Capítulo III

AL volver de un estado de insensibilidad se experimenta una sensación peculiar casi indescriptible; es una especie de semiinconsciencia confusa y somnolienta, algo entre el sueño y la vigilia, acompañada de un cansancio no desagradable. Al despertar lentamente y oír la voz de Peterkin preguntándome si me sentía mejor, creí que me había dormido más de lo debido y que me iban a enviar al tope de un mastelero por perezoso, pero antes de incorporarme precipitadamente, se desvaneció de pronto aquella idea y me imaginé que debía de haber estado enfermo. Entonces abanicó mis mejillas una embalsamada brisa y me acordé de mi pueblo y del jardín que había a espaldas de la casita de mi padre con sus flores exuberantes, y de la madreselva de suave aroma que mi querida madre cuidaba con tanto esfuerzo en el enrejado pórtico. Pero el bramido de las olas disipó estas deliciosas ideas y volví a verme en el mar contemplando los delfines y los peces voladores, y tomando rizos en las velas menores al pasar por el tormentoso cabo de Hornos. Gradualmente se tornó más fuerte y más claro el ruido del oleaje. Entonces pensé que había naufragado lejos, muy lejos de mi tierra, y abrí lentamente los ojos, encontrándome con los de mi compañero Jack, que me contemplaba con ansiedad.

—Di algo, Ralph —murmuró Jack con ternura—. ¿Estás mejor?

Yo sonreí y alcé la vista diciendo:

—¿Mejor? ¿Pero qué quieres decir, Jack? ¡Si estoy perfectamente!

—Entonces ¿por qué finges y nos asustas? —repuso Peterkin sonriéndose entre lágrimas, porque el pobre chico había creído realmente que me moría.

Me incorporé, apoyándome en un codo, y al llevarme la mano a la frente me encontré con que me había hecho una herida bastante grande y que había perdido gran cantidad de sangre.

—Vamos, vamos, Ralph —dijo Jack, echándome nuevamente hacia atrás—; túmbate, muchacho; todavía no estás bien. Humedécete los labios con este agua que está fresca y clara como el cristal. La he traído de un manantial que hay al lado. Cállate, hombre; no hables —agregó al ver que iba a decir algo—. Yo te lo contaré todo, pero tú no pronuncies ni una sílaba hasta que no hayas descansado bien.

—Hombre, no le prohíbas que hable —dijo Peterkin que, pasados sus temores por mi vida, se estaba dedicando a armar una especie de refugio de ramas rotas para protegerme del viento, aunque era casi innecesario porque me habían colocado junto a una roca que cortaba casi completamente la fuerza del huracán—. Déjale hablar, Jack; es una satisfacción oírle que está vivo después de haberse pasado una hora larga rígido, pálido y callado, como una momia egipcia. No he conocido otro chico como tú, Ralph; siempre estás haciendo diabluras. Casi me dejas sin dentadura, has estado a punto de ahogarme, ¡y para final, te haces el muerto! Eres malo.

Mientras Peterkin se expresaba así, recobré mis facultades y empecé a comprender mi situación.

—¿Qué es eso de que casi te ahogo, Peterkin? —dije.

—¿Que qué es eso? ¿Quieres que te lo repita en chino para mayor claridad? No recuerdas que...

—No recuerdo nada —dije interrumpiéndole—; no recuerdo nada absolutamente desde que nos tiramos al mar.

—¡Cállate, Peterkin! —dijo Jack—. Estás excitando a Ralph con tus disparates. Yo te lo explicaré todo. Tú recuerdas que después de chocar el barco nos arrojamos los tres al mar; pues bien, al caer te diste en la cabeza con el remo, produciéndote este golpe que casi te atonta, y te agarraste al cuello de Peterkin sin saber lo que hacías, y al agarrarte, le diste un fuerte golpe en la boca con el catalejo que llevabas en la mano y que sujetabas como si en ello fuera tu vida...

—¿Que me dio en la boca? —interrumpió Peterkin—. Más vale que digas que me lo metió en la garganta. Si me miráis el gaznate, seguro que veis claramente la huella del borde metálico del instrumento.

—Bueno, bueno —continuó Jack—; sea como fuere, lo cierto es que te agarraste a Peterkin de tal manera, que temí que lo estrangularas, pero al ver que Peterkin estaba bien agarrado al remo, hice cuanto pude para que ganáramos la costa, a la cual llegamos sin grandes contratiempos, porque el agua está en calma dentro del arrecife.

—¿Y qué ha sido del capitán y de la tripulación? —pregunté con ansiedad.

Jack movió la cabeza.

—¿Se han perdido?

