Tu aventura comienza en el frío y claro amanecer de una mañana de otoño, en tu aldea de Aralia. Mauric, el Jefe Anciano del lugar, ha pedido a su pueblo que se reúnan en la Gran Sala por cuestiones de importancia.
En voz baja aunque imponente, Mauric se dirige a su pueblo:
—Hace tres meses que no llega ninguna caravana a nuestra aldea. Los víveres escasean. Alguien o algo ha aislado a Aralia de las Tierras Allende la Sierra. Como ya sabéis, hemos enviado partidas de elfos guerreros para ver qué ocurre, pero ninguna ha regresado. Pronto caerán las grandes nevadas y, si carecemos de víveres, nuestro pueblo perecerá. Si queremos sobrevivir, alguien debe abrir el camino a las Tierras Allende la Sierra para que puedan atravesarlo las caravanas y así restablecer nuestras comunicaciones con el resto del mundo.
—El Consejo de Ancianos ha estado reunido toda la noche en sesión secreta y resolvió elegir a un elfo para que intente abrir ese camino. El Consejo considera que un solo elfo puede tener éxito donde muchos han fracasado. El azar escogió el nombre de Landon. Aunque todavía no ha sido aprobado como guerrero, los Ancianos opinan que la bondad y la fortaleza de Landon son más valiosas que la experiencia en combate. Landon, un paso al frente.
Haces caso omiso de las quejas de los guerreros mayores, avanzas y dices con orgullo:
—Acepto la misión, Mauric. Te hago saber que haré todo lo que esté en mis manos.
—Para tu misión, Landon —prosigue Mauric—, el Consejo te proporcionará una mula montesa y una parte de nuestros menguados víveres. Asimismo te confiaremos nuestro tesoro más preciado, la legendaria Espada del Mago, que posee muy diversas cualidades. No se rompe por fuerte que se la golpee: a una sola orden tuya despedirá una clara luz dorada en una superficie de tres metros. La Espada del Mago zumbará en presencia de enemigos. Si eres derrotado o te matan, perderá sus poderes. No puede ser utilizada por nadie que no sea puro de corazón. Prepárate, Landon, partirás dentro de una hora.
La hora pasa rápidamente. Te quitas tu ropa habitual y te pones ropa de abrigo, una camisa de ante gris, pantalones y una capa del mismo color, con capucha forrada de pieles. Guardas un diminuto cuchillo con mango de hueso en el bolsillo secreto de la parte interior de tu camisa. Te atas las botas altas de cuero negro hasta las rodillas y llenas la mochila; pones un hacha, una cuerda, un frasco de aceite, algunas hierbas medicinales, un cuerno para beber, un yesquero y antorchas.
Después de sujetar la Espada del Mago al cinturón y colgarte del hombro un arco con un carcaj lleno de flechas, te dispones a partir. Dejas atrás tu querida aldea cabalgando por un sendero rocoso y estrecho, mientras te despiden familiares y amigos.
Finalmente Aralia se pierde a la distancia. A medida que te alejas de tu valle natal descollan los picos rocosos por encima de tu cabeza. Casi todas las cimas están cubiertas de nieve, aunque algunas lucen coronas de antigua roca gris. Uno de los picos sobresale del resto. Desde tiempos inmemoriales se le conoce como Shanafria, la Montaña de los Espejos. La nieve cubre Shanafria por todos los costados y su tercio superior está envuelta en una capa de hielo sólido. Cuando brilla el sol la montaña centellea como un diamante frío y perfecto, de ahí nace la leyenda de su nombre.
A medida que te acercas a Shanafria unas nubes oscuras ocultan el sol; se levanta un viento helado y penetrante. La senda sigue una cuesta escarpada hacia la bóveda de nubes. La mula sofrena las riendas varias veces, reacia a avanzar. Suspiras comprensivo: si hubiera otro sendero también tú lo preferirías.
—Mula —dices finalmente—, a veces no hay otra posibilidad y tienes que hacer cosas que no te gustan. ¡Déjate de remilgos y muévete!
Bajas la cabeza para protegerte del viento y trepas con dificultad la ladera tirando constantemente de las riendas de la terca bestia. La tarde transcurre de prisa y con la caída de la noche todo se vuelve gris. Te asusta la idea de pasar la noche a solas en la montaña, pero no tienes otra opción. Más allá de la senda divisas una hondonada protegida. Si te das prisa lograrás acampar con luz.
Llegas a la hondonada justo antes del crepúsculo. Instalas el campamento y das de comer a la mula. Luego te preparas la cena. Después de comer te acurrucas abrigado con tus pieles y te dispones a dormir. Estás tan cansado que los ojos se te cierran casi de inmediato.
Llega a tus oídos un grito débil. Despiertas y prestas atención, pero no oyes nada más. Supones que se trataba de un grito de una ave nocturna. Vuelves a acomodarte e intentas conciliar el sueño.
