Capítulo XXII

AL oír estas palabras me dio un vuelco al corazón, y al volverme me encontré con un hombre de inmensa estatura y aspecto fiero, mirándome con desdén. Era blanco, es decir, era hombre de sangre europea, aunque su semblante estaba intensamente bronceado. Su traje era el que comúnmente usa la gente de mar, sin más diferencia que un gorro griego y una ancha faja de rica seda a la cintura. En ella llevaba dos pares de pistolas y un pesado cuchillo. Usaba barba y bigote que, como el cabello, eran cortos y rizosos y con algunas canas.

—¿Conque se les ha escapado la presa a esos villanos, eh joven? —dijo con una sonrisa irónica, apretándome más el hombro—. Ya lo veremos. Mira allí, mocito.

Al acabar de decir esto lanzó un penetrante silbido, que fue contestado por otro a los dos segundos, y el bote pirata asomó por detrás de la punta del Jardín Acuático, dirigiéndose rápidamente hacia nosotros.

—Ahora enciende fuego en aquella punta, y ten en cuenta que si tratas de huir enviaré para darte alcance un mensajero rápido y seguro —y señaló significativamente a las pistolas.

Obedecí en silencio, y como llevaba la lente en el bolsillo encendí en seguida una hoguera de la que se alzaba una gruesa columna de humo. A los dos minutos sonó el estampido de un cañonazo, y al alzar la cabeza vi que la goleta se dirigía nuevamente a la isla. Indudablemente había sido un ardid de los piratas el alejar el buque para hacernos creer que se habían marchado. Pero ya era inútil lamentarse. Estaba bajo su poder por completo, y no tuve más remedio que permanecer al lado del pirata, viendo desembarcar la gente del bote en la playa. Un instante pensé tirarme desde el acantilado a la playa para meterme en el mar; pero vi que no podía realizarlo, porque ya había gente entre el agua y el sitio que yo ocupaba.

Los piratas gastaban bastantes bromas por el éxito de su estratagema mientras subían por las rocas, dirigiéndose hacia el que me había capturado, al cual daban el tratamiento de capitán. Era una cuadrilla de hombres feroces, con hirsutas barbas y muy mal ceño. Todos iban armados de cuchillos y pistolas, y sus trajes eran, con ligeras variantes, igual que el del capitán. Los fui mirando uno por uno y observé que nunca desarrugaban el ceño, aunque se riesen, y la baja y canallesca expresión de sus semblantes me convenció de que mi vida pendía de un hilo.

—¿Pero dónde están los otros cachorros? —preguntó uno de aquellos individuos, lanzando un juramento que me estremeció—. Juraría que eran tres, por lo menos.

—¿Oyes lo que dicen, cachorro? —dijo el capitán—. ¿Dónde están los otros perros?

—Si se refiere usted a mis compañeros —dije en voz baja—, no quiero decírselo.

La tripulación lanzó una estrepitosa carcajada al oír esta respuesta.

El capitán pirata me miró sorprendido. Luego sacó una pistola, montó el gatillo, y dijo:

—Escucha, joven. Yo no puedo perder tiempo aquí. O me dices todo lo que sabes o te levanto la tapa de los sesos. ¿Dónde están tus compañeros?

Titubeé unos instantes, sin saber qué hacer en trance tan extremo, pero de repente se me ocurrió una idea.

—¡Villano! —dije, esgrimiendo el puño cerrado ante su cara—. Levantarme la tapa de los sesos sería poca cosa porque acabaría en seguida. La muerte ahogado en el agua es más cierta y la agonía más prolongada y, sin embargo, le digo cara a cara que aunque me tire usted al mar desde aquel acantilado, no le diré dónde están mis compañeros. ¡Haga la prueba!

El capitán se puso lívido de ira al escuchar mis palabras.

—¿Qué dices? —exclamó lanzando un feroz juramento—. Aquí, muchachos. Cogedle por las piernas y alzadlo. ¡Rápido!

Los piratas, a quienes mi audacia tenía mudos de sorpresa, me cogieron y me llevaron hacia el acantilado. Yo me felicitaba a mí mismo por el éxito de mi estratagema, porque sabía que una vez en el agua estaría seguro y podría reunirme con Jack y Peterkin en la caverna. Pero mis esperanzas quedaron derrocadas bruscamente al gritar el capitán:

—¡Alto, muchachos, alto! Vamos a hacerle probar las cuerdas de los dedos antes de arrojarlo a los tiburones. Llevadlo al bote. ¡Pronto! La brisa está refrescando.

Instantáneamente los hombres me subieron a hombros, y corriendo rocas abajo llegaron al bote y me tiraron en él, dejándome atontado con la violencia del golpe.

Cuando me hube repuesto lo suficiente para incorporarme, vi que estábamos ya fuera del arrecife de coral, al costado de la goleta, que era de pequeñas dimensiones y tenía forma de clipper