—No, espero que no se hayan perdido, pero me temo que existan pocas probabilidades de que se salven. El buque chocó contra la cola misma de la isla donde fuimos arrojados. Cuando el bote cayó al mar, no zozobró afortunadamente, aunque entró bastante agua, y los hombres pudieron meterse en él, si bien antes de que lograsen hacerse con los remos el huracán los arrastró a sotavento de la isla. Cuando tomamos tierra, los vimos haciendo esfuerzos por llegar adonde estábamos nosotros, pero como no disponían más que de un par de remos de los ocho que pertenecen al bote y como el viento les era contrario, perdían terreno gradualmente. Entonces los vi aparejar y desplegar una especie de vela, una manta me parece, porque era demasiado pequeña para el bote, y en menos de media hora los perdí de vista.

—¡Pobrecillos! —murmuré apenado.

—Sin embargo, cuanto más pienso en ellos más esperanzas tengo —continuó Jack más animado—. Porque, mira, Ralph, yo he leído mucho acerca de estas islas del mar del Sur y sé que hay millares de ellas, por lo cual espero que no tarden en caer en alguna.

—Yo también lo creo así —dijo Peterkin con vehemencia—. Pero ¿y el barco, Jack? Mientras cuidaba de Ralph lo vi en lo alto de las rocas. ¿Dices que se ha hecho pedazos?

—No, pedazos no se ha hecho, pero se ha ido al fondo —repuso Jack—. Como ya te he dicho, chocó con la cola de la isla y encalló por la parte de proa, pero el segundo embate lo desencalló y flotaba hacia sotavento. Los pobres tripulantes del bote hicieron maniobras desesperadas para llegar hasta él, pero mucho antes de que lograran acercarse, el barco se llenó de agua y se hundió. Después de haberse hundido el Arrow es cuando vi a la tripulación tratando de llegar a la isla.

Cuando Jack dejó de hablar hubo un largo silencio, sin duda porque cada cual meditaba sobre nuestra extraña situación. Por mi parte no puedo decir que fueran agradables mis reflexiones. Sabía que estábamos en una isla porque lo había dicho Jack, pero ignoraba si estaba habitada o no. En el primer caso, y teniendo en cuenta lo que había oído acerca de los isleños del mar del Sur, era seguro que acabaríamos tostados vivos y comidos por los caníbales, y en el segundo caso, es decir, si la isla estaba desierta, me imaginaba que moriríamos de hambre.

—¡Ay! —pensé—. Si el buque hubiera quedado encallado en las rocas no hubiese estado mal, porque podríamos sacar de él las provisiones necesarias y las herramientas para construir un refugio, pero así, ¡ay!, ¡estamos perdidos! —estas últimas palabras las pronuncié en voz alta por la vehemencia de mis sentimientos.

—¿Perdidos, dices, Ralph? —exclamó Jack, animando su serio semblante con una sonrisa—. Más vale que digas que estamos salvados. Me parece que tus reflexiones han ido por mal camino, para conducirte a una conclusión errónea.

—¿Sabes la conclusión que he sacado? —dijo Peterkin—. Pues me he convencido de que esto es magnífico, de primera..., la mejor cosa que podía habernos ocurrido, y que jamás han tenido un porvenir más espléndido tres alegres marineros como nosotros. ¡Tenemos toda una isla para nosotros solos! Tomaremos posesión de ella en nombre del rey. Empezaremos por entrar al servicio de sus negros habitantes, y no hay que decir que nos pondremos al frente de todos los negocios. Los blancos siempre lo hacen así en los países salvajes. Tú serás rey, Jack; Ralph, presidente del Consejo de ministro, y yo seré...

—El bufón de la corte —interrumpió Jack.

—No —replicó Peterkin—; yo no tendré título alguno; me limitaré a ocupar un alto cargo a las órdenes del Gobierno, porque ya sabes, Jack, que me gusta mucho ganar un sueldo enorme y no tener nada que hacer.

—Pero suponte que no hay indígenas...

—Pues entonces construiremos un hotelito encantador, plantaremos en torno suyo un jardín precioso lleno de las más espléndidas flores tropicales, labraremos la tierra, plantaremos, sembraremos, recolectaremos, comeremos, dormiremos y estaremos contentos.

—Hablando en serio —dijo Jack dando a su semblante una expresión grave que, según había yo observado ya en otras ocasiones, producía el efecto de reprimir la inclinación de Peterkin a tomarlo todo a broma—, estamos realmente en una situación embarazosa. Si esto es una isla desierta tendremos que vivir muy al estilo de como viven las bestias salvajes, porque no tenemos herramientas de ninguna clase, ni una navaja siquiera.

—Eso sí lo tenemos —dijo Peterkin registrándose los bolsillos de los pantalones y sacando un cortaplumas de una sola hoja y además rota.

—Bueno; más vale esto que nada —dijo Jack levantándose—, pero vámonos de aquí, porque estamos perdiendo el tiempo hablando en lugar de estar haciendo algo. Tú ya parece que puedes andar, Ralph. Veamos lo que traemos en los bolsillos y subamos luego a lo alto de un cerro para ver en qué clase de isla hemos caído, porque, buena o mala, me parece que va a ser nuestra residencia durante algún tiempo.