Resuena otra vez el grito a través del valle… ahora más audible. Despabilado, te incorporas a la espera de volver a oírlo. Ahora estás seguro de que era una voz… la voz de alguien en dificultades. Los gritos parecen provenir del sendero. Desenvainas la espada, te colocas el arco y el carcaj sobre los hombros y te arrastras furtivamente.
—¡Socorro! ¡Socorro! —El grito agudo pero aún lejano llega por tu espalda.
Te vuelves y ves a tres elfos que corren senda abajo a toda velocidad, perseguidos por cuatro ogros de casi tres metros de altura; piel de color verdoso, mellados dientes amarillos y afiladas zarpas negras. Cada uno de ellos lleva un par de lanzas.
Al comprender que los elfos corren peligro, te abres paso por la abundante nieve para prestarles ayuda.
Al borde del agotamiento, los elfos tropiezan más de lo que corren. Ante tus ojos, uno de ellos resbala en un charco helado y cae al suelo, mientras sus armas chocan con estrépito. Su compañero se detiene vacilante, le agarra del brazo y lo exhorta a levantarse. Pero el elfo no se mueve. Los demás vuelven la mirada hacia los ogros, que ganan terreno. Por último se deciden a seguir la carrera, dejando atrás al amigo caído.
Uno de los ogros levanta por un pie al elfo caído que se debate débilmente colgado cabeza abajo, desenvaina su corta espada y golpea desesperadamente al monstruo, que suelta una carcajada y lo arroja por el acantilado que bordea la senda. El elfo desaparece al caer cientos y cientos de metros hacia el valle.
Mientras sigues abriéndote paso en medio de la nieve, vislumbras que los otros dos elfos forcejean. El más grande está desarmado y sujeta al otro por los brazos. El más pequeño se suelta repentinamente y corre hacia los enemigos.
Los ogros permanecen al borde del acantilado observando la mortal caída del elfo. No están preparados para un ataque por sorpresa; el elfo cae sobre ellos sin que se den cuenta, blandiendo la espada.
Golpea primero al ogro que mató a su amigo y la espada se rompe a la altura de la empuñadura. El ogro agonizante intenta hablar pero se desploma, con la hoja rota alojada en el cuerpo. El elfo desenvaina el puñal y arremete contra el otro. Lo apuñala tres veces sin que el ogro logre reaccionar a tiempo para defenderse. Los restantes ogros avanzan para ayudar al monstruo en dificultades, pero en la estrecha senda sólo hay lugar para uno. El elfo permanece fuera del alcance de la espada del ogro herido, pero no logra acercarse lo suficiente para asestarle el golpe fatal.
De pronto algo salido de la nada vuela por el aire y golpea al ogro en la frente. ¡El elfo desarmado le ha arrojado una bola de nieve para distraerlos! El elfo continúa bombardeando a su enemigo y el ogro sorprendido arroja las armas para protegerse. Aunque las bolas de nieve no le hacen daño, lo confunden. El primer elfo aprovecha la oportunidad: se lanza hacia adelante y hunde el puñal en el vientre del ogro. Antes de que éste caiga al suelo, el elfo gira y huye descendiendo por la senda.
Los gritos de ira de los dos ogros restantes resuenan en el valle mientras persiguen al elfo. Uno de ellos coge una lanza, apunta con cuidado y la arroja por el aire con mortal certeza.
La lanza se clava en el cuerpo del elfo y lo deja tendido sobre la senda helada. Hace esfuerzos por levantarse pero no lo logra.
Con un grito de ira el elfo desarmado carga contra el enemigo. El ogro arroja la segunda lanza al tiempo que se vuelve.
El elfo herido levanta penosamente la cabeza y ve la lanza que vuela hacia su compañero. En un valeroso arranque de fuerzas, se interpone. Ambos elfos caen al suelo. El que no lleva armas se pone de rodillas con esfuerzo. Está ileso. Pero el otro permanece tendido en la nieve, con dos lanzas clavadas en su cuerpo.
—¡Ulmus! ¡Ulmus! —Solloza el elfo desarmado.
Los ogros rugen de risa al oír su llanto; el afligido elfo se pone en pie de un salto al oír la carcajada y arremete contra ellos.
—¿Tú quieres el mismo tratamiento? Adelante, elfo. Esta lanza es para ti —gruñe uno de los ogros mientras agita otra lanza en el aire.
Las palabras del ogro interrumpen la embestida del elfo, que permanece vacilante en la senda, sin armas para defenderse.
—¿Qué ocurre, cobarde? Tendré que ir a buscarte —brama el ogro y se echa a andar.
—¡De prisa! Por aquí —gritas.
