Capítulo XIX
DESPUÉS de esto seguimos viviendo durante muchos meses en la isla en medio de la armonía y de la felicidad constantes. Unas veces nos íbamos a pescar al lago, otras a cazar al bosque, y otras, por vía de variación, subíamos a la montaña, aunque Peterkin aseguraba que lo hacíamos por si veíamos algún buque, hacerle señales. Pero estoy seguro de que ninguno deseaba verse libre de aquel cautiverio en que vivíamos felices. Peterkin solía decir que siendo tan jóvenes como éramos, no debíamos deplorar la pérdida de uno o dos años. Ya he dicho en otra ocasión que Peterkin tenía catorce años, Jack dieciocho, yo quince. Pero Jack estaba tan alto, tan fuerte y tan hombre, que fácilmente hubiera pasado por tener veinte.
El clima era tan bueno que parecía que reinaba allí un verano perpetuo, y como había muchos árboles que florecían y daban fruto todo el año, jamás teníamos que quejarnos de escasez de alimento. También parecía que los cerdos, lejos de disminuir, aumentaban en número, a pesar de las frecuentes matanzas que hacía Peterkin con su lanza. Si alguna vez no encontrábamos una piara, no teníamos más que visitar el ciruelo antes mencionado, en la seguridad de encontrar una numerosa familia durmiendo bajo sus ramas.
Una de nuestras más asiduas ocupaciones fue la de confeccionar prendas de ropa de tela de coco, porque las que llevábamos al naufragar estaban muy deterioradas. Peterkin consiguió hacer unos excelentes zapatos con la piel de la cerda vieja, de la siguiente manera: primero cortó un trozo de piel de forma oblonga, unos cuantos centímetros más larga que el pie. Puso en remojo el trozo, y antes de que se secase, cosió un extremo dándole una tosca forma de talón, y después hizo una serie de agujeros, alrededor del borde del trozo de piel, y pasó por ellos una cuerda fuerte. El talón del pie se encajaba en la parte cosida, y tirando luego de la cuerda, los bordes se alzaban y protegían todo el contorno del pie. Claro es que estas abarcas hacían unos pliegues poco bonitos, pero a pesar de todo eran muy útiles, y Jack llegó a preferirlas a sus largas botas. Hicimos también diversos objetos útiles para nuestra comodidad, y una vez o dos hablamos de construir una casa, pero teníamos tanto afecto a nuestra choza y, además era tan útil, que resolvimos no abandonarla ni tratar de construir una casa que con aquel clima podía resultar más desagradable que cómoda.
Muchas veces examinamos la pistola que habíamos encontrado en la casa del muerto, y Peterkin sentía mucho no tener pólvora para utilizarla, porque así sería mucho más fácil matar cerdos, pero éramos ya tan diestros en el manejo de la honda, el arco y la lanza, que no necesitábamos armas más mortíferas.
Las inmersiones en el Jardín Acuático seguían gustándonos y entreteniéndonos como siempre, y a fuerza de práctica, Peterkin comenzó a familiarizarse con el agua. Para Jack y para mí, el agua llegó a ser nuestro elemento, y jugábamos en ella con tanta confianza y gusto, que Peterkin llegó a expresar el temor de que cualquier día nos convirtiésemos en peces y le abandonásemos, añadiendo que observaba que Jack tenía cada día más facha de tiburón. A esto replicó Jack que si él, Peterkin, se convertía en animal acuático, no pasaría de ser una simple quisquilla. El pobre Peterkin no envidiaba nuestras deliciosas excursiones bajo el agua más que cuando Jack bajaba al fondo del Jardín Acuático, se sentaba en una roca, alzaba la cabeza y le hacía muecas. Sólo en estas ocasiones sentía envidia Peterkin, y decía que daría cualquier cosa por poder hacer lo mismo. Yo me reía mucho al oírle, porque si se hubiera visto la cara que ponía cuando se decidía a bucear un poco, se hubiera convencido de que superaba a Jack en lo de hacer muecas. La única diferencia estaba en que Jack las hacía adrede y Peterkin porque no tenía más remedio que hacerlas.
Estando entretenidos con estas ocupaciones y recreos, ocurrió un día una cosa tan inesperada como alarmante y horrible.
Como solíamos hacer con frecuencia, estábamos Jack y yo sentados en la roca del Acantilado de los Chorros, mientras que Peterkin escurría la ropa porque se había caído al mar, como le ocurría a menudo, cuando de pronto le llamaron la atención dos objetos que aparecieron en el horizonte.
—¿Qué te parece a ti que son? —pregunté a Jack.
—No te lo puedo decir —me contestó—. Los vengo observando hace un rato, y al pronto me parecieron gaviotas, pero cuanto más los miro, más me convenzo de que son demasiado grandes para ser aves.
—Parece que vienen hacia aquí.
