jack y yo con cuatro fuertes remos que sólo necesitaban un ligero pulimento con la navaja. Al acercarnos nos detuvo bruscamente el sonido de una voz. Esto nos sorprendió un poco, por no decir que casi nos alarmó, pues aunque Peterkin era muy aficionado a charlar, jamás le habíamos sorprendido hablando solo. Escuchamos atentamente y seguimos oyendo una voz que parecía estar conversando. Jack me hizo señas de que me estuviese callado, y avanzamos de puntillas hacia la choza.
Lo que vieron nuestros ojos era no poco divertido. En lo alto de un tarugo, que algunas veces nos servía de mesa, estaba el gato negro, muy serio, y frente a él, sentado en el suelo, con las piernas extendidas a lo largo del tarugo, se hallaba Peterkin. En el momento en que apareció ante nuestra vista estaba mirando intensamente a la cara del gato, con la nariz a diez centímetros de distancia y las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Gato —decía Peterkin inclinando un poco hacia un lado la cabeza—, ¡te quiero!...
Hubo una pausa, como si Peterkin esperase una respuesta a la afectuosa declaración. Pero el gato no dijo nada.
—¿Me has oído? —continuó Peterkin con viveza—. ¡Te quiero y te quiero! ¿Y tú a mí?
A tan conmovedora pregunta el gato respondió con un miau débil.
—¡Oh! ¡Así me gusta! ¡Eres un pillo! ¿Por qué no me has contestado en seguida? —y Peterkin acercó la boca y le dio un beso en las naricillas.
—Sí —continuó Peterkin después de una pausa—, te quiero. ¿Crees que te lo diría si no fuese verdad, granuja? Te quiero porque te he tomado a mi cargo, porque te cuido, porque me ocupo de ti, porque procuro que no te mueras...
—¡Miau! ¡M-i-a-u! —maulló el gato.
—Muy bien —continuó Peterkin—. Es verdad, no me cabe duda, pero usted no tiene derecho a interrumpirme, caballerito. Haga usted el favor de estarse callado hasta que yo acabe de hablar. Además, señor gato, le quiero a usted porque vino usted a mí en cuanto me vio por primera vez, y porque no se asustó y porque se mostró usted muy cariñoso conmigo, aunque no sabía usted si tenía la intención de matarle. ¡Ese comportamiento fue honrado, intrépido y simpático, señor gatito, y por eso te quiero! ¡Vaya si te quiero!
De nuevo hubo una pausa de pocos minutos, durante la cual el gato se mostró muy tranquilo; Peterkin se quedó mirándose las puntas de los pies, como meditando. De pronto alzó la cabeza.
—¡Vamos a ver, gato! ¿Qué pensabas ahora? ¿No quieres hablar? Dime, ¿no te parece monstruosamente vergonzoso que esos dos granujas de Jack y Ralph nos tengan tanto tiempo esperando para cenar?
En este punto el gato se levantó, arqueó el lomo y se estiró ligeramente y lamió la punta de la nariz de Peterkin.
—¡Así, muy bien, simpático! ¡Eres un gato sabio!... Indudablemente me entiende este animal —dijo Peterkin sonriente, echándose hacia atrás para contemplar al gato.
En ese momento Jack no pudo contener una carcajada. El gato lanzó un airado bufido y huyó, mientras que Peterkin se puso de pie de un salto exclamando:
—¡Qué susto me has dado, Jack!
—Tal vez —repuso Jack riéndose al entrar en la choza—, pero como no quiero haceros esperar más para cenar, creo que me perdonaréis el gato y tú.
Peterkin trató de echar la cosa a risa, pero observé que se había puesto muy colorado al vernos aparecer, y después parecía que no le agradaban las alusiones al asunto, por lo cual nos abstuvimos de hacerlas, aunque nos hacía reír.
Después de la cena nos retiramos a descansar y a soñar maravillosas aventuras en nuestro bote y en lejanos viajes por mar.