Capítulo XXXIV

UN mes, que se nos hizo muy largo, permanecimos en nuestra horrenda cárcel, sin ver más semblantes humanos que el del silencioso salvaje que nos traía la comida diariamente.

En mi vida ha habido un par de épocas en las que me ha parecido que las negruras de la pena y de la desolación que agobiaban mi corazón no iban a desvanecerse jamás, hasta que la muerte se encargase de ellas, y ésta fue una de ellas.

Durante la primera parte de nuestro encierro sentíamos un escalofrío en el alma cada vez que oíamos pasos cerca de la cueva, temiendo que fuesen los de nuestros verdugos. A medida que pasó el tiempo, comenzamos a sentir un ansia tan honda y tan irreprimible de libertad, que rabiábamos en nuestro encierro como tigres. Después se apoderó de nosotros un sentimiento de desesperación y deseamos realmente que los salvajes nos llevasen a la muerte. Estos cambios se operaron gradualmente, y a veces iban mezclados con pensamientos menos siniestros, tanto que en algunas ocasiones nos sentábamos en el saliente rocoso de la oscura caverna y conversábamos casi agradablemente acerca del pasado, hasta olvidar el terrible presente, aunque rara vez nos aventurábamos a tocar el futuro.

Unas cuantas hojas secas formaban nuestro lecho, y una escasa ración de ñame y taro, servida una vez al día, constituía nuestro alimento.

—¿Qué tal has dormido, Ralph? —me preguntó una mañana Jack, con tono despreocupado, al levantarnos de nuestra humilde cama—. ¿Te ha molestado mucho el viento?

—No —repuse—; he pasado toda la noche soñando con mi casa. Me parecía que mi madre me sonreía y que hacía señas para que me fuera a su lado, pero no podía, porque estaba encadenado.

—Yo también he soñado —dijo Peterkin—, si bien ha sido con nuestra casita tan dichosa a la Isla de Coral. Me parecía que estábamos nadando en el Jardín Acuático; después oí un grito de salvajes y me encontré en la caverna del Acantilado de los Chorros, que se convirtió en esta tétrica cueva; cuando me desperté vi que era verdad.

El tono de Peterkin estaba tan alterado por la depresiva influencia de su largo encarcelamiento, que si no hubiera sabido que era él quien hablaba apenas le hubiera conocido: tan triste era y tan distinto en la voz que estaba acostumbrado a oír. Pensé mucho sobre esto y me di cuenta de la terrible decadencia que pueden experimentar los seres humanos en breve tiempo respecto a su felicidad. ¡Cuán brillante es la luz del sol en el espacio unas veces, y en poco tiempo qué nube tan grande puede oscurecerla! No me cabía duda de que la Biblia me hubiera proporcionado mucho bien y consuelo en este asunto, si la hubiese tenido, y una vez más tuve ocasión de deplorar profundamente el no haber almacenado en mi memoria sus consoladoras verdades.

Mientras meditaba de esta forma, Peterkin volvió a romper el silencio de la cueva, diciendo con tono melancólico:

—¿Volveremos a ver algún día nuestra querida isla?

Su voz era trémula, y bajando la cabeza y cubriéndosela con las manos, lloró. Era un espectáculo extraño para mí ver llorar a mi antes risueño compañero, y sentí un ardiente deseo de consolarle. Pero ¿qué podía decirle? ¿Qué esperanzas podría darle? Dos veces traté de hablar, y otras tantas se negaron a salir de mis labios las palabras. Durante mi perplejidad, Jack se sentó junto a él y le dijo unas palabras al oído. Peterkin se inclinó sobre el pecho de su amigo y reclinó la cabeza en su hombro.

Así permanecimos largo tiempo en profundo silencio. Poco después oímos pasos en la boca de la cueva e inmediatamente entró nuestro carcelero. Estábamos tan acostumbrados a sus visitas, que no le prestamos atención, creyendo que nos dejaría la escasa ración y se retiraría como de costumbre. Con gran sorpresa nuestra se acercó, cuchillo en mano, a Jack y le cortó las ligaduras que le sujetaban las manos. Luego hizo lo propio con Peterkin y conmigo. Cinco minutos largos permanecimos en mudo asombro con los brazos colgando. Lo primero que se me ocurrió fue que había llegado el momento de matarnos y aunque, como dije antes, casi deseábamos la muerte en nuestra desesperación, ahora que la teníamos realmente cerca, sentí revivir en mi corazón el apego natural a la vida, mezclado con un escalofrío de horror por la brusquedad de su llamada.

Pero estaba equivocado. Después de cortarnos las ligaduras el salvaje señaló la boca de la cueva, y salimos casi maquinalmente al aire libre. Allí recibimos una nueva sorpresa. El misionero estaba a la sombra de un árbol, con las manos juntas llorando. Al ver a Jack, que fue el primero que salió, vino corriendo hacia él y le estrechó entre sus brazos, exclamando:

—¡Oh, mi querido amigo! ¡La inmensa bondad de Dios les deja libres!

—¿Libres? —exclamó Jack.

—¡Sí, libres! —repitió el misionero estrechándonos efusivamente las manos repetidas veces—. Están ustedes en libertad para ir y venir adonde les plazca. El Señor ha quitado las ligaduras a los cautivos y ha puesto en libertad a los prisioneros. ¡Nos han enviado misioneros y Tararo ha abrazado la religión cristiana! ¡Los indígenas están quemando sus dioses de madera! Venid, mis queridos amigos, y veréis la gloriosa escena.