Aún estás demasiado lejos para ayudarlo, pero la distancia se acorta. Si logras acercarte a él, aumentarán sus posibilidades de escapar.
El elfo te oye y desciende por la senda a gran velocidad, en tu dirección. Los dos ogros se estremecen de ira al divisarte. Preparas rápidamente el arco y sacas una flecha del carcaj. El elfo se acerca y los ogros que lo persiguen están casi al alcance de tus flechas. A esa distancia un arco es mejor que una espada. Si logras mantenerla, tanto tú como el elfo lograréis sobrevivir.
Con el corazón palpitante, esperas a que los ogros se acerquen aún más. Cuidadosamente tensas la cuerda del arco y disparas. La flecha sale volando con un silbido mortal a través del gélido aire.
La primera flecha acierta a uno de los ogros, que se tambalea pero continúa avanzando. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! Las flechas restantes golpean su cuerpo. El ogro se detiene, da un paso indeciso, vacila y cae.
El último ogro se arrodilla junto a la figura sangrante de su compañero, coge una lanza caída y se incorpora.
Sin darte tiempo a disparar otra descarga de flechas, el ogro coge impulso y arroja la lanza con tremenda fuerza.
Emite un último gruñido, gira sobre sí mismo y retrocede senda arriba.
Oyes un débil gemido de dolor. ¡La lanza ha dado en el blanco! El elfo está herido. Subes corriendo, te arrodillas a su lado y lo examinas. La lanza le ha atravesado el hombro derecho.
Al verlo de cerca lo reconoces asombrado. Es Hallic, un guerrero de tu aldea, miembro de la última partida que intentó atravesar las montañas.
Hallic hace un esfuerzo por hablar pero no lo logra. Se desploma sobre la nieve. Inmediatamente le arrancas las ropas y apoyas tu oído en su pecho. Oyes un latido irregular y débil, pero compruebas que sigue con vida. Recortas su camisa alrededor de la herida y con mucha suavidad le extraes la lanza. Vendas la horrible herida con trozos de camisa y lo trasladas a tu campamento.
Juntas un poco de leña, enciendes una hoguera y envuelves con mantas al elfo. Luego te dispones a hacer guardia junto a Hallic toda la noche.
Al alba, Hallic se estremece y murmura:
—Lo maté.
—Claro que sí. Nunca vi un disparo tan certero con una bola de nieve —respondes.
—No, no me refiero al ogro. Estoy hablando de Ulmus. Era mi hermano y lo maté. Si no hubiese intentado salvarme, aún estaría vivo.
Los grises ojos de Hallic están llenos de lágrimas,
—Fue él quien lo decidió —dices con la voz estrangulada por el llanto—. Ahora no debes lamentarte. A Ulmus no le gustaría verte tan afligido.
Hallic vuelve la cabeza, cierra los ojos y guarda silencio. Las lágrimas ruedan por sus pálidas mejillas.
Buscas el cuerno con hierbas medicinales para calentarlas al fuego. Al darte la vuelta ves que Hallic se ha desmayado.
Durante todo el día el elfo pierde y recobra el conocimiento, delirante y febril. Con jirones de camisa haces compresas que empapas de agua helada del riachuelo, pero la fiebre no cede. Insistes en hacerle beber el caldo curativo, pero su agitación sólo permite que unas gotas de líquido bajen por su garganta. La herida, la fiebre y el pesar por la muerte de su hermano son más de lo que puede soportar.
Al caer la noche Hallic despierta. Sus ojos grises son grandes y claros. Le ha bajado la temperatura. Intentas darle la medicina.
—No —dice Hallic con voz débil—. No es necesario. El dolor me ha abandonado y pronto estaré con mi hermano. Es lo mejor que puede ocurrirme.
A tientas, Hallic busca tu mano. Notas que su pulso late irregularmente.
—Por favor, dile a los Ancianos que lo intentamos, pero eran demasiados para nosotros.
—¿Demasiados qué? —Preguntas.
—Orcos, trasgos, ogros e incluso un gigante de los hielos —susurra Hallic—. Siempre supe que había algo maligno en Shanafria.
—¿Algo maligno? ¿Cuál es el mal? Te ruego que me informes de lo que me pueda encontrar.
Con voz agonizante, Hallic jadea:
—Cuevas heladas… minas… monstruos… prisioneros. ¡Incluso la muerte! —Su pulso tiembla un breve instante y se interrumpe.
Hallic te contempla con sus ojos vacíos y esboza una leve sonrisa.
Suspiras apenado y te dispones a enterrarlo. En el transcurso de la larga noche reúnes rocas, con las que lentamente construyes una tumba. Al rayar el alba pones la última piedra con manos doloridas y amoratadas. Ahora Hallic descansa en paz… y tú debes seguir adelante.