—¿Qué ocurre? —preguntó Peterkin acercándose.
—Mira —le dijo Jack.
—¡Ballenas! —exclamó Peterkin poniéndose la mano en la frente, a modo de visera—. ¡No! ¿Eh?... ¿No serán botes, Jack?
Nuestros corazones latieron con violencia al pensar que podíamos volver a ver a seres humanos.
—Me parece que tienes razón, Peterkin... Pero me parece que se mueven de un modo extraño para ser botes —dijo Jack en tono bajo, como si estuviera hablando consigo mismo.
Observé que por el semblante de Jack cruzaba una sombra de ansiedad al mirar larga e intensamente los dos objetos que venían hacia nosotros. Al fin se puso en pie.
—¡Son canoas, Ralph! No puedo decir si son canoas de guerra o no, pero lo que sé es que todos los indígenas de las islas de los mares del Sur son feroces caníbales, y que tienen muy poco respeto a los extranjeros. Debemos ocultarnos si desembarcan aquí, cosa que pido a Dios que no hagan.
Las palabras de Jack me alarmaron enormemente, pero confieso que me preocupó menos lo que dijo que el tono de ansiedad con que lo dijo, y Peterkin y yo le seguimos al bosque con bastante inquietud.
—Es una lástima que nos hayamos olvidado de las armas —dijo cuando estuvimos cobijados en el bosque.
—Eso importa poco —dijo Jack—. Aquí hay palos de sobra.
Al hablar puso la mano sobre un haz de recios palos de diversos tamaños que las laboriosas manos de Peterkin habían formado durante nuestras frecuentes visitas al acantilado, sin más propósito, aparentemente, que el de no permanecer ocioso.
Cada cual eligió un garrote con arreglo a sus gustos, y nos apostamos detrás de una roca desde donde veríamos las canoas sin ser vistos por sus tripulantes. Al principio hicimos algún comentario suelto sobre su aspecto, pero cuando penetraron en el lago y se acercaron a la costa, dejamos de hablar para observar con intenso interés la escena que se desarrollaba ante nosotros.
Entonces observamos que una canoa iba a la cabeza seguida de la otra, y que iban en ella unas cuantas mujeres, niños y hombres también, quizá unas cuarenta almas en total, mientras que en la canoa seguidora no había más que hombres, en número parecido, pero mejor armados y con todo el aspecto de una partida de guerra. Ambas tripulaciones remaban con todas sus fuerzas, y parecía que los perseguidores se esforzaban por alcanzar a los fugitivos antes de que desembarcasen. Pero en esto fracasaron. La canoa perseguida se dirigía velozmente a las rocas al pie del sitio donde estábamos escondidos. Los cortos remos se movían como meteoros y hacían gran cantidad de espuma. Los ojos de los remeros relucían en sus negros semblantes al poner en tensión todos los músculos de sus desnudos cuerpos, y no cesaron en sus esfuerzos hasta que la canoa chocó violentamente en la playa. Entonces, lanzando un gesto de reto, todos los que la tripulaban saltaron a tierra con enérgica rapidez. Tres mujeres, dos de las cuales llevaban niños en brazos, corrieron al bosque, mientras que los hombres se apostaban en la playa, a orillas del agua, con piedras, lanzas y cachiporras, dispuestos a impedir el desembarco de sus enemigos. La distancia entre ambas canoas había sido casi de un kilómetro, distancia que fue salvada rápidamente por la velocidad que llevaban. Los perseguidores se acercaban a la costa sin dar la menor muestra de temor ni de indecisión. Cayó sobre ellos un diluvio de piedras, pero no por eso se amilanaron. La canoa llegó a la playa, y con un aullido que parecía salir de la garganta de demonios encarnados saltaron al agua, haciendo retroceder a los otros playa adentro inmediatamente.
La batalla que se libró fue espantosa. La mayoría de los hombres esgrimían cachiporras enormes de una forma curiosa, con las que se rompían la cabeza mutuamente. Como iban desnudos casi por completo y tenían que saltar, agacharse y correr en un terrible encuentro cuerpo a cuerpo, más parecían demonios que seres humanos. Mi corazón se inquietó al presenciar aquella sangrienta batalla, y de buena gana hubiera apartado la vista, pero una fascinación poderosa fijaba mis ojos en los combatientes. Observé que los atacantes iban capitaneados por un ser de lo más extraordinario, y por su tamaño y peculiaridades calculé que era el jefe. Llevaba tan rizado y esponjado el cabello que parecía un turbante, y era de color amarillo claro, circunstancia que me sorprendió mucho, porque el cuerpo del salvaje era negro como el carbón, por lo que supuse que lo llevaría teñido. Estaba tatuado de pies a cabeza, y el rostro lo llevaba embadurnado con pintura roja, y rayas blancas. Con su cabello amarillo, su peinado como un turbante, sus proporciones hercúleas, sus ojos relucientes y sus dientes blancos, parecía el monstruo más temible que se puede imaginar. Era muy activo para la lucha y había matado ya a cuatro hombres.