Apenas podíamos dar crédito a nuestros sentidos. Llevábamos tanto tiempo en la cueva soñando con la libertad, que nos imaginamos un momento que se trataba de otro sueño. Teníamos la imaginación y los ojos deslumbrados por el brillo del sol, y estábamos casi cegados por el resplandor, después de haber pasado tanto tiempo a oscuras. Además nos mareaba la variedad de tantas emociones contradictorias que llenaban nuestros anhelantes pechos. Pero al seguir los pasos de nuestro amigo negro y ver el espléndido follaje de los árboles, oír los chillidos de los papagayos y respirar el rico aroma de las flores, penetró con fuerza en nuestra alma la abrumadora verdad; nos sentíamos realmente libres de la cárcel y de la muerte, y los tres nos echamos a llorar, lanzando al propio tiempo un largo grito de alegría.

Nuestro grito fue contestado por otros indígenas que por casualidad estaban cerca y que vinieron corriendo a estrecharnos la mano, demostrándonos plenamente sus bondadosos sentimientos. Después se situaron detrás de nosotros, y formando una especie de procesión nos llevaron a la residencia de Tararo.

No olvidaré jamás la escena que vimos. El jefe estaba sentado en un tosco banco ante su casa. A su izquierda había un indígena que, por sus vestidos, parecía profesor de religión, y a su derecha, un caballero inglés que, desde luego, creímos acertadamente que era un misionero. Se trataba de un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años, al parecer; de frente calva y pelo escaso y canoso. La expresión de su semblante era de lo más simpático que he conocido en mi vida, y en sus ojos grises y claros se veía la franqueza, la intrepidez, el amor y la sinceridad.

Delante del jefe, en un espacio descubierto, en cuyo centro se amontonaba una fila de ídolos de madera, preparados para arder, se veían millares de indígenas que habían venido a tomar parte en la extraordinaria escena o a presenciarla. Una alegre sonrisa animaba el rostro del misionero al avanzar con viveza hacia nosotros y estrecharnos efusivamente la mano.

—Celebro mucho conocerlos, mis queridos amigos —nos dijo—. Nuestro amigo común, el profesor, me ha contado su historia, y doy gracias a nuestro Padre celestial de todo corazón por haberme guiado a esta isla, haciéndome instrumento suyo para salvarles.

Dimos las gracias al misionero con verdadera efusión y le preguntamos cómo había logrado que Tararo cambiase de propósito en lo que a nosotros se refería.

—Ya se lo contaré en momento más oportuno —respondió—. Ahora no debemos olvidar el respeto debido al jefe. Quiere recibirles.

En la conversación que tuvimos inmediatamente Tararo nos dijo que había sido enviada a la isla la luz del Evangelio, y que a ella debíamos nuestra libertad. Nos dijo también que éramos libres de marcharnos a nuestra goleta cuando quisiéramos, y que nos proporcionaría cuantos víveres necesitásemos. Concluyó estrechándonos la mano y realizando la ceremonia del frotamiento de narices.

Las noticias no podían ser mejores, y apenas encontramos palabras con que expresar nuestra gratitud al jefe y al misionero.

—¿Y qué ha sido de Avatea? —preguntó Jack.

El misionero le contestó señalando un grupo de indígenas, entre los cuales se hallaba la joven. Junto a ella había un indígena alto y fornido, de noble porte y aire de superioridad, que demostraban que era el jefe de importancia.

—Ese joven es su prometido. Llegó esta mañana en su canoa de guerra a tratar con Tararo acerca de Avatea. Se casarán dentro de unos días y se la llevará a su isla.

—¡Muy bien! —exclamó Jack acercándose al salvaje y estrechándole la mano—. Que sea feliz muchacho... y tú también, Avatea.

Al hablar Jack, le cogió de la mano el prometido de Avatea y lo llevó al sitio donde estaba Tararo y el misionero, rodeado de la mayoría de los jefes de tribu. La muchacha los siguió y se colocó a la izquierda de su novio, que ordenó silencio y pronunció el siguiente discurso, que nos tradujo el misionero:

—Joven amigo, has visto pocos años, pero tu cabeza es vieja. Avatea y yo estamos en deuda contigo y queremos reconocerlo ante esta asamblea y decir que es una de esas deudas que nunca pueden pagarse. Has arriesgado tu vida por una mujer a quien no conocías más que de unos días. Pero era una mujer en la desgracia, y eso fue suficiente para que el hombre cristiano la auxiliase. Nosotros, los que vivimos en esta isla del mar, sabemos que los cristianos obran siempre así. Su religión es de amor y bondad. Demos gracias a Dios por habernos enviado tantos cristianos, y esperemos que vengan muchos más. Cuando estéis lejos, recordad que Avatea y yo pensamos en ti, y rezamos por ti y por tus bravos compañeros.

Jack contestó a esta especie de discurso brevemente, a estilo de marinero, diciendo que sólo había hecho por Avatea lo que hubiera hecho por cualquiera otra mujer del mundo. Pero el fuerte de Jack no era precisamente la oratoria, y terminó algo bruscamente, estrechando la mano del jefe violentamente y retirándose después con precipitación.

—Me parece, compañero —dijo cuando nos marchamos con la multitud—, que realizado ya satisfactoriamente el objeto de nuestra venida a esta isla, no nos queda que hacer sino prepararnos para navegar lo más pronto que podamos, y ¡hurra por la vieja Inglaterra!

—Ésa es mi idea precisamente —repuso Peterkin, tratando de hacer guiños, pero como había llorado tanto íntimamente el pobre, le costaba trabajo—. Pero no quiero irme de aquí hasta que veamos cómo quema esta gente a sus ídolos.

Peterkin realizó su deseo, porque minutos después se prendió fuego a la pila, se alzaron las llamas crepitantes, y entre las aclamaciones de millares de indígenas quedaron reducidos a cenizas los falsos dioses de Mango.