Tienes dificultades para obligar a la mula a rodear el cadáver helado del ogro. Por último da un salto y lanza un rebuzno a modo de protesta. Se lanza senda arriba, delante de ti, pataleando salvajemente. Corres desesperado para detenerla.
La mula ya ha dado la vuelta al canto rodado y repentinamente suelta un rebuzno de terror.
—¡Estúpida mula! ¡Tenías que hacer ruido justo cuando necesitamos silencio! —Murmuras para tus adentros.
Cuando das la vuelta a la roca, te abandona cualquier idea de silencio. Tú mismo deseas gritar, aterrorizado. Ante ti, la senda se arquea sobre sí misma, como una gigantesca C. De un lado estás tú, junto a la ruidosa mula. A la izquierda, la barrera de la montaña. A la derecha… el aire.
A doce metros, a través del abismo, está el otro lado de la senda. En la pared de la montaña hay una cueva con la entrada enmarcada en hielo y nieve. Allí ves a un enorme gigante de hielo y a una cría de dragón blanco.
—¡Mira, Colmillo! —Truena el gigante, cuya helada piel azul brilla bajo la luz del sol—. Tenemos compañía. Vamos, ¿dónde están tus modales? ¡Saluda a nuestro invitado!
Colmillo, el dragón blanco, estira sus labios escamosos dejando a la vista sus largos y afilados dientes. Parece que sonríe. A continuación abre la boca y vomita un cono de escarcha blanca que rueda a través del abismo y cae a tus pies.
—¡Te he dicho más de cien veces que debes practicar! ¡Has errado un tiro fácil! ¡Inténtalo de nuevo!
Aparentemente el gigante considera que tú y la mula sólo sois juguetes para la práctica de tiro de Colmillo, lo que te llena de indignación.
Mientras el gigante sigue sermoneando al dragón, coges el arco y tres flechas. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! Las flechas vuelan a través del abismo y rebotan en la armadura del gigante. Aunque tu andanada dio en el blanco, no produjo el menor efecto.
Te sorprendes al oír nuevamente la sonrisa del gigante.
—No puedes hacemos daño —dice entre risas—. Tú y Colmillo formaríais un buen equipo. Sois tal para cual.
El dragoncillo ruge con ruidos cavernosos.
—¿No te gustan las flechas, Colmillo? Devuélveselas. Tienes cincuenta años y eres un inútil. Al ritmo que vas cumplirás los cien sin acertar una. ¡Apunta con cuidado y dispara! —Lo instruye el gigante.
Coges otra flecha. Preparas el arco, apuntas y se la lanzas al dragón.
—¡Auuu…! —Aúlla Colmillo cuando la flecha le da en la grupa. Rueda y sólo logra hundir más la flecha en la carne, empeorando la situación.
—¡No te quedes ahí gritando! —Lo regaña el gigante—. Haz algo. ¿Piensas permitir que un elfo se burle de ti?
En respuesta, Colmillo arroja un enorme cono de escarcha acompañado por un brutal aullido de ira y dolor. Lamentablemente para él, la escarcha choca contra la nieve y el hielo que cuelgan en lo alto de la cueva. Su rugido resuena y rebota en la estrecha senda amurallada donde estáis tú y la mula.
Mientras el eco se apaga, oyes otro ruido. Al principio es un suave murmullo, pero luego crece en intensidad. En breve se convierte en algo semejante al rugido de mil dragones. Tú y el gigante levantáis la mirada y veis algo increíble. Parece que toda la montaña se derrumba. ¡Una avalancha! Por la ladera caen montones de nieve en polvo, seguidos por inmensos pedazos de hielo.
—¡Colmillo, eres un idiota! ¡Mira lo que has provocado! —Vocifera el gigante—. ¡Has desencadenado una avalancha! Mueve tu escamoso trasero y deja de chillar. ¡Rápido! ¡Vuelve al túnel!
Colmillo y el gigante son más afortunados que tú: tienen refugio. Entre tú y el atronador muro de nieve sólo hay… aire.
Te pegas a la ladera de la montaña. Coges las riendas y retrocedes senda arriba. Esta vez la mula te sigue de buena gana, casi al galope en su impaciencia por escapar. Das la vuelta al recodo en el preciso instante en que detrás de ti caen toneladas de nieve, hielo y rocas. Durante largos minutos prosiguen los estruendos, los retumbos, los clamores. La montaña y la senda tiemblan bajo tus pies. Cuando por fin se interrumpe el horrible estruendo paseas la mirada a tu alrededor. La senda ha desaparecido… la cueva ha desaparecido… todo está enterrado debajo de una masa de hielo y nieve. Ahora el abismo que separaba las dos sendas es pura nieve.
Si quieres seguir adelante, tendrás que retirar la nieve de la senda, tarea difícil y peligrosa. Un solo paso en falso y podrías hundirte para siempre.
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