De repente, el jefe del pelo amarillo se vio atacado por un hombre tan fuerte y grande como él, que blandía un pesado palo con una especie de pico de águila en la punta. Durante uno o dos segundos los dos gigantes se contemplaron con prudencia y dieron vueltas y más vueltas, como para aprovechar cualquier descuido del enemigo, pero viendo que no conseguían nada con esta precaución, y calculando que la pérdida de tiempo podía alterar los resultados de la lucha en pro del contrario, resolvieron aparentemente atacarse en el mismo instante, porque lanzando un grito salvaje y dando un salto simultáneamente, esgrimieron los pesados palos, haciéndolos chocar con estruendo. De repente tropezó el salvaje de pelo amarillo, se adelantó su enemigo y alzó el temible palo, pero no llegó a descender sobre el enemigo, porque en el mismo instante, rodó por el suelo el que lo esgrimía, derribado por una piedra lanzada por uno que observaba el peligro de su jefe. Este fue el punto decisivo de la batalla. Los salvajes que habían desembarcado primero volvieron la espalda y echaron a correr hacia el bosque al ver derrotado a su jefe. Pero no se escapó ni uno solo; los alcanzaron a todos y los derribaron. Sin embargo noté que no todos estaban muertos. Al parecer, sus enemigos, ganada ya la batalla, tenían empeño en cogerlos vivos, y consiguieron coger a quince, a los que ataron de pies y manos con cuerdas y los depositaron entre los arbustos del bosque, para volver al teatro de la batalla, donde estaba el resto de la partida lavándose las heridas.
De los cuarenta negros que componían la partida atacante, sólo quedaban vivos veintiocho, dos de los cuales fueron enviados al bosque a coger a las mujeres y a los niños. De la otra partida no quedaban, como ya he dicho, más que quince, y éstos estaban atados e imposibilitados para hacer nada.
Jack, Peterkin y yo nos miramos y en voz baja nos comunicamos nuestros temores de que los salvajes subiesen a lo alto de las rocas en busca de agua dulce, descubriendo así nuestro escondite, pero nos interesaban tanto sus actos que acordamos permanecer donde nos hallábamos porque, además, no era fácil levantarse sin exponerse a llamar la atención y ser descubiertos. Otro salvaje se dirigió al bosque en seguida con un haz de leña, y nos quedamos no poco sorprendidos al verles encender fuego de la misma manera que sabía Jack; es decir, con el arco y la astilla giratoria. Encendida la lumbre, se fueron al bosque dos de la partida y trajeron a uno de los individuos atados. Yo experimenté una sensación de horror, porque pensé que iban a quemar a sus enemigos, y al ver que lo acercaban a la lumbre, no pude dominar mis impulsos y, empuñando la cachiporra, quise ponerme en pie, pero el vigoroso brazo de Jack me mantuvo clavado en el suelo. Un momento después, uno de los salvajes alzó el garrote y rompió el cráneo del pobre hombre. Debió morir instantáneamente, y por extraño que parezca, me quedé más tranquilo después de la ejecución, pensando que el infortunado salvaje no iba a ser quemado vivo. Apenas hubieron cesado de estremecerse sus miembros, aquellos monstruos le cortaron trozos de carne del cuerpo, y después de asados ligeramente, los devoraron.
De pronto sonó un grito en el bosque, y a los pocos segundos aparecieron los dos salvajes arrastrando a las tres mujeres con los dos niños. Una de las mujeres era mucho más joven que sus compañeras, y nos llamó la atención la modestia de su porte y la dulce expresión de su semblante, el cual, aunque de nariz chata y labios gruesos como los de los indígenas, era de color castaño claro, por lo que conjeturamos que debía de ser de una raza diferente. Tanto ella como sus compañeros llevaban una faldilla corta y una especie de pelerina o boa sobre los hombros. Su cabello era muy negro, pero no largo, sino corto y ensortijado —aunque no lanoso—, algo semejante al cabello de un muchachito. Mientras contemplábamos con interés y ansiedad a aquellas pobres criaturas, el gigantesco jefe se acercó a una de las mujeres más viejas y puso una mano sobre el niño, pero la mujer retrocedió, apretando a la criatura contra su pecho y lanzando un alarido de terror. Con una risa salvaje el jefe le arrancó de los brazos el niño y lo tiró al mar. De los labios de Jack escapó un rugido sordo al presenciar aquel acto tan atroz y al oír el grito que lanzó la madre al caer desmayada en la arena. Las ondas arrojaron al niño a la playa como si se negasen a ser partícipes de tan vil crimen, y observamos que estaba vivo.
Después acercaron la joven al jefe, y éste le dirigió la palabra, pero aunque oímos su voz y hasta percibimos claramente sus palabras, no entendimos lo que dijo. La joven no contestó a sus feroces preguntas, y por el modo de señalar al fuego comprendimos que la amenazaba con la muerte.
—Peterkin —dijo Jack en voz baja y ronca—. ¿Traes la navaja?
—Sí —respondió el interrogado, cuyo semblante estaba mortalmente pálido.
—Pues basta con ella. Escuchadme y haced con viveza lo que os voy a decir. Toma la navaja, Ralph. Corred ambos al bosque y cortad las cuerdas que sujetan a los prisioneros. ¡De prisa, no vaya a ser demasiado tarde!
Jack se puso de pie y empuñó la cachiporra corta, pero pesada. El vigoroso cuerpo de nuestro valeroso compañero temblaba de emoción y por su frente rodaban grandes gotas de sudor.
En aquel momento avanzaba hacia la joven el hombre que había matado al salvaje minutos antes. Llevaba el pesado palo. Jack lanzó un aullido que rebotó en las rocas como un grito de muerte, se tiró de un salto al fondo del precipicio, que tendría cinco metros de elevación, y antes de que los salvajes se hubiesen repuesto de su sorpresa, estaba entre ellos. Mientras tanto Peterkin y yo corríamos a libertar a los prisioneros. De un solo golpe con la cachiporra, Jack derribó al salvaje del palo, y revolviéndose furioso se abalanzó sobre el gigantesco jefe de pelo amarillo. Si el golpe que Jack dirigió a la cabeza del salvaje hubiese dado en el sitio, el jefe no hubiera necesitado más, pero era ágil como un gato y lo evitó, desviándose, al mismo tiempo que esgrimía su grueso garrote sobre la cabeza de su enemigo. Esta vez fue Jack quien tuvo que esquivar el golpe, siendo una suerte que le hubiese pasado el primer acceso de cólera, porque estaba ciego y hubiera sido presa fácil de su antagonista. Pero Jack estaba ya sereno. Descargaba los golpes rápidamente y bien, probando en el combate las sorprendentes seguridades de su ligera arma, porque mientras él podía evitar fácilmente los golpes del pesado palo de jefe, el jefe no podía zafarse de los del palo ligero. Sin embargo, era tan vivo y esgrimía tan perfectamente su poderosa arma, que aunque Jack le alcanzaba casi siempre, tenía que pegar tan rápidamente, que los golpes carecían de fuerza para ser eficaces.
Fue una suerte para Jack el que los demás salvajes no se decidiesen a intervenir, dando por hecho el triunfo de su jefe. Si lo hubiesen dudado, hubiesen puesto fin al lance seguramente, matando a nuestro compañero. Pero se contentaban con esperar el resultado del desafío.
La fuerza que el jefe estaba gastando manejando su palo, comenzó a surtir efecto. Sus movimientos se hicieron más lentos, respiraba con dificultad, con los dientes apretados, y los salvajes, sorprendidos, se iban acercando para prestarle ayuda. Jack observó este movimiento, comprendió que su sentencia estaba firmada y resolvió jugarse el todo por el todo. El palo del jefe estaba a punto de caerle sobre la cabeza. Podría haberlo esquivado fácilmente, pero en vez de hacerlo así, cogió más corto su palo y exponiéndose a recibir el golpe que el otro le asestaba, se abalanzó a su enemigo y le pegó con toda su fuerza entre los ojos, cayendo a tierra derribado por el cuerpo del jefe que se desplomó sin sentido sobre Jack. Se alzaron en el aire una docena de palos dispuestos a caer sobre la cabeza de Jack, pero titubearon un momento, porque el macizo cuerpo del jefe le cubría casi por completo. Este momento le salvó la vida. Antes de que los salvajes pudieran retirar el cuerpo del jefe, cayeron siete de ellos bajo los golpes que les asestaron los prisioneros libertados por Peterkin y yo, y otros dos cayeron bajo nuestras manos. Esto no lo hubiéramos podido hacer si nuestros enemigos no hubieran estado distraídos con la lucha entre su jefe y Jack; esto les había impedido darse cuenta de nuestra llegada hasta que estuvimos encima. Nos superaban en número por tres, pero la sorpresa y la caída de su jefe les tenía anonadados. Además estaban atónitos y temerosos ante la furia de Jack, que parecía haberse vuelto loco, pues apenas se vio desembarazado del cuerpo del jefe, arremetió contra los salvajes, y en tres golpes dejó equiparado el número de individuos de cada bando. Peterkin y yo arremetimos también, secundados por los salvajes, y en menos de diez minutos, todos nuestros enemigos estaban muertos o yacían prisioneros, muy bien atados y tendidos unos junto a otros en la playa.